Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Zalamea, Jorge, 1905-1969, autor
El Gran Burundún-Burundá ha muerto / Jorge Zalamea ; presentación, María Mercedes Andrade. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2018.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,1 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5488-48-9
1. Novela colombiana - Siglo XX 2. Libro digital I. Andrade, María Mercedes, autor de introducción II. Título III. Serie
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ISBN: 978-958-5488-48-9
Bogotá D. C., diciembre de 2018
© Patricia y Fernando Zalamea
© 2016, Universidad de los Andes
© 2018, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: María Mercedes Andrade
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+ES DIFÍCIL CLASIFICAR UN texto como El Gran Burundún-Burundá ha muerto de Jorge Zalamea, pues se trata de una obra que se resiste a ser encasillada y que cuestiona las fronteras establecidas convencionalmente entre los géneros literarios. El lector que se acerca a esta obra por primera vez podría sorprenderse ante la manera como en ella se mezclan elementos de distintos géneros, así como ante los personajes grotescos que se retratan y el uso del lenguaje que hace el autor. Desde cierta perspectiva se podría pensar en El Gran Burundún-Burundá como una novela o un relato, ya que se trata de un texto en el cual se narran una serie de hechos relacionados con la vida y muerte del protagonista. Sin embargo, es cierto también que la anécdota es mínima y se podría argumentar que en distintos momentos del texto prima la descripción sobre la narración. Por otro lado, el tipo de lenguaje y los recursos estilísticos del texto parecen acercarlo más a la poesía y su sonoridad es tal que parecería ser una obra escrita para ser leída en voz alta, tal y como señaló en su momento el mismo autor, para quien «más que leída debe ser recitada, declamada» (Carta de Zalamea a Germán Arciniegas, en Robert L. Sims, 33). Como han señalado varios críticos, esta sonoridad de la obra recuerda también la oratoria propia de los discursos políticos, los cuales el texto satiriza, y le imprime incluso un matiz teatral[1]. Por estas razones no resulta sorprendente que su propio autor afirmara que se trata de «una forma híbrida de relato» y que se refiera al texto como un «relato, poema o sátira» (Sims, 33).
+La sorpresa del lector ante la extrañeza de este texto podría resultar aún mayor si se tiene en cuenta que El Gran Burundún-Burundá ha muerto fue publicado en 1952 y que por lo tanto se distancia notablemente del tipo de literatura que se producía entonces en Colombia. Se trata de una obra que abre nuevos caminos para la literatura colombiana de la época y que propone vías de experimentación formal que quizás sólo hayan tenido eco en décadas posteriores, en textos como «Los funerales de la Mama Grande» o El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez.
+Por otra parte, si se tienen en cuenta el momento histórico en el cual la obra fue escrita y el ambiente político de represión y censura que imperaba en Colombia a mediados del siglo pasado, queda claro que se trata de un texto provocador y contestatario, con hondas implicaciones políticas. Sin embargo, más allá del cuestionamiento de una realidad histórica específica, la crítica de la violencia física y simbólica de los regímenes represivos que se propone en El Gran Burundún-Burundá ha muerto continúa siendo pertinente en nuestros días.
+A continuación se explorarán el contexto histórico y político en el cual se publica la novela, su entorno literario, así como algunos de los aspectos temáticos y formales de la obra.
+Jorge Zalamea publicó El Gran Burundún-Burundá ha muerto en el año 1952 durante su exilio en Buenos Aires por motivos políticos. Durante los años veinte del siglo veinte Zalamea había pertenecido a Los Nuevos, un grupo diverso de intelectuales congregados en torno a la revista del mismo nombre. En plena República Conservadora (1880-1930), Los Nuevos manifestaban su interés en oponerse y distanciarse del academicismo y romanticismo de la generación literaria anterior, la llamada Generación del Centenario, así como en modernizar la cultura del país. Los Nuevos abogaban por una cultura más cosmopolita y al hacerlo cuestionaban el proyecto ideológico de la Regeneración, el cual se había impuesto en Colombia desde las últimas dos décadas del siglo diecinueve.
+Tras el comienzo de la República Liberal (1930-1946), y en particular durante el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo (1934-1938), Zalamea colaboró con el liberalismo y ocupó algunos cargos públicos, entre ellos los de secretario del Ministerio de Educación y director de la Comisión de Cultura Aldeana. Durante su primer gobierno, conocido como la «Revolución en Marcha», López Pumarejo llevó a cabo numerosas reformas para la modernización del Estado y la economía del país, así como la educación y las relaciones sociales, proyecto que tuvo continuidad, si bien a un ritmo menor, en el gobierno de Eduardo Santos (1938-1942). Sin embargo, López Pumarejo se vio obligado a renunciar a su segundo periodo presidencial (1942-1945) en medio de acusaciones de corrupción, y dado que los liberales se encontraban divididos, el conservatismo alcanzó de nuevo el poder con Mariano Ospina Pérez (1946-1950), cuya elección puso fin a la hegemonía que durante dieciséis años había tenido en Colombia el Partido Liberal.
+El clima de intolerancia política y de represión, así como las tensiones crecientes entre conservadores y liberales en el campo, desembocaron en el periodo conocido como la Violencia (1946-1966), que eventualmente llevaría al desplazamiento masivo de campesinos hacia las ciudades. El asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948 en Bogotá, junto con la rebelión del Nueve de Abril que este acontecimiento desató, agudizaron la situación dado que el Gobierno conservador decretó el estado de sitio y adoptó medidas represivas contra sus opositores. Entre ellos se contaba Zalamea, quien había participado de forma activa en la rebelión. Así, la revista Crítica, una publicación cultural opositora del régimen que Zalamea había fundado en 1948, estuvo sujeta a la censura oficial. En 1949 Zalamea publicó en la revista el relato «La metamorfosis de su excelencia», una alegoría contra la tiranía que podía ser leída como una crítica contra el gobierno del momento. Por esta razón, en palabras de Alfredo Iriarte, Zalamea se volvió víctima del «acoso brutal y [del] terror» (18). En el año 1950 Laureano Gómez, político conservador simpatizante con los regímenes fascistas de Mussolini y Hitler en Europa, subió al poder (1950-1953) en unas elecciones en las cuales no hubo más candidatos, puesto que los liberales se retiraron alegando que habría fraude. Zalamea cerró la revista en 1951 y partió hacia el exilio en Argentina.
+Como señala Nayla Chehade, para apreciar la obra de Zalamea es necesario tener en cuenta que, desde los años veinte del siglo veinte, él y otros escritores de su generación «quisieron ampliar los horizontes ideológicos y culturales del país» en una sociedad que «miraba con desconfianza y se oponía a quienes como él intentaron crear una atmósfera de intercambio de ideas y debate crítico en un ámbito constreñido por el pensamiento reaccionario» (258). La revista Los Nuevos, aparecida en 1925, fue parte de este intento de apertura intelectual, cultural y estética. Alrededor de ella se reunieron, además de Zalamea, escritores como León de Greiff, Luis Vidales y Rafael Maya; futuros políticos tales como su fundador, Alberto Lleras Camargo; ensayistas como Germán Arciniegas, y periodistas como Luis Tejada (Chehade, 260). Como señala Fernando Charry Lara, en la revista se discutían autores como Rimbaud, Mallarmé, Claudel, Valéry, Hofmannsthal, Tagore, Pound o Mayakovsky, muestra sin duda de este afán cosmopolita (635). Sin embargo, cabe resaltar que sus modelos provenían principalmente del simbolismo francés del siglo diecinueve, que la recepción que tuvo este grupo de las vanguardias europeas surgidas después de la Primera Guerra Mundial fue limitada y, por lo tanto, que sus impulsos vanguardistas fueron «muy cautelosos» (Pöppel, 35). Más tarde, a finales de los años treinta surge el grupo de poetas denominado Piedra y Cielo, conformado por Jorge Rojas, Eduardo Carranza, Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio y Darío Samper. Este grupo tuvo un contacto mayor con la poesía de su época, en particular con la española, ya que sus integrantes recibieron la influencia de la poesía de Juan Ramón Jiménez y de la Generación del 27.
+En el campo de la narrativa, la novela colombiana de las primeras décadas del siglo veinte se inscribía aún, a grandes rasgos, dentro de la tradición del realismo o el naturalismo. La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, texto que se relaciona con la corriente de la «novela de la tierra» y que también ha sido asociado con el modernismo, tiene elementos de crítica social que lo aproximan al naturalismo. Hace tiempos (1936), la novela autobiográfica de Tomás Carrasquilla y que está ligada a las tradiciones del costumbrismo y del realismo, se caracteriza por dar una visión de la sociedad antioqueña centrada en la cultura popular y campesina. Por otro lado, las novelas de José Antonio Osorio Lizarazo publicadas a partir de los años treinta, tales como La casa de vecindad (1930) y Garabato (1939), se enmarcan dentro de la tradición naturalista y constituyen ejemplos de un tipo de literatura comprometida, de inspiración marxista. El Gran Burundún-Burundá ha muerto comparte con algunas de estas novelas su carácter crítico de la circunstancia histórica a la cual se refiere. Sin embargo, en cuanto a sus características formales, la novela de Zalamea se distancia de la producción nacional de los autores mencionados por su carácter experimental, vanguardista y antirrealista. Tal y como ha señalado María Dolores Jaramillo, es indudable que en El Gran Burundún-Burundá «Zalamea avanza e innova en el camino de la renovación moderna de los géneros» (598) en el contexto de la literatura nacional.
+En el ámbito hispanoamericano existe una larga tradición de novelas sobre el tema del dictador, las cuales tienen sus raíces en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento (1841) y Amalia de José Mármol (1851) (Ugalde, 369). Un antecedente más cercano para la obra de Zalamea es El señor presidente (1946) de Miguel Ángel Asturias, novela experimental y de gran complejidad formal que constituye uno de los primeros ejemplos del realismo mágico. Otro antecedente de la novela de Zalamea es Tirano Banderas (1926) de Ramón del Valle Inclán, texto que narra los abusos de un dictador en un país latinoamericano ficticio. Resulta evidente la influencia que tiene sobre Zalamea la estética del «esperpento» de Valle Inclán, con su deformación de la realidad y el uso de elementos grotescos.
+La tradición de la novela del dictador tendrá desarrollos posteriores en novelas como El otoño del patriarca (1975) de Gabriel García Márquez, Yo el supremo (1974) de Augusto Roa Bastos y El recurso del método (1974) de Alejo Carpentier. Como ha señalado la crítica —Ugalde, Sims—, alrededor de los años setenta se produce un cambio en la perspectiva narrativa de las novelas de dictador pues aparece el narrador en primera persona, a la vez que se pone mayor énfasis en el lenguaje y en una reflexión sobre este (Ugalde, 369). El Gran Burundún-Burundá se ubicaría así en el punto de quiebre entre estos dos momentos de la tradición de la novela del dictador, ya que aunque utiliza una perspectiva narrativa en tercera persona y un narrador omnisciente, «anticipa en unos veinte años» (Ugalde, 369) los desarrollos posteriores de la novela del dictador en el terreno del lenguaje.
+La trama de El Gran Burundún-Burundá ha muerto es sencilla: la novela describe en detalle el cortejo fúnebre de un dictador, presentando a cada uno de sus miembros y señalando su papel y trayectoria dentro del régimen del tirano. Los eventos relacionados con el entierro del dictador ocupan el comienzo y el final de la novela, mientras que en dos capítulos centrales hay una analepsis o flashback donde se cuenta el ascenso del Burundún al poder y su proceso de dominación de la sociedad. La trama no encierra mayores enigmas, y la única sorpresa se reserva para el final de la novela, cuando el Canciller abre el ataúd y desata con ello reacciones imprevistas entre la multitud que conforma el cortejo fúnebre. Dada la sencillez de la trama resulta claro que el interés de la novela no reside tanto en develar un enigma o resolver un misterio. En cambio, la atención del lector se centra en la descripción de los personajes que forman parte del cortejo funerario, la figura del protagonista muerto que se va dibujando a lo largo del texto, el significado de sus actos y, como se ha señalado ya, el lenguaje exuberante del narrador.
+El cortejo funerario del Gran Burundún-Burundá está conformado por los distintos estamentos del Gobierno del dictador: el militar, el jurídico, el económico y el cultural. La presentación que hace el narrador de cada uno de estos elementos permite entrever una dura crítica a la manera como los diferentes grupos de la sociedad son cómplices del poder represivo de la dictadura. El narrador hace hincapié en el papel del poder militar, constituido por los Zapadores, los Territoriales, los Autoaviadores y la Policía Urbana y Rural, cada uno de los cuales tiene características físicas propias y les permiten desempeñar su tarea de represión. Sin embargo, a pesar de las diferencias, tienen en común su aspecto inhumano y grotesco. Así, los Zapadores «tenían por rostro una atrufada jeta de cerdo, sin otros ojos que la ciclópea pupila de neón».
+De los Territoriales se dice que sus rostros y cabezas eran idénticas: «grandes peras sin gracia, lívidas y pecosas; con ojos planos, incoloros y acuosos, como dos leves magulladuras. Narices y boca desaparecían bajo el dispositivo antigás que se desprendía de las ocultas barbillas a manera de una rugosa trompa de paquidermo». Finalmente, los Autoaviadores están «envueltos en una tripa que participaba a la vez de la ligereza del celofán y la fortaleza del supernylon», y los miembros de la Policía Urbana y Rural visten trajes de civil ajados y apestosos, y tienen ojos «que eran coágulos de pus, o reventones de sangre, o lívidas ostras verdinosas».
+Si bien en la descripción de los militares a veces se los presenta en términos animalescos y bestiales, su efecto sobre la naturaleza y sobre el mundo animal es devastador. Los Autoaviadores, por ejemplo, causan estragos en el cielo al disparar contra las aves migratorias y producir «una suculenta lluvia de ánades» que causa pavor entre los habitantes del país. De manera similar, con respecto a los Zapadores se dice que
+iban quedando inertes, yertos, a su moroso paso los dulces topos de azulada pelambre, las gordas o escuálidas ratas que también son dulces en su mirada pesquisidora, los acorazados armadillos que son tímidos y de entraña tan blanda como áspera su apariencia; los hurones de aguzado hocico y rosados deditos de niño; las golosas mangostas cubiertas de ceniza.
+En contraste con la bestialidad de los secuaces del Burundún, que destruyen todo lo que tocan, en la descripción del mundo animal se resaltan su dulzura y vulnerabilidad, y se lo muestra como víctima inocente de la brutalidad del dictador, de manera que quizás pueda leerse también como una metáfora de los seres humanos bajo el poder del Burundún. Sin embargo, en un caso específico lo animal es una instancia de resistencia ante la opresión, a saber, cuando se describe la figura del caballo del tirano, una bestia hermosa a la que «la mano de quien se creía su dueño —si se paseaba morosamente sobre sus duras partes— le causaba fastidio» (18). Este animal irrumpe en el cortejo fúnebre y en medio de la solemnidad de la ceremonia danza y se ríe, con una risa que reta el poder del régimen. El caballo se convierte así en una representación de la resistencia y de un futuro posible después de la opresión.
+La figura de los cómplices del dictador ayuda a crear una imagen de la crueldad del Burundún y de su capacidad para la violencia. Esta imagen se completa cuando la descripción del cortejo fúnebre se interrumpe para contar la historia del dictador y de su ascenso al poder. Más que una lista de muertes y asesinatos, el texto se concentra en el aspecto más devastador de la violencia del tirano: su proyecto de destruir el lenguaje. El Burundún comprende el poder de la palabra, pues ha ascendido al poder justamente por medio del lenguaje. En una crítica de la oratoria política nos dice Zalamea que el Burundún «hablaba como se sufre una hemorragia o se padece un flujo. Hablaba como se vacía una carreta de grava. Como revienta una granizada. Como se vuelca un río en catarata. Hablaba el Gran Burundún-Burundá como su nombre lo indica». El Burundún devalúa el lenguaje, lo utiliza a su acomodo para dominar, empleándolo sin ningún respeto. Pero luego, una vez ha logrado su objetivo, el tirano comprende que el lenguaje abre la posibilidad de la resistencia y se propone acabarlo.
+Nuevamente Zalamea recurre a imágenes animalescas para explicar el proyecto del dictador con respecto a los habitantes del país:
+[...] que chillen si tienen hambre; que tosan si tienen frío; que bramen si están en celo; que gorjeen si están dichosos; que ronquen si dormidos; que cacareen si despiertos; que rebuznen si entusiastas; gañan si codiciosos y gruñan si coléricos, pero que no hagan indecente inventario entre unos y otros de sus deseos ni se estimulen sediciosamente en ellos fomentándolos con palabras.
+Destruir la palabra, comprende el Burundún, significa reducir al ser humano a sus instintos básicos y destruir la posibilidad de crear una comunidad. Así, tras una intensa campaña de desprestigio contra la palabra, el dictador logra imponer «un vasto silencio de rumiantes» y dominar por la fuerza a los pocos opositores que restan.
+Si se tiene en cuenta el proyecto de destrucción del lenguaje del dictador, el tono y el estilo del narrador de El Gran Burundún-Burundá ha muerto cobran un nuevo sentido. Algunos críticos han señalado la manera como el texto utiliza recursos propios de la retórica política y la oratoria pública, tales como la reiteración y la enumeración (Jaramillo, 590). También es notable el uso de figuras literarias y recursos provenientes de la poesía, tales como la aliteración, la anáfora, la paronomasia, el paralelismo, la elipsis, la hipérbaton, etcétera, así como el uso de ritmo y rima. Para algunos, la exuberancia y dificultad del lenguaje hacen que no pase de ser un «brillante panfleto» (Araújo, 555). Sin embargo, es posible pensar más bien que, como respuesta al proyecto del dictador de aniquilar la palabra, la voz del narrador del texto se alza como una forma de resistencia y de insubordinación. La riqueza del lenguaje del narrador, su estilo grandilocuente, su vocabulario que mezcla lo culto y lo popular, así como su uso de tropos poéticos, son más bien una invitación a resistirse si se tiene en cuenta que la meta del Burundún es, ante todo, silenciar a los seres humanos. El narrador se atrinchera en el lenguaje y explora sus posibilidades, construye paradojas e ironías y muestra el poder de la ambivalencia, rehusándose a aceptar el silencio al que quisiera reducirlo el tirano. El lenguaje de la novela, un lenguaje consciente, que llama la atención sobre sí mismo y que explora las múltiples posibilidades del acto de nombrar, es una muestra de cómo la palabra no se deja erradicar, de cómo, por medio de ella, la humanidad se niega a la degradación y al silenciamiento que quisiera imponerle cualquier opresor. El Gran Burundún-Burundá ha muerto es, por lo tanto, un texto que continúa siendo de gran interés no sólo por la manera en que pone en evidencia las tensiones políticas de una determinada época de la historia colombiana sino por su propuesta estética y lingüística, así como por la reflexión que suscita en el lector sobre el poder del lenguaje.
+MARÍA MERCEDES ANDRADE
+Universidad de los Andes
+ARAÚJO, Helena. «Jorge Zalamea». Eco, n.º 16, marzo, 1974: 524-555.
+BELLINI, Guiseppe. El tema de la dictadura en la narrativa del mundo hispánico. Roma: Bulzoni, 2000.
+CASTILLA LATTKE, Esneda C. «Jorge Zalamea: desde Lorca con amor y revolución», en Revista Casa de las Américas, n.º 249, octubre-diciembre, 2007: 14-21.
+CHARRY LARA, Fernando. «Los poetas de Los Nuevos». Revista iberoamericana, vol. L, n.º 128-129, julio-diciembre, 1984: 633-681.
+CHEHADE, Nayla. «Jorge Zalamea en el panorama literario colombiano». En Jaramillo, María Mercedes; Osorio, Betty y Robledo, Ángela (eds.). Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo XX, vol. I: La nación moderna. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2000: 257-79.
+COBO BORDA, Juan Gustavo. «Jorge Zalamea (1905-1969): cien años». Boletín de la Academia Colombiana, tomo 56, n.º 229-230, 2005: 1971-1975.
+IRIARTE, Alfredo. «Prólogo». En Zalamea, Jorge. El Gran Burundún-Burundá ha muerto. Bogotá: El Áncora Editores, 1984: 9-37.
+JARAMILLO, María Dolores. «Jorge Zalamea y el Gran Burundún-Burundá». Revista Iberoamericana. vol. LXVI, n.º 192, julio-septiembre, 2000: 597-600.
+LÓPEZ BERMÚDEZ, Andrés. «Para una biografía intelectual de Jorge Zalamea». Estudios de literatura colombiana. Enero-junio, 26, 2010: 75-93.
+LUQUE CAVALLAZI, Gino. «Jorge Zalamea». En Gran enciclopedia de Colombia, vol. 4. Bogotá: Círculo de Lectores, 2004. https://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biografias/zalajorg.htm
+PÖPPEL, Hübert. «La vanguardia colombiana y sus detractores». Estudios de literatura colombiana, n.º 6, enero-junio, 2000: 35-50.
+SIMS, Robert L. «A medio camino entre dictador, dictadura y dualidades: La metamorfosis de Su Excelencia y El Gran Burundún-Burundá ha muerto de Jorge Zalamea». Revista de estudios colombianos, n.º 14, 1994: 32-37.
+UGALDE, Sharon Keefe. «Language in Zalamea’s El Gran Burundún-Burundá ha muerto». Hispania, vol. 66, n.º 3, 1983: 369-75.
+ZULUAGA QUINTERO, Diego Alejandro. «Jorge Zalamea: intelectual, crítico literario y de la cultura». Estudios de literatura colombiana, n.º 28, enero-julio, 2011: 77-87.
+[1] Véase por ejemplo María Dolores Jaramillo, «Jorge Zalamea y El gran Burundún-Burundá».
+Buenos Aires, julio 15 de 1952
+Señor don Germán Arciniegas,
+New York
+Mi querido Germán:
+Es posible que haya llegado a ti alguna noticia indirecta de mi voluntario y melancólico exilio. Hace ya ocho meses —cuando en Colombia me era imposible hacer ya nada contra la infamia y el crimen, cuando la vida se me había hecho prácticamente invivible— decidí venir acá, reunirme con mi hijo —que se había casado en París con una muchacha argentina y se había instalado posteriormente en Buenos Aires— e intentar rehacer una casa y una vida. Dentro del horrendo estado moral en que me mantiene la situación de nuestra tierra, he logrado —con la generosidad de muchos amigos que no sabía que tenía aquí— hacerme una existencia de trabajo que me lleva doce y catorce horas diarias, pero que, al menos, me distrae de la permanente congoja. Y de la, al parecer, irremediable desesperanza.
+De esta etapa ha nacido ya un primer libro: El Gran Burundún-Burundá ha muerto, que te llegará en estos días. Aunque creo que es la primera cosa perdurable que he hecho, tengo una gran incertidumbre respecto a la acogida que se dé a este libro. En primer término, por haber salido de mis manos, inconscientemente, una forma híbrida de relato, poema y panfleto que no puedo saber yo cómo sonará en los oídos de la gente. Examinando la obra post facto, me parece que, en su aspecto puramente formal, responde a la oscura necesidad que yo sentía de encontrar una nueva fórmula retórica que restableciese el contacto, perdido a mi entender, entre el escritor y el pueblo. Desde hace muchos años, la casi totalidad de la literatura se ha dedicado a contar la trágica aventura de los pueblos contemporáneos; pero me parece que lo ha hecho —en la enorme mayoría de los casos— en una forma que no llega al pueblo o en la que este no se reconoce. Es posible que esto fuera lo que —inconscientemente— trajo a mis manos esta forma de relato, poema o sátira. Que, más que leída, debe ser recitada, declamada, ante las masas a las cuales se dirige. Si esto es así, será difícil para mí darme cuenta exacta de lo que he hecho mientras no tenga la experiencia personal de ver la reacción que produce en las circunstancias en que ahora creo que este libro debe llegar a sus oyentes, y no a sus lectores.
+En otro aspecto, el libro es un eco de las quejas y el llanto de los pueblos colombianos. Nace directamente de esa tragedia, pero pretende alcanzar cierto ámbito universal. Tampoco sé si he logrado esto, o si la pretensión de universalizar el tema deslía, opaque o disimule su sentido local, inmediato: colombiano. Pero, a pesar de estas incertidumbres y de muchas críticas que ahora —un poco tarde— me formulo, creo que esta obra tiene algunos valores permanentes y creo que podría ayudar, en cierto modo, a iluminar a las gentes sobre el espanto colombiano.
+JORGE ZALAMEA
+En el principio era el Verbo,
+y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.
+En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
+Y la luz en las tinieblas resplandece;
+mas las tinieblas no la comprendieron.
+SAN JUAN, I, 1, 4, 5
+Ese tirano cuyo solo nombre ampolla nuestra lengua.
+SHAKESPEARE
+Sólo quiero que me quede una voz inarticulada,
+como la que naturaleza concedió a los animales,
+con que en vez de palabras forme gemidos, y suspiros en vez de quejas.
+LOPE DE VEGA
+NINGUNA CRÓNICA DE LA gloria de sus actos sería tan convincente ante las generaciones venideras como la minuciosa y verídica descripción del cortejo que ponderó su poder en la hora de su muerte.
+Pues cada uno de los pasos de aquella lujosa y luctuosa procesión, obra fue de su genio, símbolo de sus designios, eco de su insigne borborigmo.
+A las dos de la tarde, las Iglesias Unidas dieron fin a su muda disputa de símbolos y ritos con una bendición unánime sobre su ataúd de plomo.
+Que bajó entonces las escalinatas de la Basílica Unionista sobre los enlutados hombros de la administración.
+Lo colocaron en el carruaje pesado de alegorías pero aligerado por cabeceantes penachos.
+Los Consejeros Supremos cerraron la puerta de biselados cristales.
+El Canciller, embarazado en su rígida dalmática de vitela, dio la orden de marcha con el «toc» de su bastonzuelo de plata.
+Se inició el desfile varios kilómetros más allá de la Basílica. ¡Tan extenso era el poder del Difunto! ¡Y tan diversos los signos de su mando!
+Pero antes de describir esta marcha, esta marcha triunfal y fúnebre, hay que decir —para que toda la verdad resplandezca— que también la naturaleza se hallaba de luto. Sobre la avenida más ancha y más larga del mundo —trescientos ochenta metros de lo primero, ciento dieciséis kilómetros de lo segundo, para ser exactos—, cernióse todo aquel día una incontinente llovizna. Y se humilló el cielo en sus nubes hasta confundir las fuentes del agua pura con el hollín de las chimeneas y el grasoso mador que exhala el cubil de los hombres.
+La altanería del hedor urbano y el vejamen del cielo se confabularon, pues, para fraguar una especie de blando y hediondo túnel sobre la avenida más ancha y más larga del mundo.
+A lo largo de la cual, a las dos de la tarde, comenzó a abrirse lento y mudo paso el lujoso, el luctuoso cortejo fúnebre.
+A cuya cabeza andaba el Cuerpo de Zapadores.
+(Comienza a revelarse aquí el genio del Extinto: sublime modisto, pasmo del buen sentido, padre de la concordancia).
+Sus Zapadores tenían por rostro una atrufada jeta de cerdo, sin otros ojos que la ciclópea pupila de neón que iluminaba, sórdida, la visera del casco. Casco a prueba de derrumbamientos y tan sólido que bastaba un testarazo para hendir las más duras rocas subterráneas. Cubríanse los Zapadores con holgados uniformes del triste color del polvo. Podían henchirse a voluntad y ofrecer entonces una elástica, elusiva e irreductible resistencia a las imprevistas contracciones del subsuelo. Los bombachos pantalones se ajustaban en los tobillos bajo la caña de una especie de escarpines de acero que permitían a los Zapadores el lujo de convertir sus coces en un trabajo rápido y eficaz de horadación.
+A los hombres que trabajaban bajo la tierra les amenazan muchos peligros: el más grave entre ellos, la exudación de gases mefíticos que corroen los pulmones, hinchen los vientres, hacen saltar de los ojos lágrimas de icor amarillo u oxidan la sangre.
+Pero el Difunto fue más cauto que el minero más viejo. Sabía las vías del gas; conocía los lagrimales del agua; presumía de petrógrafo, pero no creía en la belleza de las estalactitas y opinaba que nada es tan peligroso para un hombre bajo la tierra como el enternecerse mirando, en la oscuridad, los ojos del carbunclo de una rata que hacen pensar inesperadamente en la alegría de una ventana contra cuyos cristales golpea el sol en su poniente.
+Para contrarrestar aquellos riesgos, para inmunizar a sus Zapadores, el Gran Brujo recurrió a la contramagia, dotando a sus criaturas del propio poder que las amenazaba. En las entrañas de la tierra, en el laberinto oscuro de sal, hierro y marmaja, los hombres de cuerpo elástico y pupila de neón emanaban su propio grisú, aterrorizando a la misma roca. E iban quedando inertes, yertos, a su moroso paso los dulces topos de azulada pelambre, las gordas o escuálidas ratas que también son dulces en su mirada pesquisidora, los acorazados armadillos que son tímidos y de entraña tan blanda como áspera su apariencia; los hurones de aguzado hocico y rosados deditos de niño; las golosas mangostas cubiertas de ceniza. Y todas las bestias que son blandas, babosas y asustadizas.
+De manera que cuando los Zapadores del Gran Destructor abrían bajo la tierra la mina que los condujera por sorpresa hasta los campamentos enemigos o a los centros vitales de las ciudades asediadas, su furor bélico se veía permanentemente estimulado por la taciturna hecatombe de las furtivas bestezuelas miopes.
+Ahora, los Zapadores avanzaban sorda, pesada y lentamente por la avenida, abriendo un túnel en la niebla y la lluvia para que desfilasen, tras ellos, los Territoriales.
+Los cascos de estos eran también de acero. Pero estaban barnizados de verde, y de noche se encendían con breves chispas que imitaban ingeniosamente el luminoso parpadeo de las luciérnagas.
+Por obra de minuciosa selección, los rostros de los Territoriales eran idénticos entre sí, como cabezas intercambiables: grandes peras sin gracia, lívidas y pecosas; con ojos planos, incoloros y acuosos, como dos leves magulladuras. Narices y boca desaparecían bajo el dispositivo antigás que se desprendía de las ocultas barbillas a manera de una rugosa trompa de paquidermo.
+Los uniformes de los Territoriales eran de una tela vegetal del color de la hojarasca podrida y la purriela. Algún insidioso atractivo tendrían estos uniformes para las bestias del campo, pues cuando los Territoriales andaban en campaña o realizaban batidas contra los bandoleros que contradecían el Nuevo Orden —corderillos, liebres, terneras y cabras les andaban a la zaga—, tratando de mordisquear con sus belfos felpudos y sus anchos dientes lucientes la tela de color de hoja seca. Y cuando los Territoriales fingían yacer entre los pastos o en los rincones nemorosos como grandes coágulos de purriela, no tardaban en precipitarse sobre ellos minúsculas hordas de hormigas color de minio; regimientos de escarabajos preciosamente caparazonados de acero azul, de llameante cobre, de oro quemado, y zigzagueantes vanguardias de lagartijas. Y moscas multicolores danzaban frenéticamente sobre ellos con su música de pífanos diminutos. Pero toda bestia del campo pagaba con la vida aquel breve contacto con el uniforme de los Territoriales. Que así cumplían con la táctica de la «tierra arrasada». Y satisfacían los ocultos pruritos del Gran Matador.
+En el orden del desfile correspondía el tercer lugar al arma predilecta del Insigne Borborista: los aviadores invisibles, la cristalina policía del cielo, los transparentes ángeles de la Administración.
+La milenaria ambición del hombre de volar por sí mismo, en contacto directo con las mareas del viento, había sido finalmente alcanzada bajo el régimen providencial del ahora Caudillo de los Difuntos.
+Envueltos en una tripa que participaba a la vez de la ligereza del celofán y la fortaleza del supernylon, los hombres volantes eran invisibles en el éter sin dejar de ser videntes. El gran preservativo color de cielo y camuflado de cirros que los contenía, confundíase con la atmósfera sin que el interno feto destructor perdiese la exacta puntería de sus minúsculas ametralladoras.
+En la insuperable crónica del Gran Burundún-Burundá —finalmente hay que pronunciar su nombre, ¡y que los cielos y los siglos lo repitan como el eco de un largo eructo!— nada superó a la delicada, a la poética escenografía que imaginara para ensayar y probar la invisibilidad de sus policías celestes.
+Con la adjetiva minuciosidad de los estadistas, convocó a los ornitólogos más reputados del país para precisar con ellos la fecha en que pasarían sobre su capital las hordas migratorias de las aves norteñas. Sin sorprenderse de nada, estableció el padrón de las especies; se enteró de la densidad de las bandadas; de la altura y velocidad de su vuelo; de la resistencia de los cuellos y la envergadura de las alas; del peso y calidad de la carne; de la mayor o menor malicia que tuvieran los pájaros pilotos que guían a la alada tribu por los senderos más propicios del viento, por las comarcas más tibias del aire.
+Y como sus secretas debilidades y sus muy ocultos pánicos necesitaban aliviarse de vez en cuando con la apelación a poderes sobrenaturales, hizo venir también a su palacio a un extraviado arúspice que lo inició en los secretos de la ornitomancia y le indicó las hecatombes más propicias, mientras paseaba sus engarfiados dedos vellosos por entre las entrañas todavía palpitantes de un desventrado ánade.
+Chupando el tuétano de las calvas cabezas de ornitólogos y ornitómanos, el Gran Burundún-Burundá dio las órdenes finales para la estupenda revista aérea que, según sus infalibles cálculos, tendría dos consecuencias de incalculable trascendencia política: primera, demostrar la invisibilidad de sus autoaviadores; segunda, suministrar un suplemento suculento y gratuito al puchero de sus gobernados.
+En el día y la hora señalados para el paso de los patos silvestres —especie escogida por razones eminentemente técnicas, secundariamente augurales y finalmente culinarias—, ascendieron, invisibles, sobre la ciudad hasta cinco escuadrones de policía-nylon. Escalonados, esperaron en el pacífico cielo la llegada —rauda, rauca— de las aves.
+¡Cantando las tres ánades, madre!
+Y fue al caer la tarde, cuando en el rescoldo cobrizo de la agonía solar parecería más difícil distinguir el aceitoso brillo marrón de los plumajes y cuando las palmeadas patas amarillas comienzan a surgir del tibio vientre para aminorar la velocidad del vuelo y preparar el vibrante contacto con los pantanos ya próximos, fue entonces cuando se cumplió la inexorable previsión del Gran Cinegista.
+La horda pura, la horda hasta entonces infalible en su ruta, la horda siempre puntual a la cita con la vida, tropezó con la muerte invisible, se tronchó el cuello contra la roca cristalina de la policía celeste.
+De flecha que era, se convirtió en herido blanco; de viento musical, en sorda lluvia; de alada geometría, en gordo pedrisco.
+Pesadas ya, sin gracia, se derrumbaron las aves sobre la ciudad de los hombres.
+Cayeron —¡flap!— sobre las tejas verdinosas y las grises terrazas; cayeron —¡flap!— sobre los juguetes olvidados por los niños en los patios; cayeron —¡flap!— sobre los umbrales como encomiendas postales de la pesadilla; cayeron —¡flap!— sobre los bancos y sobre las iglesias como gruesos escupitajos; cayeron —¡flap!— sobre los andenes y en mitad de las calles como desgonzadas víctimas de un vulgar atraco; cayeron —¡flap!— sobre las ancas de bronce de los caballos que trotan, inmóviles, bajo las nalgas de los inmortales y sobre las rodillas de otras estatuas que rumian el orín del tedio.
+Acaso porque no llegaran todavía los tiempos en que los hombres comprendiesen los altos designios del Sumo Policía, la suculenta lluvia de ánades, en vez de regocijar el corazón de los ciudadanos, los sumió en incomprensible zozobra.
+Ni el hombre que busca en sus bolsillos briznas de pan y tabaco para ofrecérselas, entre el negror de las uñas, a sus escuálidas hijas; ni la mujer que se detiene largamente ante la vitrina de las fiambrerías esperando que la saliva que le endulza la boca se convierta en delgada leche para su mamoncillo; ni el niño que roe un botón asomado al ventanuco de su buhardilla; ni la doncella cuya boca se hace más pequeña cuando piensa en los hollejos de fruta que podrían rescatarse —si no fuese tan orgullosa, o tan tímida— de los cubos de la basura; ni el anciano que se alimenta mirando el cromo de una naturaleza muerta —la misma que su joven esposa colgara en el primer aniversario de su boda ante la mesa de pino que, servida, la reproducía jugosa, viva—; ni el mozo que anhela chupar una espina de pescado para que no muera la tierna e impaciente llama que golpea sus ingles, y ni siquiera los perros sin dueño, ni los gatos sin pelo, ni las cornejas desplumadas, ni los buitres de cuello sarnoso; más aún: ni siquiera los burócratas que se alimentaron siempre con las viandas caídas del cielo de la Administración; más todavía: tampoco los policías que se nutren de carne magullada y ponen a pacer sus ojos en la descomposición de los cadáveres… nadie, nadie quiso recoger aquellas aves de cuello tronchado; nadie pensó que se pudiera comer de aquellos cuerpos reventados; nadie, nadie concibió que el vuelo se detuviese en el puchero.
+Mientras el Gran Burundún-Burundá esperaba en su palacio un himno de regüeldos, la ciudad, oscuramente solidaria con la horda asesinada, gemía sordamente, balaba lastimeramente, sin atreverse a graznar como acaso lo hicieran los patos silvestres en el momento de su imprevisto accidente de tránsito.
+Pero el Gran Burundún-Burundá se había corroborado en su máxima previsión: su policía celeste era invisible. Y ciento por ciento eficaz. ¡Ya pasaría la inapetencia de los bobos!
+Por la avenida avanzaban los Autoaviadores envueltos en el cendal de sus fláccidos uniformes de celofán y supernylon.
+Tras ellos, con la andadura furtiva de las bestias que son sanguinarias pero asustadizas, en cerrados pelotones desfilaba la Policía Urbana y Rural del Gran Pesquisante.
+Esta no vestía uniforme, no: sino trajes civiles, anónimos trajes civiles un poquitín pasados de moda y casi nunca ajustados en su medida a los cuerpos que cubrían. Unas veces demasiado estrechos para ciertos pechos de gorila y ciertas nalgas excesivas y equívocas; otras, demasiado amplios para los hombros caídos y los muslos entecos de los hominicacos. De sus ajadas ropas se desprendían —con cierta nauseabunda regularidad— vaharadas de moho y gasolina, de sudor y de semen, de caries y frías flatulencias, de papel sellado y resobada miga de pan. Superpuestos hedores que acaban por fundirse en un relente abominablemente dulzón de cadaverina.
+Tampoco usaban cascos guerreros, sino gorras, bombines y los deshormados sombreros blandos de la pequeña burguesía. Y como no se cubrían el rostro con máscaras antigás, ni usaban barboquejo, ni visera, ni anteojos, ofrecían toda la faz desnuda. Que era arma eficaz en manos del Gran Terrorista.
+Pues los ojos —que eran coágulos de pus, o reventones de sangre, o lívidas ostras verdinosas— tenían esos rápidos guiños solapados que petrifican la dulce entrada de las mujeres y hacen nacer el yerto vendaval del miedo en los testículos de los hombres más cabales. Pues los cenicientos labios sin bisel sabían alargarse, cerrados, en la sonreída mueca que desata inesperadamente el llanto de los niños; o, si eran protuberantes y amoratados, fruncirse con la gula del impotente que espanta aun a las más viejas rameras. Pues en las mejillas y en las mandíbulas y hasta en las mismas orejas tenían de repente subcutáneas contracciones que eran como la deglución de todas las codicias, como el baboso saboreo de todas las concupiscencias; peor aún y más temible: como el azoro que divide al criminal entre su crueldad y su cobardía. Pues los rostros todos tenían esa serosidad sudorosa de quienes acechan tras el ojo de las cerraduras; de quienes buscan en la cosquilla erótica el camino de la fatal confidencia; de quienes pasan la lengua cirrosa por el engomado de los anónimos; de quienes brindan a la salud del amigo condenado de antemano; de quienes reciben todavía caliente el pan que amasara la madre anciana, cuando han ido a su casa para arrestar al hijo que se oculta en el granero.
+Pasaban por la gran avenida soslayadamente, palpando con una secreta y feroz angustia el revólver que llevaban bajo la axila, la manopla hundida en los bolsillones del saco, el vergajo que les envaraba los pantalones, la matraca que les golpeaba el trasero, el puñal que les colgaba sobre el ombligo como una yerta cruz. Aterrados bajo su arsenal, aterido el corazón bajo la placa que los identificaba, pero embriagados en la contradictoria conciencia de su irremediable ignominia y de su omnipotente autoridad.
+Tras ellos venían, rebosantes de bendiciones como un árbol en el despertar de sus aves, las Venerables Jerarquías de las Iglesias Unidas.
+Un palio largo de cien metros y ancho de treinta, sostenido en astas de plata por acólitos, bonzos, sacristanes, almuédanos, legos y verdes vejetes acuciosos, amparaba de la terca llovizna al Magno Capítulo.
+Desde el envés del palio primorosamente bordado por las Santas Mujeres Unificadas, el largo, enjuto y martirizado cuerpo de un hombre ondeaba al paso procesional, balando mudamente por la entreabierta jeta de su cabeza de cordero.
+Dándose de codazos y en pugna de pisotones, se apiñaban bajo el palio los Sacerdotes Unificados. Si miraban hacia la movediza perspectiva de Policías, Autoaviadores, Territoriales y Zapadores, les cundían en los dedos las bendiciones. Si, de reojo, atisbaban a sus colegas, trepidaban de ira sus grandes vientres —si gordos— o se veía el trasegar de la bilis en sus cuellos gallináceos —si flacos—. Y si tornaban la cabeza hacia el carruaje fúnebre, se les volteaban y entelaban los ojos en el éxtasis de la consentida autoridad.
+Nada exterior los distinguía entre sí. No disputaban ya las púrpuras romanas con el luto de los reformistas; ni competían en lujo patriarcas y lamas; coptos y ulemas habían cesado de discutir si serían negros o verdes los turbantes; ni temía ya el archimandrita mancillar los vuelos de su hopalanda si pasaba al lado del pandanus estercolario; ni puja de flaca desnudez establecían chamanes y derviches para garantizar la clarividencia de sus trances; ni se enorgullecían ya los mormones de que en sus albas barbas buscasen las avispas cálido nido, mientras que en las de los rabíes sólo se aposentaban los piojos. Ni ponían pleito las mitras a las tiaras; ni la estola a las filacterias; ni las mulas a los pies franciscanos; ni el rosario de cuescos al de jade; ni peleaban el cilicio de nudos con el de espinos; ni había pugna entre la copa chata y la que ama al lirio; ni tenían víctima distinta la cruz recta, la gamada y la de ocho brazos. No había ya querellas de vedas, tesmósforos y mayas en torno al almanaque. El estolista y el inquisidor habían hecho tregua en la disputa de las víctimas. La codorniz del azteca, el cordero primogénito del judío, el babilano buey babilónico, el gallo negro de los romanos, el ocelado leopardo de los bantús y, desde luego, el Cristo… vertían ahora su sangre expiatoria sobre la misma, única, ara.
+El Gran Burundún-Burundá los había unificado. Y ya nada los distinguía entre sí.
+Los había unificado en torno a dos cosas muy simples: un rodillo de oraciones y una escudilla petitoria.
+¡Cómo no loar al Gran Cismático, descubridor a través de tantos siglos de desollamiento, de empalamiento; a través de tales husmos de carne hereje; a pesar de tantos aullidos de enrodado, de escaldado, de escalpado, que las múltiples Iglesias podrían unificarse con sólo darles el conjunto monopolio de la escudilla y el rodillo!
+A diferencia, pues, de la Policía y a semejanza de las Fuerzas Armadas que antes se detallaron, los Sacerdotes de las Iglesias Unidas vestían un uniforme. Largas y holgadas túnicas color de azafrán, sobre las cuales era fácil discernir la sombra o la mancha de cualquier veleidad política; pero tan inocentes y generosas en sus pliegues, que todo perseguido se sintiera tentado a buscar en ellas el refugio último de la confesión ante Dios, ante lo que creyera ser su Dios sobre la tierra: ¡candidez y vanidad del pobre!
+Y de su confesión resultaban luego las huellas espirituales en su prontuario policiaco.
+Reducidos, finalmente, a un común denominador, desfilaban como simples buhoneros de la plegaria, como taimados mendicantes los que antes fueran Grandes Extorsionadores de la Vida Terrenal, Grandes Empresarios del Infierno, Grandes Intercesores del Purgatorio, Grandes Parceladores del Paraíso Ultraterreno. Y hasta Grandes Parteros del Limbo.
+¿Qué maestro de ceremonias marcó las distancias?
+Entre Zapadores y Territoriales, entre Autoaviadores y Policías, entre estos y las Jerarquías Eclesiásticas, la separación había sido rigurosa: doscientos metros entre cada sorda masa.
+Pero he aquí que entre el palio de las Iglesias Unidas y la carroza funeraria se abría el inesperado, horrendo y a la vez cómico margen de un kilómetro de soledad.
+A la mitad del cual venía el caballo de batalla del Gran Burundún-Burundá.
+¡Vivo!
+¡Bello!
+¡Todo él negro!
+¡Todo él luciente!
+¡Todo él luciente, sin estrella en la frente!
+¡Sin sudor en el pecho!
+¡Con pronunciadas venas en el cuello y las ingles!
+¡Un caballo!
+Un caballo que recordaba su desconcertada misericordia cuando blandamente se levantaba y caía sobre sus lomos, a través de gualdrapas heráldicas, el arrugado y lacio peso del hombre a horcajadas. Un caballo que se sorprendía de los sordos rezongos que el azote de las ramas en su rostro arrancaba a quien se alzaba sobre su alzadura. Un caballo al que la mano de quien se creía su dueño —si se paseaba morosamente sobre sus duras partes— le causaba fastidio. ¡Un caballo que desdeñara ser Cónsul!
+Su distanciamiento en el cortejo era, sin duda, determinación suya. ¡Qué manera de morder y de cocear tuviera si alguno de los palafreneros de la Administración pretendiese acortar las distancias!
+¡Danzaba sobre la avenida!
+Como finos crótalos, sus breves cascos empavonados repiqueteaban sobre el pavimento; donosamente doblaba las rodillas para mejor trenzar los pasos; su enarcado cuello marcaba el mudo compás de la danza, dibujado también en el aire por el vuelo de las crines y el lujoso vaivén de la peinada cola. Meneaba apenas el anca, pero todo su gran cuerpo luciente danzaba.
+¡Y se reía!
+Levantaba la fina testa angular; le temblaba el afelpado acanto de las orejas; se le dilataban las narices de azul betún; se levantaban y bajaban sobre sus grandes dientes amarillos los suavísimos belfos y, en lentísima progresión geométrica, sus divorciadas mandíbulas convertían el más agudo de los ángulos en un ángulo recto. La rosada bisectriz de la lengua palpitaba en su muda alegría.
+¡Risa!
+¡Qué risa!
+En el túnel de niebla y de llovizna urdido sobre el cortejo, esa risa era un berbiquí. Lo horadaba todo. Y por los agujerillos que abría, era posible entrever aún un mundo en que las orugas no temiesen a los Zapadores; en que las liebres no tomasen a los Territoriales por rábanos; en que los pájaros no tronchasen sus cuellos contra nubes de nylon; en que las mujeres no pariesen Policías; en que los hombres no pasasen por el rodillo para caer en la escudilla.
+Tanta risa tenía el caballo de batalla del Gran Burundún-Burundá, que le bajaba de la cabeza altanera al pecho enjuto y de allí se propalaba a las finísimas manos obligándolo, sí, obligándolo en la embriaguez de la alegría, a dimitir de su propia dignidad y belleza para competir con los corceles circenses. Pues cayó en la flor de hacer de sus manos batutas que quisieran dar otro ritmo al desfile. Su propio ritmo.
+¡No le cabía al animal tanta risa en el cuerpo!
+Hasta tuvo la humildad —¿o la insolencia?— de fingirse tambor mayor femenino de la banda de un colegio de Arkansas; se puso entonces vertical sobre las patas traseras, exhibió su casto vientre, puso de relieve sus lustrosas vergüenzas y comenzó a manear en el aire como si jugase en él con la verga —¡oh blasfemia!— del Gran Fariseo.
+Nuevamente piafaba sobre el pavimento y, a pesar de la distancia, de la niebla y de la llovizna, era posible adivinar que se reía pensando en que, finalmente, tras de sus ancas, venía muerto el partero de tantos cadáveres. Y que, de ahora en adelante, acaso fuese posible hundir la jeta golosa en esas pasturanzas en las que hay que pelear con suaves testarazos la flor del trébol al celoso aguijón de la avispa.
+A quinientos metros de las ancas del alegre caballo, venía el carruaje fúnebre. Bajo las mortuorias cimeras y los plañideros penachos, entre columnas salomónicas, ingeniosas alegorías e historiados cristales, yerto yacía en su ataúd de plomo el autor de tanta grandeza, el inventor de tan asombrosos artificios.
+¿Será menester detallar aquí las desusadas y desmesuradas empresas del Gran Burundún-Burundá?
+Que vengan sus guardias de asalto, sus tropas de choque, los jefes de su policía, las cuadrillas seleccionadas de sus caciques, su mercenario Estado Mayor. Que vengan sus amarillos sacerdotes, sus amoratados verdugos, sus verdes delatores, sus negros matones, sus rojos escribanos, sus azules exactores, sus blancos sepultureros… y embocinen todos ellos sus trompas hacia el cielo.
+Y cuando su trompetería haya creado el universal, expectante silencio, que se congreguen en torno al féretro los millones de sus vasallos y, sopesando bajo las vestiduras sus calabacines de castrados, en bestial coro aúllen, rujan, chiflen, jadeen, ladren, graznen, ronquen, balen, cacareen, relinchen, tosan, berreen, roznen, bufen, croen, zumben, eructen, rebuznen, mujan, verraqueen, chillen, himplen, piten, gruñan, venteen, trinen, mayen, cloqueen, píen, gargaricen, crotoren, gañan, silben, voznen, gangueen, resuellen, pujen, gorjeen, parpen, bramen, y ululen… en póstumo homenaje y detallada necrología del Gran Charlatán que comenzaba a hacer la felicidad de los pueblos con la abolición de la palabra articulada.
+LA SUCINTA DESCRIPCIÓN del cortejo que tras el carro fúnebre venía, servirá para decir —en parte, al menos— otra copia de las benéficas maravillas imaginadas y realizadas por Burundún-Burundá en los años de su hegemonía. Pero no se seguirá —si se ha seguido— con el debido respeto la lectura de estos anales, mientras no se sepa cuál de entre sus obras eminentes fue la que mejor legitimó para los siglos su título de Gran Reformador. Ni se concebiría todo el heroísmo superador de su empresa, si se ignorasen algunos antecedentes de su vida.
+Pues es lo cierto que, en la mayoría de los casos, el Reformador es hijo de sus propios vicios.
+SÓLO LA GRANDEZA DE LOS actos burundunianos pudo justificar a los escultores que dieron a la apariencia física de su avasallante modelo la enjuta belleza que parece ser propia de la estatua. Pues visto en carne y hueso —no en mármoles ni bronces—, el personaje fue patizambo, corto de muslos, de torso gorilesco, cuello corto, voluminosa cabeza y chocante rostro. Tenía al sesgo la cortadura de los párpados y globulosos los saltones ojos. El breve ensortijado del cabello y la prominencia de los morros le daban cierto cariz negroide. Y cuando hubiese querido presumir de romano por el peso de la nariz y el vigor de la mandíbula, quién sabe qué internos humores le abullonaron la frente, le agrumaron la carne en las mejillas, le desguindaron la nariz y le tornaron vultuoso todo el rostro.
+Tan notorias desventajas no impidieron, empero, que hiciese carrera Burundún.
+La comenzó —como tantos grandes hombres y a diferencia de unos pocos de ellos— en menesteres más mezquinos que humildes. Tuvo, por ejemplo, el prurito de revolver y olisquear ropas sucias; fue cleptómano de cartas íntimas y Champollión de documentos ajenos; discípulo de Dionisio el siracusano, se hizo perito en escuchar tras de las puertas y ojear por las cerraduras; le puso casa al chisme y abrió garito a la calumnia; le ofreció incienso al Diablo Cojuelo, oro a la Celestina y mirra a Yago.
+Pero el hombre tenía su malicia y, en vez de inspector de alcantarillas, lo diputaron Catón.
+No llevó, pues, la ropa sucia a la lejía doméstica ni echó los pasquines al fuego. Con el hediondo saco a la espalda, se presentó a los lugares en que los hombres vociferan. ¡Y les ganó sin remedio con los redaños del cínico!
+Hablaba como se sufre una hemorragia o se padece un flujo. Hablaba como se vacía una carreta de grava. Como revienta una granizada. Como se vuelca un río en catarata. Hablaba el Gran Burundún-Burundá como su nombre lo indica.
+Durante largos años pareció no tener ambición distinta a la de hablar; ni quiso ocupar otros puestos que los que permiten hablar; ni dio otro testimonio de su vida que el de la palabra, y cuando los auditorios se iban a dormir, todavía tenía Burundún que palabrear con el papel… pues también era escribidor el Elocuente.
+Como hay quienes destruyen con una lima, con una piqueta, con una tea, con una cuchilla, Burundún destruía con las palabras. Destruía de preferencia, claro está, lo que con las palabras se forma y de ellas se alimenta: honra, fama, reputación, prestigio. Todas esas cosas tanto más preciosas cuanto más vulnerables; todas esas cosas de que se nutren los hombres y se visten, y sin las cuales vienen a ser como pobres bestias hambrientas y desolladas; todas esas cosas sobre las cuales se asienta el amor, se edifica la paz, se establece la justicia y se ensancha la vida; todas esas cosas que, en su mismo esplendor, ni son comprobables, ni mensurables, ni comparables, ni defendibles. Todas esas cosas…
+A la manera de ciertas bestezuelas rampantes y subterráneas que hacen del propio desmonte del camino que se van abriendo su alimento, Burundún convertía en grasas las famas que demolía. Y cuanto mayor era la escombrera que formaba, tragaba y digería, tanto más amplio el sendero que perforaba ante su creciente y malsana obesidad y tanto más nauseabundo el que iba cegando a sus espaldas.
+¿Entendió jamás alguien la estrategia de Burundún?
+La empachante presencia de su ataúd, un ataúd en que hubiese cabido una familia entera —¡oh supertragón de cosas inmateriales!— nos veda discutir aquí los secretos de su rabia, más devoradora que la de la espada.
+Pero fue indiscutible el triunfo de su palabra: uno cualquiera entre los innumerables días de la vida, todo en torno de Burundún fue escombro. El gorgojo había carcomido la viga maestra de la fe y derrumbado la casa ante el estólido asombro de quienes no se percataron —ni en el sueño ni en la vigilia— de los minúsculos chasquidos, del arenoso desmoronamiento, del rechinante espolvoreo, del apenas crepitante desmigajarse del alma de la madera.
+Y saltó entonces el Gran Burundún-Burundá sobre la escombrera.
+Saltó sobre los cascotes como un aleteante y berreante papagayo de fábula.
+(La verdad histórica nos obliga a anotar aquí una inconveniencia: tan repentino, estruendoso y catastrófico fue el derrumbamiento de la casa que el propio Burundún —su demoledor— tuvo un momento de pánico. De tal manera que cuando el papagayo brincó sobre las ruinas, hubo quien observase que las plumas de su cola habían enriquecido sus variados colores en la aceitosa paleta de su propio excremento. ¡Pero las tornasolaba ya el sol del triunfo, y pareció nueva gala la inmundicia!).
+Los grandes reformadores suelen ser hijos de sus propios vicios.
+Ya un poco antes de su glorioso advenimiento a la escombrera, algo comenzó a marchar mal en el aparato vocal de Burundún. Todavía no hemos podido establecer exactamente si fue la parcial insensibilidad de un paladar estragado, o cierta ataxia mandibular, o una especie de bisojismo de los labios, o, acaso algún engrosamiento o hipertrofia de la lengua; o, tal vez, un complejo desajuste de lengua, labios, mandíbula y paladar —lo que vino a impedir impertinente o providencialmente, ¡quién lo sabrá nunca!, que continuara fluyendo la palabra por la ahora torcida boca del Gran Parlanchín.
+Que dio en la flor, entonces, de abominar de la palabra.
+En el camino de sus hondas meditaciones, le cayó sobre la frente cancerosa la centella de la revelación: si las bestias son más dóciles y más felices que los hombres, es porque no participan de la maldición de la palabra articulada. Si se quiere, pues, hacerles dichosos y mansos, es menester extirpar de sus costumbres la más vana y peligrosa: la de hablarse entre sí, la de comunicarse sus cobardes temores, sus ineptas imaginaciones, sus torpes ideas, sus enfermizos sentimientos, sus engañosos sueños, sus inciertas aspiraciones, sus imperdonables quejas y protestas, su torpe sed de amor.
+Que chillen si tienen hambre; que tosan si tienen frío; que bramen si están en celo; que gorjeen si están dichosos; que ronquen si dormidos; que cacareen si despiertos; que rebuznen si entusiastas; gañan si codiciosos, y gruñan si coléricos, pero que no hagan indecente inventario entre unos y otros de sus deseos ni se estimulen sediciosamente en ellos fomentándolos con palabras.
+Y serán entonces más dóciles para con quien les racione el hambre, les administre el sueño, les reparta la fatiga, les mida el reposo y les controle la brama.
+En un inesperado rapto de ternura, rumiando su reforma el Gran Burundún-Burundá se decía: «¡Que vuelvan a ser como las bestias del campo y yo los redimiré de su angustia!».
+Tras la revelación, la meditación.
+¿Cómo alejar a los hombres de la palabra? ¿Cómo persuadirlos de su pernicie? ¿Cómo enmudecerlos para desbravarlos y enseñarles la dicha muda?
+El Gran Extirpador tenía ideas que cualquier hombre de acción le envidiaría. ¿Por qué no, por ejemplo, la ablación universal de la lengua? ¿Acaso no era esta —aparte de la creciente incomodidad que proporcionaba al propio Burundún— vehículo de venenos, espía de uno mismo, llama para los demás, traidora del interés propio, usurpadora del ajeno, plaga de Babel, microbio pestilencial del espíritu?
+Pero moderó el Gran Burundún-Burundá los ímpetus de su genio para refocilarse en una idea más sutil y que, en cierto grado, podría armonizar la reverencia que antes tuviera y el rencor que ahora sentía por la palabra. Y fue delegar en ella misma la tarea de menospreciarse y destruirse.
+Como todos los que han ido a las plazas de los burgos para echar a rodar por ellas los dados cargados de la oratoria, el Gran Tahúr sabía hablar a la manera del pueblo. Y conocía la sabiduría popular, al menos en su letra. «Que podría ser de dos filos, como el hacha alunada del verdugo», pensaba el Reformista, sin que su engrosada lengua alcanzase a humedecer con la espuma verdosa de su gula los prominentes y biselados labios.
+Las grandes máquinas —con bielas de mercurio y negros rodillos aceitosos— del Ministerio de la Propaganda comenzaron a emitir entonces millones y millones de lujosas hojas que sólo llevaban impresas, entre los amplios márgenes ominosos y en una agorera tinta negra con visos violetas, muy escasas palabras. Y esa voz fantasmal que croa tras las redecillas de su tela, de celofán o de plástico de los amplificadores de las radios y berrea por las bocinas de los altoparlantes, se trabó —como en un viejo disco de gramófono— en la repetición de esas mismas palabras. Y se alzaron sobre los campos, en la cima de los alcores, sobre el costillar oxidado de las grandes cordilleras, en los claros de las sierras agrifadas de pinos, a la linde de los lentos ríos legamosos y a la vera de los caminos, vallas que reiteraban con los colores más crudos y las luces más hirientes esas mismas palabras. Y los pies tropezaban en las calles con las letras de las mismas palabras. Y anidaban los pájaros en árboles cuyos troncos hablaban esas mismas palabras. Y si se levantaban los ojos al cielo, unas nubes cursivas repetían esas mismas palabras sobre el azul acongojado. Y en los cinematógrafos, en las plazas públicas, en los confesionarios exudantes de las iglesias, en los vagones de los ferrocarriles, en los muros de los restaurantes, entre los yertos mármoles de las bancas, en los cosos en que la muerte se viste de luces, en los jardines infantiles, en los patios de los cuarteles, en las oficinas del jurista, en los lavaderos de las pobres mujeres, sobre los andamios y sobre las playas, en los cafés, en los salones, en las alcobas color naranja de los burdeles, en los páramos y en el desierto, en alta mar y entre las arenas o las nieves en que por fin cree el hombre estar a solas… en los despintados labios convulsos de las hembras y entre los bolsillos del traje, se encontraban las mismas, escasas, palabras: las palabras suicidas.
+A los que tienen menosprecio de la inteligencia, se les repetía:
+«¡Palabras, palabras, palabras!».
+A los que tienen el escrúpulo de su integridad, se les repetía:
+«En bocas cerradas no entran moscas».
+A los cobardes y a los tímidos, se les repetía:
+«El silencio es oro».
+A los que son pedantes en la estupidez, se les repetía:
+«A palabras necias, oídos sordos».
+A los que tienen intenciones ocultas, se les repetía:
+«El que mucho habla, mucho yerra».
+A los que quisieran ser fervorosos, se les repetía:
+«Quemadas se vean tus palabras».
+A los que quisieran tener fe, se les repetía:
+«Vale más el silencio de un necio que la palabra de un sabio».
+A los avaros se les repetía:
+«Escatimar las palabras».
+A los cavilosos, se les repetía:
+«La mejor palabra es la que está por decir».
+A los confiados se les repetía:
+«Palabras de boca, piedra de honda».
+A los testarudos se les repetía:
+«A dos palabras, tres porradas».
+A los precavidos, se les repetía:
+«Palabra suelta no tiene vuelta».
+A los codiciosos, se les repetía:
+«Lo que entra por un oído sale por el otro».
+A los que sólo anhelaban seguridad, se les repetía:
+«Palabras y plumas, el viento las tumba».
+A los que querían amor, se les repetía:
+«Palabras de santo, uñas de gato».
+Así, interminablemente, infatigablemente, la palabra se combatía a sí misma.
+Y comenzó a ser la palabra para los hombres una intrusa. Y muchos de ellos, la enorme mayoría de ellos, pensaron que lo que los usaba y desgastaba y envejecía no era otra cosa que la palabra. Si permaneciesen mudos, no se darían; si dejasen de oír, no compadecerían. ¡Y acaso el no dar y el no compadecer les hiciese durar más!
+Un vasto silencio de rumiantes indicó al Gran Burundún-Burundá que, una vez más, había acertado.
+Pero hubo quienes creyeron que no hay lujo en la vida semejante al de compensar el desgaste de quien se entrega con la riqueza que recibe de quien, a su vez, se despoja. Hubo quienes creyeron que es más bello el crepúsculo que les tiñe las mejillas si, al llegar a la puerta de su casa, pueden decirle a su vecino: «Qué hermosa se ha puesto, de repente, la tarde». Y quienes pensaron que una palabra claramente dicha puede rescatar a un niño de los súbitos terrores que le hacen abrir los labios en un grito mudo mientras tiemblan sus lágrimas en las pestañas. Y quienes a la sombra de un sauce quisieron convertir el oleaje de su sangre en un tierno susurrar de palabras para que el cuerpo amado se abra con el consentimiento del alma. Y quienes, en la miseria y el despojo, se consolaron hablando palabras de justicia. Y quienes, queriéndose gobernarse mejor a sí mismos, desearon apalabrar un mejor gobierno para todos. Y quienes por amar tanto a la vida quisieron impedir su corrupción proponiendo palabras de concierto.
+Contra esos tales Burundún-Burundá fue implacable.
+Contra ellos creó sus Zapadores, organizó sus Territoriales, inventó la legión de los Ángeles Invisibles, formó su Policía, unificó a las Iglesias y movilizó a otras fuerzas de las que se hablará luego.
+Y ahora no era ya solamente su ira de tartamudo lo que le movía a la cruzada; era también el consentimiento de millones de hombres que habían renunciado a la palabra para no desgastarse vanamente.
+La represión del Gran Sacrificador no admitió límites.
+En todo tiempo, la bestia humana fue horrible de ver en la hora de su furor. E incontables sus destrucciones en el espacio.
+Pero…
+«Dios es imparcial en nuestra lucha», anticipaba Genghis Khan al enfrentarse a los poderosos moscovitas. «Dios está con nosotros», proclamaba Burundún al perseguir a los desvalidos.
+Partes más nobles cercenaba el cuchillo de obsidiana de Huitzilopochtli que la navaja marranera de Burundún. Ritualmente buscaba aquel el corazón para ofrecerlo, exento en el aire más puro, a un tenebroso entusiasmo. Bestialmente abría este la ancha brecha por la que se vuelcan glogloteantes los intestinos azulencos y verdinosos en una sucia ofrenda que rechazaría todo ídolo.
+Álvarez de Toledo y Juan de Vargas sabían que en el magro de los españoles se cobraría la injuria hecha al gordo de los flamencos. Burundún no ignoraba que nada tenían que temer sus ejércitos mecanizados en el ojeo de labriegos sin más escudo que la costra de su miseria.
+La emboscada de Cajamarca fue el envite desesperado de un centenar de hombres contra treinta millares. De uno a trescientos la proporción aceptada por los alucinados. Las emboscadas de Burundún invertían los términos: cien cazadores, cien oteadores y cien perros de presa tras la traza de un solo ciervo —y sus crías— que aún prefería gemir con palabras y no con balidos.
+Los empalados de Khayr ad-Din, el de las barbas cobrizas, podían decirse en su desgarradora agonía que eran el rescate de la sangre fraternal vertida en Rodas. Los desollados de Burundún sólo sabían que el hijo había superado a su padre —Shylock de vereda y feriante de milagrerías— con esta otra más trágica, aunque más rápida, manera de robarle la piel a las gentes.
+El Conde y Señor Rolando descontaba que por cada aldea católica que incendiasen los «hijos de Dios», Montrevel haría que los de la Iglesia Romana arrasasen veinte villorrios protestantes. La malicia de Burundún había hecho imposible la represalia de los pueblos que hablan contra los pueblos que rugen.
+Las grandes freidurías de la Inquisición no temían ostentarse en el marco de los balcones, los altozanos y las arquerías de las plazas públicas, rebosantes de espectadores sin ocultarse, como las de Burundún, en la desierta vereda y el olvidado atajo en que se tambalean las chozas de los hombres inermes y solitarios.
+Pero no. No hay parangón posible. Pues en toda maldad, en todo vicio, en todo crimen laten una pasión, una ambición, un extraviado deseo de que las cosas cambien, de que la vida cambie. Y en Burundún sólo resollaba un resentimiento: su balbuciente furor de tartamudo.
+Pues todo reformador es parte de sus propios vicios.
+QUE FUESE BURUNDÚN EL primero en percatarse de que la miseria humana, la angustia que la acompaña y la rebeldía que la sigue, tienen su fundación en la palabra articulada, fue memorable hazaña de su inteligencia; que convenciese a gran parte de sus gobernados de que en la mudez residía la única posibilidad de vegetar perdurando, fue flor de su talento político e inmarcesible realización de su Ministerio de la Propaganda. Pero donde dio su total medida, donde llevó su propio estilo a maestría, fue en la tarea de crear los instrumentos de la represión contra los lenguaraces.
+¿A quiénes ofende la palabra?
+A los incapaces de fervor, a los que carecen de imaginación, a los que jamás se hablaron a sí mismos, a los que nunca administraron a las cosas el sacramento del bautismo, a los que ignoran la comparación, a los que pegan a las bestias y a los niños cuando no entienden sus miradas, a los que no quieren ganar fama, a los que temerían confesarse, a los que siempre esperan la delación o la denuncia, a los que no tienen caridad, a los impotentes, a los que no saben qué hacer con la libertad, a los temerosos de la justicia, a los que no pueden trascender de la sensación a la emoción, a los que nada tienen qué decir a un árbol, a un cántaro o a una abeja, a los que fastidia el silbo de un pájaro, a los que cuando levantan el rostro a la noche no sienten sobre su piel el picotear de las estrellas, a los que no escuchan las historias apasionadas que narran los leños en la chimenea, a los que se taponan los oídos para no oír los relatos del viaje del viento.
+A los que no tienen Dios, ni amada, ni amigo, ni hijo, ni siquiera una bestia que les pida con inundados ojos la caricia de una palabra.
+A esos tales recurrió Burundún para organizar sus fuerzas punitivas.
+La yesca de su violenta voluntad prendió fuego en el petrificado callo de los tartajosos del espíritu.
+Pero como a la ira ciega de los estólidos hay que ponerle una carnada suculenta, un estremecido cebo vivo, a los incapaces de crear, les autorizó el exterminio; a los que no podrían emular, les impartió autoridad; a los impotentes en la amorosa conquista, les bendijo la violación; a los que tenían manchas en su origen, les permitió que abozalaran a los limpios; a los que vivían en la zozobrante espera de una condena, les ofreció su remisión en el crimen; a los fracasados, les deparó la fría venganza contra los cabales.
+Y necesitaba Burundún jefes —siquiera fuese de nombre y apenas sobre el papel— para estas tropas de asalto. Jefes políticos y militares y eclesiásticos y económicos y hasta intelectuales.
+Hurgando en el viejo saco de las infamias y en la ancha alforja de las malicias, dio abasto a todo. A los políticos —tarea fácil— les persuadió de que vale más una emisión de billetes que una emisión de principios; a los militares, les enseñó la estrategia del contrabandista y la táctica del cuatrero, que son menos peligrosas y más pingües que las de su oficio; a los clérigos, ya se dijo que con el rodillo y la escudilla los sacó del purgatorio de sus incertidumbres acerca de la voluntad de Dios; a los financistas no tuvo que manejarlos: lo manejaban ellos. (¡Y el Burundún-Burundá creía no saberlo!). A los intelectuales… bueno, más adelante se hablará de esos postillones de la pluma, de esos jaleadores de la oratoria.
+Con este personal inició la represión.
+Necesitaba una chispa: la produjo. Necesitaba una vena abierta: la abrió. Sabía que bastaría el cabrillear de la llama y el dulce y espeso olor de la sangre para que la horda no necesitara el aliciente de sus órdenes. Bajo los cráneos estrechos y en las empedernidas entrañas de los hombres sin imaginación ni palabra, se desentumecería la antigua bestia: de sus fauces babosas surgiría otra vez el bramido en que el terror se convierte en cólera y de nuevo el colmillo y la zarpa encontrarían el camino de la sangre.
+Para que la obra fuese constante y perdurable, para que la violencia no se cansase ni se mellase el odio, contaba con el miedo que engendra el crimen en el criminal y en sus cómplices.
+Sabía por experiencia propia que no hay mejor abono para la crueldad que la cobardía; que cuanto mayor fuese el miedo por el propio crimen, tanto más grande sería la saña empleada en exterminar a cualquier posible justiciero; que el río de la sangre vertida establecería una frontera infranqueable para los hombres de la paz y la justicia.
+No temía que desfalleciesen los ejecutores, pues el vicio de la crueldad no conoce la saciedad ni el hastío; temía que vacilasen los capitanes, los que ordenan el incendio y la muerte desde sus oficinas, sin chamuscarse los cabellos ni recibir en el rostro las salpicaduras de un cráneo que estalla o de un vientre que se desgarra y vacía. Para curarles de sus posibles vacilaciones, bastaba que supiesen que la paz sería su condena y la justicia su muerte. Bastaba que tuviesen la certidumbre de que los propios criminales a su mando serían sus verdugos en cuanto intentasen dar la orden de cesar el exterminio.
+Cuando ya estaba en marcha la totalidad de su plan, cuando había perfeccionado hasta el punto que se ha visto los instrumentos de su reforma, cuando parecía inminente la derrota —por extinción— de los lenguaraces, la muerte llamó a su puerta. Y lo condujo a su última vivienda de plomo.
+Volvamos, pues, a la descripción del cortejo que ponderó su poder y simbolizó sus cosechas.
+A RESPETUOSA Y PRECAVIDA distancia del furgón cinerario —pesado de alegorías pero aligerado por cimbreantes penachos—, marchaba modosa, morosamente, la Administración.
+Sobre el negro mate de las levitas y el luciente negro de los sombreros de copa, las negras setas chorreantes de los paraguas. Y rumiaban negros pensamientos los fúnebres viudos del Gran Ausente. Rumiaban sus enlutadas ambiciones y sus tenebrosas esperanzas.
+A la cabeza de ellos, envitelado, azorrado y magro, el Canciller. Henchido de su propia importancia: regodeándose ya en los excesos de su boda inminente con el Poder; aventajando ya en la imaginación las proezas de su amo; completando ya la lista de los lenguaraces enemigos del Estado; planeando ya más rápidos, radicales y discretos medios de unificación nacional; inventariando ya los vicios y las fallas de su predecesor para comenzar la demolición de sus estatuas e iniciar la erección de las propias; celebrando ya la consumación del universal silencio que justificase finalmente su sordera; preñado ya de su propia gloria; otorgándose ya a sí mismo, con graciosa munificencia, los títulos de Prócer, de Pacificador, de Pater Patriæ.
+Y convergían sobre su nuca, sus hombros y su espalda, las flechas furtivas que disparaban los lagrimeantes ojos de sus colegas.
+Que, por ir embebecidos en el balance de pérdidas y ganancias que para cada uno significaba aquella muerte, daban tal cual traspié sobre la avenida más ancha y más larga del mundo.
+Había quien se preguntara si se perfeccionaría o no aquel contrato; quien recelara de la lealtad futura de sus secuaces; quien temiera no ser bastante temible; quien por primera vez dudara de haber sido infalible; quien quisiese hablar espantado de que alguien hablase antes que él; quien sintiese sobre su pecho todo el peso de aquel ataúd de plomo y el agobio de millares de cajas de pino y el gravamen de millones de paletadas de tierra.
+Pero había también quien se prometiese que el puesto vacante sería suyo; quien juzgase que ya era hora de que el Viejo dejase el pienso para mandíbulas más sanas y voraces; quien creyese que todavía estaba por cumplirse la Gran Reacción; quien hiciese cuentas de lo que le debían los cuadros de mando de las fuerzas armadas del Difunto; quien contabilizase en su favor las bendiciones de las Iglesias Unidas; quien pensase ser capaz de aquella ablación física de las lenguas ante la cual retrocediera el propio Burundún; quien de nuevo suspirase por la única amapola que puede ser tronchada de un solo tajo.
+Los Grandes Acólitos del Silencio —taraceados de recelos, mechados de pavores, rellenos de ambiciones, sajados por la duda, roídos por la codicia—, sin poder hablarse, odiándose y temiéndose, se apretaban unos contra otros: negras levitas opacas, negros tubos relucientes, negros paraguas llorosos, hasta formar una negra gelatina que era como el espeso reguero que dejara tras sí el pomposo furgón del Caudillísimo.
+Marcialmente, tras la Administración venía el Estado Mayor.
+¡Qué altaneras cabezas!
+¡Qué henchidos pechos!
+¡Qué fulgurar de estrellas y de cruces y de placas y encomiendas!
+¡Qué esplendor de bandas y charreteras y entorchados!
+¡Qué cintilar de galones y botones!
+¡Qué airones sobre los cascos!
+¡Qué emblemas en los cuellos y en los puños!
+¡Qué ondeantes capas a las espaldas!
+¡Qué llameantes listas en los pantalones!
+¡Qué luces en el charol de cinturones, guarniciones y botas!
+¡Qué girar de astros en las espuelas!
+¡Qué ambición de mahoríes!
+¡Qué borrachera de matanceros!
+¡Qué sueños de dahomeyanos!
+No lograban la niebla y la llovizna empañar el lustre de aquellos mosaicos vivientes.
+Otra cosa sería verlos por dentro.
+Ninguno de aquellos negros espantapájaros que echaban las cartas sobre el cadáver del Gran Burundún-Burundá para adivinar su sucesión sospechaba siquiera la cínica malicia con la que el Mixtificador convirtiera a unos presuntos guerreros en viles contrabandistas de ventaja; a unos héroes de profesión en asesinos a sueldo; a unos mílites en guindillas; a unos mantenedores del honor en chulos del poder.
+Como el escarabajo pelotero, desfilaban ahora los Mariscales, los Generales, los Coroneles, los Capitanes haciendo relucir y crepitar sus abigarradas corazas sobre la nauseabunda bolita que el Insigne Corruptor pusiera en juego para engañarlos y cebarlos.
+¡Y temblaba el suelo bajo su paso marcial!
+A cuyo ritmo y amparo concertaban el suyo los dolientes que venían en pos.
+¡El Partido!
+¡EL PARTIDO!
+¡EL PARTIDO!
+De la misma manera que en los triunfos romanos se daba puesto destacado a los jefes vencidos para que su peor humillación redundase en mayor gloria del triunfador, se había dispuesto que las primeras filas del Partido se reservasen en el desfile a los ancianos de la tribu: sarmentosos o adiposos sobrevivientes de una época abolida que dirían a las promociones mozas cómo hasta la propia senectud puede redimir sus errores si se ofrece en ejemplarizante espectáculo del escarnio.
+Desfilaban, pues, en primer término los Grandes Constitucionalistas, los Grandes Jurisconsultos, los Grandes Legisladores, coronadas sus cabezotas de sabihondos con capirotes hechos con el pergamino de las Pandectas y cubiertos los cuerpos con camisolas de bufón formadas con retazos y remiendos de ordenanzas, decretos, fueros, leyes, reglas y prescripciones, y adornadas con gorgueras hechas con los papelotes rizados de Códigos y Digestos. Su erudito disfraz serviría para recordar que también la palabra escrita vuela con el viento como las cenizas de un hogar sin techo y que el papel impreso puede hallar mejor empleo en hacer pajaritas de papel y túnicas de lunáticos.
+Tras ellos venían los Humanistas, los Historiadores, los Gramáticos y los Escoliastas que llegaron a edad más que madura bajo el execrable régimen de la palabra articulada. Para remisión y anatema de su antigua profesión de escribas, estos valerosos supervivientes habían sometido —para decirlo todo, por ingeniosa iniciativa de los más jóvenes intelectuales de la reforma burunduniana y no sin el persuasivo estímulo de la policía— sus labios antes pecadores a una distensión similar a la que emplean las coquetas del Giangé, sólo que en vez de los platillos de aquellas atrayentes damiselas, los arrepentidos letrados usarán moldes y cuñas que convirtiesen sus bocas en trompas, jetas, morros y hocicos. Con lo que les fue fácil competir ventajosamente con el resto de sus conciudadanos en el nuevo arte del gañido, en la flamante sintaxis del rebuzno, en la alegre ortología del cacareo. Heroica y a la vez discreta manera de trasladarse, sin notorio desmedro, de las Academias de la Lengua, la Historia y la Jurisprudencia a las cuadras y corrales reservados por el benévolo Burundún a quienes antaño estimularan sus moceriles hazañas de pico-de-oro.
+En la tercera fila del Partido, otros rezagados testigos de los tiempos anteburundianos: los Grandes Caciques, los Grandes Muñidores, los Grandes Prestimanos de la bárbara era electoral. Tan anacrónicos e inútiles ya como el collar de colmillos del mohicano, la nariguera de oro del inca, el abigarrado escaupil del tlaxcalteca, el cinturón de escalpes del apache, la boleadora del pampero, el manto de plumas del azteca, el penacho de guerra del sioux, la dentada máscara del Caballero Tigre o los dibujos en achiote del guajiro. Sin empleo ya, pero simbolizando todavía el Gran Fraude que precediera y facilitara la Gran Reforma.
+Tras esta vanguardia de pedagógico escarnio, tras los ancianos de la tribu —antaño próceres, hogaño locos de mesa y trono—, desfilaba el Partido: el auténtico, el sin nexos con el pasado, el impoluto, el todo él purificado, corroborado y unificado por la sangre vertida: nuevo Mitras multicéfalo.
+Vestían sus miembros azules camisas de corte militar, cruzadas sobre los abombados pechos por los correajes que sostenían, sobre los flancos, el revólver y la porra: sus instrumentos de comunicación y persuasión. Los pantalones, también azules, embutidos en altas botas lucientes. Y bajo la visera de la gorra azul, los aovados rostros con frialdad de yeso, sin facciones, con sólo un número donde otros suelen llevar la nariz.
+Números, centenares de números, millares de números: una viva aritmética, la suma en marcha de la masa.
+Impecables isocronía y sincronía de los movimientos, inalterable progresión del paso, exacta marcación del ritmo.
+Flor del pueblo mudo:
+Primera generación que no aprendió a dibujar con los labios los vocablos mirando el móvil contorno de la boca materna; primera niñez sin ávidas preguntas; primera adolescencia que no balbuceó las palabras del amor, ni guio al ensueño con las riendas del lenguaje, ni declamó su inconformidad en los sótanos y en las buhardillas de los conspiradores que tienen el corazón puro, el alma tierna e inquieto el entendimiento, ni buscó a Dios imprecando a las estrellas.
+Seres de consentimiento previo, criaturas de agregación, entes de subordinación: una yerta e incontenible proliferación de zoófitos blancuzcos que asediaba con su erizada rigidez toda vida que quisiera ser libre.
+Marchaban sin saber siquiera a quién seguían, ni a quién precedían, ni adónde iban, ni de dónde venían. Como los puntos de una línea sin fin, como los números que se engendran a sí mismos infinita e inútilmente, como el tiempo si el tiempo no tuviera testigos, como voltea el espacio sobre sí mismo en la ignorancia de lo que contiene.
+A su paso ciego, sordo, mudo, no habría murallas que oponer, ni diques que levantar. Sólo la muerte… la muerte en que el río de los números se convirtiese en catarata y la catarata en ese polvillo de nada que alimenta a la eternidad.
+¡Era pavorosa su marcha de la nada a la nada!
+Tan espantable era, que resultaba un alivio contemplar a quienes tras el Partido desfilaban.
+No gustaban estos de la ostentación y huían de la diferencia. Su luto era el gris. Su nombre S. A. Su hostia el cupón. Su amor el dividendo. Su clima la autoridad. Su orgullo, el haber sido precursores del Orden Mudo.
+Sí, tendrían que reconocerles que habían sido los primeros en impedir que se propalasen esas cosas indecentes que los hombres se dicen entre sí cuando les pesa, al anochecer, el alma; que se quedó el vecino sin empleo porque farfulló unas palabras; que en el pueblo tal no se vende más leche porque no pagan los nuevos precios; que en la fábrica de preservativos y en la imprenta en que se imprimen los grandes textos de la pornografía exigen el certificado de comunión para entregar el sobre con la paga; que al chico de la zutana lo mataron en la guerra remota, en que los dragones de papel se engullen a los aviones de bombardeo; que en las tierras del estaño, o del salitre, o del petróleo, o del café, o de la bauxita, o del platino, o del uranio, mueren por la hambruna tantas gentes como puntos suben las acciones industriales.
+Desfilaban las grises tropas S. A., entrecruzados los dedos de las manos, haciendo con los pulgares un infatigable molinete, preguntándose una y otra vez quién sería el mejor candidato —y más barato— que rematase a cabalidad la genial Reforma iniciada por ellos y puesta en práctica por el Gran Burundún-Burundá.
+Pero estos eran apenas la vanguardia de una tropa más fogueada y ladina: las eminencias detrás del trono, el diablo tras la cruz, los empresarios auténticos de la gran titeretada burunduniana.
+Con sus glabros rostros, sus ojos ingenuos, sus recias mandíbulas y sus trajes de corte impecable, eran el arquetipo del nuevo uomo universale:
+Aquellos que se alimentan con la carne de los recién nacidos muertos de la Mongolia Exterior y del Mysore, de Las Hurdes y de Limerick, de Chiapas, del Chaco y del Amazonas; aquellos que tienen acciones en el comercio de las prostitutas-niñas de Nápoles, de los gitones atenienses y de las viejas rameras de Hamburgo; los que construyen sus palacios con el cascote desprendido de los slums londinenses y neoyorkinos; que hacen periódicas donaciones para que el pian, la malaria, la leishmaniasis y el bocio pongan sobre sus pechos la llaga multicolor de las condecoraciones; los que tienen su mendigo de cabecera y su agente de desahucios y ejecuciones; los que trafican con las hojas de coca en las altas mesetas sin más testigo que el ojo curioso y tierno de los guanacos; los que financian laboratorios para convertir en vicio el viejo afán de amor que mueve a las estrellas y a los hombres; los que tejen la hamaca de su propio ocio con la baba amarilla de sus obreros tuberculosos; aquellos que para todo tienen tarifa y a todo le niegan valor; los mismos que hablan a sus mancebas con trocitos de papel cifrados y buscan la admiración de sus hijos y el consentimiento de sus esposas en la cuantía de la mesada; los mismos que marcan la derrota a los pilotos de los pueblos por el cohecho y el soborno; los mismos que financian la guerra y la paz, la revolución y la reacción para que sus previstas alternativas les engorde y aúpen; aquellos que creen colarse en el reino de Dios por la hendidura de los cepos petitorios.
+No tendría término esta crónica veraz si hubiésemos de censar la totalidad de los institutos que formaban aún parte del cortejo.
+Pues mucho habría qué decir, por ejemplo, de las sociedades científicas que en un momento crítico para la economía burunduniana: cuando estuvo a punto de fracasar la industria de los nuevos armamentos que harían invencibles a Zapadores, Territoriales y Autoaviadores, tuvieron la genial ocurrencia de convertir los cadáveres de los lenguaraces en ricos depósitos de materias primas: la piel, los intestinos y los músculos sirvieron entonces para hacer hilos y tejidos irrompibles; los dientes, las uñas y los huesos, para plásticos de insospechada resistencia; las grasas, los cartílagos y los cabellos como insuperables sebos de los superexplosivos; la sangre, en fin, y los residuos intestinales se reservaron para crisma bautismal de los reformistas.
+¿Y cómo mencionar apenas a los rematadores de fincas, a los contratistas de demolición, a los cambalacheros de muebles, a los falsificadores de herencias, a los parientes postizos, a los adulteradores de actas, registros y escrituras, a los vendedores de falsos testimonios, a los acreedores artificiales, a todas esas organizadas divisiones de golillas, traficantes y testaferros que, al día siguiente de cada expedición punitiva, se abatían con negros brincos de cuervos sobre los arrasados pueblos de los rebeldes para hacer el patriótico traslado de sus patrimonios a manos menos atrevidas y más fieles?
+Y habría que hacer reverente mención de la Sociedad Protectora del Pudor y la Liga de la Decencia, de las Milicias del Hogar y las Falanges Vecinales, aguerridas escuadras femeniles que en su celo apostólico quisieran hacer con los sentidos de la vista y el oído lo que el Gran Burundún-Burundá con la palabra: eliminarlos para reducir las seducciones del demonio Prometeo y evitar el mayor desgaste de los seres empeñados en obtener siquiera la aparente inmortalidad de los minerales.
+Y algo habría qué decir de los domadores de fieras, y de los pajareros, y de los pedagogos de perros de lujo, y de los amaestradores de bestias circenses, y de los que son duchos en imitar el reclamo de las aves, y de los domesticadores de quelonios y de fócidos, y de los encantadores de serpientes, y de los maestros de alta equitación, y de los cornacas, y hasta de los arrieros, gentes todas promovidas a altos rangos en el Nuevo Orden por razón de sus significativos oficios y sus urgentes servicios.
+¿Y de los orfeones y de las sociedades corales que propagaban el arrullante canto sin palabras, la pacificadora polifonía gutural?
+¿Y de aquellos feroces sindicatos obreros que se amansaron repentinamente y se precipitaron a jurar la bandera del Mistagogo con su nuevo eslogan: «La mejor palabra, el pan»?
+¿Y de los Esauditas que, abozalados, no acertaban a tragar sus lentejas?
+¿Y de los maestros de la escuela muda?
+¿Y de los profesores de la universidad silenciosa?
+¡No! No tendría término la crónica.
+¡Ah!, pero olvidábamos…
+Como hez que tras sí perdiesen todas aquellas corporaciones castrenses, eclesiásticas y civiles, desfilaban finalmente los tolerados desechos de la palabra: eslabón indispensable entre la época fatídica de los lenguaraces y la edad de oro del gañido:
+¡Aquellos postillones de la pluma, aquellos jaleadores de la oratoria!
+Hongos de las redacciones periodísticas, piojos de los pasillos del Congreso, habían sido los sacapruebas en las noches del Escribidor, habían formado la claque en los días del Gran Vociferante.
+Estafetas del chisme, lacayos del rumor, correveidiles de la calumnia, estilistas del «se dice», aurigas del escándalo, husmeadores de sábanas, correos del anónimo… se diputaron horneros de la fragua en que se reducía a ceniza la vieja casa. Y pararon luego en simples mozos de gabela.
+Y ahora verdes de envidia, amarillos de despecho, grises de miedo, relegados en la hora del botín y relegados en el orden del desfile, resultaron idénticos a sí mismos.
+Eran…
+Los que no son paridos sino exudados. Los que nacen del escupitajo de una pluma que se hiende, del descuido de una escoba que se apresura. Los que brotan como una urticaria sobre esas cosas sucias e innominables que se olvidan en los rincones de las casas y que se tornan agrias y mohosas y estorbosas y malolientes en esos rincones: una nata de leche, media naranja mondada, una espina de pescado, un mechón de pelos, un hueso de aceituna, un algodón sanguinoso, un troncho de zanahoria, una piltrafa de carne.
+Hijos del moho, bastardos del polvo, duendecillos de la basura; orín de las cuchillas de afeitar, liendres de los poderosos; ladillas de los botarates; caspa, sudor, hedor de los que mandan; lívidas efímeras de las pesadas aguas de las alcantarillas.
+En una crónica verídica, como es esta, no se puede decir que estos engendros desfilaran: manaban. Como manan la pus y el menstruo: nauseabundo rescate de la vida limpia y sana.
+UNA INDESCRIPTIBLE E innumerable masa de carruajes cerraba el desfile; furgones de mudanzas, camiones, carros rurales, carretillas de mano, plataformas, automotores en que se hacinaban, no las usuales coronas fúnebres, sino las cosas con las cuales —por prudente o imperiosa decisión de los jefes secretos del Partido— el Pueblo Mudo contribuía, en la muerte del Gran Precursor, a la consolidación de su Reforma.
+Las cosas que hablan:
+Los grabados antiguos, los retratos de los antepasados, los daguerrotipos de los abuelos, las fotografías de los padres que todavía alcanzaron a sufrir el azote de la palabra;
+Los libros: amarillentos y fofos libros de rezos; biblias con inscripciones genealógicas en las páginas de guarda; historias, crónicas y anales de las haciendas; recopilaciones epistolares e inéditas memorias de parientes que emigraron; cuadernos escolares con poemas de adolescentes; gacetas de las épocas de persecución y clandestinidad; diarios de niñas que murieron prematuramente y de solteronas longevas;
+Los muebles: los que engendran fantasmas en los desvanes o presiden, bajo un forro reverencial, los salones: la silla en que pontificaba, blasfemando, el abuelo prócer; la cama en que murió el guerrillero herido; el espejo que sirvió de espectador y censor a los ensayos que hizo la bisabuela antes de la audiencia en que ganaría con sus palabras la libertad de unos rehenes indiscretamente queridos; el viejo piano confidencial; el caballete en que un tío loco pintaba los horrores de su época; el escritorio del panfletista; el reclinatorio del varón quieto; los baúles ahítos de uniformes desgarrados y ensangrentados —no impolutos y relucientes como los de hogaño—, de crinolinas y verdugados que eran fortalezas que sólo se rendían al mimo de la palabra; de boas blancos y negros que servían para disimular la risa, amortiguar la crueldad de una negativa y hacer más rosado y madoroso el hombro que, a la vez, ocultaban y ofrecían;
+Los cachivaches: la copa que sirvió para el brindis que sellaba la unión heroica y secreta; el reloj con Minervas y laureles de bronce que señaló la hora de las partidas sigilosas; la caja de rapé en que se ocultaban la lima y el veneno, como románticos símbolos de «libertad o muerte»; el guardapelo en que una arrebatada doncella llevó, bajo el retrato de una abuela amulatada, el plano de cierta comarca; la Virgen quiteña, el Niño Jesús de Praga, el crucifijo a los que hay que hablarles entre sollozos y gritos para que las súplicas calen, como un hacha, en sus leños policromados;
+Los utensilios: la olla que sabe congregar a los hombres con el furor suculento de sus vapores; la damajuana que desata las lenguas y fomenta el diálogo; la garlopa que ríe mientras desnuda las bellezas de la madera, pero rebaña los nudos que la desfiguran; la hoz que silba la alegría de la cosecha, pero estride en la cólera de la escasez; la hachuela que se perfuma cortando los leños para el lar, pero que también sabe cortas las cadenas; el yugo que los bueyes aceptan con lentos testarazos de protesta indolente, pero que nunca se intentaría calzar entre las astas del toro; la silla de montar que invita, olorosa al sudor vegetal de las altas yeguas, a ser el jubiloso correo de la victoria;
+Los juguetes: las peponas que dicen «papá» y «mamá» cuando se las acuna; los teatros infantiles y las casas de muñecas, tras de cuyos muros de cartón hay que hablar para que el juego adquiera sentido; los nacimientos que sólo se animan y se deciden a vivir cuando se sueltan las golondrinas de los villancicos; los rebeldes monstruos de peluche y aserrín que no quieren dormirse sin que se les cante una nana…
+Las cosas: todas las cosas que hablan.
+A LAS SEIS DE LA TARDE PASÓ la carroza fúnebre bajo el arco que da acceso a la plazoleta del cementerio.
+En el tímpano del arco, un Cronos salvaje, calcinado el rostro ferozmente triste; las luengas barbas en inmóvil turbión bajo el yerto soplo de los años en recurrente fuga. Toda la piedra de la estatua roída, carcomida, cariada, por el mal de la edad; verulosa como los huesos de una implacable bestia de cuyos excesos no queda otro vestigio. Descendía de la estatua, morbo de sus escaras, la intolerable amenaza de una muda eternidad de cal, de mondos huesos, de lirondos huesos dispersos en un desierto de ceniza, de agria leche fósil, bajo un cielo que negreara de puro sol, sin otro ruido en el espacio que el freír de su luz.
+Las tropas formaban cuadro ahora en torno a la vasta plazoleta: al fondo, los Autoaviadores; a la derecha, los Territoriales; a la izquierda, los Zapadores; cubriendo los dos flancos del arco, la Policía; al pie del arco, las Iglesias Unidas.
+Y entre todos ellos, un gran espacio ileso: una página en blanco; una ancha página de losas marmóreas: un vacío por llenar… ¡No! Lleno ya: pues en mitad de aquel limpio espacio estaba el caballo. Se había apoderado de aquel baldío como un Descubridor se apodera de una caleta; como un Conquistador —y sus crines le eran casco— se apodera del vientre de la indígena; como se apodera un Profeta de la piedra caliente en que sus pies no pueden holgar pero sobre la cual crepita su espíritu.
+Y, por primera vez, no hizo el caballo gala de sí mismo. ¡Tan dueño era de aquello! ¡Y de todo!
+Verdad es que, llegado al centro de la plazoleta, hincó en él sus patas, como si fuesen sus hierros de nobleza, sus blasones sobre la tierra; pero tras este gesto de orgullo, corrigiéndose a sí mismo, se volvió mansamente hacia la carroza fúnebre, indicando apenas con un ademán ducal de la cabeza el sitio en que debería detenerse el pomposo carromato.
+El Ministerio de la Propaganda había hecho erigir allí una especie de atril, de gran facistol de cemento en el que —como postrer y solemnísimo acto— se romperían los sellos de ese libro de negras, mortuorias maderas que encerraba el cadáver —todavía vivo como símbolo, inmarcesible como símbolo— del Gran Burundún-Burundá, para exponer su autoridad, multiplicada ahora por la muerte, convertida ahora en especies míticas cambiables, en signos casi divinos de especulación, transfigurada en el Tabor de la Finanza y en el Sinaí de la Represión… para exponer el majestuoso despojo al ojo de sus huérfanos y a la incertidumbre de sus víctimas.
+Mientras con lentos, graves, acongojados gestos los primeros en la jerarquía de la Administración trasladaban el ataúd del furgón al facistol, el caballo se dio vuelta colocándose ahora frente al ataúd en tránsito, indicando con leves meneos de la cabeza su conformidad con los respetuosos esfuerzos de la solemne mudanza.
+Finalmente, sobre el atril estuvo el ataúd. Descolgadas sobre el pecho las cabezas, sudorosas las sienes, lacios los brazos, lentamente retrocedieron hasta el arco de entrada los enlutados changadores de la alta burocracia. Y quedaron sobre la plazoleta, en mitad de sus anchos márgenes el ataúd, el Canciller y el caballo.
+Con la fina despreocupación con que rompe el Heredero el lacre de un indiscutible testamento, el Canciller levantó entonces la cubierta del ataúd.
+El ataúd estaba en mitad de la plaza, solo, avecinado apenas por el Canciller que lo abrió y el caballo que lo miraba. Pero todos podían verlo, iban a verlo, lo estaban viendo ya.
+¡Cómo expresar, con simples vocales, con el mero apoyo de simples consonantes decir, repetir, ese gemir de espanto, ese ulular de miedo que nació en las tripas y subió a las gargantas del pueblo mudo al ver, al cerciorarse, de que dentro del ataúd no estaba —muerto— el Gran Burundún-Burundá! Sino que irreverente, misteriosa, amenazadoramente, yacía allí un gran papagayo, un voluminoso papagayo, un enorme papagayo, todo él henchido, rehenchido y aforrado de papeles impresos, de gacetas, de correos de ultramar, de periódicos, de crónicas, de anales, de pasquines, de almanaques, de diarios oficiales.
+Los primeros en percatarse —vagamente, desde luego, en limbos de conciencia, desde luego— de que aquella fúnebre humorada, aquel salvaje vejamen, era una advertencia; peor aún, una amenaza, la amenaza de algo inmediato, inconcebible, irreparable que se estaba fraguando allí mismo, entre el túnel de niebla y de llovizna, sobre las tumbas y bajo los paraguas chorreantes, bajo el crepúsculo gris y cárdeno que se precipitaba sobre la tierra como una estampía de búfalos, fueron los miembros de la Administración, los más inmediatos colaboradores del Gran Ausente, del raptado, del desaparecido, del metamorfoseado, del abolido Burundún. ¡Todos los terrores que hasta entonces estuvieran dormidos o encadenados en sus conciencias, entraron en ebullición como los humores amarillos en el cuerpo del apestado, y el pánico los sacudió, los vació, los persiguió con su foete y su espuela, barriéndolos, dispersándolos!
+Con su fuga, cundió el espanto. Se aterró el Partido de aquella farsa en que no había tomado parte; se aterró el Estado Mayor de aquella treta griega en cuyo henchido vientre de papel alentaban diabólicos ejércitos de befa y escarnio; se aterraron las Iglesias Unidas de aquel milagro que no estaba previsto por ninguna profecía y que ningún Concilio legitimaría jamás; se aterró el pueblo mudo al sentir que de nuevo se enderezaba en sus entrañas la terca raíz de la palabra para gritar cosas de asombro y de reproche y de negación y de espanto. Se aterró el ejército, las invictas fuerzas armadas del Gran Burundún-Burundá desaparecido.
+El terror, el pánico, del ejército se expresó como siempre: disparando. Creyendo que la rápida lengua feroz de sus fusiles los redimiría, a la distancia, del encuentro con el rostro de otro hombre, feroz también, pero sorprendido de ver que su enemigo, su asesino o su víctima, no es nada más que un hombre, su semejante. Y comenzaron, en su pánico, ya sin jefes, ya sin nada ni nadie, azotados dentro de su coraza de soledad por el miedo, a disparar.
+Peor espanto aún: más desconcertante mixtificación: más extravagante misterio: sus balas alcanzaban a las gentes que huían saltando sobre las tumbas, escondiéndose tras las tumbas, tras los cipreses, saltando, huyendo, escondiéndose y recibiendo —esto era lo insoportable— las balas en sus espaldas, en sus hombros, en su corazón, sin que manase de sus heridas otra cosa que un agua chirle… Era como si disparasen contra las altas fantasmas grises del sueño, o contra muñecos de aserrín, como si disparasen en una feria… no mataban a nadie, no moría nadie. El mundo todo no era ya de sangre sino de agua chirle, como el Gran Burundún-Burundá no era otra cosa ya que un obeso papagayo de papel.
+Cundió también en el ejército el espanto. Y se desbandó.
+Huyeron todos: los poderosos y los humildes, los inermes y los armados, los viejos y los jóvenes, los avisados y los necios; revueltos como los despojos en la ola, como las basuras en el viento, como las cenizas en la llama, hacia un horizonte cada vez más bajo de niebla y de llovizna, hacia los campos desiertos en donde ni siquiera aullaban los perros.
+Entre la negra concha del ataúd, bajo el gélido soplo de aquel definitivo crepúsculo, el gran papagayo de papel periódico parecía resollar asmático.
+Entonces el caballo se irguió de nuevo sobre sus patas traseras, agitó alegremente las crines, mostró los anchos dientes en una muda sonrisa y echó a andar, por la avenida más larga y más ancha del mundo, hacia la ciudad abandonada por entre los carros, los camiones, los vagones, las carretas colmadas de cosas, de innúmeras cosas sin dueño.
+¡No le cabía al caballo la risa en el cuerpo!
+Buenos Aires, febrero de 1952