Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Téllez, Hernando, 1908-1966, autor
Nadar contra la corriente / Hernando Téllez ; prólogo de Efrén Giraldo. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,4 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Ensayo / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-20-9
1. Téllez, Hernando, 1908-1966 - Colecciones de escritos 2. Literatura colombiana - Historia y crítica - Siglo XX - Ensayos, conferencias, etc. 3. Ensayos colombianos - Siglo XX - Colección de escritos 4. Libro digital I. Giraldo, Efrén, autor de introducción II: Título III. Serie
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ISBN: 978-958-5419-20-9
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Hernando y Germán Téllez Castañeda
© 2016, Universidad de los Andes
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Efrén Giraldo
Material digital de acceso y descarga gratuitos con fines didácticos y culturales, principalmente dirigido a los usuarios de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la autorización expresa para ello.
+LA OBRA DE HERNANDO TÉLLEZ (1908-1966) es un legado que aún espera el descubrimiento de nuevas generaciones de lectores. Si bien el autor bogotano ha sido valorado en su faceta como cuentista, es tal vez su inclinación por el diario y el ensayo la que más lo distingue en la literatura colombiana. Su libro de cuentos Cenizas para el viento y otras historias (1950) es uno de los más representativos de la conocida como «literatura de la violencia» y lo hermana con toda una generación de autores para quienes los asuntos de la realidad se volvieron el principal motivo de la escritura. Pero acaso el prestigio de ese libro, fundamental en el canon de la literatura colombiana, ha evitado que se conceda al resto de su producción la atención que merece. La reedición de Nadar contra la corriente, una de sus más representativas colecciones de textos ensayísticos, tiene este propósito.
+Y es que, más allá de su incursión en el cuento, Téllez mantuvo un interés profundo en dos formas del ensayo a lo largo de su actividad como escritor: la crítica y la confesional. Una de ellas, preocupada por el comentario de textos literarios y cuestiones sociales; y la otra, dedicada a la meditación suscitada por las cosas de todos los días. Este es el Hernando Téllez más representativo, el que eligió el ensayo como género predilecto para comunicar sus principales intereses vitales y estéticos. Sin duda, el suyo es uno de los mejores aportes al género entre los escritores colombianos. Como recuerda Óscar Torres Duque en su antología del ensayo colombiano, Téllez es uno de los pocos escritores a quien podría otorgársele el calificativo de «ensayista de tiempo completo» (211).
+Conviene recordar en este punto que, desde su invención en tiempos de Michel de Montaigne (1533-1592) y Francis Bacon (1561-1626), el ensayo ha tenido dos manifestaciones principales: con el francés tenemos el ensayo meditativo, atento a los avatares de la conciencia —y la inconciencia—; y, con el inglés, el ensayo que se muestra alerta a los rigores del juicio y el análisis. Mientras el primero conduce a una inquietud sobre todo moral, el segundo nos lleva al rigor de la ciencia. Tales modos del ensayo son los que Claire de Obaldía define como «espíritu» o impulso y como «género» o forma (36-37). Y a ellos dos podríamos sumar el ensayo como polémica y cuestionamiento, heredado de la Ilustración, y más específicamente de Voltaire (1694-1778).
+Sin duda, los ensayos de Hernando Téllez responden más a las dos primeras categorías, sin que podamos decir que la tercera le hubiera sido del todo indiferente. Lo cierto es que el autor fue, ante todo, un escritor de prosa expositiva y argumentativa al que le interesaron dos asuntos principales: los meandros de la sensibilidad y los avatares del mundo literario. Un grupo de textos ofrece sobre todo un autorretrato, la exploración en los estratos del pasado y el recuerdo, mientras que el otro da una visión de la creación escrita y el campo literario colombiano. El primero esboza una de las más sofisticadas teorías sobre la sensibilidad y las emociones, entre las que ha dado la literatura colombiana, mientras que el segundo ofrece algunas de las más acabadas ideas sobre el arte, la literatura y la sociedad que produjeron los intelectuales colombianos de mediados de siglo.
+La primera faceta encuentra su expresión en libros como Bagatelas (1944), Diario (1946) y Luces en el bosque (1946). Allí, las influencias de Montaigne, Amiel y Proust son las más importantes. Se nos revela un escritor reposado y nostálgico, interesado en la memoria, el tiempo, los juguetes, los libros infantiles, los parques, la conversación. El ensayista, al esbozar su autorretrato, nos convoca a un diálogo íntimo en el que surgen referencias que conciernen a la sensibilidad de todos. Como recuerda Torres Duque, «sus visiones de lo concreto […] son tan sutiles […] que en sus textos la descripción de la anécdota es todo un pensamiento intuitivo, un pensamiento estético» (211).
+La segunda faceta nos pone frente a las grandes preocupaciones estéticas de Téllez: el provenir de la lectura, los libros, la tradición literaria, la escritura personal, la relación entre literatura y sociedad, la existencia de una profesión literaria. Es un Téllez influido por la tradición de grandes críticos ingleses, de Samuel Johnson a Óscar Wilde y de G. K. Chesterton a Cyril Connolly. El ensayista va dialogando con el lector, mientras expone con calma sus ideas, en un lenguaje sencillo y elegante. Esto es lo que vemos en obras como Inquietud del mundo (1943), Literatura (1951) y Literatura y sociedad: glosas precedidas de notas sobre la conciencia burguesa (1957). Se trata de libros que, a pesar de recoger textos cortos, desarrollan algún argumento unitario. Estamos ante un ensayista que va presentando de manera metódica sus convicciones como lector y atento observador de la cultura. No hace una exposición sistemática, aunque explora los problemas desde todas las caras posibles. Así ocurre, por ejemplo, cuando se pregunta por el campo literario y considera, no sólo a los escritores, sino también a los que editan, a los que leen, al Estado.
+Ahora bien, esta preocupación por la literatura se expresó, aun con mayor fuerza e inmediatez, en los textos que Téllez daba a la prensa con regularidad y que se recogieron después en ediciones compilatorias como Confesión de parte: literarias, sociales, notas (1966), Textos no recogidos en libro (1979) y Nadar contra la corriente (1995), esta última es quizás la más representativa que se ha hecho hasta el momento. Se trata de escritos que, aunque conservan la misma mesura y orden de los trabajos largos, responden de manera más directa a problemas acuciantes. Esta es la faceta del crítico que va respondiendo a las demandas del momento, más allá de que en Téllez esta exigencia nunca hubiera sido respondida con precipitación.
+Como recuerda David Jiménez Panesso, los grandes temas del Hernando Téllez crítico encuentran expresión en esos textos breves y eficaces, que presentaban a un amplio público lector los problemas y valores literarios del presente y del pasado. Dice Jiménez: «Crítica de circunstancia podría llamarse. Pero leída hoy, en conjunto, se encuentra su unidad de propósito y se vislumbran los motivos centrales, las recurrencias temáticas y las convicciones profundas de donde surgía la amplia variedad de los juicios» (289). Son el testimonio, por un lado, de una mente atenta y aguda, pero también de una época que encontraba en las páginas culturales comentarios y apreciaciones de lectores entendidos, profesionales del gusto si se quiere, que dirigían la recepción pública. Téllez pertenece a la generación de ensayistas que encontraban su mejor tribuna en las páginas que los suplementos dedicaban a la crítica literaria, lo que les permitía combinar sus actividades profesionales con una escritura remunerada.
+Tareas como esta, fundamentales para entender el papel de los intelectuales, se deben en Colombia a autores cruciales para nuestro pensamiento crítico, como Jorge Zalamea, Ernesto Volkening, Germán Arciniegas, Hernando Valencia Goelkel y, un poco después, Rafael Humberto Moreno-Durán o Juan Gustavo Cobo Borda. En cierta medida, y a pesar de que el mismo Téllez se lamentara de la carencia de un público lector, esta posibilidad de dedicarse a la crítica habla del aumento de la población alfabetizada en Colombia y, por tanto, de un grupo social cada vez más atento a las producciones de la cultura letrada. En esta cultura, la crítica es prueba de profesionalización y autonomía de la escritura.
+Nadar contra la corriente recoge, en cuatro grandes grupos temáticos, las inclinaciones representativas del trabajo de Téllez como crítico. En el prólogo «La vocación literaria», luego de narrar con su estilo característico los inicios de su actividad como lector y escritor, nos da algunas claves para entender su propio trabajo y el de todos los que se ocupan de la escritura. Allí, por ejemplo, sostiene que «el propósito del escritor jamás se cumple satisfactoriamente para él, no importa que la opinión ajena lo declare perfecto. Hay un implacable déficit en la creación estética, que sólo el creador de ella misma percibe con exactitud. La armonía de las formas es apenas un circunstancial armisticio entre el arte y la vida, cuya querella no cesa» (9). Tales palabras pueden aplicarse, tanto a la manera en que Téllez comprendía su propia escritura, como al modo en que emprendía la discusión de la literatura. Un examen riguroso y sensible en el que lo que había por juzgar era el resultado parcial de una lucha con las palabras. Como en Wilde, el rigor en el pensamiento y la cuidadosa elección de las palabras reúnen al crítico y al escritor de novelas, cuentos y poemas en una misma aspiración.
+En «Cultura y sociedad», la primera sección del libro, hay un ensayo que hace algo parecido al prólogo, pues nos ofrece de buena manera una especie de teoría personal del arte, en la que el esfuerzo, no siempre reconocido por las mayorías, define el quehacer estético. En «Nadar contra la corriente», texto que da título a la compilación, Téllez ofrece su visión de la relación del artista con la sociedad y sus esquemas. Muy diferente, por ejemplo, del mundo político, donde ir en contra de las convenciones es prácticamente un suicidio. Este texto, al que podríamos entender en clave sociológica, nos muestra el desdén de una importante generación de artistas y críticos por la masificación de los valores estéticos y el entusiasmo paralelo por una distinción y un ideal de autonomía. Digámoslo más sencillamente, lo que distingue al artista y al escritor es la búsqueda de lo singular, que no todos pueden comprender. Por ello, nadar contra corriente, «echarse aguas arriba», es más que una metáfora. Se trata del estilo de vida connatural al creador.
+En esta sección, también se pueden encontrar los textos que Téllez dedicó a la relación de la literatura con su momento histórico, al cual él mismo signa bajo la expresión «conciencia burguesa». En estos escritos del autor bogotano encontramos lo más parecido a una especie de teoría literaria, pues su interés es, sobre todo, la reflexión general sobre la condición, funciones y destino de la producción letrada en el siglo XX. Incluso podríamos ir más allá y señalar que, en varios de estos textos, sobre todo en «Notas sobre la conciencia burguesa», aparece un Hernando Téllez interesado en cuestiones generales de la sociedad y la cultura. En esto se ve la influencia de todo el pensamiento refractario a la cultura de masas de José Ortega y Gasset a Theodor Adorno, una línea de análisis a la que el semiólogo italiano Umberto Eco caracterizó alguna vez como «apocalíptica» (1969).
+Para pensadores de lo literario como Téllez, «la literatura agota sus valores dentro de sí misma» (26) y no conviene esperar que la sociedad, el Estado o el mercado dicten sus desarrollos. Aquí la palabra clave es «autonomía», que aparece en repetidas ocasiones en los textos de esta sección. Tal afirmación de independencia en los valores estéticos respecto de los valores económicos, políticos y sociales tiene dos caras. En primer término, la del orgullo, esa que saca el artista del hecho de estar creando algo irreductible, pese a la incomprensión, la soledad y la pobreza. Y, en segundo lugar, la de la melancolía y la derrota, pues por esa misma distancia que da la autonomía el escritor tiene, económica y socialmente hablando, un lugar secundario. «Con su mensaje de signos verbales, el literato hace ahora un melancólico papel junto al técnico, al especialista, al empresario, al político, al dictador» (29).
+«De la crítica y la creación», la segunda parte del libro, es una de las secciones más interesantes de toda la producción ensayística de Téllez, pues es quizás donde más claramente se ven las ideas que el propio autor tenía sobre la tarea de comentaristas y analistas de los problemas literarios. De cierto modo, en ensayos como «Azares y perplejidades de la crítica», «El compromiso de la crítica», «Complicidades de la crítica», «Para un aprendiz de crítico», «La odisea de publicar un libro» o «El crítico y los demás», captamos la manera en que se veía la tarea de mediación y participación en la esfera pública de la época, en la que, como ya veíamos, uno de los grandes problemas denunciados por Téllez es la falta de profesionalización. Una ausencia que, para él, se expresaba tanto en la calidad de la producción como en la falta de soporte a los procesos de la industria del libro. Este es un Téllez que se muestra perspicaz y avanzado, porque no entiende ya el problema de la creación literaria como un asunto idealista, ultraterreno, sino como el resultado de ciertos procesos sociales y culturales.
+El tono de estos textos es quizás una excepción en sus escritos ensayísticos, pues es uno de los pocos casos en que Téllez se atreve a fustigar con firmeza la palidez de una práctica, la de la crítica. Si bien el abordaje es sereno, no calla frente a los males endémicos del campo literario en Colombia. Reconoce la deficiencia de la crítica y nota que ella no está en condiciones de orientar el criterio público. Pero retira la responsabilidad de los hombros de los críticos e identifica más bien la falta de tradición literaria que la respalde como la causa de tal carencia. Esto porque, de alguna manera, Téllez entiende a la literatura y a la crítica literaria como fenómenos correlativos y concibe la madurez estética y literaria de una nación cuando todas sus instancias logran un grado de exigencia y profesionalismo. Al hablar específicamente del medio colombiano, al que van dirigidas sus reflexiones, cuestiona el amiguismo y el compadrazgo, se lamenta de la estrechez del medio y denuncia la falta de condiciones para un ejercicio de esta naturaleza. Que la crítica ejercida con juicio y franqueza no suponga para quien la escribe el desprecio y el ostracismo es una de las principales tareas por hacer. Aquí, Téllez está no sólo reflexionando sobre el lugar de la crítica, sino también justificando su lugar como escritor y participante del debate público.
+Con estos escritos, Téllez también mostró, por primera vez en Colombia, que la dedicación a la literatura no era un asunto de entretenimiento y que escribir no era un mero adorno, y, más aún, que en todo ello al crítico correspondía un papel de responsabilidad social. Entendió que los valores estéticos se crean por el diálogo y la oposición crítica y no por la complacencia o la benevolencia exigida por el Estado o las masas. Asumió que, pese a la dimensión espiritual del hecho literario, una sociedad no podía construir una tradición escrita sin condiciones materiales y económicas, apenas sostenida por un idealismo romántico.
+Algunos de los escritos de esta sección tienen todavía vigencia y parecen susceptibles de aplicación a las condiciones actuales, cuando aún el campo literario carece de una estructuración clara en Colombia. Los pronunciamientos de Téllez sobre el sistema literario, que tocan a escritores y a críticos, pero también a editores, académicos y lectores comunes, merecerían considerarse de nuevo. Como ejemplo, se puede leer una de las piezas más cáusticas de Téllez, «Para un aprendiz de crítico», donde aconseja, en tono sardónico, cómo ser un crítico manteniendo el statu quo, administrando la medianía y aportando a la elevación de mediocridades nacionales al Olimpo. Es un escrito que funciona como una fuerte advertencia para quienes desean emprender esa actividad con un mero propósito arribista.
+En «Narrativa y narradores» y «Poesía y poetas», las otras dos secciones de Nadar contra la corriente, encontramos los ejercicios de crítica literaria más específicos de Téllez, aquellos que demuestran que, ante las insuficiencias del medio y ante la precariedad de la tradición de análisis literario, un ensayista y crítico tiene algo que decir en la prensa. En la primera de estas dos partes, Téllez se ocupa tanto de problemas generales de la novela en Colombia y América Latina, como de casos específicos. Allí tienen un interés muy especial los textos que dedicó a un joven y prometedor Gabriel García Márquez, a quien Téllez alcanza a ver en toda su potencia entre los escritores colombianos de la nueva generación. La mala hora, La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba reciben del ensayista bogotano, quizás, las primeras palabras entusiastas de la crítica en Colombia. Reconoce sus méritos, pero también advierte sobre limitaciones e insuficiencias, algo que plantea para estimular al autor. También alcanza a ver con interés la renovación que suponían las obras de José Antonio Osorio Lizarazo y Álvaro Cepeda Samudio. Mientras que autores como Proust, Kipling y Borges aparecen también referidos en esta parte del libro de Téllez, con lo que revela que su interés no era sólo regional.
+En la otra sección ocurre algo parecido, pues encontramos textos generales sobre la poesía y los poetas, así como trabajos sobre autores reconocidos como Guillermo Valencia, Silva o León de Greiff, pero también sobre jóvenes promesas de la poesía colombiana, a quienes Téllez supo ver como potenciales integrantes del canon poético colombiano, de manera parecida a como lo hizo con García Márquez: Aurelio Arturo, Jorge Gaitán Durán y Álvaro Mutis son, en los tiempos en que Téllez escribe, promesas que luego llegarían a hacerse realidad. Esto muestra al crítico en uno de sus principales roles: el de la apuesta por los valores que, según su criterio, tienen un futuro.
+Esta diversidad de temas reflejada en las cuatro partes del libro da cuenta, por un lado, de la versatilidad de Téllez a la hora de abordar problemas literarios de las más diferentes especies. De la pregunta general por el arte y sus valores en la época de la industria cultural va sin problemas a la novela, a la poesía y a la crítica. Se pregunta por los valores de las obras en sí, pero también interroga las tradiciones y los sistemas que les permiten tener un lugar y una recepción. Por otro lado, tantos intereses —los clásicos, la literatura contemporánea, el porvenir del libro— marcan esa vocación de lector omnímodo que tanto lo distinguió y que es, quizás, el rasgo de la mejor crítica literaria hecha en Colombia desde Baldomero Sanín Cano. La aventura del Hernando Téllez crítico es, de esta manera, no la del académico que nos habla desde una tribuna de autoridad profesoral, sino la de un lector sensible y exigente, que piensa profundamente la literatura y guía a aquellos para quienes escribe en su aventura personal con los libros. De esta manera, consigue la que es, quizás, la mayor aspiración del ensayo: se trata de una conversación a la que, como lectores, acabamos por ser convidados.
+EFRÉN GIRALDO
Universidad EAFIT
+DE OBALDIA, Claire. The Essayistic Spirit: Literature, Modern Criticism, and the Essay. Oxford: Clarendon Press, 1995.
+JIMÉNEZ PANESSO, David. Historia de la crítica literaria en Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009.
+TÉLLEZ, Hernando. Inquietud del mundo. Bogotá: Ediciones Librería Siglo xx, 1943.
+— — —. Bagatelas. Bogotá: Litografía Colombia, 1944.
+— — —. Luces en el bosque. Bogotá: Librería Siglo xx, 1946.
+— — —. Diario. Bogotá: Suramérica, 1946.
+— — —. Cenizas para el viento y otras historias. Bogotá: Litografía Colombiana, 1950.
+— — —. Literatura. Bogotá: Argra, 1951.
+— — —. Literatura y sociedad: glosas precedidas de notas sobre la conciencia burguesa. Bogotá: Ediciones Mito, 1957.
+— — —. Confesión de parte: literarias, sociales, notas. Bogotá: Banco de la República, 1966.
+— — —. Textos no recogidos en libro. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1979. 2v.
+— — —. Nadar contra la corriente. Bogotá: Ediciones Uniandes, 2016.
+TORRES DUQUE, Óscar, comp. El mausoleo iluminado. Antología del ensayo en Colombia. Bogotá: Biblioteca Familiar Presidencia de la República, 1997.
+[1] El autor agradece a María Camila Cardona, estudiante de pregrado en Comunicación Social de la Universidad EAFIT, quien, en calidad de asistente de investigación, apoyó la confección de la bibliografía y la cronología de Hernando Téllez.
+GALEANO SÁNCHEZ, Juan Camilo. «El género ensayístico: autofiguración y autorrepresentación de la niñez en Diario de Hernando Téllez». Revista Estudios de Literatura Colombiana 29 (julio-diciembre de 2011): 99-122.
+RESTREPO DAVID, Felipe. «Hojas que caen. Hernando Téllez». Conversaciones desde el escritorio. Siete ensayistas colombianos del siglo XX. Medellín: Universidad EAFIT, 2008.
+CADAVID, Jorge H. «Hernando Téllez: un consumado estratega». Boletín Cultural y Bibliográfico 32. 40 (1995), 75-96. Web. 19 de agosto de 2015. ‹https://publicaciones.banrepcultural.org/ index.php/boletin_cultural/article/view/1860/1914.
+En este texto, Jorge Cadavid emprende la revisión de uno de los aspectos menos discutidos sobre la obra de Hernando Téllez: sus calidades como prosista y escritor fundamentalmente cerebral. Es un texto que explora la obra de Téllez como un todo y que lo muestra como uno de los primeros escritores profesionales de Colombia. Este trabajo es una de las fuentes introductorias imprescindibles para quien desee adentrarse en la obra del escritor.
+GIRALDO, Efrén. «Hernando Téllez. Estética y autofiguración». La poética del esbozo. Baldomero Sanín Cano, Hernando Téllez, Nicolás Gómez Dávila. Bogotá: Universidad de los Andes, 2014.
+Este trabajo es uno de los pocos esfuerzos por valorar desde el punto de vista estrictamente literario la escritura ensayística de Hernando Téllez. Se privilegia allí el análisis del Téllez autor de diarios y meditaciones, aunque también se dan pistas sobre su lugar en la historia de la literatura colombiana y se explora su faceta como crítico y esteta, que tuvo una gran influencia en la aceptación del ensayo como género literario en Colombia.
+JIMÉNEZ PANESSO, David. «Hernando Téllez (1908-1966)». Historia de la crítica literaria en Colombia. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009.
+Este libro es uno de los trabajos más importantes sobre crítica literaria que se han escrito en Colombia. Allí, Téllez es analizado sobre todo en su faceta de comentarista literario. A través de la revisión de la actividad de Téllez como reseñista de libros y autores en la prensa bogotana de la época, Jiménez Panesso va mostrando las ideas estéticas del autor y también la presencia que tuvo en las discusiones del momento. Si alguna dimensión de su obra permite identificar a Téllez como un intelectual influyente, es esta labor que sostuvo en diferentes periódicos y revistas durante más de cuarenta años.
+SALAZAR MARTÍNEZ, Carlos Andrés. «El olvido en Hernando Téllez: una mirada desde la autofiguración». Revista Escritos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana 20.44 (enero-junio de 2012): 139-153.
+La hermenéutica literaria es un campo de trabajo que resulta ideal para abordar a autores como Hernando Téllez. En este artículo, Salazar Martínez explora la dimensión que cobra el olvido en la obra de un autor para quien, en la estela de Proust, el recuerdo es uno de sus principales temas.
AÑO |
HERNANDO TÉLLEZ |
CONTEXTO HISTÓRICO |
1908 |
Nace en Bogotá el 22 de marzo. Sobre su primer contacto con la literatura dice alguna vez: «El más lejano recuerdo que tengo de una experiencia intelectual más o menos concreta y de la indefinida emoción que me producía, al renovarse, es el de la lectura hecha por mi madre y por una amiga de mi madre, de una novela publicada por entregas periódicas en una revista francesa de modas editada en español». |
En Colombia el presidente Rafael Reyes crea 34 nuevos departamentos. En Venezuela se instaura la dictadura de Juan Vicente Gómez. El 8 de marzo, 129 obreras mueren incineradas en la fábrica Cotton de Nueva York, luego de iniciar una protesta en pro de una jornada laboral diaria de 10 horas e igualdad de salarios con los hombres. |
1925 |
Con apenas 17 años realiza pequeños trabajos para el semanario Mundo al día, dirigido por Arturo Manrique. |
Año de la expansión de la radio. Pacto de Locarno entre Alemania y los Aliados. Ruptura de las relaciones entre Ecuador y Perú. |
1927 |
Colabora en la revista Universidad, estimulado por Germán Arciniegas. Allí trabaja junto a Eduardo Zalamea, Jorge Zalamea, Rafael Maya y Eduardo Caballero Calderón. |
Gobierno colombiano reglamenta la administración de los trabajos de la vía nacional del Meta. También en Colombia, se da la huelga petrolera. El Gobierno peruano prohíbe la actividad sindical a raíz del llamado «complot comunista». |
1929 |
Llega a El Tiempo, bajo la dirección de Alberto Lleras Camargo, quien era jefe de redacción. Su labor periodística consiste en la composición de la crónica policíaca y de una página infantil. |
Con un descenso de dos millones de dólares en el precio de las acciones, la bolsa de Nueva York registra la caída más fuerte de su historia, acontecimiento que da inicio a la denominada Gran Depresión. Estados Unidos establece la doctrina Monroe, política de intervención en América Latina. |
1934 |
Ingresa al Concejo de Bogotá cumpliendo la función de secretario. En su paso por este, funda una de las bibliotecas del Concejo. |
En Colombia, Alfonso López Pumarejo llega a la presidencia. Finaliza la guerra entre Colombia y Perú con la firma del protocolo de Río de Janeiro. En Alemania, Hitler llega al poder. Asesinan a Sandino en Nicaragua. Batista se adueña del poder en Cuba. |
1937 |
Es designado cónsul de Colombia en Marsella, Francia. Allí se entusiasma con Flaubert, Stendhal, Gide, Mauriac, Claudel y sobre todo Marcel Proust, su más fuerte influencia literaria. |
Continúa la guerra civil española iniciada en 1936. Bombardeos aéreos alemanes a ciudades españolas. Franco es declarado caudillo. Hitler recibe la visita de Mussolini, se confirma el eje entre Alemania e Italia. |
1939 |
Regresa a Bogotá y es nombrado subdirector del periódico El Liberal por su amigo Alberto Lleras Camargo. Con su columna «Hoy», alcanza reconocimiento en todo el país. |
Estalla la Segunda Guerra Mundial; Polonia es invadida por Alemania; Inglaterra y Francia le declaran la guerra, mientras Estados Unidos se mantiene neutral. |
1942 |
Es nombrado jefe de propaganda de la empresa Bavaria. Nombra como colaboradores al poeta Álvaro Mutis, Fernando López Michelsen y al hijo del músico Emilio Murillo, Leopoldo. |
Submarinos alemanes hunden la goleta colombiana Resolute. Colombia declara la guerra al Eje. |
1943 |
Publica el libro Inquietud del mundo. |
Finaliza la batalla de Stalingrado. Alemania, a raíz de la derrota en Stalingrado, declara la guerra total a sus enemigos. La aviación británica bombardea Berlín. Los Aliados avanzan en Italia, en los Balcanes y en el Pacífico. Victoria de los Aliados en Túnez y Sicilia. Argentina mantiene relaciones con Alemania |
1944 |
En marzo publica Bagatelas. Ingresa al Senado de la República, allí permanece un semestre y regresa a Bavaria. |
En el Caribe, Estados Unidos lucha por no perder el Canal de Panamá a manos de los nazis. Los Aliados desembarcan en Normandía y liberan Francia y Bélgica; se organiza el gobierno provisional de Francia tras la liberación de París. Inicia la gran ofensiva soviética. En Colombia fracasa el golpe de estado contra el presidente Alfonso López Pumarejo. |
1946 |
En febrero publica Luces en el bosque, y, en octubre, Diario. En el prólogo de este último dice: «Quise someterme a la disciplina intelectual de hacer un diario íntimo para verter en él la corriente de las impresiones, los sentimientos, los estímulos confusos, las ideas vagas, las fórmulas del pensamiento, y libertar de esta manera el universo caótico que lleva todo hombre». |
En Colombia, finaliza la hegemonía liberal. Después de 16 años en el poder, ganó las elecciones presidenciales el candidato conservador Mariano Ospina Pérez. Se intensifica el conflicto entre liberales y conservadores. Procesos por crímenes de guerra contra 24 dirigentes nazis ante un tribunal en Núremberg. Se crea la ONU tras la desintegración de la Sociedad de las Naciones. En Argentina llega al poder Juan Domingo Perón. |
1947 |
Se retira de Bavaria para asumir la dirección de la revista Semana. Allí tiene como colaboradores a Belisario Betancur, Eddy Torres y Pablo Balcázar, representantes de las tres tendencias políticas del momento. Con su columna «Márgenes» aquilata aún más su estilo periodístico y da a conocer su técnica especial para la crónica y el ensayo. |
En Colombia, Jorge Eliecer Gaitán se consolida como jefe único del liberalismo. La India conquista su independencia después de tres siglos y medio de dominación británica. Los ministros de relaciones exteriores de las cuatro potencias que triunfaron en la Segunda Guerra Mundial —Inglaterra, Francia, URSS y Estados Unidos— se reúnen en Moscú. No logran ponerse de acuerdo sobre el futuro de la Alemania derrotada. |
1948 |
Época floreciente en la que escribe para la revista Mito de Bogotá, el periódico El Nacional de Caracas y la revista Cuadernos de París. Escribe una de las más famosas crónicas sobre los hechos del 9 de abril de 1948. |
En Colombia es asesinado el candidato a la presidencia Jorge Eliecer Gaitán, máximo dirigente del partido liberal. Este acontecimiento, conocido como «el Bogotazo», origina una serie de acontecimientos violentos en todo el país y se convierte en un hito de la historia colombiana del siglo XX. |
1950 |
En octubre publica Cenizas para el viento. |
Laureano Gómez llega a la presidencia de Colombia. Tras tomar el poder anuncia que su gobierno será pronorteamericano y anticomunista. Inicia la Guerra de Corea. Estados Unidos declara la emergencia nacional ante el conflicto de Corea. |
1951 |
Publica Literatura. |
En Colombia, Laureano Gómez se retira de la presidencia; lo sucede Roberto Urdaneta. Golpe de Estado en Cuba. En Argentina, Perón asume el control total de las fuerzas armadas y declara al país en estado de guerra interna. |
1956 |
En los cuadernos de Mito, aparece publicado el libro Literatura y sociedad. |
Fidel Castro desembarca en Cuba. Marruecos declara su independencia. |
1959 |
El presidente Alberto Lleras Camargo lo nombra embajador de Colombia ante la Unesco en París. |
En Cuba, el ejército revolucionario llega a La Habana y se conforma un gobierno provisional, con Manuel Urrutia como presidente y Miró Cardona como primer ministro. |
1960 |
Regresa a Colombia a continuar en su cargo de secretario general de Bavaria. |
Aparecen 17 nuevos estados en el mapa de África tras varias luchas independentistas. Estados Unidos autoriza la comercialización de la primera píldora anticonceptiva. Cuba es embargada por el gobierno norteamericano. |
1966 |
Muere en Bogotá. Su amigo Alberto Lleras Camargo lamentará su partida diciendo: «Ya no podré acomodarme a la idea de que Hernando Téllez no viva más. El persistente afán con el que he ido echando cenizas —no ciertamente prematuras— sobre mi propia vida, se origina en el mismo momento en que se produjo el corte abrupto de nuestra comunicación». |
En Colombia llega a la presidencia Carlos Lleras Restrepo. Colombia, Bolivia, Ecuador, Chile y Perú suscriben el Pacto Andino. URSS lanza su primera sonda espacial a la Luna y envía una cápsula espacial a Venus. |
1967 |
El Banco de la República publica una edición póstuma del libro Confesión de parte. |
Es destruida la población de Ben Suc en Vietnam. Estados Unidos es considerado culpable de crímenes de guerra en Vietnam. |
1979 |
Con edición de Juan Gustavo Cobo Borda, Colcultura publica Textos no recogidos en libro en dos tomos. |
Triunfa la revolución sandinista en Nicaragua. Revolución islámica en Irán. Se firma el Tratado Uribe Vargas-Ozores Typaldos confirmando los derechos de Colombia en el Canal de Panamá. |
1995 |
Se publica Nadar contra la corriente. Escritos sobre literatura. |
Los gobiernos de Ecuador y Perú inician la guerra del Cenapa. El presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, inaugura los actos conmemorativos del cincuentenario de la ONU con la condena a Irán, Irak, Libia y Sudán por apoyar al terrorismo. |
2014 |
La editorial de la Universidad de los Andes publica Bagatelas y Literatura y sociedad. |
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+NO SÉ CUÁNDO SE PRECISÓ EN mí la vocación literaria. El más lejano recuerdo que tengo de una experiencia intelectual más o menos concreta y de la indefinida emoción que me producía, al renovarse, es el de la lectura hecha por mi madre y por una amiga de mi madre, de una novela publicada por entregas periódicas en una revista francesa de modas editada en español. Yo no sabía leer aún. Mi hermana mayor, quien estuvo hasta su muerte poseída de un tenaz amor a los libros, era también una lectora incansable y por entonces me enseñaba las primeras letras. Con alegre paciencia iba juntando las piedrecillas del idioma para que yo jugara con ellas y construyera diminutas fábricas de palabras. La veo inclinada sobre mí en el patio de la vieja casa con las dos largas trenzas oscuras golpeándole los hombros. Tenía el rostro redondo y la expresión alegre. Repetía, para mí, innumerables veces, la misma combinación de letras y de sílabas, buscando grabar en mi mente el signo gráfico, el sonido de la significación de cada una. Le interesaba, como un verdadero deleite, esa sorda tarea de la didáctica y del amor fraternal. Después me he dado cuenta de que buscaba, ante todo, un compañero de satisfacciones intelectuales, un camarada de lecturas, un socio menor y dócil con quien pudiera compartir el goce de la poesía. Salió triunfante de su empeño. A su bella y fiel tenacidad le debo el saber leer. Cuando unos años más tarde, hecha mujer, su muerte interrumpió ese tácito compromiso de lecturas comunes, de aprendizaje de los versos románticos, de laboriosa confección de grandes cuadernos para guardar, en recortes de diarios y revistas, los que juzgamos eran tesoros de la poesía romántica, nadie se dio cuenta en mi hogar de la pérdida personal que para mí representaba esta ausencia. Era el verdadero comienzo de la soledad intelectual, pues los otros dos grandes lectores que había en mi casa, mi madre y mi hermano mayor, no se hallaban, como la hermana desaparecida, en una comunicación tan directa con mi espíritu, y mi imaginación. Empecé entonces a leer para mí, a leer en silencio, a soñar por mi propia cuenta.
+En rigor, no podría decir cuándo comencé a escribir «literariamente». No se podría señalar con exactitud el nacimiento de las vocaciones. Están implícitas en el carácter, el temperamento, la índole de la persona. A mí se me destinaba para otras faenas, enteramente contrarias a la faena literaria. Una cierta habilidad manual hizo creer que yo pudiera ser, una vez concluido o cuando menos bien avanzado el periodo de las disciplinas secundarias, un excelente mecánico, un hábil tornero, un electricista con clientela. Pero mi madre hablaba siempre de novelas famosas, conservaba cuidadosamente guardado el álbum de papel inglés donde copiaba versos, nos refería el argumento de Hamlet y decía ciertos pasajes líricos de Pombo. Viejas y ya un poco amarillentas colecciones de periódicos literarios, usadas y repasadas colecciones de cuadernos de la «Biblioteca Popular» de Roa, una serie ilustrada de los libros de Julio Verne, una desportillada edición del Quijote, los versos de Núñez de Arce y Campoamor, la Graciela de Lamartine, un Fígaro que todavía se halla en mi poder, y Dumas y Maupassant, fueron, con otros libros, entre los cuales recuerdo los folletines policíacos de Conan Doyle, mis primeros amigos en el viaje intelectual de la vida. A algunos de ellos los he olvidado, no he vuelto a ellos jamás por el temor de destruir con el impacto de la vanidosa razón, la sutil esencia que sigue conservando en el recuerdo. A otros he vuelto siempre, siempre, y he encontrado en ellos, intacta, completa, exacta y perfecta, la antigua emoción que me deparó su belleza, su sabiduría, su poético acento, su concretada amargura.
+La atmósfera que me rodeaba no era, pues, propicia a ese signo vital de que he hablado antes y bajo el cual se colocaba mi porvenir como el de un hombre diestro para la abstracción matemática y la ejecución manual de ciertas hermosas labores ligadas a ella. Yo mismo creía en ese signo para mi vida. Pero los primeros años de la enseñanza secundaria, destruyeron, convirtiendo en cenizas, el mito de ese profesional del rigor matemático y de la pericia artesanal que, según oía decir, podría llegar a ser algún día. La geometría, el álgebra, el cálculo, el dibujo, con sus millonarios universos de fórmulas, equivalencias, teoremas, potencias, gradaciones, resultaban para mí un grave y doloroso misterio, imposible de penetrar. Mucho tiempo después y como una derivación de ciertas preocupaciones filosóficas, he venido a entender la significación que esas disciplinas tienen en la historia del hombre y en el desarrollo de la vida, la civilización y la cultura. Pero el análisis, el discernimiento científico de las fórmulas en que se expresa la matemática, constituyeron para mis años de estudiante una infructuosa y cruel experiencia.
+Mi imaginación de niño se quedaba navegando en la superficie teórica más extensa, sin lograr adherir a la profunda esencia de esas realidades simbólicas, polivalentes, que iban tomando esquemática forma en los signos y cantidades que el profesor trazaba sobre el pizarrón del salón de estudio. Yo concitaba, en un esfuerzo que me resultaba doloroso, todas las potencias de mi espíritu para que me ayudaran a bien entender el teorema, la fórmula en desarrollo, la operación algebraica en curso. Nada, nada. De la circunferencia, del triángulo, del cuadrilátero, del hexágono, yo deducía otras leyes no referidas a su valor esencial, sino ligadas a su expresión formal, a su presencia como figuras, a su representación estética. La circunferencia, pensaba, mientras el profesor explicaba la manera de medir el diámetro, es menos bella que el rectángulo. En el rectángulo hay más orden. El hexágono es casi, y de por sí, un juguete… Entretanto había concluido la explicación y yo quedaba nuevamente sumido en las tinieblas espirituales.
+El salón de clase era amplio y las ventanas daban a un gran patio. El piso estaba cubierto de ladrillos. Hacía frío en las mañanas. Pero durante las horas de la tarde, el sol empezaba un viaje feliz a través de las ventanas. Primero, a las dos de la tarde, echaba sobre los rincones del techo, extendiéndola después sobre nuestras cabezas, una claridad pajiza como de gavilla de trigo. Poco a poco iba descendiendo, cada vez más confiado en la hospitalidad que le dábamos desde el fondo de nuestros corazones. A las cuatro de la tarde, cuando regresábamos del recreo, alegres, victoriosos o melancólicos, tristes, enfermizos y tediosos, lo hallábamos posesionado triunfalmente de todo el salón. Íntegramente había volcado sobre la tapa de los pupitres, sobre el respaldo de los bancos de madera, sobre el pedagógico luto del tablero, sobre la nieve artificial de la gran almohadilla que servía para borrar las impenetrables fórmulas matemáticas y las diáfanas frases gramaticales, todo el oro tibio de sus rayos.
+En el aire, lo mismo que en una proyección cinematográfica, quedaban atravesados por el haz de sus lanzas, esos invisibles corpúsculos de polvo, esas moléculas de la materia que no se muestran a nuestros ojos sino cuando el sol las hace traslúcidas como si fueran de cristal. La ancha y luminosa franja de plata instalaba allí un mágico espectáculo. Yo alzaba tímidamente las manos para recibir la suave caricia y trataba de deshacer, con un bárbaro gesto, el orden riguroso de ese cosmos de luz. Por unos segundos se producía la catástrofe. En el rayo de sol todo era confusión y caos. Un instante después los millones de células volátiles habían tomado nuevamente su sitio y tornaban a su ritmo normal. Pero el viaje del sol continuaba implacable. Entre el relevo del profesor de matemáticas y el de religión, la fuerza de la luz se iba debilitando paulatinamente. Con la explicación del símbolo implícito en el Evangelio del día, el sol se iba definitivamente, y comenzaba a invadir el salón un lento y plomizo crepúsculo. Pronto sonarían las cinco y media de la tarde en el reloj y casi inmediatamente respondería con su límpida voz de libertad la gran campana del patio. Con acento grave el profesor empezaba a decir las últimas frases. Faltaban cinco minutos para concluir. «En aquel día cada uno de vosotros llamará a su compañero debajo de la vid y debajo de la higuera…». Yo seguía con secreta angustia el viaje de las manecillas. Dos minutos. Un minuto. Cerraba los ojos y, al abrirlos, me llegaba, distinto, puntual, sonoro, el clamor de la lengua metálica golpeando en su cárcel de bronce. Nos poníamos de pie para rezar la oración vespertina, recogíamos los cuadernos y libros, y, con la gorra entre las manos, salíamos para la calle, urgidos, anhelantes de no sabíamos qué cosas, qué sueños, qué ambiciones. En la casa yo buscaba la ternura materna y una paz que, sin embargo, siempre resultaba imperfecta. Sentía que algo quedaba en falso, quién sabe a qué profundo nivel de las aguas oscuras de la conciencia. De lo que hubiera querido entender, aprender en el colegio, no sabía nada, no había comprendido nada. «El cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos…». Sí. Esa era la forma. La había oído bien y había procurado que se me quedara grabada en la mente. ¿Pero cómo demostrarla? En cambio, qué fácil relatar el paso de Bolívar por los Andes, o la conquista de las Galias por Julio César. Qué fácil y qué placentero. Qué difícil y complicado lo otro.
+Para sosegar la recóndita desazón que me poseía, optaba por trabajar en la materia histórica; la resolución adoptada tenía por sí sola suficiente poder milagroso para devolverme la calma espiritual. Y luego, inclinado sobre el cuaderno de tareas, mientras repasaba mentalmente las hazañas de los héroes de nuestro tiempo, una profunda paz interior, una serena alegría invadían mi espíritu. Trabajaba jubilosamente, como si los olvidos, los vacíos, las mismas deficiencias de información o de concepto que encontraba a cada paso estimularan esa tarea de reconstrucción intelectual. La gramática, la retórica, la composición literaria, me daban una compensación generosa a la crueldad tácita que para mí representaba el estudio de las matemáticas. Un día cualquiera comprendí que había dos opiniones contrarias sobre mi trabajo escolar. Una era completamente desfavorable al propósito de hacer de mí un servidor ejemplar de la razón matemática, en cualquier grado de su variada escala. La otra me resultaba favorable a los trabajos literarios. Mi profesor de retórica, un religioso joven que «hacía» versos a escondidas de sus superiores y los iba construyendo con una fina y preciosa letra galicada, mientras los alumnos nos dedicábamos a copiar largos trozos de la Eneida o de la Odisea, me dijo una tarde en que nos habíamos quedado solos para ensayar una recitación que yo debía decir en la sesión pública, final y solemne del año: «Usted es, a Dios gracias, un pésimo alumno de matemáticas. No le queda más campo para ganarse la vida, sino el de la literatura. Aprenda a escribir». Esas palabras no me impresionaron entonces. Después he comprendido lo que ellas significaron en el camino de mi vocación. El testimonio de ese profesor, me pareció, años más tarde, una justificación honorable y lógica de mi mortal deficiencia para determinadas disciplinas y un generoso finiquito de cuentas que se me otorgaba en el albor de la adolescencia para poder, al fin, hallarme en paz conmigo mismo. Desde entonces, estoy aprendiendo a escribir, sin creer jamás que lo haya logrado a cabalidad. Pero en ese aprendizaje continuo, constante, a veces doloroso, a veces alegre, lleno de vacilaciones, de perplejidades, de tanteos, de súbitas y fugaces iluminaciones, de cerradas y oscuras nieblas, de hondos desencantos y de eventuales y efímeras complacencias, en medio de ese aprendizaje cotidiano, la vocación del escritor halla su propio sino y su propia satisfacción.
+Todos los escritores somos seres frustrados, es cierto, porque hay un descase profundo entre lo que deseamos hacer y lo que logramos hacer. Las palabras que conseguimos fijar sobre el papel son apenas la espuma que queda en el borde de la playa como frágil testimonio de la marea interior. Todos vamos cargados de sueños, de ambiciones, de proyectos, respecto de los cuales la vida y la muerte disponen a su amaño, sin permitir siquiera nuestra débil protesta. Nuestras manos están llenas de invisibles signos y, sin embargo, parecen desnudas, ociosas e inútiles. Un día se inmovilizarán para siempre, pero de su precaria diligencia en la labor que amaron no quedará sino el esquema incompleto, la fórmula mútila, el rasgo inseguro. El propósito del escritor jamás se cumple satisfactoriamente para él, no importa que la opinión ajena lo declare perfecto. Hay un implacable déficit en la creación estética, que sólo el creador de ella misma percibe con exactitud. La armonía de las formas es apenas un circunstancial armisticio entre el arte y la vida, cuya querella no cesa.
+(De Selección de prosas)
+TAL VEZ SE PUEDE PROPONER, sin demasiado escándalo, esta modestísima definición: el arte consiste en nadar contra la corriente. La metáfora fluvial recela dos principios decisivos en la faena artística: la desesperación y la contrariedad. En rigor, las dos son expresiones de una sola actitud espiritual: sobreaguar y, si es posible, tocar orilla y pisar tierra firme pero inventándose una ruta diferente de arribo, un camino a contrapelo del curso líquido de las ideas, de las formas, de los sentimientos, de los conceptos, de los estilos. El verdadero artista, por consiguiente, sería, o es, ese empecinado nadador, ese náufrago potencial que resuelve dar pábulo a su desesperación y contrariar a sus semejantes, ofreciendo una realidad insólita, chocante, que no corrobora sino que somete a duda la realidad artística anterior y establecida, la que estaba ahí, sólida y respetable como una matrona de provincia, recibiendo el sordo y ciego homenaje de la costumbre, el gran plebiscito anónimo de la conformidad. Con su gesto de pura insolencia, de pública clandestinidad, de conspirador al aire libre, el artista introduce una primera sospecha en el estatuto colectivo de la cultura. Introduce en él un principio vital de corrupción. Todo el cuerpo, aparentemente sano de esa institución colectiva, entra en una especie de cuarentena. Pero es notorio que esa cuarentena no tiene término fijo. Puede durar, sin que se note, varios siglos. Sin que las gentes se den cuenta de ella. Porque conviene indicar que una cosa son las gentes y otra el artista, una la noción colectiva del arte y otra el arte mismo.
+Tomemos, para el caso, uno o dos ejemplos. Empecemos por la literatura, por el arte literario. La noción colectiva y popular de ese arte se establece, con toda corrección estadística, por medio de los índices que declaran la adhesión y, de consiguiente, la tendencia en el gusto de las mayorías por determinadas obras y determinados autores. Cualquier prueba intentada por el sistema de muestreo produce un resultado infalible: el arte literario está significado para la masa en aquellas obras que implican el nivel más débil de la calidad y que ella misma, la masa, ha elevado al nivel más alto de la cantidad. La correlación entre esos dos términos es inexorable y simplísima: calidad mínima, cantidad máxima. Es así como el best seller se convierte en símbolo perfecto de este problema y en la ecuación final que expresa la noción popular del arte literario.
+¿Pero podría ser de otra manera? ¿Podría ocurrir que los nadadores a contrapelo de la corriente colectiva, a contrapelo de la corriente popular, consiguieran, además de fijar la cuarentena cultural a la que aludimos antes, y además de abrir una primera brecha en la desafiante fortaleza del gusto colectivo, hacer saltar en pedazos, y súbitamente, esa misma fortaleza? No lo parece. La historia se toma luengos plazos para dar un principio de razón, entre los filisteos, a los no filisteos. El gusto colectivo se alimenta de corroboraciones. De ahí que el arte del político, del demagogo, sea, en primera y última instancia, una constante tentativa para satisfacer las exigencias, aun las más viles, sobre todo las más viles, del alma de las multitudes. Llevar la contraria, nadar contra la corriente, en política, son fórmulas suicidas y absurdas, a diferencia de lo que ellas significan en el arte.
+La noción popular del arte literario se halla expresada en el fenómeno democrático de la cantidad. Esta noticia resulta evidentemente fastidiosa y desfavorable para la pretensión cultural o estética que toda ideología política aspira siempre a involucrar en el seno de ella misma. Es esa una pretensión desmesurada. Lo es notablemente en el caso de la idea democrática de la sociedad y del Estado. El concepto de mayoría numérica, de masa, intachable desde el punto de vista democrático, puesto que sirve para legalizar la cantidad de un cierto mandato público, carece de validez en el arte, como es bien sabido desde el principio del arte y antes del principio de la democracia. La verdad en que estamos insistiendo tiene, pues, la ventaja de su vetustez. Pero que sea verdad y, además vetusta, no implica que haya sido aceptada universalmente y brille en todas las conciencias. Por eso conviene, de vez en vez recordar que está ahí, viva e insistente. Entre otras razones, por esta: porque a favor de la propaganda periodística y demás medios psicotécnicos de adoctrinamiento colectivo, la masa recibe cotidianamente, y devora complacida, una ración de arte en la cual el legendario gato va presentado y adobado como si fuera liebre. Por otra parte, la auténtica liebre no podría satisfacerla. De consiguiente, ni los periódicos, ni el cine, ni la radio, ni la T.V., ni el Estado se hallan obligados, como se supone, a estas dos misiones excluyentes: satisfacer el gusto colectivo y conseguir que los medios de satisfacerlo tengan calidad. La decisión de la masa, decisión que en el orden político democrático crea la legalidad, no garantiza absolutamente nada en el orden artístico. O mejor: garantiza, con una vehemencia sin par, la ausencia, el hueco, el vacío de la calidad. Quienes se han puesto de acuerdo, en la sucesión de los siglos, para garantizar la calidad artística de una obra, no son los más sino los menos, no son las colectividades sino las personas, no son los estados sino los individuos. La fatalidad de esta ley reduce a su más simple diseño el problema: el arte es la mejor y más grande contrariedad del sentimiento colectivo. El intento, casi siempre de signo político, de signo pedagógico y social, de reducirlo, de hacerlo coincidir con una necesidad extra-personal, masiva, multitudinaria es frustráneo. Véase si no el resultado de los programas de aquellos estados contemporáneos que toman como misión ineludible de su tarea histórica la de comunicar a las masas e infundirles, como una obligación ciudadana, el amor por el arte. La fijación del nivel colectivo como tope y meta de la comunicación artística hace descender automática y verticalmente la calidad del arte, y estancarlo en esas zonas bajas y primarias de la geografía y de la geología culturales que, como el folklore, pueden servir evidentemente para satisfacer el gusto colectivo. Es curioso cómo todo Estado política y socialmente revolucionario adhiere a los ideales artísticos más vulgares y reaccionarios. A los más conformistas y a los menos audaces. La fértil inconformidad que da origen a una revolución política y social no incide sobre las formas de arte. La academia, y, lo que es peor, la pre-academia, parece ser el destino que el arte toma en medio de la destrucción de todo mundo antiguo de las formas políticas. Pintura, escultura, música, literatura, arquitectura, se vuelven vehículos de precarias satisfacciones, de serviles corroboraciones, de mediocres contentamientos. En las épocas revolucionarias y dentro de los regímenes correspondientes, la exigencia de la calidad artística debe corresponder a la demanda de la masa. Incluido en la determinación colectiva, el artista no se resuelve a nadar contra la corriente sino a seguir el hilo fluyente de ese curso. Es esta la época característica de las danzas colectivas, de las concentraciones de masas corales, de los festivales folklóricos, de las ceremonias al aire libre realizadas con el propósito de autentificar el arte, de legalizarlo y santificarlo por medio del plebiscito colectivo suscitado y auspiciado por el Estado. Pero la autenticidad, en el arte, no depende sino de la autenticidad del artista. Otra vieja verdad que no aparece en los juicios que atribuyen al favor público el poder de crear calidad. El éxito popular en el arte es una certidumbre de bajo costo, de modesta calidad y de precio módico. Y, además, de producción en serie.
+Pero el arte es, siempre, todo lo opuesto a ese tipo de producción: cada vez una realidad aislada e insólita, creada no en una secuencia automática y conforme a un modelo predeterminado que debe repetirse indefinidamente, sino como una refutación, como una contrariedad, como una súbita insolencia, como la descabellada insolencia de quien resuelve poner en jaque al destino y contrariar la norma usual en la aventura natatoria: echándose valerosamente aguas arriba.
+(De Selección de prosas)
+UNA DE LAS ILUSIONES MÁS firmes de la conciencia burguesa opera sobre esta falsa certidumbre: el desarrollo capitalista, en los Estados Unidos, no genera ninguna forma social o política del colectivismo. La regimentación social no aparece todavía clara a esa conciencia. Pero un ligero análisis de las formas de vida, las más elementales o las más complejas, en esa sociedad, podría destruir tan cándida ilusión. Larvado o explícito, el colectivismo progresa allí triunfalmente a la sombra de un automatismo, una uniformidad y una estandarización sin obstáculos objetivos de ninguna clase, y sin ningún género de resistencias subjetivas o intelectuales. Gracias a la prodigiosa tecnificación de la vida física y al prodigioso conformismo de la vida espiritual, el colectivismo en los Estados Unidos tiene despejado el horizonte. Un colectivismo de esencia burguesa. Esto parecerá a la ortodoxia marxista un estúpido contrasentido. Empero, no está demostrada todavía la imposibilidad histórica de hacer una sociedad colectivista de burgueses. En rigor, ese parece ser, hasta ahora, el síntoma social más agudo del proceso estadinense. La proletarización de la clase burguesa, etapa histórica profetizada por Marx, no se ha cumplido en ese país. En cambio, avanza la del aburguesamiento de la clase obrera. Al mismo tiempo, el ímpetu de las formas colectivistas va reduciendo paulatinamente la gran burguesía para integrar una sociedad de pequeños burgueses, satisfechos con el reparto equitativo de la mediocridad que la economía de la producción en serie y la mitología política correspondiente les ofrece como expresión de la felicidad.
+Entre el colectivismo previsible de los Estados Unidos y el existente en Rusia, la diferencia básica es de procedimiento, y la diferencia formal, de doctrina. La colectivización estadinense opera como consecuencia de la presión natural del proceso económico; en Rusia, como resultado de la presión artificial del Estado, empeñado en crear las condiciones objetivas y subjetivas, indispensables para el cumplimiento inexorable del proceso. «He aquí, determinadas previamente, estas condiciones de la producción y del trabajo. A ellas debe aplicarse la sociedad entera». Y para que no se altere el designio, el Estado tiene que vigilar y controlar. Tiene que realizar un sistemático programa de presión y adoctrinamiento sobre los ciudadanos. En los Estados Unidos, el programa para el perfeccionamiento de la actitud subjetiva de cada ciudadano ante las condiciones del sistema no aparece formulado ni impuesto por las agencias del Estado. «Dentro de nuestro sistema, usted es libre, usted es autónomo; respetamos su iniciativa y su determinación». Pero el sistema presiona de por sí. Y las formas de vida van acomodándose al sistema. Ninguna actitud individual puede inscribirse por fuera de la norma, de la rígida ley de la estandarización. El Estado, allí, no necesita ser y no es cruel, ni despótico, ni absoluto, y puede ser benévolo, filantrópico, paternal o didáctico, puesto que la tarea de estimular o de rotar, de aleccionar o alienar, de sofocar o permitir, se la tiene encomendada la historia a los grupos económicos que comandan la producción y el trabajo. Pero ni aun así la inmensa mayoría de los ciudadanos se da cuenta de ese hecho. Y no dándose cuenta, el hecho parece inexistente. El gran acierto del sistema, en los Estados Unidos, es el de haber creado la más sólida conciencia burguesa de la historia contemporánea, y en haber fundamentado esa solidez en una espléndida dicotomía de esa conciencia: metafísica de la libertad y estandarización de la vida.
+El éxito, en la sociedad burguesa, se encuentra calificado de acuerdo con la declaración de renta. Un patrimonio escaso y una rentabilidad congrua no configuran la plenitud del éxito. Se requiere más patrimonio y más renta. Todo el patrimonio posible y la más alta renta. Cuando esas condiciones se obtienen, el éxito está ahí, pleno y jugoso. En un salón de la sociedad burguesa, la aparición de un individuo, nimbado, como un santo laico, con el halo invisible de su riqueza, produce una colectiva y humillante sensación de respeto. La superstición del dinero, consustancial a la conciencia burguesa, lo convierte instantáneamente en símbolo vivo del poder y del éxito. Las demás categorías pasan, súbitamente, a segundo plano. Lo que el burgués posea, eso es. Lo que verdaderamente sea, no importa. La posesión del dinero crea, de hecho, la preeminencia más alta. En la perspectiva burguesa de los valores, el Gran Poseedor queda situado en el primer rango. Puede ser un hombre mediocre. El atributo absorbe al sujeto, y lo aprestigia y absuelve. La conciencia burguesa tropieza, frente a ese personaje, con una especie de encarnación del dinero. Y eso basta para satisfacerla.
+La conciencia burguesa cree, sinceramente, desafiadoramente, que la propiedad privada no es una institución social, sino el mejor y más profundo de los instintos naturales del hombre. La raíz biológica que atribuye al fenómeno de la posesión y acumulación de bienes le estimula la convicción de que el verdadero enemigo del hombre y de la sociedad es el prójimo que, carente de bienes, lucha por obtenerlos. Pero ese enemigo no es, estrictamente, un enemigo, sino un aliado de la misma tesis. Una posesión conseguida está amenazada por una posesión que se desea. De ahí la definición burguesa de la batalla social: «la lucha de los que no han sido capaces de tener algo, contra los que hemos sido capaces de tener todo». Y la del orden social: «una organización en la cual la pobreza de los más permite a la riqueza de los menos el máximo de las ganancias con el mínimo de riesgos».
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+Los burgueses leen a Flaubert y les parece insípido. Leen a D.H. Lawrence y les parece impúdico. Leen a Mauriac y les parece mentiroso. Montherlant es intolerable para los jóvenes burgueses. Una profunda corriente de abominación contra este autor subleva esas almas y esos cuerpos. «Nos conoce demasiado bien», parece decir, sin decirlo, la protesta femenina. Qué contrariedad tropezar con El Testigo y El Adivinador. La insolente lucidez de Montherlant les asegura la derrota. He aquí a alguien que no dimite ante la mujer, ante el problema femenino, y que, insertándose en él, lo traspasa y descompone elementalmente: «Vosotras sois animales de placer, instrumentos para el goce momentáneo».
+El amor de Andrée Hacquebaut por Pierre Costals en Les Jeunes Filles es un paradigma de la feminidad en acción. De la feminidad que incluye todo cuanto le es referente: pasión, compasión, desesperación, absorción, invasión, domesticación, exigencia de dominio. Absolutismo. Que Costals resista ese asedio es, precisamente, lo intolerable. Que una vez siquiera, así sea en la literatura, haya un resistente, un hombre que únicamente acepta y utiliza en las mujeres su exclusiva categoría instrumental, es una forma intolerable de subversión y de autonomía. La pequeña, y la gran burguesa también, abominan a Montherlant, porque imaginan que si todos los hombres razonaran y actuaran como Costals, el número de sus victorias disminuiría peligrosamente.
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+La conciencia burguesa sofoca la plenitud del sentimiento como sofoca la plenitud del placer. Es completamente natural que Mellors diga a Lady Chatterley: «Th’ar cunt, though, are’nt ter. Best bit o’cunt left on earth», porque Mellors no sentía como burgués, y por lo tanto, su moral y la expresión de sus sentimientos y la de su placer no estaban condicionados a ninguna noción sofocante de ellos mismos. Sentimientos y placer podía manifestarlos con la incomparable autenticidad de quien no ha aprendido todavía la necesidad de traicionarse, de falsificarse, a fin de no alterar un cierto orden de relación entre los sexos.
+El código de ese orden establece, entre otras normas, que la respetabilidad matrimonial consiste en negar a la esposa la posibilidad de que ella ofrezca al marido todos los placeres que él exige de una amante. Ni siquiera los placeres de la palabra: que ella nombre las cosas del placer con la palabra más exacta y conturbadora parece a la conciencia del burgués un atentado contra la propia respetabilidad y una peligrosa voluptuosidad, sólo permisible a las abnegadas o exigentes amantes.
+No todo es mezquindad y pequeñez: la grandeza de alma del burgués se manifiesta en su capacidad para resistir y disimular la avasalladora corriente de tedio que amenaza su vida en las ceremonias clásicas de la burguesía: las fiestas y los duelos de familia. Allí un código artificial e inviolable de los afectos sustituye provisionalmente el desdén, la indiferencia o el odio que, de modo profundo, nos separa de quienes, no obstante, el sistema nos aproxima.
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+El burgués exige del arte una corroboración de su propia moral. La pintura abstracta, ajena a ese tipo de corroboraciones, le ofende mucho más que la literatura «antiburguesa». En el «¿qué significa eso?» que la enervada conciencia burguesa profiere ante la pintura abstracta se traduce la indignación de una moral que no encuentra allí ninguna descripción que la justifique o que la adule. La primera exigencia de la conciencia burguesa a la pintura es la de que todo cuanto en ella aparece se identifique con los modelos naturales. El abstraccionismo le parece una burla a esa demanda. Nada más grato para esa conciencia que los desnudos de la pintura realista. Frente a ellos, el burgués sonríe con secreta y voluptuosa complicidad. He ahí, parece decir, una comprobación de mis más urgentes deseos. Ninguna posibilidad de obtener, por medio del abstraccionismo, ese género de satisfacciones, incitaciones y excitaciones.
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+Los escritores burgueses somos capaces de enjuiciar y condenar a la sociedad burguesa. Nos repugna su rapacidad, su injusticia, su vulgaridad, su sentimentalismo y su cursilería. Pero si se nos propone asumir personalmente los riesgos correspondientes a otro tipo de sociedad, declaramos nuestro cinismo: preferimos aplazar indefinidamente esos riesgos, y continuar beneficiándonos de todas las ventajas del sistema que nos permite usufructuar la injusticia y aparecer de personeros de la justicia; desdeñar la vulgaridad y servirnos de ella; abominar del sentimentalismo y colaborar en todas sus ceremonias, detestar la cursilería y garantizar su apogeo.
+Una cierta porción de clarividencia sobre nuestra incomodidad moral y nuestra duda nos niega el derecho a cualquier exculpación. «D’abord innocents sans le savoir nous étions maintenant coupables sans le vouloir». No. Somos deliberadamente, esplendorosamente culpables.
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+La mujer pequeño-burguesa es una fortaleza ambulante de la moralidad: en la oscuridad de una sala de cine, permite que el desconocido que está a su lado se tome con ella ciertas libertades que no toleraría a su marido, en su propia alcoba.
+Es posible que la gran burguesa las tolere en su alcoba, o las propicie. Pero en la oscuridad del cine, sufriría un ataque de dignidad. Promovería un escándalo, pues es conveniente que las gentes sepan que ha sido ofendida. La diferencia entre la actitud de la pequeña y la gran burguesa tal vez es esta: a la primera interesa que un hombre crea en su pudor. A la segunda, que el público se entere de que ella cree en el suyo.
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+Cuando una pequeña burguesa se propone conquistar a un hombre, principia por rechazarlo. Una gran burguesa, con el mismo designio, comienza por entregarse. La diferencia de actitudes en este caso es inexistente. Basta con esperar a que la pequeña burguesa concluya por donde ha empezado la grande. La única diferencia posible es de apreciación sobre la eficacia del acto: la primera cree que, al entregarse, ha perdido, además del honor, al hombre; la segunda cree que lo ha ganado y, además, que el placer no liquida forzosamente el honor.
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+La única gran admiración política de los burgueses es la que profesan a las aristocracias reales. Pero no es sólo admiración política, sino humana. Un rey, un príncipe, una princesa, cualquier personaje que simboliza un poder aristocrático, abolido o sobreviviente, suscita en el alma del burgués una especie de arrobo casi místico. Diríase que, en un momento dado, toda la condición burguesa, en lo que ella comporta de ordinario, uniforme y mediocre, se niega miserablemente a sí misma. Desde la cumbre de su poder, el burgués mira, con secreta y ridícula nostalgia, las ruinas y cenizas del poder que él mismo sustituyó.
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+Después de varios siglos de estar en la historia como dueño de casa, el burgués no ha podido cancelar psicológicamente su cédula de arribista. De ahí todas las insuficiencias e inautenticidades de su estilo vital. Su esnobismo. Su cursilería. Su vulgaridad. Si su propia condición de burgués le satisficiera, si la hubiera asumido psicológicamente con plenitud, su estilo no estaría falsificado por la cursilería que brota de la inadecuación entre el modelo y el personaje. El «burgués-aristócrata» es la ecuación humana en que se expresa esa cursilería. Es la ecuación que simboliza la categoría de arribista con que el burgués llega a la historia para permanecer en ella, transido de admiración, ante los vestigios humanos de las aristocracias.
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+El presunto heredero burgués no cree posible que exista alguien capaz de abominar la institución de la familia y envanecerse de esa abominación. Pero una escasa porción de beneficio en el reparto basta para que se considere estafado por la sacrosanta institución y la encuentre abominable. Es un motivo enteramente vil para detestarla. Pero no podría entender que hay mejores.
+* * *
+El burgués considera que la muerte —de los demás— es una oportunidad que le brinda el destino para exhibir la excelencia de sus sentimientos. De esta suerte, no se niega jamás la revancha, y la satisfacción, que para él significan los duelos y los entierros: por fin puede aparecer como magnánimo y misericordioso ante el cadáver del enemigo, del adversario, del competidor, del pariente pobre y del pobre diablo. Esta póstuma piedad con el hatillo de huesos inservibles que va en la caja mortuoria, es muy bien vista y sumamente celebrada por los demás burgueses que acechan y envidian una oportunidad semejante. Sin embargo, qué reconfortante prueba de sinceridad antiburguesa nos da alguien que ante la muerte de un enemigo, de una adversario, de un ser detestable, insignificante o mediocre, no vacila en expresar su júbilo, su desdén o su indiferencia.
+(De Selección de prosas)
+LA EFICACIA SOCIAL DE LA LITERATURA no es una condición de la literatura. En ningún caso lo es de la obra de arte. La literatura agota sus valores dentro de sí misma. La sociedad puede encontrar esa eficacia en un plano diferente al del arte. Pero ese hallazgo no añade a la obra literaria, como tal, ninguna virtud estética. A la sociedad, o al Estado o al Partido, le concede nuestro tiempo toda suma posible de arbitrariedad. Le concede la arbitrariedad de confundir la eficacia social de una obra con su valor estético. La sociedad o el Estado o el Partido ensayan así una jurisprudencia que parece ser derivada de otras más atroces y crueles, para fijar una automática relación entre eficacia social y validez estética. Una especie de compulsión sobre la dirección y el significado de la obra opera entonces devastadoramente sobre el cuerpo total de la literatura, que de esta manera queda subordinada a un designio exterior, a una consigna social que, al ser aceptada por el escritor, aniquila su libertad y su autonomía.
+A la sociedad no le interesa de la literatura sino aquellas consecuencias que de ella le parecen eficaces. Pero unas son las exigencias de la sociedad y otras las del arte. La sociedad puede considerar socialmente inútiles los valores estéticos de la poesía de Mallarmé. Pero esa inutilidad es inexistente en el orden estético y literario. Con la poesía de Mallarmé no se hace una revolución social sino una revolución poética. No obstante eso, la supresión de la obra mallarmeana, por la sociedad, implicaría una amputación dolorosa y funesta en el organismo de una literatura cuyo significado e importancia en la historia de una sociedad determinada depende precisamente de que, entre otras cosas, existan valores poéticos como los de la obra de Mallarmé.
+La noción, agudamente contemporánea, de que la validez de la obra literaria se establece según el grado de máxima aproximación de la obra a un determinado esquema de eficacia social anula la autonomía del escritor o del artista, y nivela mecánicamente las categorías. En otras palabras: asfixia la obra de arte, impide su aparición, crea una atmósfera en medio de la cual la imprevisibilidad, la ambigüedad y el misterio de la obra de arte desaparecen, para dar paso a un automatismo literario, previsible, calculable, tabulable, mediocre y monótono.
+La sociedad, el Estado, los partidos, las ideologías políticas, no deberían demandar al arte absolutamente nada. Y, primero que todo, no deberían demandarle que se pusiera a su servicio, ni que los corroborara o satisficiera. En el punto donde brota esa exigencia, empieza la dimisión del arte. La literatura posee, en sí misma, como tarea humana, como quehacer del hombre, un género de eficacia que depende de los propios valores creados por ella, y no de los valores adventicios y, en cierta manera, fungibles, que una conveniencia social o política, un partido, una solicitación eventual de las necesidades de una clase o de un sistema económico pudiera atribuirle.
+La literatura, como creación artística, es una expresión de la más íntima libertad del hombre, probablemente la única inalienable, puesto que el acto de crear valores artísticos es imprevisible, incodificable, irreductible a cualquiera pedagogía social o política. Por infinitamente ominosa que resulte la presión del Estado o del sistema social para imponer una orientación determinada a la literatura, y fijar una meta específica a las relaciones del escritor o del artista con la sociedad, la particularidad estética de la obra quedará a salvo. Ese acto de libertad espiritual, gracias al cual ha sido posible henchir el lenguaje de ciertas significaciones y hacer gravitar sobre un esquema verbal un universo de belleza, anula la servidumbre del artista ante los poderes que lo cercan. Por ello toda gran literatura, toda verdadera obra literaria, toda verdadera obra de arte, rompe los rígidos esquemas que limitan imperialmente y, al mismo tiempo, sustentan la explicación unitaria y total de las condiciones históricas fijadas y predeterminadas para que la obra pueda nacer y prosperar. Esa mecánica clasificación de condiciones previas para su aparición y su grandeza, como son, por ejemplo, aquellas que exigen que la literatura debe estar al servicio del hombre, o al servicio de la sociedad, o al servicio de una ideología, o al servicio de una religión, o al servicio de una forma especial del Estado, representa una tiránica aberración cuyo origen se encuentra en la oscura necesidad de la criatura humana de creerse suprema legisladora sobre la totalidad de la historia y la totalidad de las conciencias.
+La literatura, como el arte todo, contribuye al quehacer histórico, al quehacer social, pero implícitamente, es decir extra-programa, extra-juicio, de manera autónoma y no subordinada. De ahí que los frutos «culturales» de organismos internacionales, continentales o nacionales, empeñados en hacer del arte un vehículo de redención para los pueblos, sean tan débiles y frustráneos. El arte no es asimilable a la filantropía ni a los credos políticos. No es susceptible de reducir a fórmulas de eficacia social como la Cruz Roja o la Misión de Rockefeller, ni a fórmulas de eficacia política como el Manifiesto comunista o la Carta del Atlántico. Trasciende esas categorías y, en realidad, las destruye. Los literatos, los artistas a quienes guía un principio previo de redención social cuyo cumplimiento aspiran a satisfacer por medio de su obra se equivocan siempre como redentores y casi siempre como artistas. Lo que permanece de Tolstoy es su literatura, su secreto de artista, el universo creado por sus obras, un estilo, una estética, una determinada estructura verbal, una música de las palabras, una particular visión del mundo y del hombre concebida y expresada dentro de una forma artística. Su redentorismo, su apostolado social, inmerso, fundido en el contexto de su obra, no era la condición ineludible para que ella se salvara como creación estética y literaria. El genio de Tolstoy rompía toda limitación, cualquier dirección previa y, desde luego, el propósito deliberado de su redentorismo. Su autonomía de artista superaba y volvía insignificante el compromiso social, el apostolado que el escritor aspiraba a cumplir desesperadamente.
+La noción de que en el proceso de las relaciones entre literatura y sociedad a la primera corresponde el grave privilegio de contribuir a modelar las formas sociales parece, contemporáneamente, bastante cándida. Sociedades enteras se disponen ahora como muchas otras veces en la historia de la humanidad a vivir sin arte, y sin literatura. Ajenas a esa necesidad, y organizadas para que esa necesidad no se produzca, llevan el terrible designio de eliminar, por cuenta del Estado o por cuenta del sistema político-económico, la posibilidad de conflicto entre el ciudadano y ellas mismas. Dentro de ese gigantesco plan social de satisfacciones comunes, de placeres colectivos, de equitativos repartos del tedio, la uniformidad y la mediocridad, la relación literatura-sociedad, arte-sociedad, carece de sentido. En semejantes condiciones, la literatura, la verdadera, la que nace como ecuación del conflicto del hombre consigo mismo y con las circunstancias que le hacen problemática su propia vida, está destinada a languidecer y morir.
+Parece, si no andamos equivocados, que los funerales de la literatura se están celebrando en alguna parte. Tal vez en aquellas áreas sociales donde el progreso técnico, la superstición de ese progreso y la integración del Estado se presentan victoriosamente como únicas fórmulas de redención para el hombre y la comunidad. Con su mensaje de signos verbales, el literato hace ahora un melancólico papel junto al técnico, al especialista, al empresario, al político, al dictador. Y en medio de ese tipo de sociedad, además, el literato semeja ser una innecesaria y peligrosa demostración de ineficacia e inadaptabilidad.
+(De Selección de prosas)
+LA GRANDEZA DE LA LITERATURA es una cuestión obvia y, en cierta manera, elemental. Pero no por ello deja de ser cuestionable para un sinnúmero de gentes de primera, de segunda y de tercera categoría en el orden de la cultura. Esa negación implica el desconocimiento de su servicio, de su eficacia y de su utilidad. El problema, por su aspecto negativo, ha sido llevado a extremos sorprendentes de habilidad dialéctica, de rigor filosófico, de penetración crítica, por algunos de los espíritus más nobles y de las inteligencias más poderosas y sagaces del mundo intelectual europeo. Espíritus e inteligencias que, por lo demás, en el acto mismo de la negativa aseguraban con el brillo de la gracia de su propio trabajo una involuntaria justificación de la grandeza, la eficacia y la utilidad de la literatura.
+En el reducido ámbito de mi propia experiencia, el problema me fue planteado de esta manera: una vez me dijo un amigo, uno de esos encantadores y terribles hombres prácticos, uno de esos esclavos felices y prósperos de las realidades inmediatas y concretas: «¿Para qué sirve la literatura?¿No cree usted que el mundo marcharía mucho mejor sin tantas vanas palabras? ¿Cree usted seriamente que Homero es indispensable al progreso de la humanidad?». La escena ocurría en mi biblioteca. Yo quedé un instante perplejo y como avergonzado de que esa pregunta se me hiciera precisamente en la invisible presencia de Homero y de toda su familia de pares, de parientes ricos y pobres, de herederos directos e indirectos que en ordenadas filas callaban en los estantes. «La literatura —respondí a ese amigo impaciente— tal vez no sirve para nada. Pero sin ella no valdría la pena vivir». Mi interlocutor quedó escandalizado y tomando a broma lo que yo le decía se echó a reír y cambió de tema.
+Pero yo no estaba diciendo una broma a mi amigo. En el caso de innumerables hombres, de millares y millares de hombres, esa era una simple verdad. En mi caso, ¿desde cuándo? Al salir ese amigo de casa, me hice esta misma pregunta. ¿Desde cuándo la literatura es un hecho consustancial a mi propia vida? Y por el lado del recuerdo me encontré, de pronto, en el país de la infancia, con un libro entre las manos, repasando, tratando de grabar en la memoria los versos de un poema de Rafael Pombo, en una de cuyas estrofas, la primera, culminaba para mí de manera misteriosa, la emoción lírica: «Noche como esta, y contemplada a solas, —no la puede sufrir mi corazón: da un dolor de hermosura irresistible—, un miedo profundísimo de Dios». ¿Eran así de antiguas las relaciones de mi vida con la literatura? ¿Era indudable que ella me había acompañado siempre en la terrestre peregrinación, con una obstinada fidelidad de la que sólo, al cabo de los años, venía a darme cuenta, gracias a la cortés impertinencia de un amigo? Sí. Esta fidelidad no se había quebrantado jamás. De la infancia a la madurez, desde antes del abecedario hasta la filosofía, en la felicidad y en el infortunio, en todos los cruces del camino, en las horas luminosas, en el amor y en el dolor, yo había estado, yo seguía estando acompañado por la leal e invisible guardia de mis dioses mayores y de mis dioses menores de la literatura. A unos les debía más que a los otros. Unos eran implacables y exigentes, otros benévolos y generosos. A unos les debía el escepticismo, a otros la creencia. Todos me ofrecían el testimonio del mundo y del hombre, en una clave de amargura o en una clave de sonrisas.
+Comprendí entonces que la grandeza de la literatura radica en el hecho de que ella es también una dimensión de la vida. Pero supongamos por un momento que quienes la subestiman como un peligroso y funesto menester que lo ha enredado todo sin conseguir aclarar nada tuvieran razón. Y, por lo tanto, que la literatura llegase a un grado mortal de descrédito y de quiebra en un fabuloso mundo pragmático. ¡Qué estúpida catástrofe para ese mundo!
+No sería posible en él ni siquiera su propia imagen física, puesto que nada de cuanto rodea al hombre, nada de cuanto ese mismo hombre puede hacer, pensar o sentir, tiene significado, validez y, en último extremo, auténtica existencia, sin esa primera estrategia artística que es la palabra, sin el símbolo literario de la palabra. Sin ella, el universo interior y el universo exterior carecen de testimonio. La toma de posesión del mundo por el hombre ocurre cuando la palabra fija, apresa, determina las cosas, pone su incoercible garra, hecha de aire, sobre esas cosas y, además, consigue expresar y calificar los sentimientos. En el instante en que el hombre pudo nombrar las cosas, con una palabra para cada una, empezó, en rigor, a crear —él también— el mundo. La segunda génesis sobreviene, pues, con el lenguaje, con esa forma de relación entre las palabras que constituye el discurso de la razón y que es, radicalmente, inevitablemente, una forma, también primordial, si se quiere, de la literatura.
+Pero aceptemos con entera corrección crítica el hecho de que hay muchos hombres que se niegan, honestamente, a darle esa categoría decisiva a la literatura. Ellos olvidan, sin embargo, que todo a la postre concluye por resolverse y cristalizar en una fórmula literaria. Sin ese último precipitado, ninguno de los convenios, de las normas, de las tesis, ni de los hechos ni de los sentimientos, alcanzaría plena vida y plena eficacia. Un pacto entre naciones, una teoría científica, una reglamentación industrial, el credo de un partido político o las determinaciones de una junta directiva llegan ineludiblemente al punto decisivo en que para que puedan perdurar como un testimonio o como una ley necesitan el milagroso ingrediente de la literatura.
+Además de todo esto, que casi estaría bien llamar el servicio civil obligatorio de la literatura, hay otros aspectos de su eficacia que demuestran cómo no es cierto que el hombre pueda vivir tan sólo de los alimentos terrestres. Permitidme, otra vez, un ejemplo personal cuya intención no es otra que la de señalar esa especie de modelación y de corroboración de la vida que la literatura ejerce con extraña magnanimidad. El tiempo de la infancia no trasciende en mi espíritu sino condicionado al recuerdo de determinadas relaciones verbales o de determinadas lecturas. Ahora todavía me bastan tres palabras, tres palabras clásicamente literarias, para que se abran en mi memoria las compuertas que dan paso al lejano caudal de la infancia: «érase una vez». De inmediato vuelve todo aquello: el ritmo de la ternura en la voz maternal, la sensación de lo maravilloso y escondido, el sentimiento heroico de la existencia, la primera noción del amor, de la audacia, del miedo, del valor, de la bondad, del infortunio. Y esa sospecha de que allá, siempre más allá, puede encontrarse eso que no sabremos nunca lo que es, pero que ahí debe estar. ¿Hay alguien, acaso, que pueda garantizar que no tuvo por hada, en el umbral de la vida, a la literatura? Ni al más desvalido de los hombres le ha faltado ese don gratuito, ese tesoro de unas palabras literarias en el pórtico de sus primeros sueños. Cuando nada sabemos de la vida, la literatura nos pone en el camino de ese arduo conocimiento. Yo os confieso ingenuamente que en el olimpo privado de mis preferencias y adoraciones intelectuales tienen un sitio especial, hombro a hombro con varios gigantes, ciertos fabulistas, ciertos cuentistas para niños, a los cuales debo más de una perdurable lección de filosofía, de gracia elemental y pura, y más de una preciosa norma moral.
+Las raíces del sentimiento, en la infancia, están abonadas por el agua lustral del arte literario. Antes de entrar al valle de la adolescencia hemos sabido ya no pocas cosas ejemplares sobre el amor y sobre el dolor. Sobre el amor, con la Bella Durmiente, sobre el dolor con Cenicienta. Hemos sabido de la crueldad con Barba Azul, del heroísmo con Pulgarcito, de los bueno negocios con Aladino y de los malos negocios con Alí Babá; de la audacia, con el Gato de las veloces botas, y de la poesía y la aventura con Simbad el Marino.
+No es poco. ¿Pero y después? ¿Conserva la literatura una relación decisiva, eficaz, importante, con la vida del hombre joven? Es esa, con toda precisión, la época en que deseamos ordenar el mundo a nuestra imagen y semejanza, a la medida de nuestros sueños y acordar su ritmo al intrépido ritmo de nuestro corazón. Nunca como entonces es tan perentoria la necesidad de hallar en la letra de los libros una comprobación del anhelo, una justificación del deseo, una explicación del misterio que llevamos en nosotros mismos. El mundo es, por ese tiempo, una cosa sorda y hostil, algo que nos llena de perplejidad, de confusión y de rebeldía. Todo cuanto se nos ofrece como estable, definido y evidente, lo consideramos provisional, indeciso y vago. Casi todo nos choca, nos desazona. Nada nos parece suficientemente circunstancial y suponemos que las creencias demasiado firmes constituyen una monstruosa estratificación intelectual. Además, el demonio interior se hace insaciable. Pide, pide siempre más y más: emociones, ideas, tesis, fórmulas, creencias, supersticiones. El alma y el cuerpo se querellan. No hay armisticio posible entre ánimo y ánima. Esa carne joven está llena de deliciosos martirios y esa alma es tan poblada de inexplicables remordimientos. ¿Podrá ayudarnos a bien soñar, a bien padecer, a bien esperar, a bien desesperar, un poco de sabiduría literaria? ¿Os acordáis de las penas del joven Werther? Ese modelo romántico excede los límites de su clasificación literaria y sentimental. Es nada menos que un hombre joven, debajo de cuya anticuada casaca, late, afiebrado e indeciso, el eterno corazón de la juventud. En medio de la catástrofe, de la crisis amorosa, de la perplejidad, Werther exclama: «No más arrobos, ímpetus, ni acaloramientos, harto hierve de suyo mi corazón; arrullos quiero, y los hallo que rebosan en mi Homero…». Una compañía perfecta. El invencible Ulises, traído de la mano de Homero, abandona a Calipso, y a trueque de la inmortalidad, regresa a Ítaca en busca del amor de Penélope. Werther estaba en lo cierto, Homero le ayudaba a bien padecer.
+Y como en el caso de Werther, todo hombre joven, toda mujer joven ha demandado algo a la literatura y esta ha correspondido con creces. Esa fina voz lírica que del fondo de un poema llega hasta el fondo de nuestra congoja o de nuestro júbilo tomará para siempre la categoría de una fiel compañera. De la misma manera que la frase de la sonata de Vinteuil, en la novela de Marcel Proust, era el himno nacional de los amores de Swann y de Odette, un verso puede ser el emblema, la empresa gravada sobre el escudo de un amor. La vida interior de toda juventud, no importa la mezquindad del destino que le corresponda, lleva una invisible escolta de poesía. Ese es el tiempo canicular, el tiempo meridiano del amor. La quemante línea ecuatorial de la pasión está ahí, por ahí pasa. Qué difícil es suponer que el amor juvenil, y en general, todo el amor, pueda sustraerse a la jurisprudencia poética. Como legisladores del corazón, los poetas no conocen rivales. Las sentencias proferidas en esa Corte Suprema de Justicia Sentimental cubren toda la problemática del ser, sin la rigidez de la filosofía. Allí está Dios y la Muerte y el Tiempo y la Vida. Nada escapa a la fe, a la intuición, a la razón poéticas.
+Además de la poesía hay un territorio del arte literario en donde esa grandeza y ese servicio civil del que he hablado toman una singular categoría. Es el territorio de la novela. ¿Puede el hombre contemporáneo considerarse libre de toda deuda en el orden moral, en el orden intelectual, en el orden psicológico, en el orden sentimental, con Dostoyevsky, como un Goethe, con Balzac, con Flaubert, con Proust, con Joyce, con Lawrence, con Thomas Mann? Seguramente no. Pero esto no significa que la literatura, o de manera más general, el arte, tenga específicamente la misión de salvar al hombre o de mejorar la condición humana. Hablo de una contribución al progreso moral y espiritual, no desde un punto de vista absoluto como, por ejemplo, el de la religión. La literatura, en cualquiera de sus manifestaciones, es una expresión del enigma del hombre. Pero, en rigor, la literatura no propone una solución de ese enigma, ni lo resuelve. Lo expone, lo analiza, lo muestra en todos sus aspectos y llega en ese camino, especialmente a través de la novela, a extremos casi exasperantes de precisión y de objetividad.
+La jurisprudencia del corazón, fuera de la vida, es preciso ir a buscarla en la poesía o en la novela. Quiero decir la jurisprudencia de los sentimientos y de las pasiones. O lo que es igual, como nacen, proliferan, actúan y mueren o cambian de meta y de estímulo. Alguna vez indiqué sobre este hecho portentoso de la contribución de la literatura al conocimiento de la pasión, al descubrimiento de sus leyes, a la representación o reviviscencia de ella misma, cómo era posible, por ejemplo, establecer una línea de desarrollo pasional y psicológico a partir del amor de Eugenia Grandet, heroína de la novela de Balzac, al amor de Gracia Peedley, heroína de la novela Dos o tres gracias de Aldous Huxley. En el curso de esos cien años de amor literario y de amor real, equidistantes en sus dos extremos de la pasión de Emma Bovary, heroína de la novela de Flaubert, el tránsito se opera de esta manera: Eugenia Grandet «simboliza la pasión amorosa inamovible, estática. Balzac crea con ella o con ella interpreta la noción del amor que llega y no pasa, que prende y no muere, que brota de una vez y para siempre. Pura creación romántica a pesar del esfuerzo hecho por el novelista para aparecer como crítico de la realidad en lo que ella comporta en materia de desajuste y ruina de los sentimientos. Eugenia Grandet es una estatua bien trabajada. Pero es una estatua. Inútil buscar en este corazón el ritmo proceloso que agitara el pecho gentil de Emma Bovary. Inútil buscar en él la implacable insatisfacción de Gracia Peedley». «Eugenia Grandet se ofrece en el proceso más simple, más esquemático y sencillo que pueda darse. Dentro de ese proceso se entiende, se sobreentiende, se acepta la inalterabilidad de la pasión amorosa. Ahí queda descartada toda posibilidad de desintegración. La prodigiosa ley del olvido que embalsama todos los dolores y destruye, hasta reducirlos a cenizas, los amores más tenaces y firmes, no tiene allí vigencia. Eugenia no olvida, no deja de amar. Es de una agobiadora fidelidad. Su corazón no tiene intermitencias. Su sensualidad no reconoce otro estímulo que el de la imagen de su único y exclusivo amor. Es un caso perdido».
+«Al presentarse Emma Bovary debió desplomarse la esbelta arquitectura psicológica creada por Balzac. Esta hubo de parecer entonces demasiado rectilínea, demasiado rígida para ser verdad. La protagonista de Flaubert presentaba, frente a Eugenia Grandet, el primer impulso hacia la zona problemática del amor. La sospechosa inalterabilidad del sentimiento quedaba, en adelante, sujeta a discusión. El amor, todo el amor —jurisprudencia de la novela, jurisprudencia de la literatura— no podía ser, no era la estática, monolítica, unilateral y fiel pasión de que desbordaban el alma y el cuerpo de Eugenia Grandet. Emma Bovary demostraba un principio de relativismo, de eventualidad en las normas de la pasión humana. No se trataba, en su caso, de la vana coquetería, sino de algo más profundo y trascendental: era la propia pasión amorosa, el Amor, con mayúscula romántica, el que se ofrecía como materia deleznable y cambiante, alterna y multiforme, sujeta al vaivén de la desazón interior, objeto frágil y liviano, capaz de deshacerse en medio del tedio y víctima indefensa bajo la implacable ley del olvido… Flaubert observa en Emma Bovary el desarrollo contradictorio del amor y se cuida muy bien de establecer a propósito del fenómeno psicológico y sentimental que tiene bajo su aguda inspección ninguna ley, ninguna norma… Eugenia Grandet es símbolo de la precisión sentimental, casi cronométrica. Emma Bovary es el de la imprecisión absoluta»[3].
+Gracia Peedley, la protagonista de la novela de Huxley, es, desde luego, una hermana póstuma de la Albertina de Marcel Proust y, hasta cierto punto, de la Genoveva de André Gide. Pero ella se halla cronológica, psicológica y sentimentalmente en el último extremo del desarrollo de la complejidad del mecanismo amoroso, descubierto, clasificado y recreado por la novela. «La criatura de Huxley ama y deja de amar, ciertamente, como amaba y olvidaba Madame Bovary; pero además —nueva jurisprudencia de la literatura— en ese tránsito, Gracia no conserva dentro de sí, dentro de su propia alma, dentro de su propio carácter, dentro de su psicología, absolutamente ninguna cosa del pasado, ningún dato de la conciencia o de la sensibilidad que la conecte, así sea de manera vaga o distante, con el antiguo amor reemplazado. No es el relativismo de la pasión que implica cierta base imprecisa del sentimiento; es la total absorción, por el objeto presente del amor, de todo el pasado sentimental; es la quiebra, la ruina de toda posible estabilidad. En Gracia Peedley, el amor, al cambiar de meta, de estímulo, opera el fenómeno de una transformación radical en la personalidad de la heroína que adquiere la del amante de turno. Dos o tres gracias, dice Huxley. O lo que es igual: tantas Gracias como amantes. Esta multiplicidad psicológica, esta constante transfiguración, ese oscilar de un polo psicológico y moral, al polo opuesto y de allí a la zona intermedia, este hacerse y deshacerse antagónicos de la personalidad, mediante el acicate de la pasión, significa para el amor un poco más que la simple relatividad del sentimiento. Es la desintegración absoluta. Qué lejos nos encontramos entonces de la firme estatua del amor creada por Balzac. Las líneas precisas y exactas de esa creación, que empezaron a disolverse en las manos de Flaubert, quedan totalmente destruidas por Huxley. Ella, Gracia, dice el novelista, era una sucesión de puntos, pero no era una línea»[4].
+He ahí, pues, un ejemplo de lo que es la tarea de la literatura en el propósito de enriquecer la verdad humana.
+Acaso por esto la literatura obtiene una audiencia infinitamente más numerosa para su mensaje, que la ciencia, la historia o la filosofía. Y a pesar de que la literatura no envuelve de manera explícita una misión redentora, la realiza mediante el hecho milagroso de volver a crear, como lo hizo Dostoyevsky y Balzac a toda la humanidad. Enfrentado el hombre a sí mismo en las creaciones del genio literario, todas las consecuencias de este choque son imprevisibles. Pero hay una segura e indiscutible: que el hombre aprenderá a conocerse mejor. No es fácil que un lector de Dostoyevsky regrese de ese satánico mundo, listo para la beatificación. Pero es seguro que volverá con un conocimiento más profundo de sus propias miserias o de su propia virtud. Ni tampoco el lector de Balzac regresará de esa experiencia intelectual por entre el universo de los arribistas, de los avaros, de los traficantes morales, dispuesto a emprender una cruzada en favor del equilibrio social y de la justicia. Pero, en adelante, sabrá cuál es el grado de su perfidia o las fallas de su candidez. Ni de la misma manera, el lector de Proust, después de haberse sumergido en esa delicuescente y turbadora atmósfera de pasiones y de vicios, en la cual la única ley psicológica y moral es la de que nada hay en la sensibilidad, en la conciencia en la inteligencia, en la razón del hombre, que no quede sujeto al imperio de la transmutación y de la relatividad, ese lector, por el sólo hecho de haber probado el escalofriante contacto, no quedará automáticamente mejorado en su sistema moral. Pero cuántas veces no se habrá estremecido en el curso de la lectura, midiendo el abismo de la personal monstruosidad, explícita y vehemente en la imagen literaria que de ella le ofrece el autor por intermedio de uno de sus personajes.
+Volver a crear el hombre, especificar su conciencia, acotar sus pasiones, no es poca grandeza ni menguado servicio. Un Edipo, un Ulises, una Penélope, un Don Quijote, un Raskólnikov, un Fausto, un Julien Sorel, una Emma Bovary, un Goriot, un Charlus, un Hans Castorp, una Lady Chatterley, entre los mejores y más acabados modelos, ¿qué representan? El poder genético de la literatura, esa especie de respetuosa competencia que ella promueve a los poderes supremos de la creación. Por otra parte y en cuanto toca con la reviviscencia y el análisis de las pasiones, la literatura logra todo cuanto no es posible en el mismo grado de eficacia a las demás artes y, desde luego, a las ciencias. Es verdad que las ciencias avanzan bajo otro signo intelectual. Ni la filosofía, ni la psicología, ni la sociología, desenvuelven su mensaje y cumplen su misión con el mismo sentido de la literatura. A pesar de que la filosofía se presenta con un propósito de universalidad y de síntesis, su parábola se cumple bajo el signo riguroso de la especialización. El ámbito de la incidencia literaria es, por ello, más vasto. La filosofía resulta una diosa demasiado distante del hombre común y, así, sus fórmulas no alcanzan a romper el límite suntuoso y privilegiado dentro del cual nacen y proliferan. Para que una teoría filosófica descienda hasta la simple y conturbada humanidad, y sea objeto de la disputa, de la adopción o del rechazo populares, se requiere que la literatura la tome amorosamente en sus manos, la interprete, la explique, la transvase a su propio cauce estético.
+La psicología ha descubierto y clasificado el mecanismo de las pasiones, es cierto. Pero solamente el arte literario ha podido mostrar cómo funciona, cómo actúa, cómo opera ese mismo mecanismo al reconstruir, íntegramente, el proceso interior del hombre.
+La psicología es al arte literario lo que la geometría es al hecho de la arquitectura gótica: una preciosa fórmula esencial, pero como toda fórmula, ajena a la vida, un poco muerta y disecada. La sociología, la ciencia histórica se mueven en otras zonas de ninguna manera ajenas al acento estético, ni al propósito de acrecer la experiencia moral de la humanidad. Pero las dos no alcanzan tampoco la fértil resonancia que la literatura consigue en la inteligencia y en la sensibilidad de los hombres.
+Es por ello por lo que el arte literario toma el carácter de una síntesis del espíritu humano. Nada le es ajeno y todo le es propio. De las más lejanas vertientes llegan a su oceánico seno todas las aguas del espíritu. Es un punto de confluencia a donde arriban como pacientes tributarios todos los problemas del hombre. Aún más: la literatura promueve y realiza una recuperación de la naturaleza. Ese rescate nos pone en posesión de toda la hermosura del mundo y nos hace, intelectual y sensorialmente, usufructuarios y dueños de toda la inmensidad de la tierra. Gracias a la literatura llegamos a una especie de tácito imperialismo geográfico. Ella borra las fronteras, anula las distancias, destruye el mito del lenguaje nacional y de la raza como dos de los límites que se oponen al entendimiento universal, crea una igualitaria posibilidad para «sentirlo, verlo y adivinarlo todo», y entrega al hombre, íntegro e intacto, el misterio del mundo. Recordad vuestras mejores lecturas. Repasad vuestro Homero. Ahí, al fondo de la aventura de Ulises, del amor de Penélope, de la prudencia de Telémaco, de la sabiduría de Néstor, de los encantos de Calipso, hay un mágico y real trozo del universo, con el mar «de sonrisa innumerable», «el mar siempre vuelto a empezar», cuya espuma se quiebra a la orilla de unas islas, de unos bosques, de una ciudades probablemente más bellos para gozar y poseer en su verdad literaria que en su verdad terrenal.
+Y repasad vuestro Cervantes. De pronto Don Quijote y Sancho, cansados de tanta imaginación y de tanta andadura, se echan a descansar en un claro del bosque. Y mientras que el incomparable Caballero se repone de la fatiga, Cervantes va diciendo cómo son los árboles, el blando viento, la soledad, la oscuridad, el ruido del agua, el susurro de las hojas, el verde prado, la música del arroyo cercano. A través de su prosa, sentimos la humedad de la atmósfera, respiramos el aroma de los pinos, el olor de ese trozo de la tierra castellana, de cuya belleza o enigma Cervantes nos hace copartícipes o dueños en la misma medida en que durante ese fugaz tiempo de reposo, entre dos hazañas, lo eran para el temerario Don Quijote.
+Y luego, si queréis ir un poco más lejos, ahí está la mano fina de Turguéniev para llevarnos a la campiña rusa, en un día de primavera. Hay que viajar en un lento carruaje, con alegres compañeras que van cantando al pausado trote de los caballos. «¿Seré yo la preferida en esta primavera, Señor? Sí; yo seré la preferida, Señor». Y después, escogido el sitio, y sobre el mantel de la naturaleza, el almuerzo, las danzas, los juegos, los besos, los fugaces amores. Y al atardecer, entre las primeras sombras, las primeras sombras de una secreta melancolía. Es una porción del tiempo ruso, un pedazo del alma rusa, una parcela de ese distante paisaje el que nos entrega, para siempre, el arte de Turguéniev.
+Pero hay muchos, innumerables, generosos y magnánimos reyes de la tierra, en la prodigiosa dinastía del arte literario, que hacen a los demás hombres el regalo de los pueblos, de las ciudades, de los países, de los continentes, de los mares, de los ríos, y de las selvas. En la grata compañía de Nils Holgersson, sobre el lomo de un pato, en la maravillosa historia de Selma Lagerlöf, os hacéis dueños felices y absolutos de toda Suecia. Con él podemos contemplar, por ejemplo, el lindo espectáculo de las hogueras en un campo de donde empieza, apenas, a fugarse la nieve y participar, mediante el milagro del arte, en esa dichosa faena. «A las ocho de la tarde apenas si ha comenzado el crepúsculo… Como la nieve se ha fundido en los campos y las tierras quedan al descubierto, casi hace calor cuando el sol cae de lleno a mediodía; pero la floresta está nevada aún… Por esto ocurre que aquí y allá surja alguna hoguera antes de tiempo. Al cabo llega el deseado instante. Y el muchacho de más edad enciende un hachón de paja que sepulta bajo la madera. Surgen las llamaradas; se oye crepitar el ramaje; las ramas más finas enrojecen y se hacen transparentes; el humo trepa en espirales negruzcas. Al fin se eleva la llama hasta la cumbre, alta y clara, y se agita a varios metros en pleno aire… Ha tardado tanto en llegar la primavera que los niños creen apresurarla con el fuego. De lo contrario tal vez se retardarían los brotes y no se abrieran las hojas…». ¿Ha revivido un trozo de mundo? ¿Ha sido vuelto a crear? ¡Quién lo duda!
+A la selva podéis llegar conducidos por la sabiduría de Mowgli, ese joven príncipe indio de las tierras vírgenes de Kipling, que bebió la leche materna con los cachorros de Mamá Loba, o penetrar en la «cárcel verde» donde «todo se pudre y todo resucita», hombro a hombro con Arturo Cova, para compartir la vorágine de su propio destino.
+Sí. Nada niega, nada escatima el arte literario al angustioso afán del hombre por conocerlo y sentirlo todo. El amador de paisajes, el coleccionista de ciudades, el enamorado de la cándida gracia de lo rural y de lo provinciano, el que quiere poseer, como si dijéramos, en el puño de la mano, todo el oro del mundo, hallará invariablemente fiel y exacta la voz literaria que recupere para él la verdad de su sueño y la imagen de su deseo.
+Este poder de creación, de recuperación, de rescate, del arte literario, determina, como dije antes, el hecho de que tenga la categoría de una dimensión vital. Hay muchas cosas esenciales a la existencia humana, pero cómo se advierte de imprescindible la necesidad del arte cuando se piensa que el hombre ha estado rodeado desde siempre por un invencible cerco de miseria y de dolor. He aquí que todas las filosofías envejecen y mueren y que, en el orden de la ciencia, «la verdad de hoy es la mentira de mañana»; que todas las fórmulas políticas y todos los sistemas económicos, idealmente concebidos, como un desiderátum para restablecer el imperio de la justicia y de la equidad, engendran inexorablemente la arbitrariedad, el odio y la guerra. Después de siglos y siglos de experiencia social, de experiencia científica, ya no va quedando casi ni una mezquina porción de tierra donde el hombre pueda vivir libremente y en paz. En torno suyo ha visto levantarse los imperios y las vanidades, ha visto crecer la marea del odio y presenciado la periódica cosecha de sangre que la ambición política recoge en el campo de la historia. Qué compensación en medio de todo esto, la del arte, la de la verdad en la belleza. La obra de los estadistas, de los guerreros, de los capitanes de multitudes, de los creadores de imperios, de quienes en un momento de la historia alcanzaron una estatura descomunal, se deshace en cenizas. En cambio, esas que parecen frágiles construcciones de palabras, ese poco de aire apresado en la cárcel de la poesía, esas notas musicales, esos trozos de mármol, esos colores y esas formas detenidos para siempre sobre un trozo de tela, han resistido la amenaza del tiempo, victoriosos, inmortales, perennes, eficaces e incorruptibles. La certidumbre de que siempre estarán a nuestro servicio, de que jamás se perderá el hálito de su gracia, ni se extinguirá su belleza, ni acabará su poder de evasión y de ensueño; la certidumbre de que en el arte hallaremos siempre una compensación inefable a todo cuanto en el mundo nos hiere, nos esclaviza, nos hace sórdidos o crueles, nos llena el alma de vanidad o de dolor, esa certidumbre hace más alegre o menos melancólica la fuga del tiempo y más fácil el viaje inexorable hacia el País de los Párpados Cerrados.
+(De Selección de prosas)
+[2] Conferencia dictada en la Universidad Nacional de Colombia en mayo de 1949.
+[3] «Cien años de amor y tres corazones femeninos», en Luces en el bosque, de Hernando Téllez, Bogotá, Ediciones Librería Siglo XX.
+CONVIENE DECIR, SIN LAMENTARLO patéticamente, pero con toda claridad, que la labor del escritor literario en Colombia no es todavía una profesión. Y, por consiguiente, que las exigencias críticas que se le hacen sobre la base de una supuesta o real infidelidad a su tarea por simple y estúpida pereza carecen de exactitud y de justicia. Puede ocurrir que el literato, considerado genéricamente, adolezca de ciertas limitaciones y defectos, más o menos iguales a través de toda la familia intelectual latinoamericana. Pero suponer que las condiciones reales del trabajo literario en Colombia son tan excelentes como para justificar una entrega profesional a la tarea correspondiente es una cándida exageración. La historia nacional ofrece, al respecto, más de una probanza. De ninguno de los hombres de letras colombianos, desde Rodríguez Freyle hasta los jóvenes «cuadernícolas», se puede afirmar ni demostrar que haya vivido o viva de los frutos de su trabajo literario. El famoso y conocido caso de don Rufino J. Cuervo resulta simbólico de toda la situación histórica del literato nacional: para dedicarse a los trabajos de investigación lingüística, tuvo que hacerse empresario de cervecería, a fin de derivar de ese negocio el indispensable bienestar económico que iba a permitirle conseguir el tiempo necesario a su tarea intelectual. En la época de don Rufino la literatura no era en Colombia una profesión lucrativa, o más precisamente, no era una profesión. Pero cincuenta o sesenta años más tarde, tampoco. Las condiciones económicas han variado para otros oficios. Pero no para el oficio literario. Algunos trabajos intelectuales, entre ellos el periodismo, disfrutan de una mejora más o menos firme en su retribución económica. El periodista empieza a conocer la posibilidad de convertirse en un profesional. La demanda y el éxito de su trabajo están ligados a la prosperidad del negocio de prensa propiamente dicho, en favor del cual opera el desarrollo del país, el progreso industrial, el crecimiento de la población, la gradual alfabetización, el más amplio margen de curiosidad pública y popular por los problemas nacionales. Carreteras, ferrocarriles, aviones, trabajan también en favor de los periódicos al estrechar y apresurar los vínculos de comunicación y de conocimiento entre todos los colombianos.
+No acontece lo mismo con la literatura y, por lo tanto, con el literato. El mensaje del literato, para que obtenga vasta resonancia, requiere la condición previa de una sociedad muy experimentada culturalmente —caso de las sociedades europeas— o muy numerosa y civilizada —caso de la sociedad estadinense—. Sin tales condiciones, el efecto no se produce. Es históricamente imposible que se produzca. Colombia ha tenido y tiene excelentes literatos. Pero el profesionalismo literario no ha aparecido todavía con sus características normales, en nada diferentes de las que ostentan, por ejemplo, la profesión de la medicina o de la ingeniería o de la abogacía. Características que permiten que un escritor de novelas, de teatro, de ensayos, de cuentos, o un poeta, pueda organizar su vida estableciendo como núcleo central de su actividad el ejercicio de su vocación artística. Si ello no es posible, y no es posible aún en Colombia, a menos que se trate de un millonario, de un rentista, de un rico heredero, quien, por lo demás, tendría que atender subsidiariamente a ese otro frente de «los negocios», entonces la demanda crítica a que me referí antes, hecha al literato para que proceda con la dedicación de un profesional, resulta inequitativa. Por supuesto, es mucho más admirable el trabajo literario en condiciones tan adversas desde el punto de vista económico y también desde el punto de vista social, que en condiciones perfectas de retribución constante y sonante y de estimación pública. Pero la etapa del apostolado artístico parece clausurada no por determinación de los artistas sino por imperativo histórico. La lucha vital es de una ferocidad salvaje y la batalla de las competencias cobra caracteres terribles. El techo, el abrigo y el pan para quien no sepa hacer algo que tenga mercado, demanda y cotización, se convierten en un angustioso miraje. Y, en Colombia, digámoslo sin rubor, pues la historia no es una coquetería, el periodo de la productividad económica de la literatura ni siquiera ha comenzado. Los escritores estamos anclados y quién sabe por cuánto tiempo aún en el periodo del trabajo literario considerado como un adorno, como un gentil agregado, como una especie de superávit gracioso y desinteresado, de otros trabajos «serios», de otras ocupaciones, de otras tareas para las cuales sí hay contratistas, tarifas y clientela.
+¿Existe, por ventura, el editor en Colombia? ¿No sólo el editor de libros, con el cual pueda pactar el escritor un contrato igual o parecido al que rige las relaciones de trabajo entre un escritor europeo o estadinense y la casa que imprime sus libros, sino más modestamente aún, el editor de revistas literarias que compre a un precio adecuado la colaboración? ¿Existen las instituciones culturales que promuevan, no gratuitamente y a título honorífico, como ocurre ahora y ha ocurrido siempre, sino comprando y pagando el trabajo del intelectual, ciclos de conferencias, investigaciones, seminarios, discusiones críticas? La respuesta negativa a estos interrogantes es un axioma.
+La edición de mil ejemplares de un libro literario satura y asfixia el mercado nacional. Además, el libro se considera en Colombia como una mercancía de mala familia, de mala clase. Son muy raras, excepcionales, las transacciones al contado cuando un impresor o un autor o un librero, metidos valerosamente de editores, resuelven enviar a otros libreros la obra que acaba de aparecer. Están obligados, en la mayoría de los casos, a dar esa azarosa mercancía «en consignación» y a esperar, con paciencia, hasta que se venda el último ejemplar enviado al colega, para recibir el dinero. Los bancos, como es apenas lógico, proceden con un criterio de más opresora cautela y de más desdeñoso rigor con el negocio de libros. Si alguien desea un crédito sobre esa mercancía de papel y de ideas, puede desilusionarse. Le será negado tan cortés como irrevocablemente. Y los banqueros tienen razón. En un país que no lee lo suficiente —la proporción de analfabetos es del 60 por ciento— esa mercancía, con Cervantes o con Shakespeare a la cabeza, puede convertirse de la noche a la mañana —en el plazo del crédito— en puro y físico «hueso». Y, claro, es más prudente, más sensato, más indicado dentro de la técnica del crédito bancario, prestar dinero sobre un lote de cacerolas de aluminio, que sí se venden, que sobre un lote de clásicos de Rivadeneyra o de Aguilar, con pasta de cuero y papel biblia, que no se venden.
+Pero ni el editor, ni el librero, ni el banquero son, por sí solos, responsables del hecho histórico de que la literatura sea un mal negocio en Colombia y de que, por lo mismo, no sea una profesión. Culparlos exclusivamente de semejante hecho resultaría, por partes iguales, temerario y pueril. Tan temerario y pueril como invitar al literato a que se muera de hambre escribiendo libros en espera de que cambien las circunstancias históricas para el trabajo literario. El fenómeno es mucho más profundo y en cierta manera más grave. Consiste en que el desarrollo de la cultura nacional no guarda relación con el progreso de su civilización física, dígase lo que se quiera sobre el «humanismo colombiano», montado, a través de cuatrocientos años, sobre la base de media docena de latinistas y de traductores del griego, uno o dos gramáticos y un filólogo. Se dirá que el humanismo es una tendencia, una actitud, una constante espiritual. Yo no advierto esa constante, ese matiz en las letras nacionales. Caro y Cuervo, para poner los consabidos ejemplos, son una excepción insólita y, dicho sea con todo respeto, casi extravagante en un país en que predominan los analfabetos, los campesinos pobres o miserables, los desharrapados y los desnutridos. La línea general del progreso de una cultura no se expresa por las excepciones. Y si se busca el promedio, me parece que una crítica razonable no podrá demostrar, verbi gratia, que el desarrollo de la cultura colombiana guarda cierta relación de equilibrio con el desarrollo industrial o con el proceso de la concentración de la riqueza verificados en los últimos treinta años. En ese periodo han sido posibles muchas cosas extraordinarias. Una de ellas, y como consecuencia de esta «etapa del oeste» en que se encuentra el país, la aparición de una clase social, bien alinderada ya, la del hombre de negocios, del manager, del gerente, del financista, con todas sus consecuencias buenas y malas. La cultura no ha podido seguir el ritmo de la civilización. Si hubiesen corrido parejas la cultura y los negocios, la fundación de fábricas y la fundación de universidades, la alfabetización y las grandes rentas o los grandes edificios o las grandes y lujosas residencias, los centros de investigación científica y la producción en serie, los monopolios industriales y las cátedras bien pagadas, los holdings y las escuelas públicas, a estas horas habría más clientela para los literatos, puesto que el nivel cultural del país sería más alto y, desde luego, ya habría gentes que estuvieran pensando en fundar empresas editoriales para venderle al público, ansioso de lectura, de conocimientos y de placer intelectual y estético, el fruto del trabajo de los letrados. Es decir, que así como el auge del comercio, de la industria, de los negocios, ha creado y estabilizado con pleno y merecido éxito una clase social, el cambio radical en las condiciones culturales del país estaría haciendo posible la aparición del profesional literario.
+Pero no nos engañemos. Este es, para Colombia, el tiempo del hombre de negocios. Económicamente empieza su edad de oro. Socialmente, ya está en ella. Políticamente inicia un indiscreto y poco cauteloso ensayo de penetración y de influencia en esa zona. Ha establecido ya las primeras cabezas de puente sobre el tormentoso mar de la política, para ensayar un primer contacto con ese mundo que le parece caótico, saturado de demagogia, de irresponsabilidad y, sobre todo, sujeto todavía a ciertos esquemas demasiado ideales. En nombre de la técnica se dispone a operar contra la metafísica, en nombre de la eficiencia contra la filosofía. Y que nadie se alarme con exceso. En la naturaleza del sistema social están implícitos todos estos hechos.
+Los desolados diagnósticos que sobre la debilidad de la obra y la conducta de los literatos colombianos con relación a su tarea se han producido últimamente, no me parece, pues, que incluyan un testimonio sobre la causa sino sobre el síntoma. Nuestra literatura es débil y nuestros literatos, indisciplinados, inconstantes, o superficiales, dice el diagnóstico a que me refiero. Pero si ello es así, ¿por qué es así? ¿Se han producido, acaso, las condiciones históricas para que el literato colombiano pueda trabajar como trabaja el literato francés o con la del trabajo de un médico, de un ingeniero, el literato estadinense? ¿Puede compararse la evaluación económica del trabajo literario en Colombia con la de un técnico en electricidad, de un abogado, de un carpintero, de un arquitecto? El concepto jurídico de un abogado, el dictamen de un hombre de negocios, su presencia en una junta directiva, los planos elaborados por un ingeniero, la consulta médica, la instalación de una planta eléctrica, la confección de un mobiliario, son trabajos, entre muchos otros, cuya retribución económica no podría compararse sino a guisa de broma y para fijar la ley de los contrastes, con la que recibe el literato que vende un poema, un cuento, un ensayo, una conferencia, un artículo o un libro. El esplendor actual de la novela en los Estados Unidos supone ciertas condiciones económicas que facilitan y estimulan y hacen próspero el trabajo literario. Consagrarse al arte literario en los Estados Unidos no consiste, como en Colombia, en abrir para la actividad personal, de la cual se deriva el sustento, un programa adicional de trabajos forzados, sino en ejercer, con plenitud, una profesión. Una profesión económica tan respetable y tan productiva como la del médico, la del abogado o la del ingeniero.
+Pero en Estados Unidos ya pasó la «etapa del oeste» en su sentido de conquista y dominio del medio físico, de creación de fuentes de riqueza y de prosperidad económica. En oposición, hasta cierto punto con la fórmula de Oswald Spengler, concluido el periodo «civilizador», allí ha comenzado, en firme, el periodo «cultural». Y la profesión del literato, por consiguiente, ha nacido y se ha estabilizado espléndidamente, con resultados de primer orden, no sólo como referencias nacionales de cultura, sino como expresiones de valor universal y permanente.
+El literato colombiano no se halla en parecidas circunstancias, como es obvio, notorio y lamentable. Su trabajo tiene que ser fatalmente subalterno, es decir, dependiente para su desarrollo, del tiempo y de la actividad que deje sobrantes o posibles la otra ocupación de la cual se vive. Las demás profesiones encajan históricamente como tales en la circunstancia económica que vive el país. Unas con más precisión y más éxito que otras. Pero si alguna tarea se puede garantizar que está fuera de órbita, que no encaja en esa circunstancia, esa es la tarea literaria, que como profesión propiamente dicha no existe en Colombia. Existen y seguirán existiendo casos admirables y ejemplares de literatos y, desde luego, una literatura, tanto más respetable cuanto más precarias son las condiciones que se le ofrecen para su desarrollo y florecimiento. Pero durante muchos años todavía, el literato colombiano será, económicamente, un paria. El primer turno de prosperidad corresponde, en la «etapa del oeste», a los hombres de negocios. Colombia ha entrado de lleno en ese primer turno, agudizándose de esta manera el contraste social entre poseedores y desposeídos. Varios siglos de distancia económica se han abierto entre la base y la cúspide de la sociedad. Y, además, en un proceso inicial de enriquecimiento, de desarrollo material, de adquisición de mercados nacionales para determinados productos de la industria y del comercio, en un periodo de signo eminentemente plutocrático, ciertas formas desinteresadas de la cultura, como el arte literario, deben parecer un adorno o un entretenimiento enteramente inútil y por inútil, gratuito, sin aplicación práctica. El estilo de los literatos, el cierto, se puede comprar, en épocas así para hacer menos sórdida la prosa del financista. Es el único negocio que en el ciclo histórico indicado se le brinda al literato, como literato. Pero desde luego, exigirles a los hombres de negocios, a los «conquistadores del oeste» que además de negocios hagan cultura y la protejan es una tontería y en cierta manera una impertinencia. Ellos están en lo que están, con pleno derecho. Y su contribución al progreso general, a la civilización del país, no podría subestimarse en un necio alarde de demagogia cultural. La situación del literato colombiano no es, por estas razones, la más propicia para cumplir adecuadamente su hermosa y noble tarea. Quienes a pesar de todo la cumplan tienen bien merecida la gloria y la fama.
+(De Selección de prosas)
+EL PATRIOTISMO, POR LO MENOS un cierto tipo de patriotismo, puede ser una grave calamidad para el arte. Una grave calamidad, puesto que la interferencia de la noción patriótica en el arte obliga a muchas debilidades, vanidades y flaquezas. El antologista de cualquier literatura, de la prosa o del verso de un país, que acepta esa interferencia, y que la asume, se ve obligado a impartir absolución literaria para pecados mortales contra el arte que no han conocido ni contrición de corazón, ni confesión de boca, ni satisfacción de obra, ni propósito de enmienda. Absoluciones impartidas por cuenta y riesgo de una jurisdicción que, evidentemente, no cubre la zona del arte. Versificadores y prosistas insignificantes entran así a formar parte de un texto selectivo, del cual deberían estar ausentes. ¿Pero cómo prescindir de ellos, dice la conciencia sobresaltada del antologista, si su insignificancia literaria tiene la compensación social de su popularidad? He ahí la línea fronteriza donde se separan el concepto estético y el concepto social o patriótico, y el de historia literaria y antología.
+Al caudal de una historia literaria tienen derecho a entrar poetas y prosistas cuya mediocridad es manifiesta, pero cuya popularidad determina un fenómeno de relación entre la obra y el vulgo, profundamente significativo de las tendencias, la sensibilidad, las necesidades y exigencias pseudoliterarias de una sociedad en un momento determinado de su desarrollo. A ese fenómeno no puede sustraerse la curiosidad del historiador. No puede desdeñarlo, ni ignorarlo. Los llamados heraldos o voceros literarios de la comunidad denuncian siempre algo que es imprescindible y en cierta manera precioso para el historiador: los niveles colectivos del gusto. Pero la personería social que esos autores ejercen en nombre de la literatura es un hecho histórico, no literario. Lo funesto de esa personería empieza cuando el historiador, el crítico o el antologista atribuyen al vigor de tal personería un poder decisivo para crear valores, calidades y categorías estéticas.
+La exigencia natural que el lector más cándido promueve a una antología es la de que ella sea una tentativa encaminada a codificar las más altas calidades de una literatura o de un género especial en una literatura; que sea un certero corte quirúrgico en la masa informe de la producción literaria acumulada durante años o siglos por un pueblo; que sea una poda, un despojo, un proceso de eliminación en busca de valores inobjetables y permanentes. Esa es, esa sería la antología ideal, muchas veces lograda y muchas veces perdida. Los cuidados del antologista suponen una decisión tomada con el más estricto rigor, y constituyen, cuando se ejercen de esa manera en los países y sobre las literaturas hispanoamericanas, un gesto intelectual de suma impopularidad y no escaso peligro, a causa de la ominosa presión que el éxito social de toda obra vulgar o mediocre ejerce sobre el testimonio crítico, implícito en el acto de escoger o de rechazar. ¿Cuál antologista de la literatura hispanoamericana se resuelve, por ejemplo, a afrontar el descrédito que implica rechazar, como material antológico, prosas o versos sin valor estético pero cuya popularidad es muy grande? La obligación de incluirlos en toda antología parece ser un postulado del patriotismo, basado no en consideraciones estéticas sino en razones extra-literarias. La primera de las cuales sería la de la inmensa popularidad correspondiente a cada obra. El antologista que cede a esa razón, o el crítico que la acepta sin examen, y como indicio seguro de calidad, como una especie de garantía indiscutible de valor, comete la ordinaria arbitrariedad de concepto en que se resuelve todo trasplante de una teoría social o política a un universo de discurso que es radicalmente extraño a ella. El voto favorable de las mayorías populares origina, en el sistema político y social de la democracia, la autenticidad cuantitativa, o la legalidad de un mandato. Pero los valores, en el arte, no dependen de esa consagración, ni de ese testimonio, ni de ese sufragio. La popularidad en materia de arte no es prueba ineludible de calidad. Por el contrario, casi siempre es síntoma de que la obra así beneficiada no consigue sobrepasar estéticamente un bajo nivel comunitario. Los valores artísticos bien de por sí, ajenos a la servidumbre del favor o del disfavor de las masas, son autónomos frente a la decisión popular que los ignore, los conduce o los acepte. Los valores estéticos, literarios, artísticos, implícitos en un verso de Homero, no desaparecen como tales por la simple contingencia de que un pueblo entero, o mil pueblos, no los conozcan. Un solo lector basta como testimonio de que existen.
+En realidad, toda literatura adolece de esta confusión de conceptos. Pero las europeas, a diferencia de las hispanoamericanas, disponen de muy sólidas defensas frente a ella. Una larga jurisprudencia crítica, que desborda los límites de toda vanidad patriótica, ha ido fijando allí los valores. No acontece lo mismo en literaturas recién nacidas y subsidiarias, muy dependientes aún de los modelos que les dieron origen. Esa inmadurez juvenil debilita en ellas toda paciencia histórica, y les impide reconocer aquellas insuficiencias que la vanidad les obliga a ignorar. La necesidad nacional de la gloria se hace así extensiva al arte, como si el arte fuera un subproducto de la política o de la economía, y, además, una necesidad semejante a la necesidad de hacer una política y organizar una economía. Pero el arte es irreductible a esa clase de necesidad. Si lo fuera, bastaría con la presión social, o la coacción del Estado, o con el voto favorable de las mayorías, o con el poder económico, para que cada sociedad y cada país tuvieran, cuando lo desearan, los valores más altos del arte, como respuesta a esa exigencia.
+La mayor parte de las historias de las literaturas hispanoamericanas y la mayor parte también de las antologías derivadas de esas literaturas dejan la impresión de que un cierto mecanismo histórico-político-social está produciendo, automáticamente y a partir del encuentro de la civilización europea con la indígena, esa serie de respuestas, es decir, esa serie de valores. Pero tal vez es prudente confesar que semejante representación de los valores resulta fantasmagórica y tampoco sirve los intereses sociales, nacionales, continentales o patrióticos que de esa manera se pretende estimular.
+La imagen histórica de una literatura sin sombras, sin desniveles, sin anchas zonas estériles, sin maleza y hojarasca, diseñada dentro de un sistemático esquema de perfección, ha de parecer a ojos extraños y experimentados una modesta ficción de vanidad provinciana. Todo empeño discreto y cauteloso por suscitar un mínimo de rigor, de austeridad, de responsabilidad y de equidad crítica, desaparece en esa atmósfera de supremas complacencias y de libérrimas facilidades. Conceptos y calificaciones pierden así su íntima y verdadera sustancia y quedan convertidos nada más que en vano gesto retórico. Las sociedades que se nutren intelectualmente con esa clase de alimentos falsamente críticos carecen de buena digestión literaria. En ella se instala, en lugar del rigor, el desorden de las palabras y de los conceptos.
+(De Confesión de parte, 1967)
+EL OTRO DÍA UN POETA COLOMBIANO, al responder a un interrogatorio que se le proponía públicamente, escribió y dijo que las supuestas relaciones entre el arte y las cuestiones sociales eran «puras pamplinas». Escribió la palabra «pamplinas» con letras mayúsculas a fin de subrayar con el énfasis ortográfico el rigor de su convicción. Y la verdad es que se trataba de un magnífico poeta, lo cual quería decir que puede haber poetas magníficos que sean, al mismo tiempo, muy modestos críticos o intérpretes de las realidades históricas o de la biología social. Ese mismo poeta con muchos otros de aquí o de las otras partes del mundo, con otros muchos escritores, con otros muchos artistas, podría argüir que su menester específico no consiste en interpretar ese género de realidades ni, por consiguiente, en tratar de descubrir las leyes que relacionan y condicionan el proceso social y el proceso del arte. Podría decir que, en la distribución racional del trabajo, esa tarea corresponde básicamente a los sociólogos, a los políticos, a los historiadores. Hasta cierto punto tendría razón. Pero más que hasta cierto punto. Mucho mejor que no darse cuenta del sistema de relaciones entre lo social y lo artístico es tomar cuenta de ese fenómeno y tratar de entenderlo y, si es posible, analizarlo. Mucho mejor estar tocado de la impureza crítica que suponer cándidamente que se está a salvo de ella en nombre de la pureza artística. Mucho mejor saber que se está comprometido, y por qué, en una determinada circunstancia histórica, que, estándolo de todos modos, negar angélicamente ese compromiso. Mucho mejor es saber que no saber, entender que no entender, conocer que no conocer. El poeta, es cierto, puede no tener remedio crítico. Pero aun en su orgullosa negación del compromiso, está comprometiéndose a no dejarse comprometer. Y esto que es un juego de palabras, es también una dulce ilusión.
+¿La imposibilidad absoluta del compromiso del artista ha sido posible alguna vez? La cuestión es sumamente vieja y sumamente actual. El pintor rupestre —para empezar con alguna fecha prehistórica— ¿estaba o no comprometido en su circunstancia social y de ella, sin proponérselo o proponiéndoselo, daba testimonio su arte? ¿Se pueden deducir o no a través de ese arte las condiciones sociales en que se desenvolvía la existencia del pintor y de la colectividad humana a la cual pertenecía? La respuesta afirmativa a estos interrogantes es ofensiva por lo obvia. Imposible suponer que el artista rupestre pintara sobre los muros de su cueva, en lugar de la silueta del reno, el perfil de un rascacielos. Su conciencia de artista podía superar el límite objetivo de ciertas realidades e intuir otras dándoles un significado que acaso escapara momentáneamente al juicio de sus contemporáneos. Pero a pesar de ello, su capacidad de adivinación y de profecía estaba siempre condicionada por la razón social de su mundo, por la razón social que había hecho de él un ser lógico o un ser mágico, un ser supersticioso o un ente crítico. Su concepción de la naturaleza emanaba —no cabe duda— de esa lenta acumulación de pruebas entre sus personales poderes como hombre y los poderes del medio físico. De ahí debió nacer una filosofía de la vida, un especial concepto de la existencia y del mundo, basado primordialmente en ese inestable equilibrio de fuerzas.
+La pintura en la cueva prehistórica no era un divertimento estético sin compromiso y a salvo de la peripecia social en que actuaba el rudo y bronco abuelo de los pintores surrealistas. Era una denuncia y un testimonio del compromiso inevitable, inescapable, entre ese artista y el mundo que lo rodeaba. El mundo no quiere decir en este caso únicamente el universo físico, sino también el universo metafísico. No solamente lo objetivo sino lo subjetivo. La caza del animal salvaje como episodio clave de un módulo de vida como cuestión decisiva en el hecho vital tenía que suscitar una filosofía correspondiente. Esto parece una exageración crítica. Pero sólo la vanidad del civilizado puede suponer que las formas prehistóricas de la existencia humana carecieron de ella. En el reparto de los trozos de la caza, en la batalla con la naturaleza, en la creación y adaptación del habitáculo que defendía esa existencia de los rigores a que estaba sometido, el hombre prehistórico iba afirmando su propia filosofía, su propia explicación del universo, su concepto de la vida. Al mismo tiempo, cuando trazó sobre el muro de su cueva las gráciles líneas de un animal, estaba creando el arte correspondiente, inexorablemente correspondiente a las circunstancias «sociales» en que le había correspondido vivir.
+Este ejemplo puede trasladarse a la literatura en cualquier tiempo y bajo cualesquier circunstancias históricas, siempre con idéntico resultado. Desde luego, los poetas, los escritores, los artistas, o una gran parte de ellos, pueden negarlo y, a veces, lo niegan con mucha gracia e ingenio. El sentirse copartícipes del caos o comanditarios del orden, coautores del desastre o usufructuarios de la ignominia, burgueses o revolucionarios, capitalistas o proletarios, los desazona irremediablemente. Ese tipo de artista supone que su misión tiene carácter de privilegio sagrado y que, por lo mismo, en el origen de su tarea no intervienen para modelarla los turbios elementos sociales que pueden advertirse en los trabajos y empresas de los demás hombres. El arte, dice, carece de todo compromiso. ¿Pero acaso su concepto de la muerte, su concepto del amor, su noción de la vida, su idea de Dios, no determina ya un compromiso, elaborado socialmente a través de la tradición, a través de su cultura, a través de los hábitos y costumbres recibidos en el acto de pertenecer a un pueblo, a una nación, a una sociedad, a un Estado, a una tribu, a una familia, a una clase económica, a un partido político o a una época determinada? El compromiso no está implícito en el hecho de adherir a una ideología sino en el hecho de pertenecer a un tiempo histórico. Ahora bien: la vanidad del artista no conoce límites. Mi conciencia, dice, me permite enlazar y sintetizar toda la experiencia humana, superar todos los procesos sociales y resolver todos los conflictos y todas las alternativas. Yo soy la síntesis del mundo, su representación y su explicación. Yo puedo, por lo tanto, colocarme por encima de todas las contradicciones, y dar testimonio de ellas sin salpicarme de su lodo o de su sangre. Yo no pertenezco sino a mí mismo, carezco de compromiso, soy el Gran Incontaminado, el Gran Incorruptible, el Ojo Imparcial y Divino. El arte que yo elaboro es puro porque nace de mí mismo y ni la sociedad, ni el Estado, ni las relaciones económicas, ni el sistema de la propiedad, ni los credos políticos, han dejado su miserable huella en mi poesía, en mi escultura, en mi música, en mi pintura, en mis creaciones novelescas. Soy el Supremo Escapado de toda coerción histórica, de toda presión social. Que nadie me clasifique, porque soy inclasificable, que nadie busque mis orígenes porque todo origen viene manchado con impurezas, y yo soy o yo represento el arte puro y sin mancha.
+Esta inmaculada concepción del arte tiene, a pesar de su incomparable candidez crítica, un extenso margen de éxito, el cual, justo es reconocerlo, se ha ido restringiendo como consecuencia de las aleccionadoras y dramáticas experiencias a que el «artista puro» se ha visto sometido en la primera mitad del siglo XX. La negación del compromiso alguno para el artista empieza a ser una tesis de extraordinaria fragilidad crítica. El artista puro, o que así se reclama, pasa ahora a convertirse en un ser eminentemente sospechoso. Hace cincuenta años, hace treinta nada más —¡Oh delicioso Mallarmé, oh exquisito Valéry!— constituía un artículo humano de lujo en la vitrina de la sociedad burguesa. El «artista puro» le servía a esa sociedad para establecer la coartada y, al mismo tiempo, para adornar y decorar su propio interior histórico, su hinterland social. El artista, como el intelectual puro, dejaba íntegra la responsabilidad social en manos del burgués. Y el burgués, encantado. Encantado, entre otras cosas, porque así podía demostrar no sólo el brillo sino la equidad y la justicia de su propio sistema, puesto que dentro de dicho sistema florecería esa planta delicada y maravillosa del arte incontaminado y del intelectual puro, del artista no comprometido, del artista colocado por encima de la melée, más allá de la vulgaridad intrínseca en el proceso social. A él, al burgués, esa tarea prosaica de contaminarse, de meterse hasta el cuello en las aguas procelosas de la historia. Al otro, al artista, la tarea arcangélica de la poesía sin mácula terrestre, del arte que se justifica en su propio desinterés y en su propia gratitud. De esta suerte, al burgués le quedaban y le han quedado las manos libres para el menester social y otros menesteres muy productivos, sin que el artista tenga derecho a exigir que se le muestren las cartas de semejante juego, casi siempre marcadas.
+Pero ni aun así, aceptado como elemento decorativo y explotado como camouflage de la sociedad burguesa, el llamado artista puro consigue demostrar la independencia intrínseca de su arte con relación al medio social y a las circunstancias históricas. No tiene cómo evadirse del uno y de las otras. Está comprometido de todos modos, le guste o no le guste, lo acepte o no lo acepte. Cada vez que resuelva comunicarse con el mundo por medio de las creaciones de su arte, revelará, testimoniará, denunciará su condición social, y, con ella, sus ideas, sus preferencias, sus gustos, su sensibilidad. No importa, por ejemplo, que, nacido en el trópico americano, reelabore líricamente el episodio bíblico del Festín de Baltasar o la aventura de los camellos del desierto. Esa toma de posesión literaria, erudita, culta o simplemente libresca sobre un hecho legendario, confirmará, de todos modos, el compromiso del artista con aquellas condiciones sociales que han hecho posible que su cultura y su sensibilidad ofrezcan esa clase de testimonios.
+Esta relación del artista con la circunstancia social todavía parece sacrílega a los corifeos del arte puro. Pero ese supuesto sacrilegio es tan inevitable como el hecho físico de la luz solar. Guillermo Valencia escribió la mayor parte de su poesía sobre temas de la historia y de la cultura grecolatinas. Y, sin embargo, su poesía es una demostración implacable respecto de las condiciones sociales, económicas y políticas en que él mismo pudo crear su cultura y realizar su tarea. «Esta es la poesía de un privilegiado», diría un marxista al confrontar la realidad social colombiana y la dimensión cultural de esa poesía. Si así lo dijera, no habría ofensa alguna para el artista. Apenas estaría señalando las alternativas de un proceso social y sus contradicciones. Valencia, desde el punto de vista del arte, podría quedar a salvo. Pero eso no querría decir que su poesía quedara libre de la huella social, de la circunstancia social que la hizo posible tal como ella fue elaborada y con el significado con que ella misma se presenta al juicio de la crítica.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, octubre de 1952)
+NO COMPARTO LA DESESPERACIÓN ni la sorpresa de algunos comentaristas ante el hecho, de todas maneras deplorable, de que nuestra literatura no esté dando ahora mismo, con abundancia, y, al mismo tiempo, con decisiva calidad, los frutos que, según esos comentarios, «eran de esperarse como consecuencia de la tragedia nacional». ¿Dónde están los verdaderos novelistas, o los poetas, o los escritores de teatro que nos ofrezcan un testimonio que sea, al mismo tiempo, una obra de arte, sobre estos miserables años de iniquidad? Confieso ser mucho menos presuroso de lo que simboliza esa demanda. Como se sabe, el arte es mucho más largo que la vida. Y, desde luego, más exigente. Por otra parte, conviene pensar en la historia. Es inútil pedirle más de lo que sus invencibles leyes determinan. Y la historia de todos los grandes estremecimientos sociales, de todas las estrategias de los pueblos, de todas esas sangrientas encrucijadas aparentemente sin solución y sin salida, demuestra que el proceso interpretativo del arte llega siempre con cierto retardo y, además, que la eclosión inicial de los llamados testimonios literarios, esa primera cosecha del afán denunciativo, siempre es de precaria calidad. El caso de la literatura colombiana no es una excepción a esa regla. Lo estamos comprobando todos los días. Salvo tres libros que son tres obras de arte, cada una a su manera y con las peculiaridades correspondientes al estilo y a la sensibilidad de su autor, el resto de esta primera cosecha puede clasificarse como estrictamente documental y «paraliteraria». Los tres libros a los que me refiero son El gran Burundún-Burundá ha muerto de Jorge Zalamea, El Cristo de espaldas de Eduardo Caballero Calderón y El día del odio de J. A. Osorio Lizarazo. No es poco. Es suficiente y halagador. Para una literatura de fibras tan débiles, tan amenazada en sus precarias bases de cultura y educación, tan verbalista y tropical, tan inclinada, por las secretas y poderosas tendencias del carácter nacional, a la cursilería, al sentimentalismo pequeño-burgués y al mal gusto irrefrenable, parece indudable que las tres obras mencionadas representan una insólita prueba de vigor esencial. Algo así como un rompimiento de la tradición que determina con fatalidad inexorable que los grandes estremecimientos sociales estén siempre acompañados de la peor literatura.
+Ahora bien: ¿por qué es tan deficiente la calidad de los testimonios literarios que se nos presentan todos los días sobre la tragedia colombiana? La cuestión vale la pena de ser examinada con alguna atención crítica. En primer lugar, conviene advertir que hay una confusión de criterio respecto de lo que es literatura, obra de arte, y lo que es, simplemente, testimonio. Parece, a juzgar por los libros editados en los últimos años, algunos de los cuales han merecido un vasto favor del público, que sus autores suponen, con la mejor buena fe del mundo, que el arte literario se produce como un derivado del documento. Que basta testimoniar para que la fuerza misma de los hechos relatados, su atroz y vindicativa verdad, determinen la calidad estética y el valor literario de la obra correspondiente. Es esta la gran equivocación de los novelistas. Ni basta con el documento, ni basta con el testimonio. Para la creación de la verdadera obra de arte literaria se necesitan muchas cosas. Se necesita… el arte literario. Esto significa, a su vez, que son imprescindibles una vocación, una sensibilidad, un estilo y una cultura. Cuando Sainte-Beuve saludó la aparición de Madame Bovary dijo a propósito del arte de Flaubert: «Una calidad preciosa distingue a M. Gustave de Flaubert de los otros observadores más o menos exactos que, en nuestros días, se envanecen de transcribir, con toda conciencia, la nuda realidad, y que, a veces, lo logran: M. Flaubert tiene “estilo”». Sainte-Beuve se hubiera quedado corto si sólo dijera eso sobre el autor que comentaba. Agregó, demostrando la posesión, que Flaubert tenía en grado sumo las otras virtudes teologales del escritor y del artista, las cuales, a diferencia de las verdaderamente teologales, son más de tres. En Colombia, se dirá, estamos lejos de Flaubert. Pero ocurre que la medida del arte no se halla condicionada sino del arte mismo. En el arte se es, o no se es, simplemente. Y la argumentación crítica que trata de elevar a una categoría artística y una obra que es, apenas, un documento, o que es, apenas, un testimonio, resulta inválida. Tampoco sirve como exculpación la tesis que sitúa la obra en un determinado tiempo histórico y excusa y justifica sus debilidades o sus defectos como una imposición ineludible de las circunstancias en que se produjo. Tampoco es suficiente, por sí sola, la significación o la intención política y social de la obra misma. Es un error del entusiasmo que ponemos en el servicio de una doctrina social y política cualquiera garantizar, para la obra pseudoliteraria que nos corrobora esa doctrina y nos estimula a su defensa, la calidad estética y la sobrevivencia artística. Puede ocurrir que una mala novela sea un magnífico documento de evidentes utilidad y eficacia. Pero utilidad y eficacia, en tal caso, son productos extra-artísticos, extra-literarios, que nacen del vigor documental de la obra y no de sus condiciones estéticas. La parte débil, por ejemplo, del excelente análisis que el escritor colombiano Antonio García hizo como prólogo de la novela Viento seco está en la ausencia de una valoración estética sobre el terrible y extraordinario documento. La significación extra-literaria del libro de Daniel Caicedo aparece juzgada por García con inobjetables razones, y, desde luego, con sagacidad doctrinaria del primer orden.
+Pero García no absuelve la pregunta final que queda implícita —por lo menos para mí— después de leída la obra de Caicedo: ¿es este libro, además de todo cuanto con entera justicia crítica dice García que es, una obra de arte, una obra del arte literario? Porque nadie, supongo, se atreverá a poner en duda el valor documental del libro de Caicedo, ni el propósito de autenticidad que guía al autor, ni el prodigioso y ejemplar desinterés combativo de una inteligencia y una sensibilidad en rebeldía contra todas las formas de la iniquidad. Sobre esto parece que no hay discusión. Caicedo le ha prestado un insigne servicio a la historia nacional y a la causa de la justicia y de la dignidad de la criatura humana. Ese es —y no es poco— su mérito.
+Pero de la misma manera que para otros casos, no completamente similares al suyo, sino algo parecidos, conviene insistir un poco en el problema de la literatura y el testimonio, del arte y el documento. Conviene insistir, porque hay abundantes signos en la actualidad, no sólo colombiana sino universal, que la literatura está siendo objeto de un mortal equívoco. La revolución contemporánea, o digamos para no suscitar vanas controversias, la crisis de nuestro tiempo acarrea, como primer material literario, como primera materia para el arte literario, el documento. «Aquí están los hechos» parece ser la divisa. Y evidentemente, ahí están. Pero ello no implica que, simultáneamente, ahí esté también el arte literario. La batalla de Waterloo es un hecho que puede precisarse en los documentos sobre ella misma. Sin embargo, los documentos que la explican y que prueban su autenticidad histórica son, en sí mismos, una obra de arte. Ese hecho puede ser objeto, a través de una determinada sensibilidad y un determinado estilo, de una elaboración artística. Stendhal dio una visión imperecedera de esa batalla en La cartuja de Parma. ¿Por qué? Casi sobra la respuesta. Stendhal era un artista. Su arte sobrepasaba el simple estadio documental. Su genio reelaboraba la materia prima en la alquimia del arte literario. Creaba sobre la escueta realidad del suceso histórico la realidad estética. Eso es todo. Sí, pero en «eso» consiste el secreto de la creación literaria, cuyos fueros y condiciones son infalsificables. Cada época de crisis, de revolución, suscita, con un vigor muy superior al de las épocas de relativa conformidad social y de relativa transacción entre las antítesis de que se nutre, la moda literaria del testimonio dentro de la cual asciende el documento a una falsa categoría estética. Claro está que toda obra de arte es un testimonio. Pero no olvidemos que hay una profunda diferencia entre el acto de testimoniar documentalmente y el de testimoniar artísticamente. Si no existiera esa diferencia todo expediente judicial sería, intrínsecamente, una obra de arte.
+La comparación es extrema, debemos admitir, pero sirve para demostrar que la tendencia crítica, encaminada a sustituir o suplantar la literatura por el documento, a hacer pasar este último a una jerarquía artística que no tiene y no le corresponde, es enteramente falaz. Esa tendencia crítica puede estar sirviendo con notable utilidad otro género de intereses extra-literarios, extra-artísticos. Pero no los del arte propiamente dicho. Ni siquiera los del arte de que ha menester toda revolución, por esto: porque la plenitud de ella se expresa también en la plenitud del arte a que dé origen. Todas esas formas equívocas y larvadas, indeterminadas, en que se manifiesta la necesidad literaria de toda época convulsionada, son un rudimentario producto inicial, cuyo aprovechamiento se realiza cuando el arte integra y organiza ese caos de las formas.
+El arte literario no es reductible a los procedimientos que la química procura para la producción de los «erzats». No tiene sucedáneos. Carece de reemplazos. Esta es su soberana exigencia: no puede ser sino lo que su esencia y su categoría determinan que sea. Debe ser un arte y no puede ser sino arte. Ningún «testimonio» o explicación de una época han sido, por sí solos, superiores o de mayor eficacia que los ofrecidos por el arte. La comedia humana de Balzac absorbe y supera toda interpretación histórica —sociológica, política, económica— del tiempo social reflejado y transcrito en esas novelas. Y así Dostoyevsky. Y así Tolstoy. Y así todo el gran arte, y desde los griegos o desde antes de los griegos hasta la actualidad.
+Podría suponerse por lo anteriormente dicho sobre el aspecto literario de algunas nuevas novelas de escritores colombianos que el autor de estas observaciones comparte la fácil y cándida tesis de que hay una literatura colombiana que se encuentra en crisis. No es así. Esa literatura trata de salir de su crisis tradicional, tropezando con todas las dificultades, los errores y las equivocaciones correspondientes a un periodo de esta naturaleza. Desde siempre, digamos desde hace cuatro siglos, nuestra literatura ha reflejado, en su conjunto, salvo las pocas excepciones conocidas, el espíritu feudal de su clase directora, el mal gusto, la cursilería y el ánimo transaccional y conformista de su clase media; ha reflejado el esnobismo intelectual y el de los hábitos y costumbres de la clase social privilegiada, eminentemente provinciana en su actitud y su concepto del mundo; ha reflejado, y aún sigue reflejando, el vacuo sentimentalismo, la exageración, la ausencia de autenticidad y de estilo que parecen ser patrimonio de las sociedades suramericanas en las cuales el injerto español determinó el nacimiento de una conciencia colonial y la viciosa proliferación de todos los defectos intelectuales de la raza del Cid y de Don Quijote. Desde luego, no estamos ya saliendo de España. Pero hay síntomas de una rebelión literaria a bordo. El pueblo, con su miseria, sus dolores y su incancelable tragedia, el pueblo que aparecía en nuestra literatura apenas como elemento decorativo y pintoresco, como curiosa nota de color y de contraste, empieza a tomar el puesto y la categoría literarios que le corresponden como protagonista y víctima de todos los estremecimientos sociales y políticos. Es sintomático que un escritor católico con hondas raíces feudales en su concepción del mundo y de la sociedad, Eduardo Caballero Calderón, heredero legítimo de las oligarquías, pase, estremecido, de ser un complacido y espléndido pintor de las formas de la feudalidad que lo rodea, a ser un acusador de ellas mismas. Algo va, como evolución y respuesta de su arte a las circunstancias históricas, del Tipacoque, escrito bajo un determinado signo social y político y bajo una pesada herencia intelectual de poderío burgués no discutido ni amenazado, a El Cristo de espaldas y a Siervo sin tierra, concebidos bajo otros signos y con diferentes estímulos.
+El caso de Caballero Calderón, como también, con otros matices, el de Jorge Zalamea, me parecen simbólicos —junto con los productos documentales y «paraliterarios», a que se hizo referencia anterior—, del viraje literario que está suscitando la hora histórica del país. Bajo el impulso de una gran tragedia social nuestra literatura empieza a salir de su letargo. Algo como una corriente viril de rebelión y de protesta la fertiliza. Podemos, pues, esperar. El arte siempre es más largo que la vida.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 27 de junio de 1954)
+CON MONÓTONA FRECUENCIA se renueva en los periódicos y suplementos literarios del país la estólida queja de que los escritores colombianos pertenecientes a la generación que hoy tiene entre cincuenta y sesenta años no se ha ocupado de los asuntos colombianos y de que en sus obras no se refleja la realidad nacional. Se les atribuye, sin discriminación, la falta de autenticidad y el pecado del esnobismo. La cuestión, presentada así, con esa simpleza, por los heraldos de la americanidad y de su especie más concreta, la colombianidad, es una inepcia.
+Lo primero que habría que decir al respecto es que en cuanto al arte se refiere, el nacionalismo no es garantía contra nada, ni contra la falta de talento, la miseria del estilo o la tontería intelectual. No es garantía del acierto en la creación artística, pues la única que a este respecto se conoce es el talento del creador. Ni la raza, ni el suelo, ni el idioma, ni la particular historia de un pueblo, constituye fianza de buen manejo y cumplimiento con el arte. El nacionalismo, como panacea estética, no existe, ni tiene el poder milagroso de transformar a los mediocres en genios, ni a los tontos en listos. La colombianidad, o la peruanidad, o la mexicanidad, o la argentinidad, etcétera, no es un valor previo y preexistente, anterior o disponible, cuya utilización bastaría para producir una consecuencia artística de primer orden. Es evidente que la autenticidad y la validez de la obra de un pintor mexicano, Tamayo, por ejemplo, y las de un escritor argentino, Borges, verbigracia, no se derivan del hecho de que en sus cuadros, el primero, y en sus escritos, el segundo, aparezcan revelados ciertos aspectos de la mexicanidad o de la argentinidad, sino del talento personal e inconfundible con que haya sido hecha esa revelación. Sin talento en ninguno de los dos, la nota nacional que aparece en sus obras no podría salvarlos. El nacionalismo como norma de aplicación forzosa para el artista es catastrófica demagogia. El gran arte de un pueblo nace de la irremplazable circunstancia de que en ese mismo pueblo haya grandes artistas, es decir, un cierto número de gentes con suficiente talento, o con la dosis adecuada de genialidad para que ese fenómeno se produzca. Si no los hay, la cuestión no tiene remedio. Y la ausencia de un gran arte, en cualquier pueblo o nación, puede ser asunto de siglos. Si bastara con interpretar y sentir la nacionalidad, para evitar esos inmensos intervalos en que sólo florece la mediocridad, nadie dejaría de aplicar la fórmula mágica y salvadora.
+Algo semejante ocurre con el nacionalismo continental. La americanidad como receta literaria, pictórica, sociológica, filosófica, etcétera, es otra de las ilusiones más pobres que crea el provincianismo cultural, con el cómodo agregado de la novedad del hombre americano, y la profecía, también muy cómoda, de su destino imperial en el futuro de la especie y de la historia. La novedad de la criatura americana es un dato cronológico del mestizaje, pero no es un dato cultural. Novedad en cuanto a la mezcla racial, y nada más, porque en cuatrocientos años, todo cuanto tenemos y todo de lo que disfrutamos, lenguaje, ideas, hábitos, instituciones, técnicas, es de origen europeo. Esta verdad puede fastidiar a los empresarios intelectuales de los folclores indígenas y a los sociólogos que creen que América inventó sus propias ideas políticas.
+Pero dejando de lado este aspecto de la cuestión, que daría para rato, el reparo que se le hace a la generación de escritores colombianos a que me he referido es completamente inválido, pues no es ella precisamente un modelo de cosmopolitismo ni de desarraigo, como no lo es tampoco el grupo de escritores que le sigue a muy corta distancia temporal. Claro está que esos escritores no escriben en dialecto indígena, ni esperan el advenimiento del Gran Mulato que debe salvar a la cultura occidental. Ligados a esa cultura, hijos de ella misma, no han necesitado hacer ninguna apostasía para interesarse, hasta el fondo, por lo limitadamente propio, por la provincia histórica, social, geográfica y humana, en que han nacido. Es notorio, por ejemplo, que Germán Arciniegas ha escrito unos diez volúmenes sobre la historia y los problemas colombianos; Jorge Zalamea, dos libros sobre pintores colombianos, uno de interpretación sociológica sobre el departamento de Nariño, una pieza de teatro cuya atmósfera y cuyos personajes son colombianos, y miles de artículos, conferencias y ensayos acerca de cuestiones colombianas que llenarían, por lo menos, una docena de volúmenes; Eduardo Caballero Calderón cuenta en su haber dos novelas regionalmente colombianas y diez libros de ensayos sobre asuntos nacionales; Eduardo Zalamea es el autor de la única novela colombiana que tiene por escenario a La Guajira; José Francisco Socarrás no ha escrito, como literato, sino sobre temas colombianos; a Adel López Gómez sería una monstruosidad achacarle cualquier proclividad extranjerizante o cosmopolita; Jaime Ardila Casamitjana es casi un costumbrista colombiano en el buen sentido de esta clasificación; Juan Lozano y Lozano no tiene en el tomo de sus obras provisionalmente incompletas —de cerca de un millar de páginas— y en el resto de su obra, que ocuparía por lo menos dos millares más, ni siquiera veinte páginas que no se refieran a temas colombianos; Rafael Maya, como prosista, es autor de tres o cuatro libros de estudios críticos sobre autores colombianos; y Alfonso López Michelsen es autor de una novela de ambiente colombiano y de otros dos libros de ensayos sobre problemas del país.
+Estos nombres de prosistas —con los poetas habría que entrar en otro tipo de consideraciones—, citados al azar de la memoria, significan muy bien a su generación en la diversidad de sus tendencias. De haber muchos más, que, estoy seguro, no modificarán, sino completarán la prueba plena de que calificar a dicha generación de extranjerizante, desarraigada y esnob, es una simple tontería.
+Y aún quedaría por decir esto otro, probablemente lo principal: que si los escritores mencionados han vertido en sus obras la realidad nacional y de ella se han ocupado con un sentido o un designio artístico, no ha sido ello en acatamiento a una didáctica, una pedagogía exterior a las exigencias de su propia voluntad de escritores. Lo nacional, en ellos, no es, ciertamente, un mandato patriótico, sino una necesidad interna de su propia expresión, de su manera artística, de su desiderátum estético. La humedad y la melancolía de la Sabana de Bogotá, transcrita en el primer «Nocturno» de Silva, no son un apoyo ni una justificación nacional de su poema, ni una prueba de patriotismo, sino la revelación estética de una sensación familiar, recuperada para siempre gracias al genio del poeta. Este ejemplo tal vez aclare, mejor que cualquier otra clase de razones, lo que se ha querido expresar en esta glosa respecto del nacionalismo entendido y practicado ingenuamente como programa de segura salvación para los escritores.
+(De El Tiempo, mayo de 1941)
+EL PATRIOTISMO —POR LO menos un cierto tipo de patriotismo— puede ser una grave calamidad para el arte, pensaba el otro día mientras repasaba las páginas de una antología de la prosa y el verso colombianos, en la cual era notorio el esfuerzo del antologista para quedar bien con la patria y con el arte. Una grave calamidad, puesto que la interferencia de la noción patriótica en esta clase de menesteres obliga a muchas debilidades y flaquezas. El antologista que acepta esa interferencia, y que la asume, se ve obligado a impartir absolución literaria para pecados mortales como el arte que no ha conocido ni contrición de corazón, ni confesión de boca, ni satisfacción de obra, ni propósito de enmienda. Absoluciones impartidas por cuenta y riesgo de una jurisdicción que, evidentemente, no cubre la zona del arte. Versificadores y prosistas insignificantes entran así a formar parte de un texto selectivo, del cual deberían estar ausentes. Pero ¿cómo prescindir de ellos, podría replicar la conciencia sobresaltada del antologista, si su insignificancia literaria tiene la compensación social de su popularidad? He ahí la línea fronteriza donde se separan el concepto estético y el concepto social o patriótico y el de historia literaria y el de antología.
+Al caudal de una historia literaria tienen derecho a entrar poetas y prosistas cuya mediocridad es manifiesta, pero cuya popularidad determina un fenómeno de relación entre la obra y el vulgo, profundamente significativo de las tendencias, la sensibilidad, las necesidades y exigencias «literarias» de una sociedad, en un momento determinado de su desarrollo. A ese fenómeno no puede sustraerse la curiosidad del historiador. No puede desdeñarlo. Ni ignorarlo. Los llamados heraldos o voceros literarios de la comunidad denuncian siempre algo que es imprescindible y en cierta manera precioso para el historiador: los niveles colectivos del gusto. Pero la personería social que esos autores ejercen en nombre de la literatura es un hecho histórico, no literario. Lo funesto de esa personería empieza cuando el historiador, el crítico, o el antologista, atribuye al vigor de tal personería un poder decisivo para crear valores, calidades y categorías estéticas.
+La exigencia natural que el lector más cándido promueve a una antología es la de que ella sea una tentativa encaminada a codificar las más altas calidades de una literatura o de un género especial en una literatura; que sea un certero corte quirúrgico en la masa informe de la producción literaria acumulada durante años o siglos por un pueblo; que sea una poda, un despojo, un proceso de eliminación en busca de valores inobjetables y permanentes. Esa es, esa sería la antología ideal, muchas veces lograda y muchas veces perdida. Los cuidados del antologista suponen una decisión al más estricto rigor, y constituyen, cuando se ejercen de esa manera en los países y sobre las literaturas suramericanas, un gesto intelectual de suma impopularidad y no escaso peligro, a causa de la ominosa presión que el éxito social de toda obra vulgar o mediocre ejerce sobre el testimonio crítico, implícito en el acto de escoger y de rechazar. ¿Cuál antologista de la literatura colombiana se resuelve, por ejemplo, a afrontar el descrédito que implica rechazar como material antológico el Canto al cultivo del maíz en Antioquia, de Gutiérrez González? ¿Cuál asume el riesgo de rechazar los versos de Rafael Núñez o los de Julio Flórez? La obligación de incluirlos en toda antología poética como muchos otros de similares características parece ser un postulado del patriotismo, «una tesis nacional» basada no en consideraciones estéticas sino en razones extra-poéticas, extra-artísticas, extra-literarias. La primera de las cuales sería la de la inmensa popularidad correspondiente a cada obra. El antologista que cede a esa razón, o el crítico que la acepta sin examen, y como indicio seguro de calidad, como una especie de garantía indiscutible de valor, comete la ordinaria arbitrariedad de concepto en que se resuelve todo trasplante de una teoría social o política a un universo de discurso que es radicalmente extraño a ella. El voto favorable de las mayorías populares se origina, en el sistema político y social de la democracia, la autenticidad, o la legalidad, o la veracidad, de un mandato. Pero los valores, en el arte, no dependen de esa consagración, ni de ese testimonio, ni de ese sufragio. La popularidad, en materia de arte, no es prueba ineludible de calidad. Por el contrario, casi siempre es síntoma vehemente de que la obra así beneficiada no consigue sobrepasar estéticamente un bajo nivel comunitario. Los valores artísticos viven de por sí ajenos a la servidumbre del favor o del disfavor de las masas. Son autónomos frente a la decisión popular que los ignore, los condene o los acepte. Los valores estéticos, literarios, artísticos, implícitos en versos de Valéry, no desaparecen como tales por la simple contingencia de que un pueblo entero, o mil pueblos, no los reconozcan. Un sólo lector que lo conozca basta como testimonio de que existen.
+En realidad, toda literatura adolece de esa confusión de conceptos. Pero las europeas, a diferencia de las suramericanas, disponen de muy sólidas defensas frente a ella. En su largo curso histórico, una especie de jurisprudencia intemporal que desborda los límites de toda precaria vanidad nacional o patriótica ha ido fijando, cristalizando, estableciendo los valores. No acontece lo mismo en literaturas recién nacidas y subsidiarias, muy dependientes aún de los modelos que les dieron origen. Esa inmadurez juvenil debilita en ellas toda paciencia histórica, y les impide reconocer aquellas insuficiencias que la vanidad les obliga a ignorar. La necesidad nacional de la gloria se hace así extensiva al arte, como si el arte fuera un subproducto de la política o de la economía y, además, una necesidad semejante a la necesidad de hacer una política y organizar una economía. Pero el arte es irreductible a ese tipo de necesidad. Si lo fuera, bastaría con la presión social, o con la coacción del Estado, o con el voto favorable de las mayorías, o con el poder económico, para que cada sociedad y cada país tuvieran, cuando lo desearan, los valores más altos del arte, exigidos como respuesta a esa exigencia.
+La mayor parte de las historias de la literatura suramericana, en la mayor parte también de las antologías derivadas de esa literatura, dejan la impresión de que un cierto mecanismo histórico-político-social está produciendo, automáticamente y a partir del encuentro de la civilización europea con la indígena, esa serie de respuestas, es decir, esa serie de valores. Pero tal vez es prudente confesar que semejante representación de valores resulta fantasmagórica y tampoco sirve los intereses sociales, nacionales, continentales, o patrióticos que de esa manera se pretende estimular. La imagen histórica de una literatura sin sombras, sin desniveles, sin anchas zonas estériles, sin tupidos bosques de maleza y hojarasca, diseñada dentro de un sistemático esquema de perfección, ha de parecer a ojos extraños y experimentados una modesta ficción de nuestra vanidad provinciana. Todo empeño discreto y cauteloso por suscitar un mínimo de rigor, de austeridad, de responsabilidad y de equidad crítica, desaparece en esa atmósfera de supremas complacencias y de libérrimas facilidades. Conceptos y calificaciones pierden así su íntima y verdadera sustancia y quedan convertidos nada más que en un vano gesto retórico. En un poco de aire. Las sociedades que se nutren de ese aire carecerán siempre de legítima respiración intelectual. Y, por lo tanto, instalarán el desorden de las palabras, el libertinaje de los conceptos, no como un desenfreno ni como una infracción que han de ser combatidos, sino como una costumbre y una ley que deben ser acatadas.
+(De El Tiempo, abril de 1956)
+LA EXAGERACIÓN EN EL CONCEPTO, la desmesura en las palabras, es una característica colombiana tan vieja, digamos, como el poema de Juan de Castellanos sobre la conquista española de estas tierras. La tediosa y difusa relación versificada de cuanto supo y vio Castellanos en estos parajes es un buen dato para señalar el comienzo literario del fenómeno. El enorme poemote fija ya desde el XVI los estigmas nacionales de nuestra expresión literaria: abultamiento, barroquismo, retoricismo, descase entre la idea y la palabra. Exageración y desmesura. En cuatro siglos no hemos aligerado ni la intensidad ni el volumen del fenómeno. Tal vez por eso la única tradición y el único legado que hemos conservado sin esfuerzo, de modo natural y biológico, y que probablemente hemos enriquecido con aportes insólitos, es el de la exageración española, quiero decir esa imposibilidad invencible para acomodar las palabras a la realidad, el concepto a los hechos, que los españoles nos transmitieron con la sangre y que opera devastadoramente en el español de segundo, de tercer y de cuarto grado en que, después de la metamorfosis y aleaciones sucesivas, se convierten el criollo, el mestizo y el mulato.
+La ausencia de un exacto sentido crítico —no la capacidad de criticar, que es cosa diferente— es patrimonio del espíritu español. El aspecto legendario y por muchas razones maravilloso de esta carencia española requeriría un examen aparte. Interesa por ahora indicar que esa imposibilidad de exactitud crítica pasa íntegramente, vigorosamente, al carácter colombiano. Es cierto que la línea, la filiación española se desfigura genéticamente en las mezclas raciales ocurridas en los grupos étnicos internos —el indio, el criollo, el negro— pero permanece y es patente en la manifestación de ciertas actitudes espirituales e intelectuales del compuesto humano, heterogéneo y ambiguo, que elaboran cuatrocientos años de historia.
+Todo lo andaluz que hay en el mulato y en el negro de nuestras dos costas marítimas no se percibe solamente en el ritmo verbal, en la modulación de sus prosodias, en su alegre apetito para tragarse ciertas sílabas y ciertas letras, sino principalmente en la manera de entender y calificar la realidad. La exageración casi profesional del antioqueño, el cómico desafuero verbal con que trata las realidades de la vida, desastrosas o benignas, son de pura cepa española. No hay provincia colombiana, grupo humano nacional que no muestre, por cualquier lado, la lejana fe de bautismo del conquistador, del colonizador, del encomendero, del fraile, de burócrata y del soldado español.
+A mí me ha parecido siempre una especie de desdicha histórica el hecho de que la resistencia criolla y española hubiera impedido siquiera un parcial dominio inglés en algunas zonas del virreinato, pues el experimento de esa contraposición, de ese contraste de imperios, de razas, de mentalidades en la América hasta entonces denominada por España habría producido resultados diferentes de los que conocemos. Del choque o convergencia de dos influencias contradictorias sobre una población en proceso de estructuración espiritual se hubiera originado otro tipo de consecuencias. Una influencia inglesa tal vez habría aminorado, aliviado ciertos defectos del carácter, de la actitud intelectual que la criatura de estas latitudes iba a tener indefectiblemente, sometida a la única y poderosa presión de lo español.
+La exageración es uno de esos defectos. Para el colombiano, como para el español, la realidad es cosa demasiado humilde y, por lo tanto, un poco indigna de ser justipreciada, evaluada, calificada dentro de la actitud mental que por sí misma demanda y con las categorías adecuadas a ella. Esa humilde, escueta, precaria o suntuosa realidad, necesita, en todo caso, ser vestida, decorada, ampliada. Mejor dicho: transfigurada. Don Quijote sigue presidiendo todo el proceso de nuestra operación mental y de nuestra percepción sensible de los valores.
+Esa transfiguración de la realidad determina el desprecio inconsciente por los datos inmediatos que ella ofrece, desdibuja los perfiles de las acciones humanas y establece entre las palabras y la vida una impenetrable y fantasmagórica zona de niebla. Las palabras pierden su valor fiduciario, su capacidad de denotación y su fuerza simbólica. Lo que estrictamente debieran simbolizar se pierde por abuso del símbolo, aplicado a una realidad que no lo soporta razonablemente. De ahí que la literatura colombiana dé, en términos generales, una sensación de feria verbal, de carnaval retórico donde las significaciones se anulan en el prodigioso fárrago. Y, desde luego, la literatura política. Esta es, sobre todas las demás formas colombianas, aquella en la cual se manifiesta con más pernicioso vigor el tremendo desajuste entre la realidad y las palabras, como también la impotencia irrevocable del colombiano para ajustar y graduar el concepto al hecho, al hombre, a la situación que examina y juzga.
+¿Estamos exagerando sobre la exageración? A quien así piense le bastará con observar el desarrollo de cualquier campaña política en nuestro país y seguir su huella en los textos respectivos producidos por los protagonistas de primer plano y los actores de segunda, tercera o cuarta categoría que en ella participan en cualquier instante de la historia del país. Un inventario no ya de los conceptos, sino de los vocablos cuya reiteración es más frecuente en esta clase de campañas, comprobaría, por sí solo, el fenómeno. Y una curva de frecuencia, que pudiera establecerse respecto del uso y el abuso de esos vocablos, daría resultados comprobatorios de la tendencia predominante en el ánimo nacional para seguir, frente a toda realidad, la ruta de la desproporción y de la fantasmagoría.
+(De El Tiempo, 8 de mayo de 1962)
+PARECE EVIDENTE QUE LOS escritores colombianos somos muy exagerados en las palabras y, por consiguiente, en los conceptos. Parece evidente que somos muy tropicales. Parece evidente que somos muy enfáticos. ¿Pero quiénes son los escritores? Cuando la gente dice «los escritores», no se refiere tan sólo a los literatos. En esa denominación incluye, con todo derecho, a los periodistas, desde el cosechador y redactor de noticias hasta el fabricante de los comentarios. Convendría agregar al corrector de pruebas, quien, a veces, pone bondadosamente algo de su cosecha para «mejorar» las cosas, y desde luego, a los jefes de redacción cuya providencial benevolencia añade, de pronto, más color al cuadro, ya de por sí bastante refulgente, de la prosa del informador. Tampoco en el concepto popular de escritores pueden quedar excluidos los redactores, de uno y otro sexo, de las páginas de «vida social», porque ellos y ellas, por lo menos en Colombia y en Cuba, ocupan desde el punto de vista de las características meridionales del estilo y del concepto un merecido y no disputado lugar de selección. Pero, además de los literatos y de los periodistas, las personas que en Colombia no escriben sino que, de preferencia hablan y gesticulan, también son exageradas, enfáticas y tropicales. Sin embargo, no hay equivalencia entre el nivel de responsabilidad correspondiente a la clase que escribe y el de la clase que lee, habla y gesticula, si es el caso. La letra escrita es una jurisprudencia, al tiempo que la letra hablada es, como si dijéramos, una legislación de emergencia. Además y por lo general y desafortunadamente la gente tiene la cándida y perniciosa tendencia a dar crédito indefinido a la letra impresa. «Lo dice el periódico» es, a pesar de las innumerables desilusiones que informan la historia de ese crédito popular, una sentencia inapelable, proferida indistintamente por el ama de casa, el padre de familia o el obrero, para significar el hallazgo de la verdad incontestable. De esta manera el criterio común atribuye a lo que está impreso en negro sobre blanco una autenticidad realmente conmovedora. No importa que esa autenticidad se convierta más tarde en la más sólida mentira. La gente, mucho más benévola que los institutos bancarios con sus acreedores insolventes, reabre nuevos créditos de confianza a la letra impresa y continúa creyendo que quienes han tomado para sí la tarea de escribirla y comunicarla públicamente no los vuelven a engañar.
+De ahí que el escritor, en la mayor parte de los casos se tome con la gente, con la clase lectora, mucha más confianza de la que, en rigor, se le otorga. Y de ahí también su inexcusable responsabilidad en la formación o modelación del criterio público. Responsabilidad que, como se dijo antes, no admite comparación con la que puede atribuirse a un miembro de la llamada clase lectora o parlante. Esta última responsabilidad está circunscrita a límites enteramente domésticos y familiares y no desborda, como la del escritor, todos los cuadros sociales ni planea sobre ellos con la agobiadora vanidad de las «verdades para todos». Si esto es así, no cabe duda de que los escritores colombianos debemos estar cumpliendo muy mal o por lo menos muy deficientemente nuestro papel mitológico de trasmisores o intérpretes de la verdad, cuando hasta nosotros mismos reconocemos que en la apreciación y calificación de los hechos, de las personas y de las obras de las personas se nos ha ido la mano por cierto gusto congénito de la exageración y cierta inclinación tropical a deformar los perfiles de la realidad. Es posible, como se dice a manera de excusa, que todo ello esté en el genio de la raza y en la naturaleza en nuestra condición de herederos de una sangre y de una psicología mediante las cuales el hombre puede tomar normalmente por gigantes los molinos de viento y la fealdad de una sucia ventera como dechado de todas las perfecciones. Puede ser, ¡oh Cervantes inconforme y ladino! Pero ¿por qué no insistir en que ello, lejos de constituir una ventaja o un título de honor crítico es una grave calamidad?
+La psicología de los molinos de viento, con todo y tener un antecedente tan distinguido como el de Don Quijote, no puede negarse que ha sido vital y literariamente perniciosa. Cervantes la puso en solfa. Pero lo curioso es que casi todos o muchos de los más autorizados cervantistas han vuelto del revés la sátira del ingenio español para falsear su significado. Han encontrado maravillosa y no sólo maravillosa, que esto sería lo de menos, sino ejemplar, la conducta de Don Quijote. Cuando lo cierto es que —aquí entre nos— esa conducta no tiene nada de ejemplar. Es la conducta basada en la ausencia total de sentido crítico, de lógica y de conexión con la humilde verdad y la modesta realidad de los hechos, de los seres y de la naturaleza. La conducta de Don Quijote no puede proponerse como ejemplo sino a la manera como lo propuso Cervantes: para no ser imitada. Lo divertido puede ser tomar los molinos de viento como gigantes, pero lo ejemplar es tomarlos como molinos, cuenta hecha de que es más difícil y meritorio esto último que lo primero. La locura o el engaño de las ilusiones está al alcance de todos. La confrontación rigurosa de ellas con la realidad y su correcta evaluación son el privilegio de pocos y es esa una tarea más ardua que la del ciego impulso, que la del ímpetu irrazonado.
+De esta suerte, la psicología de los molinos de viento llega a la literatura colombiana con el ilustre linaje de Don Quijote. No digo de Cervantes. Digo de Don Quijote. La distinción es necesaria porque entre el autor y la criatura hay la misma diferencia que entre el diagnóstico y la enfermedad. Don Quijote arruina graciosamente, pero arruina, el sencillo encanto de la verdad crítica. Vive el caballero manchego en medio de la Hipérbole Vital. No puede, por lo tanto, trabar relaciones normales con la realidad auténtica ni con la auténtica verdad. De él sí que puede decirse que su reino no es de este mundo, sino del desmesurado y fantasmagórico mundo donde son posibles las más sublimes locuras y las más insensatas y perjudiciales exageraciones y falsificaciones del criterio crítico.
+No impunemente y no sin causa el gran modelo de la literatura en español es Don Quijote. No impunemente y no sin causa es el gran modelo psicológico de la raza. Estamos, pues, los escritores colombianos, en nuestra condición de descendientes naturales o legítimos de Don Quijote, predestinados a trabajar intelectualmente en el Reino Quijotesco de la Exageración. Estamos autorizados por la herencia para tomar por gigantes a todos los molinos de viento, por castillos a todas las ventas, por Dulcineas a todas las Maritornes, por yelmos a todas las bacías, por caballeros a todos los yangüeses. Estamos autorizados para perder como el incurable Don Quijote el sentido de las proporciones. Pero ¿no será ya llegado el tiempo de honrar realmente a Cervantes abandonando críticamente la ruta de Don Quijote? Esta es la cuestión. Porque en rigor nuestra literatura puede clasificarse, sin mucha zozobra, bajo el signo quijotesco de la exageración, no bajo el signo crítico de Cervantes, ya que el héroe devoró a su creador y la lección crítica de este último quedó ahogada por el ejemplo de insensatez del segundo. Las consecuencias están a la vista, no sólo en la historia y la literatura de España, sino en la historia y la literatura de Hispanoamérica y, si se desea algo más concreto e inmediato, en la historia de la literatura colombianas de ahora y de siempre.
+En efecto, ¿hay algo que se parezca más a la clásica deformación quijotesca de la realidad que la transfiguración a que quedan sometidas las cosas, los hechos, las personas, las obras, a través de nuestra literatura crítica, de nuestra literatura política, de nuestra literatura histórica, de nuestra literatura periodística? Sin duda hay en todas esas literaturas excepciones antiquijotescas que se niegan a penetrar de pie firme en el Reino de la Exageración. Pero la línea característica, la constante, pasa por el mágico meridiano en que una obra excelente se convierte en sublime, un buen ciudadano es un prócer, un maestro de escuela en un apóstol, un político hábil en un estadista, un escritor respetable en un filósofo, etcétera. El sentido de la hipérbole implícito en la psicología de los molinos de viento nos impide casi siempre observar con ojos desprevenidos, calificar con exactitud y justipreciar con equidad todo aquello que puede ser susceptible de un juicio de valor. Nuestra actitud intelectual destrona por lo general a la razón y con ella la verdad para instaurar el imperio de la fantasmagoría y de la mentira involuntaria de inocente, probablemente más nociva que la mentira premeditada. Más nociva porque a esta última es más fácil adivinarle el artificio y el truco que a la otra carente de artificialidad y presentada sin trampas, como si fuese una verdad.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+LA CULTURA PASA POR UNA mala faz actualmente. La guerra es su grande enemiga, pero no su mortal enemiga, como generalmente se supone. No hay manera de demostrar que una guerra, larga o corta, arruina, arrasa completamente el edificio de la cultura humana. Una guerra puede detener el proceso de evolución de la cultura durante años o durante siglos. Pero no la sepulta de manera definitiva. Todavía hoy el mundo de la inteligencia es usufructuario del pensamiento griego, todavía hoy se sigue leyendo a Homero, a Virgilio, a Tácito. Todavía hoy siguen intactos, a pesar de las innumerables carnicerías y destrucciones a que se ha entregado con pánica furia la especie humana, los orígenes de la cultura. Las leyendas, los mitos, los cantos, las odiseas, la poesía bárbara y popular, aquella que parece un primer balbuceo mágico de la belleza verbal, sigue emocionándonos, sigue llamando la atención de sus espíritus más selectos, sigue sirviendo de base a las literaturas contemporáneas. La Primera Guerra Mundial, la de 1914 a 1918, ¿acabó con determinadas formas de la cultura? No lo parece o, por lo menos, semejante cuestión está aún por comprobarse. Es evidente que hubo un cambio de sensibilidad, de gusto, en las modas intelectuales. Hubo cambio, pero no hubo suplantación. No se puede decir, sin incurrir en error, que toda la producción intelectual anterior a 1914 «desapareció» en medio de la catástrofe física que se abatió sobre el mundo. Todo lo contrario: diez años después de firmado el armisticio en Versalles, empezó una tarea, primero un poco tímida, más tarde resuelta y franca, de revaluación, de regreso a determinadas formas intelectuales de la preguerra. Los cuatro años de la primera degollina universal no acabaron con la cultura; cuando más, detuvieron, aminoraron el ritmo que llevaba en su desenvolvimiento esa misma cultura.
+Los sociólogos que se entregan a la interpretación de la guerra actual se empeñan, con notable sentido demagógico, en repetir exactamente lo mismo que se dijo hace veinticinco años: ¡la cultura va a perecer! El sentido de ese grito desesperado no es exacto. Supongamos que la repugnante dominación totalitaria dure diez o quince años. ¿Al cabo de ese tiempo, la empresa hitleriana habrá conseguido acaso borrar hasta la última huella del pensamiento de Goethe en la inteligencia de los hombres? ¿Habrá podido eliminar a Shakespeare? ¿Suprimir la influencia de Cervantes, y hacer otro tanto con todo el elenco de los grandes clásicos de la antigüedad y de los grandes maestros contemporáneos? Es esa una tarea descomunal, que sobrepasa toda la fuerza destructora del más grande período político y militar que se organice sobre la tierra. El nacional-socialismo alemán puede conseguirlo todo, menos vencer la fuerza intangible de la inteligencia y del espíritu. Es bien curioso, pero es así, que el poderío militar se quiebra ante las hojas de un libro. Un escritor inglés, el señor Aldous Huxley, supone en una de sus novelas un mundo a la manera totalitaria, en el cual todo está regido mecánicamente, en el que han desaparecido la imaginación, la competencia de los espíritus, la división la sociedad en jerarquías. En ese «mundo feliz» no hay libros, no hay, por lo mismo, controversia, no hay emulaciones. Allí todo marcha con el ritmo tedioso de una fábrica. Cada cual cumple su tarea y no aspira a nada más. En una excavación, alguien tropieza, empero, con un viejo folleto, ya amarillento: es una comedia de Bernard Shaw. El autor de tan extraño y sorprendente descubrimiento esconde el libraco y lo lee a hurtadillas. Y basta ese sólo contacto entre el humorista inglés con un hombre del año 3000 o 4000, cuyo espíritu había sido modelado rigurosamente de acuerdo con la mecánica intelectual del más extremo totalitarismo —el que supone Huxley en la edad indicada—, para que se inicie una espléndida revolución individualista, que descubre a ese «mundo feliz» toda la ignominia soterrada en esa supuesta sociedad igualitaria.
+La farsa ingeniosa del escritor mencionado resume una tácita moraleja, muy oportuna en el momento actual. El totalitarismo alemán aspira también a construir un «nuevo orden», un «mundo feliz», semejante al que imagina el señor Huxley. Pero ¿es acaso imposible suponer que no habrá de producirse un hecho cualquiera, después de establecida la hegemonía totalitaria en el mundo, que se parezca lejanamente, cuando menos, al hecho del encuentro fortuito del libro «subversivo» de Shaw, con el cual basta, en la ficción novelesca a que aludimos, para originar el derrumbamiento de esa tiranía aceptada sin análisis y, por lo mismo, jubilosamente?
+Este razonamiento es pueril, lo reconocemos, porque la guerra la están haciendo las democracias para algo: para salvar un cierto sistema político y social de la vida humana que es, precisamente, el único aceptable, el único normal, el único que se acomoda a la condición de los hombres, al imperativo biológico de las jerarquías, de los desniveles dentro de la sociedad. No va a ser necesario, pues el hallazgo dentro de uno o dos siglos de un libro sospechoso para que se destruya la monstruosa organización totalitaria. El espíritu de la cultura occidental trabaja con notable eficacia en favor de los ideales de libertad que defienden ahora los ejércitos de la democracia contra los ejércitos del nazismo.
+La historia de las tiranías es siempre igual. La de Hitler no se diferencia en brillo y en proezas gloriosas y en crímenes satánicos de todas las anteriores, que han servido a la vez de azote y de estímulo para el progreso del mundo. Quienes tenemos la suerte de ser contemporáneos de la dramática experiencia hitleriana no deberíamos olvidar que a pesar de cuanto se dice ahora sobre el derrumbamiento del espíritu de justicia, del espíritu liberal, la única ley inalterable en la vida de los pueblos es la que señala el eclipse sistemático de los despotismos. El despotismo no ha sido jamás una norma universal de existencia. Ha sido una eventualidad histórica, cimentada en el abuso de la fuerza, en el desconocimiento del derecho, pero contra la cual ha terminado por salir triunfante el sentido natural de la libertad, que toma diversas formas políticas, pero que es el mismo a través de las modalidades peculiares a cada pueblo.
+Los dialécticos del nacional-socialismo alemán, es decir, los exegetas de la obra en que Hitler expuso la totalidad de su doctrina del Estado y de la sociedad, garantizan la inmortalidad de las tesis que se contienen en esa biblia del Tercer Reich. No hay allí nada, dicen, que no sirva con la misma eficacia para ahora que para dentro de diez siglos. Esta afirmación es de una extravagante vanidad. La biblia hitleriana puede contener una o muchas tesis políticas de transitorio éxito comprobado. Pero en lo profundo, en lo sustancial, la teoría hitleriana está tocada de inanidad, porque es en sí misma antibiológica, porque desconoce la condición humana. El hombre es un ente de razón, es decir, un ser con aspiraciones, con tendencias irrevocables a encontrar durante su paso por la tierra las mayores posibilidades de bienestar. El hombre no transige, no ha transigido jamás respecto de un determinado margen de autonomía espiritual que le es tan esencial para vivir como el agua y el oxígeno. Ese margen de autonomía toca con todo lo que forma el conjunto de la vida privada, de la vida personal: el amor, las ideas, el trabajo, las diversiones, el placer. La doctrina hitleriana «interviene» desaforadamente para destruir ese precioso lote de autonomía vital que los hombres no entregan sin lucha. Lo mismo ocurre con el marxismo. El marxismo es un instrumento eficaz para la interpretación sociológica. Pero es un desacierto político. ¿Por qué? Porque es también, como el nazismo, una teoría política e inhumana, antibiológica.
+Si, como parece incontrovertible, los hombres han caído sobre la tierra para ser felices o para tratar de serlo, no se ve como esa tendencia, que es igual en toda la escala zoológica, pueda conseguirse por fuera de la libertad y dentro de la esclavitud, dentro de la servidumbre política más abyecta.
+(De Revista de las Indias, n.º 26, Bogotá, febrero de 1941)
+HA APARECIDO LA TRADUCCIÓN española de un libro del profesor francés señor Charles Bally, El lenguaje y la vida. Se trata de un libro de supremo interés, de abundante ciencia, de cautivadora gracia, escrito en ese noble estilo gálico, todo claridad y precisión, equilibrio y mesura. Aparece integrado por varios ensayos, diestramente ordenados en una especie de jerarquía perfecta desde el punto de vista del desarrollo normal de los temas. El primero de tales ensayos, en el cual va resumida e implícita la esencia total del libro, lleva este título: «El funcionamiento del lenguaje y la vida». Se transparenta a través de tal título la rica materia analítica y conceptual de ese primer capítulo que, por sí solo, constituye un breve y ágil tratado acerca de las relaciones mantenidas entre la vida y el lenguaje, las cuales no son, en la generalidad de los casos, suficientemente advertidas en su espléndido desarrollo, ni por los técnicos o especialistas en la ciencia del idioma, ni tampoco por el vulgo.
+El profesor Bally plantea, como cuestión de fondo en el ensayo a que nos referimos, esta tesis: «El lenguaje natural recibe de la vida individual y social, de la cual es expresión, los caracteres fundamentales de su funcionamiento y de su evolución. Como todos los fenómenos de la vida están caracterizados por la presencia constante y, a menudo, por la preponderancia de elementos afectivos y volitivos de nuestra naturaleza, la inteligencia no tiene allí más que el papel de medio, aunque muy importante. Por ello, estos caracteres, al reflejarse en el lenguaje natural, le impiden y le impedirán siempre ser una construcción puramente intelectual».
+Esta tesis del profesor Bally le da al desenvolvimiento de los idiomas, al proceso continuo de su transformación, un sentido biológico. Todo lo contrario, pues, del sentido que le asignan al mismo fenómeno los lingüistas aferrados a la noción estática, conservadora, tradicionalista de las lenguas. Podría entenderse, de primera instancia, que el profesor Bally condena, expresa o tácitamente, la misión atribuida por lo común a las academias, la cual misión, según el viejo decir, consiste en fijar los idiomas y darles esplendor. El profesor Bally entiende que las academias pueden llenar, llenan en muchos casos, una tarea útil, como es la de clasificar, aceptándolos de buena o de mala gana, los cambios idiomáticos que impone el uso popular. Pero no es así, por desgracia. O no es así, con notoria frecuencia. Las academias son, al fin de cuentas, un tribunal de justicia idiomática que rechaza casi siempre toda novedad, toda creación o recreación populares, en nombre de la tradición y en defensa de los abolengos de cada lengua. Bally opone a esa concepción académica la espléndida fuerza de la vida, de la vida social, de la vida de los pueblos, que es más rica, más imprevista, más compleja, múltiple y variada que las reglas especiales de la filología, de la semántica, de la gramática, dentro de las cuales resulta imposible y aventurado canalizar el ímpetu prodigioso de la lengua hablada, de la lengua popular y de la lengua escrita.
+De esta suerte, como lo cree y además lo comprueba sagaz y cautivadoramente el profesor Bally, la ciencia del idioma no puede prescindir, para aparecer como tal, de la contribución extraordinaria que a cada idioma brinda, en todo instante, la sociedad humana, desde el vulgo analfabeto hasta la élite especializada. Los errores, las faltas gramaticales, la arbitrariedad popular en el uso, sirven también como acicate de la evolución idiomática, porque en el fondo de todo error tomado y expresado con insistencia irresistible por un pueblo, existe una profunda razón justificativa que toca con el sentimiento, con la zona afectiva. «No se cometen faltas por simple placer», dice Bally; «las incorrecciones, por menos las que tienen vida dura y resisten los vituperios del purismo, proceden casi siempre de tendencias profundas del lenguaje en general, o de un idioma en particular; así, aun cuando se tenga por único objeto extirparlas, no se conseguirá eso del todo si se ignoran su origen y su razón de ser; no se puede curar una enfermedad si se ignora la causa. Muchas faltas de la lengua responden a necesidades de la lógica gramatical; otras, a las exigencias de la expresión emotiva». «La lengua del mañana», agrega Bally, «se prepara entre una muchedumbre de incorrecciones. Muchas de ellas han tomado ya tal extensión que se puede casi descontar su triunfo definitivo».
+Las opiniones de Bally no serán, probablemente, del agrado de los puristas. Pero resulta que esas opiniones tienen el respaldo de la realidad del mismo hecho a que se refieren. Un ejemplo colombiano, entre otros cuantos que podrían ofrecerse, serviría muy bien para demostrar la autenticidad y exactitud de lo que dice Bally. El lenguaje popular, primero, y más tarde el lenguaje culto, han adoptado entre nosotros la modificación de una letra en la palabra «harto» —del latín farctus— que significa, según el Diccionario «saciado», «henchido», «bastante», «sobrado». Esa modificación arbitraria, impuesta por el uso, ha sustituido la h muda, por una j sonora, expresiva, llena de color y cargada de significado. Quien diga en Colombia; estoy harto, tomará fama no de hablista que utiliza correctamente la ortografía del vocablo sino de persona afectada, de «purista» de salón, que desdeña peligrosamente el imperio democrático del uso, impuesto por las mayorías. Quien diga, en cambio, como todo el mundo, o casi todo el mundo en este país, estoy jarto, expresará, al mismo tiempo que su conformidad con los designios de las mayorías populares, que en esto del idioma son soberanas y absolutas, un estado especial del ánimo, con plasticidad y fuerza verbal insuperables.
+Muchos otros ejemplos del lenguaje colombiano podrían brindarse en apoyo y demostración de la tesis de Bally. Pero nos parece que basta con el que hemos puesto para hacer entender cómo no es posible desdeñar o subestimar las transformaciones idiomáticas que va creando la vida social, y la necesidad de encontrar en el signo verbal una manifestación adecuada de ciertos estados afectivos que se colectivizan al golpe de los hábitos comunes. Por otra parte, los idiomas, al quedar detenidos en determinados cauces, se extinguirían por inadecuación o inadaptabilidad a los nuevos hechos, fenómenos y circunstancias que crea todos los días el avance de la técnica, del industrialismo, de la riqueza pública y privada, de la ciencia, del deporte, de la política, de las artes. La expresión norteamericana OK —Okey— ha logrado sustituir, para varios millones de hombres que hablan inglés y para otros cuantos millones de hombres que no lo hablan, las expresiones «estoy conforme», «estoy de acuerdo», «está bien».
+En ese diminuto signo verbal, cuya grafía es más breve aún que su elocución, sintetizó el genio anónimo del pueblo un estado especial del ánimo, consiguiendo, en verdad, una transmutación de los términos, realmente admirable por cuanto ella se acomoda a la brevedad, rapidez y concisión con que en nuestra época, plena de afán y de premura, se cierra por lo común todo acto que implica conformidad, acuerdo de voluntades. Ya no hay tiempo, sobre todo en el lenguaje oral, para demorarse en vanas, lánguidas, pulidas y extensas fórmulas. Ni siquiera el lenguaje contemporáneo del amor puede permitirse la deliciosa vacancia retórica de los románticos, aun cuando, en el fondo, los enamorados sean perdidamente románticos. El lenguaje actual del amor está impregnado, saturado de expresiones que llegan hasta él y lo penetran, del lenguaje de los deportes, del lenguaje de los negocios, del especial lenguaje del cine, del lenguaje burocrático y, desde luego, del lenguaje político y del lenguaje literario. Y lo que decimos respecto del idioma del amor vale también para los demás idiomas de la vida. Hay, pues, una interrelación, una correlación imprevisible pero constante, rica, casi suntuosa, entre todos esos lenguajes. Y de esa correlación o interdependencia brota el hecho soberano en que se apoyan las tesis científicas de Bally, de que la vida —y no la ciencia del lenguaje, y no las academias, y no las gramáticas, y no la filología ni la semántica— es la que va tejiendo el paño de las aproximaciones, trasplantes, cambios, alteraciones y hallazgos, en los idiomas.
+La concepción natural, biológica del idioma, parece más justa, y desde luego más real e indefectible que la otra, la que ofrece inapelable autoridad y despótica preeminencia a la ciencia idiomática, encargándola por sí sola de salvaguardar el uso y de controlar, a su querer, la entrada de los ejércitos invasores de las nuevas formas de expresión. Es decir, sometiendo a un rígido esquema el inmenso fenómeno de la evolución de los idiomas.
+(De Revista de las Indias n.º 61, Bogotá, enero de 1944)
+LA EVOLUCIÓN POPULAR DE los idiomas —y parece que no hay otro género de evolución al respecto— es un fenómeno que se presta a sabrosas y excelentes consideraciones de variada índole. Ante todo está el hecho de la fácil y rápida aclimatación social —llamémosla así— de los nuevos giros, de las nuevas expresiones, de las nuevas metáforas, de los nuevos tropos, de los nuevos materiales con que se va enriqueciendo, dicen unos, con que se va desfigurando, dicen otros, el respectivo idioma, gracias al concurso de circunstancias exteriores, impuestas por la vida misma de las sociedades humanas y su desarrollo o su decadencia.
+La misión de las academias del lenguaje ha sido denigrada muchas veces, con notoria ligereza e injusticia, tomando como base un error inicial de apreciación. No es cierto que las academias de tal índole, según reza la mayoría de sus estatutos, tengan por finalidad exclusiva montar la guardia en el palacio de los idiomas, controlar con su policía el uso y el abuso de las palabras, expedir para ellas un seguro de vida y extender para otras, para muchas otras, una solemne partida de defunción. No. La verdadera misión de las academias podría ser más simple y más útil: dar carta de naturaleza a las adquisiciones que la evolución del lenguaje hace para sí. Es esa una misión a la cual no puede esquivarse ninguna academia, ni ningún académico, cualquiera que sea su autoridad o su prestigio, porque el verdadero dueño del idioma, su maestro de mil cabezas, el que impone sus cambios, determina la vigencia de ciertas peculiaridades, organiza su desarrollo, altera su fisonomía, modifica el sentido de los términos, sustituye eficazmente el uso antiguo por el uso nuevo, toma elementos foráneos y los asimila al genio típico de la lengua, sustituye, reemplaza, destruye y crea nuevas realidades, es el pueblo, la masa amorfa de cada nación.
+He ahí el dictador supremo en la evolución de los idiomas. Contra su terca y soberana voluntad de hablar y de escribir sin sujeción a las premisas académicas y a los dictados de la filología y de la semántica, se quiebra el esfuerzo culto de los técnicos, de los gramáticos y de los sabios. El secreto del formidable éxito universal conseguido, verbigracia, por los nuevos novelistas norteamericanos, radica, entre otras cosas, en la desconcertante y milagrosa calidad estética que han sabido dar al idioma corriente y vulgar del pueblo. Idioma fertilizado, enriquecido maravillosamente por el genio anónimo de una sociedad de proletarios y de plutócratas, de políticos y de capitanes de industria, de agricultores y de menestrales, de artistas y de vagabundos, de obreros y de gangsters, cuyo aporte ha sido parejo en la soberbia tarea de crear nuevas formas de expresión, nuevos signos, o como lo decíamos antes, nuevas realidades para el idioma. ¿Qué vale, ante ese hecho formidable, el control académico? ¿No resultaría pueril la docta empresa encaminada a demostrar que esa literatura es perniciosa y nefasta porque dentro de ella se les da una categoría literaria de primer orden a innumerables formas del lenguaje que pugnan abiertamente con las severas reglas aceptadas como excelentes y únicas en el tribunal oficial del idioma, es decir, en las academias?
+La soberanía popular es más fuerte en este aspecto de las realidades sociales, tal vez, que en el orden político. La desintegración de ciertas formas del lenguaje, su descomposición, su ruina, no la detiene nada ni nadie, cuando es el pueblo, el vulgo, quien se encarga de esa labor, a la cual se entrega más por instinto que por reflexión. El pueblo no pone mucho discernimiento, sino más bien se deja guiar por su adivinación, en estas cosas. El desarrollo de las ciencias, de las artes, de la política, de la economía, la modificación de las costumbres, de los placeres, de las modas, las nuevas dimensiones que toma la conducta humana ante los hechos que se van presentando en el curso de la historia, trae un vasto aporte a los idiomas, a la conversación, al estilo literario. Y ese aporte no sale de los cenáculos especializados, sino que brota de la calle, nace de la multitud, se origina anónimamente. Pretender modificarlo, alinderarlo, pulirlo, modelarlo, someterlo a la prueba gramatical o filológica, para declarar, si es legítimo, que debe aceptarse, o si es mercenario e ilegítimo, que debe rechazarse, es un empeño absolutamente inocuo y estéril.
+Los grandes estilos literarios tienen su fuente de aguas vivas, en el idioma popular. Cervantes es un ejemplo concluyente al respecto. El vigor de un idioma no radica esencialmente en la sujeción estricta a lo tradicional, sino también en su flexibilidad para aceptar y asimilar los elementos de renovación que el progreso social vaya arrojando en su seno. Obsérvese, para el caso, cómo resulta de antipático, de chocante, de artificial, de melindroso, el estilo de los escritores que se apegan a las formas desuetas del idioma, a los giros anticuados, a la fraseología de los clásicos. Se ve de entrada el «pastiche», la forzada imitación. No se puede remontar el caudal del tiempo sin correr todos los peligros de esa aventura azarosa. Cada cual ha de ser de su tiempo, de su año, de su hora, decía sonriente, el señor de Montaigne. Pero saber serlo es cuestión difícil, si se paga tributo a los prejuicios que infestan todos los órdenes de la actividad humana, entre ellos el orden intelectual.
+Pero volvamos al tema de esas glosas. El primer estadio que invade la corriente popular de la renovación de los idiomas es el de la conversación. Ese territorio no resiste, sino muy débilmente, el asalto de las nuevas formas. Adquirida una palabra, un giro, una metáfora, un tropo, por el vulgo, por las «mayorías populares», ninguna fortaleza que se oponga a su vigencia y difusión podrá resistir el anónimo empuje. A poco andar, la novísima conquista habrá asentado carta de ciudadanía en todos los diálogos, será repetida y aceptada aun por quienes encuentren inicialmente desagradable, extraña y hasta vejatoria esa sujeción que se les impone. De la conversación ascenderá al estilo literario, primero con la puntillosa precaución de las comillas o la salvedad manifiesta de que su uso eventual está indicado por una moda detestable, por una vulgar corrupción del lenguaje. Más tarde, se abandonarán esas precauciones y salvedades, y la palabra recién nacida, el giro recientemente adquirido, pasará a formar parte del acervo común. Literatos y políticos, artistas y hombres del montón, usarán el nuevo signo verbal como una moneda de pura ley para el comercio espiritual.
+La desacomodación de un escritor con su época se traduce tanto por las ideas como por el estilo. El escritor que se niega a aprehender, a usufructuar para beneficio de sus obras los valores idiomáticos que la evolución de la sociedad en que vive va creando constantemente, corre un riesgo similar al de esos caballeros o de esas damas que se aferran desesperada y orgullosamente a una determinada moda, ya fenecida, a un repertorio de palabras, ya en desuso, a un estilo, a un tono de vida, periclitados o superados. El caballero que al despedirse de un amigo todavía emplea la antigua fórmula de «colóqueme a los pies de su señora» se hace, sin duda, acreedor a nuestra gratitud eventual, pero también a nuestra sonreída y burlona sorpresa por la insólita resurrección, que se torna cómica instantáneamente, de un «cumplido» que perdió su vigencia hace ya muchos años.
+El lenguaje de la amistad y el del amor, el de los negocios y el de la política, sufre alteraciones constantes, curiosas y, en lo general, acertadísimas. Quienes se colocan en pugna con ellas no tienen ninguna posibilidad de aniquilarlas o vencerlas. Por tal razón el espectáculo espiritual que ofrecen las gentes empecinadas en una diaria batalla por la supervivencia de lo que está agonizando o ya murió resulta de una endiablada comicidad. El ejemplo que hemos puesto antes podría multiplicarse indefinidamente, removiendo el archivo de los giros, de las expresiones no sólo de la cortesía social, del trato en los salones, sino de la literatura política de quince, de veinte, de cincuenta años atrás. ¡Qué excelente vitrina de antigüedades podría formarse con ese material de metáforas, de palabras, de tropos, de aproximaciones críticas, de exclamaciones, de admoniciones, de comparaciones, de maldiciones, de interjecciones! Esa «exposición» retrospectiva del estilo de la conversación y del estilo literario serviría, mejor que cualquiera otra cosa, para demostrar cuál ha sido el cambio en las formas del lenguaje a lo largo de medio siglo, por ejemplo. La desvalorización paulatina o vertiginosa de tantas palabras, su ruina irremediable, su desuso, el proceso de su auge y de su decadencia, su transformación, la modificación popular de su sentido, podría tomarse como punto de partida para ensayar también una interpretación de evoluciones más amplias: la moda, el deporte, las relaciones sociales entre varón y mujer, el amor, las diversiones, la política. Ya se ve cómo el lenguaje es el cambiante espejo de la sociedad, y cómo sus modificaciones, sus alteraciones, sus conquistas, revelan el proceso interno a que están sometidas todas las agrupaciones humanas, proceso de un devenir sin interrupción, en que no hay un sólo hecho que no pertenezca, dentro de su actualidad, un poco al pasado, y sea, al mismo tiempo, punto de apoyo para su propia sustitución en el futuro. Por eso la estabilización del idioma, dentro de rígidas normas académicas, no es más que una vana y loca ilusión.
+(De Selección de prosas)
+EN LATINOAMÉRICA PARECE predominar la idea de que la educación y la cultura del pueblo, la cultura de las masas, o su entrenamiento cultural, se consigue más fácil y rápidamente rebajando las expresiones culturales a un nivel preciso de esas mismas masas y su nivel intelectual o sensorial. De esta suerte, dicen quienes profesan esa idea y la expanden y la ponen en ejecución, se creará el hábito cultural. Este ha sido, por ejemplo, el razonamiento —especioso hasta más no poder— presentado a propósito de las supuestas ventajas del llamado «teatro popular», o de la literatura de magazine, o de folletón, o de la peor música, o de la peor escultura, o de la peor pintura, o del peor cine.
+Permítasenos decir, con toda modestia, que semejante tesis es enteramente contraria a la historia de la cultura, a su desarrollo y a su significado. La cultura es una contrariedad. La más extraordinaria y fértil de toda las contrariedades con que el pueblo ha venido tropezando a través de los siglos. Una contrariedad en la cual trabajan con pleno gusto y de modo natural, cuando trabajan bien, los dirigentes de los pueblos, y con ello sus artistas, sus escritores, sus intelectuales. La corriente del arte, en cualquiera de sus manifestaciones, es, básicamente, una corriente contra la corriente, una navegación aguas arriba, una dramática peripecia semejante a la soberbia peripecia de los salmones del Pacífico que nacen y mueren en el río Columbia después de atravesar, en homérica odisea, la Cadena de las Cascadas navegando victoriosamente en sentido contrario al de la poderosa corriente de agua que los golpea y los asfixia. De esta suerte, convendría, acaso, simbolizar en el salmón del Pacífico, mejor que en otra figura de la depreciada heráldica legendaria, esta sorda tarea, minuciosa y desesperada del artista para llegar a su meta y hacerse oír y hacerse entender de sus semejantes.
+La faena cultural implica, de hecho, una inconformidad, una antiestabilización. En el argumento de que los pueblos primitivos o retrasados culturalmente deben recibir, sin beneficio de inventario y con suprema benevolencia crítica, toda obra que interprete y refleje el más bajo nivel del gusto y de la afición populares, aparece disimulado pero evidente el más peligroso atentado contra la cultura deseable para ese mismo pueblo. El argumento en referencia es tan demagógico como engañoso. Opera sobre este supuesto: como no existe culturalmente nada, cualquier cosa es un principio de cultura. Pero no es así. El rigor crítico más elemental, basado en los datos más simples del proceso social, determina que eso no es así, y que del inmenso acervo de los hechos «paraculturales» en que se va expresando trabajosamente toda sociedad en formación queda apenas un modestísimo rezago histórico-documental. La cultura propiamente dicha empieza más allá del documento, cuando las formas del arte han pasado de su grosero estadio inicial a un diseño más puro, más incorruptible y más firme. Se dirá que el caos y la nebulosa son imprescindibles al génesis. Pero el mérito de los voceros culturales de una nación consiste en reconocer y denunciar esa nebulosa y ese caos y hacerlo entender como tal.
+Pero esta denuncia no es fácil. El equívoco sobre lo que debe ser el significado democrático de la cultura conduce aún a espíritus muy claros y agudos a una deformación de criterio respecto del problema. Dentro de esa deformación se supone que un pueblo con mayoría de analfabetos no debe tomar contacto inmediato con las expresiones verdaderas de la cultura, sino que ha de pasar previamente, y demorar allí durante mucho tiempo, por el experimento intelectual que sirva de interpretación y de reflejo a su propia vulgaridad. Sobre estas bases críticas, la orientación democrática de la cultura consistiría en hacer cada vez más amplias las zonas populares de la vulgaridad, del mal gusto colectivo, y en estimarlos con soberano vigor para dar pábulo a la monstruosa creencia de que la democratización de la cultura se manifiesta de esta manera. En otras palabras: que debemos utilizar el natural desvío de las masas analfabetas o casi analfabetas por la cultura, ahorrándoles cualquier posible esfuerzo por comprenderla y asimilarla. Y en ofrecerles aquellos manjares que las envilezcan intelectualmente un poco más. Por fortuna, la auténtica noción democrática de la cultura no corre sobre tan absurdos registros sociales. Esa noción aparece cuando los hacedores de cultura corren valerosa y abnegadamente el riesgo de «nadar contra la corriente». Es decir, cuando sobrepasan los niveles de la vulgaridad y persuaden, por medio de sus obras, a las masas esquivas, de que el arte verdadero puede ser también un patrimonio de ellas y, como diría Valéry, «la política de sus mejoras espirituales».
+Desde luego, a esa lenta y paciente tarea de persuasión cultural no se resignan todos los artistas, ni todos los conductores de la opinión pública. Entre otras razones, porque es una tarea ingrata y de resultados a largo plazo. En cambio, la otra tarea, la de la concordia entre la demanda que promueve el gusto de las masas cuyo nivel de educación es muy bajo, y la satisfacción de ese gusto, resulta muy llevadera y satisfactoria. Por lo general, acarrea fama, dinero y prestigio. Algo así como una gloria circunstancial que hace suponer a los incautos que allí, a través de ese efímero esplendor, está actuando ejemplarmente el mecanismo democrático de la cultura, puesto que el pueblo ratifica con su entusiasmo el sentido y la significación de una tarea que, lejos de contrariarlo culturalmente, lo corrobora en sus precarios y ordinarios ideales estéticos. En estas condiciones de identificación y de conformidad con la masa, es claro que la cultura sufre una súbita paralización. Y el gusto popular una desmejora, un estragamiento. El artista, de por sí, intrínsecamente, por el mérito natural de sus creaciones, aporta siempre una mejora al gusto cultural de las masas y determina, por lo mismo, un avance democrático de la cultura.
+El falso artista introduce, en cambio, un elemento de perturbación y de retardo en el proceso cultural. La adhesión de las masas lo hace esclavo de ellas y con el propósito de no contrariarlas jamás porque ello equivaldría a perder su fama y malograr su prestigio, jamás será capaz de servirlas culturalmente mejorando la significación, el sentido y el estilo de su obra. Por el contrario: hará de esta un espejo donde puedan hallar reflejada, sin posible superación, la vulgaridad y la ordinariez que les ofreció originalmente. El falso artista supone siempre que se halla al servicio de la cultura. Pero, en rigor, está aniquilando la posibilidad de la cultura. Su éxito crea un estándar, una medida casi invulnerable de ordinariez o de chabacanería, imposible de romper sin producir profundos desgarramientos en el cuerpo general de la cultura de un país. Establecida como canon de la cultura popular la medida de ordinariez, de vulgaridad o de chabacanería que el falso artista establece con sus obras, la recuperación o el alcance de niveles más altos y mejores, será muy difícil y problemática. El pueblo habrá creído de buena fe en la supuesta verdad artística y la supuesta verdad cultural que le han dado y presentado como tales. Y los verdaderos artistas, para destruir esa superchería, tendrán que esperar a que ocurra una de esas mutaciones históricas que ponen en evidencia las falsedades de todo orden que acumula en su seno todo proceso social.
+La literatura pasa ahora por una mala época. Los empresarios de las grandes publicaciones han adquirido la sospecha de que las relaciones entre sus masas de lectores y la verdadera literatura no son las más aptas para determinar un ensanche popular de la circulación de sus papeles y, consecuentemente, un progreso del negocio editorial. La teoría de esta velada querella contra la literatura se basa en la creencia de que es una temeridad sacrificar un poco de la satisfacción intelectual, vulgar y ordinaria que ellos creen deben dar a las masas, para hacer el experimento de ofrecerles una satisfacción de buena clase. Una temeridad, por esto: porque un folletinista cualquiera, dicen esos empresarios, siempre tendrá más lectores que Platón, Tolstoy o Thomas Mann. Pero la cultura, no el negocio, corre por cuenta de estos últimos. Ahora bien: lo que tendrían que decir es que se trata de lo segundo y no de lo primero. Y entonces, no habría equívoco. Como no lo habría en el caso de los falsos artistas si la crítica saliera a tiempo para decirles que su éxito no es una prueba de su calidad ni, desde luego, un seguro de gloria. Y que la cultura es una larga tarea dolorosa, en la cual el hombre y el artista ponen todo su genio y toda su capacidad de inconformidad para conseguir que el resto de sus semejantes se aproximen al reino de las grandes verdades.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 21 de marzo de 1954)
+NO TIENE MAYOR GRACIA QUE el artista corrobore su mundo y las circunstancias en que él, como partícula social, se encuentra sumergido. No tiene mayor gracia y, además, si las corrobora porque le parecen excelentes y satisfactorias, su testimonio carecerá de interés en la mayoría de los casos, y de categoría estética, casi siempre. La satisfacción y conformidad son, por lo general, muy malas consejeras artísticas, y hasta parece que una incógnita ley, no establecida como norma, ni clasificada como entidad, pero existente de todos modos, crea una secreta correspondencia, una especie de buenas relaciones entre el arte y la inconformidad con el mundo dado al artista, es decir, con el conjunto de ideas, instituciones, mitos, etcétera, que constituyen el orden social. En otras palabras: la satisfacción del artista con el mundo, cualquiera que sea su signo, burgués, proletario, comunista, capitalista, socialista, resulta, casi siempre, un fracaso como tarea estética, tal vez porque todo júbilo y toda plenitud eliminan el contraste, la antítesis, la contradicción. En tales condiciones de beatería sentimental y de candor de la inteligencia, es obvio que el litigio, la interrogación, la duda, implícitos en toda verdadera creación artística, desaparecen, o mejor dicho, no aparecen en la raíz de la obra, ni, desde luego, en su expresión. Lo que aparece es una sorda, monótona, tediosa apología de un sentimiento mediocre: el de la conformidad con un mundo cuyas características se presentan como perfectas, inobjetables y preciosas. Pero lo sorprendente no es que ese sentimiento exista, a pesar de que hay suficientes razones, y las ha habido siempre, para que aun la criatura más cándida pueda darse cuenta de que alimentarlo en frente de lo que el mundo le ofrece como prueba de la felicidad, la justicia y la magnanimidad, es una manera de engañarse sin resultado positivo. Lo sorprendente es que esa clase de satisfacción y de conformidad pase a ser una condición para el arte, exigida e impuesta por los poderes del Estado, del Partido, del Sistema, o adoptada ciega o conscientemente por el artista.
+La fastidiosa circunstancia de que el mundo marxista de las perfecciones humanas, sin Estado, sin clases, sin partido, abundante, suficiente, puro, incorruptible y, naturalmente, desalienado, justo y equitativo, no haya podido ser todavía configurado, estructurado y organizado, impide conocer el modelo clásico de lo que será el reino de ese tipo de perfecciones sobre la tierra, es decir, como forma y esencia de la organización social de los pueblos. Mientras se logra ese paraíso técnico y tierno a la vez, la dureza, la crueldad y las alternativas del experimento marxista encaminado a lograrlo no permiten tener demasiadas certidumbres como para asegurar que los artistas estén plenos de razón al declarar su acuerdo con el mundo que hasta ahora les ofrece el sistema, ni tampoco que la expresión artística de ese acuerdo sea válida estéticamente. No. Como no permite tampoco las condiciones del mundo capitalista, creerles a los artistas que lo corroboran o exaltan como desiderata de la felicidad, la justicia, la bondad y la equidad. Igualmente alienado está el hombre a un lado y a otro de la frontera de las palabras y opciones que separa a las ideologías en pugna. La conformidad, la satisfacción con cualquier sistema, dentro del rigor explícito o tácito que su propio mecanismo impone, suscita un pseudoarte de tipo apologético del cual queda eliminada la porción necesaria de desconfianza y de crítica razonable para enjuiciar las insuficiencias, coerciones, limitaciones, abusos, mitos, utopías, atrocidades, tonterías e injusticias que comporta toda organización social. Si el artista verdadero no se diera cuenta de ello, el arte no existiría como tal ni como testimonio de las contradicciones y vicios que, junto con una porción de acierto, constituyen el tejido orgánico de todo sistema.
+Es por ello mismo por lo que se incurre en error cuando se le niega al crítico marxista toda suerte de razón al condenar la beata conformidad del artista, del escritor burgués, con su mundo y su sistema, y del otro lado, del lado marxista, en negársela al crítico burgués cuando condena la conformidad del artista comunista con su propio mundo. Las estratificaciones críticas de uno y otro universo social provienen de la rigidez de cada sistema. Mientras esa rigidez sea más inflexible y más eficaz políticamente, y tenga, por lo mismo, mayor poder coercitivo, la actitud del artista será más disciplinada, más subalterna, menos autónoma, menos crítica. Y, por consiguiente, perderá valor, originalidad y sorpresa.
+En cualquier mundo en que se halle el artista: burgués, comunista, capitalista, desarrollado, subdesarrollado, bárbaro, civilizado, agrario, industrializado, budista, católico, ateo, abundante o miserable, su creación no será significativa como creación artística, mientras aparezca lastrada con el peso de una conformidad sin matices, sin fisuras, sin ninguna clase de sospechas sobre la supuesta perfectibilidad de ese mismo mundo. Todo auténtico artista es un espía del sistema social en que se halla, del módulo de existencia que le fue dado, de las ideas triunfantes, de las ideologías victoriosas y, por lo tanto, un rebelde, secreto o explícito, contra la organización social, un espíritu en permanente desajuste y desacuerdo contra los dictados de la sensibilidad promedial y contra los gustos oficiales comunes. La ausencia de esta rebeldía por cuenta del arte, expresada a través del arte no como una finalidad y un propósito del arte mismo, sino como un factor natural, presente en la creación estética, esa ausencia, en cualquier tipo de sociedad, demuestra una de dos cosas: o bien que el aparato de represión y disciplina del sistema impide, de manera absoluta, una respiración normal del arte, y lo sofoca para dar paso únicamente a un pseudoarte apologético, de propaganda; o que existe una real esterilidad en materia artística, ocasionada por erosiones misteriosas en la sensibilidad de los pueblos. Por meritorio y tenaz que sea el esfuerzo para mejorar las relaciones del artista con el sistema social, y obtener la conformidad y complacencia del primero con el segundo, la verdad es que los resultados estéticos de todo conformismo son, generalmente, catastróficos, y sólo por excepción, admirables: cuando ese conformismo cambia de signo y toma el cauce de una identificación total con la sensibilidad y la inteligencia del gran artista.
+Pero aun así, identificado a un sistema, el gran artista seguirá siendo un testigo crítico e incómodo de lo mismo que admira y que constituye la materia de su identificación: un deslenguado, como Saint-Simon, un desesperado, como Mayakovski, un declarante o revelador de ciertos secretos o de ciertos tics del sistema, como Kipling. Ningún artista verdadero deja de litigar y de testimoniar contra todo lo que lo rodea y constriñe en el contexto social. La coerción obvia del Estado, la coerción obvia del tejido social, la coerción obvia de toda ideología, transmutada en poder, lo ponen en estado de alerta; su rebelión, su rebeldía, su inconformidad, es la respuesta, también obvia, a esa presión atmosférica ejercida sobre sus potencias interiores a través de todo el aparato social en que se modula el rigor del sistema. Burgués o proletario, colectivista o anticolectivista, todo sistema presupone la conformidad social a sus dogmas, a sus postulados, su teoría, a su praxis. Que el artista por su condición misma de artista escape o pueda escapar, o haga el intento físico o la mueca intelectual de escapar a esa rígida norma de bronce, es exactamente el gran escándalo, una de las grandes herejías de nuestro tiempo, de todos los tiempos.
+Un arte para exaltar al Comisario o al Presidente, o para loar y poner en evidencia los buenos sentimientos del capitalista y del burgués, redimidos de su natural ferocidad; o para celebrar la nueva y pura criatura comunista, fraguada en los hornos de la revolución y, por consiguiente, desalienada, libre y autónoma, ajena al tedium vitae de la otra pobre criatura humana anterior al milagro, es decir, al proceso revolucionario marxista, y, ajena, por tanto, a la melancolía, a la tristeza y, casi, casi al dolor, a la enfermedad y a la muerte; un arte, o lo que es lo mismo, una literatura, un teatro, una poesía, una novela, una música, una pintura, una escultura, unas danzas, unas canciones para celebrar, con perfecta, humilde y jubilosa conformidad el mundo que nos rodea, y el sistema respectivo, es lo que todo poder exige franca o veladamente, de manera coercitiva o en forma disimulada y larvada. El poder político, el poder social, están en lo suyo al exigir esa disciplina o esa conformidad, puesto que la disidencia de la norma, que puede significar el arte, es, de todos modos, un inconveniente. Lo curioso es que los artistas del mundo comunista no hagan, ellos también, lo que les piden hacer —y hacen— los artistas, no todos, ciertamente, del mundo capitalista: poner en cuestión por medio de sus obras, ese mundo, ese sistema, para criticarlo y denunciarlo. Lo curioso, no. Lo normal es que ello ocurra así, puesto que la eficacia del aparato estatal, en el universo comunista, para crear esas lealtades forzosas y esa clase de júbilos y corroboraciones del artista, es notoriamente más persuasiva que en el universo capitalista.
+(De El Tiempo, Lecturas Dominicales, 12 de diciembre de 1965)
+EL PROBLEMA DE LA CRÍTICA preocupa ahora con especial atención a las gentes colombianas de letras. El inesperado plebiscito parece estar a punto de conseguir una respuesta negativa sobre la existencia de esa función del análisis intelectual entre nosotros. Los poetas recién aparecidos, los de la última jornada lírica, tocados levemente en su inicial prestigio, aseguran, unánimes, que en la parcial incomprensión para su mensaje hay nada más que una falla del sentido crítico. Escritores maduros, expertos y sagaces denuncian la imposibilidad de hacer crítica en un medio que la rechaza y no la comprende. Otros consideran que la hora de la crítica no ha llegado todavía para el arte literario en Colombia.
+Veamos un poco los matices del interesante problema. La crítica supone una extensa y profunda tradición literaria y artística en el medio donde se ejerza, y una materia clásica en el acervo de la cultura de un pueblo, mediante la cual sea posible establecer una tabla de valores estéticos que permitan relacionar con mayor o menor acierto los nuevos aportes. Un crítico inglés, por ejemplo, puede servirse a su gusto de la tradición clásica, de los grandes modelos, de las grandes corrientes del estilo, de las constantes que se desprenden a través de las escuelas estéticas de su país, en el momento de valorar la obra de un escritor británico de este tiempo. Con referencia concreta al desenvolvimiento de las letras y de las artes inglesas, ese crítico no tendrá sino las dificultades que él mismo se imponga por deficiencia natural o por voluntario desvío. Pero su análisis encontrará un espléndido punto de apoyo, una base firme, una perspectiva a través de la historia literaria y artística de Inglaterra, para juzgar de la bondad o de la mediocridad de una obra, y para señalar sus características, sus tendencias, su probable importancia en el cuadro general de las letras inglesas.
+El crítico colombiano carece de esas ventajas. No puede disponer de ellas todavía. Le ocurre algo que es un poco dramático: no tiene punto de apoyo. Pero ahí están, se dirá, para reemplazar la propia tierra firme, los clásicos ajenos, los de España, que en cierta manera son también los nuestros. Y ahí se halla la experiencia literaria y artística de todo el mundo occidental, a nuestra disposición. Este punto de vista no es correcto para el caso especial de que se trata ahora. Es cierto que la literatura de un país puede juzgarse en función de reflejo o consecuencia de la de otro, del cual heredó la lengua, la religión, las instituciones políticas, los hábitos sociales. Nada habría que oponer a ese paralelismo. Pero si de lo que se trata es precisa y específicamente de que la crítica ofrezca normas, fije leyes, establezca matices, relacione influencias, aclare el proceso especial de una determinada literatura, de un arte determinado, considerando una y otra como expresiones nacionales de la vida de un pueblo, el sistema de referencia de un país a otro no es procedente. Sin embargo, no hay otro que puede utilizarse cuando faltan, como en el caso colombiano, los modelos clásicos de cada etapa, los creadores de escuela, de estilo, los maestros del género. De esta suerte, para cada nuevo libro de poesía que aparece en Colombia, para cada nuevo poeta que surge, el recurso de apelación de la crítica se surte, inevitablemente, ante un tribunal extranjero. Este poeta, dice la crítica, viene con el sello lírico de Góngora, y este otro es hijo espiritual de Juan Ramón Jiménez; en el otro resuena el acento intelectual de Paul Valéry, y en este último se oye, afinada, la castellana voz de Antonio Machado.
+¿Y los modelos colombianos, los clásicos colombianos dónde quedan? ¿Pombo, Silva, Valencia, representan una norma clásica, una referencia respecto de la cual pudiera afirmarse que a partir de ella se creó una escuela, un módulo lírico, una tendencia determinados? He ahí una cuestión problemática, que aún espera la discriminación analítica. Ninguno de los poetas que en los últimos años han aparecido en Colombia se considera usufructuario del mensaje de Silva, de Pombo o de Valencia. Todos, en cambio, garantizan que de más lejos, de otras latitudes, ha venido para ellos la luz de la poesía. Algunos se anuncian con orgullo como renovadores del mensaje de Bécquer, otros encuentran en sus versos una reconstitución moderna de las clásicas voces españolas de Lope, de Garcilaso, de Góngora, y otros, con menor sentido histórico para su vanidad, hallan que su arte viene, en línea directa y no interrumpida, de Jiménez, de Machado, de García Lorca, de Neruda, de Bernárdez… Y están en lo cierto. Y la crítica, al señalar esas influencias, esas imitaciones, esas renovaciones, no se equivoca. Pero entonces sobreviene para la crítica el reparo general de estar ejerciendo extraterritorialmente sus funciones, sin ocuparse del proceso íntimo, doméstico, nacional, de la literatura y del arte. La crítica podría responder que para llevar a cabo su tarea, con el sentido nacional que se le exige, lo primero sería, como en el caso inglés señalado antes, que el crítico pudiera disponer, a su satisfacción, de un punto de apoyo clásico, de una base tradicional, de una tierra firme, previamente conquistada y civilizada.
+Ahora bien: ¿en el transcurso de ciento y pico de años de ejercicio autónomo de la nacionalidad, la literatura y el arte colombianos ofrecen ya, para el crítico, ese apoyo indispensable que le diera a su tarea un acento radicalmente nacional? ¿Podría hablar el crítico de un clasicismo colombiano, es decir, de un desarrollo de las formas intelectuales y estéticas, mantenido a través del tiempo por el impulso ejemplar de determinados escritores y artistas, cuya influencia resultara evidente en la poesía, en la novela, en el ensayo, en la crítica, en la pintura, en la escultura, en la música? Yo he estado esperando, por años y años, la respuesta afirmativa a este interrogatorio, sin que ninguno de los grandes espíritus, de las sutiles inteligencias a los cuales la he formulado, hayan podido absolverla en ese sentido. A mi juicio, el siglo XIX colombiano no deja viva una sola influencia literaria o artística. Esto no significa que en esa porción temporal dejaran de producirse altas y meritorias manifestaciones de la literatura y del arte. Pero ninguna de ellas con suficiente fuerza de irradiación como para prolongar la vigencia e influencia de su mensaje más allá de los términos precarios y naturales, asignados biológicamente a la obra que no alcanza una eficacia atemporal. La poesía del siglo XIX colombiano no se refleja, no incide en la sucesión lírica del XX; la novela costumbrista muere en manos de sus propios autores; ninguno de los pintores nacionales contemporáneos aceptaría para su inspiración y su estilo la influencia de los ingenuos artistas del siglo pasado, y estimaría como un inútil agravio que se le asignara, dentro de su obra, esa modesta tradición. No admitiría tampoco ningún joven poeta de ahora una referencia discreta a la lírica de Julio Arboleda, de Epifanio Mejía, de Gutiérrez González, señalándola como raíz lejana de su mensaje.
+Y todo ello ¿por qué? Porque en esa tradición es muy poco, casi nada, lo auténticamente ejemplar, lo influyente, lo decisivo, lo que pudiera designarse con el verdadero sentido del término, como clásico, es decir, como modelo perenne, ya cristalizado y magnífico. De esta suerte, la literatura y el arte colombianos carecen aún de firmes puntos de apoyo en la tradición, en el pasado propio. Disponen de lo demás, de lo foráneo, de la experiencia, de la tradición extraña, de la cual se han estado sirviendo por mucho tiempo, poetas, novelistas, ensayistas, críticos, pintores, escultores. Una tradición literaria y artística en la cual resulten evidentes las tendencias, los géneros, los estilos y, sobre todo, en la cual aparezcan las obras ejemplares que la decantación histórica convierte en modelos clásicos, es una auténtica traición. No basta con el paso físico del tiempo para que se produzca el hecho espiritual de la tradición estética de un pueblo. Un pueblo puede permanecer durante varios siglos de su vida sin verdadera tradición literaria y artística, en una simple sucesión cronológica de su actividad intelectual. Puede, en cambio, recuperar el tiempo perdido, a partir de un instante de su historia y empezar a crear formas sorprendentes del arte. En ese momento comenzará, de verdad, la tradición literaria y artística. Lo anterior, los años, los siglos perdidos, no entrarán sino como la etapa del caos, del natural balbuceo de las formas. Quien mire hacia atrás, cien, doscientos años atrás, con ojos desprevenidos, en el panorama general de la literatura y del arte americanos, hallará suficientes razones para explicarse las perplejidades, los azares y las deficiencias de la crítica en esta parte del mundo.
+(De Selección de prosas)
+CASI TODOS LOS ESCRITORES colombianos nos hemos puesto de acuerdo, en acto de reflexiva humildad, para declarar que la crítica literaria «nacional» es poco menos que inexistente y que todo cuanto se hace o se ha hecho hasta ahora en ese sentido se encuentra fatalmente debilitado e interferido por una noción de compromiso amistoso. En palabras más simples: las amistades personales, por una parte, y el espíritu de grupo o de generación, por otra, invalidan el posible rigor y la deseada justicia en el análisis de la obra ajena. De esta suerte, se dice, los literatos colombianos resultan ser mejores amigos que jueces, mejores miembros de grupo que intérpretes de la realidad artística. El diagnóstico así proferido popularmente no parece mal planteado. Y debemos admitir que las gentes, al comprobarlo, se fastidian. Peor aún, pierden fe en los juicios de valor emitidos por los literatos. La pérdida de esa fe se expresa en la paulatina indiferencia con que el lector de periódicos o de revistas repasa las opiniones emitidas sobre un libro, una conferencia, un poema, un artículo. Y, principalmente, sobre los calificativos que se dan a los autores. Bajo sus ojos ve crecer una innumerable falange de «maestros», de «genios», de «renovadores», de «clásicos», no ya de «promesas sino de realidades», no ya de aprendices de brujo sino de grupos enteros y completos. «¿Cuántos años tiene ese filósofo recién aparecido en Colombia?», me preguntaba un ladino lector de suplementos y magazines literarios, el otro día. Con un poco de rubor le respondí: «Debe andar por los veintitrés». «Ha nacido entonces nuestro Otto Weininger», me dijo con tranquila ironía. «¿Pero quién dice que es un filósofo?», argüí tratando de hallar una honorable coartada. «Aquí está escrito con todas sus letras», me respondió blandiendo, como un arma de guerra, un ejemplar de la excelente revista Sábado. Quedé derrotado.
+Pero al aceptar los literatos que en Colombia la crítica está interferida, consciente o inconscientemente, por un compromiso amistoso, realizamos un respetable acto de crítica sobre la crítica. Y eso ya es algo. Es un acto de sinceridad que pone sobre aviso al lector. «Descuente usted», le decimos implícitamente, «todos los sobrantes de elogios y se quedará con un pedacito de verdad entre las manos». Pero debíamos agregar algo más, a manera de exculpación. Podría ser esto: la crítica literaria, como cualquier otro género artístico, no se produce por generación espontánea. Ha menester de ciertas condiciones previas, una de las cuales está representada en el medio social en que esa misma crítica debe nacer y prosperar. Esta es una vieja, una antiquísima verdad. Se olvida, sí, con frecuencia. ¿Por qué no hay crítica literaria en Colombia y sí la hay en Inglaterra o en Francia? El despropósito recelado en la pregunta aclara, sin embargo, todas las características del proceso. Se ve, como a contraluz, en todo su esquematismo. Tradición cultural, proliferación de las formas artísticas, estabilización social y económica del literato, amplias bases para la difusión media de la cultura, complejidad social, serían, entre otros muchos factores, algunos de los que explicarían la segunda mitad de la pregunta anterior, y por contraste, también la otra mitad.
+Entonces encontraríamos que el literato, en Colombia, cuando hace de crítico, no es exclusivamente responsable de los defectos y fallas de su tarea. El medio social tiene allí también una responsabilidad más o menos incoercible, pero no por ello menos enérgica y eficaz para debilitar, como dije antes, el rigor del análisis. Si mañana apareciera en Colombia un verdadero crítico, un crítico literario con todas las de la ley, del choque que se produjera entre su análisis y el medio social en que le correspondería trabajar y vivir, seguramente resultaría aniquilado ese hipotético mártir de la razón crítica. El medio social daría cuenta de él en poco tiempo. ¿Estoy exagerando? No. Veamos, nada más, un sólo ejemplo que he tomado, deliberadamente, de un artículo aparecido en la Revista de París y respecto del cual puede hacerse una imaginaria transposición al medio colombiano. Imaginemos, pues, un André Gide colombiano y su correspondiente crítico «nacional». «Gide es un gran escritor», diría ese crítico. «Todos estamos convencidos de ello. Pero lo que la posteridad pensará de Gide es otro negocio. Un negocio siempre misterioso. Desde luego, lo que ella no podrá dejar de reconocer es que de todas las campañas realizadas por Gide, aquella que fue llevada a cabo para defender a Corydon obtuvo un éxito durable. La veneración por el Lafcadio de Les caves du Vatican y por el acto gratuito ha pasado de moda. Del comunismo, se sabe lo que el mismo Gide piensa hoy. Después de haber agitado en los mítines un puño cerrado, después de haber escrito: “Comunistas, Cristo es de los vuestros” y, por prudencia, “el comunismo bien comprendido necesita favorecer a los individuos de valor”, publicó su Retour de la U.R.S.S. Sobre este plano, la segunda batalla anuló a la primera. En el comportamiento anticolonialista, Roosevelt y también los comunistas, gracias a su asociación, relegaron en la sombra Le Voyage au Congo. Pero en lo que concierne a la homosexualidad nadie podría arrebatar a Gide su título de “libertador”. Libertador no de personas sino de portaplumas. —De escritores—. Ciertamente jamás se había soñado entre nosotros con encarcelar a Robert de Montesquieu, a Charlus, ni al mismo Gide. Pero esta libertad no bastaba. Era necesario que Corydon tuviera el derecho de afirmar sus inclinaciones en público, el derecho de hablar de ellas, el derecho de escribir sobre ellas. Triunfo completo: la pederastia ocupa hoy sólidas posiciones en literatura» (Marcel Thiébaut).
+La conexión entre los gustos o inclinaciones de Gide y la significación literaria y moral de su obra no es una arbitrariedad crítica. Esa conexión puede mostrarse con mucha facilidad. Ahora bien: en la literatura colombiana hay más de un caso gidiano en cuanto a las inclinaciones de la persona y la correspondiente resonancia o consecuencia de esas mismas inclinaciones en la obra del artista Porfirio Barba-Jacob, por ejemplo. Pero la diferencia entre el crítico francés que escribe sobre el caso de Gide y el crítico colombiano que escribe, como ha ocurrido, sobre el caso Barba-Jacob, el primero diciéndole todo y el segundo diciéndole a medias o apenas sugiriéndolo cautelosamente, emana, ante todo, de la presión social. Es una presión atmosférica que en el primer caso permite una normal respiración crítica. Y en el segundo, obstaculiza esa respiración. En Colombia, literariamente hablando, no se pueden y por mucho tiempo aún no se podrán decir impunemente ciertas cosas. ¿Por qué? Esta es la cuestión. Y no se crea que me estoy refiriendo, con malsana exclusividad, a las cosas relativas a las inclinaciones sexuales de los artistas y a la dimensión de ellas mismas en sus obras. No. Eso sería limitar cómodamente el tema. Confesemos, pues, que el número de las razones críticas que no se pueden escribir y publicar a propósito de la obra ajena son mucho más numerosas que las que sí se pueden escribir y publicar con ventaja y sin peligro. A este respecto me parece que puedo aportar, sin un átomo de vanidad, un testimonio personal: el del lío con los cuadernícolas. ¿Se acuerdan ustedes de ese modesto episodio que tuvo una enconada y larga vigencia en el tiempo y en el espacio, en el espacio de periódicos y revistas de todo el país, y, gracias a la divertida benevolencia de algunos corresponsales extranjeros, de fuera del país? Yo había cometido el grave error de decir, muy mal dichas, desde luego, las cosas que no se pueden decir sobre determinados aspectos de la joven poesía colombiana. Y lo más curioso de todo consistía en que yo no era ni soy un crítico, como vinieron a descubrirlo con salvaje alegría los aludidos cuadernícolas. Esa noticia yo me la tenía bien sabida desde mucho antes. Pero había entrado, con culpable imprudencia y para mal de mis pecados, en conflicto, no precisamente con mis amigos, los jóvenes poetas, sino con esa vaga entidad, implacable y terrible, que se llama la norma social establecida, la atmósfera de las convenciones aceptadas que determinan, como regla inviolable, la observancia de la máxima economía posible en los reparos y la máxima abundancia posible en los elogios. Yo me había quedado corto en los últimos y ligeramente largo en los primeros. Debía, por lo tanto, purgar mi atrevimiento. Todavía lo estoy espiando, pues a la distancia de un año de haber ocurrido la irreparable infracción, el correo me trae, de pronto, la explosión tardía y generalmente anónima de un herido por mi culpa, o en los suplementos literarios de los periódicos, cualquier cantor adolescente que no había tenido la oportunidad de entrenarse, se entrena, que da gusto, con mi insignificante persona, a cuenta de lo mismo.
+Esa es mi experiencia personal, que no vale la pena, pero que sirve como síntoma. Naturalmente hay muchos y mejores casos. Pero no me considero autorizado para hablar de ellos. En todos opera, con idéntica violencia, la presión del medio social, en dos sentidos complementarios: para impedir la transgresión de lo establecido y para sancionar la transgresión. ¿Pero qué es eso del medio social y de su poder invisible y modelador? Y, sobre todo, ¿qué es eso de sus relaciones con la crítica literaria? No, dirán muchos artistas, muchos escritores, a quienes la posibilidad de descubrir que, contra su voluntad, se hallan, de todos modos, sumergidos en una determinada circunstancia histórica, alarma y fastidia inmoderadamente. No, replicarán. Nosotros, por nuestra condición de artistas, estamos colocados por encima de toda circunstancia histórica. Nosotros enlazamos en nuestra conciencia el pasado, el presente y el porvenir. Somos los grandes escapados de toda presión ambiental por poderosa que parezca. Estamos libres de cualquier convención, nos encontramos situados más allá de toda fórmula acatada, por fuera de toda norma colectiva. No estamos «comprometidos» ni con la historia, ni con la costumbre. Comprometidos explícitamente, deliberadamente, no, pero inmersos dentro de ellas, ¡quién lo duda! Y esa inmersión deja, a pesar del impulso liberador, del impulso anticonformista, una huella tanto más honda cuanto más aptas sean las circunstancias sociales para influir, por una parte, sobre la conducta, y, por la otra, sobre la obra.
+Pero aclaremos un poco más el problema, a la luz de todo esto. La crítica literaria, tal como la ejercía Sainte-Beuve o tal como la ejerce el escritor anteriormente citado a propósito de Gide, o cualquier otro de los innumerables críticos grandes, medianos y pequeños que llenan las páginas de las revistas y periódicos de Europa, esa crítica, digo, supone, hacia atrás y en el presente, un panorama social determinado. O lo que es igual, adecuado al ejercicio de dicha tarea, o en plena sazón histórica para ella misma. No es fácil ganarle a la historia en su juego dialéctico. Por eso quienes piden grandes críticos literarios en Colombia y se sorprenden de que no los haya y, en cambio, existan en otras partes mundo, cometen un respetable acto de patriotismo, pero incurren en una candidez. El medio social colombiano —¡otra vez la historia!— no está maduro para que el crítico pueda decir aquí las cosas que puede decidir en Europa. Y si las dijera, bien o mal, el medio tomaría automáticamente su revancha, con el escándalo, con la diatriba o con el silencio. Esto último significa que un concepto como el de Thiébaut sobre Gide, a propósito de un literato colombiano que se hallara en las mismas condiciones de gustos personales y de influencia de los mismos gustos en su tarea de artista, no tendría o muy difícilmente tendría donde publicarse. Aquí todos nos conocemos y todos somos tan amigos. ¡Qué dicha!
+Sí, ¡qué dicha y qué incomodidad! «¿Va usted a decirle a Fulanito, hijo de Fulana y de Fulano, que el libro que acaba de publicar no vale literariamente nada? Nos pone usted en un conflicto. Somos tan amigos… ¿Por qué no endulza un poco la píldora?». Otro razonamiento en el cual se transparenta a la perfección la huella social de la atmósfera sobre la conciencia del literato es este: «Debo escribir sobre este libro. Pero si dijera todo lo malo que de él pienso, sin omitir, naturalmente, todo lo bueno, esto último no alcanzará jamás a compensar el rencor que al autor le producirá ese balance. ¡Y somos tan amigos! Por consiguiente, entre la amistad de ese amigo y la verdad crítica, prefiero conservar la primera y desfigurar la segunda». ¿Un fraude a la ley del rigor crítico? Seguramente. Pero el fraude, en este caso, es también una imposición social. Una imposición social por esto: porque el medio social obliga a la coquetería entre crítico y autor cuando ese mismo medio no ha llegado al grado de desarrollo, de complejidad, de despersonalización, de madurez cultural que permite al crítico decir a un autor y al autor aceptar sin inmutarse cosas tan desagradables como auténticas.
+No es una tontería sociológica afirmar que el «compromiso» de la llamada crítica literaria colombiana es un compromiso social, un derivado de las circunstancias especiales en que actúa el escritor. Y que la vanidad, el desagrado, la cólera, la resistencia psicológica del autor a aceptar, de buen grado, los reparos que se hagan a su obra, están originados por la costumbre. Y la costumbre, que es un epifenómeno social, tiene garantizada en Colombia, hasta ahora, una indulgencia plenaria para todo pecado mortal literario o artístico. Garantizada en cuanto a la crítica. De esta suerte, la indignación de los autores cuando no se produce la alabanza sino el reparo, y la timidez, el eufemismo, la elusión, la vaguedad de la crítica, derivan de una misma fuente social: el ambiente no se halla maduro, desde el punto de vista de la experiencia intelectual, para ciertas aventuras de la inteligencia, para ciertas empresas en que la razón, y no el sentimiento, toma una parte decisiva. Y no hablemos de las excepciones, que confirman el diagnóstico general. La verdad es que, críticamente, procedemos como en familia: disimulamos todos nuestros defectos, y perdonamos todas nuestras fallas y exaltamos, casi siempre por fuera de toda medida, nuestras cualidades. La razón ordenadora es así vencida por el sentimiento. Nuestra magia gana una victoria diaria a nuestra lógica. Pero esa es, histórica y literariamente, la etapa en que nos encontramos. No podemos remediarlo con nuestras solas fuerzas, es decir, con la sola buena voluntad de los escritores. La crítica literaria es, por lo demás, una consecuencia de la literatura que le sirve de nodriza. Y conviene no olvidar que del proceso de las formas literarias en una nación determinada, de su progreso, o de su estancamiento o de su insignificancia, no se halla a salvo, en cuanto a la responsabilidad histórica, toda la sociedad, inclusive el Estado. Esa responsabilidad es colectiva, al fin de cuentas. Y lo es por el juego inexorable de la interacción, de la correlación de influencia entre el escritor y su ámbito social, entre él y su público, entre él y sus circunstancias.
+(De Selección de prosas)
+LA CUESTIÓN DE SABER QUÉ LE conviene más a una literatura, si el rigor o la benevolencia en la crítica de ella misma, no se plantea sino con relación a las literaturas pobres e incipientes, puesto que en ella se considera excusable el balbuceo de las formas y la confusión de los valores. Es obvio y natural que una literatura próspera, rica e ilustre, no considere ese tipo de cuestión y la excluya de hecho. En cambio, las literaturas que no se hallan en esas mismas circunstancias asumen la benevolencia crítica como una necesidad y como un expediente que juzgan favorable para su propia prosperidad. El rigor crítico queda descartado por innecesario y, desde luego, por perjudicial. Desde un punto de vista extra-literario, extra-artístico y extra-crítico, el del sentimiento de la vanidad nacional, esa actitud es explicable. Un país de literatura deficiente no se resigna a aceptar esa realidad con la sencillez y la franqueza con que declara su subdesarrollo económico y social, sino que, por el contrario, apoyado siempre en una curiosa vanidad patriótica, se crea para sí, gracias a la ausencia del rigor crítico, una imagen plenamente satisfactoria de su literatura. El rigor crítico no puede florecer en ese ámbito natural de disimulo, complicidad y de justificaciones patrióticas o nacionalistas para los errores, las fallas o las simples tonterías en el trabajo literario.
+Las historias de las literaturas nacionales de los países suramericanos, y también los trabajos de conjunto sobre todas ellas, ilustran muy bien lo que queda dicho. Leyendo esas historias se tiene la sensación de que cada país de esta parte del continente ha repetido, dentro del marco local de su propia historia, una especie de síntesis de todos los milagros y de todas las excelencias del arte literario: cada nación tiene su olimpo. Y ello estaría muy bien si el correspondiente historiador lo acotara razonablemente, y le diera las dimensiones y las categorías que le corresponden. Pero no es así. En lo general, la vanidad nacionalista y el sentimiento patriótico que en el orden de los valores artísticos ciegan las fuentes del razonamiento crítico crean una ficción desmesurada de cada olimpo regional. Parece como si todo país subdesarrollado estuviera obligado a compensar sus insuficiencias económicas y sus desajustes sociales con el esplendor de su literatura. Esa obligación no existe como tal, ni puede ser programa del Estado ni de la sociedad. La riqueza, el esplendor y la importancia de una literatura no dependen sino del talento de sus creadores, del acierto o la genialidad con que realizan su tarea. Ni el Estado ni la sociedad consiguen mejorar la calidad de un verso, ni inventar, subvencionándolo, un solo artista. No consiguen, tampoco, aniquilarlo. La historia del artista frustrado por el medio, por los agentes sociales o exteriores, es una historia para inocentes, para quienes refieren la solución del problema o del misterio de la creación artística y su mérito o su validez, no a las características de cada personalidad sino a providencias extrañas a ella: orden social, orden económico, sistema político, situación de clase, momento histórico, etcétera, etcétera. Nada más cómodo que esa transferencia de responsabilidad, y nada más falso, puesto que nadie puede garantizar que Baudelaire hubiera escrito mejor o peor bajo la república que bajo la monarquía, ni que sus trágicas urgencias de sempiterno insolvente estimularan o no su talento poético o su visión crítica. Su talento, su genialidad, su inteligencia, no dependían, para el resultado de su creación, de que el ámbito social, o político, o económico, le fuera benévolo o adverso. Su genio era una fatalidad imperiosa y autónoma.
+Pero tampoco la riqueza de una literatura depende de la crítica, puesto que su tarea es de descubrimiento y escrutinio: va señalando valores y desvalores. Es claro que si la crítica no discrimina, no jerarquiza, no deslinda, no rechaza y condena, y llevada por un voluntario o ciego propósito de absolución y benevolencia, extiende una especie de amnistía general para todas las infracciones, las simulaciones, las imposturas, las falsificaciones literarias, lo que sigue y se instaura es la confusión y la anarquía. En el cándido reino de la benevolencia crítica, toda literatura —todo arte— se ablanda, pierde sus perfiles y aristas, su temeridad y su audacia, su riesgo y su posible originalidad, y, desde luego, sus categorías. Mejor dicho, la complicidad crítica con lo inauténtico y lo mediocre impide que las categorías aparezcan y condicionen, como jurisprudencias ideales y arquetípicas, el desarrollo literario. Es obvio que el argumento del estímulo para las vocaciones literarias parezca decisivo en favor de toda magnanimidad crítica, y que para una literatura incipiente esa actitud sea calificada como óptima. Hay en ello un error de fondo y una falsa perspectiva. El error es el de suponer que la complicidad crítica con los falsos valores dará, a la postre, un resultado de excelencia y perfección artística gracias al milagro de las vocaciones estimuladas. La falsa perspectiva es la de suponer que si la crítica lo calla todo y todo lo perdona en cuanto al error, el mal escritor, el escritor mediocre termina por rendirse y salvarse de su propia mediocridad. Lo trágico, lo terrible es que nadie que sea mediocre para cualquier tarea consigue escapar de esa condición. La mediocridad, como el mal gusto, carece de terapéutica. No tiene rendición. En la creación literaria, como en toda creación artística, la mediocridad consigue, a veces, engañar a la crítica, engañar al talento de toda una época. El caso de Béranger, entre otros, lo demuestra. Ni Goethe, ni Sainte-Beuve dejaron de decir sobre la poesía de Béranger lo que precisamente no se podía decir sobre ella. Pero Béranger no quedó, por ello, redimido de su mediocridad.
+De esta manera, a favor de las tesis con las cuales se halaga el patriotismo y el nacionalismo en las artes, la crítica se encoge, se entibia, se hace transaccional y radicalmente benévola. El panorama de las artes de un país pierde así relieve, significación e interés. Y, especialmente, la literatura se vuelve una materia de uso mostrenco para que la profanen o traten de profanarla quienes resuelven ensayar con ella sus posibilidades, sin estar llamados ni haber sido escogidos para esa experiencia. La crítica se convierte, dentro de esas condiciones de libertinaje, carencia de rigor y confusión de las categorías, en un ocioso ejercicio de tonterías, destinada a crear la cómica ficción de una literatura sin accidentes, sin caídas, sin defectos, sin errores, algo así como un edén de la palabra escrita por el hombre. En la América hispana, la crítica literaria deja la impresión de un desajuste radical entre la materia juzgada y el testimonio sobre ella. Las opiniones carecen de sobriedad, de austeridad y de exactitud; los juicios son premurosos y apasionados; las palabras se hinchan de vana retórica y la valoración de la obra no se produce como un balance o punto de equilibrio entre sus defectos y sus cualidades, sino como si ella fuera realmente un dechado de las más altas perfecciones. Es por eso por lo que el lector extranjero de la crítica que se escribe en Latinoamérica no puede formarse una idea cabal de las categorías que rigen en esta parte del mundo: cada país asegura, a través de sus críticos, la exactitud universal de sus valores literarios; cada país garantiza la presencia en su literatura de una adecuada cuota de genios para cada género literario. Y así las categorías desaparecen y resulta imposible fijar los desniveles, las diferencias, los contrastes, los méritos y los deméritos de toda literatura regional. Y entre ellas hay también la disputa por la gloria de sus respectivos clásicos, de sus respectivos románticos y de sus respectivos modernos, incluidas en la clasificación las faunas intermedias de las escuelas y modas literarias inventadas en Europa y reflejadas e imitadas en América.
+La crítica pierde así, en esa orgía de benevolencia, en esa atmósfera pasional de las vanidades nacionales, toda posibilidad de finura, de originalidad, de sagacidad, de inteligencia y de probable equidad. Lo mismo le ocurriría si llegare a tener vigencia la pseudocrítica literaria de notario o de tabulador electrónico que algunas universidades de los Estados Unidos pusieron de moda y que en Latinoamérica ya empieza a dar algunos execrables balbuceos. La metodología de esa crítica reduce previamente a cadáver la obra que se propone examinar, para luego proceder a la autopsia que consiste en hacer la estadística de la frecuencia con que el poeta o el prosista usa determinadas palabras o alude a determinados sentimientos, ideas o sensaciones; deduce después unos coeficientes matemáticos para establecer sobre ellos las más risibles conclusiones sobre la obra y el autor. La ingenuidad del procedimiento y la candidez de esta clase de tentativa crítica sólo es concebible en un país como los Estados Unidos donde la obsesión y el culto a la técnica pueden hacer creer en la posibilidad de reemplazar un juicio de estimación por un índice matemático, y en una época, como la actual que, desde luego, se tiene bien merecida la idea de que la crítica literaria pueda entrar a formar parte más o menos clandestina, más o menos, menos vergonzante, de los programas de tabulación, sin que se sospeche que en esa experiencia va a morir como tal, para pasar a ser un modesto capítulo de la cibernética.
+(De Confesión de parte, 1967)
+Pero en Colombia no hay crítica.
+FUENTEOVEJUNA
+UN JOVEN COLOMBIANO ME escribió, hace algún tiempo, una curiosa carta sobre la crítica literaria en nuestro país. La solicitud que venía explícita en esas líneas era esta: indicarle «cuáles podrían ser las direcciones más sencillas y fáciles para ejercer en Colombia, con éxito —él mismo subrayaba— la tarea de la crítica». Exigía, además, con esa insolente cortesía, característica de la juventud, que la respuesta fuera pública.
+He aquí la respuesta:
+La condición previa del éxito, fijada por usted a su futura tarea de crítico literario, me parece una anticipación innecesaria y, en cierta medida, inmoral, de todas las innumerables derrotas que para consigo mismo, para con su propia conciencia, le será necesario acumular en honor del éxito y de la fama. Si usted se propusiera ser, en lugar de un crítico literario, un político, la condición resultaría inobjetable. Probablemente usted no se escandalizaría, como candidato a la vida política, al proponerle esta vieja regla, acuñada por el cinismo histórico: la moral de la política es la moral del éxito. Si se escandalizara, ello demostraría, apenas, su intacta candidez juvenil. Pero atribuir al éxito el carácter de condición previa de toda faena literaria y artística equivale a adherir a un principio corruptor de la moral del escritor. Pero no se alarme. No le voy a proponer una ética de la profesión. Me refiero, apenas, a la que se configura espontáneamente con referencia a la plenitud de nuestra verdad, y al compromiso, con nosotros mismos, de expresarla, justificarla y defenderla.
+Cuando me refiero, pues, a la amenaza que para su propia moral de escritor significa la condición del éxito que usted fija previamente a su trabajo literario, aludo a una especie de turbio pragmatismo, que no le permitiría jamás estar en paz con su conciencia intelectual. Si usted dijera: no me importa el fracaso ni el éxito, sino la verdad, el asunto se presentaría de otra manera. El éxito no puede ser condición previa de ningún propósito artístico, pues el desinterés que radicalmente comporta anula, de por sí, en el acto de la creación la mortal alternativa del éxito y del fracaso. La creación artística es un «hecho» situado fuera de ese horizonte que incluye un premio o una condenación para nuestra obra.
+El esquema, que usted solicita, de una cierta estrategia de la conducta intelectual en busca del éxito, del éxito inmediato, en su país, y referido a su vocación de escritor y al ejercicio de su tarea crítica, no es difícil de trazar. Se lo propongo en seguida. Usted sabrá decidir su conformidad o su rechazo. Su repugnancia o su adhesión.
+Ante todo, sea usted cauteloso. En Colombia, cualquier opinión crítica contraria a la opinión establecida se vuelve instantáneamente sospechosa. Por lo tanto, procure no separarse de la corriente general de las ideas recibidas o, por lo menos, no tome esa actitud en «ángulo recto». No descubra totalmente su desacuerdo ni sus objeciones. Pero si se le hace irresistible la necesidad de opinar por fuera del canon colectivo o contra las normas de ese canon, agote su capacidad de disimulo al expresar sus conceptos. Es posible que así quede a salvo de la condenación y el desprestigio. Deje siempre en suspenso su fallo y, si tanto no puede, suscite en torno de él una atmósfera de reticencias y cavilaciones de manera que en el momento de la retirada pueda hacerlo con la máxima dignidad aparente.
+No incurra jamás en el error de deslindar la verdad literaria de la verdad nacional; la verdad artística de la verdad patriótica. Aquí se considera que la necesidad colectiva de un héroe, de un jefe de partido, de un jefe de Estado, existe también para exigir la presencia y crear la realidad de un gran poeta, de un gran novelista, de un gran pintor, de un gran artista. Si usted comete la imprudencia de afirmar que ese género de exigencias colectivas no se produce con relación al arte, y que una sociedad puede vivir un número indefinido de siglos, o para siempre, sin su respectivo Homero, su Miguel Ángel, su Shakespeare o su Cervantes, y en medio de poetas, novelistas y pintores de segundo o de décimo orden, usted será calificado de traidor. Y si añade que cada nación está históricamente «obligada» a satisfacer la necesidad colectiva del héroe o del conductor político, pero no la del artista, porque el arte no es respuesta a ninguna necesidad colectiva, plebiscitaria o democrática, usted correrá el riesgo de aparecer como reaccionario político y como conspirador detestable contra la única gloria indiscutible para toda sociedad: la gloria del arte nacional.
+No afirme, pues, su convicción acerca de la existencia de las fronteras que deslindan, casi siempre, la verdad patriótica de la verdad estética. No lo comprenderán. En Colombia, una obra literariamente débil, o estéticamente nula, puede quedar absuelta de sus deficiencias y elevada a una incomparable categoría artística, por razones externas y ajenas al arte mismo. Por razones políticas o por circunstancias históricas. Es incontrastable la eficacia y el vigor de esta clase de conceptos en favor de obras cuyo mérito documental, dentro del proceso de una literatura, de un género literario, de una escuela pictórica, de una moda poética, no guarda ninguna relación con el que se le atribuye falsamente como creación artística.
+En Colombia nace cada mañana, según la opinión de los periódicos, un pintor genial, o un literato excelso, o un poeta eximio, o una poetisa sublime, o un sociólogo portentoso, o un novelista sin rival. A veces más de uno. No ensaye promover un juicio crítico de cuentas sobre cada uno de esos milagros cotidianos con que la prensa satisface bondadosamente nuestra sed nacional de gloria. Acepte, sin exigir pruebas, la realidad de ese milagro. Nada pierde con callar y esperar. En la fluencia del tiempo, el milagro se deshace por sí solo. A usted le gustaría clamar contra esa diaria sucesión del milagro literario o del milagro artístico. Pero si aspira al éxito, no dé pábulo a esa interna necesidad de la exactitud que, probablemente al principio, se le hará intolerable. A poco se acostumbrará a sofocar su peligrosa capacidad de protesta.
+No tome en cuenta la categoría de los valores universales cuando juzgue la hora de sus compatriotas. Tal actitud de prudencia en el juicio aparecerá, apenas, como vanidosa extravagancia. Los límites críticos de su análisis no deben traspasar la geografía ni la historia patria. Absténgase de comparaciones peligrosas porque le serán recibidas como desleales. Su compromiso intelectual está determinado por su condición de ciudadano. Pertenece usted a una geografía, a una historia, a una lengua, a un sistema social, a una clase económica y a un partido político determinados. Usted se encuentra dentro de una situación dada y hace parte de un tejido nacional de conceptos, creencias, prejuicios y supersticiones cuya validez no podrá discutir sin peligro y sin escándalo.
+Por lo mismo, limítese. Recorte su paisaje intelectual ajustándolo al esquema de las jerarquías nacionales. Y no olvide que difícilmente tolera una sociedad esa forma de humildad crítica que consiste en promover una tentativa de ubicación de los valores en un plano extranacional. Toda sociedad adhiere con entusiasmo, y sin escrúpulo, a la suposición de que el arte es una tesis nacional y debe ser, además, un postulado nacionalista. Si duda de la exactitud y de la utilidad de esa creencia, guarde para sí tan inobjetable sospecha. Su convicción ha de ser otra: toda frontera nacional alindera un olimpo. Y discutir los dioses de la comarca es una inútil temeridad.
+No lleve su ingenuidad hasta el extremo de pretender establecer aquí, a través de su análisis, una verdadera escala de categorías. Su tarea crítica debe consistir en crear los gigantes domésticos que, se supone, solicita la demanda colectiva. Invéntelos a imagen y semejanza, y a la medida, de ese oscuro, peligroso e inexistente deseo. No vacile en hacerlo. Su lenguaje crítico irá poco a poco conociendo y apropiándose el secreto literario correspondiente a esa faena de mixtificación. No turbe con ademán intelectual insólito las grandes exaltaciones y las ceremonias rituales del olimpo nacional. Recuerde que toda parvedad justiciera parecerá mezquindad; toda discreción, ingratitud; toda contención, esterilidad; toda mesura, avaricia; todo rigor, insolencia. Ahuyente de su análisis las exigencias de la razón, a fin de que su concepto se ablande y se disuelva en la húmeda y equívoca zona del sentimiento, pues así logrará conmover y convencer a la opinión colectiva, siempre apta para participar en toda demagogia sentimental y siempre esquiva a todo acto de la inteligencia.
+Corrobore y satisfaga la moral, las convicciones y el conformismo de su propia clase burguesa. Semejante corroboración constituye una preciosa garantía que todo escritor y todo artista debe otorgarse, si aspira al éxito o, cuando menos, a merecer la tolerancia de quienes disponen de la dirección social y llevan sobre sí la responsabilidad de mantener y defender un orden, un sistema, una cierta estructura de la sociedad. No olvide que ellos son siempre poderosos y, sólo eventualmente, magnánimos.
+No se separe del sagrado territorio de las ideas recibidas, ni manifieste su desdén por los victoriosos lugares comunes. Unas y otros constituyen el alimento intelectual de las clases directivas, de las mujeres que aspiran a tener ideas y votos, y de los hombres en las mismas circunstancias. No olvide que a través de esas platitudes y generalidades, a través de esos tópicos, se estabilizan los símbolos de toda mitología nacional. Adhiera sin reservas el sistema de estratificaciones conceptuales en que van petrificándose las creencias de la sociedad.
+No practique la avaricia en los elogios, ni tema dilapidar su reserva de superlativos. Procure instalarse en el mundo intelectual de su país como un Supremo Dispensador de Bondades cuya instancia crítica opera exclusivamente «en función de patria», y por lo mismo, puede permitirse absolver en nombre del patriotismo, todo pecado contra el arte y de justificar, con el mismo argumento, la mediocridad y la cursilería literarias. Desde luego, no acepte nunca su condición de crítico. Rechácela con indignada modestia. Se lo creerán. Quedará así sin las limitaciones y el rigor de una responsabilidad concreta, en pleno goce de libertinaje para ejercer su profesionalismo. Establecida sólidamente su fama de magnánimo, usted podrá destilar ciertas sutiles dosis de veneno sin que se advierta tan exquisita perfidia.
+Disimule, si acaso lo hiere, la vulgaridad o la ordinariez de los ideales estéticos recomendados y exaltados para satisfacer al hombre común y a la masa. No investigue los ídolos de la colectividad, ni sus obras. Acepte, sin solicitar explicaciones, la gloria que a esos ídolos ha sido conferida. No contraríe la corriente en que navega la opinión general. Inclúyase en ella. Identifíquese con la tradición que proclama la semejanza ateniense y la raíz humanística de nuestra cultura. No alimente dudas innecesarias e impertinentes sobre la originalidad de nuestros poetas, la sabiduría de nuestros filósofos, la significación universal de nuestros pintores, la inventiva de nuestros músicos, el vigor de nuestros novelistas y la solidez inglesa de nuestras instituciones. Cuídese de hacer caer la sombra de una sospecha razonable respecto de las verdades establecidas, adquiridas y catalogadas. Crea en todo cuanto es costumbre y obligación creer para ser un verdadero ciudadano y un miembro intachable y seguro de la colectividad. Respete cuidadosamente el catálogo nacional de los prestigios en cuya consagración esa colectividad ha gastado y renovado sus energías.
+Sólo entonces, colocado en esa ininterrumpida cadena de complacencias, y respirando esa atmósfera de corroboración indefinida, usted podrá ser un crítico «a la colombiana», respetado y prestigioso. Si, por el contrario, coloca su vocación bajo otro signo y con direcciones radicalmente opuestas a todas las que le he indicado, es posible que usted termine por convertirse, verdaderamente, en un crítico. Pero ello no tendrá significación sino para usted mismo, para su propia conciencia. El éxito que su ambición demanda no se configura como consecuencia ineludible de una verdadera posición crítica. Su alternativa, en el caso de que usted eliminara de su perspectiva la necesidad perentoria del éxito, podría ser esta: combatir toda falsedad predominante, o satisfacerla de manera incondicional. La primera posibilidad sitúa el fracaso en el vértice de su tarea. La segunda, el éxito. El desacuerdo casi constante con una sociedad, o con los voceros de ella misma que la interpretan irrazonablemente, es de sumo peligro. No me atrevería a recomendarle ese método seguro para conquistar la impopularidad y para concitar el desdén contra su propia obra. Además, en el vago supuesto de que usted resolviera jugarlo todo, y, primero que todo, el éxito, en favor de una verdad, de una sola, que usted no se resignara a callar, es indudable que su actitud sería calificada como un acto reprobable. Su decisión debe operar, pues, sobre la triunfante facilidad de ser un crítico colombiano, con las características ya señaladas, o de ser, simplemente, honestamente, un crítico. La diferencia de matiz parecerá una ofensa al sentimiento nacional, y a la idea de que, antes que las verdades literarias o estéticas, en un juicio de estimación crítica, deben pasar las verdades patrióticas. Pero si el espectro del fracaso y de la impopularidad no debilita su rigor intelectual, esa clase de consideraciones le parecerán inútiles y perniciosas. Al fin y al cabo, recuérdelo usted como un estímulo y consuelo, Sainte-Beuve es un patrimonio de todas las literaturas. Y no porque se hubiera ceñido, con humildad patriótica, a su condición de francés, sino porque fue como fue. Admito que el modelo es comprometedor. Pero toda tentativa de sobrepasar un oscuro nivel de conformismo y de mediocridad requiere ser colocada bajo las mejores advocaciones.
+(De El Tiempo, 11 de julio de 1955)
+PARA LA OPINIÓN GENERAL, común y corriente, representada en el ciudadano promedial, la crítica de las artes plásticas, de la literatura, la Crítica, en una palabra, es un modelo de injusticia y de pedantería o un paradigma de equidad y de mesura, según contraríe los propios juicios de esa criatura social, o los corrobore y confirme. Esto quiere decir, lisa y llanamente, que al crítico le negamos el ejercicio de un derecho del que los demás disfrutamos imperialmente: el de opinar con libertad sobre la obra que juzga. La injusticia, o la tontería, o la malicia que le atribuimos como consecuencia de su desacuerdo con nuestro criterio, es un expediente sumamente cómodo para reconocer nuestro talento y afirmar nuestra autonomía. Rigurosamente nos parece una monstruosidad y un escándalo que el crítico piense y opine en dirección antagónica de la nuestra. Y, no obstante, la jurisprudencia de ese especialista emana de una convicción y nace de una sensibilidad y de una inteligencia cuyos aciertos y desaciertos expresan una situación espiritual semejante, como situación a la de cualquier otro hombre, pero distinta por las categorías y significados que comporta. Reconocer esa diferencia en los significados de cada situación no es difícil. Pero admitir que esa diferencia se expresa en el acto crítico con una verdad o un principio de verdad contrarios a las propias certidumbres ya es más problemático. La tendencia humana en esta materia consiste en erigir esas certidumbres en una medida única de valor y en transformarlas en una ley estética exclusiva.
+El crítico propone, es cierto, una interpretación del objeto estético, pero no dice que sea obligatoria. Lo que ocurre es que si su interpretación no coincide con la nuestra, comprendemos o intuimos que, a pesar de nuestras seguridades, el mundo de los propios valores se agrieta peligrosamente o se reduce a cenizas. Y esto es intolerable. Las opiniones del crítico al entrar en conflicto con las nuestras, y dejarlas en grave estado de inseguridad o en plena ruina, nos parecen la expresión de una insoportable injusticia con el Arte, con la Sociedad, con la Civilización, con la Cultura, y no pocas veces, con el Sistema. La cuestión es mucho más personal y reducida. Es con cada uno de nosotros. Es conmigo mismo. Pero al endosársela al Universo y hacer al Universo cómplice del daño sufrido y copartícipe de nuestra protesta, creemos que crece la culpa y se agiganta el error del crítico.
+En cambio, cuando el crítico nos ratifica, porque sus opiniones coinciden con las nuestras, proclamamos, además de su justicia y de su equidad, su sabiduría, su agudeza, su ingenio y su gracia. Otros tantos atributos en los cuales miramos y admiramos reflejada nuestra propia imagen intelectual. De esta suerte, la confirmación crítica de nuestras creencias y admiraciones garantiza la delicada sospecha de nuestro talento. Y la refutación o la destrucción de ellas nos hiere y nos irrita, porque nos hace sentir, por un instante, inferiores o torpes. Nada más que por un instante, pues la solidez y exactitud que atribuimos a nuestro juicio nos impide aceptar la probable existencia de criterios disímiles del propio criterio, que puedan, además, ser acertados. Admitir la diversidad humana es un acto de generosidad, de liberalidad, que presupone la abierta expectativa de una rectificación intelectual. Que el crítico sugiera una modificación de nuestra óptica para mirar la obra de arte, o que insinúe una evaluación de ella misma, diferente de la que hemos establecido con nuestros propios recursos, es apenas natural y lógico, puesto que la crítica denuncia, ante todo, una cierta particularidad humana. El crítico es el procurador o el vocero de muchas particularidades vacantes que trascienden a través de él y por cuyo ministerio se manifiestan y modulan. Pero, específicamente, lo que traduce es su propia particularidad. Si ella nos hiere con más agudeza que la del poeta, objeto de nuestras abominaciones, o la del novelista que nos parece intolerable, o la del pintor que consideramos digno de execración, es porque ninguno de ellos asume, críticamente, la tarea de mostrarnos la excelencia de su obra, ni de proponernos, de modo explícito y profesional, la aceptación de ciertos valores, ni de modificar nuestra actitud frente a la obra de arte. El hombre del común, que esgrime su libertad de concepto como una democrática hacha de sílex contra el crítico, considera el Arte como un territorio de libre ocupación y de libre usufructo, donde él puede fijar autónomamente categorías y valores. La instancia crítica que pone en cuestión es el libertinaje y vuelve precaria esa autonomía, le parece un abuso de autoridad. Probablemente lo es. Pero el derecho inmemorial que invoca y reclama para juzgar Arte sin sujeción a ninguna norma, a ningún convenio, a ninguna condición previa, no invalida el del crítico para señalar jerarquías, indicar categorías y fijar valores. Esos dos derechos pueden coexistir y, de hecho, coexisten en estado de querella. La cuestión por definir, entonces, es esta otra: ¿cuál de los dos es el verdaderamente justo, equitativo y próximo a la verdad: el del especialista o el del aficionado? ¿Cuál puede reputarse como legítimo? ¿El origen legítimo de la justicia en el Arte es privilegio del crítico o del hombre común, o del conjunto de los hombres comunes de la masa? El dilema es tan antiguo como la especie. Pero a lo largo de los siglos, a lo largo de la precaria y contradictoria experiencia humana, la atribución de esa legitimidad ha correspondido al crítico. Desconocerla es, desde luego, un acto mucho menos escandaloso y menos catastrófico de lo que se supone. Es un gesto natural e inútil de rebelión y de protesta que no altera en nada la sentencia final que la historia profiere sobre las obras de los hombres.
+Además, dicho sea para vano consuelo del hombre común que defiende su derecho contra el derecho del crítico, este no profetiza bien, o por lo menos con las máximas probabilidades de acierto, sino sobre el pasado. Los estigmas de su propio tiempo histórico, las exigencias que van explícitas o implícitas en el tejido de su relación vital con una determinada historia, inciden en su diagnóstico y lo coloran. Toda pasión de su tiempo consta en él. Y la presencia inmediata y carnal de los autores que juzga interfiere sordamente la tentativa de su imparcialidad. El acto intelectual de aislar la obra, de extirpar de ella sus conexiones con ciertos aspectos anecdóticos del tiempo a que pertenece, es extremadamente difícil de ejecutar con acierto. De tal manera que nuestra irritación, o nuestro desdén, o nuestra inconformidad con el crítico, podrían atemperarse mediante la convicción de que esa tarea conlleva fatalmente un margen de error. Y nuestra vanidad podría entibiarse también pensando que si el crítico, a pesar de su pericia y de su experiencia, no alcanza a acertar jamás de una manera completa y absoluta, los demás tenemos seguramente más amplias posibilidades de errar.
+Este tipo de convicciones, con ser tan obvias, no figuran en el repertorio utilizado por el hombre común para enfrentarse a la obra de arte. Es evidente que él acepta, sin protesta, una guía para la ciencia, para la técnica, para los oficios que de ellas se desprenden. Para el Arte —dice orgullosamente— me basto solo. El Arte es mi representación. Lo que yo vea, lo que yo sienta, lo que yo perciba, lo que yo entienda en el orden estético, es el Arte. Si el crítico coincide conmigo en la apreciación de la belleza, tanto mejor para él. De esta manera proclama su soberanía frente al crítico. La especialización del crítico le parece un desperdicio innecesario de aplicación y de pedantería. Su fuero personal no se siente vulnerado porque el científico proponga una nueva interpretación física del universo, ni porque el técnico desarrolle los principios de la ciencia y lo obligue a adoptar un cambio radical en usos y costumbres y a transformar su estilo y su concepto de la existencia. Ciencia y técnica tocan a fondo, esencialmente, cada una de nuestras vidas para modificar su ritmo, su significado y su perspectiva. Nos parece natural y admirable que así sea. La sugerencia explícita del crítico, o la que emana tácitamente de la obra del artista para que modifiquemos nuestra visión estética y admitamos la posibilidad de la belleza en una forma insólita de expresión, nos indigna porque, de hecho, prueba la relatividad y la insolidez de nuestro juicio, y la existencia de juicios, probablemente válidos, que no han nacido en nuestra conciencia, ni son el eco de nuestra sensibilidad, ni la voz de nuestra inteligencia. A la incómoda sorpresa que produce esa perentoria realidad, cada uno de nosotros opone una categórica declaratoria de propiedad: el Arte es mi pertenencia; y, por lo tanto, el enriquecimiento de mi sensibilidad y la ampliación de mi conocimiento no pueden depender sino de mí mismo. Principio inobjetable, si todas las rutas del espíritu y de la inteligencia, en todos los casos humanos, condujeran a seguras metas de perfección.
+Encontrar esos caminos es ya un grave asunto. El crítico ¿nos ayuda a descubrirlos o, cuando menos, a situarnos en el incógnito cruce de donde ellos parten? Seguramente sí. Pero qué vergonzosa dimisión de nuestra seguridad implica aceptar una señal que modifique nuestro confiado discurrir por el territorio del Arte, donde hemos establecido ya una legislación personal para dirimir los conflictos y eliminar las dudas. A esa dimisión, a ese acto de sagaz humildad, no accedemos sino por excepción. Sospechamos en el crítico una especie intelectual innecesaria, que interfiere neciamente la comunicación entre el Artista y la Comunidad. Lo detectamos porque entraña una viva oposición a la idea recibida, un contrapelo a la corriente. Peor aún: porque litiga conmigo aun cuando a mí no se dirija específicamente, y porque somete a duda la validez de mis creencias.
+Pero, después de todo, sin esos seres incómodos y especializados, cuya arbitrariedad y cuya justicia proclaman su condición falible y su humana pasión, pero cuya sabiduría o conocimiento en la materia de que tratan crea una jurisprudencia, el universo del arte carecería de todo principio de orden, de todo esquema de categorías y calidades. Sería un caos impuro.
+(De Confesión de parte, 1967)
+LA FALSA LITERATURA OFRECE al lector desprevenido la sorpresa insidiosa de su aparente originalidad. Como ocurre con las mujeres que hacen de su rostro y de su cuerpo una falacia encantadora, la superchería implícita en esta clase de literatura no se descubre sino en la desesperada batalla de la intimidad, en el trato activo con ella misma.
+El otro día resolví dar esa batalla con los textos de un escritor suramericano, de quien la fama dice cosas sumamente lisonjeras, sobre todo en Colombia. A poco andar en la lectura, me empezó a ganar un invencible fastidio con esa prosa pedantescamente erudita, acicalada a lo clásico tan artificialmente que resultaba una transparencia casi impúdica en el trabajo de carpintería verbal, de ensamble de los giros y acomodación de los vocablos visiblemente destinados a dar tono sabio y antiguo a los periodos. Estuve a punto de abandonar la partida. Insistí y persistí, sin embargo. Al final de la lectura me di cuenta de que el problema de este autor era de una sencillez elemental: se trataba de un caso perdido de falsa literatura. De ahí provenía su prestigio. Porque conviene advertir que la falsa literatura es muy prestigiosa, aquí y en el resto del mundo entre la inmensa masa de lectores que, por ejemplo, coronan de gloria al autor de Lolita. La cuestión no es ni siquiera escandalosa y por el contrario enteramente explicable. La falsa literatura tiene para el lector no experimentado la ventaja de ofrecer un erzats, un sucedáneo, una imitación de la verdadera, en cualquiera de los géneros. La poesía suramericana, verbigracia, en lo que pudiéramos llamar sus prestigios locales, no es más sino una enorme producción de imitaciones y de ecos. Una fábrica de productos falsos: falsos Daríos en el modernismo, falsos Lorcas muchos años más tarde, falsos neogongoristas, falsos Juanramones, falsos Nerudas y falsos Perses, y como vegetaciones intermedias y aún más subalternas, falsos Guillenes, falsos Diegos, falsos Aleixandres, falsos Salinas, etcétera.
+El prestigio y el consumo de la falsa literatura son, pues, una especie de necesidad, en cierta manera vital de los países culturales pobres o culturalmente subdesarrollados.
+La ausencia del vigoroso contrapeso significado en una gran literatura propia permite el auge de la mediocre y, por consiguiente, la colosal desmesura con que la fama califica a los prestigios nacionales. Los olimpos literarios suramericanos están llenos de genios municipales, cuya genialidad muere en las fronteras de cada patria. Por un Neruda universal —parte de cuya obra es corruptible—, existen cientos de poetas a quienes el prestigio local eleva a categorías celestiales. Otro tanto acontece con la novela, el ensayo y el teatro. La falsa literatura, en esta parte del continente, tiene en el subdesarrollo indicado una justificación que llena de júbilo a los sociólogos cuando la descubren, y de congoja a los literatos, si de ella se dan cuenta.
+Pero volviendo al escritor origen y causa de estas glosas, encontré al final de la lectura de sus textos que su caso no era enteramente común y ordinario, sino que presentaba los síntomas extraños de la buena fe en la falsedad literaria. Es decir, que las características de la falsedad no implicaban una falacia deliberada, sino que por su recurrencia, su constancia y su persistencia indicaban una fusión, una identificación con la personalidad misma del autor, hasta el punto de que la inautenticidad del estilo y la superchería del pensamiento quedaban como legitimados por asimilación. Este escritor ya no podía ser, ni pensar, ni escribir de otra manera. El mecanismo artificial originario se le había convertido en un reflejo instintivo. Había hecho de todo lo adventicio artificioso, forzado e inauténtico, perceptible en su escritura, una segunda naturaleza verdadera. Su recalcitrante propósito de pedantesca originalidad que denunciaba una sorda tarea de diccionario y, dentro del diccionario, la escogencia de la tercera o cuarta acepción de cada vocablo poco usual o erudito, seguramente era ya un movimiento natural de su espíritu y de su inteligencia, y una automática estratagema de su técnica estilística. El resultado total era, desde luego, una mezcla de mosaico y crucigrama, cuya extravagancia hubiera sido deliciosa en un pastiche de esa misma prosa pero que presente en un trabajo original se tornaba inevitablemente cómica. La falsa literatura, por lo demás, encierra ese signo burlón: parecer el pastiche, la broma, la imitación de ella misma.
+Poseer un falso estilo, aun cuando ese falso estilo se haya convertido en el propio, en el que puede usar el escritor, es una tragedia irremediable, de la cual bien puede no darse cuenta el usufructuario y la víctima de esa automistificación. En rigor, el falso literato carece de estilo. Y el que elabora con materiales de segunda mano, con materiales de préstamo y arriendo, tiene la rigidez, la falta de naturalidad, la involuntaria comicidad que adquieren los gestos de la criatura humana, cuando en busca de un determinado efecto de distinción o de sofisticación, abandona su simplicidad habitual. Por ser una faena humana, un producto humano el estilo literario, por razones semejantes, puede volverse dengoso, como ocurre a las adolescentes cuando a la vista de sus admiradores reemplazan su gracia sencilla y doméstica por una mecánica coquetería que suponen el colmo de la seducción. Tal vez la falsa literatura es el resultado de una adolescencia intelectual no extirpada ni superada por los años y que paraliza al escritor ya maduro o viejo en una actitud espiritual y en un tipo de expresión donde son visibles ciertos mecanismos enmohecidos, cierta pedantería verbal arruinada, ciertos trucos de confección cuya sorpresa se evaporó con el uso. La falsa literatura, a pesar de su auge momentáneo, de su difusión y su consumo, data vertiginosamente, como los bailes. Pero el falso literato, lo mismo que el bailarín envejecido, no repara en ese proceso de anquilosamiento, y continúa dando pasos en falso. La descripción sintética de la falsa literatura podría hacerse acaso diciendo que ella consiste en escribir odontólogo donde pudiera haberse dicho dentista, con más sencillez y humildad. Pero es claro que la falsedad literaria nace de una situación espiritual e intelectual, anterior a la escogencia de las palabras y al acto concreto de la escritura. Un escritor puede ser honrado y, sin embargo, cursi, y por lo tanto no tener posibilidad de mejora respecto del gusto, el tacto, la finura, el sentido de la elegancia y de la belleza. Un escritor puede ser abundante y barroco, o escaso, seco y lineal, como Merimée, y ser en cualquiera de las dos circunstancias un grande escritor, sin que jamás pueda decirse que en tales casos la abundancia es un vicio y la sequedad una limitación.
+La legitimidad de un escritor es la de sus obras. Pero el secreto de la una y de la otra no es definible. Si El centauro, de Maurice de Guérin es un trozo de mármol de la prosa francesa, según dijo Sainte-Beuve, la legitimidad y la belleza de esa creación no tienen causa ni explicación diferente del talento o del genio literario del autor. Esta afirmación parece una simpleza. Y lo es. Pero la confusión empieza cuando nos separamos vanidosamente de la modestia implícita en explicaciones de esta índole para buscar otras más sutiles o más elocuentes. Además si bastara con utilizar las mismas palabras de Guérin y con imitar la cadencia y el esplendor de su frase para producir una obra igual a la suya así de bella y de legítima, el problema de la falsedad literaria no existiría. Pero existe, porque la tentativa de realizar esta clase de milagros por procuración, por sustitución o por imitación, es la tarea típica de los falsos literatos. La ventaja de que ellos existan no es, al fin y al cabo, desdeñable. Un falso poeta prueba la existencia de los verdaderos como la imitación de Avellaneda prueba la originalidad de Cervantes. La falsa literatura tan detestable como es, cumple, no obstante, una función de contraste; ayuda a garantizar las jerarquías, el orden de las preeminencias y la fijación de los niveles y de las metas, le da oficio y entretención a la crítica y sirve de alimento espiritual a las innumerables almas mediocres que pueblan el mundo. La falsa literatura es una industria de transformación, en cuyos engranajes se muelen únicamente derechos de aduana literaria. Es la industria literaria típica y floreciente de los países culturalmente subdesarrollados, como Colombia.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 17 de diciembre de 1960)
+SI A USTED LE GUSTA UNA OBRA literaria, un cuadro, una pieza musical, usted tiene perfecto derecho de decir que le gusta. Si no le gusta, el derecho de declarar su aversión también le es sagrado y le debe ser respetado. Hasta ahí no hay problema. Pero si usted, sin ser especialista en ninguna de las materias citadas, ni un estudioso de ellas, sino simple y llanamente un lector, un oyente, un observador común, como lo es la inmensa mayoría de las gentes, declara que lo que a usted le gusta, y por el sólo hecho de gustarle, es lo mejor en el orden estético, y que aquello que le desagrada es lo peor, usted estaría negando, sin darse cuenta, o dándose cuenta, la existencia de la cultura y la jerarquía de los valores.
+Pero como el hombre es la criatura más vanidosa y testaruda que existe sobre la tierra, el hombre repite todos los días, con explicable júbilo, esa operación crítica que le confirma su creencia de ser dueño de la totalidad del universo. Imagínese, sin embargo, el lector, la genialidad intrínseca, la finura de pensamiento, el tiempo de meditación, la agudeza de observación y de análisis, la acumulación de conocimientos, el adiestramiento y la riqueza de sensibilidad, la experiencia intelectual, la adecuación del estilo que fueron necesarios para que, por ejemplo, Baudelaire y Fromentin pudieran hallar y escribir con autoridad sobre pintura, o Sainte-Beuve y Thibaudet sobre literatura. Si es posible suponer la categoría del juicio y el valor del mismo en casos como estos, es posible también suponer la distancia que separa esa categoría y ese valor de la categoría y el valor del juicio que sobre las mismas materias profiere el hombre común que erige su propio gusto en ley estética.
+Esa distancia es precisamente la que permite la existencia de cultura y la jurisprudencia de ella misma. Si todos los seres humanos fuéramos tan aptos, o tan diestros, o tan geniales, como Baudelaire o Fromentin para juzgar y «sentir» la obra pictórica, o tan sagaces y sabios como Sainte-Beuve o Thibaudet para juzgar y «sentir» la obra literaria, pues no habría ni problema de los valores, ni problema de las categorías, ni problema de la cultura. El mundo del arte sería antiproblemático por excelencia, plano, tedioso y obvio como las opiniones de un político entusiasta.
+Pero como no es así, precisamente como no es así, sino al contrario, puesto que la gracia insólita de la humanidad consiste en que de tarde en tarde, muy de tarde en tarde en el seno de su desesperante mediocridad, de su desesperante uniformidad se produce el fenómeno de un Baudelaire, o de cualquiera de sus pares, pues entonces lo más cuerdo, lo más acertado y lo más sencillo sería que los hombres comunes y corrientes que somos legión, vulgo, multitud, masa, público y democracia, aceptáramos por lo menos la existencia de esos supremos legisladores en la materia en que ellos lo son evidentemente. Y si fuera posible, que acatáramos su doctrina. Pero la verdad es que ni la reconocemos como existencia ni la aceptamos como doctrina.
+La preexistencia de una jerarquía crítica, en cuanto al arte se refiere, irrita nuestra vanidad de hombres vulgares, comunes y corrientes, nuestra dichosa y magnífica vanidad de filisteos que nos hace creer que podemos ser jueces eficientes y decisivos de la obra de arte. El derecho a escoger y a admirar de acuerdo con nuestro gusto nos parece también que involucra el derecho a juzgar que lo escogido y admirado por nosotros es lo estéticamente intachable y perfecto. Nada más natural, nada más humano que esta confusión de poderes, que esta extensión de poderes, suscitadora de la inacabable y a veces cómica o tragicómica querella entre el criterio común y el testimonio del especialista, entre el crítico y el público. De ahí, del choque entre los poderes que se atribuye y que ejerce el público, y los que manifiesta el crítico, el especialista, el investigador, nace la certidumbre popular, por lo menos en el arte, de que ese personaje es el enemigo público número uno del respetable público, una especie de incómodo y detestable contradictor de la opinión en que participan las mayorías, un insoportable monstruo de pedantería, suficiencia y extravagancia, un pretencioso y aristocrático aguafiestas de los goces sencillos y puros de la comunidad.
+Pero no ocurre lo mismo en otras zonas del conocimiento y de la cultura. En filosofía, matemáticas, física o química, el especialista puede dormir tranquilo. El hombre común acepta su condición de vulgo, ante esa minoría, ante esa «aristocracia» de enterados, de expertos. El hombre de la calle no le discute ni le critica los números a Einstein pero sí le discute y le critica los colores y el dibujo a Picasso, los versos a Claudel o el estilo a Joyce. Y no tiene ninguna duda, ni ningún remordimiento de conciencia para indignarse con el crítico que explique o justifique una pintura, o una novela, o una sinfonía que ese mismo hombre común no entiende y abomina.
+El derecho potencial con que toda criatura humana se considera investida para participar en la percepción de los valores artísticos es el origen de esta antiquísima rebelión contra el artista, contra el crítico y el especialista cuyo estilo, originalidad, ambición del mundo, actitud espiritual, etcétera, contrarían un determinado código del gusto establecido, estratificado y convertido en patrimonio común. Ese derecho potencial sobre el arte, derecho que todos nos atribuimos como una necesidad profunda del ser, no implica, sin embargo, como tampoco implica el derecho potencial a la propiedad privada en la sociedad que lo reconoce y defiende, que se pueda ejercer sin las calidades configurativas de su correcto ejercicio. No obstante, reconocer que la adquisición de esas calidades es tarea paciente y ardua, conseguida por unos pocos en el curso de la historia, es un acto de humildad absolutamente insoportable. Mucho mejor y más fácil, que todos podamos declararnos inventores del universo, dueños de la verdad que nos dicta nuestra propia fe, nuestra superstición, nuestra ignorancia o nuestra vanidad. Mucho mejor habitar un mundo estético en el cual podamos ser, cada uno, el supremo juez. Mucho mejor habitar en el mundo feliz y confortable de las propias certidumbres que participar prudentemente en el de las dudas o en el de las verdades que la jurisprudencia de la cultura haya podido deslizar en su curso histórico.
+(De El Tiempo, 1.º de julio de 1958)
+SEÑOR DIRECTOR:
+Permítame responder a su amable solicitud de escribir un artículo para esta edición extraordinaria de El Tiempo, sobre la literatura colombiana en los últimos cuarenta años, expresándole con toda ingenuidad la incapacidad en que me hallo de cumplir satisfactoriamente con los lectores de su periódico y conmigo mismo ese encargo; por varias razones. La primera, porque no dispongo del tiempo necesario para una investigación minuciosa, ordenada y sistemática que le diese a mis opiniones un respaldo erudito. La segunda, porque estoy convencido de la ineficacia de la tarea crítica, adelantada en nuestro medio, con relación a la obra de los escritores colombianos, muertos o vivos, viejos o jóvenes. Soy un desencantado de la razón crítica de nosotros, los colombianos, en este y otros aspectos de la vida nacional sobre los cuales esa misma razón debía ejercer su justiciero rigor. Somos un pueblo «feo, católico y sentimental». La última de estas tres condiciones determina una constante derrota de la razón y, por consiguiente, de la crítica, en cualquiera de sus manifestaciones. Predominan, victoriosos, el sentimentalismo, el sectarismo y la mitología. La crítica histórica, por ejemplo, tal como aparece en Colombia, es sentimental, es sectaria y es mitológica. Carece por completo de objetividad. Es irrazonable, como un alegato de adolescentes. Las dos grandes troncales en que ella se divide —la bolivariana y la santanderista— representan, a la maravilla, el deplorable caso de la crítica entre nosotros. La importancia de los mitos en la formación de los pueblos, no podría discutirse seriamente, es verdad. Pero cuando esa mitología de los valores no encuentra, para un correcto equilibrio de su fuerza, el contrapeso vigoroso de la razón, que impide y sanciona todo libertinaje sentimental y toda desfiguración de concepto, el mito hace ley. Y la ley del mito es la superstición.
+La literatura colombiana no escapa a esa ley. No podía escapar. El acto de juzgar una obra con alguna equidad encuentra siempre el obstáculo representado en la superstición del mito, acuñado tradicionalmente, y sin que la discriminación razonable haya podido despojarlo de todo cuanto sobra y estorba a su auténtica grandeza. Tal, por ejemplo, el caso del mito y la superstición correspondientes a Guillermo Valencia o a Porfirio Barba-Jacob, a Marco Fidel Suárez o a Antonio Gómez Restrepo, pongo por caso. La autenticidad del valor correspondiente a cada una de las obras de estos poetas, y escritores, desaparece bajo el engañoso esplendor del mito. Una serie de circunstancias colaterales y ajenas al mérito intrínseco de la obra interfiere el análisis, que podría ser desinteresado pero que no consigue serlo. Una especie de presión atmosférica, de tipo social, impide la normal respiración crítica. Debemos entrar en la gran corriente natural de los mitos y pagar nuestro tributo supersticioso en el altar de los dioses. Todo diagnóstico que se aparte demasiado del canon sectario en la interpretación histórica, o del canon sentimental o mitológico, en la interpretación de la obra literaria, toma cierto aire de traición a la gloria nacional.
+Pero la crítica no es eso. Ahora bien: ¿podemos, históricamente, hacer la exigencia normal de la crítica? Yo no lo creo. La inmadurez cultural del país, fruto de su precario desarrollo económico, político y social, explica, a su vez, la ausencia de la crítica. Nuestro periodo histórico corresponde al imperio de todos los mitos y de todas las supersticiones. Ni siquiera hemos vivido todavía, a derechas, la etapa del positivismo. No es que la razón haya sido destronada entre nosotros. Es que jamás ha sido instaurado su imperio. Nos movemos intelectualmente, a corazonada limpia, guiados por el instinto, conducidos por el sentimiento, movilizados por la pasión. Somos arbitrarios en el amor y en el desdén frente a la tarea intelectual. Somos sectarios, sentimentales y supersticiosos.
+En estas condiciones, todo conato de crítica auténtica resulta frustrado. Y la literatura, de la misma manera que la historia, que también es literatura, debe sufrir las consecuencias que se derivan de la ausencia de todo rigor y de toda autenticidad en la tarea de juzgar a la una y a la otra. Tales consecuencias, a mi juicio, están presentes en la literatura del medio siglo, pero sin que sean exclusivas de ese período. Hacia atrás operan con la misma eficacia. No tiene objeto, cuando de esas consecuencias se trata, hablar de las excepciones, de ninguna manera representativas del proceso general y común de una literatura. Las constantes de la literatura colombiana no están representadas por los ejemplos solitarios de los latinistas, gramáticos y filólogos con los cuales se quiere, inútilmente, demostrar una tradición humanística en un pueblo cuya mitad más uno no conoce el alfabeto. La constante de ella, como de cualquiera otra literatura, habría que buscarla en esa línea media, persistente, característica de todo proceso. En esa línea son notorias las consecuencias a que me refería antes: mucho más brillo que profundidad, más desorden que rigor, más gracia limitativa que originalidad y el desborde verbalista, la retórica, la voluptuosidad de las palabras por sí mismas, lo que podría llamarse «la fiebre instrumental» de los vocablos.
+Poesía, teatro, ensayo, novela, ofrecen, en su balance general, salvo unas cuantas excepciones, esos defectos, significativos de una tendencia irrefrenable, originada en la tradición decorativa impuesta al idioma español por no pocos de sus grandes escritores y por muchos de sus medianos. No es completamente exacto, o mejor, no me parece completamente exacto que la influencia de la literatura francesa o de la inglesa se perciba en la colombiana como una forma del rigor, de la claridad, de la austeridad verbal y de la precisión. Una huella circunstancial de la primera de las literaturas mencionadas puede percibirse en ciertos nombres de la poesía colombiana, correspondientes al lapso del medio siglo. En la prosa no la advierto sino en unos pocos y contadísimos casos del comentario periodístico. El más famoso novelista colombiano que viene cronológicamente después de don Tomás Carrasquilla es el autor de La vorágine, José Eustasio Rivera. Su extraordinaria novela tiene la inútil abundancia retórica, el desperdicio decorativo, simbólico, del sino literario de Latinoamérica. La fiebre instrumental de las palabras enerva, más allá de toda medida, el estilo de Rivera, mucho mejor y más vigoroso y auténtico en aquellos espléndidos «trozos de vida» en los cuales recupera, imperturbable y terrible, en su objetividad, la realidad más inmediata del drama. Pero Rivera es algo así como una síntesis de las cualidades y defectos de la literatura colombiana. Todas las contradicciones del estilo se hallan presentes en su obra. Y hasta su espléndido mal gusto, contrapesado con la adivinación genial, lo hacen todavía más colombiano, más «clásico del arte colombiano».
+En la literatura nacional del medio siglo, me parece que la generación de escritores a la cual tengo el honor de pertenecer suscita y crea —aun cuando no haya tenido completo éxito en esa tarea— una tendencia menos decorativa que la predominante en la generación anterior. Se trata de una actitud, de un propósito, pues la verdad es que muchos de esos escritores entierran el mal gusto y combaten victoriosamente todas sus resurrecciones, pero ellos mismos no logran ponerse a salvo del mismo mal que abominan. La prosa y la poesía consiguen, en esa generación, más finas instrumentaciones, pero es evidente, de todos modos, el coeficiente retórico. La generación que sigue inmediatamente después —en la poesía, en el teatro, en la novela, en el simple artículo de periódico— no sólo no avanza en el tímido y frustrado proceso de rectificación iniciado, sino que retrocede, con júbilo inmortal, y no pocas veces con gracia seductora, al libertinaje verbalista. Hay muestras de poesía, en esa generación, y muestras muy famosas, que constituyen maravillosos modelos de juguetería retórica. Y en cuanto a la prosa —uno o dos casos aparte—, digamos que se trata, guardadas todas las proporciones, de una versión criolla del prerrafaelismo inglés, con todas sus vanas corrupciones. Casi, casi, si queremos retroceder un poco más, del eufemismo inglés.
+Como usted puede darse cuenta, señor director, por todo lo anterior que tan desordenadamente queda dicho, los problemas de la literatura colombiana no cambian mucho de esencia y de significado en el curso del tiempo. Son los mismos que planteó Juan de Castellanos con su horrendo poema histórico, primera piedra del monumento de la tradición, colocada como símbolo de lo que, como promedio, íbamos a ser literariamente. Apenas si ahora estamos superando trabajosamente la etapa ecológica de la literatura, iniciada por él mismo. Desde luego, en la literatura colombiana, como en toda literatura, lo mejor es lo menos abundante. Lo mejor de la colombiana, en materia de nombres, cualidades, de estilos, está reconocido y, en cierta manera, atentado. ¿No valía la pena hablar, siquiera por una vez, de sus defectos?
+Del señor director atentamente.
+(De El Tiempo, 13 de junio de 1953)
+TODA LITERATURA ES, EN cierta proporción, un milagro, en cierta proporción, un misterio. Sólo los historiadores de la literatura poseen la tranquila temeridad que les permite suponer la existencia y la validez de una o muchas fórmulas capaces de disipar el misterio, de eliminar el milagro. Ellos dicen: en la evolución histórica de un determinado pueblo se han producido estas obras maestras, estas obras honorables, estas obras insignificantes. Señalan las cimas, las colinas menores y la igualitaria extensión donde crearon y sucumbieron al olvido los innumerables y gentiles artesanos de la mediocridad. Nada más exacto y concreto si la función del historiador se detuviera en la frontera donde concluye la descripción del fenómeno. Pero ocurre que el historiador viola casi siempre sus propios límites e invade el territorio crítico y cede a la tentación de las grandes simplificaciones sobre las cuales erige un sistema de categorías dogmáticas. También nada más cándido y, desde luego, más útil como pedagogía. Ninguna pedagogía, sin embargo, ha conseguido jamás desviar el misterio estético ni tampoco ninguna sociología explicar satisfactoriamente el enigma que comporta el esplendor o la ruina de una literatura dentro de un contexto social. En la historia humana se repite, con sorda monotonía, este hecho: que pueblos de condiciones y características semejantes en sus orígenes y en su proceso ofrezcan, sin embargo, resultados artísticos antagónicos: a unos corresponde la abundancia de la genialidad literaria y a otros la esterilidad, la ausencia de ella. La recurrencia indefinida de ese hecho debería desvanecer y anular el pretendido rigor y la exactitud de toda interpretación absoluta, de toda explicación, de todo programa y de toda profecía en los cuales se garantice para que a una curva determinada de desarrollo económico, de desarrollo político, de desarrollo técnico, debe corresponder inexorablemente un desarrollo y florecimiento de las artes.
+Pero ese hecho se olvida. Es, no obstante, uno de los más tenaces y recalcitrantes de cuantos se ofrecen a la inspección del historiador o del crítico literario. El olvido de tal hecho y la patriótica e invencible necesidad de crear una mitología nacional, convierte a los historiadores de la literatura colombiana en constructores de sólidos monumentos de perfección y de optimismo. Pero como queda dicho, casi nunca el historiador se detiene cautelosamente en el área específica de sus tareas, sino que incide en el ámbito crítico, no para recoger una experiencia sino con el propósito de crearla; no para dibujar una tradición sino para evaluarla. La ambigüedad del procedimiento es explicable por la ausencia que nos aqueja, legendariamente, de una adecuada distribución del trabajo. La historia ya no de la literatura, sino toda la historia en que, como pueblo, nos hallamos sumergidos, nos obliga a una funesta dispersión de funciones. El escritor, en Colombia, y, desde luego, en casi todos los países hispanoamericanos, de la misma manera que el colonizador en la selva, tiene que multiplicar sus oficios. Ninguna tradición literaria nacional se halla suficientemente estabilizada y ninguna es suficientemente válida como para instalarse en ella. Los llamados clásicos hispanoamericanos son modelos de la dispersión y de la versatilidad que impone el caótico curso de una historia social de cuatrocientos años en cuyo proceso el aprendiz de humanista o de filósofo ha sido conductor político; el político, poeta; el poeta, periodista; el periodista, crítico literario; el sociólogo, novelista, historiador, etcétera. De esta suerte, nuestra literatura, como nuestra historia, es representativa del caos. No debemos escandalizarnos demasiado de lo que sea, porque ninguna protesta contra la historia es realmente útil. Además, como lo dice con divina humildad la Biblia, en el principio era el caos.
+En estas condiciones, la tentativa de hacer un balance crítico de la literatura colombiana en los últimos cincuenta años me parece asunto muy difícil dentro de su simplicidad, no únicamente por el hecho de que las cuestiones obvias y simples, o que así lo parecen, representan un arduo problema de pensamiento y de estilo para su expresión concreta, sino porque en el tema mismo, cuando es un escritor el que lo interpreta o analiza, va implícita una confesión personal. Y las confesiones personales sólo son tolerables, como acto casi sagrado de la vanidad, en ciertas cumbres del arte y de la meditación filosófica. Tal vez podría excusar la abominable presencia de la primera persona del singular, del detestable yo, en una apreciación como la que propone el título de estas conferencias, el hecho elemental de que no hay opiniones sin dueño, de que en el orden crítico no hay opiniones mostrencas. Por lo tanto, conviene satisfacer por adelantado a quienes, para significar su desacuerdo, su desdén o su protesta ante opiniones contrarias a las suyas, decretan la invalidez de las ajenas diciendo peyorativamente que se trata de «opiniones personales». Pero la verdad es que no hay de otras en el mundo de las criaturas humanas. Todas las opiniones pertenecen a alguien. Aun las opiniones recibidas y comunitarias, esas pequeñas monedas del pensamiento que sirven para la especulación fiduciaria de las ideas, se vuelven propiedad particular cuando alguien las toma para sí y las emite. Cuanto aquí se trata de decir es, pues, opinión personal. Inclusive en el caso de las referencias a actitudes generales de grupo o de generación, se halla presente el espectro del autor. El uso del «nos» en tal emergencia es una comodidad de la sintaxis y un expediente de la cortesía intelectual. El «nos» entraña una manera simbólica de expresar ciertas convicciones particulares que pudieron ser, en cualquier momento, comunidad transitoria de unos cuantos espíritus.
+Los escritores que iniciamos nuestra tarea hace un cuarto de siglo, encontramos una literatura detestable y victoriosa. Lo cual era perfectamente natural: toda literatura detestable por razones estéticas es una literatura victoriosa en la atmósfera social. Conviene advertir, con entera lealtad, que además de las razones estéticas que argüíamos para detestarla, nos encontrábamos con la circunstancia, desfavorable para ella, de que no la habíamos hecho nosotros, de que no era nuestra literatura, pero era nuestra herencia y nuestro inmediato pasado. Es decir, la materia que la historia nos daba como presa para satisfacer nuestra necesidad de contradicción. Nuestra urgencia de negación y de crítica. Nos creíamos obligados por el arte y por la vida a rechazarla y a desacreditarla. Reconocíamos y respetábamos, es cierto, algunas excepciones. Pero más allá del acto ciego y biológico de la negación, un atisbo crítico guiaba nuestra actitud. La literatura del Centenario, como conjunto, como expresión de una época, como estilo de una generación, como ejemplo de una sensibilidad determinada, como actitud ante el fenómeno estético, nos parecía insatisfactoria. La línea general de esa literatura delataba a través de sus innumerables poetas menores y de los que en ciertas creaciones afortunadas desbordaban ese nivel, y a través también de sus novelistas y prosistas, una categoría honorable pero medianera. Una resonancia de otras resonancias, una larga sucesión de ecos, un juego de espejos enfrentados, nos parecía esa literatura, cuyos ardientes y esforzados arquitectos repetían, algunos con exquisita finura, otros con sobrada impericia, los modelos, los patrones universales de la moda, de la escuela, de la tendencia famosa y que ya empezaba a declinar o que había declinado en algún lugar de Europa, agotando sus propias savias. Una irresistible tendencia a la cursilería se presentaba con cierto carácter inexorable en esa literatura, pues ni aun los espíritus más cautos y perspicaces que en ella operaban podían sustraerse totalmente a semejante tributo. En el orden de las ideas, no percibíamos ninguna originalidad, sino el vasto imperio sosegado de los lugares comunes, de la tranquila vulgaridad. Estéticamente, una retórica viciosa, superflua y sobrante asfixiaba los perfiles y las estructuras. Esa retórica, que denunciaba por sí misma una defectuosa actitud ante el hecho artístico, ahogaba toda morfología de la obra literaria, la desdibujaba, la adulteraba, hinchándola de vacía elocuencia. Además, esa retórica hacía zozobrar toda intención de austeridad, de seguridad, de precisión y de dibujo en el verso y en la prosa. La nota bajamente sentimental y el mal gusto en la expresión literaria eran los resultados inevitables de esa especie de fiebre instrumental de las palabras. Así se perdió literariamente una novela como La vorágine, y así se perdieron no pocas excelentes vocaciones de poetas y de prosistas de generación. Desde el punto de vista literario, y también desde otros, el Centenario representaba un estilo específico, una manera previsible del comportamiento intelectual, cuyos defectos y limitaciones no impidieron a esa literatura, como dije antes, haber sido y continuar siendo una literatura victoriosa en el sentido de que ella mantiene y conserva su prestigio y su influencia en el ámbito social. Sin embargo, la legislación literaria es muy segura: amontona miles de cadáveres prestigiosos, para garantizar y preservar, después de esa orgánica disolución, y al cabo del tiempo, la permanencia de unas pocas estructuras verbales, de unas pocas misteriosas sintaxis, de unas pocas esencias y valores, sin los cuales el universo de la belleza no podría existir.
+Un cuarto de siglo más tarde no podemos afirmar que la actitud juvenil de crítica, asumida fugazmente ante la literatura del Centenario, fuera eficaz. Ninguna literatura elimina sus defectos como consecuencia de una acción contraria, simplemente negativa. Esa eliminación sólo es posible por medio de otra literatura que la sustituya y en la cual esos defectos no aparezcan. Pero ¿hemos obtenido esa sustitución? ¿El conjunto de los hábitos literarios, de las tendencias, de las características que diseñan la actitud de una época, ha cambiado con relación a la época anterior? Sin duda en la generación de que formo parte, hay unos pocos prosistas y poetas en quienes la exigencia literaria consigue para sus obras una alta categoría estética. Y no cabe duda también de que, gracias a esos poetas y prosistas, se obtuvo una atmósfera literaria, donde, por lo menos, quedaba provisionalmente en entredicho la cursilería y el mal gusto. Provisionalmente, nada más. Nuestro heroísmo literario fue incruento. Todos los muertos que decretamos están vivos y gloriosos. Y los que murieron de muerte natural conocen espléndidas resurrecciones periódicas, promovidas por el entusiasmo patriótico. Nuestra acción, nuestro rechazo, o el ejemplo que pudiera derivarse de la una y del otro, no cambia ni altera sustancialmente la perspectiva de la literatura colombiana. Ni mucho menos hace variar la respuesta social ante ella. Nuestra acción crítica, inconstante e insegura, cautelosa y transaccional, deja incólumes, sobre sus pedestales, a todos los ídolos literarios de la generación anterior.
+¿Es estrictamente nuestra culpa? Yo no lo creo. Me atrevo a sugerir una causa más honda y esencial de ese hecho, y de todo el fenómeno de debilidad e insuficiencia en la literatura colombiana. Creo que es esta: nuestra literatura, la que hemos creado y escrito en el curso de nuestra propia historia, no puede, con exactitud y rigor, calificarse como tal. Me explico: una literatura verdadera se instala en el tiempo sobre una línea de permanencia y desarrollo en la cual la continuidad del proceso, y su esplendor, están expresados y patentes en el hecho de una cierta abundancia de un mínimo de que aseguran lo que pudiera llamarse el relevo constante de la sucesión clásica. Sucesión clásica, en este caso significa la sucesión de lo ejemplar a lo largo del desarrollo histórico. Más sencillamente dicho: una auténtica literatura aparece configurada en la continuidad de su propia riqueza, en la constancia de su calidad estética, en la presencia, dentro de ella, de ciertos valores universales.
+Claro está que cualquier pueblo y cualquier literatura nacional pueden contentarse con mucho menos, y tienen perfecto derecho a ello, puesto que la equitativa distribución de los genios, la equitativa distribución de los dones artísticos y de los valores estéticos, para cada raza, cada nación y cada pueblo, no es exigencia posible ante ninguna agencia de jurisdicción internacional, que llenara magnánimamente las veces de una especie de Punto IV para auxilio de los países literariamente subdesarrollados.
+La literatura colombiana, tal como surge del diseño de sus historiadores, no admite dudas en cuanto a su solidez, su riqueza y su calidad. Si ella fuera así, no cabe duda de que la justicia inflexible y cierta que preside la marcha del mundo literario lo habría reconocido. Nuestra participación en el orden universal de la literatura es, en mi opinión, muy precaria y discutible. En realidad, estamos desde hace 300 o 400 años en una tarea primaria de búsqueda, en tanteo, en la cual algunos pocos han acertado. Estamos en esa mañana primordial de las formas en que los pueblos pueden demorarse un instante o toda la eternidad.
+Los nombres más famosos de nuestra literatura en la novela, en la poesía, en el ensayo, en el teatro, considerados en una perspectiva crítica muy amplia, y desde luego, universal, no forman una jerarquía satisfactoria y, sobre todo, irremplazable en el orden estético, también universal. Ninguna gran corriente del estilo fertiliza y afina y mantiene en tensión el idioma de la escritura literaria; ninguna tradición crítica controla nuestros defectos y nuestras cualidades; ningún sistema de categorías organiza nuestro mundo intelectual; ninguna renovación de los géneros literarios se nos debe; ninguna moda, escuela o tendencia hemos originado; ningún nuevo dios para el olimpo de la belleza ha salido todavía de nuestra costilla histórica. Nuestra jurisdicción literaria no compromete ni obliga indeclinablemente a nadie, como sí obliga la de otros pueblos, a toda criatura pensante.
+¿Hace veinticinco años nos dábamos cuenta de todo esto? Ciertamente, no. Lo mismo que nuestros predecesores, suponíamos la existencia axiomática de una verdadera literatura nacional, capaz de justificar nuestra vanidad, nuestro orgullo, nuestra contradicción o nuestra conformidad. Muchos escritores jóvenes de esa época creíamos que las calidades de nuestra literatura y la categoría de sus valores justificarían la clásica ceremonia de toda rebelión juvenil en el arte: la de las pompas fúnebres del inmediato pasado. Del inmediato pasado que nos parecía lleno de terribles estorbos para nuestra supuesta acción renovadora. La verdad era mucho más sencilla y no requería ni el sacrificio, ni el ímpetu de nuestra metafórica heroicidad intelectual. Nada ni nadie nos estorba. En la parda extensión de nuestra historia literaria, cabían holgadamente todas nuestras ambiciones, tal como en las inmensas regiones baldías de la geografía nacional, cualquier viajero sitibundo puede instalar su tienda donde lo exija su esperanza.
+En la tradición que hacíamos partir de la Colonia hasta nosotros, no surgía sino el esquema honorable y modesto de una faena literaria cuyo nivel común aparecía roto a grandes trechos, por la insólita presencia de unas pocas creaciones perdurables. Pero en perfil continuo, la grácil línea de sucesión de los estilos decisivos y de las obras maestras que aseguraran la presencia de una auténtica literatura, no existían realmente. Debíamos aceptar la muda y parca verdad que nos entregaba la historia, después de cuatrocientos años de habitar un idioma, de asumir una civilización, de usufructuar una cultura: nuestra literatura no estaba hecha. En el natural balbuceo de las formas acumuladas en ese desordenado proceso, quedaba y queda el testimonio de unos pocos poemas incorruptibles y de unas pocas páginas de prosa acaso invulnerable a la descomposición y el olvido. Parece poco y no lo es. A mí me parece suficiente, puesto que ningún pueblo, raza o nación está obligado a la genialidad artística y mucho menos a la abundancia de esa genialidad, ya que esa suerte de atributos y de resultados son radicalmente enigmáticos en sus orígenes y su desarrollo.
+Probablemente este balance de la literatura colombiana parecerá injusto, falso o inequitativo a quienes con más autoridad que la mía y con menos dudas y más certidumbres de las que se presentan en estas páginas, hacen pesar en sus cálculos consideraciones extrañas a la literatura y al rigor de sus fueros. Ninguna justificación extra-artística, sin embargo, me parece válida en un juicio sobre calidades estéticas. La brevedad de nuestro ciclo histórico, las dificultades, limitaciones y penurias de nuestro proceso social, el desorden político, el mestizaje, la herencia verbalista española, nuestra inconstancia, nuestra indisciplina, etcétera, son factores para una argumentación sociológica que dejaría, no obstante, intacto el misterio último y decisivo que recela todo problema de los valores artísticos. La importancia y la grandeza de una literatura, su insignificancia o su modestia, no dependen sino de que existan o no existan en cualquier circunstancia histórica grandes o mediocres artistas. Y la existencia de los unos y de los otros es cuestión imprevisible y ambigua maravillosamente secreta e indescifrable.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+CON INVOLUNTARIO RETARDO he leído el discurso del escritor Adel López Gómez, sobre el costumbrismo, pronunciado en la oportunidad de su ingreso a la Academia Colombiana como miembro de número. Se trata de una descripción y de un elogio de la tarea cumplida en ese género literario por autores nacionales, a partir de Tomás Carrasquilla.
+De acuerdo con sus datos, el costumbrismo representaría en la literatura colombiana la parte del león, la más fuerte y vigorosa y la de mejor calidad. ¿Es ello evidente? López Gómez no da una opinión concreta sobre este aspecto de la cuestión. Pero la escasez de sus reparos y la abundancia de sus elogios a las obras analizadas por él inclinarían el juicio del lector en sentido favorable a ese supuesto. Sin embargo, y a pesar del comunicativo entusiasmo del nuevo académico, y de las razones que ofrece para justificarlo, me parece que un cierto margen de cautela crítica no sobraría en el tema.
+Desde luego, comparto la admiración que profesa a Carrasquilla, monstruo sagrado e intocable del costumbrismo y de la literatura nacionales, pero difiero de una de las causas esenciales en que fundamenta esa misma admiración. Comparto un poco menos la que tributa a Francisco de Paula Rendón y Efe Gómez y discrepo de los elogios a la obra de Arias Trujillo y a la de varios otros escritores muy menores de la tropa antioqueña y caldense que constituye el grueso del pequeño ejército del costumbrismo colombiano. Coincido con otros aspectos de su análisis y, singularmente, en su aprecio por la obra de Eduardo Arias Suárez, cuya pésima fortuna con los equívocos poderes de la fama lo mantuvo en vida relegado a una posición inferior, y después de muerto lo sumergió en el olvido más apacible. Arias Suárez es hoy una cita casi arqueológica en los periódicos y suplementos literarios. Y las nuevas generaciones nada saben de él. No fue un genio, evidentemente. Pero merecía mejor suerte. Su obra es desigual. Hay en ella amplias zonas de desperdicio, pero existen otras en las cuales el negro humor del resentido, la presteza de la observación, la solidez humanísima de algunos personajes y una nota subyacente de irónica desolación, imponen una voz, una presencia, una significación de escritor.
+El elogio de López Gómez a Carrasquilla ofrece, entre otras razones válidas, una que, a mi juicio, es por lo menos discutible: la de su perfección como novelista, presentada, además, como contrapunto a su supuesta imperfección como cuentista. Mi estimación por ese escritor tiene el signo contrario: me parece el cuentista plenamente realizado, al tiempo que creo advertir una frustración en el novelista. Sin duda, Carrasquilla es el escritor verdaderamente grande de los costumbristas colombianos, por el estilo, por la destreza y la vivacidad del trazo, la donosura, la insolencia y la gracia verbales, por la ironía y el sarcasmo, la malicia y la sagacidad de la palabra y del pensamiento. Pero a pesar de la extensión de sus novelas, considero que ellas mismas demuestran que tenía el aliento corto. En cambio, creo que estaba superiormente dotado para el cuadro breve, para el relato en el cual el rigor de la síntesis lo obligaba a dosificar y concentrar los poderes de su endiablada gracia, y a realizar algo como un precipitado químico de la psicología de los personajes, otorgándoles, dentro de este rigor y esa necesidad, una vida apretada y plena. En las latitudes de la novela jadea un poco, se le oye la respiración artificial, prolonga viciosamente los efectos y acumula, con exceso, detalles y decorados. Sin contar con que la estructura interna de los personajes flaquea en ese largo empeño forzado. La nitidez de perfiles, de diseño, de composición, con que crea sus cuentos, y la calidad del estilo en que están escritos, provienen, a mi entender, de una aplicación exacta de los dones del escritor al molde, a la medida adecuados a su genio y a su ritmo. El Carrasquilla de las novelas es artificiosamente rico, abundante y sobrado. El de los cuentos es naturalmente espléndido.
+Francisco de P. Rendón y Efe Gómez son también objeto de la predilección de López Gómez. No es descabellada, ni mucho menos, esa predilección, aun cuando uno y otro, comparados con Carrasquilla, resultan de segunda clase. López Gómez no dice que lo sea, pues precisamente —y ese es el reparo cordial a su discurso— eliminó de su república costumbrista la lucha de clases, sin dejar establecido un sistema de jerarquías. En su estudio se encuentran páginas muy bien trabajadas y pensadas, y entre ellas, posiblemente las mejores, son aquellas donde describe los elementos físicos y los personajes característicos del costumbrismo nacional. Están hechas con fervor y conocimiento.
+Quedarían por formular algunos interrogantes que surgen de la lectura del texto del académico caldense. ¿Cuáles serían las razones que, en Colombia, permitirían separar del género costumbrista —o incluir en él— novelas como El Cristo de espaldas o Siervo sin tierra de Caballero Calderón? ¿La obra de Tomás Rueda Vargas, o parte de ella, podría, o no, catalogarse en ese género? ¿La novela, los cuentos, los relatos de Gabriel García Márquez caben en esa clasificación? Y en términos más generales, la producción literaria hispanoamericana que recoge la peripecia humana del campesino, del labriego, del minero, del obrero rural, del indígena, ¿es, por ese sólo hecho, costumbrista? ¿La transcripción literal del lenguaje popular, o del argot de una determinada clase social o de un grupo humano regional, constituye un factor determinante del costumbrismo? ¿Y la descripción de un medio provinciano, de una atmósfera rural, es exclusiva pertenencia del género? ¿La escogencia de personajes novelables, por fuera de las zonas cosmopolitas, o esnobs, o evolucionadas de una sociedad, implica fatalmente el costumbrismo? ¿La pintura de los hábitos y costumbres de cualquier conglomerado humano es, como dicen las historias de la literatura que es, puro costumbrismo?
+Las clasificaciones de los géneros y de los subgéneros literarios son de una gran utilidad pedagógica y de una gran comodidad crítica. Los apologistas del costumbrismo pueden reclamar para el género a Cervantes, a Dostoyevsky, a Tolstoy, a Shakespeare, a Balzac, a Flaubert. Si alguien afirmara que la característica del costumbrismo es su categoría literaria de segundo rango podría contradecírsele, ciñéndose a la más vulgar definición del género —pintura literaria de las costumbres y de los hábitos— diciéndole que todos los genios de la novela y del cuento han hecho costumbrismo sin saberlo. Y no obstante la porción de verdad que una afirmación de esta índole encierra, en su totalidad es inexacta, puesto que más allá, o más acá de los simples materiales del costumbrismo, de su utilería, de su elenco humano previsible, existe algo que viola los límites que circunscriben el género, y los sobrepasa estéticamente.
+El costumbrismo de Carrasquilla, ¿en qué consiste? ¿En haber escogido la mayoría de sus personajes preferentemente entre el pueblo raso? ¿En haber transcrito, tal cual, el lenguaje popular de una comarca? ¿En haber utilizado una tipicidad obvia —el arriero, el minero, el jugador, la señorona pueblerina, el tendero, el jornalero, etcétera—, para pintar a través de ellos los avatares de una zona de la sociedad colombiana? Sí; pero, ¿y lo demás, lo esencial y lo profundo, el problema humano de cada una de esas criaturas, es también costumbrismo mondo y lirondo? Si Carrasquilla resulta ser, o es, un escritor universal, ¿lo será por lo uno o lo otro? Imaginemos para él una superficialidad que se expresara y se agotara en la descripción de lo típico de sus personajes y de su sólo comportamiento social. Eso sería, apenas, el «cuadro de costumbres». Probable o seguramente debe haber en Carrasquilla algo más que un narrador delicioso, que un cronista salaz de la anécdota costumbrista.
+Inventariar y describir una serie de personajes por lo que en ellos es muestrario y símbolo de una tipicidad determinada o mecánica constituye una tarea menor y subalterna que solamente queda absorbida, redimida y superada cuando el escritor rompe ese estado primario y asciende a un plano más rico y complejo, más problemático, donde la presencia del conflicto de la persona humana o su ausencia de conflicto, que es también conflicto, le da a la creación literaria su trascendencia verdadera. El problema de Raskólnikov o el de Emma Bovary, o del cosaco Grigori, de Choloknov, nos concierne y nos estremece, porque está tratado en una categoría que anula los estrechos límites de la tipicidad, de la particularidad específica de lo anecdótico, y se inscribe en ese alto plano de total trascendencia donde aseguran su vigencia intemporal las obras de arte.
+La admirable obra de Carrasquilla, considerada, con entera razón, como flor espléndida del costumbrismo nacional, ¿consigue ascender a ese plano? Confieso que la jurisprudencia crítica sobre Carrasquilla, por lo menos la que conozco hasta ahora, no absuelve satisfactoriamente ese interrogante.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 29 de mayo de 1960)
+EN LA ÚLTIMA EDICIÓN DE la revista Sábado, doña Elvira de Camacho, grande, bella y peligrosa amiga mía, publicó, sin incurrir en la benévola galantería de enviarme la copia correspondiente como lo habría hecho, sin ninguna duda, doña Clemencia del Junco o doña Graciela del Busto, una carta de rectificaciones a un artículo del autor de estas líneas publicado hace ya tres semanas en este mismo Suplemento (de El Tiempo) sobre la cursilería y sus relaciones con El derecho de nacer. Me duele en la mitad del alma, como a la negra María Dolores las penas que afligen el tierno corazón de Albertico Limonta, que mi artículo no haya sido comprendido por doña Elvira. Pero las mujeres son así. ¿No es verdad, don Félix B.? Porque ahora descubro que doña Elvira no quiso comprenderme a pesar de que en la visita de marras, mis palabras, como era obvio, iban dirigidas a ella puesto que era ella quien con más entusiasmo había cogido a don Rafael del Junco y a doña Graciela del Busto, por su cuenta, para demostrar la excelsitud literaria de la novela de Caignet. Yo debo confesar que en esa visita doña Elvira estuvo radiante de pasión por Caignet, pero menos injusta con este su amigo de lo que aparece sobre el papel en la revista Sábado.
+Esa noche no dijo todo lo que dice haber dicho y me da la impresión de que detrás de ella, literariamente, desde luego, anda alguno de sus preceptores intelectuales de cabecera, malaconsejándola para desacreditarme ante la opinión femenina y el tribunal de la crítica. Pero doña Elvira debe poner mucho cuidado al oír esas sirenas literarias con pantalones que rondan, mucho más que su ingenio, su belleza. Y que para congraciarse con ella, y ponerse aparentemente de acuerdo con sus opiniones, la llevan a comparar a Homero, a San Agustín, a Santa Teresa, a Milton, a Dante, a Cervantes, a Racine, a Shakespeare, a Balzac, a Proust, con Félix B. Caignet. Y le hacen confundir pérfidamente el fenómeno social de la cursilería con la expresión literaria de esa misma cursilería. La cosa no es por ahí como diría el doctor Alfonso López. La cosa es de otra manera. Y que me perdone doña Elvira una reiteración de mis tesis: la cursilería, dije en el artículo incriminado, es un hecho social, derivado de ciertas condiciones también sociales; la cursilería es un precioso tema literario que en Proust adquiere una categoría de obra maestra, entre otras razones, porque está, literariamente, tratado con perfección y porque Proust lo toma como un hecho para recrearlo como tal, en su novela. En Caignet la cursilería no es un tema ni es tampoco un hecho juzgado como tal por el autor. Caignet no se ha propuesto, ni por un momento, revelar y relievar la cursilería de sus personajes o del ambiente social en que se mueve. Todo lo contrario. Él ha escrito, en serio, «una historia de amor y de dolor que ha conmovido a América» y no parece calumnioso afirmar que él, como sus agentes de publicidad y sus admiradores, se considera, también en serio, «el más humano de los autores». No es difícil, pues, advertir la diferencia entre la cursilería transcrita, recreada maravillosamente por Proust en cuanto al medio Verdurin, y la que emana naturalmente contra la voluntad y el propósito de Caignet, de la atmósfera social de su novela. Lo cursi en Caignet no nace como consecuencia de que los personajes lo sean intrínsecamente. Hay algo más curioso y más divertido: son cursis porque pretendiendo el autor que no lo sean, la confección literaria que les da los torna irresistiblemente cursis, sin que el autor se percate de ello. Más claro todavía: en Caignet no hay, como sí hay en Proust, un pastiche de la cursilería, una representación literaria de ella, sino una cursilería congenital, implícita en el estilo y en el gusto literario del autor. Proust hizo, literariamente, un retrato de la cursilería. Pero resultaría una blasfemia —que es casi la blasfemia de doña Elvira y de sus consejeros áulicos — decir que Proust, como escritor, era cursi. En cambio, en el caso del adorado Caignet de doña Elvira, la cursilería no es deliberada sino involuntaria, no es explícita, sino, como ya dije, implícita.
+Si doña Elvira desea una prueba más concreta, le bastaría con solicitar a cualquiera de los proustianos que la rodean, al doctor Alfonso López Michelsen, por ejemplo, que le hagan una comparación de los estilos de Proust y de Caignet en los capítulos de la cursilería Verdurin, por un lado, y de la cursilería del Junco o del Busto, por otra. Desde luego, temo mucho que López Michelsen se niegue a realizar semejante sacrilegio. Comparar a Proust con Caignet es, además de un sacrilegio, una tontería. Pero en el supuesto de que él se preste abnegadamente a ese sacrificio intelectual y estético, en prueba conmovedora de la desbordante admiración que yo sé le profesa a doña Elvira, el resultado, estoy seguro de ello, sería catastrófico para doña Elvira y para Caignet.
+Queda, pues, establecido, en mi opinión, que el precioso valor literario de la cursilería como tema y posibilidad de creación estétic es inexistente en Caignet, porque Caignet no ha tenido el propósito de retratar la cursilería sino, a la inversa, de retratar todo lo contrario de la cursilería: la distinción, la elegancia y el refinamiento de una sociedad. Si ese propósito le ha resultado cursi, es otra cosa. Pero esta cursilería emana de él mismo, como escritor. Madame Verdurin es fundamental y portentosamente cursi. Pero el creador de ella, críticamente juzgado por esa misma creación, no lo es. He ahí la pequeña diferencia. La diferencia de los estilos y la diferencia entre el genio y los humildes mortales.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+LA DAMA, MUY ENOJADA, pero muy bella a pesar del enojo, declaró su indignación cuando alguien dijo en la tertulia donde se hallaba que la novela de Félix B. Caignet, El derecho de nacer, era, ciertamente, un monumento de cursilería.
+—¿De manera —dijo con los labios temblorosos— que todos los que oímos embelesados la radiodifusión de esa novela somos cursis?
+Se produjo un silencio muy difícil. Una respuesta afirmativa resultaba poco galante. Y, bien observada la dama, además de su victoriosa belleza, no tenía sobre sí nada que delatara sus íntimas y secretas conexiones con la cursilería. El traje era sobrio y elegante y los ademanes sencillos y desenvueltos. Una ligera exageración en el trazo oblicuo de las cejas buscaba darle al rostro una reminiscencia mongólica levemente inquietante, y por ahí, como perdido en el oleaje del pecho, zozobraba un prendedor que no era una joya sino una imitación de joya, demasiado esplendorosa para ser verdadera. Salvo esa forzosa concesión económica a la producción en serie, una línea general de elegancia y de buen tono rodeaba a la dama. Además, su conversación no era completamente descabellada. Decía, claro está, una inacabable serie de futilidades, pero las decía con tanta convicción, con tanto desgaste de energía vital, que tomaba súbitamente una coloración artificial pero encantadora de verdades. Algo, tal vez mucho, de la gracia animal, por completo biológica, de su calidad de hembra bella, trascendía a sus palabras. Si no se hubiera suscitado un tema de conversación tan peligroso como el de la novela de Caignet, probablemente esta mujer colombiana no habría sido contradicha en sus opiniones. Era un gusto verla y oírla decir deliciosas tonterías. Pero su apasionado fervor sentimental e intelectual por Caignet sobrepasaba la medida de sus seducciones. Y podía tomarse en realidad como un abuso de poder.
+Sobreponiéndose a esa natural coacción del sex-appeal sobre las facultades críticas, un escritor que se encontraba en la reunión tomó sobre sí la temeraria empresa de hacer para la dama una especie de sermón sobre lo cursi.
+El éxito de Caignet en Colombia, dijo, se explica precisamente porque el gusto literario promedial del país se encuentra exactamente en el nivel de la cursilería. Esto no es una ofensa ni para el país ni para Caignet. Los hechos no son ofensivos. La cursilería literaria no es una arbitrariedad sino una consecuencia lógica del medio social que la ha hecho posible. Culpar a una sociedad porque en un gran número de sus manifestaciones sea cursi es tan absurdo como inculparla porque en el desarrollo de su producción conserve ciertas formas feudales a tiempo que otras sociedades han superado ya satisfactoriamente esa etapa histórica. La cursilería es un signo social, no un capricho de las gentes. En ciertos países europeos, Francia, por ejemplo, es difícil no digo ser literariamente cursi, sino serlo con éxito. Puede haber muchos o pocos escritores cursis, como los de la «Novela Rosa», pero perecen en medio del desprecio colectivo porque el nivel cultural de la sociedad ha sobrepasado ya el grado histórico de la cursilería. Las aguas de la cultura media superan esa marcha. En Colombia, no todavía. El caso de Caignet, que es un caso de perfecta sincronización entre la cursilería literaria y la cursilería social, exaspera terriblemente a ciertas selectas inteligencias. Eduardo Caballero Calderón, verbigracia, estuvo a punto de realizar una nueva cruzada para rescatar el Sagrado Cuerpo del Arte, profanado, según él, por el escritor cubano. En su apostólico empeño, fue ignominiosa, pero merecidamente batido. Olvidó algo muy importante: que la sucesión de las etapas culturales es lenta y parsimoniosa y que si había algo socialmente explicable y normal era el éxito popular de la novela de Caignet, precisamente porque representaba algo así como la sublimación literaria de una sentimentalidad y de un gusto intelectual promedios, irresistiblemente cursi. En otras palabras: Caballero olvidaba el medio, la atmósfera social en la cual caía, como maná, el mensaje de Caignet. Desde su personal punto de vista, Caballero tenía razón. Era el punto de vista de un miembro de las élites que partía del engañoso supuesto de que toda la sociedad se parecía a él mismo o de que, cuando menos, no se parecía demasiado al señor Caignet. Los resultados de su frustrada campaña tal vez lo hayan desengañado, ahora sí, respecto de las valoraciones del gusto medio, tomadas idealmente por lo alto.
+Resulta, pues, que lo cursi tiene su natural imperio cuando una burguesía en ascenso económico no ha conseguido crearse todavía o no dispone, por herencia histórica, de una auténtica y sólida tradición cultural. Es la cursilería del nuevo rico que anhela demostrar su nueva condición por medio de un refinamiento postizo y es también la del pobre que anhela disimular su verdadera condición por medio de expedientes en que lo trágico y cómico se entremezclan denunciadoramente. Es la dignidad teatral del agente vendedor que lleva, sin embargo, los zapatos rotos. Y el desafiante exhibicionismo del nuevo rentista que se llena de automóviles de último modelo. Y la coquetería de una niña que presume de mujer. Y la de una mujer que presume de niña. La cursilería puede estar implícita en el traje, en los ademanes, en la conversación, en el concepto de la vida, en la idea de lo que uno es y no es. Hay cursilería en el amor, en la amistad, en la política. Se puede ser cursi por solemnidad o actuando conforme a la creencia de que el amaneramiento es el colmo de la estilización. Una mujer liviana cae en la cursilería cuando representa el papel de la honesta agresiva, de la esposa sin tacha o de la matrona irreductible. Una colegiala puede convertir su candor en pura cursilería, si lo extrema, o su impudor si lo disfraza de candidez. Es por ello por lo que la cursilería puede expresarse de la misma manera en el éxito de Caignet y en la tendencia irrefrenable de la alta o pequeña burguesía para no dejar en discreta penumbra ningún acto privado que pueda denunciar, ante el público, la solidez económica de su situación o lo que esa misma burguesía reputa como signo de aristocracia, de supuesto refinamiento y de máxima distinción. Por eso las páginas de vida social de los diarios colombianos son prodigiosamente cursis, no porque así lo deseen sus redactores, sino porque el ambiente social así lo exige. Hay un esnobismo de la cursilería, como hay un esnobismo del buen gusto. Colombia se halla en la primera etapa. Y de esta suerte, la literatura de un escritor como Caignet encuentra eco popular muy extenso.
+Pero usted querrá saber en qué consiste la cursilería literaria, y por extensión toda la cursilería. Es un problema de calidad en las formas, en el estilo. No la ausencia de estilo. La ausencia de estilo es —¿cómo le diría a usted?— la barbarie no exenta de cierta fuerza y de cierta áspera seducción. Hay ciertos lenguajes literarios enteramente bárbaros, llenos de poderoso atractivo. Y ciertas formas de vida, primigenias, no exentas de seducción. El estilo es un principio de adecuación, de convenio, un compromiso respecto de las normas. Lo cursi en el estilo literario aparece cuando el escritor resulta incapaz de hacer una aleación honorable de los materiales con que trabaja. Cuando hace el oficio de joyero falso y a su producto quiere dar sin embargo la apariencia de lo verdadero y de lo fino. Esta distinción entre el cobre de lo cursi y el oro de lo verdadero requiere, socialmente hablando, la experiencia cultural y civilizada de que se habló antes. Los países jóvenes están, en lo general, justificados históricamente para caer en el truco del falso joyero. Para tomar el cobre por el oro y pagarlo, muchas veces, a precio de oro. Sobre todo en el dominio de las formas artísticas: poesía, teatro, novela, música, escultura, pintura, cine, etcétera.
+Ahora bien: lo cursi, como tal, es un rico filón y un tema de primer orden para la creación estética. Para la sátira humorística es impagable. Usted habrá leído las preciosas imitaciones que del estilo de Caignet ha hecho en su columna de El Tiempo el humorista Klim. Le ha bastado con ubicar en otro plano intelectual el estilo del escritor cubano. Esa simple transposición ha sido suficiente para desajustar todo el proceso y dejar en ruinas el edificio de Caignet. O dicho de otra manera: el ácido del humor de Klim actúa como agente catálico: el cobre de la cursilería literaria queda esplendorosamente aislado y al descubierto. Klim no podría hacer lo mismo con el estilo de Flaubert. Podría, si quisiera imitarlo. Como se puede imitar a Cervantes. Pero en ninguno de estos dos casos el resultado sería el de dejar en cueros a la cursilería porque ella es inexistente en esos dos estilos ejemplares. La cursilería requiere, pues, como condición previa, que haya básicamente una falsificación de los valores estéticos, es decir, una falsa apariencia de calidad para ellos mismos. Y que, por consiguiente, una inspección crítica más o menos diestra deje en evidencia la superchería. Klim la ha descubierto por el lado del humor que es el lado más agudo y más apto a la demostración de toda falsa moneda literaria. Nada más serio, más sentimental, más patético, más solemne que la novela de Caignet, dice usted y dicen muchas gentes. Pero haga la prueba de leer esa novela en la versión de Klim que no difiere estilísticamente del original sino por la maliciosa reiteración de los tópicos claves del escritor cubano. Entonces comprenderá usted por dónde brota el manantial de la cursilería. Caignet es un humorista que se ignora. Ha levantado un monumento literario a la cursilería, en serio, cuando hubiera podido hacerlo en broma. Klim se ha encargado de ese estupendo trabajo revelador, para divertirse él y divertir a miles de lectores colombianos entre los cuales habrá muchos que sin ese antídoto, en lugar de reír hubieran seguido llorando con las desventuras de Albertico Limonta, no porque esa clase de desventuras no sean dignas de cristiana compasión, sino porque el compuesto literario que de ellas hizo Caignet merecía el terrible honor y la prueba cruel a que las ha sometido Klim.
+La cursilería en la vida, como expresión, como actitud de ella misma, no difiere mayor cosa de la cursilería literaria. Una y otra obedecen a las mismas leyes del desarrollo social. Desde luego, la primera es anterior a la segunda. Y esta, como ya se dijo, es una consecuencia. Caignet no tiene la culpa. Y los admiradores de Caignet tampoco la tienen. Usted queda absuelta.
+En este punto del sermón del escritor, la dama parecía un poco perpleja.
+—Pero no me negará usted —afirmó como para no darse por vencida— que Caignet escribe muy lindo.
+El autor del sermón comprendió que había perdido lamentablemente su tiempo.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+AL OTRO EXTREMO DEL HILO telefónico se oyó una voz femenina, casi infantil. Dijo: «El profesor de literatura nos ha impuesto a los alumnos de tercero de bachillerato la tarea de hacer un trabajo sobre usted, que es escritor. Debemos preguntarle cuándo y dónde nació, cómo se llaman o se llamaban sus padres, quién es su esposa y cuántos y de qué edades son sus hijos. Además, usted tendrá la amabilidad de decirnos, pues eso nos indicó el profesor, qué lo indujo a escribir, a cuál escuela literaria pertenece y cuál género literario prefiere».
+La voz inquisidora y tímida al mismo tiempo hizo una pausa para respirar. La aproveché: «y respecto de los libros de ese escritor, ¿sabe usted algo?». «No, no señor. Se nos dijo que usted escribía a veces en los periódicos y que había publicado unos libros. Pero esos libros no se encuentran en ninguna librería. Y la tarea es para mañana por la tarde. Le agradecería me ayudara con algunos datos».
+La situación resultaba cómica y desesperada al mismo tiempo, y el melancólico honor de comenzar a figurar en los programas pedagógicos de la literatura nacional me parecía improcedente. «No creo», dije con el tono más conciliador y persuasivo que me fue posible darle al registro de las palabras, «que los datos que usted desea le sirvan para algo. No dicen nada en mi caso, ni en ningún otro sobre lo que cualquier persona haya escrito». «Pero con ellos puedo llenar una parte de la tarea», arguyó la voz con limpia franqueza. Cedí entonces, no sin cierta vergüenza por la complicidad que tomaba en el hecho de ayudar con mis señas personales a un trabajo innecesario e inútil. «¿Y lo demás?», continuó la voz interrogadora. «De lo demás, nada. No sé, ni nadie sabe qué lo induce a escribir, ni cómo escribe, ni qué prefiere, ni qué hace, ni por qué lo hace».
+Se oyó una exclamación de sorpresa, y luego la misma encantadora voz femenina de catorce o quince años, dijo, dirigiéndose a una tercera persona: «Papá, este señor dice que no sabe nada de nada. Un desastre». Al fondo se produjo una risa varonil y algo como una cordial amonestación. «Bueno, señor, muchas gracias», dijo finalmente, la voz, un poco decepcionada. Y se despidió.
+Esta anécdota sin importancia por cuanto al escritor escogido se refiere, puede tenerla desde un punto de vista más general: el del método que ella revela para que estudiantes de segunda enseñanza entren al conocimiento de autores literarios y practiquen el análisis de los textos. El método, según se deduce de lo que reveló la gentil corresponsal telefónica con su solicitud de detalles biográficos y sus preguntas adicionales, demuestra que al estudiante colombiano se le exige realizar trabajos sobre materias que desconoce. En la materia literaria, la práctica universal es otra: conocer primero los textos, previamente explicados por el profesor, y luego exigir la tarea. Invertir este proceso es absurdo y contraproducente.
+La enseñanza de la literatura comporta en todas partes graves errores y no pocas atrocidades para con los estudiantes. Es por ello por lo que en la edad de la segunda enseñanza se puede llegar a detestar a los más grandes autores literarios y a odiar la materia literaria misma. Cervantes, que es un modelo perfecto de la piedad y de la simpatía por la criatura humana y también un modelo de la sorna y de la gracia con que esa misma criatura puede defenderse de sí misma y de la difícil tarea de existir y de convivir con los demás seres, Cervantes, digo, explicado por la pedagogía e impuesto por ella como un deber del conocimiento literario, puede convertirse para el adolescente, sin rectificación posterior, en un clásico detestable, cuyos dones maravillosos quedaron desfigurados para siempre en la experiencia escolar. Y así Dante, y Shakespeare, y toda la serie de los grandes modelos. Sin una extrema cautela en la dosis, sin una suma prudencia en la exégesis, la tarea de comunicar a los estudiantes algo de la significación y algo del misterio estético que van implícitos en las grandes obras puede resultar sencillamente desastrosa.
+La afición o el amor al arte literario no es un común denominador de los seres humanos. La pedagogía supone que lo es, o cuando menos, que debe serlo, y, por lo mismo, le da un carácter de obligatoriedad general al estudio de las bellas letras. Empero, la verdad es que ese supuesto no tiene fundamento real. Las bellas letras son patrimonio de minorías y usufructo, afición y amor de ellas mismas, aun cuando otra cosa pretenda demostrar, sin conseguirlo, la tesis de la democratización de la cultura que involucra como postulado la necesidad de capacitar a la totalidad de los ciudadanos para la percepción de los valores estéticos. La generosa idea que implica esta tesis nace de la falsa analogía que el concepto global de democracia establece entre todo los valores. La pedagogía no puede escapar en nuestro tiempo democrático a ese criterio comunitario y nivelador y, por lo mismo, lo pone en práctica desde las primeras hasta las últimas letras, en el proceso de la enseñanza, con un vigor despiadado.
+Algo más puede agregarse sobre el caso personal que da origen a estas reflexiones. Es evidente y notorio que los autores que han de ser seleccionados para textos y lecciones son aquellos que ya figuran o tienen derecho a figurar en el panteón de cada literatura, primero, porque están muertos físicamente y, segundo, porque siguen vivos literariamente. Sólo por excepción, a unos pocos grandes escritores vivos se les hace el honor de colocarlos en el panteón antes de tiempo, de embalsamarlos pedagógicamente en plena vida. Es lo excepcional. Pero no cabe duda de que es esa una honra fúnebre anticipada. Valéry lo dijo cuando se refirió a esa especie de momificación y disecación de los grandes textos al pasar al servicio civil de la pedagogía: «tout s’achéve en Sorbonne». Imagino el terrible fastidio y la perplejidad que para estudiantes colombianos debe significar el hecho de que se les imponga una tarea sobre un autor desconocido y que, como en el caso referido, no llena ninguno de los requisitos necesarios para figurar en el panteón de su literatura puesto que no es ni un clásico, ni es importante, ni está muerto. Estas tres circunstancias negativas y tenaces le cierran natural y merecidamente el paso a la gloria de ser explicado como tema de lección, y le ahorran, o deberían ahorrarle, el pecado involuntario de convertirse, así sea momentáneamente, en motivo de mortificación para un grupo jóvenes compatriotas suyos.
+La bondad del profesor, al pretender convertirlo en materia pedagógica, sin mérito con esos alumnos, quienes lo recordarán, si acaso lo recuerdan, como una de las pesadillas de la época del bachillerato. De esta suerte, ante tan oscura perspectiva, el escritor aludido expresa su gratitud al autor de la iniciativa, pero declina humildemente el honor del experimento pedagógico y renuncia a la gloria de ser sometido a esa autopsia en vida que es una clase de profesor y una tarea de alumno.
+(De El Tiempo, 14 de octubre de 1960)
+A MÍ NO ME LO HAN PREGUNTADO. Pero si un joven escritor me lo preguntara, le diría: entre tres adjetivos que califican a un sustantivo o lo adornan, prefiera siempre el sustantivo; si a tanto no alcanza su austeridad —la juventud no es tiempo de austeridad— deseche dos adjetivos y quédese con uno. No porque sean desdeñables. Lejos de eso, constituyen con el sustantivo y el verbo el cuerpo orgánico del estilo. Pero son corruptores, son embrujadores como ciertas mujeres cuya belleza y sensualidad conducen al desafuero. Además, cuando un joven escritor descubre la prosa, lo primero que hace es dejarse sacudir por el adjetivo. En lo general, la primera juventud literaria tiene pocas relaciones con el sustantivo. En cambio, qué espectacular entusiasmo por el adjetivo. Lo cuida y lo prodiga en el cuerpo recién nacido de la prosa, y supone que en su abundancia está todo el secreto y la significación del estilo. Esos juveniles amores con el adjetivo no se hallan siempre exentos de gracia y si el amante-escritor posee verdadero talento además de la gracia, la misma prodigalidad en el adorno de la prosa crea cierto espejismo de vigor elemental como el que reposa tácitamente en los músculos de un joven atleta.
+Pero esos amores son, casi siempre, devastadores. Devastadores del sustantivo quiero decir. Y del concepto. Tiempo vendrá en que el escritor joven, dejará de ser joven, o lo que es igual, en que para seguir escribiendo, su intuición y su razón le promoverán una exigencia de valor: no únicamente adorno estilístico, sino sustancia. Le pedirá su verdad, la suya propia. Y con sólo adjetivos —¡oh malicioso Stendhal!— no se logra construir ni siquiera media verdad. Ni siquiera un tercio de verdad. Además, literariamente hablando, el estilo es la verdad. La de cada cual, que puede ser o parecer una mentira para los demás, pero no para quien la cree y la enuncia.
+Ahora bien: si un adjetivo o una docena de ellos no alcanzan a producir, por sí solos, una partícula de verdad, un mínimo de sustancia lógica, una diminuta porción de concepto, lo mejor es entrar en honestas relaciones con el sustantivo… y con el verbo. Estas relaciones son menos fáciles, menos placenteras y menos sensuales para el escritor que aquellas otras con el adjetivo. Calificar y donar no es lo mismo que indicar un significado de las cosas, de las personas, de las ideas o de los sentimientos. Cuervo y Bello dicen en su Tratado de Gramática, si no estoy mal de recuerdos, que el sustantivo es la palabra esencial y primaria del sujeto. Yo agregaría: es el sujeto mismo. Es, para usar una definición pedante, «la cosa en sí». Entablar relaciones con el sustantivo o lo sustancial equivale también a penetrar en el dominio anterior al de lo adjetivo y ornamental: el dominio de las ideas, el de los conceptos auténticos, el de las opiniones más o menos lógicas. Y esto ya es muy comprometedor en cuanto al estilo. Y, ¿han reparado ustedes en que un estilo puede ser hermoso y, sin embargo, insuficiente o inútil como vehículo de ideas y como suscitador de emociones perdurables? Es que en estos casos lo adjetivo del estilo predomina desventajosamente sobre lo sustantivo, sobre lo medular y básico: una partícula de idea sustenta una fábrica de retórica. El desequilibrio es manifiesto y el desenfreno ornamental también. Con otra consecuencia funesta: que esa ornamentación por excesiva y atrayente que sea no consigue llenar su misión de disimulo respecto de la miseria conceptual, sino que, por el contrario, la evidencia y exalta.
+De esto último no se dan cuenta los aprendices de prosa, pero tampoco se dan cuenta de ello los maestros del artificio, de la artificiosidad estilística. Ya se sabe —lo sabe hasta quien no lo sabe— que Talleyrand decía que las palabras están hechas para disimular el pensamiento. Pero esa tarea de disimulo sólo es posible cuando en realidad existe el pensamiento para disimular. Entonces lo adjetivo, lo retórico, lo adventicio, cumple una función de despiste, de camuflaje intelectual. En el otro caso, no. Las palabras que sobran están ahí porque sin ellas toda la artificial construcción literaria se vendría al suelo y quedaría reducida a la nada o apenas a la modestísima idea, al precario concepto que debajo de ellas, asfixiado por ellas, se encuentra.
+Pero todo esto, supongo, no se halla bien claro todavía. La distinción provisional que me he permitido hacer entre sustantivos y adjetivos no debe tomarse en un sentido literal ni mucho menos en su estricta valoración gramatical. La cuestión es un poco más simbólica y general que eso. Al establecer la órbita de poderes que en el estilo corresponde, por una parte a lo sustantivo, y por otra, a lo adjetivo, deseo significar que el verdadero estilo no se hace sólo con palabras. Uso esta expresión de palabras en el sentido que le atribuye la sabiduría vulgar o la sabiduría calificada como crítica al aludir a algo retóricamente abundante y hasta hermoso, pero conceptualmente misérrimo. Y si no se hace con palabras, ¿con qué se hace el estilo? Con palabras. Pero con aquellas que estén orgánicamente ligadas a la idea, que la expresen y signifiquen. ¿Y que la adornen y embellezcan? También. Pero no que la desfiguren hasta el extremo de que el adorno sea, de por sí, una realidad tan agobiadora que corrompa y destruya la posible eficacia de la idea misma. Es decir, que no ocurra lo que en la arquitectura barroca: que la selva de la ornamentación impida ver la columna.
+Esto de que un estilo verdadero no se hace sólo con palabras puede entenderse mejor diciendo que se hace con ideas, con opiniones, y con el aporte de la sensibilidad y la inteligencia del escritor. Se hace intuitiva y razonablemente, al mismo tiempo, porque el estilo es un oficio y un milagro, una iluminación y una pericia, simultáneamente. Una deliberación y una improvisación. Pero toda la parte artesanal y metódica, dependiente de la razón y del gusto crítico del escritor, constituye la zona controlable, el campo de experimentación donde pueden hacerse esas periódicas siegas de las cuales depende la economía, la austeridad y la carga estricta de belleza que debe conllevar un estilo. Pero en hacerlas, y hacerlas a tiempo, está la dificultad. «El arte no se da por adición». Empero, esta sentencia inobjetable carece de vigencia, salvo las excepciones geniales, en la estación florida de la juventud. Cuando el escritor inicia su descubrimiento, conquista y colonización de la prosa, lo hace como verdadero conquistador: agregando territorios, anexando provincias, sometiendo reinos y repúblicas. Pocas le parecen las palabras para su representación del mundo. Adiciona, adiciona incansablemente, decora, adorna, recarga; no desprecia un milímetro cuadrado de prosa donde pueda incrustar una voluta, un primor verbal, un vocablo capaz de redorar un poco más de lo que la aleación normal lo permite el metal del idioma. De ahí que la seducción del adjetivo, como dije antes, opera sobre las prosas juveniles con una ruinosa influencia, porque el adjetivo es un escape al vigor de la conquista en el escritor que comienza. Y porque el adjetivo crea la ficción de superabundancia y de riquezas estilísticas que el iniciado quiere exhibir.
+Y otra cosa: lo verdaderamente problemático consiste en que el escritor no se cure del mal juvenil de las palabras, a su debido tiempo. Que es su estilo, pasada la sazón del desafuero verbal, de la coquetería adjetiva, de la inútil voluptuosidad ornamental, no haga la faena del cegador después de la cosecha: liquidar las trojes. Porque si no la hace, el proceso biológico de los estilos corromperá muy aprisa el suyo propio puesto que en él se hallarán, como agentes activos de la desintegración, todos los desechos verbales que no tenían derecho a la vida sino durante una sola primavera.
+He aquí la razón por la cual hay estilos de escritores viejos o maduros que dan la sensación de estar condicionados a una moda determinada y efímera, cuya reviviscencia parece cosa tan inapropiada y desoladora como los vestidos de su juventud llevados por una mujer envejecida. La moda es el gran escollo del estilo porque crea una terrible superstición: la de que el arte depende del tributo que se dispensa a una especial actualidad. Sobre todo, a una actualidad relacionada con las formas. Pero se olvida esto: que en la marea histórica, la ola de la actualidad no deja sobre la playa del tiempo sino unos pocos tesoros, precisamente aquellos que carecían de toda materia corruptible y que estaban trabajados para perdurar. Una buena pedagogía crítica consistiría en infundir a todo joven escritor, y con mayor razón si es hispanoamericano, un irrevocable temor a la facilidad para usar viciosamente el adjetivo.
+(De Confesión de parte, 1967)
+EL APRENDIZ DE FILÓSOFO DIJO que él podía escribir tan clara y elegantemente como un buen literato. ¿Por qué no? El aprendiz de sociólogo dijo otro tanto, y el economista, sintiéndose muy estimulado, corroboró esas plausibles certidumbres. La conclusión de los tres fue esta: escribir bien no tiene nada de misterioso, los literatos creen que solamente ellos poseen el secreto de la expresión escrita, y no es cierto.
+Y desde luego, no es cierto, como lo prueban la filosofía, la sociología y la economía, en ciertas cumbres excepcionales de cada una de esas disciplinas. Pero, aun así, la cuestión no queda definida, puesto que eso es lo excepcional y no lo general. Lo general es que los filósofos, los sociólogos y los economistas escriban mal o apenas correctamente. Cuando un filósofo escribe bellamente, el fenómeno se llama Platón. Y, sin embargo, la gran prosa no es privilegio otorgado por dioses monopolistas a los literatos, pues es en esa extensa y difícil familia donde proliferan con más abundancia los monederos falsos del estilo. Y, donde, por lo tanto, el fraude y el engaño son más escandalosos.
+En las profesiones, oficios y trabajos ajenos a la literatura pero que requieren una cuota mínima de buena expresión idiomática, de dignidad gramatical, de decencia sintáctica, el fraude no existe porque no hay propósito de engaño en punto al estilo. Tal vez en estos casos, tan innumerables y comunes como la vanidad humana, quien resuelve comunicar sus opiniones por escrito lo hace con la convicción angelical de que su talento, su erudición y su originalidad solucionarán todas las dificultades de la expresión. Los verdaderos escritores no creen lo mismo. Saben que el santoral del estilo está lleno de mártires de las palabras. Pero quienes no son escritores auténticos, y con el arte literario mantienen una relación distante, un poco compasiva o simplemente desdeñosa, porque lo desconocen, suponen que el problema del estilo no existe para sus propios trabajos y que, si existe, es subalterno. Pero a poco andar, el demonio de las palabras da cuenta de esa suposición: el producto es detestable como expresión, y las ideas, por excelentes que sean, sufren tal menoscabo y tan considerable deterioro que perecen o se vuelven insignificantes. Un mal estilo empobrece las ideas. La ausencia de estilo es la lepra de las ideas.
+La literatura es, por excelencia, el territorio de la expresión, profanado una y mil veces por los literatos, pero en el caso de ellos mismos con conocimiento de causa y de las penas que acarrea esa profanación. La actitud de quien no es literato ni escritor, ante el problema del estilo, es diferente. No incluye ningún temor respecto de la ausencia de la gracia, la claridad, el orden, la precisión, la justeza, la originalidad, la sencillez o la complejidad, y quién sabe de cuántas cualidades y calidades más imprevisibles e inclasificables, que constituyen ese milagro final que es el estilo. Quien escribe, sin ser escritor, sin estar tocado por ese don, sin estar llamado por esa gracia, pero lo hace porque estima soberanamente su persona y sus ideas, casi nunca se plantea ninguna duda sobre la posible miseria o la posible inseguridad de sus palabras, porque estima que ese género de dudas hace parte exclusiva de las incertidumbres de los literatos. No le falta razón.
+Los literatos, me parece, no tienen ningún interés en reclamar la exclusividad del estilo. Y la verdad es que cuando por fuera de la literatura aparece un gran estilo, ellos proclaman y reclaman jubilosos al escritor surgido en cualquiera otra vertiente del conocimiento humano. Lo que les desazona es el acto de la trampa, el gato literario en la liebre del filósofo, del economista, del historiador, del político, del sociólogo, del psicoanalista, etcétera. Y, sobre todo, en el falso literato, pues ahí se presenta un hecho doblemente tramposo: el falso literato en la falsa literatura.
+Don Antonio de Solís escribió en una de las páginas de su Historia de la Conquista de México esta oración:
+La reina doña Juana, hija de los reyes don Fernando y doña Isabel, a quien tocaba legítimamente la sucesión del reino, se hallaba en Tordesillas, retirada de la comunicación humana, por aquel accidente lastimoso que destempló la armonía de su entendimiento; y el sobrado aprender, la trajo a no discurrir, o a discurrir desconcertadamente en lo que aprendía.
+Este cronista-historiador era un escritor. Si no lo hubiera sido, no habría encontrado el estilo para decirle loca a la reina, sin decírselo, pues decírselo sin más habría sido una fácil vulgaridad. El eufemismo y la astuta adulación, o el tacto, que aparecen en el breve párrafo de Solís, implican una destreza literaria de veterano. Un cortesano menos experto en la escritura hubiera exagerado el trazo, echando a perder el estilo, la gracia de la alusión y el diseño de la frase. Dijo Solís lo que quería decir, con intachable decencia literaria y una gracia cursiva que crea la sorpresa para transmitir una simple verdad.
+Claro está que nadie aspira a que todos los cronistas de la historia escriban con la gracia de Solís, y los historiadores verdaderamente grandes con el esplendor de Gibbon. Pero una correcta distribución de las categorías no le hace mal a nadie. Y menos a la historia y a la literatura. Y tampoco nadie está proponiendo que quien no sepa escribir no escriba, aun cuando ello sería muy deseable. El mundo está hecho de tal manera que en él hay una violación continua de las fronteras y leyes de los oficios, las artes, los menesteres y los entretenimientos. Y los hombres estamos hechos de tal modo que son muy pocos los que se resignan a ser radicalmente lo que son, y nada más que eso. El censo civil está repleto de vocaciones clandestinas, de aspiraciones sumergidas, de proclividades vergonzantes. «Tout notaire a revé des sultanes», decía Flaubert. Todos somos notarios de una aspiración inconfesada. El millonario probablemente pagaría muy alto el precio del aprendizaje para escribir un gran poema, y el poeta probablemente pagaría con un gran poema el poder del millonario.
+La literatura conoce inmemorialmente el asedio de los generales, de los políticos, de los profesores, de las mujeres de mundo y de medio mundo, y de los especialistas en cualquier sector de la insolente sabiduría humana. Es su destino. La literatura es el gran teclado donde tocan todos los que se creen músicos. La cuestión no tiene remedio. Y no lo necesita.
+(De Confesión de parte, 1967)
+EL DIÁLOGO CON ESE AMIGO que quería saber «cómo era la vida» de un escritor hubiera podido desarrollarse así:
+—¿Y cómo es la vida del escritor?
+—Es una vida como cualquiera otra. No diferente de la suya, probablemente más sencilla que la suya.
+—Yo creía que los escritores eran seres raros, siempre preocupados de sus ideas, de sus temas. Personas de esas que nos fastidian por la vaguedad y lejanía en que se colocan cuando oyen o cuando dirigen la palabra a los demás.
+—A usted lo han engañado, amigo mío. O se ha engañado por sí solo. El escritor es una persona normal, con idénticas pasiones a las del común de las gentes.
+—Pero, entonces, ¿todos podríamos ser escritores?
+—Eso no. Eso es otra cosa. Escribir es un acto de creación intelectual, que pide, por anticipado, un poco de imaginación, un poco de sensibilidad, un poco de emoción.
+—No entiendo. Inicialmente ha dicho usted que los escritores, los artistas, son gentes sin ninguna diferencia precisa que los aísle o distinga de los demás. Ahora afirma que con un poco de imaginación, sensibilidad y emoción, se obtiene el resultado de esos seres que llenan páginas y páginas con ideas, conceptos, tramas sensacionales de novelas, bellos versos, sorprendentes análisis de la política, del amor, de la vida.
+—Va usted muy aprisa. El escritor requiere, además de lo dicho, un estilo, una forma determinada de expresión. El impulso de la imaginación, la finura de la sensibilidad, son una parte fundamental de su tarea, pero no son toda su tarea. Imaginación y sensibilidad le sirven de espléndido motor, para el impulso. Queda, sin embargo, el problema del estilo y después del problema del estilo, el de las ideas.
+—¡Ah! Ya veo que el escritor es, al fin de cuentas, un ser problemático y difícil, de ninguna manera tan sencillo como usted se empeña en definirlo al principio.
+—Entendámonos. El amplio margen de problema y de azar que hay en la vida de un escritor está en el reino interior de su actividad intelectual. No en los actos externos y comunes de ella. Obligado como se halla a extraer de su cabeza una serie constante de universos, de mundos, ordenados en palabras, vigila esa creación que puede ser dolorosa o alegre, complicada o fácil; pero esa vigilancia no afecta su postura formal en el mundo de la realidad cotidiana. Usted se empeña en suponer que el escritor es un ser sibilino o solemne, cuyos gestos y actitudes no han de parecerse a los gestos y actitudes de las personas que transitan por la calle. Tal es su error. La creación intelectual no imprime carácter, como el uniforme de los militares. Balzac parecía un carnicero, Stendhal un comerciante burgués…
+—Cada vez entiendo menos. Y eso de la creación, del acto de la creación, me parece muy confuso.
+—Ya lo creo que lo es. Trataré, sin embargo, de explicárselo. El escritor transita por el mundo, por entre los seres, con el convencimiento de que todos los hechos, todos los fenómenos, todas las maldades, todos los actos de bondad y de locura, toda la fealdad y toda la belleza con que tropieza en el curso de su peregrinación vital, son susceptibles de convertirse, de transformarse en «materia» artísticamente utilizable. Esa actitud ante los hechos de la vida y ante el espectáculo de los seres y de la naturaleza es ya en sí misma un acto potencial de creación intelectual. Probablemente la diferencia, la única o la más evidente entre usted y un escritor, entre usted y un artista, es la que acabo de anotarle. Usted y muchos millones más de seres avanzan entre el círculo de los afectos y de la hostilidad, del odio y del amor, entre los paisajes y la música, un poco ciegos y sordos. Llevan sobre los ojos una imperceptible venda y sobre el corazón un instrumento apaciguador. La capacidad de sorpresa de que son dueños no alcanza a evolucionar más allá de unos límites estrechos y determinados. Y en la sensibilidad no resuena tan larga, tan despiadadamente, la voz del dolor y de la angustia, la voz de la belleza que alienta en casi todas las cosas. En rigor, el mundo, para ustedes, ha sido hecho una sola vez y de una vez por todas; para el escritor, para el artista, el nacimiento del mundo ocurre todo los días, y en el misterioso seno de una hora de amor o de crueldad, es posible que brote un universo completo con todo su sistema planetario para los afectos, las reacciones, los sentimientos, los escrúpulos, las miserias y grandezas de la conciencia.
+Esa actitud potencial de creación, que consiste en atribuir a los hechos, los seres y las cosas una posibilidad de transformarse, de cambiarse en materia laborable estéticamente, no deja de ser muy peligrosa. Porque de la manera como se cumpla dicho proceso de transformación dependen la gracia o la mezquindad de la tarea intelectual, de la tarea literaria o artística. Un hombre cualquiera puede ver, puede asistir al magnífico espectáculo de la vida ajena, al magnífico espectáculo de la naturaleza, al magnífico espectáculo del dolor o de la alegría de las criaturas de Dios. Empero, transcurrido ese momento de expectación, regresa tranquilo al cauce natural de sus preocupaciones. En el artista, en su espíritu, en su sensibilidad, incide, resuena más honda y largamente ese espectáculo. Comprende, siente la necesidad imperiosa de traducir de alguna manera esa impresión interior que lo conmueve. Una súbita acumulación de «datos» se ha operado en la conciencia. Es preciso, por lo tanto, ordenarlos, esquematizarlos, darles una coherencia, un significado, una expresión, para libertar esa fuerza interna que, en un momento, se ha hecho intolerable. Entonces ocurre el fenómeno de la creación intelectual que, en rigor, es una «recreación», una vuelta a nacer de los hechos, de los seres, de las cosas, de la naturaleza. Barrés estuvo en Toledo. Y Toledo existía ya, en su realidad geográfica, en su realidad física. La emoción que la ciudad española desató en el espíritu del artista necesitaba un cauce de fuga, que fuera, al mismo tiempo, un canal de liberación para las imágenes, las sensaciones, la poesía, que la pupila y la sensibilidad del escritor acumularon en lo profundo de la conciencia. Barrés construyó entonces, con palabras, nada más que con palabras —un poco de aire, un poco de música sobre el papel— una nueva Toledo, tan bella, tan esbelta, como la otra, la de piedra y nubes, grácil y severa, triste y divina. La creación, la recreación artística se cumplía exacta, maravillosamente. Toledo volvía a nacer, una vez más, edificada con palabras, gracias al soplo milagroso de la inspiración del artista.
+De esta suerte, el creador literario y el hombre común hallan su diferencia en que el primero es capaz de renovar el mundo, de ampliar con su visión el universo de los sentimientos, y el otro es impotente para todo ello.
+Así, por lo menos, me parece que se presenta esa alinderación de fronteras. Sin los artistas el mundo sería de una vasta, agobiadora monotonía. Lo mismo el mundo físico, que el mundo interior de la existencia humana. La poesía, por ejemplo, es un milagro de expansión sensorial sobre la naturaleza y sobre las almas. Y la música, el mayor de todos los milagros estéticos, la culminación de todo el pertinaz forcejeo de los hombres, de los artistas, en busca de una expresión universal de su dolor, de su angustia, de su amor, de la indescifrable ternura de las almas, del odio indescifrable. La creación musical resucita la naturaleza en su multiforme complejidad; el cosmos beethoveniano no es menos grande ni menos maravilloso que el cosmos físico; el Padre Eterno de la música, creó también los montes y los ríos, los océanos y los animales, las fuerzas desatadas de la tempestad y del rayo, los árboles y los monstruos, las flores y los frutos, la luz y la oscuridad, la noche y el día, la lluvia y el aire, el amor y el dolor, la piedad y la ira… Todo, absolutamente todo, como en la primera semana del génesis, ha vuelto a nacer en la música de Beethoven.
+—Pero decía usted que los escritores, los artistas eran seres comunes y corrientes. ¿Puede creerse en ello después de lo que acaba de expresar, demostrando que la misión que cumplen es de carácter casi sobrenatural y divino?
+—Amigo mío, lo sobrenatural y divino, como usted afirma, que puede haber, que hay en el alma del artista, no alcanza, por desgracia, a modificar su conducta exterior. Ningún signo externo los hace diferentes de usted en la monótona tarea de existir como los demás seres. Interiormente son dueños de un reino maravilloso. Pero pasan confundidos en el tumulto, en medio de la grey.
+(De Selección de prosas)
+PARECE QUE UN CONOCIMIENTO profundo de las leyes del idioma no garantiza el resultado de un buen escritor, ni mucho menos de un gran escritor. Escribir correctamente es una técnica. Escribir bellamente es un milagro. Por lo menos es un misterio. La gramática, la filología, toda la ciencia del idioma acumulada en una cabeza humana no consigue un resultado estéticamente válido si toda esa ciencia y toda esa técnica no están acompañadas del don de la gracia. Sainte-Beuve sabía seguramente mucho más que Flaubert sobre el mecanismo de la escritura literaria y también sus noticias eran probablemente más extensas que las del novelista sobre lo divino y lo humano. Y, sin embargo, las dos prosas son, estéticamente, incomparables. Claro es que Sainte-Beuve no era un gramático, ni un lingüista, sino un crítico literario tan sagaz y tan injusto como tal vez lo han sido todos los grandes críticos. Pero la extensión de sus conocimientos y la temible pericia de su oficio pueden hacer suponer para su prosa una categoría artística de primer orden. No es así. Su prosa es excelente. Lo extraordinario es su pasión, su inteligencia, su personalidad.
+Las relaciones entre la ciencia del idioma y la literatura son, en lo general, muy desdichadas. La mayor parte de los grandes escritores no ha tenido con esa ciencia sino un trato correcto y distante. La gramática les ha servido apenas de base para conocer o intuir las posibilidades funcionales de su estilo y preparar más allá de esa funcionalidad aquellas fértiles violaciones a la regla que abren súbitamente panoramas insospechados, nuevos territorios para la expresión verbal y, por ministerio de ella, tierras incógnitas al conocimiento y a la sensibilidad humanas.
+La ciencia del idioma es, con relación a la estética del idioma, una servidora hacendosa, útil y eficaz. La segunda es una encarnación del misterio de la belleza, completamente imprevisible en sus mecanismos y sus leyes. Los grandes artistas de la palabra ignoran, o han olvidado, la minucia gramatical, el código de la sintaxis, los esquemas pedagógicos que rigen la escritura, y asumen, frente al idioma, de modo natural y espontáneo, una situación de conquistadores y propietarios. Basta recordar a Cervantes, basta recordar a Ortega, cada uno con su gesto imperial ante su propia lengua, para entender el fenómeno. Teóricamente, en la prosa de Cervantes abundan las distorsiones gramaticales, los usos ambiguos en el régimen de la frase, las repeticiones, las licencias y los libertinajes en la construcción. Técnicamente, sí, pero estéticamente, no. El gesto imperial de Cervantes ante su idioma está significado en el dominio completo de su instrumento verbal, del estilo que inventa, que va creando como expresión de sí mismo, como clamor y denuncia de su actitud ante el mundo, como forma de su vida y de su personalidad. El torrente continuo de su gracia absorbe todos los incidentes y accidentes de su prosa, los involucra a una totalidad estética, los vuelve participantes activos y necesarios del cuerpo general del estilo, cuya originalidad, particularidad y belleza componen una realidad literaria y artística, inconfundible.
+Con Ortega pasa algo similar, aunque diferente. Ortega crea, de manera más voluntaria que Cervantes, sus propios errores técnicos. Hay en él una malicia más deliberada del oficio, una voluntad más evidente de sorpresa, de inconformidad con la regla. Pero crea, como Cervantes, su propio idioma, se instala soberanamente en él para iniciar una especie de nueva semana del génesis verbal, en una tensión y vibración constante del estilo, probablemente el más bello, que jamás haya sido escrito en idioma español. Como en el caso de Cervantes, las fallas técnicas de la prosa de Ortega hacen parte biológica de su sistema de expresión, y del ritmo de su discurso, del mecanismo de la frase y de una particular noción de la estética del idioma.
+De esta suerte, ante los grandes artistas de la palabra se advierte la inanidad de cualquier legislación del idioma con relación a ellos mismos. Son ellos quienes anulan la existente y crean una nueva, la que nace espontáneamente de sus obras y a ellas concierne de manera específica. El error es suponer que ese ejemplo tiene carácter de generalidad y puede seguirse e imitarse. Los cervantinos y los orteguianos son, estilísticamente, un desastre, cuyo mérito exclusivo es el de permitir comprobar la inimitabilidad de los modelos geniales, de los patrones únicos. La originalidad de una gran prosa es irreductible al fenómeno de la imitación.
+La perfección gramatical de un estilo no es, pues, garantía para un resultado válido estéticamente. La pericia técnica de un investigador colombiano del idioma español, como Rufino José Cuervo, filólogo de muy alta categoría, o de un escritor y gramático, también de muy altos méritos, y también colombiano, Marco Fidel Suárez, no determina automáticamente un resultado artístico. El primer ejemplo, desde luego, es improcedente, puesto que Cuervo no es un escritor literario en el sentido exacto de tal denominación, sino un hombre de ciencia. El segundo ejemplo es pertinente, como lo es el de otro escritor colombiano, Miguel Antonio Caro. Suárez y Caro son literatos de mucho predicamento, magníficos escritores y, al mismo tiempo, autoridades en materia lingüística. Ambos escribieron irreprochablemente bien, con arreglo y sujeción a las normas de la gramática, a la legislación académica, al genio y a la tradición del idioma, a la más severa cortesía de la sintaxis. Hay, como es natural, diferencia de tono, de colorido, de acento, de ritmo, en sus estilos. Los une o emparenta una idéntica actitud intelectual ante el fenómeno del lenguaje y ante el hecho de lo que debe ser la escritura literaria. Esa actitud tiene un rígido carácter tradicionalista y es, por consiguiente, tributaria de los grandes modelos clásicos españoles, y, por lo mismo, poco o nada original, poco o nada insólita, poco o nada sorprendente como creación estilística. La actitud tradicionalista y la consiguiente fidelidad a esos modelos no determinan siempre en los estilos resultados como los que se evidencian en las prosas de Caro y Suárez. Pueden producir otros efectos. Pero ello depende del temperamento, la sensibilidad, la inteligencia, el gusto intelectual y la disposición espiritual del escritor.
+En el caso de los dos publicistas colombianos, esa actitud produce una sujeción en extremo rigurosa y disciplinada al modelo clásico, de manera que queda sofocada toda invención personal, toda sorpresa estilística, cualquier originalidad real y verdadera en el orden de la expresión, Suárez y Caro escriben a la manera de los clásicos españoles. Es su honor y su limitación. En ellos se continúa una ilustre tradición. Pero la nota sorpresiva y original que pudiera surgir, aun dentro de esa voluntaria sujeción al patrón clásico, no aparece. Las dos correctísimas prosas avanzan por territorio conocido, y en ellas todo está, histórica y técnicamente, previsto. Ninguna sorpresa hay allí, como no sea la de su admirable fidelidad, su admirable humildad ante la ley clásica.
+La comparación con Ortega no sería leal, puesto que equivaldría a aproximar estilos, sensibilidades, preocupaciones y personalidades que pertenecen a ámbitos intelectuales y espirituales diferentes. Ortega es un pensador y un artista excepcional y consumado de la palabra. Suárez y Caro pertenecen a otra familia espiritual, a otra clase intelectual, a otro rango del estilo. Pero lo que sí puede señalarse dentro de un orden más general es que en cualquiera de los niveles de la escritura literaria el fenómeno de la personalidad, reflejado en el estilo, puede producir o un resultado original o un resultado de imitación, de simple continuidad. Ortega parte en dos épocas la prosa castellana: antes y después de él. Es un caso excepcional. El aporte de los dos escritores colombianos a su idioma no tiene, no podía tener una significación de esa índole, pues dicha significación no estaba inscrita en sus designios, precisamente contrarios a todo propósito de renovación de la prosa española. Como guardianes de la tradición clásica, sus respectivas prosas expresan esa finalidad. Por ello es improcedente buscar allí el acento renovador o el signo de una originalidad enriquecedora. Hay en esas prosas una gran distinción académica, una cuidadosa vigilancia técnica, un ritmo firme, una magnífica solidez de la frase. Pero hay también una ausencia total de inventiva, de alada ligereza, de libertad expresiva, de iluminación estética. Desde la raíz de las palabras hasta la flor de la metáfora, todo en ellas es previsible. Nada sorprende como intuición, descubrimiento o revelación en ese paisaje estilístico uniforme, sin accidentes, errores ni encrucijadas, donde el control erudito cuida minuciosamente el proceso verbal y frena el vuelo de la imaginación.
+No es extraño, pues, si no normal, que Caro y Suárez fueran, además, grandes escritores académicos, gramáticos y filólogos. El amor que profesaron a los clásicos del lenguaje los condujo natural y jubilosamente a la investigación de la ciencia del idioma. Y es también apenas lógico, dada la índole de sus sensibilidades e inteligencias, que las leyes que rigen esa ciencia fueran objeto de su culto. Pero ello determina también que la Gramática, y no la Belleza, presida principalmente sus estilos, los señoree y ajuste, les dé ese acabado técnico que los hace ejemplares, no como obra de arte, sino de pericia artesanal en la que debe reconocerse una consumada sabiduría del oficio. La obra de arte es otra cosa, otra cosa misteriosa, que no requiere o puede no requerir ese tipo de sabiduría sobre las leyes del idioma, puesto que el gran artista inventa su idioma y crea sus leyes. No es una temeridad decir, aludiendo al fenómeno literario que suscita cada gran artista de la palabra, que hay una sintaxis correspondiente a cada genio. Y la verdad es que los idiomas se renuevan, enriquecen, cambian de perspectiva, gracias a esa privilegiada clase de artistas para quienes la Gramática no es una diosa tiránica y temible sino una modesta servidora ancilar, dispuesta a sufrir, o a gozar, toda clase de violaciones por parte de sus amos y señores.
+(De Confesión de parte, 1967)
+A PESAR DE TODO, A PESAR de la habilidad con que el escritor introduzca en su texto una cita famosa, si ella no viene espontánea y naturalmente como derivación de su pensamiento, el artificio se adivina. Basta, para descubrir la superchería, un poco de experiencia intelectual. No se requiere mucha, sino más bien una cierta predisposición, un cierto olfato para percibir la falacia de que el escritor quiere servirse para sobrevalorar su propia creación, darle lustre y buen parentesco. A leguas, como se dice ordinariamente, se advierte el trabajo de embutido y de incrustación, llevado a cabo por una necesidad externa de adorno y decoración, y, desde luego, por la urgencia de aparentar una sabiduría o una erudición o un conocimiento o una información más honda o más extensa de la que se posee.
+En todas las literaturas ocurre algo semejante. Pero es más común y corriente el procedimiento señalado en las de escaso desarrollo y corta tradición, como son, por ejemplo, las literaturas hispanoamericanas. Es obvio que en este tipo de literaturas —por razones de diverso orden, implícitas en el conjunto de circunstancias históricas que inciden en el hecho y lo condicionan y modelan— el fenómeno de la inautenticidad y la simulación de cultura sea mucho más frecuente que en las literaturas europeas. La inautenticidad del conocimiento se disimula, o trata de disimularse, con el artificio de las citas. De ahí que no resulte difícil adivinar por dónde y en qué momento está pasando por un texto el engañoso gato literario en cambio de la verídica liebre.
+Se pueden ofrecer unas pocas pistas. Cuando un escritor colombiano cita a Montaigne para repetir que el hombre es materia mudable, etcétera, se puede garantizar que no ha leído Montaigne sino a Barba-Jacob, uno de cuyos poemas lleva como epígrafe, en español, la resabida frase; otra garantía igual del desconocimiento del autor, si la cita de Goethe se refiere a la preferencia de la injusticia al desorden; y exactamente la misma ignorancia se puede avalar, si de Ortega y Gasset se menciona, sin ningún rubor, su definición del yo y su circunstancia. Y de Pascal, no habrá mejor indicio de que se le desconoce, si la cita es la de la caña pensante o la de los caminos que andan. Todas estas y muchas otras existen, convertidas en moneda de cobre, en calderilla verbal, en lugar común, desprendidas del respectivo contexto, caídas en la circulación vulgar y en el uso público, transformadas en bien monstrenco, famosas y desacreditadas, como algunas mujeres.
+Pero hay más indicios. La Biblia es otro expediente para disimular miserias y poquedades intelectuales. Sin embargo, a primera vista se descubre al contrabandista del salmo, de la sentencia, del proverbio, de la profecía; a primera vista se transparenta el truco de quien sin ninguna familiaridad con el libro sagrado se sirve de él como de un diccionario de citas para buscar la que le conviene y colocarla en el pórtico de un libro o deslizarla en un artículo con la finalidad de que se crea que su trabajo es el fruto de una larga y profunda comunicación con la palabra de los profetas y los evangelistas. El ser o no ser, de Shakespeare; el pienso, luego existo, de Descartes; la pérdida de las cadenas para el proletariado, de Marx y Engels; el opio de los pueblos, de Lenin; el «to the happy few», de Stendhal; la mortalidad de las civilizaciones, de Valéry; los buenos sentimientos y la mala literatura, de Gide; la náusea, de Sartre y el humanismo-rebeldía de Camus, son otros terrible lugares comunes de que se vale el neófito, el iniciado y el simulador, para dar el esquinazo literario, para tratar de no dejarse sorprender en flagrante delito de artimaña.
+El pudor literario, la sana vergüenza intelectual que se requieren para no incurrir en la cita vulgarizada, parece que es consecuencia de una honesta cultura. Una honesta cultura no agota, como a veces se supone, la totalidad del conocimiento, sino que deja libres e inexploradas muchas zonas. Pero el saber que ellas existen impide a quien tiene esa certidumbre escribir o hablar sobre lo que ignora. En estos países jóvenes, desordenados y vanidosos, lo que se acostumbra, literariamente hablando, es andar siempre a caza de citas para ahorrarse el trabajo de leer, completos, a los autores. Pura actitud de inmadurez. Literariamente, Hispanoamérica da, a veces, la impresión de una gran caza de citas, en la que desde hace un poco más de veinticinco años, los nombres de Proust, Joyce y Kafka sirven como grandes coartadas, como grandes máscaras para disimular —echando mano de los consabidos y ya impúdicos lugares comunes acuñados sobre la significación de sus obras— todo cuanto sobre esas mismas obras se ignora. La cita literaria, en estas latitudes del trópico, no puede aceptarse sino con beneficio de inventario.
+(De El Tiempo, 24 de julio de 1965)
+LA TRADUCCIÓN DE LA POESÍA parece ser una batalla perdida si el propósito del traductor es el de obtener en su versión un resultado estético idéntico o comparable al de la creación original. No parece perdida si el designio es menos ambicioso: conseguir una aproximación, una correcta analogía. Hay casos en que el traductor es un gran poeta, y su versión de otro gran poeta resulta, por sí misma, una bella obra, diferente de la original, puesto que pertenece a otro sistema idiomático, a otra historia lingüística, a otro desarrollo prosódico, a otras leyes de la metáfora, a otro tipo de asociaciones verbales, a otras raíces espirituales, a otros módulos de civilización y de cultura. Toda traducción de un poema es un intento fallido de poner en vigencia, en el orden estético, el principio de identidad. Los elementos de un poema, siempre irreductibles a la identidad propuesta en toda traducción, son irrepetibles y, de la misma manera que ciertos virus, no se pueden aislar ni cultivar fuera de su propio medio ontológico.
+Las palabras que crean una cierta realidad estética en un poema no son solamente vocablos, no son solamente signos verbales con equivalencias respectivas en los demás idiomas, sino el molde intransferible y único en que se vertió una parte o la totalidad del ser. Por eso mismo la tentativa de traducir un poema con la ilusión de traducir también al poeta parece empresa descomunal, destinada al fracaso. En muchos empeños de traducción son evidentes la equivalencia, el esfuerzo por mantener una estricta fidelidad al espíritu del poema. Pero los poetas que el traductor transporta a su propio idioma para que allí habiten siguen siendo los fantasmas de sí mismo, son él mismo con otros nombres; son él mismo a través de una supuesta delegación de poderes, de una hipotética dimisión de las propias virtudes y los propios vicios literarios. En el trabajo literario existen pocos actos intelectuales tan orgullosos, o tan humildes, según sea la persona, comparables al de la traducción de la poesía. La entrega total de la personalidad, que se supone va implícita en el acto de la traducción de un poema, entrega lo propio, sí, pero no logra apoderarse de lo ajeno. «En art, quand on donne trop á autrui, il ne reste rien pour soi» (Dutour).
+La luz de un poema, su íntima vibración, su misterio o su claridad, nacen y perviven con exclusividad irrevocable en la matriz verbal originaria. La transposición crea otra realidad, otra criatura que puede ser un ejemplo de belleza, pero que lo será con referencia al modelo, como un pariente en tercero o cuarto grado de afinidad, es decir, una creación de otra sangre y de otra familia. Las condiciones determinantes de la personalidad de un poeta, entre las cuales se halla básicamente la de que un idioma, y nada más que uno, sea «el habitáculo de su ser», hacen imposible la creación de un tipo de poesía traducible. Por fuera de ese idioma y de esas condiciones personales inconfundibles parece obvio que la operación de traducir la poesía, de verterla a otro idioma, configura siempre otro poeta. Pero el poeta original no se encuentra sino donde nació y se halla: en la historia, la sintaxis, la gramática, la prosodia, el ritmo, la música, la sonoridad, de su idioma. Baudelaire no se encuentra sino en Baudelaire. Terrible limitación que niega, infortunadamente, el milagro de la reencarnación del poeta en otra lengua, diferente de la propia. Cervantes ya lo dijo por boca del cura, en el famoso escrutinio de los libros de Don Quijote, al referirse a la traducción castellana del Orlando Furioso, de Ariosto, hecha por el capitán don Jerónimo de Urrea (1556): «que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua; que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento».
+Desde el punto de vista estético, una bella traducción es válida, pero como creación de segundo grado, como derivación y subproducto. Su mérito es un mérito subsidiario. Desde el punto de vista de los intereses literarios de una civilización y de sus intereses sociales, la traducción llena fines inobjetables. El conocimiento, dominio y posesión de varios idiomas extraños no constituye el común denominador de la gran masa de lectores, ni siquiera el de los cuadros intelectuales propiamente dichos. Uno o dos idiomas más, fuera del nativo, es el máximo promedio de esos cuadros. Y en cuanto a la masa, no es necesario hacer cálculos para garantizar la posesión única del propio idioma. El traductor llena así una función útil como aproximación a ciertas creaciones literarias, y, desde luego, como estímulo a la curiosidad que pueda conducir en muchos casos a un interés verdadero y a una disciplina lingüística. La admiración por un poeta, por una poesía traducida, consigue esa clase de buenos servicios.
+(De Confesión de parte, 1967)
+LOS PREMIOS LITERARIOS SON una calamidad para la literatura y un beneficio para la economía de los autores. Un beneficio momentáneo en Latinoamérica, más o menos duradero en los Estados Unidos y en Europa. Literaria, artísticamente, son una catástrofe, especialmente cuando lo que se premia, como ocurre en Colombia, no es la obra ya publicada sino la inédita. La obra inédita, casi siempre escrita con la urgencia y bajo la necesidad de probar la suerte económica del premio. La obra ya publicada tiene la ventaja sobre la inédita y escrita para participar en el concurso, que fue hecha sin propósito, tal vez sin prisa, y obedeciendo a una exigencia más pura y desinteresada. El plan artístico queda así libre de la interferencia que representa la determinación previa de hacer una novela o escribir un poema para ganar un premio.
+Desde luego, nadie discute la posibilidad de que, por excepción, la obra hecha para participar en un concurso resulte ser una obra maestra. Eso puede ocurrir. Pero lo que queda demostrado a través de la ya larga historia de los premios literarios —para obras inéditas y para obras publicadas— es que los resultados son mediocres o pésimos. Los dos premios literarios más prestigiosos, el Nobel y el Goncourt, han sido conferidos en la inmensa mayoría de los casos a escritores mediocres y sólo excepcionalmente a grandes artistas. En la dilatada etapa de su vigencia, solamente dos veces ha acertado el Goncourt con plenitud: una para premiar a Proust y otra para premiar a Malraux. Es muy poco y a lo mejor es suficiente dentro del mecanismo de los premios literarios. El Nobel no se otorga por razones estrictamente literarias, como es bien sabido y está ampliamente demostrado, pero aun cuando lo fuera, tampoco eso sería una garantía de acierto, puesto que todo jurado es falible. Otra cosa es que las gentes crean en el Nobel o en el Goncourt o en el premio de cualquier academia de cualquier país, como se cree en los profetas, cuando se tiene fe en ellos. La necesidad del vulgo, de la masa, de que se le den seguridades, garantías, ideas hechas, conceptos prefabricados, en una palabra, de que le den su ración diaria del prodigioso maná de los lugares comunes para poder vivir y alimentarse intelectualmente —si eso es vida y alimento intelectual— confiere a la institución de los premios y concursos de cualquier género un prestigio mágico. La criatura humana promedial que puebla la tierra necesita creer en muchas solemnes tonterías y adherir a la correspondiente jurisprudencia que esas mismas tonterías establecen.
+Esa jurisprudencia, en materia de arte, es precisamente la de los premios literarios, o los premios en cualquier otra rama de la creación estética. ¿Cómo no creer en un «Nobel», en un «Goncourt», en un «Fémina», en un «Esso», en un «Gaitán Durán»? Sí. Ya sabemos que esa jurisprudencia esperada por el vulgo para poder respirar intelectualmente a veces corrobora un alto mérito, un mérito verdadero y real. Pero ello no invalida la dura ley de que concursos y premios no pueden servir culturalmente sino en el plano colateral y secundario de ayudar económicamente al escritor, al artista, secundario y colateral, puesto que los dones de una artista, de un escritor no se mejoran con ningún premio, ni se empeoran sin él. No son un factor fiduciario, susceptible de cambiar de sustancia y de signo por el rigor de la miseria o el rigor de la prosperidad. El famoso «lo que eres, eso eres» parece ser también aplicable a la condición esencial, íntima y propia del artista.
+(De El Tiempo, 3 de julio de 1965)
+LA SEMANA ANTERIOR SE SUPO que había fracasado otro concurso literario: el de la novela, auspiciado oficialmente, y declarado desierto por el respectivo jurado. Con anterioridad había fracasado el de la poesía. Con anterioridad había fracasado uno de escultura. Con anterioridad había fracasado el de… Mejor no seguir enumerando fracasos. Pero la verdad es que ni con la ayuda oficial, ni con la ayuda privada, ni con el patronato de los Leones, de los Tigres o de los Rotarios, de las Naciones Unidas o del Punto IV, de la Sociedad de Amor a Bogotá o de la Sociedad de Amor a la Humanidad, ninguna literatura, ningún arte nacional, departamental, municipal o de barrio, consigue ser mejor de lo que es. Da pena volver sobre el tema. Pero las circunstancias imponen su afligente reiteración. La literatura colombiana es lo que es, y no será más de lo que es sino por cuenta exclusiva de sus escritores y artistas. Buenos o malos, mediocres o pésimos, a ellos y solamente a ellos corresponde, si pueden, mejorarla o empeorarla. Todo lo demás es entretención organizada, con la mejor buena fe del mundo, por funcionarios y mecenas oficiales o particulares, empeñados en estimular el arte por el procedimiento de los concursos y de los premios. Es una manía de nuestro tiempo, manía inocente dentro de su vanidad, puesto que supone la realidad de un esplendor tácito de las artes y de las letras que se tornaría explícito al conjuro de ese estímulo.
+Pero no es así. Genios ignorados no existen. Ni existe, ignorada, la riqueza de un arte, de una literatura nacionales. La nación que posee los unos y que goza del tesoro indicado no requiere de ningún género de concursos, aun cuando los promueva, para demostrar lo primero y hacer notar lo segundo. Vocaciones sofocadas tampoco hay. Mallarmé, es cierto, recibió ciertas consagraciones oficiales. Pero con anterioridad a ellas, y no por ellas, era ya Mallarmé. Era un gran poeta. El autor de los tres mil y pico de sonetos, según propia y conmovedora confesión, que participó en el último concurso cundinamarqués de poesía, alegaba ese impresionante dato estadístico como prueba de su condición y de su categoría de poeta. Estadísticamente, cuantitativamente, tenía razón. Pero le faltaba demostrar que uno solo de esos sonetos, uno nada más, merecía el premio. Además, si estaba convencido de que era un verdadero poeta, no necesitaba ni el premio, ni el concurso, ni la demostración. Le bastaba con la propia convicción, a la cual hubiera podido agregar el dato histórico de que los grandes poetas no «concursan» y no difieren jamás a una prueba matemática, a un coeficiente estadístico, la certidumbre de la calidad, del valor de su obra.
+Pero aparte todo esto, que tiene una irresistible comicidad, una deliciosa e impagable comicidad, algunos escritores que nos hemos permitido expresar ciertas dudas respecto de la solidez e importancia universales de la literatura colombiana podíamos ahora estar de plácemes con la confirmación que de esas dudas aporta, en cierta manera, el resultado de esos concursos. Se trata, como quien dice, de una confirmación de autoridad competente, a la cual apelaríamos si fuéramos tan ingenuos de creer en la validez de ese género de confirmaciones. Pero para quienes en ellas creen, puesto que a ellas se someten, el resultado debería ser ley. Nosotros, que no creemos en las cruzadas culturales, ni en la motorización de la cultura, ni en los concursos de poesía, ni de pintura, ni de música, ni de costura, sino única y verdaderamente en la faena personal de cada artista, de cada escritor, de cada ser humano, no estamos desilusionados, ni confundidos, ni complacidos, ni victoriosos, ni derrotados. Nos parece saber, tan sólo, que un gran poeta basta para un siglo literario, para una nación y para toda la humanidad. Sin que ello sea obstáculo para que otras gentes, con pleno derecho, consideren que es más importante, o más divertido, o más útil, o más patriótico, saber quién es el más grande poeta del departamento de Cundinamarca, de la ciudad de Bogotá, o del progresista barrio de Chapinero, por el inofensivo sistema de los concursos. La literatura, el arte todo, es una cosa demasiado seria para dejársela hacer a los organismos del Estado.
+(De Semana, 29 julio de 1958)
+TODAVÍA QUEDAN ECOS Y rescoldos en la prensa colombiana del descontento suscitado en los medios literarios del país con motivo del fallo del jurado calificador en el concurso Esso para la novela. Una casi completa unanimidad de opinión, desfavorable a la determinación del jurado, se presentó en esta oportunidad. Los distinguidos ciudadanos que asumieron la meritoria tarea de aceptar el encargo de fallar han sido objeto de una ofensiva en la cual las razones de orden estético que se dan para considerar como un desacierto la escogencia de la obra premiada son válidas como doctrina crítica sobre la novela en general, y son pertinentes también sobre el caso particular a que se refieren, si hemos de juzgar de la obra en referencia por las muestras publicadas. Pero hay un aspecto de la cuestión que no toma en cuenta la crítica a los jurados. Es este: ¿podrían honradamente los miembros de ese tribunal, de acuerdo con sus convicciones estéticas, las características de su gusto literario, sus noticias y nociones sobre la evolución del género artístico en que estaban juzgando, su criterio y su sensibilidad, fallar de otra manera? Esa es la cuestión que no se ha considerado con suficiente objetividad.
+En realidad, todo fallo, en cualquier materia, pero principalmente en materia artística, es una declaración sobre quienes lo pronuncian. Es decir, es una revelación y una confesión públicas que los jueces hacen sobre sí mismos, sobre sus convicciones y su manera de sentir, intuir o comprender el arte, sobre su capacidad de percibir o no percibir los valores artísticos, o de no darse cuenta de la ausencia de ellos en la obra que juzgan. Supongamos, por pura fantasía, que a este mismo concurso de la novela, y con el mismo jurado, se hubieran presentado Joyce, Proust y Kafka, disimulada su verdadera identidad con los correspondientes seudónimos que exige el concurso, y hubieran entregado también los originales respectivos de Ulises, El tiempo perdido y El proceso. ¿Qué creen ustedes que les hubiera pasado? No es necesario hacer apuestas. Pero tomando como antecedente válido, para pronosticar lo que les hubiera podido pasar, la escogencia que hizo el jurado, no cabe duda de que los tres autores mencionados habrían sido derrotados esplendorosa y merecidamente, puesto que la noción de la novela, en cada uno de los tres, forma parte de un universo estético sin posibles referencias ni contactos con el que descubre la determinación que adoptó el jurado al conceder el premio. En otras palabras: la derrota de Joyce, Proust y Kafka, la de sus novelas, estaría asegurada dentro del criterio de que da testimonio el fallo. Sería una derrota obvia y natural, puesto que estas obras representan una cierta visión del mundo y del arte, una cierta sensibilidad, un tipo de originalidad tan insólito que es apenas lógico pensar en la derrota.
+Claro está que esta fantasía lo que quiere significar es que cada jurado, en materia de arte, no hace cosa distinta de proclamar sus limitaciones y sus posibilidades al escoger y desechar. Si los tres grandes novelistas mencionados concursan en competencia con el novelista premiado, es natural suponer que el jurado no habría cambiado su decisión. En lo que se relaciona con la sensibilidad y el gusto estéticos, ninguna pedagogía externa y adventicia tiene eficacia para mejorarlos. Nadie puede demostrar nada a nadie en el orden estético, donde cada cual tiene que hacer por cuenta propia el camino que tal vez lo conduzca al descubrimiento y percepción de los valores. La valoración del objeto estético y su comunicación con él siguen siendo un misterio de la personalidad, un misterio que, como todo misterio, carece de fórmula para descubrir su clave. Cada cual es responsable, ante el arte, de su ceguera o de su clarividencia. Hay imposibilidades incurables frente a la belleza. Y el buen gusto literario, lo mismo que el malo, no es susceptible de modificación, pues se nace y se muere con el uno o con el otro, sin que exista terapéutica para curar el malo y afinar más el bueno. La dotación es única. Por lo tanto, lamentar o criticar que un jurado escoja una obra para conferirle un premio de acuerdo con la sensibilidad y el gusto de quienes lo integran carece de sentido. Es un acto inútil.
+(De El Tiempo, 28 de julio de 1965)
+EN COLOMBIA, ESPECIALMENTE en los grandes centros urbanos, empieza a sentirse un mal de origen europeo: la desgana del libro. No es una fatiga intelectual, en sentido riguroso, sino una laxitud del intelectualismo. La gente no quiere aprender más, quiere, a lo sumo, informarse, pero deprisa. En los escaparates de las librerías crece, en proporciones abrumadoras, la inmensa montaña de los libros que no van a ser adquiridos jamás, que no van a ser leídos nunca, que se convertirán en una reserva monstruosa y de lujo para los roedores.
+Empezamos también aquí a menospreciar el libro y, por tanto, a leer vertiginosamente, poseídos de una angustia fáustica, como si la vida debiera abandonarnos en la hora que sigue. Leemos como si nos encontráramos espiritualmente ubicados en una estación de ferrocarril, con el tren ya jadeante esperándonos para un viaje del cual lo único cierto es la imposibilidad del retorno. Hemos perdido la pausa y, desde luego, la capacidad para el largo esfuerzo, aquel que no se cumplirá jamás en minutos o en segundos y que requiere para su armoniosa culminación muchas derrotas circunstanciales del ánimo y una regia dotación de paciencia. La urgencia del tiempo presente ha traído como consecuencia el imperio del esfuerzo mínimo. De ahí nace también la desenfrenada admiración por la síntesis. Se quiere, se desea con vehemencia jubilosa que todo sea sintético, breve, fácil, esquemático, elemental, sumario, desde el traje de las bañistas hasta la teoría del filósofo. Los viajes deben ser rápidos, o lo que es igual, cortos. Se prefiere el ahorro de muchos paisajes, la privación de muchas emociones que podían ser imperecederas y convertirse en fuentes de creación artística, al placer casi siempre irrazonable, de llegar, de arribar, de poder comprobar, deberíamos decir de palpar, el cambio súbito entre el punto de partida y el punto a donde vamos.
+No hay posiblemente ni un solo aspecto de la vida que no haya sufrido la alteración que se deriva del apresuramiento espiritual. En la literatura, en el arte, en la política, en la conversación, en el amor, todos queremos «devorarnos los vientos», como se dice en el lenguaje corriente. Despreciamos, con fácil criterio de turista, la perspectiva que deberíamos establecer normalmente entre la propia vida y los hechos de nuestra actividad. Leemos con angustia de náufragos y en las relaciones sentimentales no dejamos ni la más pequeña laguna de tiempo para gustar, para saborear el difícil manjar de la felicidad. Lo devoramos sencillamente, con terrible avidez. Es cierto que el progreso monstruoso de la máquina ha impuesto un ritmo de asalto a la humanidad. Pero, de paso, ha desquiciado o desfigurado el mundo espiritual. Ya no hay tiempo sino para ir en volandas, para ir de carrera, aun cuando la meta no se conozca o apenas se entrevea de manera muy vaga. La distribución de ese tiempo, del tiempo útil de un hombre, tiene mucho de programa hípico, y en esa distribución está descartada la lectura como tarea fundamental. Se puede leer, y se lee. Pero ¿cómo y qué se lee? Marcel Proust decía: «Reprocho a los periódicos que conduzcan nuestra atención todos los días hacia las cosas insignificantes, cuando solamente tres o cuatro veces en vida podemos leer los libros en donde se encuentran las cosas esenciales». El periódico es el prospecto impreso de nuestro afán cotidiano. Y por eso crece cada mañana, con mayor amplitud, el desdén por el libro, aun cuando el libro nace también con la misma prisa que condiciona todo el trabajo contemporáneo. Pero como el mundo tiene sed de síntesis, de brevedad, los libros se van arrinconando, en patética e inútil virginidad, en los depósitos editoriales, en las bibliotecas públicas y privadas. Es esta la época del periódico y del folleto. La gran vigencia del radioperiódico, en el cual se anticipa, para lo espiritual, la comida sintética del año dos mil, la nutrición del intelecto por un régimen de píldoras. Es también el sistema homeopático aplicado al desenvolvimiento de la inteligencia. No se desea nada grande en el orden del espíritu. Somos, los contemporáneos, la más desoladora y cabal encarnación del personaje de James M. Barrie: Peter Pan. Deseamos que nada crezca, y, a la inversa, que todo se reduzca a sus primarios límites. El peterpanismo implica la satisfacción de todas las ilusiones, de todos los propósitos, de todos los esfuerzos actuales. El peterpanismo explica el automóvil, el tren aerodinámico, el aeroplano, el cinematógrafo, el radio, el telégrafo a larga distancia, los consultorios sentimentales, las agencias de matrimonios, la enseñanza por correspondencia, el libro de cheques viajeros, y todas esas creaciones andróginas del confort moderno, como el paraguas-bastón, la cigarrillera-encendedor o la lámpara-despertador.
+Como para el libro no hay medio posible de acomodarlo a esa necesidad de síntesis que los alumnos exigen con loco ahínco, y el libro perdería esa calidad, esa categoría esencial al reducirse a una hoja volante, las gentes ejecutan su venganza contra ese producto de la actividad intelectual que se resiste a variar de proporciones, de una manera muy sencilla: despreciándolo, olvidándolo, intacto, sobre la mesa de trabajo y en los inmensos nichos que la vanidad inteligente de los gobiernos le prepara en las bibliotecas. El lector de libros empieza a ser un personaje raro. La vida, para los ricos, se ha llenado de diversiones de las cuales se halla ausente la lectura del libro, entre otras razones porque en esos prospectos del placer no figuran sino las revistas ilustradas y los periódicos. Para los que no tienen medios de fortuna, para los desheredados, la preocupación central de todas las horas, incluidas las del descanso nocturno, consiste en orientar todos sus pasos a dejar de ser pobres. Como juego preferido tienen el de la lotería, y cuando llegan al sueño, cuando ya navegan en esas aguas sosegadas y profundas, la visión onírica que les aparece es la de la cifra del triunfo.
+La cultura recibe, pues, con esa dramática imposición de la síntesis que reclama el mundo moderno, un ataque imposible de contrarrestar. ¿Quién dispone ahora de ese gran lote de tiempo indispensable para remontar ciertas corrientes del espíritu clásico que quedaron fijadas y explicadas en obras de largo aliento? Y ya dentro de una época reciente, ¿quién entraría a derechas, disciplinadamente, al conocimiento de la obra de Balzac? Y, más cerca aún, al filo de los días presentes, ¿no representan una minoría de ociosos —como se dice con amargo desprecio— los lectores de Marcel Proust o de Jules Romains?
+La prisa está matando al lector del libro, mientras termina por eliminar a este, si antes no se ahoga el mundo en un océano de papel impreso, pues los creadores de fantasías noveladas, de ensayos literarios, de teorías artísticas, siguen, por fortuna, insensibles a esa demanda de síntesis que le solicita la humanidad poseída de una infinita indiferencia, de un alegre y deportivo desprecio por la cultura.
+(De Selección de prosas)
+¿Y USTED TIENE TIEMPO para leer libros? Me preguntó el otro día un amable visitante en mi modesta biblioteca. Y como le respondiera afirmativamente me miró con esa curiosa piedad que ilumina los ojos de quien se tropieza súbitamente con una inofensiva y absurda extravagancia. No creo, me dijo, que usted disponga de tiempo para leer libros. Eso ya no se usa. Y además —añadió con perfecta imparcialidad— usted se va a morir antes de que pueda terminar de leer todos los que aquí se encuentran. Se sentó cómodamente en un sillón y me dio sus razones. Las transcribo enseguida procurando la mayor lealtad al texto verbal de mi visitante.
+Los libros —dijo— han dejado de ser un instrumento de la sabiduría para convertirse en un artefacto decorativo, complementario de ciertas exigencias de la figuración social e interiores burgueses. Puedo admitir las excepciones que garantizan mi diagnóstico. Pero la regla cubre mayoritariamente, democráticamente, zonas vastísimas de la sociedad. Piense usted, por vía de ejemplo, en que la formación y posesión de una biblioteca particular en esta ciudad es cosa de suma rareza. Y no sólo por razones económicas en las que va incluida la falta de espacio en las nuevas viviendas, sino principalmente por causas más profundas y graves que se refieren a una cierta actitud espiritual estrictamente moderna y estrictamente progresista, originada en el cambio de dirección y de significado de los entretenimientos, disciplinas, satisfacciones y placeres que la propaganda correspondiente le imponen al hombre contemporáneo. Esa propaganda admirable e insidiosa ha conseguido persuadir a la infantil criatura ya mencionada de que la sed de sus conocimientos y placeres puede ser satisfecha mediante la adquisición y el usufructo de tres aparatos mágicos: el televisor, el receptor de radio y el tocadiscos. Es esta la Santísima Trinidad moderna del hombre moderno.
+Como usted comprenderá, dentro de estas condiciones de competencia tan eficaz como devastadora, el libro se halla derrotado. Derrotado en su función esencial, que es la de ser leído. Comprendo, sí, que alguien debe de comprar libros, pues de otra manera los editores y los libreros se habrían arruinado hace tiempos. Pero que un número indeterminado de gentes compre libros con un designio extraño a la función de leerlos es cuestión que confirma mi observación inicial referente al nuevo destino que las exigencias de la época les confieren. Por otra parte, queda en pie, aun aceptando el buen deseo de adquirirlos para leerlos, esta noción convertida en canon para toda existencia: no hay tiempo para leer libros. Si usted, por ejemplo, dice que lo tiene, o está mintiendo o está faltando a sus deberes contemporáneos, a los sagrados deberes de su tiempo que son, en su orden, trabajar ocho horas legales de la jornada, leer los títulos de los periódicos, ver la televisión, oír la radio o el tocadiscos y, ya en el lecho, cuando sus párpados empiezan a volverse de bronce y sus músculos de algodón, ojear las selecciones del digesto, preparadas para el lector afanado, en las cuales toda la ciencia, todo el arte, toda la sabiduría de los siglos está condensada en una página.
+En aquella dichosa edad y aquellos tiempos dichosos anteriores a la radio, la televisión, el tocadiscos y las selecciones del digesto, era posible leer libros. La época entera conspiraba en favor de ello. Y seguramente —admito— había muchas gentes que los leían. Pero lo extraordinario del fenómeno actual es que inclusive quienes desean leerlos no pueden hacerlo porque todas las circunstancias de la época conspiran para que eso no ocurra. El trabajo industrial, que es una de las cartas de nobleza alegadas por nuestro tiempo, deja a directores, ejecutivos, técnicos, empleados de oficina y trabajadores de taller, absolutamente inhábiles para cosa distinta de un modesto e intermitente erotismo hogareño y un profundo sueño reparador. Sin olvidar que estos innumerables héroes del progreso y de la civilización están obligados, al final de cada día de trabajo, a cumplir la hazaña descomunal de atravesar la ciudad moderna para regresar a su sitio en la colmena de varios pisos que los arquitectos les han preparado para refugiar su tedio y su cansancio.
+En esa colmena de aluminio, de cemento, de vidrio, que también es honor y gloria de nuestra edad, no caben las abejas de la sabiduría que en forma de libro pudieran destilar la miel del conocimiento, de la belleza y de la verdad. En esa colmena cada celda está calculada para que en su mínimo espacio el hombre pueda comer, digerir, cohabitar, ver la televisión y escuchar la radio o la música impresa. Nada más, porque nada más es necesario. La posesión de cien libros, de doscientos, de quinientos libros, crea un problema de espacio, superior al ingenio de los arquitectos, a la sensibilidad social de los estadistas, a la magnanimidad de los gobiernos, a la clarividencia de las Naciones Unidas, al apostolado de la Unesco, a la generosidad de la Alianza para el Progreso. El libro se ha convertido en un huésped incómodo e indeseable. Peor, es un huésped innecesario. La época más rica de la historia es lo invenciblemente pobre como para no poder darse el lujo que tuvieron otras épocas en que el mendigo, las pestes, el frío y el hambre eran flagelos naturales de la especie: darles cabida, sitio, espacio y tiempo a los libros en el mismo habitáculo privado del hombre y en medio de su propia circunstancia vital. En este tiempo que se vanagloria, con entera razón, de haber multiplicado y tecnificado los medios de producción, de haber prolongado la duración media de la vida humana, de haber ampliado las bases de la equidad social, las condiciones reales que se le ofrecen a la criatura humana para su personal existencia implican unas normas de austeridad, de restricción, de limitación, como no las conocieron probablemente otras edades anteriores más pobres, menos técnicas, menos equitativas. Limitado férreamente en el espacio y en el tiempo, en el ámbito físico de su vida, el hombre actual debe refugiarse en la celda que se le asigna en la colmena. Y dentro de la celda debe contentarse, tiene que contentarse —y se contenta— con las únicas evasiones y satisfacciones que se acomodan estrictamente al espacio y al tiempo que agentes y poderes abstractos de la historia en que vive le han dado.
+Por todas razones, estas, las pocas personas que, como usted, todavía viven en el mundo moderno como sonámbulos, sin oír radio, sin ver televisión, sin leer digestos sintéticos, acumulando y leyendo libros, hacen un papel muy deslucido y muy anacrónico. Además, constituyen con su ejemplo, un mal ejemplo pues poseer una biblioteca es malgastar el espacio, crear una realidad inútil y antieconómica, en cierta manera ofensiva para el resto la comunidad. En otras palabras: tener una casa alrededor de varios miles de libros equivale a comportarse como un mal ciudadano que viola las leyes del juego social. Pero nada de esto se hace impunemente. Cuando usted desaparezca, sus herederos se encargarán de cumplir la ley no escrita de nuestro tiempo que ordena dispersar a los cuatro vientos toda biblioteca privada de más de un volumen, o pasársela a la comunidad a través del Estado. Esta habitación volverá a su desnudez primordial, y así se habrán ganado para la sociedad unos cuantos metros cuadrados de espacio y unos cuantos metros cúbicos de aire que el egoísmo y el anacronismo suyos le están escamoteando.
+Y nada más por hoy, me dijo ya para despedirse. Podría agregarle muchas otras cosas. Pero regreso a mi casa para seguir el curso de una interesante serie de aventuras policíacas que está transmitiendo la televisión. Y como usted no tiene televisor…
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+EL LITIGIO PÚBLICO O PRIVADO sobre las deficiencias del mercado nacional para libros nacionales me parece un poco ocioso y bizantino. A los colombianos nos gusta enredarnos en discusiones inútiles, y gozamos, como los españoles, dándole vueltas al mismo tema, indefinidamente. ¿Cuántos años hace que en la prensa o en la radio vuelve periódicamente la discusión sobre los factores que obstaculizan la publicación de libros, sobre las dificultades para editarlos y venderlos, sobre el criminal desconocimiento que del libro colombiano existe en el exterior, sobre la indiferencia del gobierno y de la empresa privada para proteger escritores, lectores y probablemente vendedores? ¡Quién lo dirá! El litigio sobre el libro colombiano hace parte, como el litigio sobre el teatro nacional, como el más fresco y nuevecito, sobre el cine nacional, sobre la americanidad, el folclore, el indigenismo o la música criolla, hace parte, digo, de la reserva de tópicos de que se nutre la imaginación colombiana en aquellos intervalos, cada vez más cortos, que le deja la política y los ridículos reinados populares de belleza y similares.
+A mí me parece ocioso este litigio sobre los llamados problemas del libro colombiano, por esto: porque no creo que sean problema sino manifestaciones normales del subdesarrollo cultural y económico del país. Una nación con más de un cincuenta por ciento de analfabetos no puede aspirar normalmente a que sus índices de venta de libros, y sus índices de lectura —si es que existen—, puedan aspirar a ser los mismos o semejantes a los de una nación sin analfabetismo, de vieja y sólida cultura, y económicamente rica. Mi tesis más simple es la de que, en Colombia, los escritores tenemos para nuestros libros los compradores y lectores que merecemos. Ni más, ni menos. Quienes, siendo escritores y autores de libros, sostengan otra cosa, o son muy ingenuos o muy vanidosos. El difunto Carlos Arturo Suárez tenía los que merecía de acuerdo con el nivel de su escritura y los niveles de la llamada «cultura popular». En un plano más alto, La vorágine tiene los que merece. En la proporción en que el libro es más fino, más sutil, de más alta categoría estética, los lectores escasean. Hablo, naturalmente, de literatura, de verdadera literatura, y no de sus apariencias y falsificaciones.
+Desde luego, los escritores colombianos, como los de cualquier otra parte del mundo, creen, cuando no se vende un libro que han editado, o se vende muy poco, que algo muy grave debe estar pasando en la cultura nacional. Y entonces ponen, ponemos el grito el cielo: si el gobierno ayudara, si la industria privada ayudara para que editores y libreros no nos esquilmaran, decimos, nuestras obras maestras inéditas podrían salir a la luz pública para gloria y renombre no de nosotros mismos, que no las necesitamos, sino de la patria colombiana. Podríamos entonces, debidamente subvencionados como ocurre en las dictaduras totalitarias a los corifeos de cada régimen, vender a precios regalados los frutos de nuestro ingenio que, de esta suerte, servirán de alimento espiritual a las inmensas masas populares, ansiosas de recibirlo. Todo esto es puro y neto bovarismo. Pura mitología.
+Dentro de la estricta y modesta realidad del país, la verdad monda y lironda es que existe una naciente industria editorial que debe alimentarse principalmente, para poder subsistir y desarrollarse, con editar textos escolares, y hacer ediciones literarias, históricas o técnicas, no por cuenta propia, sino de entidades oficiales o semioficiales, tales como las academias, los institutos, y, desde luego, las empresas privadas que resuelvan tomar esa clase de iniciativas. Pero una editorial colombiana que aspire a vivir de editar colecciones literarias, pagando, como en Europa o en Estados Unidos y en algunos pocos países suramericanos, derechos de autor, estaría preparando su propio y rápido fracaso. ¿Por qué? Porque el mercado nacional de compradores de libros —no hablemos del de lectores, pues ese es otro capítulo— es muy pequeño todavía, como corresponde a las condiciones culturales y económicas del país. El pueblo no compra libros, por la sencilla razón de que no tiene con qué comprarlos y porque, además, es analfabeto en una proporción enorme como pueden garantizarlo los sociólogos titulados y que, ejercen, de tiempo completo, esa distinguida profesión. La clase media en toda la gama de sus subdivisiones, géneros, escalas, cuadros, grupos, etcétera, dispone de una minoría culta o semiculta que compra libros. ¿Cuáles libros? Esa es otra incógnita para sociólogos y para libreros. Pero entre profesores, empleados, estudiantes, uno que otro profesional, señoras que oscilan entre el adulterio y la cultura y se resuelven por la cultura, y un puñado de gentes desinteresadas y curiosas, está, me parece, salvo error u omisión, la clientela verdadera de toda librería, entre nosotros.
+Es poco para poder mantener el negocio de librería, si no se contara con la venta de revistas idiotas, de novelas estúpidas, de colecciones tales como la «antología gráfica y metafísica del erotismo», «los titanes del epistolario amoroso», «los grandes misterios de la vida», «los cien mejores cuentos policíacos», «los mil mejores sonetos del amor», «los premios Nobel», «las cien mejores novelas de la literatura universal, sintetizadas», «el pensamiento vivo», los «clásicos Martínez», etcétera. Sin esa materia prima, sin ese aceite, o sin esa basura —como quiera llamársele— el negocio no andaría. Gracias a ella, el librero que trabaja en Colombia puede importar literatura europea o americana, y ciencia, historia, filosofía y, por añadidura, recibir en consignación o comprar, con el descuento o comisión de treinta, cuarenta o cincuenta por ciento —según autor, edición y tema— el libro nacional. Pero aspirar a que el librero se suicide económicamente por patriotismo y amor a las letras nacionales, vendiendo sin comisión, por ejemplo, las delicias poéticas del doctor Bonilla Naar, es una falta absoluta de caridad cristiana y de realismo.
+En mi modesta opinión, los factores que determinan la situación descrita del libro colombiano no son tan arbitrarios ni tan injustos ni tan inequitativos como se dice que son. La historia no comete injusticia, ni es arbitraria ni tampoco inequitativa. Es la historia. Y como tal no tiene por qué decidir de acuerdo con nuestros deseos sino de acuerdo con sus leyes. Históricamente no podemos decidir que Bogotá sea una sucursal o una réplica de Atenas. Podemos, sí, repetir esa enormidad y, sin embargo, quedar vivos.
+Y en cuanto a esa otra tontería que consiste en quejarnos del desconocimiento del libro colombiano en Europa o en América, y a la supuesta urgencia y necesidad de hacer una campaña para que se difunda o imponga, no habría que decir sino que es ese otro aspecto conmovedor del bovarismo nacional. Ninguna obra literaria se impone artificialmente, como una marca de cosmético. La verdadera justicia del arte llega para quien la merece, tarde o temprano, pero llega. No hay, y no ha habido y no habrá genios desconocidos, genios inéditos o genios sofocados por la adversidad histórica o la animadversión de sus críticos o de sus enemigos. Si una literatura empieza a ser importante porque en ella hay escritores geniales o de gran talento, ese hecho no se podrá ocultar de ninguna manera. Se impondrá obviamente. Sólo las literaturas mediocres suspiran por una campaña universal de propaganda y de relaciones públicas. Y porque le den protección el Estado, la industria y los libreros.
+(De El Tiempo, Lecturas Dominicales, 30 de agosto de 1964)
+EL PROBLEMA DE LA NOVELA en Latinoamérica es menos simple de lo que parece cuando se leen los comentarios periodísticos en los cuales se habla, unas veces, sobre la escasez, otra sobre la abundancia y otras sobre la debilidad de ese género literario en la parte hispánica del continente. ¿Por qué, se dice, ha sido posible la aparición de la gran novela en los Estados Unidos y todavía no lo ha sido en Latinoamérica? Otra pregunta sobre el mismo tema es esta: ¿por qué la novela latinoamericana no ha pasado del estadio en el cual la lírica es el signo predominante de la expresión estilística, y el medio físico es el tema? ¿Por qué todavía el hombre no ha tomado en esa novela el sitio que allí tiene el paisaje?
+Una respuesta inmediata puede formularse en los siguientes términos: porque las condiciones históricas de los pueblos hispanoamericanos no han sido las mismas en que ha vivido y se ha desarrollado el pueblo de los Estados Unidos. Es decir, porque las formas de vida, el desenvolvimiento de la civilización, el progreso de la cultura no presentan idénticas características en uno y otro pueblos. Esto parece significar, por consiguiente, que el florecimiento de un género literario determinado requiere ciertas condiciones previas en lo social, en lo político, en lo económico. Desde luego, ello es así, y con toda probabilidad para la novela.
+Cuatrocientos años atrás, en plena Conquista, al letrado español que llega a América no se le pasa por la imaginación escribir una novela, aun cuando resulten novelescos los relatos que de su extraordinaria aventura ponga sobre el papel. Eso que el conquistador o el compañero del conquistador relata en prosa o en verso corresponde, con cuatro siglos de anticipación, al gran reportaje contemporáneo. Es la febril, la sensacional reseña de la mejor noticia de carácter universal ocurrida en los finales del siglo xv, prolongada con sus consecuencias y para beneficio de esos reporteros que se llaman Cabeza de Vaca, Solís, Oviedo, Jiménez de Quesada, Castellanos, Cortés, Rodríguez Freyle, etcétera, etcétera, durante dos siglos más.
+Ahí estaba la tremenda naturaleza, el medio físico, absorbiéndolo todo, devorándolo todo, imponiéndose como un espectáculo sin antecedentes para los ojos europeos, y como una misteriosa amenaza. El hombrecillo desnudo o semidesnudo, de oscura piel de cobre, habitante de ese fantástico mundo, era, al fin y al cabo, lo de menos. Lo demás, lo que importaba, era lo otro: la tierra, el clima, la atmósfera, el paisaje, el suelo y, sobre todo, lo que podía haber debajo del suelo. Con qué exquisita morosidad se detiene la corriente del relato en las crónicas de los conquistadores y de los colonizadores para «pintar» el agua, los árboles, las desconocidas flores, los inmensos golfos de verdura, los bosques, las fieras y los pájaros y, además, el polvo de oro y el grano de oro, el polvillo de esmeralda y el verde cristal maravilloso. Entonces se olvidan todas las penalidades del viaje, todas las crueldades y todos los sacrificios. Basilio Vicente de Oviedo, ya en pleno siglo XVIII, también queda estupefacto ante la naturaleza americana como sus antecesores del XVI y del XVII. Y en su libro Cualidades y riquezas del Nuevo Reino de Granada, ata con el hilo de su prosa el lazo de una misma tradición literaria. «Hay en los mismos llanos», dice, «un árbol cuya madera tiene una cruz roja en el corazón, y le llaman palo de sangre, que es admirable para estancarla…». «Producen en dichas montañas un bejuco que llaman bejuco colorado, que cortándolo por dos partes y soplando por la una parte sale por la otra cantidad de agua que es un colirio admirable para el mal de ojos…». Y así, en ese tono de descubridor de tesoros, por páginas y páginas. Y como él, tantos otros.
+La historia del hombre encontrado o descubierto por el español en América no es fácil de seguir, no es fácil de leer en los libros de la Conquista y de la Colonia, pues se halla ahogada por el relato de la naturaleza. Cuantitativa y cualitativamente esa historia representa una mínima porción, comparada con la que ocupa en tales libros la descripción del medio físico. El indio, el salvaje, es decir, el hombre de América, tiene allí el sitio estadístico destinado en los partes de batalla de las guerras contemporáneas, al cálculo de las bajas en el campo enemigo. Nicolás de Federmann, que no era español, como se sabe, sino alemán —«el joven de Ulm», se le llamaba—, da la nota característica del conquistador europeo a este respecto, en su famosa descripción del Viaje a las Indias del Mar Océano: «[…] pereció en ese combate un gran número de indios, se hicieron cuarenta prisioneros, entre los cuales se encontraba el cacique, a quien ordené encadenar a fin de castigarlo por haber faltado a su palabra. Distribuí el resto de los prisioneros entre mis soldados…». «[…] Al día siguiente […] llegó un cacique con sesenta indios más o menos […] Lo hice bautizar junto con todos los que lo acompañaban explicándole la doctrina cristiana de cualquier manera, como puede imaginarse […]». Los testimonios pueden multiplicarse indefinidamente para demostrar que en la literatura de los conquistadores y de los colonizadores el tema esencial se halla por fuera de lo humano. Cómo era psicológicamente el nativo de las tierras de América es todavía una cuestión sin resolver, una cuestión que quedó sin respuesta en los relatos de los cronistas de Indias. Desde luego, muchos de esos cronistas se hacen lenguas hablando de la dosis de animalidad, de bestialidad, que creían descubrir en seres sujetos a normas de conducta y a leyes que los europeos no estaban en capacidad de comprender. Una sola palabra cubre imperialmente todo el territorio psicológico de la Conquista española. Es la palabra «salvaje», aplicada como común denominador a todos los pueblos de nativos con que iba tropezando la aventura de la civilización en el Nuevo Mundo. Hay otra, aplicada con el mismo afán de generalización y que sirve, con perfecta comodidad, para determinar, desde el punto de vista psicológico y moral, el tránsito del llamado «salvaje» a la civilización. Es la palabra «cristiano». Pero la una y la otra son de una facilidad desconcertante. Son, en rigor, muy poca cosa: simple moneda de vellón en el orden del análisis. El trueque de la primera por la segunda es una operación que parece demasiado elemental a través de los relatos. El salvaje se hizo cristiano con el bautismo y la oración. No. Los hechos no pudieron ser así de sencillos.
+Pero el cronista de Indias, el gran reportero de los siglos XVI y XVII, no tenía tiempo, ni ánimo, ni curiosidad para ocuparse del nativo americano en la misma medida en que se ocupaba de las fabulosas cosas que lo rodeaban. Si la curiosidad apretaba mucho en la Corte, mejor que dedicarse al testimonio escrito, enviaba el testimonio vivo. La reserva de salvajes remitida por Jiménez de Quesada a la Corte es todo un espléndido síntoma. «Ahí va eso y no pregunten más», parece decir el fundador de Santa Fe de Bogotá. Además, el tema del oro, de las especias, de las plantas, de los animales propiamente dichos, interesaba más que el de las almas de los salvajes. La conquista de América tenía un sentido de posesión física, dígase lo que se quiera a propósito de su dimensión estrictamente cultural. Cada trozo de continente en donde el español fijaba sus plantas y clavaba la cruz quedaba amorosamente, minuciosamente acotado en sus relatos. Aquí el aire es de tal manera, aquí el agua tiene este color, aquí los pájaros llevan este plumaje, aquí hay unos crepúsculos inverosímiles y una noches misteriosas y perfumadas, dice siempre con parecidas palabras la bárbara prosa del soldado o la prosa de artificio latino del licenciado. El medio físico producía un impacto más profundo que el de la humanidad del salvaje, en la sensibilidad y en la inteligencia de los civilizados.
+Ese impacto prolonga sus resonancias y sus consecuencias todavía en la literatura latinoamericana. Cuando el novelista colombiano Jorge Isaacs, en la segunda mitad del siglo XIX establece mediante su novela María una conexión literaria con el romanticismo europeo, no rompe de ninguna manera la línea intelectual que determinaba en el cronista de Indias una sujeción al tema de la tierra, a la tiranía del paisaje, del medio físico. Isaacs parece tan deslumbrado, tan estupefacto ante el hecho de la naturaleza como el abuelo conquistador. El rico y precioso material descriptivo de su libro ahoga casi las cuitas de su heroína María y de su héroe Efraín. El llanto que brota de los ojos de María es un tenue hilo de agua tempestuosamente absorbido por la corriente del río Cauca, y la tristeza en el alma de Efraín es una brizna que se lleva el cálido viento en los atardeceres de su comarca. En ese libro el peso específico de la naturaleza compite ventajosamente, abrumadoramente, con el de la acción interior de los personajes. Esta calidad psicológica como que se difunde y dispersa en la embriagadora atmósfera física creada por el autor.
+Pero lo ocurrido con la novela de Isaacs es común a toda la literatura de ficción del siglo XIX latinoamericano. Paisaje, descripción, narración. El siglo XIX encuentra intacta la misma disposición intelectual, la misma reacción del temperamento ante la naturaleza que tuvieron los cronistas de la Conquista y de la Colonia. El hecho principal de la literatura del siglo XIX es la naturaleza. Y, su signo predominante, la lírica. El realismo a la europea, digamos a la francesa, no prende, no consigue una auténtica toma de posesión en esa literatura. Se disuelve en cándido costumbrismo. Y el modernismo no produce en la novela sino unas pocas consecuencias desastrosas, de las cuales un ejemplo vehemente es la novela De sobremesa del poeta colombiano José Asunción Silva. Los fenómenos naturales que rodean al hombre latinoamericano han tenido no una interpretación de carácter lógico o racional, sino una exaltación de carácter poético, una especie de sublimación literaria. Y así, la novela y el cuento prosiguen la tarea de conquistar y colonizar literariamente lo que aún no ha acabado de ser conquistado ni colonizado por el hombre: la selva, la llanura, la lejanía, la soledad de los sitios más distantes de la civilización. De esta suerte, el tema casi único de la novela en lo que va corrido del presente siglo es aún el mismo que llenaba las páginas de los cronistas de Indias: la magnitud, la opresión, la belleza, la desolación, el fatum de la circunstancia física, del medio que tiraniza. Lo subsidiario, lo accidental, lo anecdótico dentro de ese obsesionante marco natural, sigue siendo la pobre criatura humana, el modesto corazón del rey de la vida, el alma perpleja del hombre.
+Podría, pues, afirmarse que si la etapa lírica, la etapa del paisaje, la etapa de la naturaleza como tema de la novela tiene todavía plena vigencia porque subsisten las condiciones «históricas» que la hacen posible, los novelistas que la interpretan, que trabajan dentro de ella con los temas que esa etapa ofrece, no andan equivocados. Pero no parece que esa temática conserve en la actualidad intactas sus reservas. El avance de la civilización, el ritmo del progreso, el desarrollo normal o apresurado de nuevas condiciones sociales, empieza a debilitar, a limitar cada día más esas reservas. Si ello es así, como parece que lo es, entonces puede verse con cierta claridad el problema. Consiste en la necesidad, no satisfecha todavía, de otro tipo de novela, que refleje la nueva realidad. Por ejemplo, la novela urbana, la novela en la cual el hombre aparezca enfrentado consigo mismo, con su propio misterio, en un medio que no sea precisamente el de la selva o de los lugares donde la soledad y la lejanía son las condiciones principales del relato. Esa necesidad no proviene de un capricho, de una arbitrariedad en el gusto literario. Viene impuesta o implícita en la transformación histórica. La selva, la llanura, la lejanía y, por consiguiente, la aventura humana en un medio físico de tales características han perdido en buena parte su prestigio literario. A estas horas es ya mucho lo que se sabe de la selva y de la llanura. Y la lejanía ha pasado a ser una ficción, casi una simple metáfora de que se sirven las compañías de transportes y de turismo para estimular con ese miraje la inquietud de sus clientes. Además, la ciencia contemporánea, auxiliada por los gobiernos o por las instituciones internacionales, es de una ejemplar indiscreción para revelarlo todo, para contar cómo es la flora y la fauna de las regiones que aparecían más inaccesibles, para referir la vida humana del «salvaje», la conducta del insecto y de la fiera, la de los árboles y la de las orquídeas, para poner en claro todos los misterios y liquidar así el pequeño saldo de asombro que puede albergarse todavía en el corazón y en la mente del hombre. La civilización, la cultura, el progreso, amenazan ya seriamente con reducir a ruinas el exotismo, el atractivo, la importancia literaria de esos temas.
+En la América Latina, por otra parte, se ha producido el fenómeno de la concentración de masas humanas en las ciudades. Es un hecho relativamente nuevo. Pero es un hecho que empieza a cobrar una importancia social, política y económica de primer orden. Esa concentración origina una vasta serie de problemas respecto de los cuales los novelistas de esta parte del continente están en mora de interpretarlos, de utilizarlos, de convertirlos en material literario. Esos problemas no son todavía tan profundos, tan complejos ni tan intensos como en las ciudades de los Estados Unidos o de Europa. Pero están ya ahí asomando su cabeza. El hombre medio, en Latinoamérica, empieza a perder el perfil diferenciador que tuvo hasta hace poco tiempo. La institución gremial, el sindicato, el organismo colectivo, lo absorbe, lo disuelve, lo reduce a una simple célula, semejante a muchas otras sometidas al mismo tratamiento igualitario, al mismo camuflaje social. Los destinos individuales se hacen más esotéricos y el conjunto general de la vida se torna más difícil y complicado. El anonimato empieza a ser una ley muy común, más extensa de lo que antes lo fuera. En rigor, la civilización crea una nueva selva: la de las ciudades. Y la aventura en ella constituye precisamente el tema que se halla por desarrollar en la novelística hispanoamericana. El tema de lo rural, de lo provinciano, puede aún ofrecer tentadores motivos, es cierto. Pero la debilidad de que se acusa a la novela latinoamericana radicará todavía por algún tiempo en la ausencia de un gran viraje, de un cambio radical de escenario, de una nueva conquista, en el tema y en la falta de conexión explícita con el signo social y psicológico bajo el cual está viviendo el hombre hispanoamericano.
+Desde luego, las condiciones económicas del trabajo literario en Latinoamérica no son todavía las ideales para un fácil y próspero florecimiento de un género literario como el de la novela. La gran industria editorial se inicia en unos pocos países: Argentina, Chile y México. La profesión del escritor carece de perspectivas halagadoras. Es insegura y azarosa. El periodismo o la cátedra son los derivativos naturales que el literato hispanoamericano ha de buscar si aspira a vivir de una faena relacionada con sus aficiones. Pero el periodismo es un enemigo complaciente e implacable de la literatura. Y la cátedra conduce casi fatalmente a una esterilizante especialización y a algo que podría llamarse el enfriamiento de la sensibilidad.
+(De Selección de prosas)
+PARECE INDUDABLE QUE, ADEMÁS de sus méritos literarios, la máxima cualidad de la novela Los elegidos del señor Alfonso López Michelsen es una que no le pertenece al libro por sí mismo, como realidad aparte del autor, sino que le pertenece íntegramente al autor, como creador de la obra. Quiero decir con esto que se trata de una obra valerosa en el sentido ético de la palabra, una obra escrita sin miedo, sin ningún género de inhibiciones ni de conformismos, con un tranquilo coraje intelectual en busca de la verdad crítica, y de la verdad simplemente humana y social, que, me parece, no es el coraje acostumbrado, ni tendría por qué serlo, en los cuadros sociales —económico-sociales— a que pertenece López Michelsen. Esto último podría discutirse con entera razón. El intelectual, el escritor, el artista, aun «comprometido» dentro de una circunstancia social determinada, sigue siendo ese incómodo testigo de todas las grandezas, miserias y servidumbres de su propio mundo; aun, a pesar, en el momento de crear la obra aparentemente más desinteresada, testificará, denunciará, pondrá en evidencia una de dos cosas: o su simple conformismo con el medio social en el cual vive y del cual es, él también, una consecuencia, o su absoluto inconformismo, su total desajuste intelectual y moral con ese mismo medio. En cualquiera de los dos casos puede producir una obra de arte si para ello está dotado. Pero no cabe duda de que en el segundo caso la obra tendrá, de todos modos, una significación social más alta, más importante y duradera.
+Este último me parece ser el caso de López Michelsen, como escritor, y de su obra como tal. Porque también me parece cierto que en la tradición literaria colombiana, o digamos, para ser más exactos, en la literatura correspondiente a los últimos quince años en Colombia, no hay, ni por aproximación, nada que se parezca a Los elegidos, no desde el punto de vista literario, sino desde el punto de vista del tema y de la posición crítica del autor. Seguramente las condiciones del desarrollo social y económico del país no eran aptas, hasta ahora, para producir, por una parte, un tema como el que trata la novela de López Michelsen y, por otra, el novelista correspondiente a esas mismas condiciones. Si esto es así, como, a mi juicio, parece serlo, López Michelsen ha tenido el acierto y la agudeza críticos de comprender ese hecho, de interpretarlo y de asumir el temario y estupendo papel de testigo y, en cierta manera, de juez de ese mismo hecho. Ese hecho es el nacimiento y estabilización de una clase social y económica determinada —la oligarquía del dinero— y su comportamiento como tal, como clase propiamente dicha, como testamento específico de una sociedad y dentro de un sistema.
+La novela de López Michelsen, entre otras cosas, tiene, como diría un lógico, el mérito de la comprobación. Un mérito que parece simple, por lo obvio, pero que no lo es, en Colombia: comprueba, a través del testimonio literario, la existencia de esa clase social. Durante muchos años y con ocasión de las periódicas batallas políticas en que se desangra y se envilece el país, aparece el alegato, con pretensiones sociológicas, encaminado a demostrar que la oligarquía es un cuento chino, un invento demagógico de políticos intelectualmente inescrupulosos, en busca de votos. Claro está que, como también lo demuestra López Michelsen, la demagogia es una devastadora enfermedad nacional. Pero de regreso de la demagogia de esta índole, un observador tan veraz como el héroe de este libro, un observador extraño a nuestras ferales contiendas, se encontraría con el otro extremo de la demagogia que recela, consciente o inconscientemente, una típica defensa de clase: la de negar críticamente la existencia de la oligarquía. «Aquí todos somos pobres» o «si no fuera por los pocos ricos que hay en el país, todos seríamos más pobres» es, más o menos, el razonamiento de que echa mano, con la frecuencia necesaria, la filosofía de clase. Pero —y esto también consta ejemplarmente demostrado en el libro de López Michelsen— las clases sociales no nacen ni se alinderan, ni se transforman ni desaparecen porque los gobernantes, los periodistas o los políticos así lo deseen y cuando lo deseen. López Michelsen, que sabe por dónde va el agua… al molino de la historia, aclara, en unas pocas líneas de su libro, ese mismo proceso. En unas pocas líneas he dicho, pero no es exacto. Todo su libro es una prueba de ese proceso. La oligarquía nace históricamente. Es decir, como un derivado histórico. El héroe de la novela de López Michelsen, el señor K, un rico burgués alemán, formado en la rígida y providencial mentalidad calvinista de su familia y de su ambiente, toma contacto con el proceso en desarrollo y queda sumergido en las aguas del mismo. Pero su testimonio es irrecusable como actor eventual en el proceso y como víctima del proceso. Es irrecusable porque el mismo señor K, aun derrotado y en el papel de víctima de la oligarquía, sigue siendo parte, inexorablemente, del mismo compuesto social.
+Ahora bien: el manuscrito del señor K puede ser o puede no ser, a juicio del lector, una superchería literaria de López Michelsen. Esto es lo de menos. Lo importante es esto otro: que la novela haya sido escrita por quien la escribió. Es decir, por alguien que por haber vivido, como Jonás, en el vientre de la ballena, puede regresar a la luz y contar «cómo es aquello». Un escritor sin la experiencia directa de la ballena podía ser tachado, al referir las mismas cosas que cuenta López Michelsen, de resentido y de malicioso falsificador de ese mundo visceral. El testigo, en este caso, como en el del señor K, tampoco puede ser recusado con el argumento de que tan sólo desde la orilla vio pasar la ballena.
+De esta suerte, el único reparo que no podía hacérsele a este libro sería el de su falta de autenticidad. Se le hará, desde luego, por los interesados en demostrar, de acuerdo con el concepto católico colombiano que tanto desconcertaba al héroe del libro, que aquí no hay lucha de clases y todo se resuelve por las buenas o que, por lo menos, en el camino se arreglan las cargas mediante la resignación de los más y la magnanimidad de los menos. Pero la autenticidad de las leyes naturales que determinan la conducta de una clase social no desaparece al negarlas. López Michelsen toma un caso humano, uno solo, y lo proyecta sobre la escena de la clase social oligárquica. Automáticamente esas leyes, no escritas, van apareciendo, van actuando, van ejerciendo su control, modelando una psicología especial, un concepto moral determinado, una conducta, unos hábitos, una noción de la vida. López Michelsen, como el señor K, el primero católico y el segundo calvinista, pueden escandalizarse o encontrar desconcertantes o inmorales esas leyes. No importa. Están implícitas en el hecho histórico de la formación y ascenso de una clase social: la de los poseedores. El alegato del señor K, de la misma manera que, podríamos decir, el alegato del autor sobre la moral del dinero, es, exactamente, el que pueden hacer un moralista de la escuela de Calvino y un moralista católico. Desde el ángulo teológico, cualquiera de las dos interpretaciones demuestra la inmoral de esa moral. Pero históricamente esas dos protestas críticas, la católica del autor y la calvinista del personaje del libro, contra la conducta de la oligarquía del dinero, carecen de objetividad en cuanto atribuyen a una falsa concepción moral ese comportamiento en las relaciones humanas, en las relaciones políticas, en el concepto social de la misión que la clase poseedora debía cumplir de acuerdo con la idea católica o con la idea calvinista. Teológicamente, ello puede ser así. Y cuando el señor K, o cuando López Michelsen condenan implícitamente esa conducta, proceden lógicamente. Pero históricamente, parten el autor y el protagonista de un supuesto que es, por lo menos, discutible: el supuesto de que las clases sociales tienen o deben tener una determinada moral, en este caso religiosa. Las perplejidades morales del señor K son exactas como fruto de un concepto histórico del proceso social, cuyas supuestas inmoralidades están implícitas en el desarrollo económico de las clases. Una clase social cualquiera puede estar constituida íntegramente, digamos por católicos o por calvinistas. Ello no será obstáculo jamás para que, como clase, proceda inmoralmente, a la luz del criterio teológico. La teología puede determinar una norma de conducta personal, pero no determina una norma de conducta colectiva. En el acto de defenderse, de imponer su garra, de aniquilar a los adversarios, de capturar o controlar el poder político o el poder social, toda clase procede de acuerdo con las leyes de su desarrollo histórico, no de acuerdo con las leyes de una moral religiosa. Esto puede ser lamentable. Pero la historia económica, política y social de los pueblos no se parece a la historia de los claustros religiosos donde un escape a cualquiera de las normas morales determinadas teológicamente para la conducta de los miembros de la comunidad implica, de hecho, una perturbación del sistema y, por consiguiente, una sanción inmediata. Por otra parte, la condición de clase crea una ficción moral, acomodaticia a cada caso. Así, todo rigor teológico se hace pedazos mientras se cumple, pragmáticamente, la acción inmoral.
+El extraordinario mérito del libro de López Michelsen consiste, pues, en la denuncia, en el testimonio que hace sobre el mecanismo moral de una clase. Para hacerlo se necesitan, como queda dicho, dos condiciones: una irrefutable autoridad como testigo y un coraje intelectual sin muchos precedentes. En el caso de este escritor hay que abonar, en su honor, un antecedente que lo toca muy de cerca: el de un conductor político, ligado a él por la sangre, en quien esta misma noción implacable del anticonformismo y de la justicia social lo llevó a cumplir una tarea de reforma económica que en beneficio de los más, de los desposeídos, vulneraba una parte de los privilegios económicos que la tradición feudal del país había consagrado como derecho indiscutible de la clase poseedora, de la clase oligárquica. La línea intelectual de ese caudillo político aparece continuada por el escritor López Michelsen, en este tremendo documento literario sobre esa misma clase. En rigor, técnicamente, este documento no es una novela. Y la palabra novela al frente de la carátula del libro constituye un error innecesario. Hay en él elementos novelescos, es cierto. Y algunos personajes casi alcanzan en su diseño psicológico la categoría de personajes de novela. Hay también algunas reconstrucciones del ambiente, admirables de concisión, de simplicidad literaria y de veracidad evocativa. Hay, además, una certera y feroz noción de la comicidad y una desenvoltura en el sarcasmo que hacen de determinadas páginas suculentos trozos novelísticos. Y, desde luego, lo mejor del libro, como material novelesco, parece ser la parte final del mismo, en la cual el elemento dramático, originado en la lucha entre el destino personal del héroe y la fatalidad «calvinista» de las circunstancias que lo derrotan y lo anulan, alcanza, ahí sí, auténtica calidad novelesca. Por otra parte, este libro aparece como un fresco donde desfilan todos los personajes de la comedia mundana, cada uno con su carga de vanidad y de ambiciones. El lado cursi o ridículo o pintoresco del mundo criollo de Guermantes, del «coté de La Cabrera» como decía el señor K, consigue en este libro algunas caricaturas ejemplares, plenas de mordacidad, dibujadas literariamente de mano maestra. Todos «los elegidos» tratarán de reconocerse y, no pocos, se reconocerán. Muchos se creerán injustamente deformados. Algunos, los menos, comprenderán que la comedia mundana en que han actuado valía, de veras, la pena de una radiografía o de un análisis espectral como el que el señor K les ha hecho. La solemnidad o el esnobismo presuntuoso de los salones que pintó Tolstoy en La guerra y la paz y en Ana Karenina siempre merece un golpe de mano literaria para desinflarlo. Es eso, con toda seguridad, lo que ha hecho López Michelsen, corriendo, impertérrito, todos los riesgos que semejante aventura intelectual puede acarrear en una geografía social dividida en castas originadas en la superstición del poder que emana del dinero.
+Si no es una novela, ¿entonces qué es el libro de López Michelsen? Si no fuera, en cierta manera, una tontería crítica esta manía clasificatoria de los géneros, podría decirse que es un libro de memorias que parece, pero que no es, una novela. Es el relato de una vida, o de una parte de una vida, enfrentada a sus propias circunstancias. Esas circunstancias tienen cierto aire novelesco, cierto aire fabuloso, como lo tiene toda representación literaria de la verdad, sobre todo para quienes no han vivido en el «fondo de la ballena». Para quienes tienen la experiencia de Jonás, este libro ha de parecerles casi una traición, una impertinencia y un desafuero a esa secreta y misteriosa legislación que condiciona, de manera natural, la conducta de «los elegidos». Pero no cabe duda de que este libro no se podrá olvidar fácilmente y de que su testimonio se contará siempre entre los más valientes y eficaces que un escritor colombiano haya producido sobre el carácter nacional y el drama silencioso y terrible de la integración de sus clases. López Michelsen merece, con largueza, la admiración de los espíritus libres.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 26 de julio de 1953)
+LA INVITACIÓN QUE LA AMABLE temeridad de Isabel Lleras de Ospina me ha hecho para hablar en el ciclo de conferencias organizado por ella en la Alianza Colombo-Francesa me honra sobremanera. Y si ustedes me lo permiten, me atrevería a agregar, sin ningún género de discreción, que me satisface, por esto: porque soy un viejo amigo, un desvelado admirador y un amante, sin mayores desfallecimientos, de Francia. De la misma manera que aquel escritor latinoamericano a quien se le preguntaba, en París, cuándo había llegado a la ciudad maravillosa, yo también estaría a punto de responder como él: llegué a París hace cinco siglos con François Villon: la muerte de Carlos VII nos sorprendió en la Taberna de la Mule a donde iba el poeta a recordar su hazaña del robo de los quinientos escudos de oro, llevada a cabo unos años antes en el Colegio de Navarra; yo fui cómplice del asesinato de Philippe Sermoise y pagué mi colaboración en esa hazaña de Villon, en los calabozos de Chatelet; amo las torres de Nôtre Dame tanto como la prosa de Rabelais y de Montaigne; Carlos de Orleans nos acogía graciosamente en su corte… Ustedes sabrán perdonar esta inofensiva superchería, con la cual quiero significar la antigüedad de mi amor y mi devoción a la cultura y a la civilización francesas, sin las cuales el hombre contemporáneo no habría llegado, en sus empresas intelectuales, en su dominio de la naturaleza, en el conocimiento del corazón humano, en el desarrollo de las formas sociales y políticas, en el progreso de la ciencia y de la técnica, en el análisis filosófico, en la conquista de la belleza, en el proceso de su libertad, al estado en que hoy se encuentra. Francia, como decía Renán, es una segunda patria para los hombres. Una patria a la cual volvemos siempre por el camino de la historia, por el camino del arte, por la ruta de las ideas, en busca de la luz, de la belleza o de la verdad. No importa que en medio de nuestros desfallecimientos y dudas y perplejidades, olvidemos, por instantes, la suprema lección de orden y rigor que Francia nos ha dado a todos los hombres. A ella volvemos indefectiblemente cuando tenemos hambre y sed espirituales de libertad, de justicia y de equidad; cuando vemos la razón amenazada o destronada; cuando vemos escarnecida la dignidad de la inteligencia; cuando vemos desprestigiada y falsificada la belleza; cuando vemos que la tierra se hace pequeña como un calabozo para encerrar la libertad del hombre. A ella volvemos espiritualmente siempre porque siempre tendrá una respuesta para nuestras dudas y cogitaciones. Pero, como ustedes comprenderán, este género de tiránicas devociones intelectuales y sentimentales respecto de un país, de una cultura y de una civilización determinados, se convierte en grave impedimenta cuando se trata de escoger un tema que ha de servir de motivo para una conferencia relacionada con ese mismo país. He preferido por ello, contando con la benevolencia de ustedes, abstenerme de hablar acerca de un motivo concreto de Francia, y servirme, en cambio, de un tema más general.
+Me propongo, pues, hablarles del tema de la novela en uno de sus aspectos que me parece más interesante: el de los límites o fronteras que con referencia a ella misma pueden establecerse al considerar las características que presenta contemporáneamente en Europa y en Latinoamérica. Me he permitido circunscribir el asunto, por cuanto respecta a América, a la parte latina de nuestro continente, omitiendo el caso de la novela de los Estados Unidos, por varias razones. La primera de todas, porque las circunstancias económicas, políticas y sociales en que nace y florece la novela norteamericana no se parecen a las que dan origen a la suramericana. Tales circunstancias son casi antagónicas. El fenómeno de la dominación europea en Estados Unidos ocurre bajo un signo bien diferente del que lleva esa misma dominación en Hispanoamérica. La conquista, a la española, no tiene lugar en el territorio de la Unión Americana. Allí llegan los fundadores ingleses y holandeses para instalar un negocio y, de paso, trasplantar, con la raza, una civilización y una cultura. No trataban de hacer una conquista en el sentido histórico de la palabra y de la empresa correspondiente, sino de hacer, de crear, de instalar y poner a funcionar una colonia que fuera una sucursal inglesa en tierras de América. No les interesaba mezclar una raza con la otra, ni catequizar, ni ampliar, con los nativos, la jurisdicción cultural de una lengua. No los inquietaba el hecho posible o cierto de la preexistencia de una cultura indígena. Y no llegaban, como los broncos y fanáticos conquistadores españoles, a redimir infieles en nombre de un credo religioso, sino a vivir libre y prósperamente, y a fijar las bases económicas para una corriente comercial que ligara el poder económico de la Metrópoli al desarrollo de una de las más vastas y ricas zonas del Nuevo Mundo.
+A partir, pues, de la Conquista y la Colonia los problemas y soluciones que una u otra crean en Latinoamérica y en Estados Unidos son diferentes. Por ejemplo, el problema de la libertad y su solución. Los Estados Unidos llegan a definir el problema de la independencia y de la libertad política, mucho antes que ninguna otra colonia americana. ¿Por qué? La respuesta hay que buscarla en el estilo histórico que tuvo el trasplante europeo a ese país. Los colonizadores ingleses, que eran hijos espirituales de la Reforma, corrieron la aventura de los mares en nombre y en busca de una idea y un sentimiento de libertad que muchos de ellos estimaban problemáticos o vulnerados en su propio país. El sistema de relaciones con la Metrópoli operó desde el principio sobre la base pragmática de un acuerdo comercial, que dejaba libre la decisión de cada poblador sobre sus ideas políticas y sus credos religiosos. La conquista española, en cambio, presenta todas las características y todos los agravantes de una Cruzada. Está saturada de fanatismo religioso y, por consiguiente, en ella interviene, con vigor incontrastable, la superstición teocrática del poder, representado en la Corona española. Esta diferencia en el estilo histórico del dominio europeo en Estados Unidos y en Latinoamérica explica también la diferencia de velocidad y de significado que adquieren cada uno de los procesos de independencia y libertad política cumplidos al norte y al sur del continente.
+En lo general, es incómodo e impertinente para un escritor hispanoamericano decir que las libertades políticas resultaron mejores, más eficaces y reales en el Norte que en el Sur. Y que la democracia funciona también mucho mejor en Estados Unidos que en Latinoamérica. Y que a tiempo que la historia política de las naciones del Sur se halla escalonada de dictaduras y que las libertades del ciudadano representan apenas un breve intervalo entre la sucesión de las tiranías, la nación del norte no ha conocido el despotismo político. Decir esto, repito, es incómodo y resulta escandaloso para sentimiento popular de veneración hispánica. Pero las realidades históricas son más tenaces que las fórmulas ideales de interpretación que les aplicamos los hombres. Si el resultado político y social de la dominación inglesa en sus colonias del Norte no admite paralelo con el resultado también político y social de la dominación española en sus colonias del Sur, y si el primero es notoriamente mejor que el segundo para las instituciones políticas y la libertad del hombre, lo lógico es admitir que una de las dos empresas de dominio fue superior a la otra como concepto de civilización y de cultura. Con toda la incomodidad intelectual que ello acarrea, me parece que no se podría dejar de decir que para la independencia de los pueblos americanos y la libertad política de los ciudadanos de esos mismos pueblos el experimento inglés, ocurrido a través de la Reforma, en el Norte, fue más eficaz que el experimento español verificado a través de la Inquisición, en el Sur. Algunos de los frutos históricos de una y otra dominación podrían señalarse de esta manera a un lado y a otro del continente: democracia y tiranías; libertad religiosa y fanatismo; estabilidad institucional y anarquía; equilibrio de las clases sociales y desajuste ignominioso de las mismas; una civilización en pleno esplendor y un principio de civilización.
+Determinados estos dos planos del resultado histórico, fijados esos dos niveles de cultura y de civilización, parece fácil entender por qué la literatura de los Estados Unidos tiene más diferencias con la de Latinoamérica que con la de Europa. Y, concretamente, por qué la novela latinoamericana en sus grandes y perdurables realizaciones significa una realidad artística de acento diverso del que predomina contemporáneamente en la Europa. Esas diferencias no emanan precisamente del hecho de que esta última, la novela europea, represente una tradición literaria más antigua y, desde luego, más ilustre que la tradición literaria de la segunda, más joven o menos ilustre. Es evidente que las escuelas novelísticas de Europa influyen, con el retardo histórico correspondiente, en la novela latinoamericana. Pero, a partir de un cierto momento histórico, la diferencia entre una y otra novela se precisa más, se delinea mucho mejor que antes. Mucho mejor, por ejemplo, que en el siglo XIX y en los primeros años del siglo XX. En el XIX, Latinoamérica es en el orden la novela, como en casi todos los órdenes literarios, una modesta sucursal, una dócil colonia europea.
+La diferencia nace, muy vigorosa, cuando los novelistas latinoamericanos de verdadera importancia resuelven dejar de ser tributarios de Europa y hacer, en cuanto a los temas sobre todo, una nueva revolución de independencia. Es decir, cuando deciden que las novelas de esta parte del continente deben interpretar las peculiares realidades del ambiente físico y social que los rodea. Y, principalmente, interpretar esa extraña realidad que es el hombre americano, como tal, como criatura humana nacida dentro del cuadro especial de unas determinadas circunstancias. Al ocurrir esto con las novelas de los colombianos Tomás Carrasquilla y José Eustasio Rivera, o del argentino Ricardo Güiraldes o del venezolano Rómulo Gallegos, la crítica europea halla la primera estupenda dificultad para juzgarla: la que emana de la sorpresa de un mundo nuevo, verdaderamente nuevo para el concepto europeo, respecto de los conflictos sociales y psicológicos que esas mismas novelas transcriben ejemplarmente. Incluyo a Carrasquilla en esta breve e incompleta enumeración, porque el maestro antioqueño, a pesar de haber escrito gran parte de su obra en los finales del siglo XIX, cuando predominaba en las letras hispanoamericanas el más desvergonzado sentimiento literario de subordinación e imitación de las modas novelísticas europeas, realizó la más extraordinaria y vigorosa tarea que la literatura latinoamericana puede ofrecer a la crítica universal como prueba insuperable de originalidad, insubordinación e independencia, frente al servilismo literario de Latinoamérica ante Europa.
+La frontera entre Europa y América, por cuenta de la novela, queda bien limitada después de estas grandes creaciones, a pesar de los abnegados e inútiles esfuerzos que los escritores europeizantes de Argentina, de Colombia, de Chile, de Ecuador, etcétera, hicieron y continúan haciendo para mantener intacta la subordinación temática y técnica de la novela a los cánones europeos. Ha sido, pues, suficiente que una media docena de verdaderos novelistas latinoamericanos, seguidos por otros menos verdaderos e importantes, pero más numerosos, insistieran en dar el necesario ejemplo, para que esa frontera pudiera precisarse. ¿De qué tratan esas grandes novelas como para que resulte cierto que implican una novedad radicalmente latinoamericana? La respuesta es bastante fácil: de la selva, de la pampa, de la llanura; del misterio de una geografía, de una mitología, de una etnología, inexploradas; y en medio de todo ello, del misterio de un hombre sujeto a estímulos, a determinaciones, a hechos sociales, económicos y políticos sin parecido con los que originan la conducta de la misma criatura humana en otras latitudes. La imposibilidad de que un héroe de las novelas de Carrasquilla, de Rivera, de Güiraldes, de Mariano Latorre, de Jorge Icaza, de Miguel Ángel Asturias, se comporte psicológicamente como un héroe de Proust, de Joyce, de Aldous Huxley, de Thomas Mann, de Jean Paul Sartre, es el síntoma inequívoco de que la novela latinoamericana implica una realidad artística diferente de la realidad artística de la novela europea. Conviene insistir en esta verdad, que es, sin embargo, muy obvia, pero sobre la cual subsisten todavía no pocos equívocos. La novela latinoamericana, para serlo auténticamente, necesitaba corresponder con entera lealtad a la demanda histórica. No podía «quemar las etapas», como había ocurrido con la novela romántica y la naturalista del siglo XIX, en América Latina. Estas anticipaciones, esas imitaciones de los modelos europeos, como lo fueron tales novelas, resultaron deplorables. En rigor, representaron una caricatura del modelo, porque desde el punto de vista de la interpretación de sus propias realidades históricas, Latinoamérica no podía llevar a sus novelas, sin que se volvieran caricaturescos y falsos, los conflictos psicológicos y sociales de la etapa europea que trataba de imitar. La suprema falla del romanticismo y del naturalismo en la novela latinoamericana del siglo XIX y una parte del XX consiste en que hace un trasplante indiscriminado y beato de las formas y la esencia del romanticismo y el naturalismo europeos. Por eso mismo también, en el caso especial del naturalismo, este se convierte en la caricatura literaria del mismo, es decir, en mediocre costumbrismo. El modernismo europeo incidió con algunos resultados fatales en la novela latinoamericana de la misma época señalada. Bien es verdad que esta moda literaria significaba una cabal antítesis de la psicología social y de la particular del hombre americano, y, por lo mismo, obtuvo apenas un auge limitado cuyos perturbadores efectos quedan, apenas, como débil testigo del esnobismo literario en estas zonas del mundo. Verbigracia, la novela De sobremesa de nuestro gran poeta José Asunción Silva, significa, como la que más, la tendencia europeizante a que me refiero. La psicología del personaje principal de la novela de Silva y la atmósfera en que ese mismo personaje se mueve, sus preocupaciones y reacciones, estigmatizan el típico deraciné, el clásico desarraigo de fin de siglo, cuyo eje espiritual se encontraba en París, muy lejos de la abrupta realidad de estas comarcas. La distancia psicológica y sentimental que va del personaje de Silva a uno cualquiera de los personajes de las novelas y cuentos de Carrasquilla explica mejor que cualquier análisis adicional que pudiera hacerse al respecto la diferencia entre los dos escritores como intérpretes de la realidad social. Silva se pintaba a sí mismo, por delegación de su personaje, como una insólita, casi como una insolente y desesperada excepción humana en un medio determinado. Carrasquilla prefiere confundirse, identificarse con ese medio. Sus arrieros, sus tahúres, sus carreteros, sus mendigos, sus mineros, sus mujeres y sus maravillosas criaturas infantiles, hasta su Dios inconfundible y su diablo incomparable, son carne de la carne y huesos de los huesos de nuestro pueblo. Son el pueblo mismo, la raíz misma que brota en nuestro suelo. Esa geológica conexión del genio de Carrasquilla con su propia tierra, con su propia circunstancia, con sus propias gentes, determina para su obra la soberbia autenticidad con que se presenta. El gentil ensayo novelístico de Silva, como el de tantos otros escritores hispanoamericanos que pagaron el correspondiente tributo modernista en el altar de París, aparece frente a la obra de Carrasquilla como una de esas frágiles y precarias tareas de invernadero que la coquetería botánica se impone, como un efímero deleite, en la vecindad de la selva.
+La autenticidad que aparece, como he dicho, en la obra de Carrasquilla parece llegar o estar llegando a su plenitud ahora mismo en nuestro tiempo. Los grandes novelistas latinoamericanos superaron la etapa de la imitación a partir del instante en el cual hicieron el mejor de todos sus descubrimientos: el descubrimiento de América. Anteriormente se habían propuesto una tarea gigantesca y absurda: descubrir Europa y trasladarla, con ligeros retoques, con cautelosos disimulos, a su propio continente. Al descubrir cuánto tenían en torno suyo, al alcance de sus manos, al alcance de sus sentidos, incitándolos, llamándolos, reclamando su testimonio y su interpretación, realizaron el acto más importante y decisivo de su propia historia literaria. La tierra y el hombre americanos, las contradicciones y conflictos correspondientes a ese mismo hombre en su propia atmósfera geográfica y social, constituyeron un hallazgo imponderable para la creación novelística. Además, así se fijaba la frontera literaria natural con Europa, sin que esa línea divisoria entrañara la negación, de todos modos imposible, de la herencia cultural o de la experiencia artística europeas. Pero las creaciones de la novelística latinoamericana iban a ser, ahora sí, honestamente originales, puesto que llevaban, como designio profundo, el de traducir una porción de realidades específicas, nacidas de un proceso social sin semejanza con el europeo y en cuyo desarrollo todas las alternativas históricas llevaban un sello especial, una marca característica. La primera diferencia de este lado de la frontera sería esta: la novela latinoamericana tenía que comenzar por el principio, en tanto que el novelista europeo podía seguir explotando el final del proceso. Digamos, para ser un poco más claros, que el novelista europeo podía seguir la ruta a partir del punto fijado por Proust o por Joyce —como se quiera— hasta llegar a Kafka y continuar la marcha. El latinoamericano debía partir del ingenuo mapa literario acotado por los cronistas de la Colonia y, prolongando con un sentido más ambicioso la etapa de la literatura ecológica, llegar al redescubrimiento de su tierra y de sus hombres. La diferencia cronológica entre una y otra señal de partida, entre uno y otro experimento es bastante grande. Al aceptarla, los novelistas latinoamericanos pisaban, como quien dice, «tierra firme». Pero esa tierra firme es lo que les permite ser auténticos, ser veraces, ser lo que debían ser, los intérpretes insofisticados de una realidad que palpan, que conocen, que aman o que detestan, pero que, en ningún caso, es una invención arbitraria o artificial, porque ahí está esa realidad dominante o dominada, terrible o benévola, modelando sus ideas, sus sentimientos, su noción de la vida, su concepto del mundo. Esa realidad, antes del descubrimiento a que me refiero, hecho por cuenta de la novela contemporánea se les escapaba a los novelistas del pseudo-romanticismo y al naturalismo del XIX, porque entre su duro contorno y la imaginación de ellos mismos, se hallaba tendida la nebulosa cortina de humo de los modelos europeos ante los cuales pagaban el tributo de la imitación. «Lo que somos, eso es lo que somos», parecen haberse dicho, en un momento dado, los grandes contemporáneos. Y, además, deben haberse preguntado esto otro, todavía más importante: ¿por qué somos lo que somos?
+La respuesta a esto último se encuentra precisamente en las mejores novelas de nuestro tiempo latinoamericano. Somos así, parecen decir esos autores, porque somos hijos de la selva, veteranos de la manigua, de la soledad, de la lejanía, y del misterio; porque nuestra civilización no concluye, sino que apenas empieza; porque nuestra incipiente cultura es un noble artificio que se destroza constantemente ante la tenaz oposición de las circunstancias físicas y sociales que le son hostiles; porque todavía, entre nosotros, todo es rigurosamente provisional como corresponde a un universo social y político que está buscando, sin encontrarlas aún, su estabilidad y sus jerarquías.
+De esta suerte, la novela latinoamericana ofrece una visión del mundo y una visión del hombre que, de ninguna manera, son las mismas que la novela europea presenta de su mundo y de su hombre. Este, en la novela latinoamericana, aparece como una criatura primordial cuyas intuiciones le dictan, siempre eventualmente, las normas para su lucha contra los hechos físicos, sociales o políticos que lo presionan o lo aplastan. En esas novelas, todo proceso psicológico es elemental. El hombre está allí psicológicamente entero, como unidad absoluta, a tiempo de que en la novela europea ha sido ya parcelado en secciones, en compartimientos, en subdivisiones que llegan hasta lo infinitamente pequeño. La histología proustiana de los sentimientos, el análisis celular o atómico de ellos mismos, la codificación minuciosa de los movimientos de la conciencia, la querella interminable en torno al problema metafísico, no son las constantes de la novela latinoamericana. Son, en cambio, las de la novela europea contemporánea. El novelista de esta parte del mundo afronta, es cierto, implícitamente, no explícitamente, todos esos mismos problemas. Pero su mensaje tiene, desde la base, otros signos. En primer lugar, el signo esencial no es el metafísico. Es decir, no lo determina el problema del ser en sí, sino uno más directo y sencillo: el de la existencia como relación, como situación, como batalla ante el medio físico y el medio social. La novela latinoamericana plantea, desde luego, el problema de la libertad, pero no a la manera europea, como una querella doctrinaria respecto de la cual puede haber una o mil tesis contrarias de tipo filosófico o de tipo político. El problema de la libertad en la novela latinoamericana es, sencillamente, el problema de la libertad para poder existir. El Estado, la sociedad y la naturaleza conspiran sistemáticamente, en la realidad de estos países, contra esa primera y biológica libertad. Rivera, Gallegos y Miguel Ángel Asturias, por ejemplo, hacen de ese problema, en sus novelas, una demanda. Sus personajes, juzgados con un riguroso y correcto criterio crítico europeo, resultarían ametafísicos. Y, en verdad, se encuentran en estado químicamente puro frente a las nociones del bien y del mal. Ninguna posibilidad existe de que promuevan y resuelvan el litigio gidiano de la conciencia, o el litigio mauriaciano de la Gracia, o el litigio huxleiano de la razón, o el litigio proustiano de los sentimientos. El gran problema en las novelas latinoamericanas no corre por cuenta de esos sutiles derivados y sus derivados de la inteligencia, la sensibilidad, la razón y la cultura, sino por cuenta del hecho simple y terrible de poder alcanzar el derecho a la vida.
+De ahí, pues, que la novela latinoamericana haya tenido que establecer, literariamente, un tratado de límites con Europa para adquirir su originalidad. Esta dependía del hecho de que los novelistas dejaran de mirar y de valorar, con una óptica y un criterio europeos, los problemas de América. Al hacerlo así, su versión del hombre le resultaría tan natural, tan «brutal», como se presenta en La vorágine de Rivera o en El señor presidente de Asturias. En esas novelas la metafísica se hace pedazos ante los modelos humanos. Qué lejos nos encontramos ahí de los sutiles meandros psicológicos de la novela europea, y qué distantes también del alegato crítico de la Razón. La fuerza elemental, el terrible vigor de la gran novela latinoamericana, establece también otra diferencia sustancial con la europea, pues esta, a pesar del horror, de la crueldad que ha logrado acumular en los años de la posguerra, no da la misma sensación de fatalidad natural e irresistible con que se ofrece el destino del hombre en la novela latinoamericana. El vigor desenfrenado de esta última hace de ella la feroz simplicidad de los problemas que plantea. El hombre, en la novela ya citada de Miguel Ángel Asturias, por ejemplo, no tiene siquiera el alivio de una metafísica que, como en el caso del hombre en La hora 25 de Gheorghiu, le explique su propia crueldad o su propio martirio.
+La novela latinoamericana lleva, pues, un signo diverso del signo más general y acusado de la novela europea. No se puede decir que es hija directa del experimento proustiano, ni de la tentativa joyciana, a pesar de las vagas o precisas o inevitables resonancias que de cualquiera de estos dos supremos modelos puedan advertirse en ella. Es hija de la propia historia en que nace. Esa historia como proceso es inescapable. Y determina, por consiguiente, sus peculiaridades. Antes de que la novela latinoamericana llegue a convertirse en un complicado y sabio testimonio metafísico sobre la condición del hombre tiene que cumplir, como lo está haciendo, la etapa de ser sencilla y ejemplarmente una demanda en favor de la más elemental de las libertades solicitadas por el hombre en estas comarcas: la de poder existir como criatura humana.
+Me doy cuenta de que todo lo anterior resulta demasiado esquemático y, por lo mismo, demandaría un margen más amplio de posibles explicaciones. No obstante, entre la descortesía con ustedes por abuso de la gentil benevolencia que me han testimoniado al escucharme, y el esquematismo de mis palabras, he referido esto último. Una sola cosa quisiera agregar, antes de concluir. Es esta: la novela europea del medio siglo y, principalmente la novela francesa por cuenta del experimento proustiano, realiza, en el orden universal del género, la clásica revolución consustancial a todo proceso artístico. Dos nombres pueden simbolizar en este medio siglo ese nuevo estremecimiento del arte: Proust y Joyce. O, si ustedes lo prefieren, Francia e Inglaterra. Ya ven ustedes cómo, según dije al principio de estas insignificantes meditaciones, es imposible prescindir de Francia. Porque Francia siempre tiene una respuesta histórica.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 27 de septiembre de 1953)
+Páginas terribles y vindicativas.
+UNO DE LOS CASOS MÁS interesantes de la literatura colombiana actual es el del novelista José A. Osorio Lizarazo. Comenzó a escribir, mejor dicho, a publicar lo que escribía, hace, por lo menos, un cuarto de siglo. Andará ahora, si no me equivoco demasiado, aproximándose a los cincuenta años. Desde siempre, desde la más tierna juventud, fue periodista. Se inició como repórter. Más tarde, y como era obvio suponerlo, se convirtió en un excelente y mordaz escritor de comentarios ligeros y en un editorialista político muy vivaz. Puedo dar fe de su tarea en la prensa, porque en cierta época me cupo en suerte ser un compañero y porque, desde entonces, he sido su amigo. Debo también agregar que durante un determinado período me correspondió ser testigo de su vida. Creo, pues, conocerlo, desde luego en la parva medida en que es posible para los hombres conocer a los demás hombres. Osorio, por lo demás, no es una persona fácil de penetrar. Hay en él una muralla de timidez y de reserva, bordeada, como las murallas campesinas de la Sabana de Bogotá, de agudos y cortantes cristales de recelo y de malicia que impiden el fácil acceso hacia la intimidad. Osorio, por razones muy explicables que se relacionan directamente con las peripecias de su extraordinaria y novelesca lucha por la existencia, vive a la defensiva. Está preparado para recibir todas las sorpresas y para sufrir todos los desengaños. No sé si en el curso de los últimos años, vividos en el exterior, haya cambiado algo psicológicamente. Mi recuerdo es el de un hombre frágil, que se desquitaba, con extraordinario vigor intelectual, pleno de acidez crítica, de todo cuando en la intolerable farsa social lo hería directamente o contravenía sus ideas y creencias, su noción de la justicia, su código del honor, su concepto de la equidad, sus propósitos, sus adoraciones y sus abominaciones. Por las salas de redacción de los periódicos liberales, por los cafetines y barrios extramuros, paseó durante muchos años su esquelética figura, su inteligencia y su mefistofélica sonrisa. Era, entonces, y sigue siendo un trabajador incansable. De su maquinilla de escribir brotaba un incesante manantial de cuartillas. Podría encargársele llenar, él solo, todas las páginas del diario. Podía escribirlo íntegramente y, además, corregirlo y armarlo.
+En sus comienzos, según se dijo antes, fue repórter de policía. Y como había sido humilde y pobre, se acercaba al drama cotidiano de los humildes y de los ofendidos con una fuerza espiritual de simpatía y de compasión tales, que sus crónicas del crimen, del latrocinio, de la prostitución, del drama de la picaresca bogotana, adquirían bajo su pluma no sé qué acento vindicativo y, al mismo tiempo, una firme pulsación literaria en la cual podría descubrirse ya la vocación del novelista.
+Y, en efecto, a poco, Osorio empezó a escribir novelas. Le sobraban temas. Él no era, como los demás escritores de su generación que aspiraban a ser novelistas, un novelista sin temas. Se reía, sin ninguna piedad, de todos nosotros, sus compañeros y sus amigos, a quienes nos parecía cursi o indigno del tratamiento literario, la calidad nacional que nos rodeaba. A él en cambio no le alcanzaba el tiempo, ni le alcanzaba la hora para poder escribir todo cuanto esa misma calidad le exigía a su sensibilidad, a su inteligencia, a su talento, a su conciencia de escritor, se escribiera. Ahí estaba La casa de vecindad, La cara de la miseria, el hambre, la prostitución, el crimen, la explotación de los vencidos, la sonrisa de los vencedores, el obrero de las ciudades, el de las minas. Ahí estaba, en una palabra, la vida, toda la vida, en las alcobas, en la calle, en los suburbios, en los campos, esperando al novelista. ¿Por qué no se podía escribir?
+Lo curioso del caso de Osorio era que él, a diferencia de sus compañeros, cumplía rigurosamente sus promesas y sus amenazas. Con pasmosa regularidad, hurtándole vida a la vida que muchas veces trataba de írsele de las venas, y escamoteándole tiempo al tiempo, se presentaba ante nosotros con un abultado manuscrito bajo el brazo. Era una novela o un libro de relatos. ¿Cuándo y cómo lo había escrito? ¿No estaba, acaso, trabajando en un periódico hasta la madrugada? ¿No estaba, acaso, de modesto empleado público? Él sonreía, siempre maliciosamente, ante nuestra perplejidad. Y parecía, entonces, más misterioso que nunca. Parecía venir del fondo de la noche, pálido, desmedrado, indescifrable; con el rictus amargo, como después de haber librado innumerables combates nocturnos con todos sus fantasmas. Parecía, en verdad, un personaje de sus libros.
+Los literatos empezamos, desde esa época, a inquietarnos con Osorio. Nos derrotaba a todos por su laboriosidad. ¿Pero nos satisfacían sus libros? La casa de vecindad era casi una obra perfecta. La cara de la miseria no lo era. Tampoco Garabato. El hombre bajo la tierra entraba, como la primera novela mencionada, en el territorio de lo excelente. Pero resultaba, a la postre, desigual. Otros libros suyos, de intención política, que no se ajustaban a la calidad de su talento de escritor. ¿Qué pasaba, pues, con Osorio? ¿Estaba en la literatura o estaba fuera de la literatura? ¿Era un escritor demasiado fácil? ¿Le faltaba el toque de la gracia en el estilo? ¿Y cómo era su cultura? Además, siempre quedaba indescifrable el personaje, de vida enigmática, cruzada de extrañas aventuras sentimentales, de extrañas desapariciones, de extraños hundimientos en el silencio y en el olvido, de extraños viajes casi interplanetarios de los cuales venía a saberse, al cabo de los tiempos, que el desaparecido estaba descansando de sus fragilidades físicas y de sus debilidades intelectuales, en la sala de un sanatorio, o a la sombra de una dictadura tropical, eventualmente benévola con su talento. ¡Qué personaje estupendo resultaba él mismo para sus propias novelas!
+Ahora llega El día del odio. Y conviene decir, de una vez, que, en opinión de quien traza estos recuerdos, es este el mejor de sus libros y la mejor de sus novelas. Le sobra, es cierto, el alegato sociológico hecho por cuenta del autor y como a espaldas de los personajes. ¡Pero qué vigor, qué poderosa mano de creador literario, qué soberbia capacidad de narrador y de psicólogo! Osorio recoge en este libro desgarrador toda una larga experiencia vital e intelectual que le estaba pesando como un fardo insoportable. En esas páginas terribles, justicieras y vindicativas la vuelca íntegramente, con la decisión y la seguridad de un artista verdadero. Jamás había escrito Osorio con tanto dominio intelectual del tema, ni tampoco jamás había logrado realizar una estructura novelesca tan completa como la de El día del odio. Además, consigue otra cosa extraordinaria, que es el signo vehemente del gran novelista: arrancar de la realidad e infundirles otra vez la plenitud de la vida, por delegación del arte, a los personajes. Y hacerlo con el desinterés de un testigo incorruptible, cuya protesta intelectual es casi innecesaria. Osorio parece horrorizarse con el destino de sus propias criaturas y, evidentemente, no necesitaba expresar ese horror, que se apodera del lector de manera tiránica desde las primeras líneas de la obra. Pero ocurre que Osorio es un combatiente. Y entre el método del novelista y el método del combatiente, resulta difícil, en su caso, establecer el divorcio. Su novela, de por sí, fija la protesta del combatiente con la eficacia propia de la obra de arte. Por eso decíamos antes que en ella sobra el alegato sociológico. Pero esta es, en verdad, una falla mínima, frente a los valores novelísticos propiamente dichos con que se presenta la obra.
+En primer lugar, la recuperación del ambiente parece una tarea de significación clásica, lo mismo que el diseño psicológico de los personajes. Quiero decir con ello, y con toda claridad, que la picaresca bogotana ha encontrado en Osorio, a través de este libro, algo parecido, pero en otro tono, a lo que encontró España, por ejemplo, con Torres Villaroel o con Mateo Alemán. No es una cuestión de estilo, probablemente menos rico, pero más directo y sencillo en Osorio que en los dos clásicos mencionados, sino una cuestión de atmósfera, de temperatura social y, sobre todo, de sabor literario. Osorio, como Mateo Alemán, o como Torres, consigue una exacta sazón literaria para el tema que lleva entre manos. Y, también como los clásicos de la picaresca, hace del lenguaje conversacional, del argot de sus desventurados hampones y sus abnegadas prostitutas, una obra maestra de veracidad, de alacridad, de dosificación, a través de la cual va precisándose, denunciándose, al mismo tiempo que la acción interior y exterior de esos personajes, la psicología de ellos mismos. Si esto no es una prueba decisiva de la maestría de un novelista, parece difícil decir en qué puede consistir su pericia. Además, el tema esencial de esta novela, que es el del destino de la clase social más desvalida frente a los poderes del Estado y de las clases privilegiadas, es decir, frente a un sistema económico, político y social, se presenta allí simplificado y simbolizado en el drama de una sola vida. Esa vida, contrastada ante tales poderes, es la de una sirvienta de origen campesino, llamada Tránsito. Y pocas veces, o acaso nunca en la novela colombiana, se ha ofrecido el ejemplo, maravilloso como recreación artística y terrible como expresión cabal de la realidad social, de una existencia humana más humilde y más cándida y más ofendida, más pura y más prostituida, más perseguida y más sola, befada, escarnecida y desamparada frente a Dios, frente a la vida y a la muerte, frente al Estado y a la sociedad, que la del personaje mencionado. Tránsito es una síntesis del problema social y humano que el novelista quería reflejar y consigue reflejar insuperablemente.
+Osorio parece haber descendido con su Dante y su Virgilio al último círculo del infierno social, para escoger, entre el lodo pestilente que el privilegio y la riqueza, la iniquidad y la injusticia van acumulando en la base de la estructura de la sociedad, cualquiera de los innumerables seres que allí pululan, que fuera expresión y concreción de ese lodo y significara en su infinita orfandad, en su infinita miseria, en su irrazonada desolación, el desajuste social. Ese carácter simbólico del personaje femenino central de su libro, en cuyo derredor se van cerrando los anillos del drama e incidiendo devastadoramente las oleadas de la tormenta y acumulándose las resonancias y los ecos de una larga peripecia histórica de la cual no es responsable pero sí víctima esa pobre vida, todo ello determina así mismo una categoría clásica para el personaje. La fatalidad, como diría un supersticioso, que preside el destino de su heroína, es, sin embargo, estrictamente histórica. Y su vehemente habilidad de novelista consistió en haberse abstenido de presentar en un primer plano dominador el proceso histórico, dándole esa primacía en su obra a la vida humana, como situación dentro de dicho proceso. A contraluz, detrás de sus personajes, invisible en medio de ellos, sirviéndoles de fondo, de elemento primordial, de causa impulsora, inescapable y unánime, está la historia. La historia que parece inexistente porque viene de tan lejos, y está, no obstante, tan cerca de la vida personal de cada uno. Los personajes de Osorio son, pues, una explicación de la historia, de un largo trozo de la historia colombiana.
+Probablemente muchos lectores distraídos no descubrirán en este libro sino ciertas cualidades y encontrarán que es apenas justo reconocer en el autor a un grande escritor y a un novelista latinoamericano de primer orden. Las implicaciones y significaciones sociales de la obra los dejarán perfectamente tranquilos. Bienaventurados esos lectores porque de ellos serán la sorpresa, el desconcierto y la perplejidad en cada vuelta de la historia, en cada regreso del respectivo día del odio. Como lo fueron, por ejemplo, el 9 de abril de 1948, cuando «Tránsito se arrancó el pañolón y lo arrojó lejos porque le trababa los movimientos y siguió corriendo y buscando en el suelo cualquier cosa que le sirviera de instrumento de destrucción; cuando toda su timidez se convirtió en una furia homicida y gritaba y los sonidos le salían trémulos y estentóreos: “¡Muera, muera!”». Bienaventurados esos lectores para quienes el 9 de abril es, apenas, un mal recuerdo. La novela de Osorio, acaso, pueda romper en algunos de ellos la dura muralla de la conformidad y de la complacencia intelectuales y crearles la idea y el sentimiento de su responsabilidad en el proceso social. Porque en el destino de las vidas miserables, que ha vuelto a crear el talento del gran novelista colombiano, hay una acusación implícita y una suprema advertencia.
+Quedarían por señalar muchas otras excelencias de esta novela, merecedora como la que más del Premio Nacional de Literatura, por innumerables razones, entre las cuales estaría como halago del sentimiento nacionalista, la de que en ella aparece incorporado con asombrosa destreza literaria y como valor novelístico inobjetable el ambiente característico de una clase social colombiana con su lenguaje, su psicología, su aventura y su drama, pero ubicada en un medio físico determinado: el de la ciudad capital. Osorio ha hecho la conquista literaria de Bogotá, para la novela. De un Bogotá latente y dantesco que ciñe y pone cerco con su cinturón de miseria y dolor a la otra ciudad, la vanidosa y confiada ciudad donde viven los poderosos y los soberbios. Esa conquista literaria, en la cual el trazo goyesco, la capacidad para dibujar el horror simple y natural de los despojos humanos de la sociedad, para reconstruir, con una ferocidad testimonial que nada olvida y nada perdona, los escenarios por donde se deslizan las oscuras vidas de sus personajes, esa conquista, por sí sola, bien valdría un gran premio para el novelista. Antes que este libro alcance la fama internacional a que tiene derecho, podríamos olvidar nuestra mezquindad y nuestra reserva para con lo propio, y anticiparnos a darle a la novela de Osorio el gajo de laurel colombiano que simbolizara nuestra admiración. Porque de otra manera, y que se me perdone la profecía, llegaríamos tarde. Un libro como el que ha escrito Osorio tiene abierto el camino de las consagraciones. Que la de nosotros, los colombianos, sea la primera.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 25 de octubre de 1953)
+PARECE QUE EDUARDO CABALLERO Calderón ha resuelto, en serio, convertirse en uno de los mejores novelistas latinoamericanos. El Cristo de espaldas daba suficientes razones para incluir al autor en esa categoría. Pero ese magnífico libro podía ser un preludio o un solitario capricho de su vocación de escritor. Podía ser una demostración de que él, también, «era capaz de escribir novelas». Siervo sin tierra, sin embargo, expresa una decisión más honda y más firme, no sólo por la continuidad del empeño, de por sí suficientemente esclarecedora, sino por cierto grado de superación en la técnica y en el estilo, en lo que pudiéramos llamar las secretas virtudes de la novela. Siervo sin tierra es ya una estructura completa, y al mismo tiempo, una cosa que fluye, como la vida. Ni el tiempo, ni la memoria, o si se prefiere, ni la cronología ni el recuerdo interfieren, entre sí, la secuencia del relato, como parecía ocurrir y en efecto ocurría —sin ningún género de consecuencias desastrosas a mi juicio— en El Cristo de espaldas. Esta vez los cazadores de aparentes o reales incongruencias estructurales pueden estar tranquilos. Siervo Joya se halla sumergido en el tiempo, en el de la novela y en el de su vida —que son los mismos— con una lógica cerrada, capaz de satisfacer la demanda de orden, regularidad y armonía que pudiera promover el más exigente espíritu burgués.
+Pero esto no quiere decir, al mismo tiempo, que esas cualidades del relato, si se toman como tales, indiquen que la novela por su significado y su intención esté hecha para satisfacer el espíritu burgués. El arte de Caballero es o puede ser ampliamente satisfactorio para todos, para burgueses y proletarios. No así, sobre todo a partir de un determinado punto de su tarea, lo que ese mismo arte expresa y significa socialmente. Me parece que Cartas colombianas y El Cristo de espaldas señalan el punto indicado y que Siervo sin tierra corrobora, con un vigor inusitado, un cambio radical de actitud en el autor. En efecto, Caballero venía reflejando en sus libros anteriores una cierta incomodidad crítica ante la realidad social. Pero esa incomodidad crítica estaba teñida de sospechosa nostalgia respecto de un determinado orden de cosas por él mismo reputado como estética y socialmente venturoso, justo y casi perfecto. Sus Tipacoques y algunas páginas suyas de interpretación sociopolítica lo hacían aparecer como esos feudatarios despojados de su mundo pero que siguen conservando, incólumes, el orgullo y la vanidad del dominio perdido. Literalmente casi intachables, las obras de Caballero que corresponden a su pasado más próximo resultaban, no obstante la elegancia y la abundancia formales, el gentil barroquismo del estilo, y una sustancia clásica, más o menos artificiosa, resultaban, digo, estrictamente reaccionarias. El mismo lujo estético que en ellas derrochaba el artista, a veces sin necesidad y como prueba de un virtuosismo estilístico que todos le hemos reconocido sin regateo, demostraba su profunda necesidad de hacer predominar la belleza de la forma sobre la significación del concepto. Además, Caballero no tenía la experiencia, más o menos directa, de una suprema iniquidad. La injusticia o la crueldad o la violencia podía elaborarlas intelectualmente, como una abstracción. Él pertenece a una generación de escritores, de políticos, de periodistas, de hombres de Estado, de oligarcas que hasta hace muy poco descubrieron la fragilidad del mundo político y social por ellos mismos diseñado y el horror del que podía sustituirlo. En cierta manera el descubrimiento de Caballero —el descubrimiento de que dan cuenta sus dos últimas novelas— es el mismo que hace el Cándido de Voltaire. Porque Siervo Joya estaba ahí, en Tipacoque, en Colombia, desde siempre. Caballero lo había visto, sin duda, pero lo había visto como una encarnación natural y en cierta manera aceptable y pintoresca, de la antigua y señorial injusticia del feudo, implícita en las condiciones del sistema. Lo había visto cargado sobre sus espaldas, la silla con la abuela de las leyendas de familia, sentada encima, lo había visto en el cepo, aceptando la justicia y la injusticia del amo; lo había visto miserable y humilde como un perro sin dueño, lo había visto tratado como una cosa inservible, desposeído de su categoría humana, frente al látigo o a la bota del capataz. Pero todo ello podía ser, o era «una abstracción reformable». ¿Cuándo y cómo?
+Es evidente que para Caballero, como para la mayor parte de los escritores liberales de su generación, lo ocurrido en Colombia durante los últimos cinco años tiene el carácter de una catástrofe. Y debemos decirlo, tiene también las ventajas que acarrea toda gran catástrofe. El estremecimiento histórico nos ha enfrentado directamente con la realidad social y política del país. Nos ha puesto a caminar sobre el duro, áspero suelo de esa realidad. Y nada como el artista para sentir bajo las plantas el rigor de la auténtica geología social. Tal es el caso del autor de El Cristo de espaldas y de Siervo sin tierra, cuyo espléndido arte literario toma una dirección diferente, un sentido distinto en el momento en que las circunstancias históricas cambian, de arriba abajo, las condiciones en que se desenvolvía lo personal y lo colectivo. Es decir, en que la crueldad se hace infinitamente más cruel, y la injusticia más injusta, y la violencia más violenta, y en que los valores humanos pierden toda significación. A Caballero, como a todos nosotros sus compañeros de oficio, lo que nos ha acontecido es sencillamente esto: que nos enterraron el pasado. Y como en el pasado estaba la ficción, casi pickwickiana de una iniquidad social, económica o política, que nosotros mismos creíamos poder reformar pacientemente, al sobrevenir una iniquidad mayor, nos corresponde, de nuevo, partir de cero. Pero la dirección, como queda dicho, para ese trabajo de denuncia, de recuperación y de arrepentimiento, es completamente diferente de la que llevábamos. Desde luego, me refiero a una dirección, a una orientación de la tarea literaria que es, por el momento, el tema en que ocupo. Caballero puede negar ese cambio con el propósito de defender una unidad esencial en toda su tarea de escritor. Pero se estará engañando a sí mismo.
+Y le bastará con enfrentar sus dos últimas novelas a toda su obra anterior. Esos dos libros denuncian el paso de la historia a través de su sensibilidad y a través de su inteligencia. El fondo de sus ideas y creencias le parecerá intacto. Pero eso tampoco es cierto. Siervo Joya y el cura de su Cristo de espaldas hablan mejor que él, de él mismo. Y de lo que le ha pasado como escritor y como testigo. Precisamente por ser un grande artista, un grande escritor, Caballero es vulnerable a todas las acechanzas de su tiempo y de su circunstancia. En Siervo Joya resuena el eco de una terrible acusación. Ni siquiera podemos decir que lo creó imparcialmente, porque eso sería expresar un demérito de su arte y de su protesta. Siervo Joya es un símbolo, literariamente perfecto, de la iniquidad, la injusticia, la crueldad y la mentira que nos rodea.
+(De El Tiempo, 19 de agosto de 1954)
+EN LA NOVELA DEL ESCRITOR colombiano Gabriel García Márquez La mala hora[5], ocurre lo siguiente: en un pequeño pueblo del trópico sudamericano, los habitantes son víctimas de la histeria colectiva por cuenta de unos pasquines anónimos que alguien coloca a intervalos imprevisibles sobre la puerta de las casas. En ese pasquín se rememora un chisme legendario o real contra la víctima escogida. Cada uno de los vecinos espera su turno de calumnia o de verdad. Y una atmósfera unánime de temor, por cuenta de la clandestina amenaza, va envenenando las almas poco a poco. Todo ello sobre el tejido invisible del tedio provinciano y sobre los rescoldos de la gran hoguera prendida por la violencia política, aún no completamente apagada. Y sobre un fondo de miseria natural y aceptada, y bajo una temperatura de canícula que deslíe y transfigura las cosas. Como tema, parece poco. Para el talento de García Márquez es bastante, pues con esos elementos primordiales, con esos datos que le da la anécdota y la historia, construye una novela excelente, nítida en su diseño, admirable del lenguaje y de significado. ¿Cuál significado? La respuesta es difícil, precisamente porque ese significado sería el de la vida misma de un puñado de seres insignificantes, presos en las redes de lo cotidiano, ordinario y vulgar, sin redención posible. Puras larvas humanas.
+Con esas larvas entre las manos, observándolas y dando cuenta del monótono mecanismo que las mueve, García Márquez consigue su propósito consciente o inconsciente: revelar una dimensión existencial en el nivel casi únicamente biológico en que actúan unas criaturas adscritas a la historia de una nación, como dato estadístico de la demografía. El don del creador literario queda, pues, en evidencia, al cumplir la hazaña de volver a relatar, como si nunca se hubiera relatado, lo que acontece en estos casos: la mutua abominación que el tedio va suscitando en las almas, la infame monotonía de las existencias, la sorda concupiscencia, la invencible miseria física, la violencia y la crueldad. Además, esa desesperanza quieta, dura y como petrificada que penetra los destinos humanos sumergidos en esas circunstancias y que se trasforma en una categoría natural de ellos mismos.
+Todo esto acontece en la breve novela de García Márquez. El pretexto de los pasquines le permite sincronizar la resonancia, la respuesta que a ese estímulo dan sus personajes. Su técnica es casi una renovación del método unanimista, pero no lo es completamente. Hay un poco más de libertad, de autonomía individual en sus criaturas que la del modelo francés al cual aludo, probablemente desconocido para el novelista colombiano. Hay otra cosa también admirable en esta novela: la comunicación con la atmosfera. Su trópico nos penetra hasta los huesos con su humedad pegajosa y nos agobia con su pesadumbre. El calor reina tiránicamente a través de sus palabras, y una luz que a veces es cegadora y a veces difusa pasa y repasa por los días de su libro, iluminando y desvaneciendo los perfiles de los seres y de las cosas.
+¿Una gran novela? No, todavía. Una excelente novela. Para lo primero, ¿qué falta en este libro? Tal vez una dimensión de profundidad, de espesor, cierta trascendencia de los caracteres, cierto relieve más hondo de los personajes, una actitud más amorosa del autor con ellos mismos, una comunicación, una complicidad, una identificación más visceral e irrevocable del creador con sus criaturas. García Márquez está a punto de llegar a esa situación, pero algo lo detiene todavía. ¿Su virtuosismo periodístico? ¿El brillo de su ingenio, de su gracia, de su don literario, que le permite un juego verbal admirable, pero que parece distraerlo de lo que pudiera ser la esencia radical de sus creaciones? ¡Quién sabe! Juzgar desde fuera el misterio de cada autor es una temeridad. Lo que no resulta temerario, en este caso, es predecir la riqueza de las próximas cosechas que este novelista puede darnos. Pocas veces es tan clara, tan perentoria, tan indiscutible, una vocación de escritor, y tan espléndido el instrumento verbal y la inteligencia y la gracia para manejarlo.
+(De Cuadernos, n.º 81, febrero de 1964)
+[5] Novela premiada en Colombia en el concurso nacional patrocinado por la firma Esso Colombiana.
+EN LA NOVELA LA HOJARASCA, su autor, Gabriel García Márquez, parece recoger, con un ademán literario muy personal, toda una vasta masa de experiencias técnicas que han atomizado y, simultáneamente, como diluido el género novelesco, en una corriente imprecisa, cuyas características son, todavía, indefinibles. Esta novela, admirable por todo cuanto afirma y todo cuanto niega; por todo cuanto da y todo cuanto elimina en el estilo; admirable por el grado de densidad poética que logra; admirable por el misterio que instala al transcribir la realidad, esta obra, decimos, ilustra a la perfección el caso crítico en que se halla el género novelesco. He aquí un precioso y preciso resultado de esta crisis. Aquí, en este libro, está destruido, otra vez, el tiempo «clásico» de la novela; está aniquilada, otra vez, la estructura tradicional de la novela; está otra vez, adquirido e incorporado un cierto proceso fascinante de la memoria que recupera y recrea, en tiempo presente, determinados materiales que las sucesivas mareas del olvido depositaron y pudrieron en el tiempo pasado. Otra vez, una novela se ofrece como un alegato de la memoria y una tentativa de reconquista y de eternidad, de fijación, de paralización, de salvación de unas parcelas de la realidad y de los sueños, de unos pocos movimientos de la consciencia que, sin el providente ministerio del arte se habrían perdido para siempre. Otra vez nos hallamos ante una faena de recuperación de lo perdido.
+Pero, a diferencia de lo que acontece en el experimento proustiano, el creador de La hojarasca no pretende asumir sino una responsabilidad impersonal, casi diríamos técnica, casi diríamos administrativa, para suministrar y limitar, a cada una de sus criaturas, la correspondiente zona de acción, la correspondiente suma de autonomía, la correspondiente porción de libertad. El autor no está incorporado a la peripecia, ni al tema. No está sumergido en la acción. No es el centro de resonancia, ni el eje vital en torno del cual y en función del cual viven los personajes. Es apenas la criba que selecciona, clasifica y ordena.
+Este propósito de imparcialidad y desinterés ante los personajes parece, sin embargo, frustráneo, como lo es en casi toda la novela contemporánea. El autor de La hojarasca al proponerse asumir nada más que una responsabilidad extrajuicio, externa, en el proceso de sus criaturas, no logra eliminar, en ellas mismas, la dependencia del origen y, por lo tanto, cada uno de los testimonios que van superponiéndose entran a la totalidad del relato con cierta uniformidad estilística.
+El intento de eliminar la jurisdicción providencial del autor sobre los personajes y obtener para ellos una autonomía plenaria no está conseguido integralmente. El autor no logra desdoblarse, ni mimetizarse en tantos estilos como personajes y como la índole y el origen de cada relato, hecho en primera persona por cada personaje, lo demandan. En otras palabras: el estilo en que toman forma y expresión los testimonios conserva una magnífica unidad. Pero esta unidad estilística se transforma en un escollo, casi en un estorbo. Debía romperse y, al romperse, diversificarse, diferenciarse, para satisfacer así la exigencia formal e implícita en el sistema escogido para la composición de la novela. La inmanencia del autor resulta demasiado poderosa en medio de sus criaturas. Y esa inmanencia que los modela y penetra trasciende al estilo en que se manifiestan, generalizando, para todas, un mismo linaje de cualidades expresivas, metafóricas, lexicográficas, en una palabra, literarias.
+Defecto proveniente del virtuosismo estilístico del autor, de su extrema y peligrosa habilidad narrativa, de la envidiable fluencia de su escritura literaria. Defecto que es hijo de una cualidad cuyo vigor requiere ser sometido y limitado para que no se transforme en fuerza opresiva de la ansiada autonomía de los personajes. Pero aun así, la psicología de estos obtiene en la novela la riqueza de matices y el subfondo del misterio consustancial a la criatura humana. Todos los personajes de La hojarasca están sencilla y maravillosamente vivos. Inclusive, y mejor que todos, el personaje muerto. Ninguno es fantasmagórico. El poder literario que crea para el testimonio de todos ellos un sólo estilo no consigue disminuirlos psicológicamente, humanamente. No los uniforma ni los anula. No los sitúa por fuera o por encima de la realidad. Están diseñados, recortados, puestos a caminar sobre la vida, bajo una cruda luz vertical que los desnuda y los aísla. Que no los entrega, con sus secretos compactos, a nuestra inquisitorial inspección. No son fantasmas oscilantes en la atmósfera ambigua de lo sobrerreal. La carga de misterio que encierra cada vida en esta novela no destruye la realidad concreta y ordinaria del personaje. No le da sustancia ni calidad suprarreal. Cada uno de los personajes de La hojarasca podría repetir: «Soy un pequeño ser misterioso como todo el mundo».
+Este descubrimiento de que la realidad de cada vida comporta un misterio es tan antiguo como el hombre. Pero cada vez que un verdadero artista lo vuelve a hacer es como si acabara de ser revelado. La novela de García Márquez promueve ese descubrimiento, revelándonos nuevamente, con una finura de trazo, una diligencia y una eficacia literarias indiscutibles, la monótona y siempre extraña, siempre sorpresiva aventura del hombre entre los demás hombres. Ese inmemorial tejido de las pasiones, que la vida hace sobre el invisible telar del tiempo, y que la muerte deshace de un golpe, de una vez y para siempre, es el que va transcrito en las páginas de este libro.
+Démosle gracias al autor, sin cautela y sin mezquindad, por su talento, por su poder de creación, y por su estilo. Démosle gracias por la belleza, la autenticidad y la responsabilidad de su tarea literaria. Una literatura como la nuestra, donde florecen y prosperan tan victoriosamente la cursilería, el engaño solemne, la falsificación y la inautenticidad, y de la cual todo rigor y toda responsabilidad parecen desterrados, necesita, para calcular la magnitud de su insuficiencia, esta clase de contrastes.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+LOS DONES DEL ESCRITOR SON asunto misterioso. Gabriel García Márquez, por ejemplo, parece un modelo casi ofensivo de facilidad y de presteza. Parece, digo, porque nadie sabe, fuera de él mismo, si ese resultado es consecuencia de una enorme dificultad expresiva derrotada a fuerza de paciencia y de aplicación; porque nadie sabe —sólo él— cuánta es la carga de trabajo incorporada a su frase para darle esa elasticidad, esa afluencia y continuidad con que se presenta en sus textos literarios. Hay, sin embargo, una grave sospecha respecto de su estilo: su oficio de periodista. Esta sospecha anula en parte la suposición de un arduo trabajo en busca de la fluidez. En otras palabras: su facilidad periodística pasaría sin martirios a convertirse en su facilidad literaria. Así desaparecería la imagen gratuita que hemos esbozado de su laboriosidad. Después de todo, el resultado es lo que importa. Y el resultado es excelente desde el punto de vista literario, según lo comprueba un relato suyo ahora editado en México, El coronel no tiene quien le escriba, muy superior como objeto estético a su breve novela La hojarasca.
+En este relato cuya simplicidad de diseño es una de sus mejores cualidades, consta la facilidad, el virtuosismo expresivo de quien durante largo tiempo ha estado condenado a galeras, quiero decir a escribir para magazines y periódicos sobre asuntos más o menos idiotas y a satisfacer así el gusto vulgar de editores y lectores. García Márquez, no obstante, lo ha hecho con talento y decoro. Pero es lo cierto que ha habido en ello una dilapidación, un desprecio de sus dones. En esa tarea inferior y subalterna probablemente ha adquirido esa agilidad de movimiento, esa fluidez con que se presenta literariamente su estilo. No todo, por lo tanto, se ha perdido. Le queda como defecto, como secuela, un tono ambiguo dentro de la novela y el relato que evoca una cierta reminiscencia de la crónica periodística, del tic efectista, fácil y convencional, propio de toda superchería pseudoliteraria destinada al periódico. Pero su evidente, su clamorosa vocación de escritor va imponiéndose y sobrepasando esa deformación profesional.
+En el relato al cual me refiero, la calidad literaria no deja dudas: pesa específicamente en el texto e invalida casi de modo completo algunos resabios del periodista. Es este un relato de escritor, no de cronista. Si lo segundo, tendríamos una anécdota y no una historia con ese relieve que emana de la aceptación, por el escritor mismo, de una cierta opacidad, de un cierto misterio de la persona humana. El Coronel no es un muñeco con reflejos previsibles, sino una criatura indescifrable que lleva consigo su carga de tedio y su secreto interior. Ello puede parecer poco pero es todo. Es una totalidad humana, puesto que una totalidad humana es simplemente una criatura frente al destino. El Coronel espera una carta, como otros esperan una mujer, un amor, un reino, una palabra. Como otros esperan a Dios. La nota trágica de toda existencia humana no depende de la calidad de la aspiración a que tienda, sino de la imposibilidad de satisfacer esa aspiración. El Coronel de García Márquez es tan humildemente trágico como cualquier otro ser humano, no importa la cómica insignificancia con que a ojos extraños pueda aparecer el objeto de su esperanza. De una carta se puede vivir y morir, como se vive y se muere por motivos aparentes más significativos e importantes.
+El acierto central de este relato es, a mi juicio, el de la actitud del autor frente a su criatura. Me parece que por primera vez García Márquez creó un personaje en quien hay un espesor, una densidad humana. Acaso es de sus criaturas literarias la que más ha amado y por ello mismo con la cual mantiene una relación más viva y profunda. Las demás criaturas de sus libros que conozco, una novela inédita y la otra publicada, excepto un cura magnífico, trabajado tan entrañablemente como el coronel, me parecen personajes planos, un poco inconsistentes.
+Otras ventajas de su relato: la estructura, la línea continua, ágil, esbelta, de su desarrollo, y la gracia de su estilo, en la que van incluidas la claridad, la sencillez y un cierto humor despiadado frente a las peripecias tragicómicas de los hombres. Todo esto parece suficiente para señalar en García Márquez algo que no es común en la desvaída literatura colombiana: una inconfundible personalidad de escritor, un acento propio. Claro está que García Márquez es tributario de un buen número de influencias, unas disimuladas y otras explícitas. Pero lo que él ofrece como resultado suyo le pertenece, hace parte de su originalidad, ha sido creado en su propio laboratorio y sale al mundo con su voz, con su marca personal. A diferencia de lo que acontece con tantas y tantas otras producciones literarias colombianas, con la poesía singularmente, donde la voz del autor es un eco de otros ecos a veces de uno solo, y donde el material verbal y metafórico es también una concesión de patente extraña.
+No creo que García Márquez sea el tipo de escritor meditativo y disciplinado para quien la tarea literaria representa una dolorosa paciencia, una confrontación constante, una investigación y una disciplina sistemáticas. Su caso me parece que es el de una intuición, una adivinación admirable de la belleza y de la verdad, del horror y de la hermosura del mundo. Intuición servida también en su caso por un apetito sensual del misterio de los seres y las cosas. Apetito e intuición que le permiten reemplazar el esfuerzo del conocimiento previo y lento, conseguido trabajosamente, por una súbita iluminación sobre los hechos, las personas y la vida. Peligroso y envidiable don que le ahorra mucho camino, «mucha transpiración», como decía Balzac, pero que no obstante, sin la vigilancia exasperada de la inteligencia puede hacerlo caer en no pocas trampas. La impresión que deja un escritor tan fluido, tan ágil, tan iluminado, es la de que puede hacer con el tema y con su prosa lo que quiera. Pero uno teme al mismo tiempo que esa presteza, esa comodidad, esa libertad de movimientos, puedan llegar a satisfacerse por sí mismos y volverse un ejercicio, una receta. La intuición y la facilidad son dos hadas maravillosas y engañosas. Hasta ahora todo parece ir bien en una carrera literaria que apenas comienza. Pero no parece impertinente recordarle al autor los riesgos que van incluidos en esta clase de virtudes y complacencias. Una gracia que no conoce sus límites, se desperdicia y se corrompe. La escritura de García Márquez tiene potencialmente ese riesgo. Su Coronel, sin embargo, no es un fruto engañoso. Es un fruto excelente y verdadero.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+ESTE BREVE LIBRO DE CUENTOS se llama Todos estábamos a la espera. El autor Álvaro Cepeda Samudio, barranquillero, de unos veintitrés años. Los dibujos que decoran las páginas de este libro son preciosos. Están firmados por un nombre para mí desconocido: Cecilia Porras. Me permito, con toda cortesía intelectual, invitar a los lectores a no olvidar ni el segundo, ni el primer nombre. Porque, hasta donde es críticamente posible establecer una garantía, o, digámoslo con más razonable humildad, un compromiso que es, al mismo tiempo, un deseo, con el futuro, esos dos nombres serán famosos. Cada uno a su manera, cada uno en su órbita, en su menester artístico, en su batalla con la poesía, con la belleza de las formas, en su combate con el ángel de la vida, de la muerte y de los sueños.
+Esta clase de predicciones —me doy fácil cuenta de ello— constituyen un riesgo en extremo gravoso, aun si el juicio inevitablemente profético de quien se atreve a hacerlas carece, como es el caso, de toda autoridad y de toda significación para ejercer cualquier tarea de mecanismo literario. Sin embargo, la historia es un buen aliciente para esta clase de aventuras. Y en ciertas cumbres de ella —de la historia literaria— uno puede recordar, desde el valle de su humildad, que Sainte-Beuve fue demasiado parsimonioso con Baudelaire y que Anatole France fue demasiado ciego con Mallarmé. Sobre esta sólida base de las inseguridades relativas o absolutas, siempre me ha parecido que debemos corroborar nuestros entusiasmos o nuestros desdenes. Ellos constituyen una especie de código personal sobre el gusto, las ideas, las creencias y la sensibilidad de quien toma sobre sí la responsabilidad de transformarlas en materia pública.
+De esta suerte, no podría dejar de confesar que el libro de Cepeda Samudio en medio de la vasta manera de las producciones colombianas ofrecidas como literatura, pero que no lo son estrictamente, me parece una cosa excepcional. ¿Por qué? Bastaría con presentar las razones opuestas a aquellas que, en mi opinión, suscita la falsa literatura, la engañosa literatura en la cual los valores estéticos están supeditados —si existen— al escandaloso rigor y al esquematismo correspondiente al documento y el testimonio. En esta oportunidad, quiero decir, que en el libro de cuentos de Cepeda Samudio, la literatura, y los valores estéticos congenitales a ella, adquieren, llevan en sí, toda su categoría y toda su dignidad. El pulso literario de este libro carece en absoluto de ambigüedad. Está implícito y explícito a la vez. Está mantenido, sostenido, reiterado con fina y maravillosa presteza, con una vigilancia llena de gentil disimulo y de su activa eficacia. ¿Cómo ha conseguido el joven escritor realizar su designio estético? La pregunta es bastante tonta. No obstante, hay una posible respuesta en las propias páginas de su libro. He aquí, podemos decir, una sensibilidad al desnudo, un poco lacerada e imprevisible, como la de esos indescifrables héroes de los cuentos de Truman Capote; he aquí una especie de genialidad cautelosa y discreta, demasiado joven y, no obstante, tan antigua como la muerte o como el dolor. He aquí un misterio tan recién nacido a la luz y tan viejo como la noche del mundo; el misterio de la belleza de las palabras, el misterio de la forma. He aquí, finalmente, en el arte literario, otra vez vuelto a crear con todos sus riesgos, sus exigencias, sus impotencias y sus libertinajes.
+Los lectores pueden estar tranquilos: Todos estábamos a la espera es pura literatura. Les hago esta confidencia para evitar el engaño posterior. En este libro no pasa nada. Nada que pueda satisfacer su impura sed de objetividad y su secreta pasión de escándalo. Pero yo les diría esto otro: aquí pasa todo. La única condición es saber oír más allá del sonido de las palabras, saber entender, saber comprender y saber sentir como el autor mismo. Porque aquí, de la misma manera que en todas las creaciones perdurables del arte literario, la reiteración de los temas opera sobre el viejo registro, siempre inmortal y suficiente: el amor, el dolor, la muerte, los sueños, la crueldad, la ternura, el desajuste entre el mundo interior y el mundo exterior. En diez, tal vez en menos de diez líneas podría hacerse el balance de los temas que constituyen el soporte invisible y mágico de los cuentos de Cepeda Samudio. Y, sin embargo, esa sería una tarea notarial, completamente inútil y ociosa. Lo que se haya difundido a través de sus cuentos es precisamente el secreto de la belleza, el arcano de la poesía. En un bar, «en el bar del crepúsculo», unos hombres beben su alcohol y apacientan su angustia. La tarde es ya de una melancólica solidez de plomo. Hay hondos silencios. Palabras entrecortadas. Cada cual está consigo mismo, solo, infinitamente solo. Pero todos esperan. ¿A quién? A alguien. Nada más. Nada menos.
+Pero leed este cuento, desdibujado torpemente por mí en el esquema de unas palabras, y comprenderéis el secreto en la creación literaria. No es nada, diréis. Y, no obstante, es todo, porque ahí, sobre esa leve construcción de palabras, ha pasado el arte y ha reelaborado la vida de su inexorable porción de tedio, su manantial de angustia, su esperanza y su sed de ternuras. El trazo es de una finura incomparable. Y el estilo va creando las atmosferas psicológicas con adecuación sorprendente. El rigor literario no decae. De pronto recordamos —ya está dicho— al Truman Capote de Un árbol de la noche y de Miriam de Other voices, other room, o al Saroyan de La comedia humana. O a Erskine Caldwell, el de We are the living. O Steinbeck, el de Cannery Row. Otras voces, otros ámbitos, otros ecos, podrían señalarse en la manera, en el estilo, en la óptica, en la textura literaria de Cepeda Samudio. Pero ¿y eso qué importa? Su voz es la suya propia. En ella confluyen, como es el caso de todos los escritores de todas las épocas, los ecos de una cultura y de una civilización, suficientemente antiguas como para parecer demasiado nuevas. Lo decisivo de una tarea literaria no está en las influencias sino en el trasplante y transformación de ellas mismas a través de una sensibilidad y de un estilo.
+El futuro de un escritor no depende, como es obvio, sino de él mismo. ¿Pero qué más da comprometernos los lectores en la garantía que nadie, lealmente, debería ofrecer? De mi parte, sin mezquinas cautelas, juego esa garantía de plenitud y, tal vez, de gloria. El autor puede fallar, a la postre, pero creo que siempre quedará intacto este libro, cuya belleza, un poco púdica y secreta y, por lo mismo, profunda, me serviría de exculpación y de prueba.
+(De El Tiempo, 14 de septiembre de 1954)
+BORGES O LA LITERATURA DE la literatura, universo y mitología de transferencias, de equivalencias, de intercambios. Hombre de letras y creador a la manera del hombre de letras. ¡Cuánta delicia nos regala su ejercicio de abeja minuciosa y dispersa!
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+Me parece que tardará mucho tiempo antes de que Jorge Luis Borges sea un autor popular. Los literatos lo leen, el lector medio no sabe nada de él. Es un autor para autores.
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+Lo que Borges anota sobre Quevedo: «habría que resignarse a decir que es el literato de los literatos», es una definición justa de sí mismo, y de su oficio. Agrega: «para gustar de Quevedo hay que ser —en acto o en potencia— un hombre de letras; inversamente, nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo». Nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Borges: «la grandeza de Quevedo es verbal». Una parte de la de Borges también.
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+Para llegar a Borges hay que pasar por el universo o, cuando menos, por el innumerable elenco de los autores de Borges. Por entre ellos —y son una multitud que abarca siglos de literatura— él circula como un espía atento, como un detective insobornable y, desde luego, como un invitado infalible a los festines más antiguos y más modernos de la palabra escrita.
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+Alfonso Reyes se le parece en el apetito, en la gula, pero no en la sazón. La cocina literaria de Reyes es menos erudita y menos incógnita en sus especias.
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+A muchos literatos europeos les parece Borges un admirable competidor, más diestro que muchos de ellos en la navegación erudita, la anotación y la composición de ciertos productos literarios cuya finura creían, con entera justicia, que era imposible obtener en el informe escritura literaria de Hispanoamérica. Borges monta, en un extremo del continente, una fábrica de conservas literarias, de sabor universal. Mauriac dice que la alacridad de Borges hace aparecer fúnebres, toscos y tardos a algunos reputadísimos colibríes franceses. Elogio merecido, que demandaría, sin embargo, unas cuantas precisiones que Mauriac olvida.
+La influencia de Borges, como la de todo grande escritor, cuyo tono y procedimiento son inconfundibles, y cuyo estilo es una pertenencia inexpropiable, será funesta y benéfica en las letras de Latinoamérica. Sobre desechos y cenizas borgesianas parecerán literariamente los que no podrán ser enriquecidos jamás con los secretos o explícitos tesoros de su obra, a causa de la propia impotencia para hacer de ella un nuevo punto de partida. Otros asimilarán orgánica y autónomamente esa peligrosa y espléndida influencia. Para en diez, en veinte años más, y en la proporción en que la fama europea de Borges aumente, el bazar de las literaturas hispanoamericanas se llenará de subproductos, sumamente baratos, copiados en el molde borgesiano.
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+¿Precursores de Borges? Se podrían señalar. Pero ¿qué se ganaría críticamente con ello? Poca cosa. O nada. El rastro de los precursores de una actitud, de una óptica, de un sistema, de un método, carece de interés en casos como este. El universo de este autor es autónomo aun cuando en él se perciban claramente delegaciones y subdelegaciones de poderes. En el interior de las especies literarias, Borges ha creado, ha recreado, ha suscitado metamorfosis, derivaciones y transfiguraciones insólitas. Ninguna palabra parece perdida u ociosa en ese cosmos de palabras y de pensamiento. Todas se presentan como necesarias y probablemente lo son para que la belleza no desfigure su rostro, el misterio no aclare sus nieblas, la ambigüedad no derive hacia lo explícito, y el secreto poético no se resuelva en una fórmula. El verdadero antecedente de Borges es Borges mismo. No porque no se le puedan hallar parientes y predecesores en su misma línea de escritura. Pero lo que ha hecho, lo que ha creado, tiene su propia semana bíblica, sus siete días personales de génesis, de invención y de adivinación.
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+«El hombre de la esquina rosada» es uno de los más bellos objetos literarios de su creación. Explícito y recóndito, claro y secreto, porta una carga casi absurda de energía humana y de impulso poético. Es, para mi gusto, un relato perfecto. Allí están concentrados los varios poderes de su mano de escritor, de su tacto, de su pulso, de su olfato de artista. Están las contraseñas de su estilo, su virtuosismo y su astucia. Está su imprevisible inteligencia y su imprevisible imaginación. Está también el orden sorpresivo de su metáfora y, puesto a prueba, en la transcripción del lenguaje popular, el suyo propio, el borgesiano, el del escritor Borges, subyacente, enmascarado y desenmascarado. ¡Cuánta habilidad y cuánta intuición, cuánta artesanía y cuánto azar en esta breve narración ejemplar!
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+La cita y la referencia eruditas, en un texto, pueden obedecer a una necesidad intelectual o a una inútil pedantería. En el texto de Borges, una y otra hacen parte sustancial, orgánica, de su pensamiento y de su manifestación expresiva. La literatura de Borges está consustanciada al alma y la carne de otras literaturas. Para escribir como lo hace, utilizando autoridades innumerables, se requiere un inmemorial y apasionado trato con ellas. El índice onomástico de las obras de Borges resultará un poco monstruoso por la enorme concurrencia civil que allí deberá figurar al lado de la de los dioses y los diablos de las incontables mitologías de la especie. Ese índice mostrará un Borges-minotauro, en quien los privilegios de la gracia y del talento le han permitido absorber y organizar estéticamente la masa gigantesca de sus alimentos intelectuales.
+Crear una obra profunda y alada como la suya, no es una consecuencia de las acumulaciones del erudito, sino el misterioso resultado de los dones del artista.
+(De Confesión de parte, 1967)
+LA LITERATURA UNIVERSAL SE enluta con la muerte de Rudyard Kipling, acaso el más famoso, en su país y fuera de él, de los escritores de la generación magnífica a que pertenece. Ni Bernard Shaw, ni Thomas Hardy, ni Chesterton, ni Conrad han obtenido para sus obras geniales el marco universal, extraordinario de las de Kipling, que se difunden en todas las lenguas y por todos los estadios de la inteligencia, sin que queden circunscritas a determinadas zonas de selección espiritual, como ocurre con muchas de las que han producido los escritores mencionados arriba.
+El universalismo de Kipling es un hecho que conserva por estos días intacta su vigencia, en la misma proporción en que la tuvo casi desde los comienzos de su aparición en público allá por el año de 1888, cuando apenas contaba veintitrés años y ya era el autor extraordinario de Los tres soldados, El señor y la señora Gadsby, Bajo las Deodaras, El hijo del Coronel y La litera fantástica, narraciones en donde ya aparecía la garra imperial del escritor. Imperial e imperialista, como que se sirvió de ella genialmente para darle una justificación lírica a la política expansionista de Inglaterra. Kipling es el cantor, el glorificador de Tommy, el soldado inglés.
+«Tu héroe es tu soldado. Tu soldado, tu marino», dice en una canción en que dialogan un inglés de Bombay y un inglés de Soudie. «¿Por qué algunos millares de ingleses han conquistado la India?» «¿Por qué han excluido de ese suelo a las demás naciones?», continúa el diálogo, y luego viene la respuesta que le da el poeta: «Vientos de mar, vientos de todos los mares, vientos de todo el mundo, contestad: ¿qué sabe de Inglaterra el que sólo conoce a Inglaterra? La bandera británica es la flota, y la flota es nuestro señorío sobre todo el universo. ¿Qué es la bandera inglesa? Si queréis saberlo, afrontad las tempestades, conquistad la superficie del mar. Adelante. ¿Qué os detiene?».
+El primor de la frase, el engarce genial de las palabras y el empuje lírico llevaron a todos los cuarteles del Imperio Británico la fama de Kipling, y sus canciones estuvieron siempre a flor de labio cuando Tommy iba camino de una conquista más, tras una nueva parcela de tierra en ese universo enigmático de la India, o cuando en las tabernas de Londres la cerveza le regaba una insólita alegría en el cuerpo. Tommy se aprendió de memoria todas las canciones de Kipling en que se loaba, en lenguaje perfecto, el poderío incontrastable de la armada de Su Majestad, la expansión hacia tierras de maravilla, el sometimiento de los demás mortales a los rubios mortales ingleses; la disciplina cuartelaria, el amor a la bandera del Imperio.
+La tesis imperialista estuvo, hecha verso, ecuación lírica de primer orden, en los labios de Tommy. La gloria del escritor era, mejor que nunca, la gloria nacional, la afirmación categórica de la fuerza conquistadora de Inglaterra. Había aparecido alguien a quien los dioses le dieron el don de poder explicar al mundo, en sílabas de belleza, el porqué la razón del imperialismo británico. Así lo creían, por lo menos, todos los súbditos del imperio. La gloria de Kipling era, en cierto modo, la protocolización más extraordinaria del poderío inglés. El resto del mundo que no es inglés, quiso, empero, participar en la exaltación de esa gloria, pero por causa bien diferente de la que aparecía como inmediata dentro de las lindes británicas. Kipling transmitía en sus obras un mensaje de belleza de fascinación estética sobre el universo índico hasta entonces desconocido, inexplicado en sus contradictorias raíces, lejano, vago, legendario, para antítesis de la concepción vital en el Occidente. Kipling lo explicaba, lo agudizaba, lo mostraba tal cual es, lo ponía en sutilísimo contraste frente al hombre europeo. El experimento era apasionante y estaba logrado con pericia ejemplar. El mundo, entonces, todo el mundo, participó en esa gloria que desde tal momento ya no pudo ser privilegio exclusivo de Tommy.
+La muerte de Kipling suprime de las esferas del arte novelesco y poético una de las cifras más extraordinarias en lo universal.
+(De Acción Liberal, n.º 32, febrero de 1936)
+ESTE SUPLEMENTO PUBLICA hoy la traducción que Darío Achury Valenzuela ha hecho, con su habitual maestría, de algunas cartas inéditas de Marcel Proust, publicadas, como primicia, por la Revista de París, gracias a la amabilidad de la señora Mante-Proust, sobrina del escritor.
+Las cartas en referencia tienen, como todos los papeles del autor de Swann, un grande interés documental. Proust escribió varios millones de cartas. De esa imponente masa epistolar, los técnicos en «proustología» han clasificado y publicado hasta ahora seis tomos de Correspondencia general, editados, con anterioridad a la guerra, por la casa Grasset. Después de ese espléndido trabajo de investigación, han seguido apareciendo, en manos de corresponsales ilustres, o mediocres, o simplemente desconocidos, cartas y más cartas de Proust. Sin embargo, la correspondencia del novelista sigue siendo, a mi juicio, un testimonio mucho menos importante de lo que se supone, para conocer a Proust. Proust está íntegro, con todo su desesperante misterio psicológico, en el personaje sin nombre de esa odisea contemporánea que es su obra. Ahí se halla como fue, como él creía que era y como realmente era: una personalidad desconcertante, contradictoria, inestable, satánica y genialmente dotada para penetrar el universo de las demás almas, y penetrar el suyo propio; sensibilidad, hipersensibilidad, olfato, oído, gusto, en una palabra, una especie de gentil monstruo de los sentidos; una inteligencia maravillosa, flor de una época y de una cultura que estaban llegando al punto en que se inicia la lenta e inevitable corrupción natural, por exceso de madurez; memoria implacable, despótica y tremenda de los sonidos, de los lugares, de los hechos, de las cosas, de los olores, de las personas; intuición genial del misterio humano, en toda su profundidad. Además, un incomparable creador de estilo y un intrépido descubridor de vastos y perdidos continentes de la conciencia, la subconsciencia, el temperamento y la sensibilidad.
+¿Aparece todo en las cartas de Proust? No. Mucho de ello puede, sí, adivinarse, presentirse o simplemente percibirse de manera evidente en su oceánica y pródiga correspondencia. Pero hay en las cartas proustianas un lado de cortés y espléndida simulación, estratégicamente impuesta. Proust era un consumado disimulador de su devastadora capacidad analítica, de su portentoso sentido de la comicidad, de su implacable visión de las humanas flaquezas. Cuando escribía a Robert de Montesquiou prodigándole los más escandalosos elogios, las más exageradas alabanzas, seguía, sin embargo, madurando interiormente al señor de Charlus, personaje inmortal de su libro, nacido del ridículo, el vicio, las manías, los hábitos, la conversación y la sensibilidad del modelo humano que se le presentaba ante los ojos en la persona del mismo Montesquiou.
+De las cartas de Proust, que son una pequeña y al mismo tiempo desesperante maravilla del uso del matiz, de la adulación innecesaria, de la prodigalidad en el elogio, de la susceptibilidad amistosa, de la crítica concentrada y mordaz, de la súbita introspección, de esas cartas, digo, conviene descontar cuanto en ellas superabunda artificiosa y deliberadamente. Hay, desde luego, muchas que son un reflejo exacto, conturbadoramente sincero de sí mismo, y también muchas en donde la belleza literaria y la genial originalidad del concepto crítico alcanzan una altura comparable a la de ciertos «trozos» famosos de su obra.
+Pero, como decía antes, a Proust hay que buscarlo en À la recherche du temps perdu. Allí lo encontrará quien se resuelva entrar en ese universo compacto, donde las almas y los cuerpos, la naturaleza y los objetos siguen leyes especiales que el autor descubrió, codificó y de las cuales mostró el secreto y desconcertante mecanismo. Ahí en medio de ese mundo está Proust, con su gentillesse, sus amores, sus sufrimientos, sus alegrías, sus palabras de elogio y de reproche, su misterio, su claridad, su temible capacidad para radiografiar las almas, su infatigable curiosidad y su desoladora visión del cosmos moral de la persona humana.
+El autor de las cartas revela también a Proust. Pero a un Proust más o menos mutilado por las exigencias naturales del convenio social.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 21 de julio de 1946)
+UNA EXCURSIÓN A TRAVÉS DE los últimos cien años de literatura nos pone en contacto directo con tres inquietos corazones de mujer: el de Eugenia Grandet, el de Emma Bovary y el de Gracia Peedley. O lo que es lo mismo: Balzac, Flaubert y Aldous Huxley. En el tiempo cronológico, el nombre de las heroínas mencionadas corresponde a las siguientes fechas: 1833, 1856 y 1930. Cada una de estas fechas expresa, a su vez, una especial situación histórica, cada una lleva su acento peculiar, su noción o conjunto de nociones determinadas. La primera nos sitúa sin esfuerzo, de modo natural, en la época típicamente balzaciana de la Restauración; la segunda, en el Imperio de Napoleón Tercero; la última, en los años confusos de nuestro presente.
+De Balzac a Huxley, o mejor, de Eugenia Grandet a Gracia Peedley, se desliza un siglo en el universo de la novela y en el mundo, más precario aún y menos seguro y estable, de la sociedad humana.
+Romanticismo, realismo, exploración psicológica. Tres etapas de un empeño uniforme, de una tarea general, de un propósito común en la búsqueda de la verdad y de la belleza. ¿Eugenia Grandet es un antecedente de Emma Bovary y esta es, a su turno, la adorable y peligrosa abuela de Gracia Peedley? Resulta fácil absolver afirmativamente la cuestión, pues de esta especie de regios parentescos ninguna gran figura de héroe o de heroína literarios queda a salvo. El elenco humano de las creaciones novelísticas que ha conseguido asegurar su propia supervivencia a través del tiempo y del espacio constituye una sola y prodigiosa familia, un vasto plan emparentado, una espléndida oligarquía, semejante a las de las dinastías de diversa lengua y de contraria jurisdicción geográfica, pero las cuales van atadas entre sí por el lazo común de la sangre.
+Es así como en el curso de un siglo, escogido al azar, podemos declarar el parentesco artístico de tres corazones femeninos, de tres almas de mujer, separados apenas por la distancia temporal. Parentesco que no significa identidad absoluta, y, en cambio, sí significa alteración y estilización de ciertos rasgos comunes, de ciertas características esenciales, de determinadas formas de expresión para el sentimiento, la pasión, la psicología, la conducta y el ánimo.
+Veamos cómo Eugenia Grandet es, al mismo tiempo que una contradicción de Madame Bovary y de Gracia Peedley, el primer grado psicológico y moral de las dos descendientes suyas. No es igual a ninguna de ellas, pero sin su experiencia sentimental, el contrapunto, la réplica de Emma y de Gracia no tendría el mismo valor que ostenta. En efecto, Eugenia Grandet simboliza la pasión amorosa inamovible, estática, fiel y psicológicamente inalterable. Balzac crea con ella, o con ella interpreta ejemplarmente la noción del amor que llega y no pasa, que prende y no muere, que brota de una vez y para siempre. Pura creación romántica, a pesar del esfuerzo hecho por el novelista para aparecer como crítico de la realidad en lo que ella comporta en materia de desajuste y ruina de los sentimientos. Eugenia Grandet es una estatua bien trabajada. Pero es una estatua. Inútil buscar en este corazón el ritmo proceloso que agitaba el pecho gentil de Emma Bovary. Inútil buscar en él la implacable insatisfacción de Gracia Peedley.
+La criatura de Balzac no tiene alternativas: ama a un hombre simplemente, hondamente, exclusivamente. La experiencia amorosa de Eugenia empieza y concluye dentro de una lógica que parecerá no sólo imposible sino «monstruosa» al comparar su caso con el de las protagonistas de Flaubert y de Huxley. Entonces, ¿para qué afirmar, como lo hemos hecho, que con ella surge el primer antecedente de la Bovary y de Gracia Peedley, si una y otra de las dos últimas simbolizan exactamente la antítesis de la pasión a la manera de Eugenia Grandet? El enlace psicológico y sentimental de las tres resulta, sin embargo, bastante obvio. La pasión de Eugenia Grandet por su primo Carlos es el primer estadio del amor femenino, en cuanto ese amor implica una dichosa sujeción al ser amado. De ese estadio no pudo o no quiso Balzac libertar a su heroína. La época balzaciana —literariamente hablando— no entendía el amor sino de esa manera: exclusiva, absorbente, incambiable de sujeto y de estímulo. Pero esa misma pasión así de tiránica y absorbente invade el corazón de Emma y de Gracia, en lo cual son legítimas herederas sentimentales de Eugenia, mas con esta diferencia notable: que esa gran pasión, sin perder su ímpetu original y avasallador, cambia de motivo, se multiplica, se hace infiel en el tránsito de un amor a otro amor, se torna relativa y eventual, aun cuando en cada episodio, en cada circunstancia, aparezca provisionalmente tan fiel como la de Eugenia Grandet.
+Balzac no comprendió que ello fuera posible. Pero el artificio de su creación no puede desagradar a ningún lector capaz de relacionar el caso Grandet con la época en que se produjo. El romanticismo era una fuerza superior al propósito balzaciano de superar las exageradas leyes de esa escuela, de ese hábito literario. La creación de Eugenia Grandet pone en evidencia tal fuerza. El novelista hace de ese corazón femenino una especie de monolito en el cual van esculpidas ciertas normas inalterables de la conducta. La fidelidad de esta mujer al amor de su vida es tanto más extravagante y más específicamente romántica cuanto que no va apoyada sobre el hecho físico de la sensualidad. Es el amor y la fidelidad químicamente puros, y, por lo mismo inhumanos, o mejor antihumanos.
+Eugenia Grandet conoce a Carlos y de él se enamora perdidamente, para siempre. Carlos la abandona, viaja a América, vuelve rico, vanidoso, snob. Entre tanto, han pasado los años. ¿Se ha operado algún cambio en el corazón de Eugenia? ¿Ha mirado a otro hombre con ojos de amor? En absoluto. Si tal cosa hubiera ocurrido, el propósito determinado de Balzac de crear una psicología femenina sobre ciertas especiales medidas fijas quedaría malogrado. Balzac se proponía demostrar, un poco matemáticamente, la ley del amor, una especial ley del amor. Y lo consigue, desde luego. Pero el resultado aparece muy poco satisfactorio, no digamos cien años después, cuando surge Gracia Peedley, sino veintitrés años más tarde, cuando Emma Bovary entra de pie firme y con gesto seductor en el mundo de la novela.
+Es curioso imaginar lo que pensarían los lectores de una y otra novela, al aproximar críticamente las dos creaciones femeninas. Pero más curioso aún observar la línea de progreso en el análisis psicológico que va tendida sutilmente del episodio balzaciano a la novela de Flaubert. La psicología femenina, en Eugenia Grandet, se ofrece en el proceso más simple, más esquemático y sencillo que pueda darse. Dentro de ese proceso se entiende, se sobreentiende, se acepta la inalterabilidad de la pasión amorosa. Ahí queda descartada toda posibilidad de desintegración. La prodigiosa ley del olvido, que embalsama todos los dolores y destruye con imponderable eficacia, hasta reducirlos a cenizas, los amores más tenaces y firmes, no tiene allí vigencia. Eugenia no olvida, no deja de amar. Es de una agobiadora fidelidad. Su corazón no tiene intermitencias. Su sensualidad no reconoce otro estímulo que el de la imagen de su único y exclusivo amor. Es un caso perdido.
+Al presentarse Emma Bovary, debió desplomarse la esbelta y artificial arquitectura psicológica creada por Balzac. Esta hubo de parecer entonces demasiado rectilínea, demasiado rígida para ser verdad. La protagonista de Flaubert —criatura de pasión— presentaba, frente a Eugenia Grandet, el primer impulso hacia la zona problemática del amor. La sospechosa inalterabilidad del sentimiento quedaba, en adelante, sujeta a discusión. El amor, todo el amor, pero especialmente el amor femenino, no podía ser, no era la estática, monolítica, unilateral y fiel pasión de que desbordaban el alma y el cuerpo de Eugenia Grandet. Emma Bovary lo demostraba. Emma Bovary demostraba un principio de relativismo, de eventualidad en las normas de la pasión humana. No se trataba en su caso de la vana coquetería, sino de algo más profundo y trascendental: era la propia pasión amorosa, el Amor, así con mayúscula romántica, el que se ofrecía como materia deleznable y cambiante, alterna y multiforme, sujeta al vaivén de la desazón interior, objeto frágil y liviano, capaz de deshacerse en medio del tedio, y víctima indefensa bajo la implacable ley del olvido.
+El avance crítico que se evidencia de una novela a la otra es inobjetable. Flaubert observa en Emma Bovary el desarrollo contradictorio del amor y se cuida muy bien de establecer, a propósito del fenómeno psicológico y sentimental que tiene bajo su aguda inspección, ninguna ley, ninguna norma. De ahí el mérito superior de su empresa. Ni por un instante se asombra de la constante fuga, del tránsito permanente, de la inestabilidad pasional de su heroína. Sabe que está haciendo también, como Balzac, la novela del amor, pero, a diferencia de Balzac, con los materiales que sirven para comprobar cuánto hay de perecedero, de relativo, de imprevisible en el amor. Eugenia Grandet es el símbolo de la precisión sentimental, casi cronométrica. Emma Bovary, en cambio, es la de la imprecisión absoluta. ¿Se halla adaptada, sujeta a algo esta mujer? ¿Cuál es la tierra firme de su experiencia amorosa? Con Eugenia Grandet toda duda desaparece. No hay término para el problema. Sabemos que es buena, honesta, laboriosa, metódica y tiránicamente fiel. Podemos descansar tranquilos a la sombra de ese corazón estable, cándido y puro, de ritmo fijo y preciso como el de un reloj de buena marca. La duda, la sorpresa quedan desterradas inexorablemente de la vida de Eugenia Grandet.
+En cambio, Emma Bovary trae consigo la sospecha. Ese corazón preludia el fastidio, el tedium vitae, la melancolía, los sueños, la ambición, la duda, el ímpetu volcánico de la sensualidad insatisfecha, la infidelidad a todo, el tránsito, la indecisión. El mundo, para Eugenia Grandet, es suficientemente vasto y maravilloso dentro de los límites de su rincón provinciano, aún más dentro de los límites del viejo jardín de su casa. Emma Bovary siente que la contraposición entre sus ambiciones y el mezquino mundo físico que la rodea es demasiado cruel como para resignarse a una vida oscura y tranquila. Y como no advierte otra posibilidad diferente de la del amor para satisfacer el deseo de evasión que la tortura, en el amor ensaya esa fuga.
+Los admiradores de Eugenia Grandet y de Emma Bovary podemos declararnos satisfechos: una primera etapa en el proceso del análisis psicológico del amor se ha cumplido, a través de la novela. De la noción estática de Balzac pasamos a la noción dinámica de Flaubert. O en otros términos: del romanticismo hemos avanzado hacia el naturalismo. Pero esta clasificación es menos exacta, para nuestro propósito, que la primera. Romanticismo y naturalismo son términos que, dentro de su vaguedad, suscitan una querella de escuelas literarias, y aluden a un desarrollo de las formas literarias más o menos convencional. En el romanticismo de Balzac apuntaba, con espléndida energía, el naturalismo. Y en el naturalismo de Flaubert repercute claro, distinto, y magnífico, el acento romántico.
+Pero ¿qué ocurre cien años más tarde? Pudiéramos responder: ocurren muchas cosas. Sin embargo, para comodidad de nuestros propósitos, nos limitamos a decir: cien años después de creada Eugenia Grandet, y setenta y cuatro después de creada Emma Bovary, ocurre la aparición de Gracia Peedley, heroína de la novela Dos o tres gracias, de Aldous Huxley. Es un largo plazo, ciertamente. Y antes de Gracia Peedley estaría, por ejemplo, la Albertina, de Marcel Proust, la Genoveva, de André Gide. Empero, Gracia Peedley resulta, por varias razones, una contraposición, y al mismo tiempo, una consecuencia más exacta de Eugenia Grandet y de Emma Bovary. La protagonista de Huxley simboliza, con desconcertante y acabada maestría, la total y absoluta desintegración de la ley del amor que señala la fidelidad en el caso de Eugenia Grandet, como componente esencial de la pasión; y, en el caso de Emma Bovary, señalaba la infidelidad como un tributo inevitable y doloroso del amor.
+Gracia Peedley deshace una y otra noción. Fidelidad e infidelidad son elementos imprevisibles, respecto de los cuales no puede promulgarse ninguna tabla fija de valores. La criatura de Huxley ama y deja de amar, ciertamente, como amaba y olvidaba Madame Bovary; pero, además, en ese tránsito, Gracia Peedley no conserva dentro de sí, dentro de su propia alma, dentro de su propio carácter, dentro de su personal psicología, ninguna, absolutamente ninguna cosa del pasado, ningún dato de la conciencia o de la sensibilidad que la conecte, así sea de manera vaga o distante, con el antiguo amor reemplazado. No es el relativismo de la pasión que implica cierta base imprecisa del sentimiento: es la total absorción por el objeto presente del amor, de todo el pasado sentimental; es la quiebra, la ruina de toda posible estabilidad.
+En la manera como ama Gracia Peedley hay una desesperada fuerza de obsesión, tan tiránica como la fidelidad de Eugenia Grandet y la infidelidad de Emma Bovary, pero también tremendamente circunstancial. En Emma Bovary el olvido no alcanza jamás a cubrir de modo completo el amor de Rodolfo, cuando fue sustituido por el de León. La heroína flaubertiana, además, se conservaba igual a sí misma, igual a su sino contradictorio, en medio de los avatares de su corazón. En Gracia Peedley, el amor, al cambiar de sujeto, opera el fenómeno de una transformación radical en la personalidad de la heroína, que adquiere la del amante de turno. Dos o tres gracias, dice Huxley. O lo que es igual: tantas Gracias como amantes. Esta multiplicidad psicológica, esta constante transfiguración, este oscilar de un polo psicológico y moral, al polo opuesto, y de allí a la zona intermedia, este hacerse y deshacerse antagónicos de la personalidad, mediante el acicate de la pasión, significa para el amor un poco más que la simple relatividad del sentimiento. Es la desintegración absoluta. Qué lejos nos encontramos entonces de la firme estatua del Amor creada por Balzac. Las líneas precisas y exactas de esa creación que empezaron a disolverse en las manos de Flaubert quedan totalmente destruidas por Huxley. «Ella era una sucesión de puntos, pero no era una línea», dice el novelista. Fórmula desoladora que define el caso de Gracia Peedley, en el cual queda simbolizado el postrer estadio a donde llega el amor en el curso de su desarrollo a través de cien años de literatura y de tres peligrosos corazones de mujer.
+ (De Luces en el bosque, 1946)
+ESTE SUPLEMENTO PRESENTA hoy una antología literaria del amor. De la fragante Sulamita a Lady Chatterley, pasan, como un cálido soplo, treinta siglos de pasión. A través de ese lapso puede advertirse el cambio que se va operando en la expresión artística de tal sentimiento. Pero ¿cambia el sentimiento? Veamos primero si los hombres han podido agregar alguna novedad al universo anterior de sus propias almas en el transcurso temporal que va de la caverna a la civilización contemporánea. Mortalmente, Ulises es idéntico a Werther, y las cuitas sentimentales de Tristán resuenan como una anticipación de las de Juan Cristóbal. Por otra parte, Cloe es tan apasionada como Lady Chatterley y el desenlace de sus amores con Dafnis es igual al que Lawrence ofrece a la aproximación sensual de la protagonista de su novela y el guardabosque Mellors.
+¿No es, pues, ilusoria ni vana la suposición de los contemporáneos, de que en el orden del sentimiento amoroso han podido llegar auxiliados por la civilización y la cultura, a un cierto margen de novedad y de refinamiento? Observados estos treinta siglos de amor, resulta que en algunos aspectos ese avance ocurre por complicación. El análisis psicológico pone al desnudo, en flagrante evidencia, cuanto hay como materia de azar y de inseguridad en la pasión que se presentaba antes con carácter de inapelable estabilidad. ¿Pero ha servido, para beneficiar el amor, y tornarlo más seguro y firme, el descubrimiento de algunas de sus secretas y tremendas leyes? Tal vez convendría responder que el conocimiento del mecanismo amoroso no mejora las leyes naturales del amor, que siguen operando sin que los seres humanos logren sustraerse a su mandato. La complicación que como consecuencia del «análisis en profundidad» se ha conseguido en los últimos años puede significar un retroceso si, a la postre, lo único que de esa complejidad se deriva es un poco más de finura en la crueldad o un súbito enriquecimiento de las posibilidades para la angustia y el dolor. Si a los atormentados héroes de Thomas Mann o de Proust se les propusiera un retorno a la panteísta simplicidad amorosa de Dafnis y Cloe, no hay duda de que aceptarían gustosos. Un amor así, directo, elemental y cándido, un poco bucólico, ajeno a los tremendos estímulos de la inteligencia, de la civilización y la cultura de nuestro tiempo, tal vez podría redimirles la angustia mortal que les impide el auténtico goce y el disfrute cabal de su amor. La ejemplar fidelidad de Penélope a Ulises no se entiende sino como un símbolo exacto de lo que pudo ser la «descomplicación» psicológica del amor en el mundo antiguo. Penélope, transformada en la famosa Claudia de Thomas Mann, no habría podido soportar, no digamos treinta años, pero ni siquiera uno solo, la ausencia de Ulises. Los pretendientes que ponían cerco a la frágil e invisible muralla de ese fiero corazón hubieran ganado fácilmente la batalla. Penélope no habría tejido la tela inacabable, y auxiliada por la «razón» y justificada por ella, se entregaría al más audaz de sus posibles amantes, después de solicitar una constancia legal de la desaparición de Ulises, y del consiguiente abandono en que se hallaba. ¡Qué melancólico retorno entonces para el héroe escapado de Calypso!
+La investigación psicológica del amor incide sobre la forma artística que la expresión del sentimiento amoroso toma en la literatura creada con este tema desde la mitad del siglo XIX. Con Stendhal aparece el primer atisbo contemporáneo sobre el amor. Su postura es ya opuesta a la de Goethe. Entre Werther y Julien Sorel todo es diferente a pesar del idéntico desenlace final. Werther es absolutamente incapaz de trazar y escribir un «plan» de conquista, para ganar el alma y el cuerpo de Carlota. Julien Sorel no piensa en otra cosa. Cree que lo primero es someter la pasión a un esquema, a una norma previa dictada por la razón, dentro de cuyos límites caerá, como en una trampa, la ambicionada presa. Pero Stendhal, o digamos mejor, su héroe, Julien Sorel, no alcanza a cumplir el propósito, frustrado curiosamente a cada rato. Pero ya en la novela Rojo y negro y en el libro Del amor, asoma insidiosamente la cabeza, el sentido psicológico actual del amor. La teoría stendhaliana de la «cristalización» amorosa es un camino hacia el análisis introspectivo, pero no es el camino recto. Esa teoría, tal como la presentó Stendhal, resulta inexacta. La cristalización le parecía una forma «definitiva» del amor, el grado último y ya invulnerable de la pasión, con posterioridad a Stendhal se vio cómo la «cristalización» es un hecho episódico, eventual en la escala del amor. Stendhal partía del supuesto fanático de que el amor resistía como algunos elementos químicos a la desintegración y ruina de sus componentes, suscitada por agentes extraños. No creía, y así se explica, el «fanatismo» amoroso de Julien Sorel, que el amor «cristalizado» pudiera ser víctima de la acción catalítica del tiempo, o de la interna actividad devastadora que en la sensibilidad humana crea la ley, clasificada por Marcel Proust, de las «intermitencias del corazón». Lo mismo que Werther, Sorel termina su vida suicidándose. En el caso de Werther, ese acto es completamente lógico. En el de Sorel, no lo es tanto. O no lo es de ninguna manera. Pero el genio analítico de Stendhal no llegó hasta el final con todas sus consecuencias. Se detuvo a medio camino. Sorel, capaz de «razonar», como un amante del siglo XX, un «plan» de conquista para que se le entregara madame de Rênal, no tenía por qué suicidarse. Es una inconsecuencia manifiesta, de orden psicológico, muy explicable; por lo demás, si tomamos en cuenta la época en que escribió Stendhal, se anticipó a su tiempo en muchas cosas, pero no en todas. Le habría parecido absurdo que después de la «cristalización», que juzgaba definitiva, del amor de Julien Sorel por madame de Rênal, aquel no se suicidara. Y, no obstante, Sorel aparece en algunos de los episodios de su amor portándose como un estratega razonable muy siglo XX.
+* * *
+Ahora bien. Decía que de la observación atenta de treinta siglos de amor, a través de la literatura lo que queda en claro, como «novedad» y conquista, es la complicación psicológica que garantiza mayores ventajas para la angustia y el dolor. Por lo menos en la literatura. En la vida auténtica tal vez haya ocurrido lo mismo, si es cierto que la literatura transparenta y traduce la vida, o si es cierto que la vida se deja preformar por la literatura.
+Los amantes contemporáneos creen poco en la vasta complejidad psicológica a donde han sido llevados los héroes de Proust, de Mauriac, de Joyce, de Huxley, de Thomas Mann, de Kafka. Si saben algo de todos ellos, se escandalizan del tenebroso mundo interior que les ofrecen como espejo de sus propias almas. Se resisten al parecido que les garantizan los autores y críticos. Se consideran libres de complejos freudianos, libres de la implacable perfidia moral que como unidad de medida para el ser humano les presenta Mauriac, libres de la desazón psicológica de las criaturas de Thomas Mann. Todo eso les parece un poco monstruoso y absurdo. Monstruoso y absurdo, sí, pero es evidente. El paisaje literario del amor romántico resulta fundamentalmente engañoso porque en él se supone un equilibrio o un desequilibrio sentimentales, de cuya clave está casi ausente toda noción de la perfidia. Pero moral y psicológicamente, los seres humanos han sido siempre iguales. Si no se sabía, y ahora se sabe, que bajo la espuma literaria del Romanticismo proliferaban también los «complejos» de Freud, las obsesiones sexuales descritas por Proust, la inconsistencia moral de las almas pintadas por Mauriac, la impetuosa lujuria de los héroes de Lawrence o de Caldwell, eso no impide que en la condición humana, por lo que a la pasión amorosa se refiere, se ofrezca una «constante» que enlaza a los amantes de Sófocles con los amantes de cualquiera de los maestros ya citados.
+La lujuria y la pureza, la ternura y la perfidia, la lealtad y el engaño, representan dentro del amor el aporte de elementos contradictorios que forman su precaria unidad. El defecto capital de la literatura amorosa del Romanticismo consiste en la sobreestimación que de los elementos positivos se hacía en perjuicio de los negativos, ofreciéndose así una creación falseada, no verídica. Por fuera del lamento romántico quedaba la imperiosa sensualidad, y los imperiosos instintos. Pero no por ello lograban ser anulados. La eminente tarea del naturalismo fue esa, precisamente: restaurar los fueros de la sensualidad, de los instintos, del cuerpo, y de la conciencia, postergados por el arte romántico. Madame Bovary insurge desafiadora, como heroína sensual, contra sus émulos femeninos que eran pura elación. El anticonformismo de Emma Bovary no se refiere tan sólo a la libertad del cuerpo, sino a la liberación de la conciencia y de los instintos. Semeja una anticipación de las teorías del «vitalismo» literario. A su lado, las heroínas románticas parecen hechas de frágil y deleznable cartón. Stendhal y Flaubert son, pues, las dos referencias más concretas que a manera de antecedente pueden reclamar los novelistas actuales del amor. Claro está que después de ellos y antes de los novísimos, se presentan algunos nombres ya clásicos, que llevan el análisis del amor a un grado exasperante de precisión y agudeza.
+Las diferencias formales en la expresión literaria del sentimiento amoroso son más notorias entre románticos y contemporáneos que entre contemporáneos y clásicos. Entre los dos últimos hay una línea de aproximación que se advierte en el propósito común de eliminar todo sobrante literario capaz de desfigurar psicológicamente a los personajes y quitarles fuerza elemental a sus propósitos, acciones y reacciones. Esto tiene, a mi juicio, otra explicación, además de la que pudiera ofrecerse como resultado de un regreso de las formas literarias actuales a la simplicidad clásica. Esa explicación se halla en la vida misma. El amor, en la vida contemporánea, se aproxima mucho, especialmente en ciertos países como los Estados Unidos, al ideal griego. Hay allí un enérgico retorno al «vitalismo», al culto del cuerpo, y el amor es también allí una «cuestión de forma», de belleza, desde luego sin los litigios de conciencia que hacen del amor francés un grave problema psicológico y moral. En Norteamérica las uniones y las desuniones se rigen por una pauta casi deportiva, vale decir, casi griega, que si no elimina el conflicto psicológico, cuando menos, le quita todo dramatismo. Hay una clásica simplicidad sentimental, que ahorra palabras, tesis, fórmulas, retórica y análisis. De ahí que haya sido posible en ese país el nacimiento de una literatura amorosa, alucinante por su realismo cándido y brutal.
+De esta suerte, la aproximación crítica entre las formas clásicas de la literatura amorosa y las formas contemporáneas de esa misma literatura no es ilusoria. Con diferencia de tono, su paralelismo profundo parece inobjetable. Lady Chatterley —y esto ya no es en Estados Unidos sino en Inglaterra— procede, a pesar del análisis introspectivo que verifica para establecer, con cada amante, el balance de su conciencia, como una mujer griega, perdida en la selva de nuestro tiempo.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 2 de abril de 1946)
+UN BUEN POETA VINO A MI despacho para hacerme el obsequio del cuaderno de versos que, cuidadosamente impreso, acababa de editar.
+«Vea usted», me dijo, entregándomelo y sin darme tiempo para agradecerle el regalo: «este cuaderno es exactamente igual a muchos otros que con la misma insignia editorial le habrán traído a usted sus amigos, los poetas de mi generación. En rigor, yo debo de ser el poeta número 76 o 78 de la generación de los cuadernos…». Hizo una pausa y prosiguió: «¿Ha reparado usted en la anormal abundancia de versos que por cuenta nuestra, por cuenta de las gentes de mi grupo, está sufriendo el país? No, no me responda. Considero deplorable ese aumento en los índices de la producción lírica. Llegamos ya casi a un centenar los poetas de cuaderno impreso, posteriores al movimiento de “piedra y cielo”. Y la cifra es para alarmar a cualquiera. El otro día leí, no sé dónde, que el vigor de una literatura no depende del número sino de la calidad, no se obtiene por proceso aluviónico, sino por peso específico. La literatura griega es, cuantitativamente, escasa. Pero la calidad compensa con creces la debilidad del número. Además, una literatura, como la nuestra, apoyada de manera exclusiva sobre los versos, sobre el canto lírico, tiene que estar, históricamente, en la primera semana del génesis literario. Las literaturas evolucionadas, maduras, en las cuales hay un normal equilibrio de las formas estéticas, conservan, claro está, la fuerza lírica, la divina fuerza de la poesía como una de sus justificaciones más preciosas y como uno de sus impulsos más decisivos. Pero en ellas, los versos, la lírica, la poesía, representan una parte, nada más que una parte, en el esfuerzo común de los artistas, de los escritores, de los trabajadores intelectuales. Una compensación rigurosa entre los géneros garantiza en esas literaturas la armonía del desarrollo y, por consiguiente, el progreso».
+«Es un ejemplo, nada más», agregó. «Podrían multiplicarse a propósito del caso inglés, del caso alemán, del caso italiano y, con algunas reservas superficiales, del caso estadinense. El ejemplo no tiene lugar en Colombia y no lo tiene tampoco en el resto de los países latinoamericanos. Latinoamérica es, literariamente, una selva lírica. Observe usted cómo los grandes escritores de prosa de la parte hispana del continente, un Alfonso Reyes, un Jorge Mañach, un Mariano Picón Salas, un Eduardo Mallea, un Germán Arciniegas, un Jorge Zalamea, un Jorge Carrera Andrade, llevan, disimulada o implícita, la sustancia lírica. Es su ventaja y es al mismo tiempo la prueba desventajosa, no específicamente para ellos, sino para el cuerpo general de la literatura latinoamericana, de que esa madurez, ese equilibrio a que aludía antes entre géneros y formas no se ha conseguido aún en esta parte del mundo geográfico y del mundo intelectual.
+«La novela, el teatro, el ensayo crítico, y hasta el ensayo político, llevan en esta América nuestra, un signo lírico. Nos quema aún sobre los labios el canto primordial. Un sociólogo o un filosofante como López de Mesa podría ser ejemplo vehemente, sintomático, de la hipertrofia lírica a que me refiero. Imagínese usted que alguien sacudiera vigorosamente el frondoso árbol literario de López de Mesa. Qué espléndido otoño, qué prodigiosa lluvia de hojas secas, de hojas líricas caería por el suelo. Quedaría, en cambio, bien adherido a las ramas, lo esencial, lo auténtico, lo verdadero. Todo lo demás se lo llevaría el viento, merecidamente.
+«Ahora suponga usted un estremecimiento de la misma intensidad en el tupido bosque colombiano de la poesía. De toda la poesía, o si lo prefiere, de la poesía más reciente, de esta poesía respecto de la cual acabo de ofrecerle una muestra característica, en mi cuaderno de versos. ¡Qué tempestad de hojas muertas sobre la atmósfera nacional de la literatura! En trescientos años de poesía colombiana, acotados minuciosamente por don Antonio Gómez Restrepo, no queda, en rigor, nada. Tome usted entre sus manos esos libros monumentales de la Historia de la literatura colombiana y promueva el balance de nuestra poesía. Al final del agobiador empeño le sobrarán dedos en una sola mano para contar los poetas “inmortales”. Kilómetros y kilómetros de versos le será preciso recorrer antes de descubrir una diminuta veta de oro, un pequeño diamante. La gigantesca movilización de las capas geológicas de nuestra literatura, hecha por don Antonio, se parece al trabajo de los mineros antioqueños, quienes, para dar con el rico filón, transportan previamente una colina de arena.
+«Yo soy, le he dicho, uno de los poetas jóvenes, uno de los miembros más activos de la generación de los cuadernos. Pero no me hago muchas ilusiones, como usted ve. El hecho matemático de que seamos tantos para cantar las mismas cosas, para decirlas con el mismo tono, para trabajar sobre las mismas metáforas, para incluirnos en la misma esclavitud del mito y de la superstición de la novedad, en la misma corriente antiprosódica, antilógica o antirracional, en la misma fuente del desborde y de la licencia líricos, en el mismo abuso inteligente o torpe de la sorpresa, en el mismo universo de símbolos, en el mismo territorio temático, en la misma arbitrariedad lexicográfica, ese hecho, digo, me llena de desolación y de pesimismo. Si entre nosotros hubiera surgido ya nuestro hipotético Rimbaud, nuestro hipotético Keats, nuestro hipotético Baudelaire, nuestro hipotético Juan Ramón Jiménez o nuestro hipotético Aragón, siquiera nuestro hipotético Apollinaire, me declararía satisfecho y compensado. Pero una sorda nivelación atmosférica nos uniforma a todos poéticamente. Nos parecemos demasiado los unos a los otros, semejamos una jovial legión de muchachos en uniforme lírico. Lea usted, al azar, en cualquiera de las páginas de este cuaderno, un verso cualquiera. Le parecerá haberlo leído antes, en otra parte, apenas con una ligera variante en la disposición de la metáfora. Pero el material es el mismo e idéntico el ademán. Hemos supuesto —típica suposición juvenil— que la revolución está en las palabras, en el juego de la forma. Y debo confesarle que me he convencido, no sé si a tiempo todavía, de que esa batalla, como dice Jorge Duhamel, no ocurre entre las palabras y el mundo, sino entre el alma y el mundo. “Si el alma tiene un mensaje, las palabras vendrán dóciles. Cada portador de mensaje hablará según sus virtudes, según sus defectos, según la fuerza de su propio aliento, su clarividencia y su valor”.
+«La excusa del afán juvenil no es, créamelo usted, una justificación suficiente para la gentil mediocridad de un empeño poético. Hay una falla de fondo en todo esto. La experiencia intelectual del poeta colombiano es, en su más extensa generalidad, débil y superficial. Y como no en todos los casos esa debilidad y esa superficialidad intelectuales se hallan compensadas por la presencia del genio, el resultado puede a veces ser brillante pero será siempre frágil y deleznable. Carecerá de sustancia, de profundidad y de solidez. Y la gracia adventicia que una inteligencia o una sensibilidad muy vivaces y finas pueden regar sobre la creación poética se volatilizará como un perfume, en el tiempo. Esa gracia, enteramente formal, no tendrá dónde arraigar para siempre. Y el cambio inevitable en el gusto estilístico dejara inerme, disecado, inodoro e incoloro, en una palabra, sin vida, el gentil arabesco, o la preciosa flor, o la minuciosa voluta de esa misma gracia. Porque el extraño y milagroso don de la gracia “en profundidad”, es otra cosa: es una materia tan incoercible como duradera. Contra ella nada pueden el imperio de las modas ni la sustitución sucesiva de los gustos estilísticos.
+«Esa debilidad promedia de la experiencia intelectual en el poeta colombiano es una parte de la falla de fondo a que me refiero. Pero —prosiguió diciendo el joven poeta— la otra parte es, sin duda, la de su experiencia vital. A juzgar por la poesía nuestra, la de mi generación o de mi grupo, y, de manera más extensa, la de toda la historia literaria colombiana, parece como si la vida no hubiera deparado a nuestros poetas, sino por excepción, “motivos para templar”. Ese grito de las entrañas no asciende al aire lírico colombiano, sino en muy contadas oportunidades para garantizar la inmortalidad de un canto y de un nombre. Pero en el resto de la extensa llanura, o como dije antes, de la tupida selva de la poesía colombiana, no se oye ese treno definitivo, ese lamento humano que estremece y perdura. Lo superficial de la experiencia intelectual tiene su correspondencia en la actitud humana del poeta ante los hechos, ante la vida, ante los hombres. Por eso esta poesía es, básicamente, narrativa, enumerativa, calificativa y demora todo su esplendor en el juego formal, en el artificio retórico, de ninguna manera desdeñable, pero de ninguna manera también decisivos, por sí solos, para la creación.
+«De ahí que la mayor pesquisa nuestra opere en el campo metafórico y que todos nos lancemos, con pánico júbilo, a la gran cacería de los vocablos. Nos obsesiona, como un remordimiento, la originalidad de la forma. Somos los siervos felices de esa diosa ciega y despótica que se llama la novedad. Creemos, como el carbonero de la fe católica, en los dioses de la actualidad y asignamos a la circunstancia temporal que nos rodea un valor de eternidad que no tiene. Queremos ser, por sobre todo, contemporáneos actuales y modernos, y para hacerlo, quemamos los dioses antiguos y elevamos altares a los nuevos ídolos. Imaginamos que nuestra misión consiste en crear un nuevo orden poético y repetimos con nuestras sílabas mágicas, con nuestras palabras enigmáticas, la vieja y secular historia de las rebeldías líricas, olvidando que de ellas no queda, a través de los siglos, sino un diminuto saldo de agregación, el auténtico, al orden externo de la poesía. Nuestra insolencia, nuestra vanidad, nuestra arbitrariedad, nos parecen necesarias para salvar, históricamente, el sagrado cuerpo de la Poesía».
+El último párrafo del discurso revelaba, sin lugar a muchas dudas, el primer síntoma grave de la fiebre de la elocuencia. Mientras el poeta tomaba un poco de aire, me levanté de mi silla. Este involuntario gesto, impuesto por el cansancio de la inmovilidad, le hizo suponer que la entrevista había concluido. «Debería usted devolverme ese cuaderno después de todo cuanto le he dicho. Pero no. Consérvelo como un testimonio más de la grave dolencia poética que nos aqueja». Y, sin tenderme la mano, salió notoriamente satisfecho.
+(De Selección de prosas)
+PARECE INCUESTIONABLE QUE la más joven poesía colombiana se mueve en una atmósfera de angustiosa tautología. Hay un tiránico poder de repetición, de sagaz acomodamiento a ciertas pautas que demoran, con ligeras transformaciones formales, a lo largo de esa brillante superficie poética. Confieso no haber hallado hasta ahora una gran sorpresa decisiva en el grupo de poetas que llega al público en la última vuelta lírica. Se parecen demasiado los unos a los otros, vistos de cerca o panorámicamente. Sobre todo, panorámicamente, en conjunto. Claro está que observados con cierta minucia de laboratorista intelectual aparecen algunas diferencias, ligeros matices específicos, tenues características. Pero ese género de investigación nominalista no es correcto desde el punto de vista del juicio crítico general. Enfocado el hecho poético colombiano a que me refiero, desde un ángulo panorámico, esas diferencias y matices naufragan en el conjunto, absorbidos por las aguas grises de la uniformidad. Esa poesía, ágil, vivaz y no pocas veces seductora, parece sometida a una especie de regimentación totalitaria por un tiránico Estado de la Retórica. ¿De la Retórica? No. Hay una confluencia de poderes, entre ellos el de un especial retoricismo, que ha hecho posible el fenómeno anotado. Veamos cuáles son esos poderes. En primer término, el de las influencias españolas; en segundo, el de las influencias americanas; en tercero, el de la renovación metafórica, que implica de por sí, una renovación del lenguaje poético. Esos poderes inciden, desde hace largo tiempo, en la faena lírica de los poetas colombianos, con resultados muy diversos. Pero inciden, sobre todo, como último eco, suscitando de modo especial la consecuencia de la uniformidad panorámica a que me refiero o, más concretamente, de la tautología poética ya señalada en la agrupación juvenil de poetas a que pertenece el autor de este bello libro de poemas, Presencia del hombre, cuyo mérito e importancia trataré de explicar más adelante.
+Las influencias españolas derivan, para la poesía colombiana de los últimos quince o veinte años, de la generación de poetas peninsulares que hoy están próximos al medio siglo de edad, quienes, a su vez, reconocían el magisterio de sus inmediatos antecesores, singularmente de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. A través de García Lorca, hay un reverdecimiento del gongorismo, digamos, para emplear una más cómoda clasificación, de un neoclasicismo. Y por la escala lírica de Machado y Jiménez ascienden los poetas americanos, y con ellos los colombianos, al árbol romántico de Bécquer. Neoclasicismo y neoromanticismo: dos fórmulas contradictorias e inobjetables del eterno devenir de las formas poéticas. Pero en el proceso de las influencias, de los reajustes, las suturas y las cicatrizaciones, no todo podía ser perfecto. Y, desde luego, convenía que no lo fuera, para que pudiera apreciarse en dónde comenzaba la línea del desenfreno y de la liviandad y dónde quedaba el testimonio puro e inobjetable de la renovación.
+Al mismo tiempo ocurría en América el fenómeno del nerudismo. Espléndido, vigoroso aporte. Pero ¿no es cierto que añadía un poco más de confusión a las lenguas líricas de nuestro continente poético? No cabe duda. Neruda no es responsable de ello, desde luego. Todo mensaje artístico de suprema importancia suscita el caos, la indeterminación, la viciosa e inútil abundancia, el calco y la repetición. Crea un clima espiritual propicio a la corrupción de los materiales más puros. El aporte de Neruda parece desastroso a través del nerudismo, como el de García Lorca a través del lorquismo americano.
+Pero en medio de esa floresta de nuevos símbolos, de nuevos signos poéticos, se percibe un primer resultado admirable: la renovación del lenguaje que avanza impetuosamente, en el vehículo de la imagen y de la metáfora. El golpe mágico dado en el sagrado cuerpo de la metáfora descubre vastas y encantadas posibilidades al idioma de la poesía. Aparece un audaz quiebre en la lógica tradicional de la metáfora, por donde se escapa la usada razón lírica. El sistema, también tradicional, de las asociaciones, entra en liquidación. Hay una revaloración semántica, circunscrita a la poesía, de muchas incontables palabras. Surge una nueva estrategia formal para la composición del poema. No solamente formal. La disposición, la ordenación del discurso lírico cambia radicalmente de estructura. Le es indispensable al lector avanzar con cautela por entre la insólita realidad poética que se le brinda. Primero tendrá que acostumbrar el oído, trabajado por el hábito tradicional, a la nueva música, a los nuevos acentos, al sorprendente ritmo; después acostumbrará la razón y el sentimiento al nuevo hecho estético. Siempre ha ocurrido así con toda grande innovación artística. La pintura de Cézanne suscitaba el desconcierto y el escándalo y la protesta airada de las gentes que, para mirarla, para sentirla, para entenderla, usaban de una óptica, de un sentimiento, de una razón todavía inadecuados, inacostumbrados al nuevo fenómeno pictórico implícito en esas telas. Así aconteció también con la música de Debussy.
+La nueva poesía española y latinoamericana no ha concluido su proceso de penetración y asimilación en la sensibilidad común. Todavía por algún tiempo seguirá siendo eminentemente problemática, hasta cuando, al impacto eficaz de ella misma, esa sensibilidad común de que hablo se haya acostumbrado al hecho y se encuentre, por lo tanto, en perfecta disponibilidad para sentirlo, entenderlo y apreciarlo. Entonces, tal vez no sea demasiado tarde, porque la ley del cambio continuo que preside la vida y, por consiguiente, el desenvolvimiento de las formas artísticas, indica que al punto en que una innovación se estabiliza y acata pierde su sustancia como tal y se convierte en una fuerza tradicional contra la cual empieza la lucha de otra novedad que pugna por liquidarla.
+* * *
+Decía que el hecho más notorio en la poesía del grupo —porque no se trata de una generación— a que pertenece Gaitán Durán es el de la uniformidad, el de la indiferenciación del mensaje, considerada, repito, esa poesía panorámicamente. Tengo a la mano no menos de una docena de cuadernos publicados por algunos de los más distinguidos poetas de ese grupo. Y además, sigo con entusiasmo y atención el curso de su ejercicio lírico en las revistas y suplementos literarios. La circunstancia del parentesco, de la filiación gemela, me sigue sorprendiendo. ¿Por qué surgen tan acusadas las semejanzas? ¿Se tratará apenas de un espejismo en la visión? No. Esos mismos poetas han denunciado, a su manera, la presencia del curioso fenómeno. Unos a otros se han acusado públicamente de imitación y de plagio, de mutuas e inmediatas influencias. Hay, pues, un nivel de uniformidad incuestionable. ¿Y por qué lo hay? A mi juicio, por una simple razón en cierta manera de carácter biológico: porque estos poetas son los últimos herederos y, en no escasa proporción, las víctimas finales de las influencias o poderes indicados antes. Les ha correspondido ser los protagonistas del último acto en una larga representación. No han tenido ellos, y no tienen aún, su Gran Lama, su Guía Supremo. En las estribaciones de la montaña lírica que hallaron a su aparición en el mundo de las formas poéticas, tomaron los desfiladeros que conducen a cimas conocidas y famosas desde hace tiempo, abiertas o transitadas por sus inmediatos o mediatos antecesores. La negación que han intentado hacer de estos últimos carece de eficacia hasta ahora, por cuanto para ser eficaz demandaría, al mismo tiempo, una sustitución. No la han encontrado aún. Mientras la encuentran, mientras reciben el impulso genial que provoque una congelación de la lírica que les antecede y una fértil fluencia de la lírica propia, seguirán pareciéndose peligrosamente los unos a los otros y acusándose desafiadoramente también los unos a los otros por ese mismo parecido. Para ser desemejantes, para lograr una diferenciación en su mensaje, una profunda originalidad, los poetas jóvenes tendrán que realizar un esfuerzo de su propia austeridad, de su propio rigor, de su propio sino estético. Tendrán que ser, cada uno a su manera, ellos mismos y no una disimulada o explícita prolongación de una herencia lírica que no les deja entre las manos sino los últimos residuos, ya inservibles, del fabuloso tesoro.
+* * *
+Este libro de Jorge Gaitán Durán es la primera emancipación del inmediato pasado lírico que pesa opresivamente sobre la poesía a la cual me he estado refiriendo. Una primera emancipación, adelantada con gentil desembarazo, y en donde, es cierto, quedan algunas leves huellas de la antigua herencia. ¿Pero quién podrá negar el caudal de belleza que discurre por estos poemas, y el propósito, exactamente logrado, de un rigor expresivo, contrario a la artificiosa estrategia formal y al automatismo retórico? Esta poesía es una cosa grave, austera y trascendente. De ella ha desaparecido casi toda noción de divertimiento verbal, de vistoso juego imaginativo, de graciosa pero estéril finta metafórica. Una simplicidad de clásico acento que ya es de por sí una contravención a los cánones que han conocido tan vasta y nociva adhesión restaura aquí el prestigio de ciertas esencias estéticas que siguen siendo inmortales. La recuperación de la dificultad congénita al ritmo, al número, a los asientos, para resolverla felizmente, significa también otra contravención al método de la viciosa libertad formal en cuyo seno han proliferado el libertinaje y la corrupción líricos.
+Pero entiéndase bien. La poesía recogida en las páginas de este libro no es una poesía por fuera de su tiempo a pesar de que en ella se advierta el propósito, conseguido casi con entera plenitud, de superar los niveles de la moda y de lo que he llamado la uniformidad y la tautología en vigencia. La originalidad de la voz poética de Gaitán Durán no lo aísla de su meridiano. Empieza a ser fiel a sí mismo, pero sigue siendo también un hijo fiel de su tiempo. Y está bien, admirablemente bien, que así sea, porque en ese equilibrio se sustenta la gracia, la emoción y el esplendor de su obra.
+Gaitán Durán es un hombre radicalmente joven, a quien ese sólo envidiable reparo podría hacerle a manera de justificación para su caliginosa fiebre literaria. Atraviesa con entusiasmo enteramente biológico la dichosa etapa juvenil de las admiraciones absolutas y de los desvíos implacables, de las cálidas supersticiones y las glaciales indiferencias, de la fe batalladora y la negación desafiante. Su obra vital es la de la adolescencia orgullosa que derriba, en cada amanecer, un altar de ídolos. Yo le he preguntado muchas veces por sus dioses estéticos. Me ha enumerado un olimpo restringido, por sus abominaciones artísticas, y me ha señalado casi un censo civil. Esta intransigencia y este ardor, este fáustico sentido de la vocación, esta inteligente vanidad y este ímpetu intacto y siempre dispuesto para la conquista de la esquiva belleza, preludian una tremenda fuerza de posesión de sí mismo. Gaitán Durán empieza a ser uno de los mejores y más puros poetas de su generación. No parece posible que la vida lo aparte de esta tarea en que intervienen el milagro y la razón, la intuición y la lógica, el sueño y la realidad, la conciencia y el espíritu. La poesía es, para Gaitán Durán, la justificación de su vida. Y la vida tendría que ser con él demasiado fácil o demasiado cruel como para que malgastara o perdiera el tesoro de belleza poética que le ha sido otorgado con mano generosa.
+(De Selección de prosas)
+[6] Prólogo a Presencia del hombre, libro de Jorge Gaitán Durán, Bogotá, 1947.
+LA POESÍA ES UNA COSA DEMASIADO seria para dejársela hacer a los poetas que no lo son de manera auténtica. Esta fórmula, calcada sobre la que atribuye a la guerra un carácter de seriedad suficiente como para impedir que la hagan los militares, conviene también a la poesía. Pero ¿es posible definir cuando un poeta no es un poeta y en qué momento su mensaje toma una calidad no sólo diferente sino hostil a la poesía? Quien toma contacto con la obra de un poeta, si posee experimentada sensibilidad, sabe muy bien en qué punto, en qué línea empieza a quebrarse, a tomar aire falso, la elaboración poética, y a disolverse, para tomar una categoría contraria, la frágil y maravillosa sustancia que venía alimentando la divina creación. Del reino de la poesía pasamos súbitamente, en una caída mortal, al territorio de lo prosaico, donde imperan otras normas, otros convenios, otras leyes, otra lógica, una metafísica especial, y donde también el valor, la virtud, la fuerza y la gracia de las palabras ostentan otro género de eficacia. ¿Qué ha ocurrido entonces? Se ha producido una interferencia de categorías, de estilos, y la unidad de la creación poética se ha roto, perdiendo su mágico equilibrio, su misteriosa fuerza que mantenía en vilo la arquitectura formal.
+El tránsito de lo estrictamente poético a lo incuestionablemente antipoético ocurre, según parece, cuando las nociones intelectuales del poeta consiguen predominar sobre la pura emoción. Hasta ese instante el equilibrio entre idea y emoción, entre concepto y sentimiento, entre intuición y razón, era perfecto, inobjetable, equitativo. Había llegado al punto exacto de mutua correspondencia, de mutua saturación, indispensable para conseguir un resultado estrictamente poético. Pero al sobrevenir, en beneficio de la inteligencia, el rompimiento de ese providencial convenio, la sustancia poética se altera como se altera un compuesto químico al recibir la acción imprevista de un agente catalítico. La emoción, la intuición, el sentimiento, debilitan así sus posibilidades y, al mismo tiempo, la poesía se desvanece. Lo que queda, lo que sigue, ya no es poesía sino una ficción de ella, un alarde de la inteligencia, una expresión de lo intelectualmente razonable, presentado bajo el esquema formal de lo poético. Pero la auténtica poesía ha desaparecido. No es posible volver a encontrar su bello rostro.
+Me he referido a un equilibrio, roto eventualmente en favor de una de las fuerzas indispensables para producir la creación poética. Pero no trato de sugerir que la función lógica y razonable de la inteligencia deba estar ausente en el trabajo intelectual que demanda la poesía. No. No hay en el orden artístico ninguna creación en que no participe en grado determinado la inteligencia del hombre. Pero tal vez en ninguna otra como en la poesía resulta tan decisivo que la capacidad crítica, razonadora, analítica de la inteligencia, no desborde imperialmente los límites que para ella le fijó la fuerza contraria y en cierta manera compensatoria, de la emoción.
+Por eso es igualmente arbitrario definir como verdadera poesía aquella en donde reina solitario e incontrolado el sentimiento, o aquella en donde el sentimiento aparece laminado, esfumado, dosificado por el tremendo poder de la inteligencia. Poesía intelectualizada y poesía sentimentalizada son dos expresiones extremas, viciosas, de la poesía. La porción de auténtica poesía que en una y en otra pueda existir a manera de precipitado químico, de cristalización conseguida: al azar y como a espaldas del experimento, no alcanza a garantizar para el conjunto la calidad poética indudable. Pero el equilibrio de que se hace mención ha ocurrido, ocurre muchas veces en la historia universal de la poesía, y puede decirse que representa la prueba ejemplar para la sustancia poética. No es, pues, una novedad como fórmula de definición crítica para un género literario. Es siempre una novedad maravillosa cuando un poeta logra ponerlo en ejercicio y, sobre todo, cuando consigue mantenerlo en milagrosa vigencia a través de toda o de la mayor parte de su obra.
+En Baudelaire, en Arthur Rimbaud, por ejemplo, ese equilibrio de la inteligencia y el sentimiento, de la idea y la emoción, es casi perfecto, casi continuo. En Mallarmé, no. ¿Y Mallarmé no es un gran poeta? Sí lo es, pero no tan grande ni tan completo como los otros dos poetas coterráneos suyos. Como no lo es tampoco con relación a ellos mismos, ese apolíneo hijo espiritual de Mallarmé que se llamó Paul Valéry. En Mallarmé y en Valéry el demonio de la inteligencia razonadora, productora de formas, ideas, tesis, fórmulas acabadas y perfectas, desata una irresistible presión atmosférica sobre el sentimiento, impidiéndole, como si dijéramos, la respiración normal y, por lo tanto, manteniéndolo en doloroso trance de asfixia. En esa «impecable e implacable» poesía de Mallarmé y de Valéry, la inteligencia domina totalitariamente. Es un bello y peligroso espectáculo, porque de la admiración que suscita se han derivado, para el cuerpo de la poesía, no pocos males. Entre ellos, la mortal enfermedad del intelectualismo poético que, en Francia y fuera de Francia, ha tomado características funestas, tanto por el fenómeno imitativo como por el fenómeno contrario.
+En efecto, frente a la poesía intelectualizada ha nacido la poesía que quiere ser contrapunto, réplica, oposición a ella. Esa poesía dice hacerse en función exclusiva del sentimiento, a manera de símbolo de la pasión incontaminada, como fórmula lírica de la pasión del hombre. Pero el absolutismo sentimental implícito en esta fórmula crea, a su vez, un nuevo equívoco poético. No se trabaja estéticamente sólo con el sentimiento. No basta con la emoción desnuda y solitaria. Como lo demuestra esa poesía de revancha contra la poesía en donde impera el genio de la inteligencia, la expresión del sentimiento sin el contrapeso de la razón produce una lírica que se hace tanto más artificiosa cuanto más busca llegar forzosa y fatalmente a una candorosa simplicidad. ¿Hay, por ventura, una poesía más elaborada, más estratégica intelectualmente, que la poesía de Pablo Neruda, a pesar de estar hecha con el propósito o la orientación de llegar a una simplicidad expresiva y traductora exclusivamente de la pasión y del sentimiento? ¿No es ese, desde este punto de vista, un ensayo dolorosamente frustrado? La poesía de Neruda como poesía antiintelectual, como poesía directa que emana del sentimiento y al sentimiento pretende dirigirse, no consigue su propósito sino eventualmente. Su correcta y desinteresada evaluación crítica tendría que señalar en ella un constante desequilibrio entre la emoción y la inteligencia, favorable a esta última. Hay en la obra poética de Neruda más estrategia de la forma y de la expresión, mucho más, que ímpetu pasional. Todo ello, sin embargo, à contre-coeur, con el designio de aparecer y de ser, simple, emocional, y puro sentimiento.
+Es eso también, en gran parte lo acontecido a muchos de los nuevos, más jóvenes y famosos poetas colombianos. En busca de una poesía que tradujera directamente, desgarradoramente el misterio de la pasión, que expresara sin trabas y controles intelectuales de la inteligencia, el arcano de los sentimientos, que fuera una contraposición de la poesía demasiado perfecta y helada en sus geométricas líneas, han elaborado, sin proponérselo tal vez, una poesía preciosista, deliciosa, admirable, fina y sutil, en la cual la pasión, la emoción, el sentimiento, reciben el más hábil, el más diestro, el más intelectual y artificioso tratamiento literario que pueda imaginarse. Lo curioso no es que esa poesía se presente así de sutilmente intelectualizada, de finamente elaborada en sus pliegues metafóricos y en sus espléndidas asociaciones verbales. Lo curioso y contradictorio es que se haga con un propósito y una intención de que no da testimonio esa misma poesía. Pues el testimonio que ofrece es el de la inteligencia, el de las fórmulas intelectuales, no el del sentimiento. Lo atrayente, lo seductor en ella es, ante todo, la audacia evidente de las formas, la inteligente pericia para la distribución lexicográfica, la capacidad para alterar poéticamente el valor y la significación de las palabras, dándoles insólitas posibilidades calificativas. Es esta una poesía eminentemente intelectual, apoyada en el prestigio de la forma, referida de modo esencial a una particular estrategia de los elementos vocabulares que la sirven. No quiere ello decir que los nuevos poetas colombianos busquen la perfección de la forma como sujeción al número, a los acentos, al ritmo, de acuerdo con las normas clásicas. Hablo de una nueva superstición formal, de origen rigurosamente intelectual y literario, orientada hacia una sorpresiva presentación de los temas, que comporta en sí misma tanto artificio de buena ley o de mala ley, según cada caso personal, como el que pudo presentar para sí la poesía labrada por la inteligencia y sujeta al rigor clásico de la composición. Descoyuntada o no en sus moldes, en querella o en paz con el ritmo, la medida, los acentos, esa poesía tiene una temperatura condicionada de laboratorio. Y ese laboratorio sigue siendo la inteligencia, la fría, la hábil inteligencia. El litigio entre sentimiento e idea, entre razón y emoción, tampoco ha quedado definido esta vez para la poesía colombiana. La victoria que estaba anunciada, la reacción que se profetizaba contra la poesía señalada como fruto exclusivo, y hierático y solemne de la inteligencia, queda aplazada.
+ (De El Tiempo, Suplemento Literario, 13 de abril de 1947)
+ME PARECE QUE LOS COMENTARIOS, de muy diversa índole e intención, a mi «Alegato sobre la poesía», han concluido. Y que, por lo tanto, puedo decir una palabra más, aprovechando así, con entera discreción, esa zona de silencio. En primer término, y para aludir a la curiosidad de un gentil amigo y vivaz escritor, Javier Arango Ferrer, confieso que no soy un saciado, un estragado de la poesía. La divina y misteriosa poesía es algo así como la sal de mi vida intelectual y de la vida de mi espíritu. Sin ella, todo, en el orden estético y aun en el orden vital, me sabe a cenizas. Ningún milagro intelectual del hombre me parece superior al milagro de la poesía. Como ninguno tampoco entre los que no pertenecen al hombre, al milagro poético de la naturaleza y de la vida. Arango Ferrer supone, en mi caso, una desgana, una lasitud, una fatiga y cierto desasimiento por ella. Confiesa que esa es una gratuita suposición elaborada a través de una opinión mía, no bien comprendida y defectuosamente citada, sobre un hecho que me parece indudable: el de que a lo largo de tres siglos nuestros poetas inmortales se podrían contar en los dedos de una sola mano, y sobrarían casi todos los dedos. No es esa precisamente una monstruosidad antinacionalista, sino un dato histórico. Pero un dato histórico que olvidan de buena fe muchos críticos, cuyo respetable entusiasmo los lleva casi siempre a promover un balance poético, en el cual, a mi juicio, hay una generosa suplantación de la humilde verdad. La ausencia, en Colombia, de grandes poetas con importancia decisiva en el orden universal de la poesía no debería alarmar a nadie. Un Lucrecio, un Dante, un Shakespeare, un Goethe, representan, en cada caso, la culminación de una cultura, y, además, la comprobación de la presencia del genio. La razón histórica indica que debemos esperar, disueltos en el polvo de nuestras sepulturas, el tranquilo decurso de los siglos para que a la poesía colombiana le corresponda, en el ángulo de la inmortalidad lírica universal, su turno y su puesto.
+Entre tanto, bien está que se alabe todo lo respetable, todo lo honesto, todo lo hermoso que en un plano más eventual y menos extenso ha aparecido y sigue apareciendo en la poesía colombiana. Yo no he escatimado jamás esa balanza, pero como no soy completamente insensible a la ley de las proporciones, me he permitido hacer, frente a conmovedoras exageraciones críticas que vuelan gentilmente de poeta a poeta o de prosista a poeta en las hojas de la prensa colombiana, una modesta y nada original aseveración. Por otra parte, y circunscrito al plano nacional de la más reciente producción poética, señalé una línea promedial de semejanza y parentesco entre las diversas creaciones de esa misma producción, indicando, al mismo tiempo, que tal semejanza era un síntoma actual y vehemente de indeterminación, de balbuceo, de angustiosa y caótica búsqueda. «Se parecen demasiado los unos a los otros», dije. Un crítico serio y responsable, que escribe en una prosa ejemplar, Daniel Arango, al aceptar como cierto el signo de la semejanza y el síntoma de la indeterminación, expresó: «Es un trabajo de despedidas». Nada más exacto, y también nada más desolador. Y por consiguiente, mientras concluye la melancólica etapa de los adioses a un pasado poético que tiraniza a través de sus influencias, de su mágico y tremendo poder de impregnación los nuevos empeños líricos, no ha de ser un sacrilegio tocar el cuerpo, todavía indeciso, de la joven poesía colombiana, e inclinarse sobre él para percibir el secreto que pudiera entregarnos con su palpitación.
+Pero los poetas son seres sagrados y coléricos. Uno de ellos, Jorge Gaitán Durán, de cuyo talento y también de cuya vanidad se puede decir, sin intención peyorativa, que son igualmente notables e importantes, negó el hecho innegable de la semejanza y de la tautología líricas por mí señalado como una de las deplorables características de los poetas recién aparecidos. Y lo negó con el airado entusiasmo intelectual de quien litiga en causa propia. Yo no soy igual a los demás, ni los demás son iguales a mí, parece decir y en rigor eso dice el autor de Insistencia en la tristeza y de Presencia del hombre. Sin embargo, la defensa que de lo suyo hacía Gaitán Durán por cuenta de los demás poetas, garantizando para ellos una «diferencia de calidades y estilo» que panorámicamente yo no percibo, estaba de sobra en su caso. Le hubiera bastado a ese impaciente poeta, para sentirse por fuera del balance general y nivelador, con repasar las palabras de cierto prólogo que aparece en su segundo libro de poesías. «Este libro», escribió entonces el insignificante autor del prólogo, «es la primera emancipación del inmediato pasado lírico que pesa opresivamente sobre la poesía a la cual me he estado refiriendo. Una primera emancipación, adelantada con gentil desembarazo y en donde, es cierto, quedan algunas leves huellas de la antigua herencia. ¿Pero quién podrá negar el caudal de belleza que discurre por estos poemas, y el propósito, exactamente logrado, de un rigor expresivo, contrario a la artificiosa estrategia formal y al automatismo retórico?».
+Un diagnóstico general y por consiguiente promedio de la poesía, en cualquier etapa, no viene determinado por las excepciones, sino por las características comunes que, para la búsqueda de los niveles, son precisamente las representativas. Y esas características comunes, no las singulares, acusan en los grupos juveniles de poetas colombianos un índice de identidad metafórica, que dificulta la clasificación de las diferencias específicas. Desde luego, un análisis de cada caso las encontrará. Encontrará, por ejemplo, que un poeta es menos sensible que otro a ciertos estímulos de la belleza, o que otro es menos hábil en la expresión de su propio misterio que aquel en quien se advierte más explícita esa condición. Dos, tres excepciones señeras en un panorama, no alteran la categoría ni el valor del nivel promedio. El número, la cantidad, la mayoría, lo predominante, tiene aquí, como ha tenido siempre en todo balance crítico de un tiempo poético, una importancia imposible de desdeñar. Del siglo XIX español, por cuanto a la poesía se refiere, puede decirse con toda corrección crítica que el número pesa opresiva y ominosamente sobre la calidad. Es también un dato histórico, pero tiene consecuencias para el diagnóstico total de esa poesía.
+Ahora bien. El argumento de las sustituciones, de los cambios, de las ruinas, de las liquidaciones, de la búsqueda de las nuevas estéticas, invocado por Daniel Arango, como una exculpación del balbuceo contemporáneo y una justificación de su fe en el porvenir de las fórmulas que «abandonarán los postulados que desmembraron el cuerpo general de la creación» y que «deben abarcar enteramente al ser, como reacción a un arte bello de especialidades y tecnicismos», es tan hermoso y tan antiguo como la historia de las formas poéticas. Tiene una vigencia de siglos. Cada generación de poetas hace a su debido tiempo un ademán de sepulturero y un gesto de creador. Pero ni entierra todo lo que abomina ni salva todo lo que crea. Después de los ensayos y después de las fórmulas, de las negaciones y de las exaltaciones, no queda sino aquello que en el implacable proceso de la decantación histórica podía resistir la amenaza del tiempo. La perduración de una obra poética, por consiguiente su valor, no dependen de la sujeción de ella misma a una fórmula especial de la filosofía. Depende, cualquiera que sea su signo filosófico, de lo que pudiera llamarse con un prosaísmo su especificación estética. La inmortalidad poética avanza sobre la belleza, llevando en sus entrañas una u otra fórmula, uno u otro mensaje. ¿Quién podría olvidar que hay una poesía inmortal y no categóricamente del signo ontológico que propone Arango, una poesía de las apariencias y también una poesía inmortal de la naturaleza y de las cosas? Por lo demás, esa toma de posesión del ser por la poesía ha sido una ciega o deliberada ambición, unas veces frustrada y muchas veces conseguida de todos los artistas en todos los tiempos.
+«La lírica —ha dicho también Daniel Arango, glosando unas palabras mías— es la sustancia de los ensayos». «Si lo lírico cae, cae también el ensayo». Es una sutil pero inaceptable exageración. La sustancia de un ensayo no es la lírica. Esta última puede determinar, y determina en muchos, en innumerables casos ilustres, el de Arango por ejemplo, la atmósfera, el clima, el acento de un ensayo, pero no crea su propia y básica sustancia. Esta se halla originada por las ideas, implícita en ellas. La sustancia del Discurso del método no se encuentra en la dimensión o sustancia líricas que pudieran descubrirse en el estilo de Descartes. Y si al escritor argentino Eduardo Mallea se le dijera que la sustancia de sus ensayos, como lo sugiere Arango, es la lírica, y no las ideas que en esplendoroso estilo saturado de líricas sustancias y de líricos acentos expresa en ellos, seguramente no quedaría satisfecho de esa poética valoración crítica. La lírica puede ser la sustancia de un estilo y un estilo puede estar penetrado, estremecido, embellecido por ella. Y, a pesar de Arango, deformado por ella. Un ejemplo: Gabriel Miró. Eso que Arango llama «exterioridades literarias» en el superávit de la sustancia lírica, que en el caso de Miró como en el de Mallea, resulta evidente. Si la virtud natural de la lírica fuera la de que, milagrosamente, de ella jamás sobrara nada en los estilos de la prosa, Miró y Mallea serían dos ejemplos de austeridad lírica. Pero no lo son. En esos dos estilos rutilantes y capitosos hay suficientes sobrantes líricos para embriagar a una generación de poetas y a una generación de prosistas.
+«Es imposible separar la sustancia lírica de la sustancia de un ensayo», dice Daniel Arango, porque lo uno, «lo lírico, es la sustancia de lo otro», el ensayo. Esta especie de absolutismo lírico condenaría a la pena de muerte a un largo trozo del arte literario. La sabiduría de Montaigne, por una parte, y por otra, la gracia seca, esencial y precisa de su estilo, entrarían automáticamente en liquidación. Si la sustancia primera e indefectible de todo ensayo fuera la lírica, como lo cree el espléndido escritor Daniel Arango, sería preciso abrir esa liquidación de los ensayos de Montaigne cuya sustancia no radica en la lírica ni es la lírica. Una probable «exterioridad literaria», mejor que una afirmación crítica, es esta que le da a la lírica una categoría que no necesita y que, desde luego, no le corresponde.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 27 de febrero de 1949)
+LA TESIS DE QUE EL ESTADO y, por consiguiente, el gobierno —dentro del sistema democrático— tiene determinadas obligaciones para con los poetas es completamente ilusoria. Digo con los poetas porque, según parece, es de eso de lo que ahora se trata en los periódicos. Pero la afirmación vale también para los pintores, los músicos, los escultores. Para todos los artistas. Cierta nostalgia del mecenazgo real o principesco, o de la protección del dictador tropical, o del auxilio del poder económico, alienta en ese pedimento, tan viejo como el imperio de la burguesía. ¿Es ello criticable? Probablemente no. El artista supone, con suma ingenuidad, que debe existir un privilegio, un tratamiento especial para su condición y su oficio. Pero olvida que la democracia es, por definición, la negativa pactada y consentida a cualquier tratamiento discriminadamente más favorable para cualquiera de las especies sociales en que aparece parcelada una nación.
+En estas condiciones que, por lo menos, son las condiciones teóricas del sistema, argüir que existe una obligación o un deber específico del Estado y, por consiguiente, del gobierno, para proteger, estimular y auxiliar al artista, y hacerse cargo de sus cuitas y penalidades, con preferencia a otros grupos humanos, a otras profesiones, vocaciones y menesteres, es cristianamente intachable y democráticamente ilógico. Una dictadura puede establecer esa diferencia y ese privilegio del fuero y del tratamiento en favor del artista —y lo común es que los establezca para darse el postín de parecer «ilustrada»— sin que con ello viole ningún principio, puesto que el único que respeta es el de la voluntad y el capricho del dictador para repartir como quiera su protección y sus beneficios. Lo mismo puede hacerlo una monarquía absoluta que encontrara otra vez a Racine o a Moliére, si es que esta clase de repeticiones se produjera. La igualdad de tratamiento para todos los grupos humanos es condición del sistema democrático. Por consiguiente a ese sistema le está vedado, con relación al artista que pide fuero excepcional, hacer todo aquello que naturalmente hacían los monarcas y que, en una imitación muy ordinaria y torpe, hacen los dictadores «democráticos» de derecha o de izquierda.
+La cuestión, considerada desde un punto de vista humano, es muy deplorable. Es apenas lógica desde un punto de vista estrictamente social. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el oficio de artista —digamos el de poeta— no es un oficio. Lo cual es ya una primera dificultad. Frente al Estado el artista es un paria. Su producción no es una especie tabulable. Es intangible. Escapa a toda clasificación de los trabajos con relación a los cuales los organismos estatales y las leyes de protección y defensa económica del producto y de los productores pueden intervenir decisivamente. Un sindicato de poetas es impensable como personero de las reivindicaciones económicas y sociales del gremio. El producto del poeta, que puede originar, por ejemplo, la gloria de un pueblo, la fama de otra nación, no cabe en el esquema taxativo de las tareas que el Estado protege, y que, por consiguiente, puede hacer prosperar valiéndose de su poder.
+Todos los empeños que el Estado realice en tal sentido son inútiles, puesto que la presencia de grandes y verdaderos artistas no es un hecho que dependa automáticamente de que haya un Estado o un sistema providente con las artes, sino de que los artistas existan. Mejor dicho: un Estado, un gobierno, un sistema, por mucho que se empeñen en ello, no podrán nunca incrementar la creación artística porque ella no obedece a las mismas leyes de producción de los demás géneros en que se ocupan el trabajo y la técnica de un pueblo. Claro está que hay expedientes sumamente demagógicos y sumamente cómicos, que utilizan los estados modernos para forjarse la ilusión de que están defendiendo y protegiendo a las artes y a los artistas. Las «extensiones culturales» son uno de esos expedientes. Pero de la actividad de esos organismos no se puede deducir una sola consecuencia favorable al progreso de una forma del arte, porque ese progreso es asunto que compete exclusivamente al creador mismo, al artista genial y solitario que, de improviso, aparece en un instante de la historia. Lo demás es simple entretenimiento oficial y social, y simple mascarada que el Estado se prepara a sí mismo para engañarse respecto de la eficacia de su misión cultural.
+La radical inadaptabilidad que el artista tiene para incrustarse en el tejido ordinario y común de los trabajos de una sociedad y singularmente de la sociedad moderna, es decir, de la sociedad industrial y tecnificada, busca una compensación que los poetas reclaman airadamente —como lo estamos viendo en Colombia— en la exigencia de que se les concedan ciertas preeminencias y ciertos fueros. Magno error —pero explicable— de todo gobierno moderno, el de no oír esas voces desesperadas y clamantes, y permitir que deambulen por esas calles la cólera de un poeta con los zapatos rotos. Pero la verdad es que dentro de las limitaciones del Estado democrático no quedan para el poeta, para el artista, sino muy escasas oportunidades de trabajo o de ocio bien remuneradas. Una de ellas es la diplomacia. Y justo es reconocer que ese tipo de oportunidades se ha aprovechado en Colombia. Poetas hay, y ha habido, que buena parte de su vida y bajo todas las constelaciones políticas, inclusive las más siniestras, han disfrutado de esa clase de situaciones. Sólo que, a veces, ni siquiera en la diplomacia se produce la adaptación a la menuda y tediosa disciplina de las tareas que el Estado asigna a esa clase de posiciones. Tal vez podría tomarse como graciosa prueba de esa radical inadaptabilidad lo ocurrido a un jefe de misión, recién llegado a su sede, y quien convocó al personal de la respectiva embajada, en el cual figuraba un poeta, para comunicarle su exigencia del cumplimiento estricto del horario de trabajo. El poeta manifestó entonces que él se consideraba relevado de esa obligación, pues durante las horas de oficina él estaba «haciendo patria» ante sus colegas, los poetas del país donde se encontraba acreditado. A lo cual el embajador le respondió con excelente malicia que podía hacer patria pero fuera de las horas de trabajo.
+La anécdota es reveladora e ilumina muy bien el problema planteado por el artista a un sistema político, económico y social que teóricamente descarta todo fuero excepcional y que técnicamente no lo tolera. La democracia, mirada con ojos de artista, y por el aspecto del privilegio solicitado para esa extraña y maravillosa condición, no es precisamente el paraíso de las satisfacciones y de las oportunidades demandadas también para un quehacer que no cabe en los planes de enriquecimiento, desarrollo y tecnificación de la sociedad contemporánea. Así se trate de una sociedad cultural y económicamente subdesarrollada en donde el artista, para subsistir, tiene que inventarse un oficio «socialmente útil» de acuerdo con lo que esa misma sociedad entiende, aprecia y paga como tal. La poesía, el arte todo, no está clasificado dentro del contexto democrático como uno de esos oficios. Esa es una de las miserias o de los errores del sistema.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 23 de mayo de 1962)
+NO CREO QUE LA POESÍA, SALVO mejor opinión de los técnicos —si los hay en el particular—, pueda emparentarse con la economía, ni con la agricultura o la electrónica, como para que con su impalpable y ambigua materia se pueda constituir un centro de investigaciones poéticas, según anuncian los periódicos que ya está constituido en algún lugar de Europa, con sucursal en Bogotá y en otras capitales suramericanas.
+No lo creo, aun cuando exista, pues hay muchas cosas existentes cuya «sustancia» no aparece. Cuya sustancia es pura negatividad. La investigación atómica es casi una metáfora de la física. Pero la totalidad del universo es su materia prima. La poesía, como materia prima para ser investigada por un instituto especializado, parece más irreductible, más recalcitrante en su misterio, más obstinada en su secreto, que el átomo. Y, sobre todo, siendo como es, un producto no controlable y absolutamente imprevisible del genio de unos pocos seres humanos, su presencia, sus características, sus constantes, todo aquello que, para ponernos en el lenguaje adecuado, pudiéramos llamar las leyes de su comportamiento, escapa notoria y afortunadamente a todo intento de planeación, organización, clasificación, producción en serie, abaratamiento y mejoras.
+Nuestro tiempo es tiempo de colectividades, asociaciones, grupos, instituciones, organizaciones, sindicatos, sociedades y ligas. Y, sin embargo, una Cooperativa de Poetas sigue siendo impensable, aun cuando exista. Un Instituto de Investigaciones Poéticas parece una creación irónica de Flaubert, aun cuando pueda ser una creación «real» de buenos o de malos poetas. La investigación poética existe, es cierto, y ella es una función natural de los poetas, adscrita a su personal e íntimo universo. Institucionalizarla vale tanto como institucionalizar las iluminaciones, las clarividencias, las dudas, las intuiciones y los sueños. Como fundar una Sociedad para el Desarrollo de las Metáforas, o para el Progreso de la Novela, o para la Prosperidad de la Epopeya.
+El arte es realmente una terrible contrariedad. Ninguna de las especies sociales en que se expresan la vanidad y la ingenuidad humanas respecto de la cultura sirve para cazar la fugitiva presa del arte. Ninguna agencia, privada o pública, nacional o internacional de la cultura, ninguna institución de caridad o de colaboración cultural, ningún sindicato o sociedad mutuaria de escritores y artistas, ha conseguido nunca, ni conseguirá jamás, añadir nada al arte, ni enriquecerlo, ni empobrecerlo. Muchas gentes suponen que una Sociedad Protectora de Poetas hace posible una mejor poesía. Es una modesta ilusión. Muchas gentes suponen que la agrupación de poetas, o de críticos, o de novelistas, o de músicos, o de pintores y similares, es una iniciativa que incide ventajosamente sobre el destino y significación de cada obra o de cada género como tal. También es una desastrosa y casi siempre cómica ilusión, derivada de lo que acontece en zonas extrañas al arte, en las cuales la conjunción de intereses y la igualdad o similitud del trabajo y de los productos genera determinados resultados.
+Pero los «intereses» del artista, como artista, como creador, no son homólogos con los de ningún otro artista, ni los de todos juntos son asimilables a los de cualquiera otra categoría económica o social de la «producción». El poeta no puede asociarse con los demás poetas para una hipotética huelga de versos caídos, ni para una hipotética cruzada destinada a intensificar la producción poética. El poeta, como todo artista, es el solitario por excelencia. Su creación es un placer o un dolor personales, sin cómplices ni auxiliadores. Y su criatura —su obra— nace de sí mismo, unicelularmente, en un acto casi impúdico de autofecundación.
+A la poesía —como al arte todo—, desde luego, no le pasa nada, nada en absoluto, con el hecho de que existan sociedades o institutos encargados de su prosperidad. La fundación y el funcionamiento de ellos podría parecer una profanación de los fueros o de la alta dignidad de la poesía. Pero no es más sino una entretención inofensiva y cándida, en la cual, es cierto y hasta es natural que participen algunos poetas verdaderos, puesto que hay poetas verdaderos que son, al mismo tiempo, hombres infantiles y vanidosos a quienes el sentido de las proporciones, de las categorías, del ridículo y del humor escapa considerablemente. Muchas veces no distinguen y confunden su excepcional condición de grandes poetas con la ordinaria de recitadores profesionales, de versificadores para festival, para campeonatos de lucha libre poética, para coronaciones de reinas democráticas y otras diversiones menores y grotescas.
+Consolémonos pensando que la pobre humanidad necesita de toda clase de mascaradas para engañar su tedio y su vanidad, y que la poesía, la verdadera, queda siempre intacta después de todas las mistificaciones intentadas con ella misma.
+(De El Tiempo, 14 de octubre de 1960)
+ES UNA VENTAJA EVIDENTE que por fin hayan aparecido los poemas de Álvaro Mutis en un libro. Esta poesía, publicada a intervalos en suplementos literarios de los periódicos, no dejaba entrever sino aspectos fragmentarios de ella misma. Algo quedaba inconcluso en el gusto y la curiosidad del lector. O en su protesta. Ahora el poeta muestra todas sus cartas. Y parece decirnos: ustedes estaban despistados. Este es, provisionalmente completo, mi mundo poético. ¿Les fastidia? ¿Les satisface? ¡Tanto da! Mi poesía nace y muere en mí mismo. Ella es la verdad de mi vida.
+Que Mutis nos perdone el abuso de interpretación. Y tratemos de justiciar esa secreta confianza que nace de toda sorpresa y de toda admiración. Y sea lo primero decir que sus poemas originan, ante todo, una sensación de autenticidad. No todos los lectores la percibirán. Muchos, acaso la mayoría, no encontrarán que esta poesía, al contrariarlos en sus cánones o en sus prejuicios estéticos, y precisamente por contrariarlos es inauténtica, artificial, oscura y falsa. Frente a ella tratarán, como siempre, de elevar a categoría de ley artística el gusto personal. «Todo cuanto me es hostil o incomprensible en el arte, me es ajeno e inexistente como tal». Y, sin embargo…, sin embargo, Mutis seguirá siendo un poeta. Esta es la grave cuestión. Y, guardadas cuidadosamente todas las diferencias y todas las proporciones, es la misma grave cuestión que, por ejemplo, se presenta al juicio común de los comunes lectores de poesía ante la obra de un Saint-John Perse, de quien parece venir a la obra de Mutis la mayor influencia. Ese universo de símbolos explícitos o subyacentes, esa metafísica subterránea e involuntaria, casi diríamos enteramente gratuita, esa mágica e irrazonable yuxtaposición de valores verbales, esa desnivelación sonambúlica de los planos del sueño y de la realidad, conectan esta poesía no sólo con el gran modelo francés ya mencionado, sino con una corriente poética, tan antigua como el mundo y tan moderna como él mismo también, de suprema categoría estética.
+Pero evitemos todo equívoco: no se trata de afirmar, sin más, la perfección intachable de la poesía de Mutis. Tratemos de situarla. Sus imperfecciones, como sus perfecciones, cuentan también. Digamos algo de las primeras, para explicar después el mérito de la autenticidad de esta poesía, al cual nos referimos inicialmente. En la poesía de Mutis aún predomina un gesto, un ademán literario de escándalo, que, en ciertos pasos de sus poemas, queda demasiado explícito y, por consiguiente, anula o aminora el valor de las puras esencias poéticas. Su destreza literaria que es, como si dijéramos, una destreza de niño grande y con sentido; su destreza piruetante, de trapecista, capaz de hacer cuatro veces seguidas, con cuatro metáforas rutilantes, el salto de la muerte, sin perder el aliento, la agilidad y el virtuosismo; su insolente destreza literaria de mago capaz de volver el mundo del revés, todavía es, hasta cierto punto, un escollo de su arte. El diseño admirable de ciertos poemas suyos se altera peligrosamente en cuanto a la verdad poética que encierran y transcriben, mediante este virtuosismo literario saturado de gracia escandalosa de la imaginación y de los sentidos, pero resuelto de una manera ficticia. Desde luego, toda demanda crítica que se promueva a un poeta para solicitarle una orden interior diferente del suyo propio, o una expresión estilística contraria a la suya, o un género de reiteraciones que no coincida con el que determina su propio código estético, es una candidez y un abuso. Por eso en el esquema de las imperfecciones del libro de Mutis conviene añadir esta prevención: ellas aparecen como una consecuencia de nuestro gusto de lectores y admiradores, no como una consecuencia de una ley estética determinada. En otras palabras más sencillas: nos gustaría que esta poesía estuviera aún más despojada del ademán «literario» que, a veces, y según nuestra particular noción del placer poético, embaraza el desarrollo y la significación del poema. Eso es todo.
+La autenticidad de la poesía de Mutis está en sí misma. Expliquémonos: ¿podría esta poesía ser de otra manera? ¿Podría correr sobre otros registros, en otro canal lírico, y brotar en una atmósfera contraria de símbolos? Ciertamente, no. La sensación que se prueba al entrar en comunicación con ella es la de que entre ella y el poeta hay una absoluta identificación. Viene del fondo de sí mismo. Ninguna superchería, ninguna falsedad, ninguna hipocresía, en la decisión poética del autor. Está transcribiéndose a sí mismo, ejemplarmente, impúdicamente. Ahora bien: esto no bastaría por sí solo para crear una realidad artística. La autenticidad en el mensaje, en la confesión, en la transcripción del mundo interior y del mundo exterior, no constituye, de por sí, la única condición para hacer del poema una verdad estética. Se requiere otras cosas, algunas indefinibles y mágicas y otras más o menos determinables. Se requiere, por ejemplo, el don de la fuerza y el don de la gracia, la misteriosa capacidad poética —ella sí— para llevar a la entraña de las palabras la sustancia de nuestra angustia, de nuestros sueños, de nuestra propia experiencia vital. El lenguaje poético, y los valores poéticos propiamente dichos, aliados, a esa autenticidad en actitud del poeta, suscitan esa esquiva realidad que es una verdadera obra poética.
+Negar, en el caso de Mutis, su autenticidad, su gracia y su fuerza, y, por consiguiente, la presencia de los valores poéticos en su libro, nos parece bastante temerario. Durante mucho tiempo, debemos confesarlo sin ánimo de molestar a nadie ni de aludir concretamente a nadie, habíamos estado esperando que de los equipos juveniles de la poesía colombiana llegara un libro como este así tan poéticamente vivo, es decir, tan saturado de gracia poética y casi tan completamente puro desde el punto de vista de los valores de la poesía. Mucho bien le hará este libro, estamos seguros, a la joven poesía, a los jóvenes poetas colombianos. Hay en él un gentil y vigoroso rompimiento de hostilidades con el inmediato pasado. Saludémoslo, pues, con alborozo y con admiración.
+(De El Tiempo, Suplemento Literario, 23 de marzo de 1954)
+NO ES UNA IMPERTINENCIA crítica decir que la poesía latinoamericana de los últimos diez o quince años no ofrece sino gentiles repeticiones de algunas grandes voces. Esto significa que los poetas que están llegando o que han llegado y pasado los cuarenta años ya no serán más ni menos de lo que lo pudieron ser hasta ahora, salvo un raro milagro, muy difícil de que se produzca en estas latitudes, donde todos los grandes poetas, y los poetas dignos de atención, hicieron lo bueno que tenían que hacer, en plena juventud. La madurez los quema y la vejez los anula. Parece que el trópico no perdona ni siquiera la belleza de las palabras y para ella no admite, como curva de su esplendor y de su gracia, sino la que describe fugazmente en el tiempo y en el espacio el intervalo de la juventud. La mayor parte de la obra poética, merecidamente famosa y perdurable de los grandes poetas latinoamericanos, es obra de juventud. El límite vital que las candelas del trópico permiten al intelectual para que dé de sí lo mejor que pueda como creación de su ingenio, de su genio, o de su inteligencia, parece ser que no guarda ninguna relación con lo que ocurre al respecto en Europa. Aquí, en estas latitudes delicuescentes, nos ablandamos y desintegramos rápidamente, como las medusas que la resaca marítima abandona en nuestras playas.
+Claro está que hay una que otra excepción y que, en lo que a los poetas se refiere especialmente, casos existen, y muy ilustres, en que ciertas senectudes asombran. Pero esto no es lo frecuente. La juventud es el gran espectáculo, la verdadera sorpresa de todos estos países. Pero hay épocas de sequedad, de estancamiento, de esterilidad y hay también épocas de imitación, de mimo, de reproducción subalterna del gran gesto ajeno, de gran hallazgo maestro, de la fórmula genial. En estas descaecidas épocas de inautenticidad poética, basta y sobra, naturalmente, con uno, dos o tres verdaderos poetas universales, para que esas mismas épocas queden a salvo de cualquier desprestigio.
+La fermentación poética latinoamericana de los últimos treinta o cuarenta años ha producido algunos pocos resultados de primera clase. No es necesario designarlos, pues se conocen y se reconocen suficientemente. Pero al mismo tiempo, esa fermentación incuba toda suerte de malos alcoholes poéticos, toda suerte de falsificaciones, adulteraciones, imitaciones, fraudes, trucos y falacias. Nuestro mundo poético latinoamericano, como cualquier otro mundo poético, está lleno de segundones, tercerones y cuarentones. Ello no tendría gravedad, como no la tiene en ninguna literatura, si esa numerosa clase media poética fuera situada por la crítica en el sitio que le corresponde, y si la nube de imitadores que presumen de originales fuera revelada y denunciada como tal. No ocurre así, y hay que esperar a que, de pronto, surja una voz poética verdadera, en la cual podamos confiar sin zozobra y poner en ella nuestras complacencias y nuestras certidumbres para decir estas cosas que en cierta manera son una especie de lugar común confidencial de la crítica, no escrita, latinoamericana.
+La voz que ahora nos da la coyuntura y el impulso para lo que queda dicho es la del poeta colombiano Álvaro Mutis, quien se encuentra en el límite de edad —los cuarenta años— en que, de acuerdo con la terrible legislación del trópico, puede empezar a perderse todo lo que preludia, como esplendor y como gracia, la juventud. No parece ser este su caso. El libro de poemas que acaba de publicar en México, Los trabajos perdidos, es, con mucho, una superación completa de sus libros anteriores, sobre todo de la pequeña recopilación denominada La balanza y del tomo de poesía Los elementos del desastre, y en cierta manera también del Diario de Lecumberri, que es un hermoso libro donde ya se preludian las excelencias del presente. ¿Será una imprudencia o una temeridad tratar de garantizar, sobre las calidades de la poesía creada por Mutis para su nuevo libro, que él es uno de los pocos, de los escasos poetas auténticos y originales que aparecen ahora en Latinoamérica? Esta clase de afirmaciones son casi indemostrables, pues constituyen la forma simplificada en que una emoción y una convicción se manifiestan. De manera que el riesgo implícito en la temeridad o la imprudencia que comporta el hecho de apresurarnos a reconocer y a proclamar la belleza, el misterio o la significación de una obra poética recién hecha, no consagrada todavía, sujeta a cuestión, conocida apenas por un grupo de amigos iniciados, ese riesgo parece ser una de las mejores y más satisfactorias aventuras de la crítica.
+Además, la poesía de este libro da plenas seguridades puesto que su plenitud, su equilibrio, su tono, su lenguaje, su claridad y su misterio, su significación, y la emoción que parece desgarrar, sin lograrlo, la límpida curva de la frase, determinan, crean una realidad poética verdadera e inconfundible con todas sus consecuencias en el orden estético y en el orden de la vida misma, pues es evidente que una creación poética de gran categoría nos cambia la luz del mundo y enriquece nuestra sensación y nuestra experiencia. Maqroll el Gaviero, trujamán del autor, su heraldo y su yo profundo y vehemente, va diciendo en los poemas del libro su «teoría de males y angustias», la alucinante crónica de sus asuntos en el encuentro consigo mismo y con los otros. De ahí, de ese escrutinio con la propia persona, con el propio personaje y sus tratos y destratos con los demás hombres, nace una situación de desajuste, de descase y desarmonía que se convierte en clave y razón poéticas en la conciencia, en la sensibilidad, en las palabras del autor. Una profunda necesidad, una urgencia interior improrrogable de recapitular, de censar, de nombrar y decir poéticamente los oscuros y terribles asuntos —mínimos, máximos, cotidianos, excepcionales, triviales, trágicos o siniestros— en que se modula la existencia del heraldo del autor, es lo que, como ocurre con toda poesía verdadera, ha llevado a Mutis a hacer una obra de raras perfecciones en un mundo literario pleno de imperfecciones. Desde luego, no le hubiera bastado con la experiencia vital, ni con la urgencia de exorcizarla valiéndose de la poesía, si, al mismo tiempo, no estuviera él regalado con el don de la gracia poética, que es el de la palabra insólita y feliz, que crea, dentro del poema, una sucesión de sorpresas, de hallazgos, de deslumbramientos. Todo el poder lírico de los poemas de este libro se sustenta en el llamado milagro de la expresión, en este caso, de la contención, del ajuste, del rigor con que el poeta frena y conduce su emoción por entre el bosque de las palabras, creando de ese abstenerse y disciplinarse un gran estilo poético, que parece y es una estupenda contradicción a toda esa lírica latinoamericana que abunda en vanas palabras y falsas pretensiones metafísicas. En Los trabajos perdidos, en cambio, cuánta dificultad interior y cuántos escollos de la expresión, resueltos, a la postre, en una fórmula verbal exacta, bella y sorprendente.
+La poesía contemporánea no es demasiado rica, siendo sin embargo, muy abundante. La aparición del verso libre desata el libertinaje. Y parecía que una creciente avalancha de verso-libristas iba a arrasar la civilización poética. Todo bárbaro que presumía —que presume— de poeta se armó, y se arma, de su correspondiente catapulta retórica en prosa miserable, tratando de conquistar el cielo de la poesía. Claro está que no lo logra. La poesía verdadera en verso libre y el poema en prosa se constituyeron así en un privilegio sumamente esquivo. Nunca fueron tan pocos los verdaderos poetas como ahora que están rotas, parece que para siempre, las convenciones de la rima, de los acentos, del número, etcétera. Lo que se supuso pudiera ser una patente de corso —el verso libre— resultó ser un cinturón de castidad, una prueba de fuego. Sin las exigencias tradicionales del verso, en cuya destreza para satisfacerlas podían fundar una parte de su prestigio los poetas de talento, y en cierta forma, y hasta cierto punto los de mediano talento, y aun los mediocres, el poeta quedó reducido a sus propios medios, al mérito de ellos mismos, y nada más. Ningún encantamiento diferente al de la magia de sus propias palabras y de lo que ellas quieren o logran trascender y desvelar puede venir en su ayuda. No consigue así engañar a nadie. El verso libre es el gran reto, el gran desafío, el riesgo supremo que debe correr si resuelve probar su vocación y su signo. Es lo mismo que ocurre con la pintura abstracta. Dentro de las condiciones y calidades que demanda esa opción —la del verso libre, la de la pintura abstracta— a la mediocridad le queda imposible o extremadamente difícil engañar, dar la apariencia de una maestría que no se posee verdaderamente. Limpio el campo poético, desmontada toda la maquinaria sintáctica que hizo posible el método de versificación tradicional, toda falacia, toda simulación, todo fraude se vuelve transparente. La retórica queda así totalmente desnuda, indisimulada, lo mismo que la miseria de la inteligencia, o la vulgaridad del sentimiento, o la insignificancia de las ideas y de las sensaciones. En las condiciones actuales del poema, el poeta ha de ser un gran poeta, por lo menos un verdadero y auténtico poeta para que pueda servirse del verso libre sin que su lenguaje pierda esa tensión, esa magia y esa atmósfera singulares que lo separan del otro hemisferio de la creación literaria, el de la prosa que no implica un designio poético expreso y determinado.
+Creo que Álvaro Mutis consigue un resultado admirable en Los trabajos perdidos, dentro de las condiciones descritas. El encantamiento de sus poemas, su seducción, provienen de su propia gracia, de su propio signo, de su propia belleza.
+Nada es allí gratuito, adventicio o engañoso. La experiencia intelectual, y las influencias inevitables y necesarias, están digeridas y asimiladas en el proceso natural de quien busca su propio lenguaje y su propia voz. Esta poesía los ha encontrado. Ella puede recordar, y recuerda efectivamente, ciertos ejemplos ilustres, pero no es una repetición menesterosa de un estilo ajeno, de una ajena visión poética. Los trabajos perdidos descubren una poesía propia y personal, que no tiene nada que ver con la monótona serie de los ecos y reiteraciones de los modelos famosos y conocidos en que naufraga, desde hace ya varios años, la poesía latinoamericana de segundo rango, de segunda clase, pues la de primera, por serlo, está fuera del naufragio. La poesía de Mutis es hija de su tiempo poético, ciertamente, pero gracias a las exigencias que se impuso al crearla y por el resultado obtenido, surge como una poesía verdadera, de voz original e inconfundible en lo contemporáneo y lo nuevo del idioma español. Apresurémonos a proclamarlo así jubilosamente y sin mezquindad, sin esa reticencia crítica llena de salvedades y cautelas que disfrazan, casi siempre, la propia inseguridad, y la propia ceguedad para ver ciertos nuevos esplendores del arte literario y su insólita presencia en el mundo de las formas.
+(De El Tiempo, Lecturas Dominicales, 30 de marzo de 1965)
+EN ESTA TARDE DE DOMINGO he vuelto a leer los versos de Guillermo Valencia. Y con el libro en las manos me pregunto, como otras veces:
+¿Cuál es la clave de la gloria de Valencia, y por qué esa gloria se presenta tan eficaz, avasalladora y persistente?
+Esa gloria tiene, exclusivamente, un título literario incuestionable. De ninguna manera político. Es seguro que Valencia fue un político de mucha importancia; un orador espléndido; un ciudadano sin tacha; un parlamentario temible; un magnífico hombre de partido; un diplomático excelente. ¿Pero alguna de estas condiciones, o todas juntas, garantizan para su memoria, la gloria y la admiración unánime de su pueblo? Si Valencia no hubiera sido más sino lo que queda dicho antes, su gloria estaría restringida, tasada, cernida en el filtro de las disputas sectarias y carecería de la irradiación multánime que, en verdad, tiene. La gloria política no se parece a la gloria literaria. Es de otra índole y produce estímulos y resonancias de otra clase. Muerto en olor de político y no en olor de poeta, Valencia habría pasado al elenco histórico de los grandes colombianos, pero no más grande que otros políticos colombianos. Su estatura histórica no se mide por sus empresas y sus servicios de hombre de partido, que pueden ser admirables en determinada proporción, pero no en toda su plenitud. Su estatura histórica se mide como artista, como poeta, como artífice del verso. Conviene no mezclar lo uno con lo otro en el juicio crítico de su personalidad si se busca una veraz evaluación de su subyugante personalidad.
+Y entonces, ¿por qué es tan eficaz la gloria de Valencia? Yo respondería: porque esa gloria se refiere a una función típicamente desinteresada del espíritu, la cual no se roza con las contingencias de lo político o social propiamente dicho; porque alude a una tarea de la inteligencia y de la sensibilidad —la tarea poética— respecto de la cual, en un momento dado y gracias a la genialidad de la misma obra, todos los hombres pueden declararse de acuerdo. Ese plebiscito unánime que declara entre nosotros: Valencia es el más grande de nuestros poetas; y que en Hispanoamérica se expresa así: Valencia es uno de los más grandes poetas de la parte latina del continente; y que, finalmente, enuncia esto otro: Valencia es uno de los mejores poetas en idioma español de cualquier tiempo, ese plebiscito anuncia la gloria literaria para su nombre, y le da vigencia permanente.
+De la excelencia de esa obra habla de esta otra circunstancia: Valencia la conquistó con un solo libro, con una sola obra, que no llega a doscientas cincuenta páginas, y no recoge en su haz sino noventa y un poemas, de los cuales la mitad no son obra original suya, si no prodigiosa recreación, en su idioma, de poemas extraños. La maravilla estética allí condensada estabiliza, para siempre, su sitio en la primera línea de lírica española contemporánea, y de todas las épocas; y, por consecuencia lógica, da la clave de su gloria. Una gloria a la que se han querido añadir otras razones foráneas, de linaje distinto, de sello diverso. Es suficiente para admirar a Valencia su condición de poeta. Para glorificarlo basta esa misma condición. Las demás que poseyera no son el título exacto de su gloria. Son sus condiciones menores de grande hombre, sujetas a la controversia, y de las cuales no quedará, dentro de un siglo, sino un vago recuerdo, al tiempo que en la leve y esbelta arquitectura de sus poemas seguirá sustentándose la fama para su genio de artista.
+No es difícil garantizar la supervivencia del mensaje estético de Ritos. De tal supervivencia tenemos ya, por fortuna, una prueba irrecusable y palmaria: escritos y publicados los poemas de ese libro hace más de medio siglo, ni el tiempo, ni las transformaciones o evoluciones del lenguaje poético, de las formas literarias, de las escuelas, del gusto del público y de la crítica, han podido desintegrarlos, corroerlos, desvanecer la esencia que atesoran, apagar su fulgor, señalar en su estructura lo que hubiera de circunstancial, episódico o deleznable. Durante medio siglo no han envejecido, no se ha desvanecido en tales poemas la gracia apolínea que los envuelve y decora como una heráldica yedra, ni el sentimiento fáustico que los anima, ni la espléndida visión alejandrista del mundo que allí se nos ofrece. El paso del tiempo no ha podido remover la latina arquitectura de esa fábrica de bellas palabras. De esta suerte, la supervivencia de la obra poética de Valencia tiene ya una primera demostración irrecusable. Medio siglo, cincuenta, sesenta años tal vez, es ya un buen trozo de tiempo, el plazo previo de que hablan los sociólogos para fijar los primeros diagnósticos sobre la realidad social de los pueblos. Para determinar la permanencia, el valor intrínseco e inmutable de una obra, el mismo plazo resulta suficiente.
+(De Selección de prosas)
+PARECE QUE HAY UNANIMIDAD en la opinión crítica sobre la poesía de Luis C. López para manifestar admiración por la malicia, la ironía y la sátira que encierra, y por el significado que tiene en la historia de la poesía colombiana: la de ser un eficaz contrapunto a cierta sensiblería en que se corrompe y falsifica el espléndido impulso romántico, y ser, además, una especie de antídoto de la retórica caribe y de la mitología tropical. Esa admiración es probablemente unánime también con relación a su estilo y a su tono, sobrios, inmediatos y exactos. López es, pues, un poeta de vasta y sólida fama entre letrados y no letrados, unos y otros seducidos por su gracia verbal y la buida intención y el perfecto diseño de los croquis, retratos e instantáneas en que condensó su amarga y sonreída visión del mundo y de los curiosos seres que lo pueblan. Es notorio en su poesía un mecanismo literario de su propiedad e inventiva, que se resolvería en monótona repetición de sus efectos si el ingenio del poeta no diera con el hallazgo calificativo, el trazo caricatural y la sorpresiva asociación de los términos de la metáfora. Esto último, entre otros factores, le da a la poesía de López una fresca modernidad. López no parece un poeta de su tiempo cronológico, del tiempo de su generación, ni perteneciente al ejército suramericano de epígonos de las modas y escuelas predominantes en Europa, por entonces, ni tampoco se le puede identificar con la actitud intelectual de la mayor parte de los poetas colombianos contemporáneos suyos. La actitud crítica que revelan sus versos no era el denominador común de la poesía en boga. Un examen a fondo de la poesía colombiana desde los años finales del siglo XIX hasta la generación del Centenario demostraría lo solitario de la actitud de López, expresada en su inconformidad espiritual para no participar en el culto de ciertos mitos, de ciertos sagrados lugares comunes, de ciertas creencias que constituyen el tejido primordial y oculto en que se apoya la obra de muchos de nuestros poetas, inclusive de algunos muy célebres.
+A diferencia de ellos, López instala, mediante su sátira, la realidad de lo cotidiano, tal y como es, con su carga de tedio, de vulgaridad, de comicidad, de sabor pintoresco y de exquisito ridículo. La máxima sorpresa de su descubrimiento está en su veracidad. Esa realidad rutinaria y concreta no había sido, hasta él, tratada en la poesía colombiana como elemento estético. López la toma en sus manos y la devuelve intacta, pero transfigurada en objeto poético. Esa es su estupenda invención, su espléndida hazaña. En medio de la marea de fondo del romanticismo que sobrellevaba en la punta de sus olas a las escuelas simbolista, parnasiana y modernista, nuestra poesía, en el momento de la aparición de López, era, en lo general, una sucesión de ecos, de resonancias subalternas, y, excepcionalmente, de honorables experimentos de laboratorio para filtrar y transformar esencias importadas. Hubo aciertos evidentes y de notable calidad en esa tarea. Y algunos poetas y poemas de la época señalada tienen y merecen un puesto de honor en la poesía de lengua española.
+Pero el caso y el puesto de López son únicos y excepcionales como actitud y como resultado. Su poesía es el anticlímax de la poesía reinante en su país y en su hora. Su gran golpe de mano desarma o, cuando menos, pone en entredicho, vuelve sospechoso el aparato de una cierta retórica más o menos hábil y diestra, pero que paraliza dentro sus mecanismos toda nueva experiencia. Su gesto intelectual descubre una perspectiva inexplorada hasta entonces en la poesía colombiana: la del poeta satírico en quien la noción crítica de la realidad toma el cauce del humor, simultáneamente cruel y piadoso, para pintar las alternativas de la incurable vanidad y tontería de la criatura humana. López es ese gran poeta satírico que realiza la tarea de reducir a sus modestas proporciones buena parte de los elementos que componen la mitología sentimental, histórica y humana que se encuentra en torno suyo. Su versión de la «comedia tropical» en que se hallaba sumergido carece de antecedentes en la poesía de su país. Es inconfundible. Después de él vienen los imitadores que quedan esclavos de su óptica, de su fórmula y de su vocabulario, y que, por lo mismo, son insignificantes. Su versión del trópico y de su fauna humana es inimitable, como toda creación original y verdadera en el arte. Después de él, el paisaje, las cosas y los personajes que recreó en sus versos aparecieron a los ojos de sus lectores tal como los vio, los calificó y les dio un sitio y nacimiento en su poesía. Quedaron vertidos, incorporados a la realidad que el poeta descubrió. No es poca cosa como creación y descubrimiento.
+De esta suerte, López se presenta con títulos inobjetables para situarlo como un gran poeta satírico de la poesía española. Pero ¿ello quiere decir, también, que es un poeta tan grande como los más grandes de su lengua y de otras lenguas? Ciertamente, no. Su poesía es de primera clase en un género menor, en un género que no es de primera clase. Me doy cuenta de que pedirle a López un signo poético diferente del suyo propio, el de la poesía épica, lírica o dramática, por ejemplo, y juzgarlo de acuerdo con lo que no podía ser ni lo fue, resultaría una simple insensatez crítica. En su especialidad, en su zona, es el primero, el mejor y probablemente el único en la poesía colombiana. Otra cosa es que los colombianos olvidemos con mucha frecuencia, al examinar la tarea artística de nuestros compatriotas, la existencia de un orden y de una jerarquía universales de los valores. El género de la poesía de López excluye de por sí el acceso a la categoría de lo estéticamente sublime y crea otra clase de méritos, otro tipo de respuestas y resonancias. La sátira social y humana, lo que se refiere a la involuntaria ridiculez y vacuidad de las acciones del hombre, a la trágica y sonriente comicidad que nace de la representación que cada ser hace de su propio personaje, es la materia de elaboración para esa poesía. Es el territorio natural de su operación artística. Pero hay territorios más altos, zonas más elevadas y más puras, donde la respiración poética es más difícil y el acceso más exclusivo y privilegiado. En la índole de la poesía de nuestro autor, estaba dada por anticipado su categoría y prefijados sus límites y posibilidades. El acierto, la destreza, la gracia con que trabaja dentro de esa categoría, esos límites y posibilidades, es la prueba de su talento poético, de su poder de invención, de su originalidad.
+Pero todo ello, me parece, no permite violar el orden de las jerarquías para situar su obra en el alto cielo donde legislan los supremos sacerdotes de la poesía. Su sitio está en otra parte, con todo honor y todo merecimiento: en el gentil valle poético donde brota la flor del humor y de la sonrisa. La gran poesía, en su sentido más obvio y auténtico, trasciende con otros signos espirituales. Sonrisa y humor no son patrimonio de la más alta poesía. Esta involucra en su signo el misterio de la persona humana y el enigma del universo. Toda gran poesía es un balbuceo metafísico, un cierto golpear a las puertas que cierran el acceso final y absoluto a esas oscuras regiones del ser en donde Dios y la Muerte y el Amor y la Vida modulan sus más graves interrogaciones.
+La poesía de López está plena de méritos. Ensayar ubicarla en la situación que le corresponde merecidamente es una manera de rendirle los honores a que tiene derecho. Colocarla en regiones donde su contexto, su signo, sus características y su significado no tienen ámbito ni cabida es, me atrevo a creerlo, un empeño inútil y perjudicial. La literatura colombiana, y dentro de ella, la poesía, han sido objeto muchas veces de esta clase de desórdenes críticos, inspirados en la necesidad engañosa de mantener una artificial perspectiva patriótica de los valores. López es un gran valor de esa literatura y de esa poesía. Tiene un puesto de primer rango en un género determinado, pero ese género no es el primero ni el más alto en el orden de la creación poética. ¿Disminuye por ello su mérito? No. En el reino de la poesía hay una justicia inexorable que distribuye adecuada y misteriosamente los dones y las glorias. Pero estar en ese reino es ya una gloria suficiente.
+(De El Tiempo, Lecturas Dominicales, 7 de abril de 1963)
+¿QUÉ HACEMOS CON JOSÉ Asunción Silva? ¿Aceptamos que fue un romántico, un parnasiano o un modernista? ¿Suscribimos a la divertida opinión de que, en términos colombianos, fue un nadaísta? ¿Adherimos a la presunción médica de que se mató en un acto de neurastenia, o, como diría esa misma presunción valiéndose de su terrible lenguaje, en un acto maniaco-depresivo? ¿Nos conformamos con la explicación materialista de la historia de Silva, según la cual, y también en la respectiva jerga, el contexto, socioeconómico de su propia existencia genera un desacuerdo, una antítesis catastrófica —por la alineación en que se encuentra el poeta— entre «su propio yo y su circunstancia», dicho sea con perdón de Ortega? ¿Acogemos jubilosamente esta tesis que enjuicia la sociedad burguesa, y su moral correspondiente, y señala el factor económico —la impecunia constante de Silva— como agente esencial y eficaz de su muerte, de su desesperación y también de que sus versos encierren ese acento de amargura, de melancolía y de desesperanza que resuenan en todos ellos al mismo tiempo que en sus Gotas amargas se percibe el veneno de su crítica a la farsa social? ¿O, por el contrario, adherimos a la fácil interpretación religiosa de su caso, en donde se dice que la ausencia de la fe católica lo llevó al suicidio?
+¿Qué hacemos con Silva, cuya memoria se reparten inequitativa y un poco cómicamente la beatería sentimental de quienes lo juzgan como un dechado de perfecciones humanas y literarias, y la cursilería intelectual de quienes aluden con admiración y pasmo a sus manías y tics de esnob suramericano? Probablemente no se puede hacer nada. Tal vez lo más prudente es aceptar el hecho de que para cada lector o para cada grupo de lectores de Silva hay o puede haber un rostro diferente, una ecuación diferente del poeta, válida en cierta manera y hasta cierto punto. Por ejemplo: es notoria en la poesía de Silva una confluencia de escuelas que permite, según las preferencias del lector o del crítico, subrayar, como predominante, la nota romántica que, desde luego, allí existe; o la parnasiana, más disimulada, o la modernista, más evidente. ¿Qué Silva anticipa a Luis Carlos López a través de sus Gotas amargas? Sí, también es válida, con ciertas reservas, esa opinión que, por lo demás, lo situaría fuera de la escuela romántica, en la cual se incluye, a pleno pulmón, por medio de algunas de sus poesías menos afortunadas. En la mejor de todas, en su obra maestra, el tercer «Nocturno», el tono, el medio tono, el lenguaje, la luz opaca, el acento, la íntima vibración del poema, crean una admirable confabulación de los elementos característicos de varias escuelas poéticas; hay allí romanticismo, simbolismo, algo de parnasianismo —cierto pudor expresivo— y, desde luego, la forma modernista. ¿Importa algo, acaso, que el tercer «Nocturno» sea inclasificable de acuerdo con una perceptiva crítica, totalmente inútil cuando de una obra maestra, de un gran poema se trata? Es obvio que ello carece por completo de importancia. Lo importante es que exista el poema, y nada más.
+De esta suerte, la obra de Silva, respecto de la cual, conviene decirlo, las anécdotas sobre su vida, y su suicidio, han ayudado muy eficazmente a crearle una atmósfera un poco enrarecida que interfiere el correcto juicio crítico sobre ella, esa obra, digo, sirve para satisfacer las más contradictorias interpretaciones. Lo cual prueba el valor de ella, no tan general, sin embargo, como para cubrir la totalidad de su poesía. Es incuestionable que, junto con el tercer «Nocturno» —pieza única e incomparable con el resto de los poemas—, hay tres o cuatro poemas más de excelente categoría que configuran la realidad, la evidencia de un gran poeta. Pero la obra total, el conjunto de la poesía de Silva —juzgada como tal— va afectada por las insuficiencias, caídas, prosaísmos y otras debilidades provenientes del lado esnob y refinado de su personalidad. No en vano, mejor dicho, no impunemente el héroe de su novela De sobremesa es una versión criolla, suramericana, del héroe del À rebours. La influencia de ese modelo fue devastadora en la literatura hispanoamericana, y lo fue tanto para la prosa como para el verso. En algunos poemas de Silva hay un vocabulario y una actitud que dan cuenta de ese proceso. Muy difícil, dado su temperamento, sus gustos e inclinaciones, y cierto concepto hedonístico de la vida, que pudiera sustraerse a esa influencia. Su gran talento lo sacó a flote, más allá de la línea del naufragio literario por cuenta de una actitud de esnob, de refinado; y lo salvó para la verdadera poesía que está presente en sus mejores poemas; no lo salvó, empero, para su prosa, para su novela en la cual está, ciertamente, la huella de su talento, pero donde predominan sus deficiencias y lo que podría llamarse sus gestos inauténticos, de imitación de modelos inimitables.
+¿Qué hacemos con Silva? La imagen proteica, contradictoria, que nos dan sus biógrafos y comentaristas en estos días del centenario de su nacimiento parece que debe tener alguna parcela de aproximación al secreto de esa vida, a las contradicciones de esa vida, a su verdad y a su farsa. Lo único no incierto y concreto que sobre esa vida podemos decir es que dejó una breve y bella obra poética. Lo demás es anécdota. El poeta está en sus versos. Fuera de ella, existe un ciudadano, una criatura humana más o menos trivial, más o menos insólita, «un pequeño ser misterioso, como todo el mundo». Este segundo ser interesa a la crónica, probablemente al chisme. A la historia de una literatura y a la poesía de un determinado idioma, importa el otro.
+(De El Tiempo, 11 de diciembre de 1965)
+EL INFORTUNIO COMERCIAL de José Asunción Silva va quedando en evidencia, gracias a los muy valiosos e interesantísimos documentos que el doctor Camilo de Brigard Silva, sobrino del poeta, ha publicado en las dos últimas ediciones de la Revista de América, y gracias también a los comentarios que sobre tales documentos ha hecho el señor Guillermo Uribe Holguín, hijo del señor Guillermo Uribe, personaje central en el desarrollo de la quiebra financiera del artista bogotano.
+Los documentos en referencia invalidan, a mi juicio, la literatura biográfica que con relación a Silva se ha escrito en medio siglo de inútiles fantasías, de análisis, de sugestiones en busca de la clave recóndita, explicativa del suicidio. Solamente el maestro Baldomero Sanín Cano, conocedor excepcional de esa vida, no se equivocó jamás. En sus admirables «Notas» para la primera edición, hecha en París, de los versos de Silva, señalaba la invalidez de las leyendas tejidas por la insania humana y de acuerdo con las cuales el poeta habría puesto fin a sus días para buscar una solución al desequilibrio sentimental originado en una equívoca pasión por su hermana Elvira. Las opiniones críticas de Sanín Cano reciben ahora, cincuenta años después de fallecido Silva, una comprobación que bien pudiera llamarse matemática. Ahí, en el esquema exacto de los cálculos aritméticos que contiene la prodigiosa epístola de Silva a su acreedor, el señor Uribe, se encuentra cristalizada la sorda tragedia de ese excepcional ejemplar humano a quien Sanín Cano califica con notable acierto como «una complicada y maravillosa máquina de sufrir».
+Esa carta es un testimonio incomparable, cuyo valor biográfico tiene el mérito de la clave inútilmente buscada, a través de los años, por quienes se apasionaban en la tarea de hallar una explicación satisfactoria al patético desiderátum de una existencia tan breve como profunda en vastas y perdurables resonancias estéticas. Nadie habría podido referir mejor y más precisamente que Silva su propia catástrofe, como él lo hizo por escrito, ante quien aparecía, a su conciencia, como el causante principal de esa catástrofe. Acosado y herido como un noble animal, ensaya en esas páginas amargas y desgarradoras la defensa de su vida. Es el último gesto de quien se niega a capitular sin grandeza. El destinatario de la carta no podía entender ese matiz de la querella en que luchaban desigualmente dos criterios, dos sensibilidades, contrapuestas y antagónicas. Uno de los personajes simbolizaba en sí mismo, en su actitud ante la vida, cuanto en ella hay de contrario al pragmatismo, a la precaria y eventual fuerza de los valores tangibles, fiduciarios, cuya posesión, por sí sola, por el bárbaro placer de la acumulación, no le interesaba. El otro simbolizaba el extremo contrario en la intuición de la vida. Entre el hombre de negocios y el poeta, el entendimiento resultaba paradójico y difícil. Una y otra posición son inexplicables y, en cierta manera, procedentes. Quienes, después de conocido el emocionante testimonio de Silva, condenan al adversario que lo trató de «criminal» y lo amenazó y persiguió con la justicia olvidan el aspecto psicológico de uno y otro personaje, olvidan que para ambos no entraba en juego la misma tabla de valores, y que el hombre de negocios no veía, tal vez no vio nunca en Silva el excepcional artista que era, perdido en el mundo radicalmente extraño para él, de las combinaciones y alternativas del comercio.
+Silva era para Uribe un «cliente», algo así como un «socio» inexperto, catastrófico, en cuyas manos todo podía echarse a perder. Pero aun suponiendo que Uribe conociera, como debió de conocer las inclinaciones literarias de ese joven, para quien se sentía con pesadas obligaciones de «protector», no es difícil garantizar críticamente que semejante conocimiento lo dejara indiferente y frío. Peor aún: si Uribe supo que Silva «hacía versos» y tenía una inclinación irrefrenable por las cosas del arte, el concepto que respecto de las condiciones de su «protegido» para el manejo de los negocios debió de adquirir entonces hubo de ser poco halagüeño. La gloria de Silva no era, a la sazón, un hecho. No es posible suponer, con mediana lógica, que Uribe la intuyera. Todo cuanto parece ahora absurdo, inhumano, insensato, en el proceder de este último con Silva, tiene como fondo de contraste, como contrapunto, la gloria del poeta labrada por la posteridad. Pero en el momento de producirse todos esos hechos que nos conmueven y desazonan, el contraste no existía sino para unos pocos espíritus selectos, amigos íntimos del poeta. Y no cabe duda de que en los cálculos tremendos de Uribe no entraba para nada la consideración de que su deudor era, además de eso, otra cosa: uno de los más grandes y geniales poetas de la lengua castellana. No. Con absoluta justicia crítica se debe descartar esa posibilidad, a todas luces ilógica.
+La gloria de Silva, su extraordinaria calidad estética, es un hecho suscitado mediante el proceso aluviónico de la historia. Otros, no Uribe, advertían en los versos de Silva, con profética visión, un mensaje inmortal de belleza y, por consiguiente, advertían, ligado a ese nombre, a ese fino ejemplar humano, un valor excepcional en el orden de la jerarquía estética. Nada de esto fue, ciertamente, perceptible para Uribe, como no lo fue para muchos hombres de su edad y para muchos contemporáneos de Silva. De manera que cuando juzgamos la conducta del hombre de negocios con el poeta mezclamos imprudentemente el concepto que nosotros tenemos de Silva y que Uribe no tenía. Nosotros sabemos hoy todo lo que Silva era ya en el instante de su querella comercial con Uribe. Pero tal vez no sea aventurado afirmar que Uribe no lo sabía. Para este último Silva no representaba lo que para nosotros representa, no significaba lo que para nosotros significa. Pero se dirá que el aspecto simplemente humano del pleito no deja en buena luz la presión de Uribe ejercida sobre Silva. Eso ya es otro matiz del asunto. Convenía, sí, aclarar el aspecto psicológico del problema entre dos hombres, uno de los cuales desconocía la calidad especial del otro y lo trataba, en consecuencia, con la rigurosa impavidez del banquero al cliente fallido. En ese género de relaciones la inclemencia ha sido el mandato tradicional. Y si Silva no hubiera sido víctima de ella, su vida habría carecido del estímulo superior que deparan el dolor y la angustia para la creación artística. Sin saberlo, y seguramente sin proponérselo quienes crearon para el autor del «Nocturno» tan intolerables y hostiles circunstancias económicas, le dieron a esa vida un sentido especial, un acento determinado, cuya expresión estética traduce, creaciones incorruptibles, la profunda y dramática contradicción entre el mundo interior del artista y el mundo exterior en que le correspondió desenvolver su genio y ganar el áspero derecho a subsistir, como un ser común y corriente, entre los demás seres.
+(De El Tiempo, 17 de junio de 1946)
+LA POESÍA DE LEÓN DE GREIFF implica dos problemas del mayor interés: el del estilo y el de las esencias poéticas. Implica muchos otros, ciertamente, como toda gran poesía. Pero no vamos a referirnos, por ahora, sino a estos dos. Es evidente que la poesía de idioma español, en los últimos cincuenta años —el límite es arbitrario, pero sirve de frontera restrictiva— no obtiene ninguna concomitancia estilística con la del poeta colombiano. En esa selva lírica donde tantas cosechas se han perdido, y donde el parentesco y el parecido de las plantas establece una constante interacción a veces fecunda y la mayor parte de las veces esterilizante y devastadora, la poesía de León de Greiff aparece como una creación aparte, trasplantada no sabemos concretamente de dónde y cuya floración —en el trópico— se rige por otros ciclos estacionales, a manera de esos árboles australes que se despojan y reverdecen, periódicamente fieles al lejano rigor de sus latitudes, e indiferentes al del medio geográfico en el cual elevan su esplendor o su aniquilamiento como símbolos del exilio.
+Venido a menos Viking, de poeta
+(¡Y en el Trópico!) estoy…
+Así, por él mismo confesada, ninguna duda sobre el trasplante, «por descender (si criollo hasta la zeta) de Renanos, Iberos, Godos, Vándalos…». Ahora bien: ¿esta suerte de exilio esencial y profundo determina una ventaja en cuanto a las calidades del estilo, y, por consiguiente, del lenguaje poético? Claro está que no hay lugar aquí a ninguna generalización. Para poder afirmar que esa ventaja es indudable, la referencia ha de ser también concreta y personal: en el caso de este poeta. Más limitadamente aún: en el caso de esta sensibilidad, de esta intuición, de esta inteligencia. Y todavía más: de esta adivinación y de esta cultura. Todas estas condiciones, que son intransferibles, crean, con un cierto número de otras, «dadas desde siempre», un especial repertorio de posibilidades. Por ejemplo, la del estilo. Y de su expresión inexorable: el lenguaje. Fíjense los lectores en esto: la determinación de un ciclo poético —históricamente hablando— se puede hacer por ese coeficiente de similitud, de semejanza, de reiteración en las características de los estilos correspondientes a un mismo periodo. Las variantes personales se disuelven al ser totalizadas. Queda, como suma global de los coeficientes, «un estilo de época». No nos parece, por lo menos hasta ahora, que el estilo de la poesía de De Greiff sea reductible a ese común denominador de su ciclo histórico en la poesía española. Esta irreductibilidad por sí sola no sería gran cosa si, al mismo tiempo, no implicara un valor estético permanente. La originalidad, lo insólito, lo estrictamente personal de su estilo, podría no representar un cauce de expresión, de transferencia, de comunicación para las esencias poéticas. Entonces nos hallaríamos, en el mejor de los casos, nada más que con una simple o inquietante referencia literaria. De técnica literaria. En nuestra opinión, no es así, venturosamente. La poesía greiffeniana trasciende lo literario propiamente dicho, y, desde luego, lo técnicamente literario. Lo trasciende porque es «anterior» y posterior a la literatura, y también a la técnica del oficio literario. Porque con anterioridad a la expresión «literaria» del poema y a la técnica que lo estructura, esa poesía o ese acto poético, como se quiera, nacen al estado puro, en el limbo de las esencias poéticas y, de manera más profunda, en el reino de las vivencias. Tal vez la mayoría de los lectores de la poesía de Greiff suponen el proceso contrario: el encuentro imprevisto de las esencias poéticas a través de un largo, oscuro, musical y sibilino ejercicio de los poderes literarios. Esta falsa pista que pueden tomar tales lectores la brinda, es cierto, la riqueza sorpresiva y sorprendente de los recursos idiomáticos, lexicográficos y estilísticos; el quiebre de la metáfora; el calculado desajuste y ajuste de las potencias verbales; la estrategia, casi insidiosa, en la gradación de los matices; la constante interferencia de una motivación musical de las sílabas, de las palabras, de períodos enteros del poema; la ordenación geométrica, arquitectónica, de ciertas masas verbales; la voluptuosidad en el gusto y regusto —cuestión de oído y de paladar— de vocablos que anacronizan y ennoblecen el estilo, pero que no son ni representan una arbitrariedad literaria, sino una consecuencia natural y biológica del flujo idiomático del poeta.
+Pero las esencias poéticas no son accidentales en este proceso de los signos exteriores por medio de los cuales se manifiesta el poema. Ni accidentales ni gratuitas. La poesía está ahí sustancialmente, esencialmente, con su arcano y su magia, su claridad y su tiniebla, su rigor y su desafuero, imprecisable y precisa, al mismo tiempo, sirviéndose de un sistema de referencias, alusiones, insinuaciones, que toma su ordenación en las leyes personales de un gran estilo poético. Por ello, como dijimos antes, esta poesía es tan insólita y señera. Crea, para sí misma, un idioma y un estilo. Crea su propia respiración. Establece, muy perentoriamente, sus propias atmósferas. No incide en el cuadro históricamente establecido para el desarrollo de medio siglo —otra vez el límite temporal arbitrario— de la poesía en idioma español. Este desarrollo, aun contando en él a las grandes voces mayores que lo han impulsado, vivificado y transformado, deja, sin embargo, intacto, solitario y extrañamente único a De Greiff. Tal vez esto nos permita elaborar una fácil consecuencia profética: dentro de un siglo o dentro de diez, la poesía de Greiff seguirá pareciendo, seguirá siendo, una creación singular y aparte. Una creación cuyos nexos con las constantes históricas de la moda y de las escuelas poéticas de su tiempo ofrecerán una invencible resistencia a la identificación con ellas mismas. Por otra parte, la superior categoría de su obra no aparecerá disminuida en esa vaga perspectiva temporal en que, simultáneamente, se disuelve y se afirma toda historia. Si como a nuestro juicio parece incuestionable, en esa obra son reconocibles las esencias poéticas y, como también nos parece evidente, ellas sustentan toda la fábrica estética, fertilizan el impulso creador, transfiguran la realidad usual en una realidad poética, suscitan una revaloración mágica de las palabras, hacen posible y asequible un inesperado mundo de sensaciones, emociones y recuerdos, y a través de una reelaboración en el verso, establecen una jurisprudencia especial sobre la belleza que enriquece o transforma nuestra común concepción de ella, la poesía greiffeniana tiene asegurada su perennidad.
+¿Demasiada profecía? Quizá. No obstante, pocas veces, al ocuparnos de poesía colombiana nos ha parecido menos temerario el gesto intelectual de la admiración. Esta vez estamos abroquelados de garantías. Pero nos bastarían dos: la esencia poética de la obra y el estilo en que esa obra ha sido expresada. No en vano aquí palpamos un territorio estilístico incorruptible. No en vano aquí nos encontramos en una comarca del lenguaje poético en la cual la música «interior», intrínseca, de los vocablos y su significación dentro del orden lógico o alógico o especial del poema crean esa certidumbre de la «sorpresa imprevisible» que constituye el secreto de toda creación poética. No en vano frente a esta poesía estamos siempre a la espera de lo que no se puede prever. Frente a la posibilidad imprevisible.
+En Colombia, como es sabido, la abundancia versificante se halla en proporción directa con la escasez poética. Es preciso desmontar una selva entera de vegetación inútil para encontrar, pura e intacta, la hoja de laurel. Periódicamente sobrevienen las invasiones versificantes, extienden sus lianas y tentáculos, se apoderan del territorio lírico, y la poesía parece desterrada para siempre. No queda entonces en vigencia, y de moda, sino una pobre y delgada retórica, una tautología esquelética, una débil y como frustrada reiteración de otros ecos. Es en esta clase de etapas históricas cuando brota, de preferencia, esa húmeda y subalterna vegetación retórica que, en el trópico literario, se designa con el nombre y la clasificación de «poesía femenina». Sacudir esa selva, purificarla, airearla y restituir a la poesía su categoría y su dignidad, es una tarea en extremo difícil, y la cual, por lo demás, no la pueden llevar a cabo sino los poetas auténticos, pues, para ello, les basta con serlo. Nada más. En Colombia han pasado muchas cosas con la poesía. Se ha creído, por ejemplo, que un millar de versificadores constituía un millar de poetas. Y que una moda popular, o de éxito, era verdaderamente un canon estético. Y que una imitación de los grandes o medianos modelos garantizaba un porcentaje de gloria, de permanencia y de originalidad. Nada de eso ha resultado cierto jamás. Lo único cierto y perenne es la verdadera poesía que se da en la historia literaria de cada lengua con aleccionadora avaricia.
+Permítasenos añadir que creemos, apoyados en las garantías a que aludimos antes, en la autenticidad y la permanencia de la poesía greiffeniana.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+ME PARECE QUE UN PREMIO literario no agrega ni quita nada a un verdadero poeta. No mejora ni desmejora en nada a uno falso. Lo que uno u otro sean, eso son, como dijo a propósito de las alabanzas y vituperios para el hombre un autor famoso, poco leído y muy citado. Que al poeta colombiano Aurelio Arturo se le haya concedido un premio por su poesía está bien, porque se trata de un poeta verdadero cuya breve obra, trabajada silenciosa y discretamente durante más de treinta años, aparece al cabo de este largo tiempo de maduración y reajuste como una de las más finas, decantadas y puras con que pueda contar la historia de la poesía colombiana.
+Enmarcar la poesía de Arturo dentro de los términos temporales de una generación, o de un grupo, es una tontería crítica y apenas una comodidad cronológica. Su poesía no pertenece sino como una fecha a tiempo determinado, pero su voz no está señalada o estigmatizada por los tics que facilitan la identificación con una tendencia específica, con una moda conocida, con una influencia tiránica y fácilmente perceptible. Es claro que allí se respira la atmósfera que desde hace medio siglo instalan en el ámbito universal de la poesía los supremos sacerdotes de ella misma. Seguramente a todas esas grandes voces algo de este poeta recóndito y diáfano, misterioso y simple, pero sin que esa deuda pese como un fardo sobre sus palabras. Si esas influencias existen, como deben existir sin duda alguna en su poesía, lo cierto es que están incorporadas biológicamente a su experiencia poética, forman parte consustancial de ella y por lo mismo no aparecen como tales sino como ingrediente natural de su propia creación, de su propia manera, de su propia personalidad.
+No son muy numerosos en América casos como este. Raro es lo inconfundible de una voz poética en las literaturas de esa parte del mundo, pues a la mayoría se le adivina y transparenta el modelo, el patrón genial de donde derivan sus acentos. Por un Neruda, un Saint-John Perse, un Lorca, un Heliot, miles de epígonos surgen para repetir gentilmente, admirablemente casi siempre, la actitud, el propósito, el descubrimiento metafórico, el repertorio verbal. Hay excepciones, claro está. Pero lo notorio es que de un extremo al otro del continente, la poesía reitera la elaboración de una materia prima conocida para obtener productos más o menos similares de una perfección técnica indudable, a veces de una gran belleza, pero siempre condicionados al modelo, siempre hijos menores de él y, por consiguiente, sin autonomía real.
+En Aurelio Arturo esas grandes influencias deben encontrarse como dato, como presencia invisible, como bagaje intelectual, como estímulo para su sensibilidad y de acicate para sus intuiciones, pues no hay Adanes en el Paraíso del Arte. Pero su poesía le es suya de manera inconfundible. Hay en ella una actitud, una opción ante las cosas, ante el mundo, ante los seres, que la sitúa en un plano diferente y personal. No es fácil poder explicar esto, puesto que en ello consiste precisamente el misterio de toda verdadera poesía. Si dijéramos que con esta poesía entramos a un ámbito verbal en el cual las palabras recuperan, otra vez, una fracción del universo donde los sentimientos de la criatura humana, sus desvelos y sus sueños, y también los elementos del mundo exterior aparecen tocados por la gracia de la belleza, algo acaso de la significación de esta poesía estaríamos denunciando. Pero es inútil. Ninguna verdadera poesía es explicable. En la de este poeta persiste como nota reiterativa, una frescura de bosque, de agua secreta y escondida, de viento otoñal oloroso a finas maderas, y una como clara atmósfera de alucinación por donde pasan los seres y se transfiguran los paisajes y los objetos. Un cierto desasimiento metafísico, una melancolía casi púdica, pero irrevocable, constituyen la atmósfera moral de esta poesía. El poeta aparece herido para siempre en la víscera cordial. Y su visión del mundo surge así toda envuelta en una frágil niebla de grises disminuidos que esfuma y subraya al mismo tiempo los perfiles de las cosas. La palabra, escogida, meditada, oída en su música esencial, calculada como mensajera de la emoción, de la intuición o de la idea, se presenta también aquí, como en toda auténtica poesía, investida con el poder siempre extraño, siempre nuevo y milagroso, para crear la belleza poética. No es poco. Mejor dicho es exactamente lo que se requiere para producir el resultado de un poeta verdadero. Tal es el caso de este poeta colombiano, cuya fama, como es apenas obvio, no tiene ningún carácter popular, sino restringido a un puñado de fervorosos admiradores… Tal vez la distinción de que ha sido objeto su obra amplíe el conocimiento de ella, aun cuando eso no sea necesario para su validez evidente, sino para beneficio de goce de quienes aún la desconocen.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+¿DE QUÉ ÍNDOLE ES LA POESÍA del mexicano amable, cordial y magnánimo que se llama Alfonso Reyes? ¿De dónde, de qué lejano hontanar de la lengua española, mana esta linfa clara de sus poemas? He ahí una cuestión que las críticas hispanoamericana y europea se han preguntado muchas veces, sin encontrar cabal respuesta. De entrada, parece que esta poesía se adapta a Góngora y a Garcilaso por el tono, el vocabulario, el acento y una cierta disposición formal de la metáfora.
+Sí. Reyes es un español a la americana, a la mexicana. Del Arcipreste hay también mucho y de lo mejor en su obra lírica, en su voz del poeta. Pero todas estas influencias, concentradas, hacen una singularidad muy especial, dista de cada uno de los modelos, o de todos juntos. Reyes es un poeta cuya manera podría ser determinada en cualquiera antología de la lengua, a distancia, de un golpe, con sólo escuchar la lectura de un poema suyo.
+Tiene su poesía un ademán que oscila entre lo culto y lo popular, y parece, toda ella, un propósito estético admirable por hacer confluir en la delgada línea del verso esos dos elementos contradictorios y, sin embargo, complementarios. Predomina, desde luego, la sabiduría culta, la elegante erudición, la noción «intelectual», sobre el desnudo sentimiento. Pero ello es también una gracia superior, llena de atractivo. Además, hay momentos —y son muchos, por fortuna— en los cuales el poeta desborda sobre el crítico, sobre el erudito, sobre el humanista y la voz de la poesía se hace más directa, menos filtrada, más eficaz y plena de emoción.
+Reyes es uno de los pocos grandes poetas de América. No se le reputa unánimemente como tal, a causa de la extraordinaria importancia de su tarea como crítico, como ensayista, como estimulante animador de ciertas ideas esenciales y de difícil aclimatación en estos pueblos de gente vivaz, charlatana y superficial. Por este aspecto, Reyes es un europeo y no un europeo español, precisamente, sino un europeo a la francesa. No importa, para el caso, que sus temas se relacionen casi siempre con los problemas básicos de la cultura española e indoespañola.
+Decimos a la francesa por la seriedad, la densidad, la responsabilidad de sus juicios. Hispanista hasta la médula, trasciende, no obstante de los límites precarios a que se ha reducido, en nuestro calamitoso tiempo, el sentido de esta denominación que, en rigor, y aplicada al caso de Reyes, quiere decir amor de la más pura tradición de nuestro idioma y comprensión crítica, no beata, de los mejores y más altos modelos del elenco clásico de la Península.
+Quienes en la América hispana tenemos algo que ver y hacer con el arte de escribir sabemos que Reyes ejerce una especie de amable dominio intelectual sobre estas literaturas, dominio que él rechazaría si se le dijera que existe como una función deliberada de su propia persona. No hay, probablemente, hombre más discreto que Reyes, a juzgar por el sentido cordial que llevan sus reparos más justos, inexorables y precisos sobre la tontería ajena. Brilla en ellos una erudita cortesía, tan diferente del golpe rudo y sin gracia que dan, por lo común a sus amigos y enemigos, otros críticos de menos categoría.
+El beneficio que a las letras hispanoamericanas ha aportado Reyes merecería un comentario aparte. Señalo, no obstante, algunas de sus líneas generales: con Reyes se precisa, toma forma y excelente calidad, más allá del espíritu rígidamente académico, el interés literario en América por la gran tradición clásica española: el Arcipreste, los dos Luises, Gracián, Cervantes; como contrapunto natural con Reyes, asciende también el interés por el conocimiento de lo que en la literatura de los países y herederos del idioma español en América tenga sabor y pigmento estéticos y sirva, al mismo tiempo, como muestrario de folklore y vitrina de lo popular y de lo culto.
+En la obra de Reyes aparecen confundidas las raíces de lo español y de lo hispanoamericano, enseñándonos así el escritor mexicano que de ese providencial amasijo resulta un pan intelectual que sabe deliciosamente; con Reyes aprendemos que la crítica literaria es una labor noble y difícil, cuyo cumplimiento cabal reclama la posesión de ciertas condiciones: honestidad del criterio, responsabilidad intelectual, suave intransigencia para no rechazar el gato cuando lo que hemos pedido es la liebre; desdén por la pedantería… En los libros de Reyes hallamos a un espíritu solicitado por la recóndita gracia que alienta en todas las cosas; nos encontramos con la poesía y con el poeta.
+(De Textos no recogidos en libro, vol. 2)
+EL EQUÍVOCO CORRIENTE sobre toda antología —de prosa o de verso— consiste en que cada lector supone que el antologista debe estar de acuerdo con él en sus preferencias y gustos. Y como ello no ocurre así sino por rareza y en medida muy parva, las antologías tienen siempre mala crítica y pésima fama. Además, toda antología crea para quien la hace el grave problema de las insatisfacciones de los autores que en ella figuran, y el de las enemistades de los que no figuran. Si la antología se hace en un país subdesarrollado culturalmente, como Colombia, peor que peor, pues es bien sabido que en los países de tal signo las jerarquías de valores no existen, y, por lo tanto, el pobre diablo de la versificación o de la prosa se cree con los mismos méritos del poeta o del prosista verdadero, y exige un tratamiento crítico similar al que se le da a los verdaderos o a los mejores artistas. Y como toda antología es una escogencia, un escrutinio, una operación de deslinde y un muestrario de lo excelente o por lo menos de lo más significativo de una literatura o de una determinada etapa de ella, nada más temerario, en Colombia nada más heroico, que tomar sobre sí la responsabilidad de distribuir con alguna equidad la cuota de descontento entre autores y lectores.
+Ese riesgo, que implica un desafío a las vanidades de gran formato y también a las pequeñas que pululan en nuestro mundillo literario, lo ha tomado el poeta y escritor de prosa, señor Fernando Arbeláez, al preparar y hacer editar por el Ministerio de Educación Nacional su Panorama de la nueva poesía colombiana, al cual, para agravar más el riesgo, le puso un prólogo discutible, toda opinión crítica, vanidoso también en cuanto a la evaluación que él hace de su propia poesía y la de sus compañeros de generación, desenfocado en otros aspectos generales, pero con observaciones y apreciaciones sagaces, inteligentes y exactas, a mi entender, pero que, por la misma razón, le acarrearán malquerencias e incomprensiones. En Colombia decir la verdad que uno piensa en materia literaria es tan incómodo como peligroso. Quién sabe cuántos siglos de civilidad nos faltan para que una opinión crítica que vulnera nuestras certidumbres o simplemente las contraría no produzca reacciones en las cuales la levadura de barbarie intelectual que porta consigo la criatura humana no haga su explosiva aparición.
+¿Cuál es la nueva poesía a que se refiere Arbeláez? La respuesta es obvia: la de su grupo y la del grupo siguiente, donde aparecen el nadaísmo y otras variedades sin nombre o filiación de ismo o tendencia. La poesía de Los Nuevos, desde luego, y la de Piedra y Cielo, también, se presentan en la Antología de Arbeláez a manera de antecedentes inmediatos de esa nueva poesía, lo cual es cronológica, históricamente exacto, como lo es también el hecho de que la poesía de su propio grupo y del siguiente son cronológicamente las más nuevas. ¿Pero lo son esencialmente? Esa es la cuestión que no queda muy en claro ni en el prólogo de Arbeláez ni en la poesía misma. Como tampoco si se trata o no de una gran poesía. Arbeláez parte del supuesto de que la novedad y la sorpresa y el interés de la nueva poesía a que él se refiere emana de un cierto condicionamiento, de un cierto determinismo entre situación histórica y poesía; pero es claro que no supondrá también que ese condicionamiento o ese haberse comprometido existencialmente, según su propia palabra, garantiza la bondad del resultado poético.
+Arbeláez dice: «Hicimos de la crisis que vivimos —que hemos vivido y seguiremos viviendo—, no un objeto de reprobación sino de compromiso, es decir, la convertimos en nuestro propio destino y fue el contenido de nuestros actos poéticos. Comprometiéndonos de esa manera, no pudimos entender otra forma de expresión distinta a la de un lirismo que consultara y reflejara el caos ideológico y la movilidad existentes. Esta nueva antropología poética, dentro de la cual se revelaba el ser de cada uno, como la experiencia inmediata de toda afirmación, fue la camadura de aquella poesía, y es por esto por lo que me he atrevido a señalar la existencia como punto de partida de sus concepciones. La inspiración la encontramos, pues, en el solidario ejercicio de nuestro propio desencanto: no era más, no podía ser más, que un reflejo del “fenómeno universal”».
+Esto es bastante elocuente y perentorio, pero como todo es cuestión de genialidad o de talento, ningún compromiso con las circunstancias históricas, así sea de categórico como el que señala Arbeláez, garantiza nada estéticamente si el artista no es un gran artista. Los valores poéticos pueden florecer por fuera de un compromiso histórico cualquiera. Y eso lo sabe muy bien Arbeláez. Una poesía que no consulte ni refleje «el caos ideológico ni la movilidad existentes» puede ser una gran poesía y la más nueva de todas, si quien la crea es un artista verdadero. No está dicho que haya una sola respuesta, y en un solo sentido, a la situación histórica, por parte del poeta. De manera que si en el grupo de Arbeláez hubiera aparecido un gran poeta bucólico, esa sola presencia bastaría para volver cuestionable y relativa toda su exposición de principios, y para demostrar la fragilidad de la supuesta ley a la cual parece acogerse sobre inevitabilidad del compromiso con la situación histórica. Un marxismo larvado o pudibundo preside este razonamiento. En el orden estético la respuesta del artista a la situación histórica no es tan automática ni tan previsible como trata de demostrarlo Arbeláez en su prólogo.
+Pero no hagamos un pequeño pleito de este aspecto del libro. La verdad es que, en términos generales, Arbeláez ha acertado en la escogencia de los poetas de su Panorama, no porque todos sean de gran calidad, o de la misma, sino por la significación que cada uno de ellos tiene en el desarrollo histórico de la poesía colombiana. Hay allí poetas muy menores pero que una buena fortuna inmerecida dentro de su respectivo grupo los hace acreedores a un puesto que yo creo subalterno en la historia general del respectivo movimiento. Arbeláez cree en la novedad de la poesía de su generación. A mí me parece que novedad en la poesía colombiana no hay desde hace muchos, muchísimos años. A mi juicio, la única verdadera novedad fue la nota original e inconfundible que un poeta, con un solo poema, Silva —el primer «Nocturno»— aportó en un momento dado a la poesía en idioma español. Todo lo anterior a ese suceso y lo posterior a él es, en mi modesta y probablemente equivocada opinión, un alarde de destreza retórica, de ingenio, de gracia, de belleza verbal, de acierto en la expresión de los sentimientos, las intuiciones y revelaciones, pero nada auténticamente original y nuevo en el sentido riguroso de una creación insólita.
+La poesía colombiana ha tejido y tejido en el telar de las escuelas y tendencias de moda, y sus grandes voces siempre han dependido de otras voces mayores. Desde Hernando Domínguez Camargo, hasta el nadaísmo, la poesía colombiana elabora y reelabora influencias, como es apenas natural en toda literatura que carezca de grandes patrones geniales y una larga y sólida tradición de cultura. Pero sería insensato no reconocer y no admirar a los pocos poetas colombianos que aun dentro de esa línea de asimilación, de imitación y de influencia, han creado una obra poética excelente. Algunos de ellos desde los viejos —nuevos hasta los jóvenes— nuevos aparecen en el Panorama de Arbeláez, a quien debemos agradecer su esfuerzo por ofrecer a los lectores una visión de conjunto sobre casi medio siglo de poesía colombiana.
+(De El Tiempo, 1 de febrero de 1965)