Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Caballero, Antonio, 1945-, autor
Sin remedio / Antonio Caballero ; presentación, Pablo Ramos. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,4 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-62-9
1. Novela colombiana - Siglo XX 2. Libro digital I. Ramos, Pablo, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: Co863.44 ed. 23 |
CO-BoBN– a1018262 |
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ISBN: 978-958-5419-98-8
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Antonio Caballero
© 2004, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Pablo Ramos
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+LEER A ANTONIO CABALLERO, leer precisamente esta novela, Sin remedio, fue para mí un antes y un después en la relación que, desde hace tiempo, mantengo con el pueblo colombiano, más precisamente con la ciudad de Bogotá. Modificó la mirada que tenía de la ciudad: de la gente y sus lugares, y desde esa vez, cada vez que camino por ella, la voz de Ignacio Escobar suele aparecer en mi mente como una epifanía, y convierte dicha caminata en una posibilidad, otra de las posibilidades que puede darme Bogotá. El paisaje (urbano y humano) adquiere un nuevo sinsentido y pierde inocencia; es como si me mantuviera todo el tiempo frente a la inminencia de una revelación que jamás va a ser develada y por lo tanto alerta del hecho estético. Así hace que yo camine sus calles de cuatro estaciones por cuadra, de gente enloquecida que viene y va; o que va y va, vaya a saber uno para dónde. Y cuando estoy molido y sin piernas, asfixiado de altura y de esmog, y me detengo, por ejemplo, a tomar una cerveza en el Club Colombia, miro alrededor y murmuro entre dientes: un poco te conozco, rolo, no trates de engatusarme con tus antiguos moditos cachacos. Y me siento bien, muy bien por tener un mínimo de esa triste consciencia que me ha regalado y me regala aún después de muerto el bueno de Escobar.
+Es lo increíble de la gran literatura: sea como fuere de dura o pesimista, traiga la muerte que traiga, el silencio posterior a su lectura termina siendo vital y amoroso. La belleza habita ese silencio y por lo tanto lo separa para siempre de los incontables silencios mediocres, de las simples, comunes y corrientes ausencias de sonido, y lo hace perfecto y por lo tanto eterno.
+Había leído y releído al menos una vez esta monumental novela. De hecho, cuando hablo del comienzo perfecto, ideal, de una novela, suelo recurrir a Sin remedio, como suelo recurrir a El desbarrancadero, de Fernando Vallejo.
+A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Desde la madrugada de sus treinta y un años Escobar contempló la revelación, parada en el alféizar como un pájaro: a los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble.
+Así se empieza una novela, les digo a mis alumnos, así: al borde de no poder seguirla, al borde de dejarla sin trama, al borde de hacerla fenecer. Porque eso son pelotas, lo demás es prosa mariconera, como diría el propio Escobar. Entonces estoy con mi ejemplar de esta novela, ya amarillo y ajado, todo el tiempo sobre el escritorio de mi estudio, siempre a mano. Esta vez la relectura se debió al inmerecido honor de tener que ponerle palabras previas a un escritor que no las necesita. Y fue uno de los placeres más puros, exquisitos y significativos que tuve la suerte de gozar en este último tiempo, un año que termina con muchas muertes, con distintas muertes. Tanta muerte como hay al final de la novela.
+Quiero entonces decir algo al respecto de la relectura, del acto de volver a leer lo que ya se ha leído, lo que ya se conoce. Releer los grandes libros supera con creces al hecho de haberlos leído. Muerta la ansiedad, matado el entusiasmo de tener algo nuevo que leer, uno se encuentra frente a frente ya no con un posible escritor, un posible libro, uno se encuentra frente a frente con uno mismo. Oficiador y partícipe de la única fe en la cual algunas personas podemos comulgar: la fe de las palabras escritas. Y es esto lo que me ha pasado y me sigue pasando a mí con Sin remedio.
+Dicho esto, usted, hipotético lector de estas líneas, podría tranquilamente saltarse lo que sigue y meterse de cabeza en una de las novelas más extraordinarias que dio la literatura colombiana. En mi país solemos decir que cuando un escritor colombiano es bueno es dos veces bueno. No sé, tal vez por la fascinación que nos produce la riqueza coloquial de la lengua colombiana en relación con la gris parquedad de nuestro sonido rioplatense. El único problema es que cuando los colombianos exageran no reparan en gastos, y a veces puede que el que acosa se vaya de medida. Parece una broma, no, «a veces puede que las cosas se vayan de medida». De hecho, yo entiendo a Colombia no como un país sino como un continente de regiones, de fronteras irreconciliables. La triste frase que una vez oí, «para un colombiano no hay nada peor que otro colombiano», se me reveló más de una vez como una verdad circunstancial en las diferentes ciudades que he conocido del país. Pero la esencia del autoprejuicio colombiano se nota mejor en esta novela, en los personajes de esta novela, personajes secundarios que van construyendo ese mundo tan artificial y tan falso contra el que Escobar se rebela. La realidad de Fina, por ejemplo, una mujer contundente que podría ser el único motor de Escobar, la única persona viva que lo rodea, es definida y defendida por la tía Leonor de la peor manera: «Es caleña, sí, pero muy querida». El doctor Ernestico Espinosa es un poco más categórico: «Caleña es caleña —haciendo un guiño procaz—. Te lo digo como médico, ala. No como amigo». Para bien y para mal, siempre para mal disfrazado de bien, son las opiniones que de Ignacio Escobar y su vida tiene esta familia tan representativa de la aristocracia bogotana. En medio de esa gente muerta en vida o muerta en muerte, están también monseñor Boterito Jaramillo rechoncho de ñoquis y copitas, el fantasma de Focioncito, las tías al borde de dejar de funcionar biológicamente, y el insoportable y exitoso poeta de pluma enmierdada, Ricardito, que a la edad de Escobar ya había publicado no sé cuántos montones de poemas, dice su madre, aunque no pueda recordar ninguno.
+Es insoportable estar ahí, en medio de todos ellos; sin embargo, Escobar depende del dinero agusanado de su familia, de su alimento carnal, del mismísimo cebo que sudan. Ahí va rebotando como bola sin manija. Pero todo esto se organiza y fluye con una increíble facilidad, para que seamos testigos de todo el cromatismo de la desintegración de una persona, de un personaje que a priori ni siquiera desea ser persona. Anhelando la muerte de Rimbaud, Escobar va en procura de su propia muerte, de la real (la literal y la literaria). Y Antonio Caballero nos lleva de la mano sin empujones, sin tironeos, con un equilibrio sublime entre el narrador medio de la tercera persona y la propia voz de su personaje. El resultado es envidiable, pues logra llegar inmediatamente a su propia y personalísima gramática de la creación literaria: a su propio lenguaje, es lo que quiero decir. Algo muy difícil de lograr para muchos escritores contemporáneos, algo que a veces creo que hasta olvidaron que es el único deber moral que tienen al sentarse frente a una página en blanco. La forma acá es perfecta, y la forma acá es lo único que importa.
+Cargado de necesidades y de dolor existencial, con el débil escudo de la ironía y la burla, Ignacio Escobar se hunde y nos hunde en el más vasto abismo de la insignificancia humana, en la derrota de la verdad y la belleza frente a la ignorancia y las supuestas buenas costumbres, con una sola y casi imposible posibilidad de salvación, un consejo, diría yo: «Huye, que sólo el que huye escapa».
+La sociedad bogotana, al menos una buena parte de ella, está retratada acá con crudeza y con maestría. Su hipocresía, su refugio de la forma, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser, el fingido pudor de alfombra por la mugre que guarda en su panza y que se empeña en digerir sin que esto genere escándalos ni olores ofensivos. Ignacio Escobar es un príncipe, un noble desterrado, insomne y fatal. Un toro malherido que sabe que por más que los mate a todos a él también van a matarlo, van a quebrarle las patas, a cortarle las pelotas y a exhibirlas en una vitrina junto a otras pelotas cortadas de otros toros matados a lo bestia. Matados y rematados. Pateados después de muertos porque el respeto ya no existe, ni por los vivos que viven, ni por los vivos que mueren, ni por los muertos matados y por matarse, ya que el matador es un ser indigno de la muerte que ejerce, como lo es el vividor indigno de la vida que desperdicia. Por ahí, creo yo, te va a llevar Escobar, estimado lector, por ahí y por muchos lugares más hasta dejarte un claro mensaje, un mensaje que es la pura expresión de la oscuridad en la cual estamos sumidos los seres humanos: no hay remedio.
+PABLO RAMOS
+A Alexandra
+A LOS TREINTA Y UN AÑOS Rimbaud estaba muerto. Desde la madrugada de sus treinta y un años Escobar contempló la revelación, parada en el alféizar como un pájaro: a los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble.
+Fina seguía durmiendo junto a él, como si no se diera cuenta de la gravedad de la cosa. Le tapó las narices con dos dedos. Fina gimió, se revolvió en las sábanas, y después, con un ronquido, empezó a respirar tranquilamente por la boca. Las mujeres no entienden.
+Afuera cantaron los primeros pájaros, se oyó el ruido del primer motor, que es siempre el de una motocicleta. Es la hora de morir. Sentado sobre el coxis, con la nuca apoyada en el filo del espaldar de la cama y los ojos mirando el techo sin molduras, Escobar se esforzó por no pensar en nada. Que el universo lo absorbiera dulcemente, sin ruido. Que cuando Fina al fin se despertara hallara apenas un charquito de humedad entre las sábanas revueltas. Pensó que ya nunca más sería el mismo que se esforzaba ahora por no pensar en nada; pensó que nunca más sería el mismo que ahora pensaba que nunca más sería el mismo. Pero afuera crecían los ruidos de la vida. Sintió en su bajo vientre una punzada de advertencia: las ganas de orinar. La vida. Ah, levantarse. Tampoco esta vez moriremos.
+Vio asomar una raja delgada de sol por sobre el filo hirsuto de los cerros, como un ascua. El sol entero se alzó de un solo golpe, globuloso, rosado oscuro en la neblina, y más arriba el cielo era ya azul, azul añil, tal vez: ¿cuál es el azul añil? Y más arriba todavía, de un azul más profundo, tal vez azul cobalto. Como todos los días, probablemente. Aunque esas no eran horas de despertarse a ver todos los días. Nada garantizaba que el sol saliera así todos los días. No era posible. Decidió brindarle un poema, como un acto de fe.
+Sol puntual, sol igual,
+sol fatal
+lento sol caracol
+sol de Col-
+ombia.
+Y era un lánguido sol lleno de eles, de día que promete lluvia. Quiso despertar a Fina para recitarle su poema. Pero ya había pasado el entusiasmo.
+Quieto en la cama vio el lento ensombrecerse del día, las agrias nubes grises crecer sobre los cerros, el trazado plomizo de las primeras gotas de la lluvia, pesadas como piedras. Tal vez hubiera sido preferible estar muerto. No soportar el mismo día una vez y otra vez, el mismo sol, la misma lluvia, el tedio hasta los mismos bordes: la vida que va pasando y va volviendo en redondo. Y si se acaba la vida, faltan las reencarnaciones. El previsible despertar de Fina, el jugo de naranja, el desayuno.
+Cada día pasaban menos cosas, y cosas más iguales, como si sólo sucedieran recuerdos. Al despertarse cada día tenía siempre la boca llena de un sabor áspero de hierro, la garganta atascada como un caño oxidado de sulfatos. ¿Se oxidan los sulfatos? ¿Se sulfatan los óxidos? Pasaba días enteros durmiendo, soñando vagos sueños, sueños de sorda angustia, persecuciones lentas y repetidas por patios de cemento encharcados de lluvia. Fina lo despertaba, le daba de comer, lo dejaba dormir, lo olvidaba en su sueño: a veces insistía en darle vitaminas, como si fuera eso. Había dejado de sentir, de esperar, de hacer planes, de pensar cosas complicadas, con incógnitas. A veces todavía —pero era por inercia— se le seguía viniendo a la cabeza algún poema: un poema bobísimo, como la bobería misma de componer un poema. La forma debe reflejar el contenido. Sí, pero para qué. Sí, pero ah… Como si su organismo por costumbre fuera poniendo huevos sin querer: un breve esfuerzo, un hipo, y una cosa redonda queda ahí abandonada —asonante, consonante, infecunda. A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto, por lo menos. Se sentía resecado, reblandecido, enfriado, moribundo, y rodeado de cosas terriblemente muertas. Y así, días. Semanas. Algo en él le decía que aquello iba a durar toda la vida. Y nada le decía cuánto iba a durar la vida.
+—Mi amor, oye —dijo Escobar sin moverse. Y recitó:
+Desde antes de nacer
+(parece que fue ayer)
+estoy muer-
+to.
+Fina lo miró con irritación.
+—Es un poema que acabo de pensar —se disculpó Escobar.
+—¿Hoy tampoco te piensas levantar?
+—Hoy tampoco. Pero me afeitaré, probablemente.
+—Me muero de la rabia de verte todo el día durmiendo como un cerdo.
+—Tú tienes un trabajo, niña. Y clases de ballet, de karate, no sé.
+—Sal de la cama. Voy a tenderla.
+—La mujer hacendosa es como el rayo.
+—No pongas los ojos en blanco.
+—No estoy poniendo los ojos en blanco.
+—Estás poniendo los ojos en blanco. Lo sabes perfectamente.
+Fina tendió la cama, puso sábanas limpias. Escobar se metió de nuevo entre las sábanas frías, rompió la geometría de sus dobleces, inició nuevos pliegues, arrugas incipientes que al cabo de la mañana se habrían convertido en nudos tibios. Sin mirarlo, Fina recogió bolsas y talegos, carteras, cigarrillos, zapatillas. Salió. La puerta del apartamento se cerró de un golpe.
+—¡Tráeme hierba! —gritó Escobar.
+Pero no hubo sino un silencio sin respuestas, vibrátil, casi dominical.
+—Tráeme hierba, mi amor: es mi cumpleaños —dijo, en voz alta todavía, sabiendo que era inútil.
+Cuando uno está tendido boca arriba, y si pone las yemas de los dedos en cierto sitio del vientre, se diría que se oye pasar el tiempo. Escobar lo oyó pasar un rato largo. Sería bueno ir al baño antes de que volviera el sueño, antes de la primera siesta matinal. Retazos de imágenes, fosforescencias en la negrura tibia de los párpados cerrados, nubarrones negros y duros que se dejaban caer con una especie de graznido, un crepitar de fondo de pitos y motores, el golpear de la lluvia en la ventana: la mañana habitual. Y el llamado insistente de la vejiga, como un tamborileo. Se levantó con un suspiro. Empezó a caminar hacia el baño, mirando fascinado el juego de vaivén de los tendones bajo la piel de sus pies descalzos. Apoyaba el talón primero, sin verlo, sin sentirlo, y luego toda la planta, sintiendo la blandura de la alfombra en el arco del pie, y por último los dedos se pegaban unánimes al piso, como ventosas rosadas, y los tendones, que tal vez eran más bien huesos metacarpianos, estiraban la piel y la hacían blanquear sobre el gris pardo de la alfombra; pero ya venía el otro pie de más atrás, lanzaba sus propios dedos unánimes contra el piso, sus metacarpos, sus metatarsos: la monotonía terrible de la naturaleza. Orinó con unción. De niño era capaz de enviar el chorro a cuatro metros. Y ahora ya no. He vivido.
+Leyó por cuarta vez, quizás por quinta vez: jabón de crema con Eucerit (sustancia afín a la piel) que limpia y cuida la piel de todo el cuerpo, dejándola delicadamente suave. A los treinta y un años Rimbaud no sólo estaba muerto, sino que había renunciado por completo a la literatura, esa falacia: crema afín a la piel. Halló otro texto: nueva fórmula de componentes activos que proporcionan humedad y la incorporan a la piel. Verificó: no había ningún error: eran dos textos diferentes, dos productos distintos, dos frascos. Y otro más: crema renovadora. Y otro, en francés: lait de beauté. Qué poca variedad ofrece la literatura.
+Sacó de la biblioteca el tomo de la R y se derrumbó en el sofá con los ojos cerrados. El lomo frío de la enciclopedia le pesaba en el vientre. Dejó escapar un ay muy quedo y largo —un aaaaayaaaaayaaaaaaaaayyy sin fuerzas, sin ganas, que le salía del alma. Dios mío, deben de ser apenas las nueve de la mañana. «Rimbaud, Arthur. 1854-1891. Poeta francés de la escue…». No es posible. De cincuenta y cuatro a sesenta son seis, a noventa y uno, treinta y uno, y seis, treinta y siete. Menos treinta y uno, seis: todavía me quedan seis años. No es posible. Hizo la cuenta restando 1854 de 1891. Lo mismo: treinta y siete. A los treinta y siete años de su edad, Rimbaud Arthur cedió a la gangrena en un hospital de Marsella. Seis años todavía: no hay error en las cuentas. ¿Pero por qué Rimbaud? En fin, las cosas son así. Tiene que haber algún poeta que haya muerto más joven. Algún efebo inglés. Pero pensar, buscar…
+Se bañó, se afeitó. Las once apenas. Se bañó nuevamente. Se embadurnó de crema con Eucerit. Resultó no ser tan afín a la piel como el texto prometía, y tuvo que volver a bañarse. Las doce, nada más. Habían pasado sólo tres horas de los miles de horas que caben en seis años: ejércitos de horas alineadas, pacientes, esperando su turno, horas que hay que matar una por una a medida que asoman la cabeza; que se ven venir una tras otra desde la curva gris del horizonte, como olas; que llegan a estrellarse por fin con un planazo contra la grava de la playa cuando ya asoman otras más, más lejos, una detrás de otra. Horas que van reproduciéndose sin que se sepa cuándo, preñada cada una de muchos miles de horas idénticas a ella. Escobar se miró largamente en el espejo. Media hora, tal vez. Señor, dentro de seis años estaré completamente calvo.
+Crema renovadora para cabellos secos y maltratados. Les devuelve su brillo, su suavidad y su flexibilidad naturales, prometía la etiqueta. Pero rechazó los auxilios de la ciencia. La una, tal vez la una y cuarto; con mucha suerte, y media. Desnudo todavía, salió del baño.
+A la una y media de la tarde las cosas se congelan en una gran quietud universal que remeda la rigidez de la muerte: inmóviles, bañadas por una luz también inerte. Cerrando el ojo izquierdo se las ve más doradas, y cerrando el derecho, más azules. Tonos fríos y calientes: todo está ya nombrado, todo ha sido ya dicho, y todo se repite. Todas las cosas están entonces unidas entre sí, comunicadas por una red compleja de corrientes subterráneas, torrentes silenciosos de la linfa incolora de la cual todas las cosas están hechas. En resumen —se dijo Escobar— todas las cosas acaban siendo cosas; sólo cosas, tal vez intercambiables. Da lo mismo, y quizás es lo mismo, orinar que mirar por la ventana. Fue a orinar otra vez. Miró por la ventana. Pensó orinar por la ventana, pero no le quedaba ya con qué. Era exactamente lo mismo: la misma transparencia un poco turbia. Todas las cosas son una sola cosa.
+—Me pregunto si no habré descubierto el secreto esencial del Universo —dijo en voz alta. El silencio chupó el sonido de su voz. Ya no estaba seguro de haber hablado en voz alta, ni recordaba tampoco los pasos minuciosos de su proceso reflexivo. El ser, la nada, la esencia, la conciencia. Tema para un poema metafísico. La esencia de un poema es el poema. Y eso servía también para el primer verso del poema, o inclusive para todo el poema: un poema es un poema es un poema. Pero eso está ya dicho, pero es que todo está ya dicho, pero es que todos los poemas son poemas son poemas. La palabra poema empezaba a sonarle cremosa, untuosa, con un olor de agente activo, de Eucerit, más bien dulzón. Poema, poema, poema. Se le quedaban grumos de poema pegados al paladar, en el fondo de la encía, a donde no llegaba la punta de la lengua, espesos y blancuzcos, con una consistencia espumosa de nata. Se metió en la cama, se cubrió la cabeza con las sábanas, y en la penumbra tibia empezó a llamar a su madre con voz queda.
+Lo despertó con un peso de angustia el repiquetear taladrante del teléfono. Ahuecada, lejana, la voz entristecida de su madre.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—No me llamas nunca.
+—Hace un rato te llamé. No contestó nadie.
+—Estaba hablando con Ernestico Espinosa.
+—Siempre estás hablando con Ernestico Espinosa, mamá. ¿De qué hablan?
+—Ernestico es magnífico cardiólogo.
+¿Qué era lo de su madre? ¿Hipertensión? ¿Infratensión, si así se llama lo contrario?
+—¿Cómo sigue tu tensión?
+—Igual.
+—Ah.
+—No vienes nunca, mijo.
+Tembló de sólo pensarlo. Una cosa es llamar a la madre en el trance severo de la muerte, y otra muy diferente visitarla. El informe saquito de huesos perfumado y pintado, arrebujado en chales en el hondo sillón, junto a la chimenea siempre encendida. La alta onda gris petrificada del cabello, el haz de tendones de la garganta aprisionado por seis vueltas de collares de perlas. Las sirvientas almidonadas y crujientes. Los tíos bebiendo whiskies pálidos, las tías empecinadas en el té. Ernestico Espinosa, con perfil ondulado y perfumado de cardiólogo, de perla en la corbata. Monseñor Boterito Jaramillo, con su sotana de botones morados, perdidos en el cuello bajo su doble juego de papadas. Ricardito Patiño, poeta de salones, eructando su whisky con dulzura tras una larga mano desmayada, veteada de pecas grises, rojas, violetas. Las bandejas de plata de muffins y tostadas, el fulgor apagado de los frascos tallados de cristal, llenos de whisky y brandy. El fulgor obstinado de los marcos de plata con fotos desvaídas de difuntos: su abuelo don Foción, cinchado en su uniforme de general de la guerra; su padre con el dedo meñique estirado apoyado en la punta de una mesa, de frac, cuando era joven, cuando estaba vivo, cuando era plenipotenciario en Asunción; su hermano Focioncito con su sonrisa sepia de seis años y sus rizos de oro, arrebatado al cielo en la flor de la infancia.
+—¿Estás ahí?
+—Sí, mamá.
+—¿Dónde estás?
+—Aquí, mamá, en mi casa. Me estás llamando tú.
+—Claro. Como tú nunca llamas.
+—Hace un rato llamé.
+—Pero no vienes nunca.
+—¿Y tu tensión? ¿Igual?
+—Bajísima. Ernestico Espinosa me dice que nunca ha visto una tensión tan baja.
+En la voz de doña Leonor vibraba un desproporcionado orgullo.
+—Ah…
+—Es que claro: yo aquí sola en este caserón…
+—¿Sola? ¿Sola, mamá? Nadie nadie la cuidaba / sino Andrés y Juan y Gil / y ocho criados y dos pajes / de librea y corbatín.
+—No te burles, mijo. El servicio está imposible. Les da uno la mano y le arrancan el codo. Es que en esta casa hace falta un hombre. «La voz del hombre es como el rayo», decía siempre tu papá, el pobre.
+—Sí, mamá.
+—¿Por qué no te vienes a vivir acá? Para no estar tan sola. Tu cama está ahí, intacta, como cuando te fuiste, y la de Focioncito.
+Escobar apartó el auricular y puso cara de mártir. Para nadie, en el aire. ¿Qué hora podría ser? Las dos, quizá. Las tres, calculó por la densa oscuridad del cielo hinchado de lluvia. Dejó que su mamá hablara un rato sola en la otra punta del teléfono. Arrepentido, volvió a escuchar. Doña Leonor hablaba todavía de Focioncito, arrebatado al cielo en la flor de la infancia.
+—Mamá, por favor. Focioncito está muerto.
+—Yo sé, mijo. Eso es lo malo. Si no, no estaría sola, tú lo sabes.
+—Mamá, tú no estás sola.
+—Ignacio, no te permito que vuelvas a decir que las sirvientas son compañía.
+—No, mamá. Pero allá se la pasa todo el mundo. Tío Foción, tía Clemencita, tío Pablo, tía Memé.
+—Tu tía Clemencita está acabada.
+—Bueno, mamá, pero tíos y tías, primos, primas, sobrinos, sobrinas, tu amigo Ricardito, Ernestico Espinosa, que va a tomarte la tensión todos los días, monseñor Boterito Jaramillo, que va todas las tardes a tomarse tu coñac, tu amiga Lulucita Pineda.
+—Lulucita ya casi ni respira, mijo, la pobre. Parkinson. Ernestico no le da ni medio año. Y monseñor Botero Jaramillo tiene cáncer en la lengua.
+—Sí, mamá, eso le pasa a todo el mundo.
+Se quedaron callados los dos un rato.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—¿Qué haces?
+—Nada. Estaba durmiendo. Me despertaste.
+—Mijo, ¿no piensas hacer nunca nada?
+—No. Sí. No sé. Estoy escribiendo un poema.
+—¿El mismo?
+—Sí, mamá, el mismo.
+—¿Cuándo lo vas a publicar?
+—No sé. Cuando lo acabe.
+—¿Y cuándo lo piensas acabar?
+—No sé.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—Te vas a alcoholizar, mijo. Como Ricardito.
+—¡Mamá, por favor!
+—No veo por qué te exaltas, Ignacio. A tu edad, Ricardito había publicado ya ni sé cuántos libros de poesía. Me acuerdo de uno que me dedicó a mí que se llamaba Ritos, Rimas, Restos, Ramos… ya ni sé. Ruinas. Todo se me olvida. Es la tensión baja.
+—Es que no me quiero volver como Ricardito, mamá. Precisamente.
+A su edad, Rimbaud estaba muerto. Y a la de Ricardito, no digamos.
+—No seas injusto. Ricardito tenía muy buenos versos.
+—Dime alguno.
+Al otro lado del hilo se oyó a doña Leonor pensar durante un rato.
+—Ya no me acuerdo, mijo. Es la tensión. Es que estamos todos muy viejos, son pendejadas.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—Estoy muy vieja, mijo. Estoy muy sola.
+Escobar alzó de nuevo los ojos al cielo. Abandonó el auricular recalentado sobre el pecho. Lo recogió irritado.
+—Mamá, tú no estás sola. ¿Por qué no te casas con Ricardito?
+—¿Con Ricardito, mijo? —oyó la risa cristalina de su madre. Colgó el teléfono.
+Había perdido una hora. Había ganado una hora. De su vida. De su muerte, tal vez. También él estaba solo, y viejo: tenía treinta y un años, y a su edad Rimbaud, o por lo menos Ricardito… ¿Volver a casa de su madre, a su cama tendida desde siempre, esperándolo? El claustro materno. Los altos cielos rasos, las maderas pulidas, los prados del jardín atravesados por carreras de perros. Y a lo mejor Ernestico Espinosa descubría al auscultarlo que el problema era eso, una tensión bajísima. Volver a casa de su madre. Reproducir su infancia de lutos y silencios. Envejecerían juntos. Permitiría que su tensión bajara lentamente, que su sangre se fuera deteniendo; se iría muriendo poco a poco, convirtiéndose en una foto desvaída en un marco de plata.
+De nuevo lo agredió el repentino repiquetear frenético. Hubiera debido dejar el teléfono descolgado. Hubiera debido conocerla mejor: al fin y al cabo lo había parido. Dejó que el teléfono sonara más de diez veces. Descolgó.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—¿Por qué no contestabas? Pensé que te había pasado algo.
+—No sonaba el teléfono.
+—¿Por qué no vienes a comer esta noche? No te veo nunca.
+—No puedo, mamá.
+—Viene Ernestico Espinosa. Viene monseñor Boterito Jaramillo. Va a haber un soufflé de queso de verdadera fantasía, mijo, lo mejor de Saturnina. También viene Ricardito, claro.
+—La ciencia, la religión, la poesía, la gastronomía. No te privas de nada. Pero de veras, no puedo.
+—Trata de poder, mijo. ¡Es que estoy tan sola!
+—¡Pero mamá, por Dios! ¿No dices que van a comer Ernestico Espinosa y Ricardito y monseñor Botero Jaramillo?
+—Pero eso no es nadie, mijo. Tú sabes que eso no es nadie.
+—Mamá, de verdad, te lo digo perfectamente en serio: cásate. Si no te quieres casar con Ricardito, cásate con Ernestico Espinosa, tan ondulado, tan perfumado, tan cardiólogo. Está loco por ti.
+—¿Por mí? No seas ingenuo, mijo. ¿Quién va a estar loco por esta vieja? A Ernestico lo que le interesa es la plata, pobre.
+—Entonces con tu amigo monseñor Botero Jaramillo.
+—No digas eso, Ignacio. Es un sacerdote. Además tiene cáncer en la lengua.
+—Perdóname, mamá, pero tengo que colgar. Están llamando a la puerta.
+—Te espero entonces. Hay soufflé.
+Colgó. Se acomodó mejor entre las sábanas. Se quedó dormido.
+Lo despertó el retorno de Fina.
+—¿Me trajiste la hierba?
+Fina lo miró con ojos de agua oscura, movida, barrida por corrientes. Mal signo. O a lo mejor buen signo. Nunca podía acordarse de si era buen o mal signo que los ojos de Fina estuvieran oscuros o claros, turbios o luminosos. Pero era un signo, y todos los signos son malos. Mientras la estaba mirando, a Fina le empezaron a temblar los labios. Y sin preaviso, con la cara quieta, le brotaron las lágrimas. Así, a primera vista, parecía llanto de rabia. Del peor. Pésimo signo.
+—¡Pero niña! —Escobar se enderezó en la cama. Levantarse, esforzarse, las tablas frías del piso, el brazo protector sobre los hombros, la brega para que ella aceptara el peso del brazo protector. Se le venía encima una tarea de lidiador. De filósofo estoico.
+—Pero niña… —repitió sin moverse de la cama—. ¿Qué pasa?
+—Nada.
+—Claro que pasa algo.
+Fina lloraba para largo, sin limpiarse las lágrimas, dejándolas rodar por toda la cara y formar luego una gota pesada y transparente en la barbilla. Dramas no, Dios mío. Fina le dio la espalda y se puso a mirar llover por la ventana. Ah, dramas no, dramas no. Fina, mi amor, entiende: yo nunca sé qué hacer en estos casos, y además estoy débil, y hoy todo sale mal: primero fue Rimbaud, luego, la esencia, luego llamó mamá, y ahora tú, encima, y al que le toca reconciliarse siempre es a mí, claro, cuando yo no he hecho nada. Yo estaba aquí acostado sin molestar a nadie cuando empezó a salir el sol, que no supo durar, y se soltó de lo negro este aguacero que no conoce límites, y las horas empezaron a pasar muy lentamente y cada vez peor, y ahora volviste tú sin hierba, te había pedido hierba, pero no importa ya la hierba: es la lluvia, es el tiempo que pasa, es tu llanto, es tu injusticia, es la injusticia general, lo terrible que se suma a lo terrible, que se acumula, que se espesa, se fragua y se endurece en una masa compacta y sólida y pesada de magma o de algo así que una vez hecho y duro se desploma sobre mí como un cielo de piedra, mi amor.
+—Mi amor: dime qué pasa.
+—Es problema mío.
+—Tus problemas son mis problemas.
+—¡Claro, no te traigo hierba!
+—No me traes hierba, es cierto. Pero no es eso. Es que te quiero.
+—No seas payaso.
+Y encima, el tono: como de navajazo. En el silencio rencoroso se oía subir desde la calle el canturreo de unos niños en la lluvia, entrecortado de jadeos y de ruidos de pies y de gritos de excitación incontenible. Nadie sabe los dramas que lo esperan en la edad adulta. Escobar se levantó suspirando, se acercó a Fina, miró por la ventana. A través de su pelo le llegaban el olor y el calor de sus lágrimas. En cuanto la tocó la sintió endurecerse, y retiró la mano. En la acera, harapientos y empapados, tres niños como enanos y una niña más grande daban saltos incomprensibles, tarareando felices su tarareo insensato bajo la lluvia floja e implacable, siguiendo un laberinto de tizas amarillas medio borrado por el agua. No se contentan con jugar en el asfalto: además cantan. Besó a Fina en el pelo. Sintió una repentina oleada de ternura y deseo.
+—Ven.
+Fina lo apartó de un codazo en el estómago. Seguía llorando, con los ojos cerrados y las narices aplastadas contra el vidrio, empañándolo: estaba viva. Le lanzó otro codazo al esternón, que Escobar esquivó. Le atrapó las muñecas y la mantuvo inmóvil, pegada a la ventana. Ella volvió la cabeza para mirarlo con rabia, con la boca apretada y la cara empapada de lágrimas, repentinamente infantil entre las manchas rojas y las hinchazones del llanto.
+—Quiero tener un hijo.
+—Fina, por favor.
+—Estoy hablando en serio. Contesta sí o no.
+La soltó, volvió a la cama, se acostó boca abajo. El junco se dobla mientras pasa la saña inexplicable del viento. Fina vino a sentarse en el borde de la cama.
+—Es en serio, Ignacio: contesta sí o no.
+—Qué pasa si contesto que no.
+—Es en serio.
+—Pero Fina, de veras, es perfectamente posible que conteste que no.
+—Lo llamaremos Ignacito.
+—No. Me parece espantoso. Un espejo. Un juez.
+—¿Entonces cómo quieres? Lo llamaremos Gedeón.
+—Fina, no quiero tener un hijo.
+—Te estoy hablando en serio. Si me quieres, dame un hijo.
+—Pero mi amor, son dos cosas que no tienen nada qué ver. Además es la primera vez que se te ocurre tener un hijo.
+—Tengo veintisiete años.
+—Y yo treinta y uno —dijo Escobar, de pasada, por si ella caía en la cuenta de que era su cumpleaños y ni un regalo, nada. Fina repitió:
+—Yo tengo veintisiete años.
+—Te faltan veintisiete para la menopausia.
+—No seas imbécil.
+—Es en serio, mi amor. En mi familia se tienen los hijos viejos. Mamá me tuvo a mí pasados los cuarenta.
+—No me pongas el ejemplo de tu mamá.
+—¿Qué tiene de malo mi mamá?
+—Nada. Que es tu mamá.
+—Eso no tiene nada de malo. Esta tarde llamó.
+—¿Ves?
+Se miraron un rato desafiantes, Fina volvió al ataque.
+—No quiero que mi hijo sea como tú. Hijo de viejos. Hijo único.
+—Yo no soy hijo único. Tuve un hermano mayor que se murió cuando yo tenía cinco años. Se llamaba Foción.
+—De eso se murió, claro.
+—¡Y tú le quieres poner al tuyo Gedeón!
+—Yo no quiero: eres tú. Si por mí fuera, le pondría Alejandro.
+—Alejandro es nombre de marica.
+—No tiene nada de malo tener un hijo marica.
+—Los maricas que se llaman Alejandro tienen tendencia a poner después una peluquería o salón de beauté.
+—Cobarde.
+—Eso tampoco tiene nada qué ver. Mira, mi amor, entiende: a mí mi vida se me ha llenado siempre de cosas espantosas por no saber decir que no: payasos de cristal de Murano, artesanías típicas, corbatas de raboegallo. Cuando por fin entiendo ya sin lugar a dudas que no soporto esas cosas espantosas, las cosas espantosas ya están ahí instaladas para quedarse para siempre, y yo me voy muriendo poco a poco de la rabia. Un hijo es una de esas cosas espantosas. Pero he descubierto, por fin, que no me gusta lo que no me gusta. Lo cual es una tautología, expresión ideal de toda proposición filosófica.
+—Farsante.
+Y de nuevo Fina empezó a llorar.
+—Pero mi amor, mi amor, no llores, Fina, por favor. Claro que soy un farsante, mi amor, pero…
+—No lloro por eso, imbécil. Si eres farsante, allá tú.
+—Entonces por qué lloras.
+—Porque me da la gana.
+Y no daba la menor señal de estar pensando en hacer la comida. Dios mío, si esto es la vida conyugal a secas, qué tal agregarle un hijo. Una cosa cauchuda llena de sangre y líquidos, que llora desde el momento de nacer, que nace con los puños apretados para hacer más difícil la cuenta de los dedos, con la piel arrugada, amoratada, que hay que lamer para dejarla limpia. Un hijo que nos mira, que nos juzga, que gatea, que se arrastra, que va dejando un rastro pegajoso, una estela de baba y de pipí, de popó, de vómitos de leche, de cosas tibias, resbalosas.
+—Fina, ¿tú no tienes hambre?
+—Tú no estás tratando de entender lo que yo digo.
+—Mi amor, entendí perfectamente: quieres un hijo. Yo no. Eres tú la que no está tratando de entender. Mi amor, yo comprendo que las mujeres quieran tener hijos: dar vida nueva, reproducir la especie, amamantar, tejer, lavar pañales. Pero un hijo es el fin de la libertad. Un guardián. Un ancla. Un carcelero.
+—Un hijo no es eso.
+—Según me han explicado a mí, un hijo es sobre todo eso.
+—Mi hijo no es eso.
+—Tu hijo es mi hijo, y mi hijo es más o menos eso. Me da la impresión de que estamos usando las mismas palabras con distintos significados.
+—Tú estás usando palabras.
+—¿Y tú no?
+—Yo también. Pero tú te quedas en las palabras.
+—Ensayemos la mímica.
+—Imbécil.
+—¿Pero cómo quieres que nos entendamos si lo único que haces es llorar y decirme imbécil? Pon algo de tu parte, francamente.
+—Lloro y te digo imbécil porque no me estás entendiendo.
+—Me parece que hemos llegado a un círculo vicioso.
+—Mierda.
+Escobar enterró la cara en la almohada. Dormirse para siempre, mandarse embalsamar, resucitar de nuevo cuando Fina hubiera reencarnado otra vez en la Fina sensata que tomaba la píldora para no tener hijos. Y hacer el amor sin más proyectos, besar su cuello caliente sobre el latido de la vena yugular, sentir su aliento y el rumor de sus besos en la cara y quedarse dormido de perfil, con el culo fresco de Fina encajado en su vientre, como cucharas de plata guardadas en un cajón. Afuera se acababa el día entre el estruendo de la lluvia. Ya no subían las voces de los niños que coreaban su ronda chorreando agua: se habían ido a sus casas con la lluvia en el fondo de los huesos y ya no volverían jamás, o volverían al día siguiente, o en su lugar vendrían otros: los niños son inagotables.
+—Fina, yo no sé tú; pero yo no he comido en todo el día.
+—Que yo quiera tener un hijo no te importa. Te importa que te haga la comida.
+—Mi amor: antes de conocerte yo ni pensaba en tener hijos, ni necesitaba a nadie que me hiciera la comida. Me la hacía yo solito, como un hombre.
+—Tú me usas, Ignacio.
+—Mi amor, por favor…
+Pero es verdad, mi amor: en otro tiempo todo era distinto. Nos hemos ido ahogando. Todo pasaba sin esfuerzos, sin tragedias, sin llantos. Los días se iban siguiendo los unos a los otros sin que formaran meses, ni mucho menos años: nadie pensaba en tener hijos, nadie tomaba decisiones drásticas. Estábamos tú y yo, mi amor, como suspendidos en medio de la vida. El cuerpo de Fina, atravesado ahora sobre la cama, le pesaba en las piernas, hecho de huesos duros que se clavaban en sus huesos. Ya no lloraba. Pero tal vez era peor su peso de silencio. Se le empezaron a dormir las piernas. Buscó en ella algún sitio neutral para besarla. Pero no era sólo el beso: era todo el esfuerzo injustificado de la reconciliación. Pedir perdón, cuando no tenía por qué pedir perdón. Regatear el hijo, prometer un hijo para después, para más tarde, un nieto, mejor, para mucho más tarde. Iba creciendo su rencor: lo oía latir. Carajo, Fina, es que no hay derecho: yo era libre como un pájaro, tenía el futuro abierto, sin confines. Yo te quiero, mi amor. Pero qué es este amor que nos encierra. Reconcilíate tú. Pídeme perdón tú. No, no: de nuevo el drama, los esfuerzos. Déjame en paz, mi amor, este amor que nos mata de fatiga no puede ser amor. Mi soledad, más bien, mi libertad sin ti. Otra vez el futuro: hasta cuándo me durará el futuro. Yo te quise, mi amor, te quiero; pero entiende, no quiero este cansancio. O tu amor recobrado, sin tragedias. Lo que llegara antes, lo que viniera sin esfuerzo. Y lo que fuera, lo recibiría con alivio —y con nostalgia por la otra posibilidad perdida: nunca nada es completo. Sobre sus piernas sentía aumentar el peso de Fina, crecientemente injusto. Hace un mes, hace un año, esta mujer pesaba mucho menos. Aunque sin duda ella también sentía el obstinado palpitar de su propia injusticia. Un respiro. Tú antes nunca pesaste tanto, Fina. Un respiro, un peso que se quita de encima de mi vida. Y en todo caso, una ruptura nunca es definitiva. O casi nunca. Uno nunca sabe esas cosas de antemano.
+—Mi amor, no sé si te das cuenta; pero tengo las piernas totalmente dormidas.
+—No me importa.
+—Ah, bueno. Te lo decía porque pensé que no te dabas cuenta.
+Entonces Fina empezó a trepar cama arriba, abrazándolo. Lo besó en los hombros, en el cuello.
+—No quiero que peleemos, mi amor.
+Se besaron. Todo volvía a los cauces conocidos del amor.
+—Yo te quiero.
+—Yo te quiero, mi amor.
+Fina era tibia y lisa, y no pesaba casi, tendida encima de su pecho. Su pelo oscuro y suave le llenaba los dedos. Le acarició la espalda torsionada, la paleta saliente, le besó las sienes y los párpados. Fina estiró su cuello y se besaron otra vez en la boca, hasta perder el aliento. Como antes, como siempre. Y sin embargo todavía le quedaba en el recuerdo un aleteo de duda, una nostalgia de lo que hubiera sido su libertad recuperada, su soledad, su cura de reposo. Una reconciliación es siempre prematura.
+—Mi amor.
+—Mi amor…
+—Se me ocurre que a lo mejor estás tratando de violarme a traición para dejarme después lleno de hijos.
+Fina lo contempló en silencio, con las pupilas agrandadas de sombra. Le acarició la frente con la mano.
+—Te estás muriendo, Ignacio.
+Y fue a encerrarse en el baño.
+Escobar se estiró en la cama, arqueó la espalda, hizo craquear los huesos, se frotó las pantorrillas entumecidas, abrió las piernas para dejar correr un río de aire fresco entre los muslos, se acomodó el escroto, lanzó un largo suspiro voluptuoso, abierto en aspa de molino en la cama vacía, erizados los pelos de la nuca, separados los dedos de los pies. Desde un punto de vista estrictamente ético, no está nada bien lo que acabo de hacer. Bostezó. Sentía fluir el chorro firme de su sangre debajo de la piel, oía el crepitar de su intestino enrollado en el vientre, hambriento, ansioso, esperando comida. Algo caliente. Algo salado. Algo caliente y líquido y sabroso y potente y nutritivo, para convaleciente. Aunque, claro, había que darle a Fina tiempo para recuperarse. Hacía semanas que no sentía tantas ganas de comer. ¿Qué comería? Imaginó un ajiaco —aunque es difícil, un ajiaco en la cama. El aroma, primero, el vaho caliente que se eleva del plato, los anillos espesos de crema que se emulsionan poco a poco en el caldo espeso y amarillo, la textura untuosa de las papas criollas que se deshacen en el paladar, la textura más firme, más fibrosa, de la papa tocana. O paramuna. La que sabía era Fina. La carne blanca del pollo desmenuzado y firme, el verde áspero de las hojas de guasca flotando en la mitad de la cuchara, el verde fino, amarillento, del aguacate partido en dos entre su cáscara. Los granos tiernos de mazorca que se arrancan con un rumor de jugo, la tusa rezumante, impregnada de caldo. Y luego, repetir.
+Pero un ajiaco es largo.
+Cualquier cosa. Fina sabía. Paciencia. Era cosa de esperar a que se le pasara la rabieta.
+Imaginó el peso caliente del bolo alimenticio rodando garganta abajo, resbalando en la mucosa, cayendo en la caverna del estómago, naufragando en la dulce marea ansiosa, burbujeante, de los jugos gástricos. Del baño no llegaba ningún ruido. Fina era capaz de quedarse encerrada hasta la media noche, dejándolo morir de hambre. Bostezó. Sus tripas dejaron escapar un quejido largo, reverberante.
+—¡Fina, mi amor!
+Con el silencio le llegó una oleada repentina de rabia. Fina era capaz de estarse echando cremas para la piel mientras él se moría de hambre. Por la ventana veía el cielo completamente negro. Afuera latía viva la ciudad; afuera había una noche inmensa, llena de restaurantes, mientras él ahí adentro, en el día de su cumpleaños, moría de hambre.
+—¡Fina!
+Afuera lo esperaba la noche entera, cargada de prodigios.
+—¡Fina, me vas a dar de comer, sí o no!
+«Me vas a dar un hijo, sí o no», había preguntado Fina, y él había dicho que no. Claro, quería vengarse. Untándose de cremas y potingues en el baño, de pomadas con Eudorit o como se llamara aquella mierda, feliz, gozando su venganza, oyéndolo sin duda revolcarse del hambre. Con una energía milagrosa saltó de la cama, buscó ropa en el armario. Al llegar a los zapatos lo dominó de nuevo el desaliento.
+—Fina, mi amor.
+El silencio otra vez, espeso en torno suyo. Se puso los zapatos. Claro, encerrada en el baño para que no pueda peinarme yo en ninguna parte. Tembloroso de cólera, se peinó con los dedos ante su oscuro reflejo en la ventana. Salió y cerró la puerta de un golpe. Se arrepintió de inmediato. Se quedó prestando oído, con la cara pegada a la madera. No se oía nada que revelara la reacción de Fina. Volvió a entrar, cerrando desde dentro, con un portazo que produjo ecos definitivos. Tampoco entonces Fina salió del baño en alas de su amor.
+—Fina, por favor. Ay, mierda.
+Esperó un poco más. Pensó que la situación se estaba volviendo demasiado grotesca. Salió otra vez, cerrando sin ruido la puerta.
+No se veía ni un taxi, y seguía lloviznando. Pensó en volver, otra vez arrepentido. Y el arrepentimiento de Fina, por su lado, y encima de las sábanas otra vez ordenadas el cuerpo de Fina, ligero y largo, todo el olor desgajado del cuerpo de Fina bajo el suyo, y su quijada sobre el hombro de Fina, respirando su olor. Y después de la reconciliación, y a lo mejor el llanto —pero estaba dispuesto a aceptar incluso el llanto—, comerían cosas simples, dejando la cama llena de migajas. Pero estaba dispuesto a aceptar incluso las migajas. Fina se dormiría en su hombro, y él también se dormiría sintiendo contra su cuerpo todo el calor de Fina, y en su mano el peso dormido de su seno, como un pájaro preso, y el hueso fino de su cadera amoldado en el hueso de su propia cadera. Y aunque no fuera así, iba a aceptar cualquier cosa. Porque ahora resultaba evidente que la noche no lo había estado esperando. En su arrebato de cólera —más bien de lírica, ahora lo comprendía— había visto la negra frescura del cielo, las moles de los árboles bamboleándose abajo, movidas por el viento. Había soñado un viento oliendo a campo. Y ahora, sobrepasado el breve rectángulo del parque, no había ya ningún árbol, y el viento sólo le traía ráfagas de llovizna, y no había tal transparente negrura de la noche, sino sólo las luces borrosas de los carros. Todos particulares: ni un taxi. ¿De dónde salen tantos ricos en Bogotá, gente con carro? Ni un peatón. Las manos se le iban azulando de frío entre los bolsillos. Al asfalto mojado de la carrera Séptima se pegaban las hojas blandas de un periódico, robadas por el viento a unos gamines que se acomodaban para dormir en el portal enrejado de una tienda de motos. Y un niño corría tras ellas con las piernas desnudas en la lluvia, y los carros frenaban para no atropellarlo, lo cual era increíble, mientras en el portal dormían dos más, indiferentes, con aire serio de cadáveres. Ningún semáforo parecía funcionar. En otra tienda, una alarma electrónica soltaba acompasados aullidos de tristeza, sin que nadie acudiera. Caminó rumbo al sur, con la llovizna entre los ojos. Y lentamente sentía morir en él la esperanza de que pasara un taxi.
+Al cabo de cinco cuadras seguía lloviznando igual. Pero al cabo de cinco cuadras volver es ya imposible. Torció el rumbo al oeste, hacia Chapinero, pensando —pero tarde— que al salir de su casa hubiera debido encaminarse al norte. Al parecer llovía en todo Bogotá, con una lluvia fina que iba royendo el asfalto, que borraba en el cielo el resplandor de los anuncios luminosos, que dejaba una baba resbalosa en el cemento gris de las aceras. Montones de basuras fermentadas se disolvían bajo la lluvia, soltando bocanadas de vaho tibio. La Carrera Trece era un corredor de agonía, un encajonamiento de luces de neón surcado por los buses que pasaban iluminados como altares en la Semana Santa, con las puertas abiertas, despidiendo un hedor ácido de cuerpos humanos fermentados, de ropas empapadas, desgranando en las esquinas racimos de pasajeros que quedaban hundidos hasta las corvas en los charcos mientras se protegían el pelo con hojas de periódico. A través de los vidrios, sucios de grasa y lluvia, se veían quietas caras borrosas, verdosas, torvas, de ojos muertos.
+Un jovencito uniformado y de cachucha lo atrapó por el brazo, le agitó ante los ojos un mazo de tarjetas, le silabeó al oído con voz ronca de saliva y lascivia:
+—Buenas hembras, hermano. Pase sin compromiso.
+Era violáceo y se veía hambriento en la luz de neón de los anuncios. Escobar vaciló. Lo tentaba la idea de pasar sin compromiso. El muchachito uniformado lo tironeó del brazo, le indicó una escalera alfombrada de rojo, empinada y angosta, un túnel de sangre.
+—Por aquí, doctor.
+Ahora lo llamaba doctor. Arriba se oía música. Buenas hembras. Pero no quería hembras. Se detuvo a mitad de la escalera. Esa no era la noche que se había imaginado al salir de su casa, la noche prometida, deseada. Bajó un par de escalones. En la puerta, el muchachito hambreado se resguardaba de la lluvia. ¿Cómo decirle que no, que mejor no, que no quería subir, pese a las buenas hembras? Había pasado sin compromiso, sí, pero no había acabado de pasar. Vaciló nuevamente. Arriba se abrieron violentamente las cortinas y un hombre cayó sobre Escobar, se abrazó a él: un viejecito palpitante, con los ojos encharcados en lágrimas y un hilillo de sangre en las narices. Agitó su paraguas hacia arriba, sin soltar a Escobar:
+—¡Comunistas! —gritó.
+Las cortinas se abrieron otra vez y dos hombres oscuros, de bigote, descendieron las escaleras lentamente. El viejecito bajó a la carrera, trastabillando, huyendo. Miraron a Escobar. Sintió un pozo de frío en los sobacos y en el vientre, y un olor agrio de violencia. Retrocedió con prisa hacia la calle. El jovencito de cachucha quiso cerrarle el paso, agitando en la mano otras tarjetas. Lo esquivó. Huyó por la Trece hacia el sur, sin correr, sin mirar hacia atrás, sin oír nada, a largos pasos presurosos que al cabo de media cuadra le dolían como puñaladas en las ingles.
+La lluvia era peor que antes, y tampoco había taxis. Se sintió más seguro al abrigo de una larga cola culebreante ante la taquilla de un cine Cuando las colegialas crecen: en un enorme cartel de colores, los encantos algo ajados de una colegiala vienesa ya bastante crecida, tal vez de cuarenta años. Le dolían los hombros y la nuca de no mirar hacia atrás. El sudor y la llovizna le empapaban la frente, se daba resbalones en los tramos esporádicos e inesperados de acera enladrillada, jabonosa, saltaba zanjas repentinas abiertas por los trabajadores del acueducto o del teléfono, curadas ya por muchas intemperies, rosadas y amarillas de greda, ruidosas como arroyos. Un bar a su derecha. Entró. Sudaba. Franqueó cortinas púrpuras.
+En una media luna de luz azul cobalto, un tanguista argentino o con acento argentino levantaba las cejas, engarabitaba los dedos, hinchaba la garganta, sufría, cantaba:
+Siglo Veinte cambalache
+Problemático y febril…
+Pidió una cerveza en la barra, pero no había cerveza. Un whisky, entonces. Le pusieron delante un platico ovalado con maní. Lo devoró de un par de manotadas. Recordó que había salido justamente porque quería comer, y pidió más maní. Habas tostadas. Almendras. Papas fritas. No le dieron nada. Pero se quedó, ahí, tomándose su whisky con sabor a amoniaco. Si no hubiera sido por el tanguista, aquello hubiera sido un remanso de paz.
+Que el mundo siempre fue y será una porquería
+ya lo sé.
+En el quinientos diez,
+y en el dos mil también…
+Cuando al fin terminó, el aplauso fue escaso. Tampoco era para más, pero Escobar se dio cuenta de que estaba prácticamente solo. Salió a la pista de luz una señora fuerte de pelo azul oscuro, vestida de drapeado blanco como una vestal romana, que declaró ser paraguaya. Pidió un aplauso. Hubo un aplauso apático. Anunció que iba a cantar. Pidió otro aplauso. Aplaudieron sólo el barman y el guitarrista acompañante. La señora paraguaya arrojó besos a la redonda, echándolos a volar con un ramillete de dedos apretados que se abrían en la punta de un brazo blanco como tiza, pulposo. El guitarrista acompañante también arrojó besos.
+Dóoooonde estás ahora, Cuañataííí
+que tu suave canto no llega a mííí
+dó-onde estás ahora
+mi ser te añora
+con frenesí.
+Esa señora gorda y más bien triste no había podido conocer nunca el frenesí. Y sin embargo una profunda convicción parecía embargarla cuando lo aseguraba, y le temblaba la barbilla. ¿Habría que creerle? Yendo más lejos: ¿es posible añorar con frenesí? No era esa la noche, no era esa. Escobar pagó, salió.
+Pero ya iba dejando atrás la parte populosa de la Carrera Trece. ¿Por qué no había caminado rumbo al norte? Pero, ¿cómo volver? Más adelante se levantaban casas cerradas de familia de un estilo vagamente holandés, acaso tirolés, colegios, prostíbulos con nombre de colegio. ¿Buenas hembras? Quizás. Pero no quería hembras. Ventanales de tiendas de motos y de carros, bancos, iglesias bizantinas, bombas de gasolina, funerarias, un parque abandonado con un busto de mármol sepultado en la hierba, tal vez de José Enrique Rodó, pensador uruguayo. ¿Y más allá? Más bancos. El búnker de concreto de la embajada norteamericana, y otros bancos, y un triángulo de pasto con una estatua ecuestre del general San Martín, Libertador de la Argentina, ciego, en bronce verde y negro, cagado de palomas, lavado por la lluvia, mirando pensativo las chimeneas de hierro, el laberinto de tuberías y caños de una fábrica de cervezas, los muros descascarados de un convento de monjas. Y por fin unas torres llenas de restaurantes, ya en el filo del centro.
+Por lo menos treinta cuadras. Sin duda había cien sitios donde comer por el camino, pero cosas horribles. Pizzas plastificadas, hamburguesas de carne de cadáveres, bandejas de una salsa flotante con papas amarillas forradas en una grasa fría, con puntos verdes, pedazos de sobrebarriga atravesados por una elástica retícula de rilas y de nervios. Pensó en el ajiaco de Fina, y lo añoró con frenesí. ¿Volver? No, no podía volver. Y además no había taxis.
+Vio un letrero naranja de neón palpitante: Music Bar, Comida y Dancing. De la puerta entreabierta brotaba una rendija de luz y de vapor, casi un calor de hogar. Por si eso fuera poco, el sitio se llamaba El Oasis.
+Lo de music, bueno, music: sobre todo boleros. Lo de dancing, pues sí, dancing: unas cuantas parejas danzaban confusamente. Pero de comida no había sino picadas: fragmentos de carne dura y tibia, papas fritas enfriadas, rodajas de salchicha de lata tipo exportación, agrias. ¿A dónde exportarían salchichas? No era posible. Picó picada tibia, haciéndola bajar con ron. Y pese a todo se sintió mejor. Había un montón de gente picando vorazmente una picada igual, sin la menor protesta. No iban a dejar nada para la exportación a Taiwán o a Bruselas. Muchas mesas de hombres, y algunas de parejas, y otras de mujeres solas, o de dos en dos, esperando. Una gorda cansada se le acercó a Escobar.
+—¿Vamos a tirar, mi amor?
+La miró sorprendido. La gorda siguió más adelante, cansada, indiferente, repitiendo su oferta en otras mesas de hombres solos, una vez y otra vez: vamos a tirar, mi amor, vamos a tirar, mi amor, sin esperanza, o por lo menos sin esperar respuesta: vamosatirarmiamor, y pasaba a otra mesa. Un jovencito bien vestido se levantó y se fue con ella. Escobar quedó estupefacto. Por los parlantes, los boleros ofrecían la misma cosa: vamos a tirar, mi amor, vamos a tirar, mi amor. Los hombres bailaban haciendo fuerza furtiva para estrechar el contacto con los senos o el vientre de sus parejas, mientras pensaban entre dientes: vamos a tirar, mi amor. Y hacían un ruido con la boca, tchín tchín tchín, para disimular sus pensamientos, al ritmo aproximado de la música. Y las mujeres, por su lado, escuchaban también una voz interior que repetía en el eco de sus trompas de Falopio: vamos a tirar, mi amor. Buenas hembras, hermano. En fin. Pero no querían mostrarse fáciles, y mantenían a raya a los machos ansiosos clavándoles un codo en la clavícula. El Oasis entero vibraba con un solo latido: vamos a tirar, mi amor. ¿Para eso había salido a la noche espantosa? Bebió su ron. La vida.
+En la mesa vecina, un grupo de adolescentes de aspecto bestial expresaba sus juicios en voz alta:
+—Mírele el culo a esa, hermanolo. Mírele las tetas.
+Todos le miraban el culo, y las tetas, y cambiaban risotadas procaces y puñetazos en los brazos.
+—Buenas hembras, hermano.
+—Yo no me voy de aquí sin tirar, mi hermano. Míreme esa hembra.
+—Nadie se va de aquí hasta que amanezca —decretaba el más fuerte. Y el más bruto aprobaba, extático:
+—Debe ser bestial ver amanecer a estas horas.
+Tal vez. ¿Pero qué horas serían? Las diez, o por ahí: a lo sumo las once. A esas horas debía estar amaneciendo en Tokio. ¿Esperaría él también el amanecer? Otro amanecer, el sol puntual, igual, fatal, lento sol caracol, sol de Col-om-bia. Ah, no. Toda una noche en El Oasis, regada en ron, adobada con ofertas fatigadas de amor, de cuando en cuando. Recordó que era su fiesta de cumpleaños. Por lo menos Rimbaud, a su edad, ya estaba muerto. O no.
+Desde las diez hasta el amanecer podían pasar cosas terribles. Ese borracho que se le venía encima, por ejemplo, tambaleándose entre las mesas, buscando el hombro de un amigo. Se veía armado. Nueve de cada diez están armados, calculó. Y al día siguiente, en los periódicos, su fotografía negra y gris, de cédula: distinguido poeta ultimado en burdel. Un tiro, bueno: vaya y venga. Pero imaginó sus venas vueltas piedra ante el brillo asombroso de un puñal, la hoja filosa abriendo carne, músculos, segando arterias femorales, sajando en dos capas de grasa, amarillas y tiernas. El dolor, la sorpresa. «Porque se quería tirar a la vieja que estaba conmigo», o «porque no se quiso dejar invitar a un trago»: la razón habitual, la razón suficiente. Le aceptaría un trago. Le diría que sí, que su vieja era una buena hembra. Pero lo vio cambiar de ruta —respiró: no estaba respirando—, lo vio en la bruma de tabaco hallar por fin el hombro de otro amigo a quien matar, si ese era el caso, dar rienda suelta al llanto:
+—Esa vieja no va a tirar, hermano…
+Estaba enamorado.
+Desde las diez —o diez y media— hasta el amanecer, podía no pasar nada. Y eso podía ser peor todavía. Pensó en volver. Volver era imposible. Pidió otro ron.
+A dos mesas de distancia, desdibujada en el aire espeso, vio a una mujer sola y quieta. Apoyaba la barbilla en la palma y bebía algo del color de la sangre a través de un pitillo: las mejillas se le hundían al chupar. Buena hembra. No, no era esa la palabra. Una niña, un oasis. Tal vez diecisiete años. Olía a hembra, sin duda: hembra de pocas carnes. Escobar sintió un nudo en la garganta. Un huesecito fino le ponía una mancha de luz en la piel mate del hombro: ah, si viniera y le dijera: vamos a tirar, mi amor.
+—Mi amor —pensó Escobar—. Mi amor.
+Pero ella estaba absorta en su bebida. ¿Qué hacía ahí? Dieciséis años. Diecisiete, a lo sumo. Era absolutamente incomprensible que todavía estuviera sola. No les gustaban flacas. Carne de exportación —ese culo, hermanolo, esas tetas. Casi no tenía tetas. Lo esperaba. La acarició de lejos, con los ojos. La niña sorprendió su mirada y la mantuvo con ojo negro y triste, impávido, de huérfana. Se distrajo al hacerlo, y se atoró con su bebida roja —tal vez su propia sangre— y tosió. Escobar se fue en busca del baño, con el corazón golpeándole en el pecho.
+Respiró hondo. Por detrás del hedor a vómito y a meados se adivinaba un fondo de frescura, casi de campo abierto. Hizo pipí sin prisa, y dijo en alta voz:
+—Mi amor.
+«Mi amor», así, frente a los baldosines desportillados de un baño público, mientras hacía pipí, sonaba como dicho por una voz que no fuera la suya.
+—Mi amor. ¿Mi amor? Mi amor. Mi amoooor. Mi amo-or. ¡Mi amor! Mi amor.
+Ensayó diversas entonaciones. No lo convencía ninguna.
+—Mi aaamooor. Mi. A. Mor. Miá mor. Mi amor. Mi amor. Mi amor, mi amor, mi amor, mi amor, mi amor…
+Una embestida en los riñones lo estrelló contra la pared de baldosines. Se volvió, aguardando otra vez, ahora sí, la muerte repentina. Un borracho en el piso luchaba en vano por ponerse en pie, como un sapo volcado, agitaba los brazos, resbalaba: se le brotaban los ojos de las órbitas, se le congestionaba la papada. Escobar le tendió la mano en un gesto instintivo. Parecía inofensivo.
+—Gracias. Gracias. Perdón —se excusaba el borracho, que bien mirado no parecía borracho, y se limpiaba con la manga las rodilleras húmedas del pantalón—. Es que aquí había un escalón —explicó—: debió ser que lo quitaron.
+Escobar enrojeció de pronto, recordando que lo había sorprendido ensayando maneras para decir «mi amor». A la pared. A sí mismo. El otro lo miraba con ojo que podía ser burlón, balanceándose un poco sobre las cortas piernas. Le dio la espalda, mascullando «con permiso».
+—Cómo no, bien pueda, siga —respondió el otro, amabilísimo.
+Seguía sentada ahí, sola en el mundo, con su vaso de sangre sobre la mesa de metal desnudo. Pidió otro ron. Quería ganar tiempo, mientras pensaba qué decirle. Mi amor. No, mi amor no. ¿Bailamos? ¿Y si decía que no? Esperó algún bolero bueno para bailar. Pero a lo mejor no quería bailar, o no sabía bailar, o no quería bailar con él, y se quedaría entonces parado como un bobo, con la mano estirada y sin saber qué hacer. Imaginó diversas propuestas, diversas negativas, y diversas respuestas de reserva. ¿Bailamos? No. ¿Por qué? Es un lindo bolero. ¿Bailamos? No. ¿Por qué? El baile es una aventura lúdica. ¿Una qué? Aventura. Lúdica. Una aventura lúdica. Del latín ludens, juego. ¿Bailamos, señorita? No. ¿Un trago? No. ¿Vamos a tirar, mi amor?
+¿Y qué haría si a todo le decía que no?
+Respiró hondo. Decidió abordarla en cuanto pasara un tiempo prudencial. Audaces fortuna iuvat. Pidió otro ron. Miró a lo lejos, prestó oído a las voces, al estrépito. Gritos, boleros, llantos de borracho. En una mesa alguien gritaba ¡puta! Y otro le contestaba ¡puta! Hijueputa, tal vez. Ah, no: ¡poeta! ¿Sería con él? Probablemente no: Colombia es tierra de poetas. No le diría a la niña que él también. Empezó a incorporarse. Le pusieron una mano en el hombro. El puñal, ahora sí. No. Era el gordito del baño.
+—Venga, maestro, que le quiero presentar a unos amigos.
+—¿A mí? No… —manoteó, resistiéndose.
+—Es que tenemos allá una discusión de poetas: venga, usted que es poeta, y les explica.
+¿Y cómo había sabido que él también era poeta? Colombia es tierra de poetas, pero no se puede parar uno en medio de un bar y decir: ese es poeta, porque a lo mejor no. No supo qué hacer. Se dejó llevar, se abrieron paso entre las mesas, empujando, pidiendo excusas por los empujones con palmaditas en el hombro.
+—Vea, maestro, le presento: Rubén, Ramón, Narciso. Y yo, que soy Edén. Sin protocolo: aquí todos somos poetas.
+—¿Quién que es no es poeta? —interrogó Ramón, o Rubén.
+Aquello prometía ser espantoso. Escobar se presentó de mala gana:
+—Ignacio.
+—Lindo nombre —opinó Narciso, y le ofreció una mano larga y blanda. Rubén y Ramón hubieran podido ser gemelos, y a lo mejor eran gemelos. ¿Poetas? A lo mejor. Tenían los dedos gordos y manchados de azul, de jugadores de billar, y chaleco, y corbata. Edén también. Narciso no. Con Ramón —o quizás con Rubén— estaba una mujer de brazos gordezuelos, senos amplios, candongas, con cara de aburrirse mortalmente. No se la presentaron. ¿Buena hembra, hermano? No.
+—Rubén —explicó Edén— dice que Pablo Neruda es más grande poeta que César Vallejo. Ramón dice que Vallejo es más grande que Neruda. Usted qué opina, maestro.
+—El mejor de todos es Federico —intervino Narciso. Y ante el shhh que hizo Edén—. Pero es verdad, Edén: a mí me parece que el mejor es Federico.
+—Si, sí… pero ahora la discusión es entre César y Pablo. Deja a ver qué opina Ignacio.
+César, Pablo, Federico. Se aprovechan de que están muertos, pensó Escobar. Y encima Rubén, Ramón, Edén, Narciso. No había derecho.
+—Una cosa es Neruda —dijo—, y otra es Pablo. Y una cosa es Vallejo, y otra es César. Y Neruda y Vallejo también son dos cosas muy distintas.
+Lo miraron. Se escuchó el tintinear de las candongas, como una campanilla, en el momento de la elevación.
+—Sí, claro —dijo por fin Rubén, tal vez Ramón—: son muy distintos. Pero cuál de los dos es el más grande.
+—César —explicó nuevamente Escobar, con paciencia— no es lo mismo que Vallejo. Y Pablo no es lo mismo que Neruda.
+—¿Y Federico? —interrumpió Narciso, ansioso.
+—Bueno, bueno, bueno: pero, ¿cuál es el más grande? —insistió Ramón o Rubén, terco, frunciendo el ceño.
+—Neruda —prosiguió Escobar— no es Neruda: es Reyes. Neftalí Reyes. Ni Pablo, ni Neruda.
+Los ojos de Ramón (¿era Ramón?, ¿era Rubén?) se estrecharon y se hicieron pesados de repente:
+—Mire, maestro: si usted cree que somos una panda de huevones, está muy pero muy equivocado.
+—Pero…
+—Pero muy pero muy equivocado, maestrico —Rubén se había puesto bruscamente en pie. Los demás se levantaron también, para calmarlo. Le dieron palmaditas en la mejilla, lo envolvieron en un rumor sedante de amistad.
+—Tranquilo, Ramón, tranquilo… —era Ramón.
+—Tranquilo, hermano… —a lo mejor era, en efecto, hermano de Rubén. Y ya tranquilo, y sin transición, posó las puntas de sus dedos sobre el abombado esternón, sobre el chaleco, y empezó a declamar:
+De todo esto yo soy el único que parte.
+De este banco me voy, de mis calzones,
+de mi gran situación…
+Pero no era verdad: no partía, se quedaba ahí. Y apenas había terminado de recitar el poema y golpeaba a Escobar en el pecho con el dedo grueso y tieso, diciéndole ¿ah?, ¿ah?, ¿ah?, cuando se levantaba Rubén y apoyaba las puntas de los dedos en su propio esternón, y ahuecaba la voz:
+Amo el amor de los marinero
+que besan, y se van…
+Pero él tampoco se iba. Y cuando al terminar interrogaba a su vez a Escobar a fuertes empujones en el pecho, Narciso recitaba, también él:
+Me despediré
+en la encrucijada.
+para entrar en el camino
+de mi alma.
+Y se interrumpía a sí mismo para comentar, suspirando:
+—Lo más lindo de Federico son las Suites.
+Pero no se despedía, ni muchísimo menos. Ni Ramón partía, ni Rubén se iba, ni Narciso se despedía. Edén, por su parte, parecía dispuesto a quedarse. A la gordita de amplios senos sí se le notaba que hubiera preferido no estar ahí. Tenía cara de llamarse Graciela. Había, pensó Escobar, una contradicción evidente entre lo que recitaban y lo que hacían. Sin duda era esa la mentira poética. Pero a esas alturas, después de tantos rones, él mismo tenía ganas de echarse su poema, como los otros. Se puso en pie, apoyó las puntas de los dedos en el esternón, engoló la voz:
+Palabras.
+En vez de un mar de luz,
+el río de la forma:
+reflujo en el fluir del flujo
+ir y volver intercambiables.
+La realidad no se repite:
+es nuestro, y no real,
+ese afán frívolo de simetría…
+—No rima nada —comentó Narciso en un cuchicheo.
+—Shhh —hizo Edén. Y Narciso insistió, arrogante, en voz alta:
+—Pues es verdad: no rima nada de nada.
+Escobar volvió a tomar el hilo:
+Tarea de lo irreal:
+ reproducir reflejos,
+reiterar con espejos los espejos.
+—Eso de los espejos es bonito —concedió Narciso, y Graciela también suspiró, pero podía ser de aburrimiento. Ramón y Narciso habían puesto ojo vidrioso. Edén escuchaba con sonrisita suficiente. Escobar prosiguió, impertérrito. De todos modos ya no podía parar.
+El cielo no señala
+el dedo que señala el cielo.
+El dedo no dibuja
+sino un cielo en el cielo.
+Y ese cielo no es cielo,
+ni es el cielo.
+Pero esto ya no es más que explicación:
+sombra de lo ya dicho.
+—Eso del cielo también es bonito —aprobó Narciso.
+—No sé, me recuerda eso tan lindo de la luna luna en el Romancero gitano.
+Escobar se sentó, bebió, se sirvió más ron, y al ver que la botella estaba a punto de acabarse dio palmadas y voces e hizo gestos para que les trajeran otra. Se sentía mareado, y tenía la impresión de haber hecho el ridículo: recitado, su poema era bastante peor que en su recuerdo: la realidad no se repite. La mentira poética otra vez. En fin, ya era tarde. Oía el fragor del bar, los boleros. Muy lejos, más allá de muchas mesas, tan inaccesible como una isla río arriba, veía la delgada figura silenciosa de la niña morena de ojos tristes. No le veía los ojos. Ella no lo miraba.
+—Lo del cielo cielo es bonito, pero no sé… no sé… —dijo por fin Narciso.
+—Le falta fuerza —dictaminó Rubén—. Fuerza.
+—Sí —confirmó Ramón—. Y además no es telúrico. No es terrígeno. No es geológico. No es nuestro.
+—¿De qué se trata? —interrogó Graciela, y pareció después arrepentirse. Todos, incluyendo a Escobar, miraban a Edén. Le molestaba bastante su sonrisita satisfecha.
+—Bueeeno… —empezó Edén, didáctico. En el baño, cuando estaba caído, hubiera debido deshacer a bofetadas su sonrisita petulante—. Bueno. Es un poema bien hecho, no se puede negar —por lo menos se había dado cuenta de eso—, pero… pero es reiterativo. Pleonástico. En ese poema todo está demasiado dicho.
+—Se trata de eso —se defendió Escobar. ¿Pero por qué? Un poema debería saber defenderse solo. Pero no lo podía dejar morir así no más, abandonarlo—. Un poema debe ser un pleonasmo. De ahí viene el fracaso de toda poesía: en el mundo real no puede existir la redundancia: lo que está ya dicho, está ya dicho.
+—No, papito —intervino intempestivamente Graciela—: una poesía es como cuando uno no sabe qué decir, y lo dice.
+Un deslumbramiento estalló en el cerebro de Escobar.
+—Tiene razón la señorita —concedió Eden—. Pero también tiene razón Ignacio. No en lo que dice ahora, sino en lo que dice en el poema, que es lo contrario: no se puede decir lo que ya está dicho, pero hay que volver a decirlo. Sólo que, dicho así, tan repetido y tan explícito, el poema se anula: bastaba con el principio: «Palabras». O con el final: «Pero esto ya no es más que explicación: sombra de lo ya dicho». Porque —concluyó Edén sonriendo con suficiencia—, en efecto, el resto no es más que explicación.
+Escobar lo miraba con asombro. Podía ser sólo el trago, pero si no era así, todo eso hubiera podido haberlo dicho él mismo. ¿Sería Edén una repetición de él mismo? ¿Su pleonasmo? No: él no podía tener esas tres papaditas, esa unción clerical, esa sonrisita jactanciosa. ¿Sería poeta Edén? Su sonrisita jactanciosa era más bien de crítico.
+—¿No te gustó lo del cielo cielo? —inquirió Narciso—. A mí me parece que es la parte con más sentimiento.
+Edén le dio unas palmaditas en la mano, sin mirarlo, como a un niño. Escobar se sintió molesto: también a él, en lo más íntimo, le parecía que la parte del cielo cielo era la que tenía más sentimiento. ¿Serían en fin de cuentas Narciso y él una sola persona? Imposible.
+—Se trataba —explicó— de que el poema se destruyera a sí mismo, como una máquina infernal. Y se destruye así: contradiciéndose, al mismo tiempo que dice una vez y otra vez lo mismo. Que es además lo contrario de lo que quiere decir. ¿Qué es la poesía, si no?
+Graciela se levantó y se fue. Rubén apenas movió una mano en el aire para detenerla. Se encogió de hombros. Sirvió ron a la redonda. La cabezota dormida de Ramón cayó sobre la mesa. Edén sonreía, fatuo.
+—No, maestro —dijo—. Todo eso estaría bien si su poema fuera bueno. Pero es malo.
+¿Y qué mejor que un mal poema para destruir la poesía? Pero Escobar, resoplante de ron, se contentó con afirmar:
+—No hay poemas buenos.
+Edén sonrió con sus dientecillos aguzados. Sacó del bolsillo interior del saco un papel con antiguos dobleces, y lo alargó sobre la mesa, sobre los vasos mediados, sobre la cabeza roncante de Ramón, en silencio.
+—¿Otro poema? —se deslumbró Narciso—. ¿Ya lo conozco, Edén? No me habías dicho.
+Escobar empezó a leer en voz alta. Debía de ser una mierda.
+Enfermos nerviosos
+(externado e internado)
+Reflexología humana y Sexología.
+Doctor Edén Morán Marín.
+Reflexólogo.
+Quince años al servicio de la especialidad.
+Se interrumpió:
+—Es un anuncio.
+—Todo poema es un anuncio —aceptó Edén. Escobar asintió. Prosiguió:
+Examinador de reflejos condicionados
+y otros
+en el Colegio Militar
+Tomás Cipriano de Mosquera.
+—No parece un poema tuyo —protestó Narciso—. Me gusta mucho más ese de si un ángel me apretara contra su corazón…
+—No interrumpas a Ignacio —interrumpió rápidamente Edén. Escobar siguió leyendo:
+Síntomas que más eficientemente obedecen
+a la terapia
+de Reflexología Biofísica:
+Timidez, complejos.
+Estados de ansiedad.
+Sensaciones angustiosas de muerte
+locura y desfallecimientos.
+Temores de crítica
+enemigos y persecución.
+Traumas de la pubertad.
+Insuficiencias glandulares.
+Inestabilidades emocionales como Tristeza, Llanto
+y desesperación suicida.
+Narciso prorrumpió en sollozos. «Así es, así es», repetía, mientras Edén lo reconfortaba con palmaditas y cuchicheos.
+Estados obsesivos y pasionales angustiosos.
+Sensaciones orgánicas
+de agotamiento cerebral.
+Fatiga, mareos
+e insomnio pertinaz.
+Reflejos incontrolables de rubor, sudor, temblor,
+palpitaciones
+y
+TODAS LAS PSICONEUROSIS SEXUALES.
+—¿Cómo, cómo? —Narciso alzó su rostro bañado en llanto. Era, visiblemente, un muchacho muy sensible. A lo mejor Federico era así.
+—TODAS LAS PSICONEUROSIS SEXUALES —repitió Escobar en tono neutro.
+—No, no, desde antes: ¿cómo era?
+—Reflejos incontrolables de rubor…
+—¡Eso, eso! —Narciso miró a Edén entre sus lágrimas, casi con rencor—. Y tú no me habías dicho…
+Escobar estaba desconcertado. Creía que cosas así sólo habían sucedido en otros siglos, en Alemania, cuando recitaba Hölderlin. El bar le daba lentas vueltas en torno a la cabeza: la hirsuta cabeza de Ramón sobre la mesa, con la mejilla en un charco de ron, la silla de repente vacía de Rubén. ¿A dónde se había ido? Y en el fondo un fragor de sillas arrastradas, de boleros, de risotadas de borrachos. Siguió:
+Reflejos incontrolables de rubor, sudor, temblor,
+palpitaciones
+y
+TODAS LAS PSICONEUROSIS SEXUALES.
+Hubo un largo silencio entre los tres. Narciso sollozaba. Con un esfuerzo, Escobar se sobrepuso a la involuntaria admiración que poco a poco lo había ido ganando:
+—Pero es un anuncio —insistió.
+—Era un anuncio —corrigió Edén—. Ahora es un poema.
+Y señaló con un fruncimiento de la boca la postración elocuente de Narciso. Escobar asintió gravemente.
+—Es más —prosiguió Edén, exaltándose—: es un poema total. Todo está ahí: todos los temas eternos del alma humana. Desde lo más subjetivo —mi propio nombre, Edén Morán Marín— hasta lo más impersonal y colectivo: todas las psiconeurosis. Desde la vastedad cósmica —temores de crítica— hasta la minucia intimista —internado y externado—. Y todas las pasiones oscuras que mueven a los hombres: la locura, la tristeza, el insomnio pertinaz. No falta ni siquiera el hilo de Ariadna de la temporalidad: quince años al servicio de la especialidad.
+Edén golpeó la mesa entre los vasos con la punta redondeada del índice. La cabeza de Ramón dio unos saltitos:
+—Este poema es un compendio del Universo.
+Escobar volvió a asentir, abrumado. ¿Para qué seguir? Una súbita depresión lo había invadido. Cualquier anuncio es poesía, si bien se mira —y ese poema era muy superior a su poema, incluso como anuncio. Todavía arguyó débilmente:
+—¿Y eso de examinador de reflejos condicionados y otros?
+—Masajes —explicó Edén—. Soy masajista en un colegio de secundaria. Los poetas no vivimos del aire, maestro.
+Rubén surgió de nuevo, como coagulado del estrépito, trayendo de la mano a cuatro músicos. Los presentó:
+—Los Auténticos.
+Escobar se daba cuenta de que había perdido por completo el control de la noche. Veía desperezarse a Ramón, le bailaba ante los ojos la sonrisita de Edén, empezaba a sentir en los ojos un cosquilleo, como si le brotaran lágrimas de alcohol por los vasos sanguíneos. El vocerío y la música le llegaban lejanos, como a través de un casco de sonidos afelpados. Tuvo un impulso irresistible:
+—¡Nadie se va de aquí hasta que amanezca!
+Lo calmaron. Apretó a Rubén y a Ramón contra su corazón, respirando el agrio olor del ron derramado en sus solapas, rodando fraternal por sus barbillas. Los músicos templaban sus instrumentos, se daban mutuamente el La. Escobar abrazó a Edén, que reía, y luego abrazó a Narciso, sintiéndolo blando entre su abrazo. Todos brindaron. La primera guitarra rasgueó como un arco de agua, y Escobar se descubrió asombrado riendo a carcajadas y cantando con brío:
+Yo lo que quiero es que vuelva,
+que vuelva conmigo
+la que se fueeeeee.
+Aunque era él el que se había ido. Ahora cantaban todos, inclusive Narciso, que soltaba risitas, y Edén, que balanceaba los codos al cantar, llevando el ritmo. Rubén y Ramón cantaban abrazados, de pie, con voz engolada de bajos, con el vaso en la mano. El coro se elevaba hacia el techo como un vasto andamiaje, ahogando el estrépito mecánico de los boleros en los altoparlantes, robusto, melodioso, apenas deslucido por menudas divergencias de letra, subrayado por el entrechocar de dos botellas en manos de Narciso. Los Simbólicos sonreían, pero se les notaba que hubieran preferido cantar solos.
+¡Te vas porque yo quiero que te vaaayas!
+¡A la hora que yo quiera, te detengo…!
+Bramó Rubén. Y todos corearon, felices. Y después cantaron Mujer, si puedes tú con Dios hablaaar, y luego Luuuna que se quieebra sobre las tinieeeblas de mi soledaaad, y Tú la dejaaaste ir, vereda tropicaaal, y Essta tarde vi llover, vii gente correr, y no estabas túúú, y Quizás, quizás, quizáas, y Reloj no marques las horas porque voy a enloquecer. Cantaron, cada vez más borrachos, canciones de mujeres. Escobar empezaba a sentirse otra vez acorralado por la literatura. La vejiga le empezaba a latir al ritmo de sus sienes, y le pesaba como un lastre. Fue al baño. Por detrás del hedor a vómitos y a meados se adivinaba un fondo de frescura, casi de campo abierto. ¿Había estado ya en ese baño alguna vez? Edén se le acercó por detrás, risueño, lo tomó por el codo y se balancearon juntos un instante. Edén había estado ahí con él, cuando no se llamaba Edén todavía.
+—El que orina solo, muere solo —sentenció Edén.
+Orinaron juntos, fraternales. Escobar observó de reojo que Edén sostenía su pipí para orinar con el dedo meñique levantado, como si sostuviera una taza de té. Edén observó de reojo que Escobar lo observaba de reojo, y le hizo un guiño cómplice. Escobar respondió con otro guiño cómplice.
+—Mi amor —dijo Edén—. Miá-mor. Mia-móo-ooo-or.
+A Escobar se le pasó la borrachera de un golpe. Ese hijo de puta lo podía chantajear toda la vida. Dejó escapar una risa nerviosa, enrojeciendo, y sin saber por qué volvió a guiñar el ojo. Edén se le acercó un poco más, le dio un codazo cómplice en las costillas, y los dos perdieron el equilibrio. Se abrazaron para no caer. Edén reía con su risita aguda, y al cabo de un momento de abrazo bamboleante Escobar sintió que le acariciaba el pipí con una mano tibia. Lo apartó de un empellón y retrocedió él, trastabillando. No supo qué decir.
+—Ay, mi amor, déjese —propuso Edén, con una voz repentinamente antinatural.
+—No, mire, propóngale a Narciso —empezó Escobar: pero ya Edén, soltando otra risita, se le venía encima de nuevo y le cogía el pipí entre dos manos húmedas. El empujón de Escobar lo hizo rodar esta vez por el piso mojado. Se quedaron mirándose en silencio, Escobar en pie, con las rodillas vacilantes y el miembro repentinamente retraído, y Edén de bruces en el piso, jadeante, con la mirada roja de sangre. Se le acercó, andando en las rodillas.
+—¡Déjese déjese déjese déjese déjese!
+Tras un breve forcejeo, Edén rodó de nuevo por tierra. Se incorporó otra vez, con su miembro asomando la cabeza por entre la bragueta. Escobar avanzó un paso, lo agarró por las solapas y lo zarandeó de un lado a otro, manteniendo difícilmente el equilibrio. Por un lado, pensó, la cosa estaba bien: era un pretexto para romper para siempre esa amistad, que se estaba volviendo pegajosa. Edén tenía la calvita incipiente cuajada de gotitas de sudor, y espuma en las comisuras. Gruñía ininteligiblemente mientras Escobar lo zarandeaba con moderada violencia, sin saber qué hacer con él exactamente, sintiendo en la cara su aliento alcohólico entre el olor agrio del baño.
+Edén le lanzó una patada a las espinillas. Escobar lo estrelló contra los baldosines del muro, maravillándose de su propia violencia. Edén se aflojó, pudo darle la vuelta entre sus brazos y le hizo golpear el filo de porcelana del orinal con la frente, creyendo que con eso bastaría. Edén le lanzó un talonazo traicionero a la espinilla, y Escobar le estrelló de nuevo la frente contra el muro, en represalias. Aunque ninguno de los dos hablaba, debían estar armando un estruendo considerable. Intentó un golpe de karate contra la nuca, sin efecto: «¡pero quieto, carajo, estése quieto!», mientras Edén se retorcía y lanzaba taconazos y codazos, y gruñía medio ahorcado por el antebrazo de Escobar. Escobar se acaballó en sus espaldas, y Edén, increíblemente, echó a correr hacia la puerta con su peso a cuestas. Le trenzó los pies en las corvas, y ambos se derrumbaron con estrépito. Los parietales de Edén chocaron contra el ángulo del rincón, su occipital contra la quijada de Escobar. Se quedó quieto. Escobar se puso en pie, jadeando, con el labio sangrante.
+Volteó el cadáver boca arriba.
+—No puedo haberlo matado —pensó, despavorido—. No soy tan fuerte.
+La frente de Edén era una masa sanguinolenta. Al parecer no respiraba, ni tenía pulso en la muñeca.
+—Mierda mierda mierda, lo maté.
+Pero no, el pulso le latía: es que es difícil encontrar el pulso.
+Logró sentar el cuerpo blando con la espalda apoyada en un rincón. Intentó hacerlo vomitar, para que su estado le pareciera natural a quien entrara al baño, pero Edén no dejó escapar ni siquiera saliva. Se echó agua en la cara y la cabeza, se peinó ante el espejo. Pensó lavarle a Edén la sangre de la frente y del rostro, pero le pareció demasiado difícil la tarea. Desde la puerta le echó una última mirada al cuerpo inerte. Entre las piernas abiertas y estiradas asomaba todavía el miembro, como una gruesa orquídea morada y negra.
+Vio que en su mesa lo esperaban Rubén, Ramón, Narciso, Los Melódicos. Más allá, en otra mesa, distinguió a la morena flaca que le había estremecido el corazón al principio de la noche: sola y muda en el humo, en la bruma caliente, en el estrépito. Caminó hacia ella en línea recta. La tomó por el codo, sin preguntarle nada, y la levantó a pulso, y sin detenerse ni volver la mirada la llevó hasta la puerta y el frío de la calle.
+—Suelte, ole, por qué tanto afán…
+Al otro lado de la calle oscura había un anuncio de neón con aspecto de flor. La hizo cruzar la calle casi al trote, sin hablar, huyendo, esperando oír a cada instante la gritería de los perseguidores. Una barra, un barman detrás de la barra, mesitas sumidas en una oscuridad tibia, malva, boleros: un oasis. Todavía le temblaban las manos.
+—Vamos a bailar, mi amor.
+Mansamente la niña lo siguió hasta la pista, maquinalmente le encajó el codo en la clavícula. Bailaron un bolero tras otro. Durante la tanda entera Escobar bailó como un autómata, todavía embebido en el recuerdo de la violencia y la pelea, pensando en cosas que hubiera debido hacer y no había hecho. La vida pasa demasiado rápido, y el error, el error. Dejado solo en el baño, Edén podía haber muerto. Quizás había acabado muriéndose por su propia cuenta —ahogándose en los charcos del piso, tragándose la lengua—. Soltó a su pareja en medio de la pista y se miró las manos de asesino, negras en la luz malva. ¿Sangre? No. Se sentaron. Un camarero los obligó a pedir whisky. Después del ron, el primer trago le supo a agua. Se volvió a mirar las manos, sin hallarlas distintas.
+—¿Ves algo raro en estas manos?
+—Manitas quietas, ¿oquei?
+—¿Cómo te llamas?
+Se llamaba Cecilia. Confesó que era estudiante. A la segunda tanda, al segundo whisky, ya bailaba desmadejada en sus brazos, sin mantenerlo a raya con el codo, sin intentar esquivar la rodilla que se abría paso entre sus muslos. Le gustaba el trago, porque se siente uno como ligerito, de lo más chévere. Lo malo es que a veces se emborracha uno. Cuando tenía trece años, allá en Yopal, su hermano Julio Alberto y su novio la habían emborrachado por primera vez. Tomar es chévere, pero después a uno le duele la cabeza. Se habían aprovechado de ella.
+—¿Quiénes?
+Los hombres. Al parecer, todos los hombres. Cecilia indicaba la redondez del universo con un gesto del brazo. Al día siguiente, su hermano Julio Alberto y su novio la habían vendido a un burdel de Villavicencio, aunque su novio no tenía la culpa, seguro que Julio Alberto ni siquiera le dio su parte de la plata. Se había despertado sola y con dolor de cabeza. La señora le había pegado, por quejarse. Escobar, al bailar, le besaba la frente lisa, las cejas rectas y negras, los párpados pintados, que ella cerraba con hastío, protestando, borracha.
+—Todos los hombres lo que quieren es eso.
+Sentados otra vez le besuqueó la mano, se la puso al desgaire entre sus piernas, sobre su miembro hinchado y palpitante. Ella la dejó ahí, como quien deja en una mesa un objeto extraño, un paquete blando, tibio, un cadáver de pájaro.
+—¿Y usted qué hace, ole?
+—Versos —confesó Escobar. Cecilia intentó fijar la mirada oscura, soltó una risa que se diluyó en un hipo.
+—Soy poeta —insistió Escobar. Cecilia movió la cabeza, negando: su pelo era una explosión negra.
+—Eso dicen todos —dijo al fin—. Pero lo que quieren es eso.
+Y retiró la mano. Escobar pidió más whisky.
+Cecilia hablaba arrastrando la voz, sembrando su historia con «oles» y «ole mire le digo» y «manitas quietas, ¿oquei?» cuando Escobar la acariciaba en una pausa. Los años de aprendizaje en el prostíbulo, los choferes de bus sobre su cuerpo, las detalladas exigencias del doctor Pedraza, juez promiscuo civil municipal. Escobar sentía celos. Hasta su primer aborto había sido una reina: el comandante de la base de Yopal iba a comerle en la mano, mansitico, el secretario de Hacienda del Meta, que botaba plata hasta por los oídos, no se quería acostar sino con ella, el directorio liberal, que eran nueve señores, venía y la cabalgaba con regularidad. Claro: había días polvorientos y tristes, días de dormir y comer chocolates y leer revistas, días de escribir cartas de ansia confusa y de melancolía al Correo del Corazón de los periódicos. Pero también había días de delirio y de feria ganadera en que la emborrachaban con vinos espumosos y se sentía flotar de lo más chévere.
+—Carpe diem —interpoló Escobar, borracho.
+—Qué carro Beeme ni qué carajo: allá la gente lo que tiene es puro Toyota y puro Lanrover, ¿no ve que eso es el llano?
+Escobar la abrazaba, sentía los huesos de sus hombros crujir, ceder sobre su pecho. A veces ella se quitaba un zapato frotando un pie con el otro y movía los deditos para restablecer la circulación de la sangre —y Escobar, al descubrir que no llevaba medias, se deshacía por dentro imaginando la piel suave de los muslos desnudos bajo el vestido rosa de volantes marchitos, fucsias en la penumbra, mustios de manos ávidas. Descubrió entre las gasas redondeles menudos de quemaduras de cigarrillos de borrachos, y la besó en la nuca sin poder contenerse.
+—Ay, ole, déjeme, le cuento, ¿oquei?
+Y apartaba la cara cuando él quería besarla, echando atrás el cuello en una carcajada de borracha. Las tardes quietas del burdel, jugando cartas con las demás pupilas. Cecilia, mija, lávate, que hoy viene el senador —y el senador sodomizándola, desnuda, con la barriga peluda atravesada por una banda tricolor—. El gringo bobo y rubio de los Cuerpos de Paz, que enseñaba a grabar Patos Donalds en cuero, que al puro principio parecía sólo medio huevón, pero que en fin de cuentas lo que quería era salvarla y llevársela a Connecticut para presentarle a su familia. En épocas de gira electoral se había acostado con candidatos a la Presidencia de la República, y con sus guardaespaldas. En menos de dos años había conocido a mil hombres. Y lo que querían todos los hombres era eso: Cecilia abría las piernas, se levantaba el vuelo del vestido y señalaba eso con el dedo.
+Escobar le besaba los hombros, las orejas. De Cecilia emanaba un olor denso y ácido, a maquillaje derretido en perfumes. Sus senos cónicos y tiernos tensaban el vestido en el ir y venir de la respiración, con el pezón marcado como un timbre. Su boca se veía como una herida púrpura en la penumbra cargada de boleros. La besó en la boca. Ella luchó un momento contra el beso, apretando los labios, gruñendo con un gruñido que le hinchaba el cuello, cediendo al fin, dejándose aplastar los labios contra los dientes duros, abriendo grande el paladar para que se trenzaran las dos lenguas, aspirando, chupando, sin aliento, perdida. Una niña perdida. Escobar se deshizo por dentro.
+—Vamos a tirar, mi amor.
+Cecilia se dejó llevar por el codo hasta la puerta. Pero faltaba pagar: ¿a qué hora habían tomado tantos whiskies? Pagó. Recuperó a Cecilia, desgonzada en una silla. Cecilia se dejó recuperar. Se dejaba. Se dejaba besar, llevar, recuperar, guiar, perder. Así se había dejado vender a los trece años. Se dejaba colgar entre sus brazos, como un trapo. No tenía a donde llevarla. Recordó a Fina, con cólera: Fina no la recibiría en su casa. No lo permitiría. No lo perdonaría. Ah, Fina, mierda, no hay derecho: tú me echaste, y ahora no me dejas volver. Pero mira: tengo a Cecilia, que me adora. O que se deja, por lo menos. ¿A dónde ir? Era tardísimo. Se emborrachó de súbito con el aire nocturno. ¿Qué hacía ahí, con Cecilia borracha colgada de sus brazos, lisa y morena y húmeda en el frío? Cecilia se bamboleaba, sin huesos, cada vez más pesada, y su rostro era gris. A sus pies paró un taxi. Subieron. ¿A dónde ir?
+—¿En dónde vives?
+—Con unas amigas. Por allá…
+Señaló con el brazo delgado hacia el sur.
+No era muy lejos, a esas horas, por calles encharcadas, relucientes, en un parpadear amarillo de semáforos. El taxista tenía ojos rojos de amanecido, y el radio a todo volumen. Un trío melifluo cantaba en el radio: «La que se fue». Escobar recordó a Los Auténticos, cayó de boca en el recuerdo de su pelea en el baño con Edén Morán Marín, sintió un mareo de náusea, ahuyentó los recuerdos con una sacudida. Se despertó Cecilia, que se había echado a dormir sobre su hombro metiéndole en las narices la fragancia de su pelo. Le sonrió:
+—No se me acelere, papito…
+—No…
+Ahora fue ella la que puso su mano entre los muslos de Escobar, frotando dulcemente la curva de la bragueta. Y esta vez fue Escobar el que le retiró la mano, por temor al taxista. Pero llegaron pronto. Era en un tercer piso. Cecilia vivía con dos amigas, explicó, que también eran estudiantes. No estaban. No era hora de que estuvieran, explicó: trabajaban en un Club Privé.
+—¿Tiene perico, papito?
+Escobar no tenía perico.
+—Le doy, si quiere. Pero me lo paga, ¿oquei?
+—Oquei.
+La cama era amplia, blanda, con manchas misteriosas en la colcha. La lamparita de la mesa de noche daba una luz naranja, y a través de las cortinas cerradas se filtraba el parpadear rojo y verde de un anuncio. Escobar se tendió boca arriba, y el mundo se cerró sobre él como un aleteo negro. Sintió que lo sacudían por los hombros.
+—Ole, ¿no quería perico?
+Cecilia estaba ahora desnuda de la cintura hacia abajo: el vello oscuro del pubis le subía por el vientre como una mano negra. Entre los botones abiertos de la blusa los ojos desenfocados de Escobar le veían cuatro tetas: dos pálidas y azules a través del tejido, con los pezones negros como moras, y otras dos desnudas y calientes a la luz de la lámpara. No podía tener tantas. Le cogió una con la mano, más blanda de lo que su mano esperaba. Cecilia le apartó la mano. Le ofreció una línea de coca en la superficie de un espejo, más bien grisácea. Escobar aspiró, contuvo un estornudo, se sentó pesadamente en la cama. Dios mío. Quitarse los zapatos.
+—Ya desvístase, papito.
+—Ya voy, Cecilia, amor.
+Tenía la confusa impresión de que las cosas no estaban sucediendo en el orden debido. Se paseaba de un lado a otro del cuarto, en calzoncillos y zapatos, y descubría con sorpresa que había llegado a un extremo del cuarto sin haber pasado nunca por los puntos intermedios. La realidad no coincidía con lo que debía ser la realidad. Si por tres veces me sale el mismo número de pasos, quiere decir que he pasado por los mismos sitios, y que por consiguiente los sitios están ahí. Cecilia, sentada en la cama con las piernas cruzadas, con los talones apoyados en lo negro del pubis, seguía narrando su vida: el senador, el gringo, la fiesta de sus quince años, cuando el mayor Vanegas —¿quién era el mayor Vanegas?— le había dicho: «Ya eres una mujer». Era chévere, el mayor Vanegas, y en la cama era un tigre. Escobar, todavía enredado en sus medidas y cálculos espaciales, sintió celos del mayor Vanegas. Se sentó en la cama. Después, el viaje a Bogotá con el doctor Mahecha. ¿Quién era el doctor Mahecha? Al parecer había perdido datos esenciales de la historia. ¿Mil hombres? No tenía celos suficientes. ¿Cómo contar la historia de mil hombres en una sola noche, o inclusive en mil noches? Cecilia se perdía en sus recuerdos, se iba por caminos laterales, historias paralelas, parentescos: el ahijado del doctor Mahecha, que tenía los ojos de Roberto Carlos. ¿Quién era Roberto Carlos? ¿Y quién era el ahijado del doctor Mahecha? Scherezada, en sus noches, debía contar historias parecidas: la historia de los tres ahijados del doctor Mahecha.
+Escobar empezó a besarle el cuello, sin mucho esfuerzo le quitó la blusa, le besó las axilas, los senitos puntudos. Le metió la mano entre las piernas. Cecilia interrumpió por fin su historia.
+—Ay papito… Me puso toda aceleradita —dijo.
+La abrazó, tendida sobre la cama, aplastando sus senos; calientes con su pecho, respirando el olor penetrante de su pelo, pesando sobre ella con su sexo. Pero bajo los calzoncillos —pues seguía con los calzoncillos y los zapatos puestos— no sentía nada: un silencio. Pensó que había tomado demasiado trago, o había mezclado trago, o estaba demasiado emocionado. Bajo su peso el cuerpo liso y delgado de Cecilia se retorcía. Se acomodó mejor encima de ella, para darse más juego. La vio abrir sus ojos líquidos:
+—¿Y eso qué le pasa? Ya métala, papito, ya métala.
+Calma. Es el trago. Vamos por partes. Cecilia dejó de moverse para toser contra el pecho de Escobar. La besó en las sienes, en los párpados: olía a sudor, a perfume caliente, entre jazmín y fresas. Le mordió un tendón en el cuello: la piel y la carne cedieron bajo sus dientes, y ella se quejó. Le acarició con la mejilla la curva de los senos, le mordisqueó los oscuros pezones erguidos, lamió el sabor salado entre sus senos, le besó el ombligo, liso y hondo, hundió su boca en el nido mullido y aromático de su sexo entreabierto. Pero en el silencio de sus calzoncillos las cosas no mejoraban. Calma. Es el trago. Calma. Hay que darle tiempo al tiempo.
+—Cecilia.
+—Ay, ole, métala.
+—¿Me quieres?
+—Ay, ole, métala.
+—Mientras no me digas que me quieres, no.
+—Ay, métala ya, no joda…
+Escobar se mantuvo firme.
+—No. Mientras no me digas que me quieres, no.
+—Ay, ole… Bueno, lo quiero, pero métala ya, papito, ¿oquei?
+Oquei, pero no era fácil. Cecilia le bajó los calzoncillos: entre sus dedos frescos le cogió los testículos y el miembro arrugado y dormido, que se encogió todavía más bajo el contacto.
+—¿Es que no se le para?
+Lo tomó con dos dedos, por la punta, echándole un rápido vistazo pericial. Escobar también lo miró, enroscado en sí mismo, con su ojito de cíclope bien apretado, como un gato dormido.
+—No es eso —explicó.
+—¿Quiere que yo le haga cosas?
+—No. Espera. Voy a quitarme los zapatos.
+Se los quitó con lentitud deliberada, confiando en un milagro. Cuando volvió a enderezarse Cecilia dormía, con la boca abierta sobre la almohada. La miró dormir. Así debía dormir todas las noches. Con la yema del dedo le acarició la línea redonda de la grupa. Empezaba a sentir un palpitar doloroso en la frente, tenía sed, tenía ganas de orinar. ¿Dónde quedaría el baño? Intentó hacer la cuenta del número de veces que había orinado ya esa noche: recordó el rostro de Edén lleno de sangre, con un vahído súbito. Se acostó boca arriba al lado de Cecilia. No podía haberlo matado. Cerró los ojos y lo envolvió un ramalazo de espanto, inesperado y negro, y los abrió otra vez, temblando, cubierto de repente de sudor. Sentía el dolor batir en oleadas contra las paredes de su cráneo, en estallidos rítmicos que le dejaban los ojos llenos de puntos de luz. Una contracción del esófago le inundó la garganta de bilis, o de ron, o de whisky, de algo que sabía a yodo. Inclinándose por sobre el cuerpo dorado de Cecilia apagó la lamparita. El cuarto se llenó de la luz lechosa de la calle. Abrió las cortinas. Estaba amaneciendo, y en la blanda luz del día parpadeaba rojo y verde, invertido, el anuncio de neón, pero su parpadeo seguía un ritmo distinto del que tenía el dolor en su caja craneana. Cerró la cortina, abrumado por una sorda angustia. Encontró un baño estrecho que olía a perfumes encerrados, a pino, a cañerías en mal estado. Cuando volvía, lo sobresaltó la mirada fija de un Sagrado Corazón de tamaño natural, rubio, con bucles. Se miró en su vago reflejo en el vidrio, hizo coincidir el reflejo de sus ojos con los ojos mansos de la imagen.
+—Dios mío —pidió—, que se me pare.
+Pero tampoco. Miró a Cecilia dormida, boca bajo, con una pierna delgada encogida bajo el vientre. Se iba a morir de frío. La cubrió con la sábana, arreglando sus pliegues para que dibujaran por transparencia las líneas puras de su cuerpo dormido. La acomodó mejor, le separó dulcemente las piernas para crear un vacío, tensó la sábana sobre la doble almendra de sus nalgas como si dispusiera un arreglo floral. En silencio volvió al pasillo del baño, vació el florero del Sagrado Corazón. Eran flores de plástico, mantenidas derechas con alambres. Arrancó los alambres y dispuso las flores en semicírculo en torno al sueño de Cecilia. Única flor entre las flores. Decidió dedicarle un soneto.
+Única flor entre las flores: eres
+mi flor de carne entre tus falsas flores.
+Pedúnculo que aviva mis amores…
+Otra vez la mentira poética, persiguiéndolo como una Erinia vengativa. ¿Acaso había avivado sus amores? Pero bueno: un soneto, en fin de cuentas, es una expresión de amor tan válida como una erección. Entonces, eso: un soneto que fuera al mismo tiempo una justificación de su impotencia. Un soneto explicativo, persuasorio, didascálico: mira, Cecilia, lo que pasa es que la sangre se me va a la cabeza, y se derrama allá en un surtidor de versos. Además, era cierto: sentía su cabeza a punto de estallar. Buscó en donde escribir. Un cuaderno de hojas cuadriculadas, con torpe letra redonda y espaciada de semianalfabeta: labandería cesenta pesos, alcaseles cuatro, paqete de cotex doce pesos.
+Cecilia: mi amor esquiva
+las ansias de poseerte.
+No. Un soneto no es exactamente lo mismo que una erección, digan lo que digan. Miró a Cecilia, buscando inspiración. Ahora se chupaba un dedo en su sueño.
+Cecilia, mi amor te esquiva.
+Ya lo ves: se finge inerte.
+De tanto querer quererte te quiere…
+¿Por qué se había impuesto una rima en «iva», tan difícil? Altiva, primitiva, repetitiva.
+Cecilia, mi amor te esquiva.
+Ya lo ves: se finge inerte.
+De tanto querer quererte
+no te quiere fugitiva:
+Te quiere tener cautiva
+de cepo más cierto y fuerte
+que ese remedo de muerte
+del amor: te quiere viva.
+Me dirás, si te despiertas,
+que estás dormida y no muerta.
+Me dirás «métala ¿oquei?».
+Querrás imponer tu ley.
+Y mi amor quiere ser rey
+y no buey, niña casquivana.
+Su cabeza palpitaba en breves fogonazos de dolor.
+Leyó en voz alta, de rodillas a los pies de la cama. Tal vez así le leía Petrarca sus sonetos a Laura, después de haber intentado inútilmente acostarse con ella. Y tal vez Laura seguía durmiendo impávida, como Cecilia ahora, respirando por la boca abierta, sin oír una sola palabra. Tal vez. Pero Laura despertaría tarde o temprano, con ojos legañosos, y el soneto, en cambio, guardaría su frescura de rosa recién cortada. Laura iría envejeciendo, año tras año, y acabaría muriendo, y sus huesos se disolverían por último en la cal de la fosa común, y en cambio ahí seguirían eternamente jóvenes los sonetos de Petrarca. Volvió a leer el suyo. No era un soneto de Petrarca.
+Y Cecilia seguía dormida, bella y serena en la luz plomiza del día. En su sueño, su codo había roto el semicírculo cerrado de las flores de plástico. Las contó. Eran catorce, inevitablemente, como los versos de un soneto: hubiera debido sospecharlo. Rígidas y sin gracia, visiblemente falsas, colocadas en un orden geométrico antinatural. Toma, Cecilia, un soneto: catorce versos de plástico que ni siquiera sirven para despertarte. Sintió vergüenza de sí mismo, odio por su pobre pipí encogido de frío entre el vello de su bajo vientre, inservible. Como un estrambote en la punta de un soneto. Dios mío, no más metáforas.
+Y por si todo eso no bastara, su dolor de cabeza seguía agravándose. Lo sentía pesar como un lingote de metal candente atravesado en su cráneo, apoyado en la gelatina gris de su cerebro como una espada de fuego en un cojín. Se tendió boca arriba en la cama, se tapó hasta la frente con las sábanas. Con los puños cerrados se oprimía las sienes en un esfuerzo vano: si pudiera lograr que de pronto cedieran las paredes de hueso, que se hundieran con un corto crujido de fractura y dejaran escapar el dolor, y entrar el viento. Detrás de su cabeza, inaccesible, palpitaba algo espantoso. Cuando cerraba los ojos lo sentía desplomarse sobre él como un telón de sangre, con un rugido de incendio. Perdía pie, sentía que perdía pie y caía en imprevistos huecos de oscuridad, horadados de golpe por un chorro de luz que pasaba a su lado aullando, rozándolo, como un tren en la negrura de la noche. Abría los ojos, empapado de súbito terror, se tentaba el pecho resollante en busca del latido de su corazón. Alguien que me asegure que estoy vivo. Veía el color del día, mortecino, un verde lívido al trasluz de las cortinas cerradas. Alguien que haga volver la noche. Contra su flanco sentía las ancas curvas y frescas de Cecilia dormida. Cecilia, abrázame, apriétame, protégeme, perdóname.
+Lo despertó el repiquetear ensordecedor del aguacero. Si estoy en Bogotá, raciocinó, son las dos de la tarde. A su lado, Cecilia seguía dormida, arrebujada en las sábanas. Fue al baño a beber agua, se miró en el espejo los ojos estriados de sangre, pedazos de carne cruda. Quiso orinar, pero se lo impidió la erección que le brotaba entre las ingles: una lanza de carne. Regresó al cuarto con las manos cerradas en torno a ella, caminando con el paso envarado y solemne de los portaestandartes. Se inclinó sobre el cuerpo inmóvil de Cecilia, apartó con un dedo los mechones oscuros que le cubrían la frente. Ella movió la cabeza, dejando ver en la mejilla una marca escarlata dejada por un pliegue de la almohada. La almohada estaba llena de manchas rojas, malvas, azules, que habían chorreado por las mejillas de Cecilia formando pozos tornasolados. Su boca abierta estaba limpia, color de rosa, fresca.
+Sin soltar su erección se metió entre las sábanas. Besó un seno húmedo que asomaba por debajo del brazo. Abrazó el cuerpo dormido, estrelló su boca contra la cavidad del hombro, gimiendo de amor. Cecilia lo abrazó, dormida todavía, diciendo «venga papito» con una voz sin matices, de muñeca de cuerda. Escobar apretó contra el suyo todo su cuerpo delgado, sintiendo que los huesos cedían, que los ligamentos y los tendones se aflojaban. Le separó las piernas brutalmente y de inmediato se vio inundado en una sola convulsión caliente, irremediable, entre los muslos de Cecilia. Ella lo aparto de un empellón, ya perfectamente despierta, gritando «¡carajo hijueputa la sábana!».
+Escobar siguió tendido en la cama, vivo apenas por la palpitación levísima que transmitía desde el cerebro el dolor de cabeza, que había vuelto de pronto: una masa compacta que llenaba su cráneo como materia sólida, más pesada que el plomo. Cecilia iba y venía desnuda, con los pequeños senos bamboleantes, lanzando maldiciones, manejando instrumentos de limpieza, esponjas, trapos húmedos, rollos de papel del baño, hijueputa ni que una fuera sirvienta para andar lavando sábanas, antes no echó la ceba. Tú no eras así, Cecilia. Luego entendió el destrozo de las flores de plástico y soltó berridos de indignación. Volvió a chillar cuando encontró el soneto: hijueputa mi libreta de cuentas. Lo arrugó, lo tiró hecho una pelota en el balde de agua sucia. Cecilia, es mi soneto. Tu soneto, Cecilia. Escobar, balbuciendo «perdón, perdón» de cuando en cuando, empezó a vestirse.
+—Ole y mis dos mil pesos.
+—¿Dos mil pesos? —dijo Escobar, incrédulo. Tú no eras así, Cecilia.
+—Mejor dicho y mire cómo me dejó la cama, mire, no sea cochino, y encima todo el perico que se metió, y mire cómo me volvió mis flores malparido, eso son otros quinientos.
+—¿Quinientos pesos?
+Buscó en sus bolsillos el burujo de billetes, sintiéndose humillado, explotado, rabioso. Podía cobrarle su soneto.
+—No hay sino mil quinientos —mintió. Ella le arrebató los billetes de un manotazo. Había mil ochocientos.
+—Mejor dicho diga que lo que me quiere es robar, preste pacá el reloj aunque sea, seguro además ni es fino.
+—No tengo reloj.
+—Ora sí mejor dicho la jodida fui yo, no le digo, si eso es de huevona que es uno de meterse con cualquier hijueputa. Ya váyase hijueputa.
+—Está lloviendo.
+—Pues mójese, o qué: ¿ya ni hombre es para eso tampoco?
+Por el hueco de la escalera seguía oyendo la voz áspera de Cecilia. Otra voz. Esa no era tu voz, Cecilia.
+El aguacero estaba en todo su furor.
+BOGOTÁ ES UNA CIUDAD HORRIBLE. Cecilia lo había dejado sin un centavo para un taxi. ¿Qué iba a decirle a Fina? Mi amor, se me hizo tarde. No: era culpa de Fina. Dejar que Fina se hiciera cargo de su cuerpo y su alma rendidos de cansancio, beber agua por litros, lavarse el olor perfumado del cuerpo de Cecilia, dormir. Despertar muchas horas más tarde con todo listo y limpio, con los dedos frescos de Fina sobre sus ojos febricitantes de guayabo. Se hizo tarde, mi amor, y no había taxis. Me encontré unos poetas en un bar, El Amparo, El Refugio, El Oasis, y después maté a uno. Eso: maté a un hombre, y después, tú ya sabes, la policía, etcétera. ¿Que a qué huelo? Ah, sí: a puta, mi amor. Es que me metieron en una celda con putas, en la comisaría. Había una, Cecilia, que me contó una historia triste. Y después me robó, puta hijueputa. Iba imaginando preguntas y respuestas, disculpas y detalles, con el rostro contraído contra la lluvia como un puño cerrado. La lluvia le iba lavando el perfume de Cecilia de la ropa, del cuerpo. La lluvia, la implacable lluvia, las ráfagas violentas y casi horizontales de la lluvia. Cómo luchar contra la lluvia.
+Al cabo de unas cuadras renunció, y ya no buscó aleros protectores ni se esforzó por caminar al sesgo, con el hombro alzado como la proa de un rompehielos para cortar la furia de las aguas. Echó a andar por el medio de la acera, rígido, dejando correr el agua por su frente y sus pómulos, permitiendo que se colara en sus ojos y en su boca entreabierta, sin hallarle sabor, dejando que rodara por su cuello, espalda abajo, mezclándose con el sudor del cansancio y la rabia. Intentaba no caer en los charcos martillados de lluvia, escrutaba la corriente engañosa y se hundía hasta las corvas en otros más profundos. Chapoteaba, vadeaba bocacalles con el torrente a media pierna, con los dedos de los pies encogidos para que la correntada no le arrancara los zapatos, tratando de que el peso de plomo de sus pantalones empapados no lo arrastrara calle abajo. En los cruces había carros varados, con las olas golpeando en la latonería, sin dueño, como cascos de buques naufragados. Pasaban grandes buses repletos de viajeros, levantando oleadas amarillas. Escobar intentaba esquivarlos con brincos laterales de bailarín, y recibía el ramalazo de fango en las costillas cuando el bus ya iba lejos. Se limpiaba con la manga el agua de las cejas. Sentía que iba a llorar. Durante un centenar de pasos se empeñó en descubrir algo amable en la lluvia.
+—Es agua pura —se decía—. Agua vivificante. Fecunda la madre tierra.
+Gruesos chorros pesados vomitados por las canales rotas, cataratas verticales del cielo. De las puertas abiertas de las tiendas lo miraban pasar, solo como un imbécil bajo la cólera del cataclismo: gente verdosa y gris, parda, borrosa tras la lluvia, hacinada en las puertas, esperaba con paciencia el final del diluvio y lo veía pasar, único peatón insensato en toda la ciudad. Las torrenteras de las calles arrastraban escombros y tierras de aluvión, cajones de cartón y de madera, ramas de árbol. El reflujo hacía bailar remolinos de basura en las esquinas, donde chocaban dos riadas alzando espumas turbias, irisadas de grasa. A ratos parecía que la violencia de la lluvia tratara de amainar: los goterones se espaciaban en el aire de pronto detenido, y Escobar se daba cuenta de que llevaba minutos enteros sin respirar. Erguía el cuello entumecido. Y luego se soltaba otra vez desde arriba el peso de las aguas, golpes de ventarrón hacían ondear vastas sábanas líquidas, y Escobar se encogía, sobrecogido. Abovedaba los hombros para empequeñecerse, para ofrecerle al cielo un blanco más difícil: pero el agua encontraba siempre el camino de su rostro y sus ojos indefensos. Sentía náuseas de rabia. Hubiera querido dejarse caer en la acera inundada, dejarse llevar por la corriente hasta los vertederos del río Bogotá, lejos, en el sur; dejarse derivar río abajo entre la espuma sólida de detergentes, erosionada apenas por la lluvia, con el rostro hacia el cielo, sus lágrimas mezcladas con el llanto incesante de la lluvia. ¿Pero flotan boca arriba los cadáveres de ahogados? ¿O flotan boca bajo? Hubiera querido dejarse deshacer dulcemente bajo el embate de la lluvia.
+—¡Fina! —bramó desde la puerta, con un frío en el vientre: ¿qué iba a decirle a Fina? Ah, sí: maté a un tipo, mi amor; la policía, etcétera.
+El eco, el charco al pie de la ventana que había quedado abierta. Se desvistió esforzándose por mantener erguida y quieta la cabeza, para que su dolor no se rompiera en mil pedazos: era ahora un dolor quieto, equilibrado como el peso de un ánfora. Y en dónde mierdas tendrá escondidas Fina esta vez las aspirinas. Los pantalones entrapados se le pegaban a los muslos, y al tironear le arrancaban mechones de vello húmedo, rizado por la lluvia. De la ropa amontonada en el piso comenzó a brotar agua. Un manantial. Quizás más tarde se edificara ahí una ermita. Quizá los peregrinos acudieran de lejos para probar las virtudes de aquel agua milagrosa. Limosnas. Curaciones, tal vez.
+Soltó el agua caliente de la tina, se envolvió en toallas secas, bebió largos tragos ansiosos del chorro frío del lavamanos. Qué más hay que hacer en estos casos. Café. En dónde esconde el café Fina —los filtros, las cafeteras, los molinos de moler el café, todo el peso abrumador de la realidad. Qué lejana, qué muerta, qué enterrada estaba ya la vida fácil de su antigua soltería: las cosas a la vista, la magia instantánea del Nescafé, la taza con la huella de muchos Nescafés sucesivos, como en los malecones de los puertos va quedando la marca horizontal de las mareas. El rumor diferente del agua en el baño: la tina desbordada. Dentro de un momento se me van a empezar a romper cosas, pensó con resignación. El rumor diferente del agua hirviente en la cocina: en qué momento hierven las aguas, a cuántos grados de temperatura, a cuántos metros sobre el nivel del mar. El café saltando a borbotones sobre la plancha de la estufa, evaporándose con un silbido. Las tazas. Las cucharas. El azúcar. Cuál es azúcar, cuál es sal, cuál es bórax molido para matar las cucarachas. Cuántos viajes hay que hacer del baño al cuarto, del cuarto a la cocina, de la cocina al baño, con el azúcar derramada en el piso que se adhiere a las plantas de los pies, observando a trasluz las píldoras de Fina, blancas, redondas, lisas, planas, cuáles son aspirinas, cuáles provocan desarreglos hormonales, cuáles hacen el pelo luciente y hermoso, tonifican el gran simpático, multiplican los leucocitos, regulan la venida de la hemorragia menstrual. Las píldoras pegadas al paladar, terrosas, las arcadas quemantes a lo largo del esófago, la bilis o la baba amarillenta y mucilaginosa vomitada de un golpe en el aguamanil, entre las lágrimas. Todo se acumula, todo se multiplica, se hincha y se bifurca, todo se vuelve inmenso y numeroso, todo ocurre a la vez, y no hay nadie que venga con una mano amiga a moderar el caos, a meter en cintura la proliferación monstruosa de las cosas. Por qué me fui, Dios mío, por qué me dejó ir, por qué se fue, Dios mío. Las mujeres no entienden. Y a ras de tierra se abrían trampas, se cruzaban obstáculos, la toalla se escurría de la cintura y le maneaba los tobillos, la cafetera silbaba en la cocina, la puerta de la nevera se bamboleaba, abierta, sin que hubiera sacado cosas de la nevera, el agua de la tina estaba enfriándose, el azúcar recogida del piso estaba llena de pelusas y sospechosos puntos negros. El agua verde y transparente, la difícil maniobra de meterse en la tina sin pegarse en el cráneo con el filo del calentador del agua, el golpe inevitable en el occipital, sordo y sin sangre, el agua hirviente quemando los testículos, la mano recogida sobre el pene, el agua calentando el pecho, el vapor en los ojos, la frescura de la porcelana contra la oreja y la mejilla. La paz.
+De la cocina le llegaba un tenue olor a gas. Siempre se queda abierto el gas: es una certidumbre de índole matemática. Siempre que huele a gas, está cerrado el gas: es otra certidumbre, pero nacida del método inductivo, tan aleatorio siempre. Se va poniendo uno azul, va perdiendo conciencia de su entorno, siente que poco a poco desaparece el peso, la opresión en el pecho, va flotando en el aire: los entendidos dicen que es una muerte dulce, sin dolor. En el aire húmedo de vapor, cómo se hace para distinguir un tenue olor a gas. A qué huele el gas. Ay, mierda, mierda, mierda, salirse de la tina, mojar la toalla seca, tener que secarse luego con la toalla mojada. Dejar que el gas escape. No puede uno morirse por tan poco. Morir. Dormir, soñar tal vez.
+Se precipitó a la cocina, chorreando agua. El gas estaba firmemente cerrado, como era previsible. La ira en su interior. La tina verde y humeante, el calor del agua en los testículos, en el pene encogido. El milagro del filo del calentador rozando apenas el pelo mojado, como en una caricia. El café enfriado. La mano seca, mantenida sobre el nivel del agua para salvaguardar el cigarrillo. El cenicero siempre se queda en otro cuarto, es una certidumbre matemática. La ceniza arrojada desde lejos hasta la taza abierta del excusado, trazando un arco grácil en el aire. Los viejos gestos de su soltería. Regocijaos: hemos resucitado.
+Sí. Pero ya iba siendo hora de que volviera Fina. Alguien a quien contarle que había matado a un hombre.
+Afuera, entre la lluvia que seguía azotando las ventanas, empezaba a caer la noche lívida. El baño se fue llenando de penumbra. Sumergió la cabeza bajo el agua, cerrando las narices con dos dedos, con los ojos cerrados, dejando que el placer de las aguas lo anonadara al fin. Pero pensaba. Y la paz del placer se removía con bruscas turbulencias, su esófago se contraía con las resurrecciones súbitas de la náusea, su pensamiento despertaba víboras, pisaba trampas, se pinchaba en espinas del dolor de la memoria:
+Cecilia, mi amor te esquiva:
+ya lo ves, se finge inerte…
+El bochorno, como un vómito negro. Y después del soneto, y del fiasco, y de todo, Cecilia lo había echado a patadas. Y el bar, los borrachos, y Edén, y Los Auténticos: ¿habría matado a Edén? No era posible. Ah, mierda, y encima su poema:
+Palabras:
+en vez de un mar de luz
+el río de la forma…
+¿Habría matado a Edén? Lo merecía. Recordó su sonrisita suficiente. ¿Serían así de malos sus poemas mirados desde afuera, desde arriba? Tal vez. Él era así. Intentó imaginarse a sí mismo mirado desde el techo, sumergido en la tibieza amniótica del agua de la tina, boca arriba, pálido bajo el agua, como el cadáver de un ahogado. Sintió un vahído: había matado a un hombre. No podía ser. Aunque bueno: al fin y al cabo haber matado por lo menos a un hombre en treinta y un años de vida era apenas normal estadísticamente, viviendo en Bogotá. No es tan fácil matar como uno cree, con las manos. Recordó el cuerpo de Edén, escurridizo. Abrió los ojos bajo el agua y lo vio todo negro. Se había quedado ciego. Se irguió desesperado, volvió a la superficie chorreando agua, resoplando de angustia.
+Ciego no. Pero ya era de noche. Encendió la luz, tras dominar el temor breve de morir electrocutado si lo hacía. Frente a él, pegado al vidrio de la ventana cuajado de gotitas de agua, borroso y blanco como un vientre de pez en la negrura del acuario, vio un rostro que lo miraba fijamente. Edén Morán Marín. Lo atravesó un horror helado. Se dejó hundir furtivamente entre la tina para escapar a la mirada pálida que lo espiaba pegada a los cristales. El rostro que miraba, como una luna vaga, se dejó hundir también en la ventana. Escobar se enderezó con precaución, y lo vio asomarse con precaución en la ventana, como si jugara con él unas macabras escondidas. Sintió un inmenso alivio.
+Se secó lentamente, dulcemente, con el intenso amor por el propio cuerpo que da el saberse vivo, no muerto, como otros. En el cristal nocturno se secaba su cadáver borroso, con enorme cariño. Recordó con afecto póstumo a Edén Morán Marín. Pero no, no podía haberlo matado. Cuando huyó de El Oasis lo había dejado todavía respirando, y con el pulso intacto.
+—Huí como una rata —dijo en voz alta.
+Ya iba siendo hora de que llegara Fina. A alguien tenía que contarle que había matado a un hombre. Pensó hacer más café. Recalentó el que había. Buscó alguna chicharra de marihuana en ceniceros, en cajones, en mesas, en jarrones. En toda la casa no había una brizna de hierba. Esperó que a Fina se le hubiera ocurrido comprar algo, no como el día anterior. Pero empezaba a subirle por la garganta una cólera lenta a medida que pasaban las horas y Fina no llegaba, ni daba la menor señal de pensar llegar nunca.
+Despertó con sudores. Había soñado que el cadáver desnudo de Edén Morán Marín, amoratado, verdecido, lívido, todo cubierto de enormes verdugones, penetraba nadando por el aire a través de la ventana. Nadaba con una brazada lateral muy pasada de moda, un poquito ridícula, con el cuello torcido como por una tortícolis. Nadó una y otra vez en torno al cuarto, a media altura, infatigable, hasta que Escobar pudo despertar con sudores de ahogo en un cuarto inundado de sol. Parecía tempranísimo. Pero no estaba a su lado el cuerpo dormido de Fina. Olfateó el aire. Tampoco le llegaban olores de desayuno, de café recién hecho, de tostadas crujientes.
+—¡Fina! —gritó.
+Silencio. ¿En dónde andaría Fina? La cosa empezaba a no tener ninguna gracia. Hizo café con una facilidad mucho mayor que el día anterior. El pan estaba viejo, duro como una piedra. ¿En dónde andaría Fina? Bebió el café humeante, hizo unos huevos fritos, con todo el pecho lleno de suficiencia desafiante: para que veas, mi amor: yo puedo solo. Pensó por un instante en lavar los platos, pero le pareció que era llevar las cosas demasiado lejos. Tenía toda la vida por delante. Se echó en la cama nuevamente, y se quedó dormido.
+Cuando despertó, llovía otra vez. En Bogotá llueve toda la vida, pensó mientras miraba la mole oscura de los cerros aparatada de nubes negras. Abajo, entre la lluvia, gritaban excitados unos niños. Todo se repite, todo es igual toda la vida, todas las cosas son iguales. Tenía la impresión de haber pensado eso varias veces. Todo se repite. Todo tiende a dar vueltas. Había escrito, creía, un montón de poemas al respecto, todos iguales entre sí. ¿Y no había descubierto algo parecido hacía dos días, o tres, sobre la verdadera naturaleza de las cosas? Sin Fina para comentar, opinar, discutir, sus vagos pensamientos se perdían en el aire, chupados por la impasibilidad del universo. No es bueno que el hombre esté solo, dice el Eclesiastés, y es por eso. Tuvo hambre. Miró con melancolía los platos sin lavar del desayuno. No es bueno que el hombre esté solo. Puso a freír un par de huevos, y luego unas salchichas, tras vacilar un rato: ¿debería hervirlas más bien? ¿Las salchichas se hierven? ¿Se fríen? ¿Se comen crudas? Buscó, sin encontrarlos, los libros de cocina de Fina. Buscó en el diccionario. «Embutido, en tripa delgada, de carne de cerdo picada, que se sazona con sal, pimentón y otras especias, y que se consume en fresco». ¿Que se consume en fresco? ¿Qué querría decir eso? ¿Crudas? ¿Recién hechas? ¿Al aire libre? Buscó otro diccionario más explícito. «Del it. ‘salciccia’, alter. de ‘salsiccia’, cosas saladas, deriva. de ‘salsus’, salado, de ‘sal, is’; las dos ces del it. se pueden explicar por la infl. de ‘ciccia’, carne, en lenguaje infantil —en esp. ‘chicha’—. Embutido hecho con carne de cerdo en tripa delgada, que se consume fresco». Ah, que se consume fresco. ¿Es decir, crudo? No necesariamente. Los huevos, por ejemplo, deben consumirse frescos, pero no forzosamente crudos. «Salchicha de Fráncfort. Salchicha hecha al estilo de las fabricadas en esa ciudad alemana, más compacta y menos grasienta que las españolas corrientes». «Sal-chich-ería; salchich-ero-a. Derivados de significado deducible del de salchicha». «Salchichón: embutido hecho en tripa gruesa, hecho de jamón y tocino y sazonado con pimienta en grano, prensado, que se conserva bien mucho tiempo y se come crudo». Ah. El salchichón se come crudo, pero la salchicha probablemente no. ¿Tendría que sazonarlas con sal, pimentón y otras especias antes de cocinarlas? ¿Cuáles otras especias? Lo sorprendió de pronto el denso olor a carne achicharrada que había invadido lentamente la casa. De la sartén brotaba una gruesa columna de humo negro. De los huevos y las salchichas no quedaban sino fragmentos carbonizados. Sólo en lo concreto se aprende, afirma Lenin.
+Busco otra sartén. Puso a freír los dos huevos que quedaban, sin quitarles la vista de encima ni un instante. Le faltaba práctica, era evidente. Pero tenía toda la vida por delante.
+Para empezar, toda la tarde. Sintió cómo pasaba la tarde, lentamente. Del piso de abajo subían las notas de un piano. Jamás había escuchado pianos en el piso de abajo. Y el pianista, sin duda, jamás había tocado el piano antes, porque las notas llegaban lentas, separadas, laboriosas: ti ri ti tiri, ti tiri tiri ti ri; y tras una breve pausa, como tras tomar fuerzas, se repetían: ti ri ti tiri, ti tiri tiri ti ri. Pero al menos el piano parecía bien templado, las notas eran limpias. En el piso vecino se oía la voz de una mujer que cantaba. Nunca había sido tan musical ese edificio, en sus recuerdos. En torno a él, en cambio, no recordaba nunca haber sentido tan pesado el silencio. Si tuviera un piano, podría él también aprender a tocar piano. Tomaría clases particulares: así mataría las tardes, una tras otra, hasta la hora de su muerte. Podría cantar, también, sin tomar clases. Pero cantar ¿qué? Podría poner un disco. Pero ¿cuál? Las horas pasaron sin que moviera un dedo.
+—Fina, tal vez tienes razón: me estoy muriendo.
+Dejó sonar varias veces el timbre del teléfono.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—¿No te acuerdas de qué día es hoy?
+—No sé, mamá. ¿Viernes?
+—Es el aniversario de Focioncito.
+Escobar suspiró.
+—No me acordaba, mamá. Se me había olvidado por completo.
+—Pero era tu hermano —en la voz de doña Leonor había un acento entristecido de reproche.
+—Sí, mamá, yo sé. Pero se murió cuando yo tenía cinco años. No me acuerdo. Qué quieres.
+—Focioncito sí se hubiera acordado si hubiera sido tu aniversario, mijo.
+—Mamá, ¿qué quieres que haga? ¿Que me muera?
+—Tú sabes que no es eso, mijo.
+De parte y parte hubo un silencio enfurruñado.
+—Pero es verdad, mijito —dijo por fin su madre—. Focioncito era un niño siempre lleno de detalles. Para mi santo, por ejemplo, siempre una flor, o un beso. No como tú.
+—Ni como tú, mamá, si a eso vamos. Hace dos días cumplí yo años, y nada. Estoy seguro de que Focioncito sí se hubiera acordado.
+—No hagas chistes con eso, Ignacio. Pero es que todo se me olvida. Es la tensión. Ernestico Espinosa dice que tengo la tensión más baja de todo Bogotá. Pero para que veas que yo sí me acordé de ti: te mandé comprar una corbata.
+—Mamá, por Dios… ¿Qué voy a hacer con una corbata? Más bien regálame plata.
+—Tienes que aprender a vestirte como un señor, mijo. Como tu papá. Tu papá era uno de los señores mejor vestidos de Bogotá.
+—Ya sé, mamá, ya sé.
+—Y no sólo de Bogotá. Cuando estábamos en la embajada en Londres, con tu abuelo…
+Escobar dejó escurrir el auricular del teléfono hasta el piso. No recordaba el rostro vivo de su padre: sólo su dedo tieso en la mesita en la gran foto sepia en el marco de plata, su perfil blandamente aguileño, el negro pelo engominado sobre la frente huidiza. Interrumpió a su madre:
+—Ya sé, mamá, me lo has contado cien mil veces. Pero es en serio: estoy necesitando plata.
+—¿Otra vez?
+—Otra vez. Estamos a principios de mes.
+—Es verdad, mijo. Se me había olvidado. Recuérdame que te la dé esta noche, cuando se vayan todos.
+—Cómo, que me la des. No puedo pasar, mamá. Mándamela con Parrita, como siempre.
+Hubo un silencio largo. Y luego, la voz de doña Leonor, temblorosa de incredulidad:
+—¿No piensas venir hoy?
+—No puedo, mamá. Tengo muchísimo que hacer. Otro día.
+—¿No piensas venir al aniversario de Focioncito?
+—No se me había ocurrido. ¿Por qué? ¿Hay velorio? ¿Plañideras y cosas? ¿Un epicedio de tu amigo Ricardo el poetita? Mamá, me parece que estás exagerando.
+—Ignacio, con esas cosas no se juega —la voz de su madre temblaba de indignación ahora—.Ten respeto. Es el vigésimo sexto aniversario de la muerte de tu único hermano.
+—Sí, mamá. Perdón, mamá.
+—Es una fecha triste. No un «episodio», como tú lo llamas.
+—Mamá, epicedio, no episodio. Un epicedio es una composición poética para difuntos, no es…
+—No importa lo que sea, mijo. Dejémoslo de ese tamaño. ¿Vas a venir?
+—Sí, mamá. No, mamá. No, no puedo, de veras. Me gustaría muchísimo, por ti y por Focioncito, pero de verdad no puedo.
+—No hay «velorio», como dices tú —prosiguió doña Leonor, sin hacerle caso—, ni «plañideras», salvo que llames plañidera a tu tía Clemencita, la pobre. Hay una cosa muy sobria, familiar. Hay una misa, oficiada por monseñor Botero Jaramillo. Viene toda la familia. Después de la misa se quedan todos a comer, inclusive los niños. Ignacio: hazme el favor —la voz de doña Leonor se hizo severa—, hazme el favor de ponerte saco y corbata. No me discutas. Aunque no te guste. Vienen todos tus tíos y tus primos, y sería el colmo que tú, que eres el único hermano que tenía Focioncito, vayas a venir descorbatado. De modo que hazme el favor.
+—Pero mamá…
+—Nada de peros. La misa es a las seis.
+—De veras, mamá —Escobar se sentía acorralado—. No puedo, tengo muchísimas cosas que hacer.
+—¿Tú? Si tú nunca haces absolutamente nada, mijo.
+—Sí hago, mamá. Tengo que acabar un poema.
+—No me hagas reír.
+Y efectivamente, de la bocina del teléfono brotó una risa musical, de jovencita. Escobar colgó, ciego de cólera.
+No había derecho. Doña Leonor estaba segura de que podía disponer de él, de su vida, como le diera la gana. Como Fina. Nadie le respetaba su libertad. Fina exigiendo un hijo. Su madre exigiendo que asistiera a una misa de réquiem. ¡Pero no, pero no, pero no, pero no! ¡No! Dio unas cuantas patadas de furor en la cama, como un niño.
+—¡Yo soy un hombre libre! —gritó en su soledad. Y dio vueltas por el apartamento, golpeando las paredes con el puño, mascullando: ¡mierda, soy libre, mierda, soy libre, mierda, soy libre! El teléfono volvió a sonar.
+Otra vez su mamá. No iba a contestar. Era un hombre libre. Lo dejaría que sonara y sonara indefinidamente, como en una casa deshabitada. Se sentó en el borde de la cama para mirarlo de cerca, fijamente, con una sonrisa diabólica: no contestaría nunca, era libre. El teléfono dejó de sonar. Un daño, sin duda: en Bogotá, con estos aguaceros, los teléfonos están dañados siempre. Esperó, sin dejar de mirar fijamente el aparato. Lo descolgó. Funcionaba perfectamente. Colgó de nuevo. Un timbrazo violento lo estremeció, y estuvo a punto de descolgar maquinalmente, cogido por sorpresa. Se recuperó. Se contuvo. Lo oyó timbrar, lo miró timbrar, terco, insistente. Empezaba a enervarse. Pero era un hombre libre, y más fuerte y más terco que ese aparato miserable. Lo oyó timbrar una vez y otra vez. ¿Y si no fuera doña Leonor? ¿Si fuera Fina? Fina tenía que darle un par de explicaciones. Descolgó.
+—Mijo, no te permito que me vuelvas a colgar el teléfono en la cara en esa forma.
+—Mamá.
+—Ya sabes. A las seis.
+Y colgó. Escobar sintió que se ahogaba de rabia, y tuvo que tenderse boca arriba en la cama para no quedarse muerto de repente. El teléfono volvió a timbrar. La situación se estaba volviendo de comedia cinematográfica de los años cincuenta. La naturaleza imita al arte. Ni en eso era libre: estaba obligado a calcar su vida sobre las películas norteamericanas. En su caso, ¿Rock Hudson hubiera descolgado? ¿No? Ah, mierda. Descolgó.
+—¡QUÉ!
+—¿Ignacio?
+—¿Sí?
+—¿Por qué no contestabas? Soy Ana María.
+—Ah. Hola, qué hay. No. Es que estaba haciendo un experimento fenomenológico sobre la libertad. Tú sabes: la libertad no existe.
+—¡No me digas! —se burló al otro lado Ana María—. ¿No lo sabías? Federico te lo hubiera podido explicar hace tiempos: el imperialismo norteamericano.
+No se trata de eso. Hablo del libre albedrío. La predestinación. San Agustín. Leibniz, claro. Husserl…
+—Pedantería pequeño burguesa, Escobar. No estoy llamando para eso.
+—¿Llamas a Fina? No está.
+—¿Dónde está?
+—No sé —y al decirlo sintió que volvía a hervir su cólera. Dónde diablos andaba Fina, mierda.
+—¿No se te ocurre dónde puede estar?
+—No, no tengo ni la menor idea. Se fue. Debe volver ahora, me imagino. Ha debido volver ayer. O antier. Tuvimos una pelea.
+—¡No me digas! —de nuevo distinguió un tono de mofa en la voz de Ana María—. ¿De veras tuvieron una pelea?
+—Sí. ¿Te parece raro?
+—Mira, Escobar: los hombres son unos hijueputas.
+—¿Por qué? Ahhh, la cosa feminista… ¿Tuviste una pelea tú con Federico? No es cosa de los hombres, Ana Mariíta: las mujeres también.
+—No seas idiota, Escobar. Fina se fue de tu casa hace tres días, no ha aparecido, no ha llamado. ¿Y a ti no se te ocurre pensar que a lo mejor le puede haber pasado algo?
+—¿Pasado qué? ¿A Fina? —no se le había ocurrido, en efecto. De un golpe lo traspasó la angustia: no le podía haber pasado nada a Fina. Sintió un mareo, una nube en los ojos, perdió la voz—. ¿Le pasó algo? ¿Estás con ella? ¿Dónde estás?
+—No, no te preocupes, Escobarito, no le pasó nada… —en la voz de Ana María vibraba el desprecio—. Pero tú eres de un egoísmo verdaderamente monstruoso, Escobar. Los hombres son unos hijueputas. Pobre Fina, carajo…
+—¿Por qué pobre? ¿Qué le pasa?
+—Le pasa que ella sí estaba preocupada por ti. Es decir: estaba preocupada de que a lo mejor tú estuvieras preocupado porque a ella le hubiera podido pasar algo, un accidente, o algo. Pero ya veo que no.
+Ana María colgó sin despedirse. Mierda, carajo, las mujeres no entienden —pensó Escobar. Pero estaba abochornado. ¿Cómo no se le había ocurrido que era posible que le hubiera pasado algo a Fina? Pues porque no le había pasado nada. Pero hubiera podido pasarle: Fina tenía razón en estar preocupada de que él pudiera estar preocupado pensando en que a ella le hubiera podido haber pasado algo. Sí: pero más razón hubiera tenido al pensar que no, que ni eso, que ni siquiera le había rozado la imaginación la más lejana sombra de una preocupación. Sí, era de un egoísmo monstruoso: Ana María tenía razón. Aunque bueno, tampoco era la cosa para tanto. Porque si estaba tan preocupada Fina, ¿por qué no volvía entonces? ¿No se le había ocurrido que a lo mejor le podía haber pasado algo a él? ¿No se le había pasado por la cabeza que lo podían haber matado a patadas en un bar, como a Edén Morán Marín, por ejemplo? No, claro, no se le había ocurrido a ella tampoco. ¿O que le hubieran podido prender una gonorrea por ahí? (entre otras, ¿le habría prendido alguna gonorrea Cecilia? ¿Cuánto tiempo demoran en incubar las gonorreas? Tendría que estar atento). Pero no, claro, eso sí no se le había ocurrido a Fina. Estaba preocupada únicamente por la posibilidad de que él estuviera preocupado por ella. Ni la propia doña Leonor lo hubiera hecho mejor: todas las mujeres acaban siendo iguales. Pero si estaba tan preocupada por él, ¿por qué no volvía? Marcó el teléfono de Federico. Contestó una voz de mujer.
+—Ana María, soy Ignacio.
+—Pero yo no soy Ana María. No está.
+—¿Está Federico?
+—Tampoco.
+—¿Con quién hablo?
+—Con Ángela.
+—¿Quién es Ángela, si se puede saber?
+—Ángela soy yo.
+No estaba para chistes idiotas, y por añadidura telefónicos. «¿Quién es yo?», y eso. Pero preguntó.
+—¿Y quién es yo?
+—Ay, por favor, chistes idiotas no.
+Y colgaron el teléfono.
+Tuvo que ir a echarse agua en la cara para hacer bajar la sangre del furor. Buscó de nuevo, inútilmente, hierba por toda la casa. Hacía semanas que Fina no había vuelto a comprar hierba. Como si fuera tan difícil. Se sirvió un whisky. Por lo menos había whisky. Se sentó en la sala con el vaso en la mano. De abajo llegaba el piano, exasperante: ti ri tiriri, tiri ri tiri riri. Buscó un disco con qué ahogarlo, algo sedante, Mozart tal vez, o la paz sobrehumana de Bach. Sólo faltaba que Fina hubiera desconectado el aparato o, más grave todavía, el transformador del aparato. Dónde está el transformador. Cómo es un transformador. ¿Hay un transformador? Debe de haberlo, lo hay, lo hubo siempre. Fina, Fina, Fina, por qué te fuiste sin decirme en dónde escondías tú el transformador, dónde se conectaba, dónde estaban guardadas las sonatas para flauta de Bach.
+El transformador estaba conectado al aparato. Con una ligera presión del dedo en una tecla el plato de caucho se echó a andar, como una cosa viva. Otra tecla leve, y «El mesías» de Handel bramó sus aleluyas; cosas de Fina. No había de qué aleluyarse. Algo sereno, algo pacificante, una flauta muy dulce, un oboe muy amortiguado, Haydn tal vez, si acaso.
+Fue a la cocina a buscar hielo para su whisky tibio, y lo deprimió el caos de platos sin lavar y de sartenes mantecosas. Ay, mierda, mierda, Fina, Fina, las mujeres son de un egoísmo inconcebible. ¿Qué iba a comer, además? Ya no quedaba nada. No tenía hambre todavía, pero, ¿y cuando le diera hambre? ¿Qué iba a comer? Dio pataditas de cólera, pensando en Fina. Podría hacer espaguetis, a lo sumo. No. Por ningún motivo. Nada en el mundo podría obligarlo a hacer espaguetis, solo como un náufrago. La libertad no consiste en pasarse la vida solo y desesperado, cocinando espaguetis, lavando platos, fregando ollas, restregando sartenes. La libertad debe ser un festín en el que corran todos los vinos, en el que se abran todos los corazones. No esta mierda.
+Cuando volvió a la sala el disco se moría entre ensordecidos burbujeos de flauta. Le dio la vuelta. Se sirvió un nuevo whisky.
+Un festín. Lo malo es que un festín requiere plata, sobre todo si se tienen en cuenta los precios asombrosos que pueden alcanzar en Bogotá los vinos. Un festín en el que corran todos los rones de las rentas departamentales. ¿El Oasis otra vez? De ningún modo. Podía comer en casa de su madre. Pero ah, su madre, la familia… La misa por su hermano Focioncito. Podía llegar con retraso, terminada la misa, pasada la oratoria fúnebre de monseñor Botero Jaramillo, las loas a Focioncito muerto. Se le hizo agua la boca al pensar en los platos de la gorda Saturnina: volovanes de colas de cangrejo de río, faisanes estofados con relleno de trufas. ¿Faisanes? No. Ni trufas. Pero en fin: maravillas. Sí, pero la familia —y su madre había dicho que toda la familia. Tías y tíos, primos y primas, y yernos y cuñados que ni siquiera son de la familia. Sí, pero, ¿qué, si no? Si la hubiera tenido ahí a su alcance, habría insultado a Fina.
+¿Se tendría que afeitar? Sí. Se afeitó: otra más que Fina le debía. Buscó una camisa limpia: Fina sabía planchar, lavar, doblar camisas: las cosas como son. Sacó del armario su antiguo vestido gris oscuro, guardado en un talego transparente de plástico. Era ordenada Fina, había que reconocerlo. Se dio cuenta de que estaba empezando a pensar en Fina en el pasado. Una corbata, regalo de su madre. Se la echó en el bolsillo, y lo encontró repleto de bolitas de naftalina. Todo él olía, ahora se dio cuenta, a naftalina. Todos los bolsillos estaban llenos de bolitas translúcidas y blancas. Las tiró a la basura. Se olfateó las manos, las yemas de los dedos cubiertas de un polvillo blanquecino. ¿Venenoso? Sin duda. Se lavó bien las manos. ¿En qué cajón guardaba Fina la plata? Abrió cajones. Halló mucha más plata de la que suponía.
+Bajó de dos en dos las escaleras. En el piso de abajo, una figurita de delantal almidonado trapeaba la escalera, con un balde lleno hasta el borde de agua jabonosa. Descendió con precaución los escalones mojados, alzándose un poquito las perneras de su pantalón gris. Eso era la que estaba necesitando: una sirvienta. Alguien que le hubiera planchado su vestido gris oscuro, oloroso a naftalina, alguien que le hubiera preparado comida, barrido, lavado, limpiado el polvo, llevado su desayuno a la cama, alguien que le hubiera hecho posible no depender para todo de la esperanza del regreso de Fina. A lo mejor la libertad es eso: una sirvienta. Le diría a su mamá que le buscara una.
+Sobre los chatos edificios de ladrillo el crepúsculo era inmenso, y restallaba en los cristales. Muy lejos en el cielo distinguió la larga cola de espuma de un avión, sonrosada por el sol de los venados. Tuvo tiempo de verla disolverse en el cielo cada vez más oscuro antes de que por fin pasara un taxi. Todos los semáforos estaban en rojo. De la masa compacta de carros atascados subía al cielo ensombrecido un clamor estridente de pitos, un hervor de motores.
+—¿No iban a poner en los semáforos una cosa que llamaban la «ola verde»?
+El taxista lo miró en el espejo, con ojos turbios de sangre.
+—Eso con estos hijueputas nadie respeta.
+Zigzaguearon lentamente, rumbo al norte, abriéndose camino en el revuelto río de luces rojas que se iban encendiendo en el culo de los carros. De todos los hijueputas, el que respetaba menos era el chofer de su taxi. A veces, con un bramido ensordecedor de sus bocinas de aire, se les cerraba un bus, y el taxista mascullaba blasfemias mientras frenaba en seco, y en el tablero del taxi una virgen de plástico se encendía en resplandores fosforescentes de topacio y turquesa, y sus bracitos bamboleantes parecían bendecir al taxista, perdonarlo. Una voz mexicana mugía en el parlante del radio:
+Yo lo que quiero es que vuelva
+que vuelva conmigo
+la que se fueeee…
+Sí, Fina, yo lo que quiero es que vuelvas. Fina, mi amor: si hubieras vuelto ya, yo no tendría por qué estar ahora todo vestido de gris y naftalina yendo a mendigar mi pan en casa de mamá, a costa de aguantarme una misa de réquiem.
+—¿Usted qué tanto entiende de mujeres?
+—Hueco es hueco —sentenció el taxista.
+Un sabio. En el fondo, esa es la idea. A es A, dice Aristóteles. Todas las rosas son la misma rosa. Él mismo, sin ir más lejos, había tenido recientemente la sospecha de que no sólo las rosas, sino todas las cosas, son, bien miradas, una sola cosa. Hueco es hueco, sí. Ese taxista era un sabio. Todos los taxistas lo son: gente que sabe, que nos lleva de un lugar a otro, que nos conduce, que nos guía. Todos iguales, como rosas. Buscó otro en torno, en el atasco ante el semáforo. Todos los conductores tenían en esa hora cara cerrada y torva de taxistas. Dos carros más allá, desde otro taxi, un rostro pálido lo miraba fijamente. Le pareció una cara conocida. Saludó con la cabeza. El otro no respondió al saludo: lo miraba con párpados inmóviles pegados al cristal, pesados, blancos, quietos. El corazón le dio un salto de angustia:
+—¡Arranque rápido! —le ordenó al taxista. No podía estar seguro: el otro taxi estaba lejos, la visibilidad era mala en el crepúsculo. Pero era Edén Morán Marín, muerto.
+Lo perdieron en el tráfico. O tal vez no: tal vez estaba ahí, respirándole en la nuca su aliento putrefacto de cadáver, aguardando a que saliera confiado del taxi para clavarle las uñas en el cuello. Recordaba haber leído que las uñas de los muertos siguen creciendo en la tumba. Pero no, no era posible, no podía haberlo matado. Por otra parte, pensaba, no es habitual que un muerto monte en taxi. Se detuvieron en una calle oscura, entre altos árboles contra el cielo negro. A lado y lado, una hilera de carros silenciosos, cuajados de gotitas de lluvia. Por la ventana entreabierta exploró las sombras del jardín, las luces de la casa, doradas y distantes. En la capilla, a través de los vitrales de colores, se distinguía el resplandor espectral de los cirios: misa de cuerpo presente. Lo atravesó un estremecimiento, como un dedo yerto que le hubiera tocado el coxis helándole la médula en el espinazo. Se sintió bañado en sudor frío.
+El taxista lo miraba en el espejo con ojos como coágulos de sangre. Le pidió que apagara un instante el radio, por favor. Se oía un rumor de ramas y de hojas en el viento, la vibración estertorosa del motor, y una ráfaga de música de armonio, de voces de ultratumba:
+Me minavit, et adduxit in teeneeeeebraaaaaas
+et non in luuuuuuuuuuuuuuucem…
+clamaba la voz terebrante de monseñor Botero Jaramillo, enronquecida por el cáncer. Tendría que atravesar todo el jardín a oscuras, in tenebras, con el riesgo constante de que el cadáver de Edén Morán Marín le pusiera de pronto una mano putrefacta en el hombro. Sintió miedo. Y encima, la familia.
+Sed, et cum clamavero et rogaaaaaaaaavero,
+eeeeeeeexclusit oratiiiiiioooneeeeem
+meeeeeeeaaaaam…
+—Vámonos de aquí —pidió. El taxista se volvió lentamente, y en un espasmo súbito de pavor Escobar temió verle ahora las facciones del muerto. Pero no, seguía siendo el taxista.
+—¿No ve que ya está subida la bandera?
+—No importa. Bajando la bandera.
+—¿A dónde?
+Sí, ¿a dónde? ¿A su casa otra vez? Imposible. Un amigo. Alguien con quién hablar, a quién contarle lo del muerto. Le dio al taxista la dirección de Federico, en la Perseverancia. Atravesaron de nuevo la ciudad rumbo al sur, sufriendo en la ola verde.
+—Hueles a muerto.
+No era posible. Se olfateó.
+—No es a muerto. Es a naftalina. Es que… Pero es muy largo.
+Ana María olisqueó a Escobar, frunciendo el ceño. Le ofreció para un beso su cuello tierno y luminoso de mujer embarazada. Fina tenía razón: tener un hijo es bueno.
+—¿Supiste algo de Fina?
+—¿Yo? —Ana María lo miró con asombro irritado—. El que debería saber algo eres tú.
+—¿Yo? ¿Por qué? ¿Te dijo algo? Ah, Dios mío, drama otra vez…
+—Drama no. Pero ni te sueñes que va a volver contigo. Aunque no te lo sueñas, claro: ni siquiera estabas preocupado por ella.
+Escobar puso los ojos en blanco.
+—No es eso, Ana María… Es que sabía que no le había pasado nada. Me había dejado una nota.
+—No mientas.
+—No miento —mintió Escobar—. Las mujeres siempre dejan una nota, ¿no sabías? Y además, después llaman a una amiga, por si acaso el tipo no ha encontrado la nota.
+—No seas ridículo.
+Ana María le cerró la puerta en la cara.
+—Por favor, Ana María…
+Le abrió, compadecida. Se sumergió tras ella en el desorden de lienzos apilados, de escaleras de mano, de tarros de pintura, en un potente olor a cola y trementina. Ana María llevaba sin esfuerzo el vientre de embarazada, con orgullo, a largos pasos triunfales. Su amplia falda, al andar, se le arremolinaba en torno a las largas piernas blancas. Tal vez, embarazada, Fina también hubiera caminado así.
+—Esta tarde te llamé justamente para que me contaras qué habías hablado al fin con Fina.
+Ana María se volvió de un golpe:
+—¡No mientas! ¡Te llamé yo a ti!
+—Sí, sí, sí, sí, yo sé, no te pongas así. Pero yo te había llamado antes. No estabas. Me contestó una niña que me colgó el teléfono.
+—Ah, sí —Ana María se calmó—. Mi hermana Ángela. Estaba cuidando a Mateo.
+—¿Tu hermana? ¿Tú tienes una hermana? ¿Desde cuándo? ¿Cómo es?
+—A ti qué te importa.
+Sobre la chimenea encendida, sereno, bendiciendo, Mao Tse-tung Pantocrator. En el piso, Federico jugaba al ajedrez con un tipo de anteojos y bigotico negro. Escobar lo reconoció con irritación: no había previsto eso: discusión teórica con Diego León Mantilla. Y encima, la bobita de Beatriz. No recordaba el mundo, sus miserias. ¿Cómo iba a contar ahora que había matado a un hombre? Se volvería una discusión sobre la legitimidad de la violencia. Ah, mierda. En el sofá del fondo, contra la oscuridad de la ventana, se discernía la forma pálida de Beatriz. Abrazó a Federico, palmeándole la espalda. Federico lo husmeó entre la barba hirsuta.
+—Huele a mierda, Escobar.
+—A naftalina —aclaró Ana María—. Escobar ya no sabe qué echarse.
+—Inútil —opinó Diego León Mantilla—: nada cura el hedor de la corrupción burguesa.
+En el fondo, Beatriz soltó una risa pálida.
+—Ya sé —Escobar aceptó resignado la discusión teórica—: todo decae, todo se corrompe. Sólo Mao…
+—No diga pendejadas, Escobar —advirtió Federico.
+—¿Tienen hierba?
+Federico le pasó el varillo de marihuana humeante, craqueante, aromática. Escobar examinó en silencio la partida. Federico perdía visiblemente. Aspiró el aroma áspero y dulce, mirando cómo se elevaba hacia el techo el lento humo amarillo. Frente a la chimenea, dos gatos atigrados bostezaban, alzaban una pata vertical para lamerse un rato la flor rosa del ano. La leña ardiendo chisporroteaba a veces. En el tablero, durante un rato largo, no sucedió absolutamente nada.
+—Yo creía que los revolucionarios sólo jugaban ajedrez después, en el exilio.
+—Si quiere mirar, cállese —ordenó Federico sin levantar la vista. Escobar se puso en pie, se fue a hablar con las niñas. Señaló la barriga de Ana María.
+—¿Cómo le van a poner?
+Ana María se acarició la dulce curva del vientre. Tenía la piel iluminada por la maternidad.
+—Simón —reveló, con orgullo.
+—Yo al mío le voy a poner Diego León, como Diego León —manifestó Beatriz—. Y si es niña, Beatriz.
+La miró con curiosidad. No se le notaba el menor signo de embarazo en su barriga plana, y sus senitos frágiles, que suelen ser lo primero que se hincha en esos casos, se adivinaban finos, tersos, desnudos tras la lana del suéter. Lo asaltó un breve deseo de meterle la mano bajo el suéter y acariciarle rápidamente uno, cuando no los miraran. No los miraba nadie. Federico y Diego León jugaban en silencio, Ana María parecía mirar hacia dentro de sí misma, escuchar los rumores de su propio embarazo, acuáticos y tibios. Pero no. Oyó la noche afuera: el sordo estruendo del tráfico, el lejano bramido del pito de aire de un bus, el aullido de un loco que vagaba por los jardines sin luz del Planetario, bajo los eucaliptos.
+—Simón, Diego León… —reflexionó en voz alta—: ¿Por qué nombres en ón, que son tan densos, tan duros de cargar, sobre todo en la infancia? Fina quería tener un hijo únicamente para poder ponerle Gedeón.
+—No digas mentiras, Escobar, no seas idiota —dijo Ana María.
+—Te lo juro. Las madres tienen hijos para poder ponerles nombres. Los que ellas quieren, no los que quieren ellos. El control. El dominio. Para robarles toda su libertad. Las mujeres se alimentan de la libertad de los demás.
+—¡Aaaaaay…! —protestaron al unísono Ana María y Beatriz, exasperadas.
+—Es que he estado pensando mucho en eso de la libertad —explicó Escobar.
+—Cásate con Fina —sugirió Beatriz.
+—No puede —aseguró Ana María, triunfal—. No va a volver con él.
+La desazón empezó a crecerle a Escobar en la garganta, como un cáncer.
+—No es eso —cortó—. Al contrario: estoy solo. Soy libre. Soy feliz.
+—Todo el mundo se casa —observó Beatriz—. Todas las mujeres, por lo menos.
+—Eso es lo que les digo: las mujeres no soportan la libertad. No conocen la propia. No toleran la ajena. Apenas pueden, se casan con un pobre tipo que no le estaba haciendo mal a nadie.
+Beatriz palideció de cólera. Ana María hizo una risa de burla. Las interrumpió un mugido de derrota venido del tablero de ajedrez.
+—Diego León siempre gana —se ufanó Beatriz.
+Diego León Mantilla se acariciaba satisfecho el bigote, parpadeaba de triunfo tras el cristal de los anteojos. Federico abandonó el tablero, se puso en pie, hizo craquear las articulaciones, se apartó del fuego.
+—Hace calor.
+—Quítate la ruana —aconsejó Ana María.
+—Sí —intervino Escobar—: quítese esa ruana. Yo no entiendo: es la cosa contra natura de la izquierda, supongo, como señalan los periódicos. Chimenea encendida, como un burgués, porque se es burgués. Pero encima, ruana, porque el pueblo usa ruana. Sólo que la usa precisamente porque no tiene chimenea.
+—No sea huevón, Escobar —Federico rio a pesar suyo. A Beatriz la observación no le hizo ninguna gracia:
+—Tú sí cómo eres, ¿no, Escobar? ¿Qué es lo que tienes contra los de ruana?
+—Es que tampoco son de ruana —aclaró Escobar—. Ahora el pueblo se pone unas chompas fluorescentes de plástico que traen de contrabando de Taiwán.
+—No hable mierda, Escobar. Usted es un burgués de mierda —sentenció Federico quitándose la ruana. Debajo tenía un suéter grande y pesado de cazador de ballenas.
+—Eso lo sé, lo sabemos —argumentó didácticamente Escobar—: no hay burgueses que no sean de mierda. De qué cree que es usted. De qué son ustedes…
+—Lo que importa no es el origen de clase, sino la posición de clase —refutó Beatriz, con sorna.
+—El compromiso —le ayudó Diego León.
+—Eso, el compromiso. ¿Saben qué? Escobar dice que casarse es no ser libre —denunció Beatriz.
+—No es ese compromiso, vieja… —cortó Diego León Mantilla, levemente exasperado.
+—¿Ah, no? ¿Entonces qué es el compromiso, tú que lo sabes todo, a ver?
+—El compromiso de clase. Con la clase obrera y con el campesinado. Y bueno, claro —cedió Diego León—, a nivel individual, también puede haber el compromiso con…
+—Lo que yo decía: casarse —interrumpió Beatriz.
+—No me interrumpas, vieja, ¿sí?
+—Cada vez que digo algo me dices que no te interrumpa.
+—Porque cada vez que dices algo me interrumpes, vieja. Déjame un instante, ¿sí?
+Se enzarzaron en una discusión en cuchicheos. Ah, la discusión teórica. Escobar empezó a colocar de nuevo las piezas en el tablero. Federico daba vueltas, recogía trapos, jugaba con alambres, se limpiaba con un buril las uñas encostradas de greda y de pintura. Emergió nuevamente la voz de Diego León:
+—Tiene razón Beatriz: lo que le pasa a Escobar es que es incapaz de comprometerse: ni a nivel político, ni a nivel teórico, ni a nivel personal. En resumen: está política, teórica y personalmente muerto. ¿Por qué llega oliendo a naftalina, Escobar?
+—Es largo de explicar…
+Escobar se sentó en el suelo ante el tablero, deprimido. La intuición de Fina y la reflexión teórica de Diego León Mantilla llevaban al mismo llanito: estaba muerto. Era curioso que coincidieran ambos en la conceptualización. Hubiera querido estar a solas con Federico y Ana María para hablar de Fina, para contar su historia del bar con Edén Morán Marín. Pero las cosas se complican siempre. Le tocaron las negras. Diego León abrió con el peón del rey.
+—Pero además es al contrario —continuó Escobar—. Estar muerto es más bien ser eso que usted llama «comprometido». Es haber dejado de ser lo que se es. Es haber renunciado a perseverar en el propio ser.
+—No sea pedante, Escobar. Y mueva.
+—Soy pedante: persevero en mi propio ser. En fin: más o menos. Pero en cambio, vea a Federico, por ejemplo, que antes era pintor, ¿se acuerda?
+—A mí me gusta más como escultor —interpoló Ana María.
+—Eso no tiene nada que ver, mi amor —dijo Federico.
+—Eso es lo que Escobar está diciendo.
+—No. Lo que estoy diciendo es que ya no es pintor, como antes, sino pintor comprometido, que es como no ser nada. Como estar muerto. Ya no pinta. Ilustra consignas: «Campesinos y obreros unidos al asalto del banquete del imperialismo y sus aliados locales». Hombre, sí: me imagino que eso es lo que ustedes llaman «la línea correcta». En una esquina del cuadro debe haber un sello rojo que dice nihil obstat, o como digan ustedes nihil obstat en chino. Apuesto a que usted ni siquiera sabe chino, Diego León.
+—Diego sí sabe chino —aseguró Beatriz.
+—No sé chino, pero eso no importa —afirmó Diego León Mantilla—. No se trata de eso.
+—No diga pendejadas, Escobar —cortó Federico.
+—Usted sabe que no son pendejadas. No me diga que de verdad cree que lo que pinta ahora es una maravilla.
+—No. Pero es que no se trata de eso, como dice Diego. Se trata de saber para quién y para qué se pinta.
+Estaban en plena discusión teórica.
+—¿Y usted para quién pinta?
+—Para el pueblo, huevón.
+—No sea huevón usted. Dígame más bien quién le compra los cuadros.
+—Ay, Escobar, no me diga que vino con ganas de discusión teórica. Además eso es lo malo: nadie me compra los cuadros.
+—Es que son malísimos, Federico, dése cuenta.
+—No es que sean malísimos —intervino Diego León Mantilla—. Es que no corresponden todavía al nivel de desarrollo de la conciencia de las masas. Pero teóricamente son correctos, porque contribuyen al desarrollo de un proceso.
+—Qué entiende usted por «contribuir al desarrollo de un proceso», hágame el favor y me explica.
+—Contribuyen al desarrollo del proceso de elevación de la conciencia de clase de las masas en un momento histórico determinado.
+Escobar se sintió anonadado. Hizo avanzar un caballo en el tablero.
+—Palabras… —dijo—. En vez de un mar de luz, el río de la forma…
+—No diga huevonadas, Escobar, por favor —lo cortó Diego León Mantilla, brillantes de excitación los ojos tras los gruesos cristales—. Entienda: hay un proceso, ¿sí? Ese proceso es la lucha de clases, ¿sí? ¿Usted ha oído hablar de la violencia revolucionaria?
+El reflejo de las llamas bailaba en los anteojos de Diego León. Federico observaba el tablero, en donde no pasaba nada, y se rascaba la barba. Estirados, los gatos dormían, ajenos a la dialéctica. Las dos niñas habían vuelto a sentarse en el sofá del fondo, a hablar de sus respectivos embarazos. Escobar miró con sorna a Diego León Mantilla: los bigotes vibrantes, los anteojos chispeantes, las pequeñas manos huesudas, la curvatura escoliósica del esternón, el pecho hueco de universitario. Le soltó a boca de jarro:
+—¿Usted sabe algo de violencia?
+—Todo —se jactó Diego León—. Desde Sorel hasta las Brigadas Rojas.
+—No digo eso. Digo violencia de verdad: violencia. ¿Lo han matado alguna vez? ¿Ha matado a alguien? ¿Usted, con sus propias manitas?
+Diego León Mantilla lo consideró con lástima:
+—No sea pendejo, Escobar. No se trata de eso.
+—Sí se trata de eso —Escobar adelantó un peón a la mitad del tablero—. Yo, por ejemplo, maté a un tipo hace dos días. No crea que es fácil.
+Diego León Mantilla lo miró a los ojos:
+—No le creo.
+Escobar se sintió absurdo, e inseguro. ¿Había matado? Tal vez no. No podía estar seguro. A lo mejor Edén, después, había muerto: volvía a rondarle en la cabeza la idea de que se había tragado la lengua. Pero si había muerto así, había muerto por su cuenta. No lo había matado él. No podía haberlo matado: no se sentía distinto. Federico interrogó:
+—¿A quién mató?
+—A un tipo. Un tipo ahí. En un bar. Un poeta.
+Diego León Mantilla soltó una carcajada que sobresaltó a los gatos. Desde el sofá, fuera de alcance, Beatriz se rio también, como un diapasón, y preguntó:
+—¿De qué te ríes, Diego?
+—De Escobar.
+No era motivo de risa. Escobar miró a Federico, que lo miraba desconfiado, atento.
+—¿Está hablando en serio?
+—En serio —dijo Escobar, serio. Pero no estaba seguro. Había visto después a Edén Morán Marín montando en taxi. Sin duda habían llegado sus amigos, lo habían salvado, entre dos habían logrado extraerle del paladar la lengua. ¿Pero por qué su imaginación insistía en lo de la lengua? En fin.
+—Bueno, no estoy seguro —reconoció al fin—. Es que no es fácil matar a un tipo, no crean.
+Diego León Mantilla volvió a reír, se atusó los bigotes, reconfortado, contento, devuelto a la teoría: Sorel, las Brigadas Rojas, la violencia, partera de la Historia. Luego se comió fríamente el peón negro de Escobar, indefenso en medio del tablero.
+—Eso le pasa por huevón —sentenció Federico.
+Tenía razón: eso le pasaba por huevón.
+—Además su problema es ese —remató Diego León—: usted es incapaz de matar a nadie.
+También eso era cierto. Pero, ¿era grave? No sabía. No les interesaba su muerto. Al fin y al cabo, vivían en Bogotá. O, más seriamente: ¿qué pesa un muerto más o un muerto menos en el río de sangre de la Historia? La verdad es que tampoco le interesaba mucho a él, y era su propio muerto. Federico armó un nuevo cacho de marihuana y lo pasó en redondo.
+—La droga es contrarrevolucionaria, compañero —señaló Escobar.
+—No sea huevón.
+—Escobar, juegue.
+Comió el peón blanco.
+—Huevón —opinó Federico.
+—Eso es lo malo de los marxistas criollos: nunca hacen crítica constructiva.
+—Mueva el caballo.
+Fumó, caviloso, pero no movió el caballo. Oyó el timbre de la puerta, voces nuevas, risas, ladridos. Los dos gatos pararon las orejas. Cuando alzó la mirada vio a una niña larga, flaca, dorada, toda brazos y piernas: parecía arrancada de una página de la revista Vogue. La arrastraba un gran danés inmenso, de un gris tirando a púrpura, de ancho pecho musculoso. Los gatos se erizaron. El perro se les vino encima, uno huyó, pero el otro se quedó acorralado entre la chimenea y el tablero de ajedrez y sacó la garra, bufando. El perro se paró a olfatear las piezas de ajedrez, moviendo amigablemente la cola.
+—Es una madre —dijo su dueña. Era divina—. Sólo tiene seis meses.
+Con ella venía un tipo de anteojos negros refulgentes, reflectantes. Esbozaba pasos de rumba diciendo soda hermano, chévere hermano, la verraquera hermano, con botas de tacón y cadenas al cuello. Parecía uno de esos tipos que toman fotos de largas niñas increíbles para después vendérselas carísimas a la revista Vogue. La niña se inclinó para besar en la barba a Federico. Entre la blusa abierta Escobar pudo verle dos medios senos lisos y redondos, levantados por las dos medias copas del sostén de encaje como dos medias copas de helado de vainilla.
+—Soy Ángela —dijo, saludando a Escobar. Y le dio un corto beso perfumado en la mejilla. ¿Perfumado con qué? Algo en francés: Je m’en vais, Je reviens, À la recherche du temps perdu.
+—La verraquera, hermano —saludó el tipo que venía con ella. Escobar se miró reflejado en sus anteojos ciegos, en un muro de luz. El tipo se fue medio bailando, tironeando del perro. Los gatos regresaron con el pelo erizado todavía. Recobraron la calma poco a poco, moviendo apenas una oreja picuda cuando más allá de la puerta del vestíbulo se oía gemir y rasguñar al perro.
+—¿Puedo mirar? —preguntó Ángela. Y se sentó en el piso al lado del tablero, con las piernas cruzadas y un largo pie debajo de la nalga.
+Estirando la mano por sobre el ajedrez le hubiera podido tocar con la punta del dedo la rodilla pulida, allí donde piel dejaba traslucir la claridad amortiguada de la rótula. Entre los botones sueltos de la blusa los dos medios senos pálidos reflejaban la luz como dos medias lunas: le hubieran cabido en el cuenco de la mano. El resplandor del fuego hacía bailar las sombras en su cuello, en sus pómulos, en los mechones cobrizos de su pelo, y brillaba en sus ojos separados, ensombrecidos por los altos párpados.
+—Juegue, Escobar —se impacientó Diego León Mantilla.
+—Mueva el caballo —aconsejó de nuevo Federico. Y Escobar, dócilmente, movió el caballo.
+—El otro, imbécil.
+Ángela soltó una carcajada grave, clara, burlona. Miró a Escobar con la risa en sus ojos extrañamente separados: la risa de Lilith, la hembra castradora. Decidió no mirarla. El tipo disfrazado de fotógrafo que había venido con ella había puesto un disco de salsa y bailoteaba solo por ahí mientras exclamaba la verraquera hermano, vamos a vacilar, y gambeteaba entre el desorden de lienzos enrollados y herramientas regadas por el piso, ciego como un enorme escarabajo tras sus gafas reverberantes de mafioso. Los gatos lo miraban con reproche por una raya desdeñosa de luz entre los párpados. El tipo vino a acurrucarse al lado del tablero sin dejar de mecer las caderas al ritmo de la música, extrajo un pequeño envoltorio del bolsillo firmado de su camisa Gucci, Pucci, Fiorucci, abierta sobre dijes y cadenas hasta el esternón húmedo de sudor. Vertió un montoncillo de polvo blanco sobre uno de los escaques negros sin consultar con ninguno de los dos jugadores. Lo separó con esmero en líneas paralelas. Sacó un billete nuevo, lo enrolló con destreza, aspiró hondo por un orificio nasal y después por el otro:
+—¡La verraquera, hermano!
+Ángela se inclinó para aspirar su línea, y su pelo de miel barrió un instante el tablero haciendo trastabillar las piezas negras. Pésimo augurio. Diego León sorbió con ruido sordo, y con la punta de la lengua recuperó el polvillo blanco que le quedó escarchado en los bigotes. Federico, cuando le llegó el turno, exclamó:
+—¡La verraquera, hermano!
+Escobar lo miró como a un vendido.
+Pero él también metió su línea de coca, aunque en silencio. Soy débil, Señor. Por eso estoy aquí. Afuera, en Bogotá, se adivinaba el expandirse sordo de la noche, roto a veces por ruidos espantosos. Sintió que se le adormecían los conductos nasales. Miró a Ángela: era difícil mirar al tiempo sus ojos separados. Ella mantuvo su mirada. Sintió entre los calzoncillos el tibio peso incipiente de una pequeña erección. Se la acomodó maquinalmente con dos dedos, vio en sus ojos de nuevo la sonrisa de burla, la punta de su lengua pasar rosada por sus labios, rápida como la lengua de un gato. Apartó la mirada. ¿Había visto su lengua? Tragó saliva con esfuerzo. No podía estar seguro. Nada es seguro nunca. El calor del fuego tostándole la espalda, un tipo disfrazado de campeón absoluto de la cheveridad bailando solo por el taller en la penumbra, dos mujeres hablando de bebés en un sofá del fondo, Diego León intentando, pobrecito, una defensa siciliana, Mao Tse-tung clavado en la pared, contemplando la escena con sonrisa enigmática en su gran cara lisa de bebé milenario.
+—Ustedes están atrapados en el velo engañoso de Maya —dijo.
+—Juegue —ordenó Diego León.
+Jugó. Se sentía observado. Por lo demás, sentía la desazón de estar perdiendo el tiempo. Era eso lo que había rechazado en casa de su madre (y el cadáver de Edén Morán Marín, naturalmente): el tedio de la inutilidad, sus tíos y sus tías sentados en sillones con la pierna cruzada, tomando whisky y té, cuando la burguesía tomaba whisky y té en vez de marihuana y coca.
+—¿Ustedes de verdad creen que esto lleva a alguna parte?
+—Que alguien calle a Escobar —pidió Diego León.
+—Estoy hablando en serio: que nadie diga más tarde que esta fue nuestra bohemia.
+—Que alguien calle a Escobar.
+Se concentró en el juego. Pero el desasosiego persistía. ¿Cuál es el objeto de esta reunión? ¿Contribuye a mi avance en el camino de la perfección? Frente a sus ojos, las largas piernas de Ángela se perdían en la sombra de la falda, indicando el camino: hueco es hueco, había dicho el taxista, ese sabio. Contempló fijamente la carne de oro tibio.
+—El otro día escribí un poema…
+—Escobar, por favor, juegue.
+—Es corto. Es un poema sobre ustedes. Oigan:
+Desde antes de nacer
+(parece que fue ayer)
+están muer-
+tos.
+—¡Mieeeerda, no joda…! —opinó el tipo que había venido con Ángela, parando en seco su danza.
+—Será un poema sobre usted —protestó Beatriz, sentada ahora en el piso al lado de Diego León. Escobar le veía los pequeños pezones erguidos bajo el suéter. ¿Sería verdad que estaba embarazada?
+—Es pésimo —opinó Diego León—. Torpe en la forma, negativo en el contenido…
+Federico interrumpió con un gruñido:
+—Escobar, dígame seriamente: ¿Usted piensa pasarse toda su vida escribiendo poemitas de mierda? ¿Cree que tiene derecho?
+—Aaaayyy… ¿Otra vez? Creí que ya habíamos agotado el tema del arte comprometido. Le repito: vaya y mire sus cuadros.
+—Federico pinta para el pueblo —intervino Ana María, desafiante. Le brillaban los ojos de la cólera, iluminando la belleza serena de su maternidad. Todas las mujeres deberían tener hijos. Fina tenía razón.
+—¡Diego León también enseña para el pueblo! —prorrumpió Beatriz.
+—¿Qué enseña? —interrogó Ángela.
+—¡Literatura comprometida! —dijo Beatriz.
+Diego León clavó la nariz en el tablero, parpadeando con fuerza.
+—Mierda —afirmó Federico, sinceramente indignado.
+—Mierda, pura mierda. No nos interesa su mierda, Escobar. A nadie le interesa su mierda.
+—No le haga caso, Federico: es un provocador —aseguró Beatriz—. Un trotskista, ¿no, Diego?
+—Bueno… —empezó Diego León.
+—Tú me dijiste que los trotskistas eran provocadores, ahora no vengas a decir que no —desafió Beatriz.
+—Sí, pero no es eso, mi amor: eso era hablando de Jefferson Calarcá Marroquín…
+—¿Jefferson Calarcá Marroquín? —preguntó Escobar.
+—¿Lo conoce? ¿Ves, Diego? Lo conoce —dijo Beatriz, triunfal.
+—No —negó Escobar—. Es que no creí que nadie se llamara así.
+—Yo lo conozco —dijo Ángela.
+—Todas las viejas lo conocen —bufó Diego León, despreciativo—. Se las tira a todas hablándoles de la revolución permanente.
+—¡Quién les manda ser bobas! —dijo Beatriz, con orgullo.
+—Yo no lo conozco tanto… —rio Ángela—. Es que es hermano de Vicky Marroquín, una niña de Cartagena que hace modelaje conmigo.
+—¡Modelaje! —dijo Diego León con desprecio—. Al servicio de la burguesía, de las multinacionales…
+—Ángela, usted debería hacer otra cosa, ¿sabe? —dijo Beatriz.
+La conversación se estaba diluyendo en el vacío. Escobar recitó nuevamente:
+Desde antes de nacer.
+(parece que fue ayer)
+están muer-
+tos.
+—Ay, Escobar, por Dios… ¿No ve que estamos hablando en serio? —se exasperó Beatriz—. ¿Ves, Diego? Es un provocador. Es mejor no hacerle caso.
+Y se encogió de hombros, haciendo saltar su senitos bajo el suéter. Diego León estudió el tablero.
+—Repítalo, ¿sí? —pidió Ángela. Escobar repitió, aunque le parecía que tampoco era para tanto:
+Desde antes de nacer.
+(parece que fue ayer)
+están muer-
+tos.
+—A mí me gusta —declaró Ángela. Escobar la miró con cierto asombro. El tipo que había venido con ella volvió bruscamente la cabeza, fijando en Ángela el doble espejo de sus gafas. Ángela lo miró, burlona, retadora. Miró luego el asombro de Escobar, con la burla dormida en los párpados. ¿De qué color tenía los ojos? Repitió:
+—Me gusta. Me parece que tiene razón.
+—¡Tú qué vas a entender! —bufó Ana María con un doble desprecio de hermana mayor, de mujer politizada.
+—Los que no han entendido son ustedes —terció Escobar, defendiéndola, defendiéndose—. Es un haikú. Haikú, para que entiendan, es un género de poesía japonesa que…
+—Eso no es un haikú ni muchísimo menos, no sea presuntuoso y farsante —lo corrigió Diego León Mantilla—. Un haikú es un poema en versos de cinco y siete sílabas, alternados, en el que el primer verso…
+—Es que es un haikú colombiano. Aproximativo, de oídas. Una simulación de haikú. Del mismo modo, ustedes no son revolucionarios: son revolucionarios colombianos.
+—¿Lo ves, lo ves? Es un provocador —dijo Beatriz, indignadísima.
+—Escobar tiene razón —volvió a intervenir Ángela, que a cada palabra le parecía más y más inteligente—. Si ustedes de verdad fueran revolucionarios, estarían haciendo algo, no sentados ahí como muertos.
+—Tú no te metas, Angelita: no sabes de qué estás hablando —la regañó Ana María.
+—La que no sabe eres tú. Tú dices lo que diga Federico. Ahora andas de comunista. ¿Comunista tú? Déjame que me ría.
+—Comunista no, idiota —corrigió Ana María—. Marxista-leninista.
+—Pensamiento Mao Tse-tung —completó Beatriz, triunfante, haciendo que Diego León bajara todavía más los ojos, los bigotes, sobre las piezas del tablero.
+—Bueno, juegue, Escobar.
+El tipo que venía con Ángela se levantó, aumentó el volumen de la música.
+¡DÓNDE ESTÁN MIS ZAPATOS BLANCOS
+DÓNDE ESTÁN!
+—Tiene razón esa niña —Escobar alzó la voz, señalando a Ángela con el dedo—. Si ustedes fueran de verdad revolucionarios, estarían haciendo algo. ¿No han visto, no han oído?
+Afuera este país se está volviendo pedazos. ¿No oyen a veces gritos de asesinados, crujidos terroríficos? Es el país, que se deshace. Y ustedes mientras tanto están sentados ante una chimenea jugando ajedrez, metiendo coca, oyendo salsa, y se llaman marxistas-leninistas-pensamiento-Mao Tse-tung, y se sienten unos verdaderos verracos.
+—No hable mierda, Escobar. No sabe de qué está hablando.
+—Claro que sé, Federico. Mejor que usted.
+—Si supiera, haría algo.
+—Eso le digo yo a usted. Yo sí hago. Escribo haikús. A veces.
+Tenían que hablar casi a gritos en el estruendo de la salsa.
+—¡Lo importante es el contacto con las masas! —vociferó Diego León.
+¡DÓNDE ESTÁN MIS ZAPATOS BLANCOS
+DÓNDE ESTÁN!
+—¿Usted conoce masas?
+—Sí. En la universidad.
+—Eso no son masas. Son pequeños burgueses frustrados. Como usted.
+—Burgueses somos todos —cortó otra vez Ana María—. Lo que importa no es el origen de clase, sino la militancia consecuente en un partido campesino y proletario de masas —se interrumpió para fulminar con la mirada a Ángela, que sonreía sarcástica tras sus ojos entrecerrados—. Tú cállate, Angelita, que no tienes ni idea de lo que estamos hablando.
+¡DÓNDE ESTÁN MIS ZAPATOS BLANCOS
+DÓNDE ESTÁN!
+Diego León intentó poner orden:
+—Lo que sí es objetivamente pequeño burgués es lo suyo, Escobar: escapismo pequeño burgués.
+—El escapismo es el más alto triunfo del espíritu humano: «Huye, que sólo el que huye escapa», dice en alguna parte San Juan de la Cruz, creo.
+—¡San Juan de la Cruz! —la voz de Diego León rezumaba sarcasmo—. Un clérigo al servicio de los grandes terratenientes de su tiempo, que eran la Iglesia y la nobleza.
+—Diego León, por favor: no haga marxismo barato. No sea fanático. No sea doctrinario. No sea huevón.
+—¡Hay que ser fanático! —exclamó Beatriz—. En la lucha de clases hay que ser fanático. ¿O no, Diego? —interrogó a su marido, repentinamente insegura de la corrección de su fanatismo. Tenía lindas teticas, eso sí.
+—Bueno, juegue, Escobar —dijo Diego León. Beatriz le cuchicheó algo furiosamente en el oído. Diego León le cuchicheó de vuelta, con exasperación. Beatriz cuchicheó de nuevo. Ángela se reía. Escobar intervino:
+—No me diga que usted da clases de lucha de clases, Diego León.
+—¡Ignacio, no seas imbécil! —gritó Ana María. Y a Ángela: —Y tú no seas imbécil, Angelita.
+El tipo que había venido con Ángela se acercó bailoteando:
+¡Se me perdió la cartera
+ya no tengo más di-nero!
+y volvió a ofrecer coca. Todos metieron un pase, salvo las embarazadas.
+—¿Tú eres poeta, cuadro? Soda, campeón, chévere y ya. ¿Y tú eres marxista, pelá? Fresca, tronco de vacilón. Un pericazo y vamos a rumbear.
+¡Ya no tengo más dine-ro
+Se me perdió la car-tera!
+y quiso arrastrar a Ana María a bailar en medio del taller. Ana María lo rechazó, alegando su embarazo. Beatriz, en cambio, salió a bailar lanzándole a Diego León una mirada desafiante, petulante. En la agitación de la salsa las teticas le brincaban dentro del suéter, como corchos en el agua. Escobar las miró hipnotizado un momento.
+¡Uno sale de la casa
+con el día deter-minao!
+¡lo que va a pasar le pa-sa
+aunque vas de lao a lao!
+La predestinación, ese misterio. Sorprendió de nuevo la mirada de Ángela. La predestinación, que tanto preocupó a San Agustín. Miró los ojos encapotados de Ángela, su boca movediza: la sonrisa de Lilith. Diego León le pasó una chicharra, y la aspiró con fuerza, quemándose las puntas de los dedos. Se la dio a Ángela. Sintió un instante el contacto de sus dedos.
+—¿De qué estábamos hablando?
+—Estábamos jugando ajedrez —informó Diego León.
+—Ah, sí. La inautenticidad de ustedes los revolucionarios de salón. Pero no es sólo de ustedes. Es el problema de todo este país —o no el problema, porque no es un problema, sino una esencia. La inautenticidad es lo único verdaderamente auténtico en Colombia. Somos eso. La otra noche, en una especie de bar de putas que se llamaba El Oasis, en la Trece, canté con unos músicos que se llamaban Los Auténticos. Eran auténticamente colombianos: cantaban rancheras mexicanas, cuecas chilenas, tangos. Yo también canté con ellos. Canté incluso canciones que yo no me sabía.
+—No hable mierda. Juegue.
+—Hablar mierda es lo más auténticamente colombiano que hay.
+—Juegue.
+—Déjeme pensar.
+—Enroque —aconsejó Federico.
+Pero se le empezaban a volver borrosas las ideas. No comprendía el sentido exacto de las amenazas del tablero.
+—Ah, sí: la noche en El Oasis. Los Auténticos. Yo estaba con unos poetas que tampoco eran auténticos poetas, naturalmente. Dos eran más bien billaristas. El otro fue el que tuve que matar después, porque trató de violarme en el baño y no encontré la manera de decirle que no. Era pederasta.
+Si lo trató de violar a usted no era pederasta, sino gerontorasta.
+Eso. Ni siquiera era un pederasta auténtico.
+—¿Gerontorasta? —inquirió Ángela.
+—El que le gustan los viejos —aclaró Diego León Mantilla. Mire a Escobar: esa carne ya fofa…
+—Te estás quedando calvo, Escobar, ¿te habías fijado? —ayudó Beatriz desde atrás.
+—Juegue, Diego León —cortó Escobar.
+—Esta hierba está chévere —comentó el tipo que había venido con Ángela. Hizo circular un nuevo cacho denso, fuerte, levemente dulzón hacia el final de la bocanada. Ahora estaba sentado en el brazo de un sillón, a espaldas de Ángela, y le acariciaba la nuca con gesto distraído de propietario. Era increíble que no sacara la mano pegachenta de luz, como de un tarro de miel de abejas. Ángela se apoyaba en sus piernas. Pese a la cabellera afro de guitarrista rock, pese a los ojos ciegos de policía de tránsito, Escobar hubiera querido ser ese tipo, para tener a esa niña recostada en las piernas, y la mano en su pelo. Pero era incapaz de matar a nadie.
+—Juegue, Escobar.
+—Mueva el caballo.
+Eso ya había sucedido veinte veces. Tenía la desagradable impresión de que todo se estaba repitiendo. ¿Todo era siempre igual, reiterativo, circular? Me saludaré a mí mismo al pasar, cuando vuelva a pasar como en un carrusel, subiendo y bajando como un corcho en el agua. Miró los dos senitos de Beatriz, ahora quietos, apenas dibujados bajo el suéter. Miró los de Ángela, de un oro pálido, color manzana entre la blusa abierta. Hubiera querido empinarse sobre las nalgas para verlos mejor, pero le daba vergüenza que Ángela fuera a pensar que él era la clase de tipo que se empina para verle mejor los senos a una niña que está sentada enfrente. Y sí, era esa clase de tipo. ¿Cómo serían por debajo? La textura de un seno es siempre distinta por debajo: más mórbida, más dulce. Y es importante verificar la curva de caída, el peso. Recordaba haber oído decir alguna vez que lo importante en un seno es que un lápiz colocado debajo caiga de inmediato al piso, sin quedar atrapado en el doblez de carne. Observó sus clavículas, el hueco entre una y otra escápula, donde el cuello nacía. Se dio cuenta de pronto de que la estaba mirando sin el menor recato, como a un extraño insecto. Buscó sus ojos apartados, de extraño insecto, que le devolvieron su mirada. Esperó no estar siendo analizado de la misma manera. Sintió que entre los dos se tendía ahora un puente de deseo, tan sólido que hubiera podido tocarlo con las manos. Aunque unilateral, probablemente. ¿Qué hacía esa niña divina con ese huevón de mierda? Pero más huevón soy yo, que ni siquiera estoy con ella. Dijo en voz alta:
+—Debe haber otra vida. No es posible que todo sea esta misma mierda.
+—Escobar, por favor, viejo, juegue.
+—Ya voy, ya voy, estoy pensando.
+—No piense tanto. Juegue.
+—No. Hay que pensar. No basta, como creen ustedes, con haber leído una vez un manual para entender las leyes de la Historia. Por eso los derrotan sistemáticamente. Aunque tampoco sé para qué pienso tanto. Al fin y al cabo el ajedrez es un juego de azar.
+Movió al azar un caballo, que Diego León devoró de inmediato. Descubrió con asombro que en algún momento de la partida le había comido también el otro, y un alfil, y tres peones, y no pudo recordar cuándo. Debería ser posible repetir las jugadas, reconstruir el paso de los días, descubrir cuándo perdimos el camino de la vida. Ante sus ojos el tablero latía, se dilataba, se contraía de nuevo. A veces creía distinguir claramente líneas de fuerza entre las piezas, tensiones tan potentes que parecían torrentes de materia; y luego se borraban sin razón en el aire, tal como habían venido, y no quedaba nada en el tablero. Un caballo muy bueno, pero era de Diego León. Vio abrirse de repente una avenida ancha, victoriosa, como para un alfil. La vio cerrarse. Debería ser posible saber cuándo perdimos la partida. Tal vez desde el principio. Uno sale de la casa con el día predestinado. Lo que va a pasar le pasa. Y es normal. Si el Universo está en perpetua expansión, como es visible, y conocemos los datos básicos, las distancias, y alguien que sepa de eso nos informa sobre aceleraciones y centrifugaciones, si es esa la palabra, es muy sencillo deducir el instante en que todas las cosas se hallaban juntas en un sitio. Lo demás es Historia: telaraña de Maya, que se pega a los dedos.
+Le daba la impresión de estar a punto de descubrir algo muy importante. Varias cosas, tal vez, muy importantes. Varios descubrimientos deslumbrantes, distintos, contradictorios casi, y difíciles de seguir al mismo tiempo, como altos buques de complicados aparejos que siguieran derrotas divergentes sobre el espejo del mar. Demasiados descubrimientos simultáneos. Frente a sus ojos, los dos ojos de Ángela flotaban en el aire. Un blando viento le traía su olor de mujer cara, un sabio viento que había reconocido sus recovecos más secretos. Mojó el dedo en saliva, lo levantó verticalmente: no había un soplo de viento.
+—Por favor, juegue.
+—Ya voy. Ya voy.
+Descansando en la alfombra, al lado del tablero, veía su mano quieta, a menos de una cuarta de la pierna de Ángela. Una mano en el piso, como un crustáceo muerto. Una decisión suya, un impulso nervioso, y la mano daría un corto vuelo para posarse en la rodilla de Ángela. La mano, por su cuenta, se cerró lentamente; se volvió boca arriba agitando muellemente los dedos, cerrándolos en un capullo, en una flor marina que se contrae y respira, chupa y expele el aire por la copa apretada de los pétalos como si fuera agua. Escobar la miraba fascinado. Sabía que estaba queriendo recordar algo, intentaba sorprenderse a sí mismo en el instante de atrapar el recuerdo de un zarpazo, de oír el cambio repentino en su zumbido y sentirlo chocar ciego y enloquecido contra la pared hermética de su mano ahuecada, luchando por escapar. En qué momento se abandona, sin saber cómo, una cáscara hueca y ya vacía y chupada en el collar del tiempo, una burbuja impenetrable y sin salida, y está uno en la siguiente; en qué momento es ya imposible volver a la anterior.
+—¿Va a jugar, viejo?
+—Perdón. Estaba distraído.
+Movió su reina. Todo se transformó de pronto en el tablero. Todo era repentinamente claro y transparente, inequívoco, y de nuevo atravesaban el tablero anchas fuerzas de luz irresistible.
+—Abandone, Diego León.
+—No sea idiota.
+—Tenga dignidad.
+Un movimiento de Diego León; y otra vez el tablero era un nudo de sombra. Entonces apareció Mateo en brazos de Ana María y hubo un revuelo entre las niñas. Ángela lo tomó en sus brazos. Beatriz lo aplastó a besos. En mameluco azul, con un hilo de baba reluciente colgando de los labios, Mateo miraba en torno con el desdén de un hombre que va montado en un caballo. El tipo que venía con Ángela le hizo fiesta con grandes aspavientos.
+—¡No joda, qué pelao tan chévere!
+—¿Ya sabe pararse solo? —preguntó Escobar, por amabilidad. A las madres les encanta que les pregunten eso de sus niños.
+—Ya camina —aseguró Ana María llena de orgullo.
+Y lo puso en el suelo. Mateo dio tres o cuatro pasos vacilantes rumbo a su padre, y se dejó caer sentado en el tablero, riéndose, todo hoyuelos y salivas. Escobar creyó morirse de la rabia; pero sólo un instante: al fin y al cabo iba perdiendo. Pero Diego León, que sentía ya la victoria atrapada por la cola, dejó escapar un grito. Mateo, soltando risas, se dejó alzar por Ángela, que se lo acaballó otra vez en la cadera. Mateo lanzó un manotazo hacia el sostén de encajes, y un instante salió el seno a la luz, redondo y pálido, tierna y rosada la fresa del pezón. Ángela lo guardó nuevamente con movimiento experto. Mateo lanzó otro manotazo a la cara del tipo que había venido con ella, atraído por los reflejos tornasolados de sus gafas, y Escobar esperó que se las hiciera pedazos. Pero el tipo esquivó, y a continuación fingió un rápido combate de boxeo con Mateo, que reía a carcajadas. Escobar los odió a ambos. Diego León intentaba todavía recomponer en el tablero la partida hecha añicos. Renunció.
+—Beatriz, nos vamos.
+Beatriz se puso una raída chompa de cuero sobre el suéter, cerró la cremallera cubriéndose los senos delicados, salió dócilmente detrás de su marido. El tipo que había venido con Ángela se despidió a la redonda. De Mateo —adiós, pelao—, de Ana María —chévere, chao—, de Federico —nos vemos, Fico, hermano—, de Escobar —hasta la vista, cuadro—, y golpeó a Ángela en las costillas con el índice estirado —ajá, pelaa, nos fuimos—. Ángela perdió el aliento:
+—Ay, Richi, no seas brusco.
+Se llamaba Richi, el hijo de puta.
+Se llevaron al perro.
+—¿Quién era ese tipo?
+—¿Richi? Es el marido de Ángela.
+Una palpitación atravesó a Escobar. Aunque se lo temía: todas se casan, Beatriz tenía razón.
+—Usted no se debería dejar llamar Fico, Federico, por un individuo que se hace llamar Pichi.
+—Richi.
+—Richi, Pichi, da lo mismo. Tiene nombre de perro. Estoy seguro de que se lo merece: alguien que se llama Richi es porque se lo ha ganado a pulso.
+—¿Qué es la vaina, Escobar?
+Un silencio.
+—Nada. No sé. Estoy muy mal últimamente. Fina me decía que me estaba muriendo, y creo que sí, que es eso.
+Un silencio
+—¿Hay trago?
+—¿Y Fina?
+Escobar no contestó. Un gato vino a frotarse el flanco contra sus pantalones, ronroneando. Lo alzó del piso, se lo acomodó en las piernas, le rascó el entrecejo, le alisó el pelo del lomo, lo dejó en paz. El sabor translúcido de whisky le calentó los ojos.
+—¿Y tu hermana? ¿Esa es tu hermana Ángela? ¿Tú cómo permitiste que tu hermana se casara con un tipo que se llama Richi?
+—¿A ti qué te importa?
+—Me importa. A lo mejor yo también hubiera querido casarme con ella.
+A Ana María pareció acometerla un ataque de histeria:
+—¡Mierda, Ignacio, no hay derecho! Y Fina, ¿qué?
+No pudo contestar. El niño, que hasta ese momento había estado contento sentado en el suelo, gordo, reluciente, riéndose solo, embutido hasta los mofletes en su mameluco azul, se echó a llorar aterrado. Ana María olvidó su cólera, lo tomó en brazos. Federico empezó a hacerle fiestas y ruidos y resoplidos.
+—No, Mateúco, no llore, hombre. Es sólo su tío Ignacio que es un pobre huevón. Uúgúuuu, úuuugguuúú, uuuuúúbggguuuúuúú Mateúco, a ver, a ver, muéstrele su diente nuevo a su tío Ignacio, que es un pobre huevón.
+Y Ana María también le hacía risas y carantoñas, y lo mecía en sus brazos. Mateo dejó sus lágrimas, prorrumpió también él en risas y resoplidos, se dejó alzar en vilo por Federico hasta tocar el techo dejando escapar gritos penetrantes de júbilo, feliz. Escobar hubiera querido ser feliz, como ese niño.
+—¿Qué es eso que les ha dado hoy de que soy un huevón?
+Ana María lo miró fríamente.
+—¿Y Fina qué?
+Escobar se encogió de hombros.
+—No veo qué tiene que ver Fina.
+—¡Por Dios, Ignacio, eres de un egoísmo perfectamente monstruoso!
+—El egoísmo no es monstruoso. Es perfectamente natural.
+Enfurecida, Ana María se fue a traer la comida del niño. ¿No le pensarían dar de comer a él nunca? Oyó un borboteo melodioso venido de sus tripas. Recordó que había salido de su casa con la intención de hacer de su vida un festín donde corrieran todos los vinos, donde se abrieran todos los corazones.
+—¿Y Fina qué? —preguntó Federico, sin dejar de mecer a Mateo en una rodilla, como en un camello—. Ana María lleva dos días enfurecida con usted. ¿Pelearon?
+Escobar estiró las comisuras en gesto de resignación filosófica.
+—Usted conoce a las mujeres.
+—No. No las conozco —dijo Federico, gravemente—. Yo no conozco a las mujeres. Ni siquiera conozco a Ana María.
+Ana María volvía, cargada de tarritos, de cucharas. Sentó al niño en la mesa, haciendo huir de un brinco al gato que quedaba. Escobar acarició la cabeza del suyo con gesto maquinal, lo vio fruncir el ceño, lo dejó. Ana María y Federico parecían más preocupados que él por el problema de Fina. ¿Sería un problema? Bueno, sí. Tres días ya. Pero no. No conocían a Fina. Ana María le metió al niño en la boca una cucharada de materia gelatinosa y amarilla. El niño la escupió de inmediato. Ana María la volvió a recoger con la cuchara y se la embutió de nuevo entre la boca. Y esta vez sí Mateo saboreó con fruición, tragó, sonrió, exigió más.
+—Qué niño tan contento. No parece marxista-leninista. ¿Qué le dan?
+—Compota.
+—Ya sé, se alcanza a notar en la textura. ¿Pero de qué? ¿Algún alucinógeno?
+—Albaricoque con zanahoria y bacalao —informó Ana María.
+Mateo no podía disfrazar su deleite.
+—Este niño es muy raro —dictaminó Escobar, apartando los ojos. Y añadió al cabo de un momento:
+—Fina también quería uno.
+Ana María se volvió bruscamente, lo miró con ojos glaciales.
+—Qué llamas «uno».
+—Uno de estos. Un niño.
+—Ignacio —la voz de Ana María temblaba levemente, y se esforzaba por mantenerla deliberadamente fría y firme—: entiendo perfectamente por qué Fina no quería tener un bebé contigo. Entiendo perfectamente por qué se fue. Entiendo perfectamente por qué no piensa volver jamás.
+—No, no —dijo Escobar, desconcertado—. Ella sí quería. Tener un niño, quiero decir. Un bebé, como lo llamas tú. Qué palabra tan blanda, tan húmeda, tan tibia: bebé. El que no quería era yo.
+Por otra parte —pensó—, Fina volvería en cuanto se le pasara la rabieta. Pero no iba a entrar a discutir ese punto, a desafiar la tempestuosa solidaridad de Ana María. Mateo, sentado en la mesa, había iniciado un balanceo de placer sobre la pelvis. Federico lo miraba absorto, adorándolo. En las rodillas de Escobar, el gato ronroneaba, pesado y caliente como un motor.
+—¿Y usted por qué no quería tener un bebé?
+Estaba ya bien amaestrado Federico. Decía «bebé», como una madre. Como un padre, tal vez. Mateo seguía balanceándose, camino del éxtasis, deglutiendo su compota de albaricoque y bacalao como si fuera caviar, a cucharadas, eructando gorgoritos y glogloteos de dicha, dejando escapar a veces chorritos espasmódicos de compota emulsionada con babas sobre su mameluco azul, sobre el pecho de Ana María, sobre su falda. La mesa del taller se iba llenando de caquitas viscosas, las tablas polvorientas del piso, el largo pelo castaño de Ana María, los cuadros más cercanos.
+—Pues yo no lo quería más o menos por todo esto —explicó Escobar, señalando—. Un hijo. Sí, yo entiendo lo que les pasa a las mujeres: la luna, las mareas, los ciclos de los astros. Hay algunas, además, que se ponen muy lindas durante el embarazo. Como tú, por ejemplo. Por algo será, claro. Dar la vida, reproducir la vida, responder al llamado de la multiplicación de la especie. Parir entre dolores. Ser madre.
+—No sea bobo, Ignacio —intervino Federico, impaciente, dejando de mirar arrobado la gula de su hijo—. Yo no soy madre. Y le cuento que tener un hijo es una verraquera.
+—¡Eres un imbécil, Escobar! —estalló Ana María. Y repitió con ira, remedando el tono didáctico y pomposo de Escobar—: «Hay unas que se ponen muy lindas durante el embarazo». ¡Imbécil! Las mujeres no somos cosas. No estamos para ponernos lindas durante el embarazo para que tú nos veas y digas: «Hay unas que se ponen muy lindas durante el embarazo».
+—Yo no digo que se pongan lindas para mí —aclaró Escobar—. Digo que se ponen muy lindas, eso es todo. Algunas.
+—¡No es verdad! Si piensas que se ponen muy lindas —algunas, claro: hay otras que no son de tu gusto, claro— es porque las miras tú, porque eres tú el que lo piensa, ¡porque crees que sin ti eso no existe!
+—Ese no es un problema mío, Ana María, cómo te explico… Eso lo vienen discutiendo los filósofos desde hace milenios. ¿Desaparece el universo si yo no estoy? Es decir: ¿es la percepción del sujeto la que…?
+—No seas imbécil, Escobar. Sabes perfectamente lo que estoy queriendo decir.
+Escobar miró un instante su whisky moribundo.
+—Si lo que te interesa es que yo sepa lo que tú quieres decir, no veo por qué te ofende que yo opine que a mí me parecen muy lindas algunas muje…
+—¡No seas imbécil! ¡Sabes de qué se trata! ¡Por eso se fue Fina, imbécil, y además tú lo sabes!
+—De verdad, Ana María. No es eso.
+Ana María no le hacía caso, inmersa nuevamente en sus tareas de madre. Limpiaba de escurrajas de compota las mejillas brillantes y redondas de Mateo, le introducía en la boca hasta la última falange todo el dedo pringoso. El niño lo chupaba con un uuuhh de avidez, Ana María hacía al unísono un uuuhh de simpatía, como esos diapasones que vibran con la tecla de un piano. Federico hacía un uuuhhh solidario y hasta chasqueaba la lengua, exagerando su papel de jefe de familia. El niño se reía, agitando feliz las piernas regordetas.
+—Qué niño tan contento. Yo siempre había oído decir que se la pasaban llorando.
+—Eso es lo que le pasa siempre a usted, Escobar: ha oído decir las cosas. No las ha vivido.
+—Nunca te has atrevido a vivirlas —completó Ana María.
+—Sólo en lo concreto se aprende, compañero —citó Federico.
+—Lo concreto —bufó Escobar, escéptico—. Lo concreto es dificilísimo, Federico, usted no se imagina cuánto. Usted no sabe lo difícil que es matar a alguien, por ejemplo. O cocinar una salchicha.
+En su vaso no quedaba sino algo de hielo y babas. Pero nadie le ofrecía renovárselo. Mateo se había dormido en seco, sin preaviso, con un hilo de burbujitas de comida y saliva y a lo mejor de jugos gástricos en las comisuras de la boca. Debía estar todavía en eso que llaman el estadio oral.
+—¿No te parece divino? —preguntó Ana María, enternecida.
+—Psché… Sí sí sí sí, Ana María, sí me parece divino. Hay que reconocer que este niño te salió muy bien hecho.
+—Todos los niños salen bien hechos —aseveró Ana María.
+—No es verdad, Ana María. Tú…
+—¡Sí es verdad! Lo que pasa es que tú siempre quieres saber de antemano cómo te van a salir las cosas. Cómo se van a llamar tus hijos, cómo…
+—¡No no no no no no! —Casi gritó Escobar, repentinamente exasperado—. ¡Justamente, no! Lo que yo quisiera es no saber de antemano lo que me va a pasar.
+—¡Sí sí sí sí sí sí! ¡Justamente sí quieres saber de antemano que no te va a pasar nada! ¡Y por eso no te pasa nada! ¡Ni siquiera tienes un hijo!
+—Es que no quiero tener un hijo.
+Federico volvió a intervenir:
+—Diego León tiene toda la razón, usted es peor que un pequeño burgués de mierda, porque no se compromete ni siquiera como pequeño burgués.
+—Es que, precisamente, no quiero comprometerme, Federico. No quiero comprometerme. Quiero estar abierto, disponible. Quiero ser libre.
+—¡Su libertad…! —bufó Federico con desprecio, y se llevó al niño dormido. En las rodillas de Escobar, el gato se desperezó voluptuosamente, estirando las gruesas patas atigradas, abriendo las fauces en un largo bostezo. Se acomodó de nuevo, enroscado en ovillo. Parecía un gato feliz, sin problemas.
+—¿Me sirves otro trago, Ana María?
+—No. Vamos a comer apenas. Federico, acabe de acostar a Mateo.
+—¿Ves? Eso es lo que no quiero, Ana María. Todo previsto. Todo resuelto de antemano; comprometido de antemano. Cuando Federico acabe de acostar a Mateo, comemos. ¿Pero por qué mientras tanto no me puedes servir otro trago?
+—Porque no me da la gana. Sírvetelo tú.
+—No puedo. El gato se despierta si me muevo. Si tú tuvieras a tu hijo dormido en tu regazo, yo me precipitaría a servirte un trago.
+—No mientas.
+—No miento.
+—Sí mientes.
+Escobar se levantó con un suspiro, dejando caer al gato. Gato, te traicioné; pero no fue mi culpa, tú lo viste.
+—Es que tú no quieres jamás mover un dedo, Escobarito, y eso no se puede.
+—Tú sabes que sí se puede.
+—No se puede. Tú quieres que todo te llegue sin esfuerzo, como por un cordón umbilical. Quieres volver al vientre de tu madre.
+—Se nota que no conoces a mi madre.
+—No quiero decir eso. Quiero decir que tú no quieres crecer. No quieres ser adulto. No quieres ser responsable. Quieres que te quieran, que te consientan, que hagan las cosas por ti. Y eso no se puede. Hay que crecer.
+—¿Y casarse, y tener hijos?
+—Naturalmente.
+Se veía que sí, que a Ana María le parecía que esa era la vida natural.
+—Se lo acabo de explicar a Federico: es que yo quiero ser libre.
+—No seas bobo, Escobar. Eso no es la libertad. ¿Para qué la usas?
+—Para nada, por supuesto. Si la usara, ya no sería libertad.
+—No hagas frases.
+—Es que hay que hacer frases, qué quieres tú. Así se habla: sujeto, verbo, complemento directo…
+—No seas imbécil, por favor.
+Lo miraba con ojos graves. Estaba hablando en serio. Se deprimió de pronto.
+—Tal vez tienes razón. Tal vez tiene razón Federico, y el huevón de Diego León. No sé qué me pasa, Ana María. No puedo escribir: no he vuelto a escribir nada. No sé por qué se fue Fina, aunque creo que va a volver.
+—No va a volver —interrumpió Ana María, gravemente.
+—Sí va a volver. Tú no sabes.
+—No va a volver. Pero en el fondo a ti te da lo mismo, que vuelva o que no vuelva. Tú no mueves un dedo. Por eso te pasan esas cosas, Ignacio: porque tú no escoges las cosas que te pasan.
+—Hace un rato decías que a mí no me pasaba nada.
+—Sólo te pasan las cosas que te pasan.
+—Eso le pasa a todo el mundo, Ana María.
+—No. Te pasa a ti. Y te pasa porque eres monstruosamente egoísta.
+—Eso ya me lo dijiste. Y el egoísmo no es monstruoso, ya te dije. O todo el mundo es monstruosamente egoísta.
+—No. Egoísta eres tú. Y eres egoísta por miedo. Por miedo a que te pase algo. Por eso no te pasa nada. Por cobarde.
+—Al fin qué, Ana María: ¿me pasa algo o no me pasa nada?
+—¡Ay, Ignacio no seas imbécil! Te estoy hablando en serio.
+—Pero es que así no se puede hablar en serio. Yo afirmo algo, tú lo niegas, yo lo niego, tú lo afirmas.
+—No cambies la conversación.
+—No estoy cambiando la conversación. Si quieres sigo conversando sobre por qué me pasan las cosas que según tú no me pasan, y viceversa, hasta la muerte.
+Ana María se puso en pie bruscamente, revoleando la amplia falda, súbitamente pálida de cólera:
+—¡No seas tramposo, por Dios!
+Se alejó a grandes zancadas, con su vientre por delante, como una vela inflada por el viento.
+—¡Cobarde y tramposo! —gritó desde lejos.
+—Ana María, por favor… —murmuró Escobar. Bebió su whisky, meditando. Toda conversación tiende al círculo vicioso. Sentado en medio de la mesa, un gato —¿el suyo?, ¿el otro?, un gato— se limpiaba meticulosamente los dedos de una pata, sin prisa, indiferente al universo. O mejor, sometido al universo: un gato —u otro gato, y hasta todos los gatos— está hecho para limpiarse con esmero las uñas de las patas. Los gatos son iguales a los gatos. Ana María tenía razón, por otra parte: las cosas le pasaban, y por eso no le pasaban cosas. Pasaban solas, como nubes que pasan: yo las miro pasar, y no paso con ellas. Las nubes son iguales a las nubes. Y sin embargo, al cabo de su paso se encontraba inexplicablemente acorralado por las cosas pasadas, atrapado en su trampa. Hasta que terminaran de pasar del todo, se disolvieran en su propio paso, quebrantadas, molidas por el paso de la vida. La inercia siempre vence. Inertia omnia doblegat, o algo por el estilo. Un buen epígrafe para un poema. Ah, pero otra vez el tedio de un poema… Un buen epitafio: inertia omnia doblegat. No más poemas, no más reproducciones de las cosas, no más. Reproducir reflejos, reiterar con espejos los espejos —había escrito en alguna parte, en algún poema. Ciego afán de simetría, o alguna cosa así. Se miró en la pared, y de rebote le llegaron palabras:
+Las cosas son iguales a las cosas:
+luz en la luz, memoria en la memoria.
+Pero tampoco puede consistir la vida en eso, en fabricar pedazos de poema de pedazos de vida. Sin hablar de que siempre le salía el mismo poema. Claro: era la misma vida. Es natural: las cosas son iguales a las cosas. No, no, no, no: tiene que haber otra cosa, en otra parte. Otra vida.
+¿Una vida eterna? Ana María, ahora, disponía cosas en la mesa, en torno al gato que se lamía una pata echada sobre el hombro, como un fusil. Platos, vasos, botellas de cerveza, como objetos votivos en torno a un dios indiferente. Cosas iguales a otras cosas. Federico volvía. Se sentaban los tres, expulsaban al gato de la mesa. Iban a compartir el pan, la sal, en el altar vacío. Tal vez —¿quién sabe?— el cuerpo de algún dios. Gato por liebre. Las cosas son iguales a las cosas. Ensalada. Rosbif, rosado y frío, al parecer. Y arroz.
+—Perdón: ¿qué es esta cosa?
+—Torta de berenjena.
+—A mí no me des, gracias.
+Ana María le sirvió una generosa porción de torta. Bajo la costra endurecida, el interior viscoso era de un verde pálido.
+—Por favor, Ana María, no quiero berenjena. Preferiría inclusive la compota que le das a Mateo.
+—A Mateo también le doy berenjena en su compota.
+—Mateo es chiquito y no puede defenderse. Yo sí. Ana María, de veras: yo detesto la torta de berenjenas.
+—A mí me gusta —comentó Federico.
+—Eso no es un argumento.
+—Come, Escobar —ordenó Ana María—. No puedes seguir toda la vida actuando como un niño consentido.
+—Tú no me deberías tratar como a un niño. Soy un adulto. Sé que no me gusta la torta de berenjenas, y me niego a comer torta de berenjenas.
+—Pruébala.
+—La he probado cien veces. Me han obligado cien veces a probarla. Sé, una y otra vez sé, que no me gusta la torta de berenjenas. Pero me puedo ir comiendo con cuidado la carne y el arroz, sin tocar esta otra cosa: la voy dejando a un ladito, así. ¿Puedo, Ana María?
+—No, Ignacio. Tienes que crecer. Tú siempre tratas de ir dejando a un ladito las cosas que no te gustan. Y no. Las cosas vienen juntas: la vida tal como es. Tú no puedes tomar de la vida sólo lo que te gusta.
+—Qué hondura filosófica.
+—Es cierto.
+—No, no es cierto. Puedo perfectamente comerme la carne y el arroz y dejar en el plato esta otra porquería.
+—La torta de berenjenas no es una porquería.
+—¡Bueno, no más, carajo! —prorrumpió Federico.
+Comieron sin hablar.
+—No hagas esos ruidos.
+—No soy yo. Es mi tubo digestivo. Es un espasmo, una reacción de rechazo natural del epigastrio.
+—¡Ay, Escobar, no más! ¡No te comas la torta si no te da la gana!
+Inertia omnia doblegat. Claro que la cordialidad del ágape estaba irremediablemente rota. Pero bueno: las cosas son así. Las cosas son iguales a las cosas. Aunque eso no es verdad: por eso no me gusta la torta de berenjenas.
+Terminaron la comida en silencio.
+Un tinto. Un cigarrillo. Un silencio. Y de nuevo empezaron a hablar. Es difícil cerrar una conversación, darla por terminada. Siempre queda algo qué decir. En general lo mismo. Ana María sostuvo que lo que le pasaba a Escobar era que era incapaz de querer a nadie más que a sí mismo. Incapaz de dar. De recibir. Incapaz de amar. Reconoció que sí, que tal vez era eso. Sentía, otra vez, crecer en él un sordo desasosiego, una hinchazón de angustia en la garganta. La edad. Treinta y un años de lo mismo. A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. O no. Pero no, no otra vez, no más: quisiera poder pensar en otra cosa. Por su parte, Federico mantuvo que lo que le pasaba a Escobar era que era incapaz de mojarse el culo. Escobar aceptó que, efectivamente, tal vez ese era el fondo del problema. Y así, un rato. Los gatos hacían sus cosas de gatos, el fuego de la chimenea se iba apagando poco a poco, como se apaga el fuego: en el filo de los leños carbonizados se pintaba una delgada línea de brasa bajo la ceniza blanca, blanda, tibia. Heme aquí, una vez más acorralado en el fondo de una conversación seria, circular, indestructible. Y es ya como la cuarta o la quinta en tres o cuatro días. ¿Tendría que acabar huyendo de ellos dos, como de Fina? ¿Matándolos, como a Edén? Pero no estaba seguro de haber matado a Edén, y Fina iba a volver. Sentía una gran fatiga. Ah, Dios, ¿y por qué no lograba tomar en serio las conversaciones serias? ¿Por qué algo en su interior, tal vez su alma, se encogía, se enroscaba, como un gusano tocado por la punta de un dedo se enrolla en una bolita dura, opaca, impenetrable, como un armadillo retrae el cuello y las patas y se esconde y se dispone a esperar encerrado en su concha, a dejar que lo olfatee y lo rasguñe y se aburra y se vaya la conversación seria, el tigre? Ah, Dios, qué cansancio, más metáforas. Retórica. Mentiras. Nunca en su vida había visto un armadillo. Ni un tigre. Salvo en cine. Gusanos sí. Su alma, tampoco. Sí, Federico, todo eso es así. Sí, Ana María, todo eso es así. Lo malo es que forma parte de la conversación seria. Circular. Interminable.
+Ana María se fue a acostar. Hacía rato que los gatos se habían quedado dormidos.
+—Mañana, si me despierto, voy a escribir un poema de compromiso.
+—Escobar: váyase a comer mierda.
+UN SOL RADIANTE Y CALIENTE llenaba todo el apartamento. Escobar se paseó de arriba abajo, desnudo, sin saber qué hacer con semejante día. No duraría. Recalentó café. ¿Un café ya de cuantos días? Denso, terroso, acre, hervido y vuelto a hervir. Tendría que hacer café. Todos los días eran iguales, qué tormento. Todo lo que ahora hacía, ya lo había hecho. En la mitad de un pensamiento cayó de golpe en la cuenta de la ausencia de Fina. No su falta: una necesidad de cosas prácticas. Sino la fuerza de su ausencia: un marchitarse de las cosas. Ah, qué pesadumdre. Lo importunó el recuerdo de los reproches de Ana María. Se esforzó por pensar en otra cosa. Oyó el teléfono, y lo dejó sonar. Su madre, qué pereza. Y afuera, mientras tanto, se fue ennegreciendo el día, se soltó el aguacero. Eran las dos de la tarde.
+Entró en el baño, abrió el agua caliente de la ducha, cerró los ojos y la dejó correr sobre sus hombros, su nuca, sus espaldas. Vio crecer en el baño una nube de vaho que se condensaba en gotitas redondas sobre el cristal de la ventana. Del otro lado del cristal, las gotas de la lluvia.
+Oyó un largo zumbido. El timbre de la puerta. ¿Fina? No, Fina tenía su llave. Y si era Fina, bueno: lo había tenido ocho días esperándola, que esperara ella ahora. Volvieron a timbrar. Dejaron de timbrar. Podía ser Fina, que a lo mejor no tenía llave. Y no podía dejarla irse otra vez, como un idiota. Ana María tenía razón en sus reproches. Salió corriendo a abrir, dejando un rastro de agua.
+No era Fina. Sonreía, empapada de lluvia, con agua en las mejillas, y el pelo le colgaba en tirabuzones lacios por el peso del agua, negros como culebras de laguna.
+—Soy Hena —dijo. Ah, Hena, sí: no la había reconocido. Se sintió desnudo en el frío de la puerta. Hena tenía una risa fácil, ancha, blanca: la risa le cerraba los ojos. Tenía las piernas largas, negras de lluvia.
+—Fina no esta —informó, empezando a tiritar de frío.
+—¿No está? Es que hace días no viene a las clases de ballet. Por eso pasé a ver… —se disculpó Hena.
+—Estoy bañándome —explicó Escobar.
+Y seguía parado en la puerta, sintiéndose ridículo. Se cubrió púdicamente el sexo con las manos. Vio a la sirvienta jovencita del vecino de abajo que lo miraba atónita desde el rellano. Vio subir a la señora Niño, la vecina de arriba, con un gesto de repugnancia incontenible en sus ojos de loca.
+—Pase —dijo.
+Y Hena entró brincoteante, como yegua en potrero. Dijo que esperaría a Fina, o a que pasara el aguacero. Escobar volvió al baño, cerró las llaves de la ducha.
+Se secó pensativo, haciendo planes. Hena no estaba nada mal. Alguna vez, en presencia de Fina, habían tenido un vago coqueteo. Un alto cuello fuerte, de columna, que sostenía una risa fácil y ancha en una cara fácil de ojos negros. Le podría proponer que tomara un baño caliente para recuperarse de la lluvia, mientras llegaba Fina. Y podría seducirla a la salida, aprovechando que no hay nada más fácil que desnudar a una mujer que sale de la ducha envuelta en una toalla. Demasiado grandota, tal vez; demasiado fluvial, con piernas y brazos demasiado sólidos; pero no estaba nada mal. «Mujeres buenas para ser caballos», dice Góngora en alguna parte. Fina no iba a volver. Aunque era muy capaz de volver, justamente.
+Tendido junto a Hena, en la lucidez que sucede al coito, Escobar fumaba reflexivamente. No había valido la pena. Recordó un aforismo de Spinoza: la perfección del caballo le es inútil al hombre. Probablemente a Spinoza le había pasado lo mismo: había cedido al desatino de su imaginación, al olor animal de una mujer mojada por la lluvia, y se había visto luego tendido en una cama revuelta al lado de un gran cuerpo caballar, perfecto pero inútil. Hena hacía extraños gorgoritos de satisfacción, abrazada a su pecho, cubriéndole los muslos con la amplia curva de sus ancas. Era halagador, sí, pero le parecía más bien ficticio: sin duda había leído en alguna revista que el ronroneo felino es un signo de placer, tras el orgasmo. Pero aquello no era ronroneo, ni era felino. Era el ronco resoplido vibrante que hacen las yeguas con los ollares sobre el agua, para limpiarla, cuando van a beber. Mujeres buenas para ser caballos.
+—¿Sabe qué? Me siento toda rara —dijo Hena.
+—Rara por qué.
+—No sé. Como toda rara.
+La conversación siguió así durante un rato.
+A Hena le preocupaba que en el momento menos pensado volviera Fina y los encontrara así.
+—Así cómo.
+—Bobo…
+La conversación agonizaba. Aunque Hena tenía razón: era posible, y deseable, que Fina regresara; y sería complicado explicarle por qué estaban así. Hena tenía razón, pero no daba señales de querer empezar a vestirse.
+Pasó la tarde. Escobar se quedó un rato dormido. En sus narices, el olor caliente de Hena, su espalda lisa, sus nalgas. Al despertar se dio cuenta de que tenía de nuevo una erección: flor del sueño, casi de la mañana. Quiso hacer el amor nuevamente. Hena se resistió sin mucha fuerza, risueña, alegando el posible retorno de Fina.
+—No, Ignacio, no podemos.
+—¿Por qué? —se apretó contra su cuerpo grande, caliente, deseable.
+—Por Fina. Usted sabe.
+—Fina no va a volver. Se fue. No vuelve.
+Se arrepintió de inmediato de su insensatez. Pero era tarde. Hicieron el amor una vez más.
+Escobar se asomó a la ventana. El aguacero había pasado. Por la ventana entraban los verdes del parque, remozados de lluvia en el atardecer, y se veía vibrar un arco iris a lo lejos, sobre los edificios.
+—Ya no llueve —anunció.
+Hena se hizo con una toalla una especie de túnica, se improvisó con otra una especie de turbante.
+—Voy a hacer café —declaró.
+¿No pensaría irse nunca? La noche invadía ya las crestas de los montes, arriba el cielo había tomado una curvatura negra de pizarra. Hena dio un alarido en la cocina cuando pisó algo derramado, azúcar o café, y se rio luego con una risa que era un cloqueo solitario. Hacía preguntas a gritos, abría y cerraba cajones con estrépito, traía café humeante, tendía la cama. ¿Sería cosa de preguntarle que por qué no se iba?
+—¿Por qué no salimos a comer algo?
+La miró con rabia. Plural abusivo: debería, ella, sola, salir a comer algo, si quería, y no volver. Además debería estar arrepentida. Vino sin que la invitaran, y sin el menor recato se acostó con el marido de su amiga.
+—Yo no tengo hambre —mintió.
+—Entonces comamos algo aquí —decidió Hena, entusiasmada.
+—No hay nada de comer.
+—Mejor. Yo tampoco tengo hambre. No comamos.
+Escobar se metió en la cama, enfurecido. Por qué no dirá las cosas en primera persona del singular, mujer devoradora. Las sábanas tenían olor a sexo enfriado. Hena dejó caer al suelo la toalla que le servía de túnica.
+—¿Le gustan mis teticas?
+Pues sí: para ser francos las tenía muy bonitas. Pero no le gustaban. Y le gustaba menos que las llamara así, teticas. A Hena no le sentaba ningún diminutivo.
+—La ven desde la calle —advirtió.
+—¡Que me vean! —dijo Hena, feliz; e hizo un mohín. Por primera vez en su vida Escobar vio en la práctica lo que significa la palabra mohín, que por escrito parece inofensiva, como cojín, o almohada.
+—Además —reflexionó Hena— no se ve nada desde la calle. Bobo. ¿Sabe qué? Celoso.
+Y se metió bajo las sábanas, se apretó contra el cuerpo de Escobar, le hizo cosquillas.
+—Yo también prefiero que volvamos a hacer el amor —susurró, murmuró, arrulló, resopló, ronroneó, mordisqueándole el lóbulo de la oreja. Escobar retiró la cabeza.
+—¡Lo voy a violar! —cuchicheó Hena.
+Y volvieron a hacer el amor. Estaba exhausto. Hena se quedó un rato tendida boca arriba con los ojos cerrados, haciendo su absurdo ronroneo resoplante. Luego se levantó, desnuda (no estaba nada mal, al caminar desnuda; tenía el culo alargado, de pera, y el pelo corto y liso le hacía una brocha negra en medio de la nuca) para ir a la cocina. Preguntaba cosas a gritos, desde lejos: que dónde estaba la sal, que dónde estaba el vinagre. ¿Vinagre? Nunca hubiera creído que en la cocina pudiera haber vinagre. Que si no había platos hondos, que si no había coladeras, tenedores, cuchillos.
+—No hay nada de comer —pensó Escobar, con odio. Fina, ¿por qué te fuiste y me dejaste solo en medio de la vida?
+Hena volvió a la cama cargada de comida. Arrinconó a Escobar, llenó la cama de migajas, derramó una cerveza. ¿Una cerveza? Escobar devoró su comida en silencio, admirándola, odiándola, sintiendo que al comer estaba abandonando todos sus terrenos, y tal vez traicionando todos sus principios. Hena se abrazó a él, sin retirar los platos, y se durmió de un golpe. Y al cabo de unas horas lo despertó frotándose contra él, acariciándole bajo las sábanas los tibios testículos dormidos, y Escobar tuvo que poseerla nuevamente apretando los dientes, con los ojos cerrados, pensando en otra cosa: en Fina, en los dulces senitos de Beatriz, en el interior suave que sin duda tendrían los muslos largos de Ángela. Sin amor, sin deseo, prometiéndose a sí mismo que sería la última vez. Al día siguiente, al despertar, encontró en la almohada un papelito que decía: «Lo quiero. Henna». Y por toda su casa, diez papelitos más: «Lo quiero. Henna». Y sintió que no era normal que le diera tanta rabia que Henna firmara su nombre con dos enes. Cuando Henna volvió, traía dos maletas grandes.
+Al cabo de dos días el noviazgo había adquirido velocidad de crucero. Henna había decidido desmantelar la inercia de Escobar, que en su opinión era egoísmo. Porque Fina, por lo menos, se había dado cuenta de que se estaba muriendo. ¿Y Fina? Henna comunicó que no había vuelto a la academia de ballet (a lo mejor —pensaba con terror Escobar— había tenido razón Ana María: Fina no iba a volver), y era una lástima, porque a ella —a Henna— le hubiera gustado hablar las cosas claramente con Fina. Escobar se estremecía al imaginarlo. «Usted no sabe quién es usted», le decía Henna, resuelta a revelarlo, a descubrirlo ante sí mismo. «Usted no sabe quién soy yo», decía, como si prometiera paraísos. «Usted no sabe quiénes somos nosotros».
+Nosotros, otra vez ese plural atroz de posesión, sin consultar con nadie. Escobar caía en largos silencios, enfurecido con Henna por infligirle su presencia, enfurecido consigo mismo por no echarla a la calle, por haber empezado aquella cosa horrible, aquel pantano. Henna se desvestía en cuanto llegaba y se metía en la cama, haciendo con la boca resoplidos sensuales de impaciencia. Escobar se tendía de flanco, odiándola, volviéndole la espalda, y en contra de sí mismo, deseándola.
+A veces, por un prurito de equidad, se le ocurría que tal vez Henna también pensaba y sentía cosas, por su lado, y le daba una palmadita fraternal en las nalgas.
+Pero el de justicia es un concepto que implica relación, comparación de estados. Aquí estoy yo de espaldas, siendo injusto con ella por no hacerle el amor tanto como ella quiere —y ahí detrás está ella, haciendo ruidos ridículos y caricias obscenas para que yo le haga el amor, siendo injusta conmigo por obligarme al coito sin ganas, a la fuerza. Siendo injusto con ella por no decirle que se vaya, que ya no la soporto. Siendo injusta conmigo por quedarse, por no querer darse cuenta de que no la soporto. La una con la otra, nuestras dos injusticias se neutralizan. Pero eso no es justicia.
+Y se tendía entonces boca arriba en la cama, para ofrecerse sin defensas. Y entonces Henna le quitaba el cigarrillo de la boca para fumar ella también, y baboseárselo, y con la mano libre le acariciaba los testículos. Por qué no, por qué no, al fin y al cabo por qué no. Al fin y al cabo somos amantes. Al fin y al cabo nos amamos. Pero por qué te fuiste, Fina, por qué no has vuelto.
+—Amor, deliciosa mentira.
+—¿Mentira por qué? ¿A usted no le parece que el amor es lo más cierto que hay?
+—No sé. Son unos versos.
+Se preguntaba si era posible que alguien hubiera escrito de verdad versos de amor.
+—Ignacio, ¿sabe qué? A usted lo que le pasa es que es misógino.
+La miró con rencor.
+—Usted qué llama «ser misógino».
+—Es misógino porque lo dejó Fina. —Henna se irguió de pronto, apoyada en un codo—: Ignacio, ¿sabe una cosa? Usted no es un poeta. Por eso no me escribe versos.
+Escobar sintió que estaba a punto de darle una encefalitis de la rabia. Versos. A Fina sí, a Fina le había escrito versos. Antes. A Cecilia le había escrito un soneto de disculpa: Cecilia, mi amor te esquiva… Mierda, versos.
+Boca arriba en la cama, con el cigarrillo mojado por los labios de Henna a punto de quemarle los dedos, y el cenicero al otro lado de la cama. Pasar por sobre el cuerpo amplio de Henna, el cuerpo caballuno de Henna, el cuerpo de Henna como aureolado de calor, sabiendo que al pasar Henna lo atraparía, lo abrazaría, lo apretaría contra sus senos, le impondría la blandura de sus brazos en los hombros, la humedad de sus labios en el pelo, la tibieza de su aliento en la oreja. Dejó escapar un alarido corto y se sopló las puntas ardidas de los dedos. La colilla encendida rodó bajo la cama.
+—Carajo —dijo, con una exasperación resignada. Bajar de la cama, buscar la colilla en lo oscuro, cogerla sin duda por la punta de brasa volviéndose a quemar los dedos, darle toda la vuelta a la cama para llegar al cenicero. No. Tendido en el piso, a medias debajo de la cama, dejó que entrara en su cuerpo el frío del entablado. Sobre su cabeza crujían los resortes bajo el peso de Henna.
+—¿Sabe qué? Visto desde aquí tiene el culo más blanco que todo lo demás.
+—El culo es el espejo del alma —murmuró Escobar. Y suplicó en silencio: Dios mío, que no me lo acaricie. Pero sintió la tibia mano de Henna posada encima de su nalga. Quedarse ahí tendido para toda la vida, boca abajo, con medio cuerpo debajo de la cama y respirando el polvo, hasta que Henna, arriba, muriera de vejez y de desesperanza. Con qué derecho se atreve a tocarme el culo, vieja importuna, impertinente. Henna empezó a hacerle cosquillas cariñosas con la punta del dedo. Le hurgó el ano.
+Boca arriba en la cama otra vez, con un cigarrillo nuevo entre los dedos y esta vez el cenicero colocado firmemente a su lado. Tendido quieto, rígido, con las manos cruzadas sobre el sexo, como una estatua funeraria, sin entrar en contacto con el cuerpo de Henna que emanaba tibieza; respirando con orden, pausadamente, sin precipitación, intentando seguir las complejas instrucciones respiratorias de los yogas tántricos: poco a poco desciende el ritmo cardíaco, se apaciguan las glándulas, el cerebro deja de latir, se mantienen apenas, amortiguadas, las funciones más simples de la vida vegetativa. Se queda quieto el ojo, ennublada la córnea. No busques la felicidad: conténtate con evitar el sufrimiento.
+Se dice fácil. Porque entonces Henna empieza a restregarse contra mí, frota sus senos en mi espalda, me pregunta si siento la dureza de sus senos en mi espalda. No responder. Fingir ronquidos. Simular un sueño más hondo que el sueño de las piedras, y en la quietud forzada luchar contra el insomnio. Dormir por fin: dormir… Pero Henna me despierta nuevamente para hacer el amor. Por favor, Henna, por favor. Yo quisiera dormir. Los verdugos de Stalin lograban de sus víctimas confesiones abyectas simplemente impidiéndoles dormir. Cómo explicarle, Henna, para que entienda: mi organismo necesita un mínimo vital de catorce horas diarias de absoluto reposo. Y además, cómo decírselo: cuando duermo por lo menos no veo el ojo velludo de su vientre insaciable que me acecha, anémona carnívora que agita filamentos en el fondo del mar, que me arroja el sexo al paso, húmedo y negro, rosado de mucosas palpitantes, media luna dentada que se ajusta a mi miembro como las fauces de la trampa a la pata del oso. Y hay que inventar entonces otra mujer distinta entre los codos dolorosos, sentir pegado al vientre un vientre diferente, forzar una eyaculación rabiosa y espasmódica en su orgasmo cerrado como un cepo. Ya ni siquiera tengo nunca sueños eróticos.
+—Henna, uno no puede hacer el amor sin parar, de día y de noche. Los dinosaurios, sin ir más lejos, se extinguieron del todo porque no hacían más que eso. Está probado. Es un hecho científico.
+—Pero hacer el amor es lo más lindo que hay.
+Eso es tan subjetivo. Depende de con quién. Con Fina, en otra época. Nos despertábamos en medio de la noche y hacíamos el amor de repente, abrazados el uno al otro como náufragos.
+—Eso es tan relativo… Fíjese en los monjes budistas: no hacer el amor y sublimarlo es el primer escalón hacia el nirvana. Y fíjese en los padres de la Iglesia: no hacer el amor, y ofrecérselo a Dios, es el primer escalón hacia la santidad.
+Escobar se arrodilló en la cama.
+—¡Fuera de mi vista, pecadora! ¡El aire de esta casa se corrompe con tu sola presencia, inmundo súcubo! Vade retro ¡Fuera! ¡Tu morada es un nido de víboras, tu guarida es la soledad!
+Henna se rio, le dio un beso.
+—Ignacio: no le había contado que ya me paso aquí del todo la semana que viene.
+Planes para el porvenir. Ceremonias nupciales. Con todo lo que implica de definitivo la expresión «pasarse aquí del todo», cuando ya se está aquí. Señor, algún milagro que interrumpa este implacable avance de glaciar hacia la vida conyugal. Un terremoto, el paso de un cometa, una guerra civil. Cuál es la duración normal de un noviazgo. Al cabo de cuánto tiempo es posible decir decentemente: «Todo está terminado», cuando uno ha permitido que traigan las maletas. Durante cuánto tiempo hay que asumir las consecuencias de los propios errores. Setenta veces siete generaciones, dice el ceñudo Deuteronomio. Los zánganos, más sabios, caen muertos en el aire con las entrañas rotas después del primer coito con la abeja reina.
+—He estado pensando, Henna. Usted es paranoica. Yo soy esquizofrénico.
+—¿Usted de qué signo es?
+—Piscis. ¿Pero por qué no me deja hablar?
+—Es que yo soy Escorpio, y quería saber si tenemos incompatibilidad.
+—Yo creo que sí. Eso era precisamente lo que le iba a decir. Mire: yo soy esquizofré… pero por favor, Henna, déjeme hablar. ¿Por qué nunca me deja terminar las frases? No me interrumpa en las comas, por favor, espere a que llegue a un punto aparte, o por lo menos a un punto seguido, o si quiere transémonos por un punto y coma. Estoy haciendo una metáfora tipográfica, Henna, nada más: lo que quiero decir es que por favor me deje terminar cuando empiezo a decir algo. Seria, atenta, callada, como si estuviera en teatro. Aunque no le guste el teatro, eso no tiene nada que ver —es sólo otra metáfora, yo hablo así, he hablado así desde que tengo uso de razón.
+—Lo que pasa es que usted es introvertido.
+—Eso no tiene absolutamente nada qué ver con…
+—Sí tiene que ver, porque entonces no exterioriza lo que siente.
+—¿Por qué no dormimos un rato? Dormir, dormir —soñar, tal vez…
+—Claro: usted dice que durmamos un rato, pero después no se despierta ya nunca.
+Por qué no me incorporo ya, pálido como el crimen, y la saco a patadas de mi cama y arrojo sus maletas escaleras abajo.
+O si no, por qué no la perdono de una vez, y la acepto, y entrego en un beso. Darle un beso al leproso, escoger de verdad el camino espinoso de los santos. No seguir prolongando este nadado hipócrita de perro entre dos aguas. Ser puro, abierto, franco: hermano Sol, hermana Luna, hermano Lobo. Pero el sol o la luna, el lobo con hedor a cubil, son cosas limpias —y el leproso también, desde un cierto ángulo. Cómo decir, en Cambio, «hermana Henna». Sin hablar de que la beso a veces, y me acuesto con ella día y noche, y penetro en su carne, como un santo. Mortificación de la carne.
+Pero por qué. Darle un beso por qué, perdonarla de qué. Darme un beso a mí mismo, a quien odio, en mi boca que miente, mi boca de traidor. Ella está en su derecho, en su papel. También la hipocresía es un duro camino de perfección espiritual. No es fácil estar aquí acostado junto a ella fingiendo una sonrisa, dejándole creer que comparto sus júbilos sexuales. No es fácil admitir que el premio no pasará de ser el consuelo de saberme un hipócrita, de haber elegido el pecado más vil, menos vistoso, menos halagador para la vanidad. Mortificación del orgullo.
+—Ignacio…
+—Qué.
+—Míreme a los ojos.
+Mi mirada más franca. Y al cabo de un instante, tranquilizada, satisfecha, ronroneante otra vez:
+—Es que los ojos no pueden mentir.
+Una palabra tuya, Señor, y se moriría de repente.
+«Toda acción equivocada se debe a un error del intelecto» —leyó Escobar. Si lograra entender correctamente el mundo actuaría sabiamente y Henna no estaría aquí. Pero cómo llegar a entenderlo sin que mi entendimiento lo corrompa. Afuera espera el mundo, todavía inmaculado, nuevo, sin nombrar. Henna no es Henna todavía. ¿Qué es aquello? ¿Esas moles en punta, coronadas de un fleco de eucaliptos? Son los cerros. De izquierda a derecha, de norte a sur, La Moya, Piedra Ballena, el Loro, Monserrate, con el milagroso santuario de Nuestro Señor del mismo nombre, y el boquerón por donde sopla el viento de los páramos de Cruz Verde y La Viga; y después Guadalupe, también con su santuario, pero este de Nuestra Señora y menos milagroso. Esos altos edificios de cristal y ladrillo que se ven más arriba de la cota seiscientos son edificios fantasmas, prohibidos severamente por las reglamentaciones catastrales, defendidos por celadores privados armados de escopeta. Y esas barriadas escalonadas de casuchas, al sur, también prohibidas, y perseguidas duramente por el acueducto y por la policía, son barriadas fantasmas: el Paraíso, tal vez Las Colinas. Las llagas amarillas que devoran los cerros, donde antes hubo encenillos y arrayanes, y robles y cerezos, cedros y borracheros y altas palmas de cera, se llaman areneras, receberas, chircales. También está prohibida su existencia. ¿Y abajo? Esto es un parque. Frondas mezquinas, palmeras esmirriadas y tristes en el frío sabanero, negras de gasolina: son palmas bobas o quizás falsas palmas de la Nueva Zelanda, o a lo mejor papayos. Los pinos polvorientos son pinos candelabros, posiblemente traídos del Tirol. Y esos de tronco rojo, de cortezas llagadas, de ramas de plata rumorosa, son traídos de Australia: se llaman eucaliptos. Esos, de un verde claro y dulce, sauces: vinieron del Japón. La gentecita sucia y triste que se afana debajo recibe el nombre anglosajón de hippies, pero es gente de aquí: venden artesanías rudimentarias, pequeñas porquerías de cuero y lata, alambritos trenzados, cuadritos de colores, cinturones de crin. Esos otros, al pie de los semáforos, los que venden cartones de Marlboro, llevan el nombre galicado de gamines. Algunos venden también piñas, y en ocasiones aguacates, que es ese fruto verdinegro que está palpando con tres dedos la señora que va en el Renault 4, el carro colombiano. Y esas motocicletas son Hondas, Yamahas, Kawasakis: los que las montan son llamados los asesinos de la moto, y suelen ir armados con metralletas Uzi, una marca israelí.
+Nada de todo eso existe, sin embargo. El porte de armas de guerra está prohibido con rigor, como lo están la venta de Marlboro y la importación de Kawasakis. Nada de lo que veo es cierto. Bogotá, que ahora se llama así en lenguaje vulgar, pues en el burocrático recibe el nombre de Distrito Especial, no es Bogotá: es la Atenas Suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa Fe, Bacatá. Se ha ido cambiando furtivamente el nombre, como quien al dormir en un hotel de paso deja un nombre supuesto. Tuvo un río alguna vez, que se llamó primero Vicachá, y luego San Francisco. Y más al sur, el Fucha o San Cristóbal. Y por no ver reflejada su imagen en su río lo encorsetó en un caño de cemento y lo escondió bajo una calle, lejos, lo convirtió en alcantarilla atascada de carroñas de perros y de niños. Bogotá. Esa ge que se queda en el gaznate, exigiendo una tos, un carraspeo. Esa ge que limpia la garganta como para soltar después algo importante, cuando es sólo un otá lo que viene, casi como un «perdón: qué más quieren ustedes…».
+Irse, sí. Pero el horror del exilio. El gran desasosiego de vivir en Villeta, o en Honda, o en Facatativá. Para no hablar de algun país hermano, lleno de panameños o de venezolanos, de argentinos quizá.
+El perfil anguloso de los cerros, de pronto ensombrecido: los nubarrones negros bogando lentamente, como escualos a través del cuadrilátero de la ventana abierta. La primera gota estalló en el alféizar. En Bogotá llueve todos los días.
+A sus espaldas, Henna:
+—¿Por qué no vamos a un cine?
+Ah, Henna: todo error del intelecto se debe a una acción equivocada.
+—Porque no.
+—«Porque no» no quiere decir nada.
+—Al contrario: es la explicación por la negación. Quiere decirlo todo.
+Henna cerró la ventana, se interpuso entre la lluvia y Escobar, inmensa en el escorzo, reposando en la solidez de su pierna derecha y con los dedos del pie izquierdo tocando apenas el piso, en una postura vagamente coreográfica, vagamente procaz.
+—¿Cómo así?
+—Así, como lo oye. No vamos a cine porque veo una contradicción repulsiva para el intelecto en el hecho de levantarme para ir a cine. De abandonar mi inmovilidad. ¿Se da cuenta? Hacer precisamente lo que la definición misma de inmovilidad excluye.
+—Eso se llama pura pereza.
+Y esa risa glotal, gloteica, glótica: cómo se llama la risa que parece salir directamente de la glotis.
+—Como usted debería saber ya, el lenguaje es una herramienta muy burda. Pero llámelo pereza. Yo lo llamo conciencia ontológica.
+—En el cine se puede estar sentado quieto.
+—Pero no acostado quieto.
+—Casi acostado, si se echa bien de para atrás.
+—No caben las rodillas. Y una cosa: no le voy a permitir que me haga cosquillas para hacerme mover. Le advierto.
+—No pensaba hacerle cosquillas.
+—Sí pensaba hacerme cosquillas.
+Henna no se dio por vencida.
+—Podemos ir al Almirante, que tiene asientos cómodos.
+—No se trata de comodidad, se trata de quietud. Ni siquiera de quietud: se trata de quietismo. Del anonadamiento de la voluntad para encontrar la unión con Dios. Ni siquiera se trata de mi inmovilidad individual, sino de la inmovilidad consustancial al Ser —de la cual la de mi cuerpo no es más que sombra, reflejo, asentimiento. Además, yo no voy a cine por la comodidad del teatro, sino por la calidad de la película.
+—Claro: es que usted está pensando en ir a uno de esos clásicos del cine que dan en la Cinemateca: unas películas jartísimas en las que nunca pasa nada.
+—No estoy pensando en ir a ninguna película. La idea del cine fue suya. Pero, además —¿y por qué tengo yo que decir siempre «además» para empezar a decir lo que quiero? El interlocutor ideal es el que dice cosas que le permiten a uno seguir diciendo lo que venía diciendo. Si usted fuera un interlocutor ideal hubiera dicho «ajá», en vez de interrumpirme. Y ya se me olvidó lo que quería decir. Y estoy seguro de que era importante. Y sé que ya no voy a recordarlo nunca.
+—Estaba diciendo «además».
+Y de nuevo esa risa glotal, glotoral: algo entre gutural y crótalo, y que salga de la glotis. Escobar no contestó.
+—Entonces hagamos el amor —sugirió Henna, y avanzó un paso. Escobar cerró los ojos.
+—No. La copulación conduce a la reproducción —ah, y eso es lo que iba a decir del cine. El cine nos engaña, haciéndonos creer en un movimiento que no existe. Son fotografías fijas, usted sabe. Crean la ilusión del movimiento debido al fenómeno óptico de la persistencia de las imágenes en la retina. La reproducción de la especie utiliza el mismo truco: termina en una copia: la nariz del papá, los ojos de la mamá. Esa repetición es una parodia de movimiento, y en consecuencia debe ser evitada.
+—Bobo. Yo tomo píldoras.
+—Peor. Cuando la copulación se hace fin en sí misma, sin ninguna proyección teleológica, es doblemente condenable.
+—Ignacio, es que usted sólo sabe charlar.
+—Charlar. Dígame que discurro sin cesar sobre lo óntico. El lenguaje es la morada del Ser, dice Heidegger.
+—Entonces me voy a poner a escribir unas cartas a mi familia en Cali.
+—Eso. Vaya y se pone a escribir unas cartas a su familia en Cali.
+—¿Y usted qué va a hacer mientras tanto?
+—No sé.
+&mmdash;¿Se va a dormir?
+—Voy a rezar.
+—¿Usted cree en Dios?
+—¡Henna, por favor!
+—¿No le importa que le coja unos sobres de avión?
+—Todo lo mío es suyo, Henna.
+Durante un rato no se oyó más que el rumor de la lluvia, el rasguñar de Henna escribiendo en el papel, el crujir de las páginas. Y cuando acabara con todos los sobres —porque a ese paso iba a acabar con los sobres— la tendría una vez más ahí, delante. A veces la tenía detrás, y la oía. A veces delante, y la veía. A veces en torno a él, y la olía. Aquello no podía seguir.
+—Henna.
+—¿Mmm?
+—Creo que debemos separarnos unos días.
+Alcanzada en medio de un renglón, como una perdiz en pleno vuelo: «Queridos todos: ¿Cómo están? Yo muy bien y muy contenta. Ando ennoviadísima con un…» —y en su ojo redondo, el espanto dolido y palpitante de la perdiz herida en tierra.
+—O a lo mejor unas semanas.
+Henna se arrojó sobre él, arrolladora, sacudida por potentes sollozos, coleante, resollante, como un gran pez que agoniza encallado en la playa. «Me roba mis sobres de avión», se repetía entre dientes Escobar para que su decisión no le flaqueara, «mujer sin escrúpulos, sin frenos morales». Bajo el llanto de Henna la cama traqueaba, Henna hacía ruidos con los dientes, crujidos de dientes que frotan otros dientes, resoplaba, sorbía, preguntaba «por qué» entre hipos y sollozos, «yo qué hice, Ignacio».
+—Henna, no sé, le juro, cálmese.
+—¿Pero no éramos felices?
+—No. Sí. No sé. —El llanto le rodaba por las mejillas brillantes, calientes, hinchadas. Cuánta agua cabe en un cuerpo, es increíble.
+—Es como si me diera miedo, Henna. ¿Ve?
+—Pero miedo ¿por qué? ¿Le da miedo ser feliz?
+—No es eso. Sí, me da miedo. No sé. Ha sido todo tan rápido.
+—¿Pero por qué?
+—No sé. Le juro que no sé. Es que quiero estar solo. Unos días. Quiero pensar.
+—¿Entonces por qué dice que unas semanas?
+—Unos días o unas semanas. Cuando digo «unos días» quiero decir «varios días». Más de tres. Una semana, o dos.
+—Entonces no son unos días sino unas semanas.
+—O unos días, no sé.
+Murmullos de animal acuático, de mamífero anfibio, sorber de mocos, hipos, regurgitar de salivas, ingurgitar de salivas recogidas con ruido de succión, pasar de salivas por la garganta con un fragor de rápidos, de rompientes. Sobre el pecho de Escobar, Henna pesaba como un río.
+—Henna.
+Los ojos brillantes de llanto, de esperanza, la boca recogida en un puchero:
+—Qué.
+—Si se corre un poquito para allá, quedamos mucho mejor.
+Un instante de incomprensión, de quietud, de silencio. Si supiera lo horrible que se vuelve cuando llora no lloraría jamás. Y el desgajarse súbito del bramido —un buuuuu-ij -uj-iij-uj-uj-ujuuuúúú insostenible, de sirena de barco.
+—Henna, por favor.
+Los hombros sacudidos por espasmos de llanto, la sólida columna vertebral sacudida por espasmos de llanto.
+—Henna. Me está aplastando.
+Las vastas nalgas sacudidas por espasmos de llanto.
+—Henna.
+Y los muslos de yegua, y las macizas pantorrillas entre los pantalones apretados, y los pies sin zapatos sacudidos por espasmos de llanto.
+—¡Hen-na!
+—Qué. —Un «qué» húmedo, burbujeante.
+—Que se corra un poquito.
+—Por qué.
+Un «por qué» apucherado, repugnante. Escobar sacó de un golpe las piernas de la cama.
+—¡¿A dónde va?! —berreó Henna, como si le arrancaran las entrañas. «¡Que se muera!», pensó Escobar mientras se encerraba con llave en el baño.
+—Esto es grotesco —dijo en voz alta, sentado en la taza del excusado, con las sienes todavía palpitantes de furor. Pero uno no puede salir desnudo a la calle dando alaridos de rabia para que vengan los bomberos a llevársela. Uno no puede quedarse desnudo sentado en el excusado, como un imbécil. Uno no puede tolerar que le metan por las narices esos llantos. Se levantó resueltamente. Se detuvo con la mano en la manija de la puerta. Se miró en el espejo. «Mierda», masculló. ¡¡¡Mierda mierda mierda mierda mierda mierda!!! Escribió MIERDA en el espejo, con la punta del tubo de pasta de dientes. Se le escapó de la mano, rodó por el suelo, lo pisó, el tubo vomitó una larga serpiente blanca. «Mierda», dijo, ahogado de la rabia, mientras trataba de recoger la pasta con los dedos, sintiendo el odio correr hirviente por sus venas, denso, como veneno. Lo oía bombear tras el globo de los ojos en chorros convulsivos, breves. Se echó agua en la cara, en los párpados ardorosos. Volvió a su sitio en el excusado.
+—No hay derecho.
+Empezó a tiritar.
+—Además me voy a morir de frío. Dios mío, por qué no la cogí a patadas en la cara cuando empezó a llorar.
+Tiritaba cada vez más violentamente, con una fuerza salvaje que hacía craquear bajo sus nalgas la tapa del excusado. Oyó castañetear sus propios dientes. Vio su aliento salir convertido en vaho, como una presencia ajena. Abrió el chorro del agua de la tina y la miró salir a borbotones, humeante, tiritando. Un calambre en los dedos de los pies lo distrajo un momento, mientras imaginaba a Henna despedazada viva, a hachazos: de sus miembros cercenados brotaban surtidores de sangre gruesa y negra.
+Se metió poco a poco en el agua humeante. Miró a través del agua su cuerpo verdecido, como desollado, roto por las dos islas rosadas y gemelas de las rodillas. Cerró los ojos.
+Hundir el brazo hasta el codo en la caverna de su sexo aborrecido, descuajar de un tirón las visceras azules, arrancar la matriz con todos sus tentáculos de carne, con todas sus raíces y todos sus apéndices, sus cuellos vivos que vomitan sangre, sus bolsas membranosas, sus ovarios, sus trompas de Falopio, sus cuernos movedizos, retráctiles, viscosos, erizados de ventosas redondas que se despegan de los dedos con un ruido de besos, desgarrar sus tejidos resbalosos, clavar las uñas en la mucosa púrpura, sentir que se desgranan los collares de óvulos traslúcidos como huevos de rana, que se enroscan las lenguas, los goteantes canales desgajados, las mangueras de piel morada y áspera, relucientes, tapizadas de nácar, presionar con las yemas de los dedos para hacer estallar las pequeñas vejigas hechas de gelatina, el ciego caracol del clítoris, los ramilletes vibrátiles de nervios, las excrecencias rosas, escurridizas, las múltiples cabezas tumefactas, los nudosos muñones escarlatas, lustrosos, lubricados por jugos pegajosos y tibios que escurren por la muñeca y por el antebrazo que gotean desde el codo: dejar que se retuerzan en el puño como una masa viva de serpientes. Y de un seco tirón voltear el sangriento despojo como un guante, como se mata un pulpo.
+Lo más grave de todo, pensó, era que no tenía ni un cigarrillo. Prestó oído. Del cuarto llegaban todavía de cuando en cuando gemidos y sollozos: pero nadie puede llorar sin descansar durante tanto tiempo. Un año de mi vida por tener la certeza de que está haciendo sus maletas. Si Henna supiera cómo es de repulsivo el sufrimiento ajeno. Además, sufrir de amor no tiene ningún mérito. El agua iba perdiendo su calor. El nudo de odio que le bloqueaba la garganta se había ido diluyendo en un aburrimiento rencoroso.
+Quitó el tapón para que el agua se vaciara. Poco a poco emergieron los arcos de sus corvas, su miembro abandonó la verticalidad engañosa que había asumido bajo el agua y se fue desmayando sobre los vellos del pubis, como un pez muerto sobre un lecho de algas. El desaguadero empezó a hacer espasmódicos ruidos de succión, eructos, hipos, gloteos. Henna va a pensar que estoy llorando por ella, va a venir a envolverme en su aura de tibieza, en su enternecimiento asqueroso. Desnudo en la tina vacía volvió a sentir el frío. Se arrebujó en la toalla con el odio nuevamente en creciente, pero no se atrevió a salir del baño.
+—Mierda mierda mierda mierda mierda —murmuraba rítmicamente, mientras daba acompasados saltitos para no congelarse. No le llegaba ningún ruido del cuarto. Ojalá se haya muerto. Hizo girar la llave de la puerta.
+—¿Ignacio?
+Cerró otra vez y volvió a sus saltitos, enfurecido. Mierda, mierda, mierda. Mierda, mierda, mierda. Tres veces en un pie, tres en el otro. Al rato cambió el ritmo: mier-dá, mier-dá, mier-dá, y a cada sílaba correspondía ahora el salto de un pie al otro. Sudaba. Vio de refilón su imagen reflejada en el espejo, dando brinquitos ridículos, y lo invadió el rubor. «Mierda», dijo en voz alta. En el espejo, con las letras ya secas de la pasta de dientes, estaba escrito MIERDA. Pero la palabra escrita no tenía nada que ver con lo que estaba pensando.
+—Mierda —articuló despacio, a media voz.
+—MIERDA —respondió el espejo.
+Tal vez era solamente un problema tipográfico, de mayúsculas de imprenta. Escribió mierda en cursivas minúsculas. Y pronunció de nuevo, articulando bien, con deliberación científica:
+—Mierda.
+—MIERDA
+ mierda
+—dijo el espejo.
+—No es lo mismo. Qué falta de rigor la del lenguaje.
+En las dos inscripciones superpuestas había algo de funerario, y al mismo tiempo algo de heráldico. Como si indicaran que por estar escrita la realidad estaba muerta, y simultáneamente, al escribirla, quisieran perpetuarla en el respeto de los hombres. A través de las inscripciones blancas se reflejaba en el espejo el rostro de Escobar. Con la uña untada de dentífrico escribió trabajosamente en la piel de su frente: ESCOBAR.
+—Pero es evidente que no soy yo, sino otro que no soy yo: . Alguien ajeno, hermético, cuyos signos no entiendo, con quien no tengo nada qué decirme. Es curioso vernos como nos ven los demás. Los que están del lado convexo de la máscara.
+Se miró atentamente: la barba de ocho días, la inscripción en la frente, falsamente cirílica. ¿Esa era la cara de Escobar? ¿Así la veía Henna, por ejemplo? ¿Así la veía Fina? ¿Así la había entrevisto Edén Morán Marín en su agonía? El recuerdo de Edén Morán Marín le produjo un calambre en el vientre, un zumbido en los oídos. No podía haberlo matado. Matado. Eso no quería decir nada, matado. Muerto. Tampoco. La palabra muerto no se refería al cuerpo desgonzado de Edén Morán Marín con la frente aplastada, entre el hedor a orines. Borró la imagen sintiendo cierta náusea, cierto desasosiego. Se concentró en sí mismo: el pelo que va cayendo, sí; pero no hay nada qué hacer. La barba crecida le daba cierto aspecto de fraile dominico. Mostró los dientes al espejo, como de niño los mostraba a su madre para probarle que sí se los había lavado bien. Miró su mueca congelada, con los dientes desnudos, como la risa momificada de un fraile dominico. Una máscara. Y la veía fragmentada por las dos blancas inscripciones.
+MIERDA
+MIERDA
+, como separada de él por los arabescos de una reja. Altamente simbólico, lo de la reja. Del mismo modo, estas dos inscripciones del espejo son el símbolo de mi rabia contra Henna, que por razones de entorno cultural se expresa en la interjección «mierda» en vez de expresarse, por ejemplo, en la interjección «zapateta».
+Escribió en el espejo:
+ZAPATETA
+—En realidad no significa nada, zapateta.
+Por lo demás, tampoco «mierda» significaba mierda; pero existe una mierda real. Aunque hay también, sin duda, alguna zapateta olvidada en el limbo de las ideas platónicas, sepultada bajo las telarañas, tal vez desnarigada, revuelta con los torsos mutilados de otros conceptos descontinuados, obsoletos: triceratops y paquebote, pelagianismo, virginidad, Lituania, mónadas, miriñaque. Se dejó ganar por la tristeza.
+—Cuando yo también muera aquí de hambre y de frío, sitiado por el llanto de Henna, ahí seguirá el espejo, impertérrito, reflejando pared, vacante. Gritando con muda obstinación MIERDA, mierda, ZAPATETA. Clamando en el vacío su clamor enigmático: dos mierdas y un zapateta.
+Aunque ya empieza aquí la trampa: no son iguales las dos mierdas: la una es mierda, la otra es MIERDA. Y aunque fueran iguales tipográficamente, ya habría trampa si dijéramos «dos». Tendríamos que decir, puesto que son distintas, una y una; o mejor: una y otra una, para diferenciarlas. Un uno y otro uno no son dos, como enseña el falaz espejismo matemático. El primer uno es distinto del segundo, es evidente, si para señalarlos hay que usar dos signos, o un mismo signo repetido. El acto de sumar está basado en la violencia. O bien hay redundancia en los dos signos, y entonces no es posible sumarlos —no se puede añadir una manzana a sí misma— o bien son diferentes, señalan cosas diversas —y no se pueden sumar manzanas con naranjas. Toda la serie de los números llamados naturales está mal.
+Y no sólo los números: todos los códigos. Todas las intentonas por recrear las cosas. El más medido verso —«esquilas dulces de sonora pluma»— la fórmula más férrea —E=mc2—, se deshacen por falta de rigor: no se pueden igualar las diferencias, no se puede nunca llamar equis a algo que no es equis, ni decir que esa equis es la incógnita buscada. Qué soberbia babélica se encierra en la palabra «incógnita»: como si fuera a ser cognoscible lo que es incógnito, mediante un malabarismo matemático o una prestidigitación semántica. Incógnito es lo incognoscible. Todo lo cognoscible está ya conocido. San Agustín afirma: las verdades se encuentran en el corazón del hombre: el sabio no hace más que descubrirlas, iluminado, eso sí, por la presencia del Dios vivo. Y Rimbaud: el poeta es apenas un camino para la voz de lo eterno. Y Parménides: es la Diosa quien habla. Y Lacan: el sujeto es hablado. Todo conocimiento está podrido desde su raíz, porque sólo conocemos los términos de nuestro conocimiento, y no las cosas que esos términos designan. ¿Qué importa entonces que Aristóteles diga, luciferino, que A es A, si no es más que A, y además ya lo sabíamos?
+—Hay un exceso de esdrújulas en todo esto —reflexionó Escobar, sintiendo que estaba a punto de perderse. Le hacía falta, probablemente, un tercer hemisferio cerebral —¿pero puede haber tres hemisferios?—, del mismo modo que cuando necesitaba hacer un nudo le hacían falta por lo menos dos pulgares en la mano derecha. Y a todo esto, las inscripciones del espejo seguían guardando todo su misterio. Creyó distinguir algo en el fondo de sus ojos, en el espejo. Se acercó más. En el reflejo de sus pupilas vio dos diminutos reflejos de su cara. Se apartó con horror.
+—¡Basta! —exclamó con voz ronca.
+—M I E R D A
+ mierda
+Z A P A T E T A
+—replicó el espejo.
+—¡Anatema! —rugió Escobar.
+—M I E R D A
+ mierda
+Z A P A T E T A
+—dijo el espejo. Y además, reflejaba los ojos llenos de sangre de Escobar, y en el fondo de sus ojos, otros dos Escobares diminutos, con los ojos rojos.
+Entre los maquillajes y las cremas faciales de Henna (¿y donde estaban los de Fina? Los encontró en el fondo de un cajón, arrinconados por la intrusa, y se tranquilizó), entre los frascos y potingues de Henna halló una pasta dura y negra, y un pincel de calígrafo. Arrancó un metro de papel del rollo del excusado. Mojó el pincel en saliva, lo embadurnó de tinta, lo mantuvo vertical en el aire.
+—Sería tan fácil decir esto si supiera lo que quiero decir.
+Bajó el pincel con gesto grave. En el papel se formó una mancha negra del tamaño de una uña.
+—Mierda.
+Le sacó punta al pincel con la lengua, encontrándole un sabor amargo. Escribió: El Esp- la tintura negra se expandió por el papel incontrolable, como llanto de Henna.
+Con el pincel más seco la tinta no marcaba bien: el pincel se despeinaba en las asperidades del papel. Y pensar que en el paquete lo llaman «satinado», cuando sin duda produce llagas en el ano, úlceras incurables en el recto. Mojó con saliva el mango afilado del pincel y lo llenó de negro: El Espej- el papel se rasgó.
+—La lucha del creador contra la hoja en blanco.
+Empapó en agua su metro de papel y borró del espejo las inscripciones hechas con la pasta de dientes, y con un nuevo metro vuelto una pelota secó bien el cristal. «Espejo del Espejo», escribió en el espejo. En la pulida superficie el pincel se deslizaba sin dificultad, produciendo maravillosos efectos caligráficos.
+No guarda el agua inmóvil del espejo
+memoria de la forma: el movimiento
+pasa y vuelve a pasar en el recuerdo
+quieto de una quietud que fue reflejo.
+Pero no guarda el agua del espejo
+de la quietud la forma: sólo el lento
+remolino de sombras de lo quieto
+que antes de la quietud dejó reflejo.
+Porque hay espejo y del espejo forma.
+Pero ni el uno ni la otra informa
+de lo que fue la forma: entelequía.
+Hay el pasar: la sombra del olvido.
+El recuerdo es reflejo ya perdido,
+forma de su pasar: melancolía.
+Eso no tenía nada qué ver con lo que había estado pensando. El lenguaje hace siempre lo que le da la gana. Mientras más riguroso, más traidor. Borró todo el soneto.
+Escupió en el espejo —y vio con sorpresa que su saliva era oscura como tinta. Abrió la boca ante el espejo. Tenía la lengua negra.
+Henna dormía en la cama, vestida, chupándose el dedo pulgar, como un monstruoso bebé. Con las babas y las lágrimas se le había escurrido la pintura de los ojos a las mejillas, a la boca, a la almohada. Ni siquiera había hecho sus maletas. Escobar la sacudió por los hombros. Ella se dejó ir blandamente, iniciando un ronquido. Escobar se sintió tremendamente débil, se dejó caer boca abajo en las sábanas, se fue tapando poco a poco, exhalando gemidos, sintiendo que lo ahogaban las ganas de llorar.
+—No más. No más. No más.
+Apagó la luz.
+Lo despertó con un atroz peso de angustia el repiquetear taladrante del teléfono. Lejana, la voz entristecida de su madre.
+—Mijo.
+—Mamá…
+&mmdash;No viniste a la misa de aniversario por tu hermano.
+—No pude.
+—No quisiste.
+—No pude, mamá. De veras.
+—¿Por qué no vienes hoy? Estoy muy sola, mijo.
+—Mamá…
+—Ven a almorzar, Ignacio. No viene nadie. Sólo monseñor, y Ricardito.
+—¿Y Ernestico Espinosa?
+—Y Ernestico, claro.
+—De veras, mamá, no puedo. Estoy con una niña.
+—¿Tu novia Fina? Tráela. Me encantará conocerla.
+Su sangre se detuvo. Unas fosforescencias súbitas le bailaron delante de los ojos.
+—¡Mamá! ¡¿Tú de qué conoces a Fina?!
+—No la conozco. Por eso te digo que me encantaría conocerla.
+—¿Entonces por qué sabes que Fina existe?
+—Ay, mijo, tú me lo has dicho cien veces. Además hablé con ella el otro día.
+—¿Que qué? —No podía creerlo. ¿Fina llamando a su mamá? ¿A qué? ¿Por qué? ¿De dónde? ¿Dónde andaba? Sabía que volvería. Ya era hora. ¿Y por qué no había vuelto?
+—¿Que tú hablaste con Fina?
+—¿Qué tiene de malo? Tú no me llamas nunca. Hablamos de ti, por si te interesa saber.
+—¿Qué te dijo?
+—Ignacio, ¿por qué no te casas con ella de una vez? Es caleña, yo sé. Pero por teléfono me pareció muy querida.
+—¿Fina te llamó para decirte que me dijeras que me casara con ella? No te creo.
+—No me llamó, mijo. Es que no te fijas. Te llamé yo a ti, como te llamo siempre, y contestó esta niña, muy querida. Tu nunca estás cuando te llamo, mijo —se quejó doña Leonor. Escobar puso los ojos en blanco. Ante el silencio, su madre prosiguió:
+—No entiendo por qué no me la habías querido presentar. Sobre todo si están pensando en tener un hijo.
+—¿Fina te dijo que estábamos pensando en tener un hijo? —gritó Escobar—. ¿Que yo estaba pensando en tener un hijo? —No lo creía posible. Fina no era así.
+—Me dijo que ella quería tener un hijo. No te pongas así, Ignacio. Es lo natural: si ella lo quiere, tú también lo quieres, mijo. Así tuvimos tu papá y yo a Focioncito. Y a ti también, claro.
+A Escobar le daba vueltas la cabeza.
+—Mijo: me gustaría tanto tener por fin un nieto…
+—Conmigo no cuentes, mamá —dijo Escobar, súbitamente enfurecido—. Ten otro hijo tú, si quieres.
+—No no no, mijo… —rio su madre—. Yo ya no estoy para esos trotes.
+—Pues yo tampoco. Además, aunque quisiera, no podría. Hace ya más de un mes que no vivo con Fina.
+—Ignacio, ¿por qué me dices mentiras? ¿No me acabas de decir que no podías venir a la misa por Focioncito porque estabas con ella?
+Un deslumbramiento asesino floreció en el cerebro de Escobar. Respiró hondo.
+—Mamá: ¿cuándo hablaste tú con Fina?
+—Ya ni me acuerdo, mijo. Ayer, o antier.
+—Ah, bueno. Magnífico. Perdóname, mamá, tengo que colgar.
+Colgó.
+—¡Henna!
+Henna brotó del baño, brincoteante. Tenía la cara untada de cremas amarillas, la cabeza erizada de rulos para el pelo. Sonreía, feliz.
+—¿Usted habló con mamá hace dos días?
+Sentía que estaba pálido. Le temblaban las manos y la voz.
+—Sí. ¿Por qué?
+—Acabo de hablar yo con ella.
+—¿Por qué no me la pasó? Me hubiera gustado saludarla.
+—¡Henna!
+Sintió una especie de desvanecimiento, una explosión blanca en la base de su bulbo raquídeo. Por un instante el mundo le dio vueltas, silbando en sus oídos. Pero tuvo de pronto una idea maravillosa. Se contuvo, dijo con lenta deliberación:
+—Tengo que ir a ver a mi mamá.
+—¡Ay, chévere! ¿Qué me pongo?
+—¡¡HENNA!!
+—Ignacio, no me grite. Si algo no le permito yo a nadie es que me grite.
+—Henna. Tengo que ir YO a donde mi mamá, USTED no. Usted, además, se tiene que ir de esta casa. Mi mamá está absolutamente enfurecida conmigo porque descubrió que estoy viviendo en concubinato con una mujer. Además, está convencida de que usted es Fina.
+—¿Sí? Le pasa a mucha gente. Es que el nombre se parece. Henna. Fina. Pero yo no me parezco en nada a Fina.
+—¡Claro que no se parece! —no sabía cómo lograba contener su furia. Tenía blancos los nudillos, las uñas clavadas en las palmas. Ahora no sólo le temblaban las manos sino también los brazos y los hombros, y sentía una tensión tremenda en los músculos del cuello y las quijadas, y en los globos de los ojos.
+—Yo no. Pero el nombre sí: Fina, Henna.
+—¡El nombre tampoco se parece!
+—No se ponga así, Ignacio: no estoy celosa, si eso es lo que le preocupa —Y volvió a entrar al baño, taconeando.
+—¡¡HENNA!! —rugió Escobar. Ella volvió a medias el rostro pintado de amarillo, hizo un mohín petulante, se encogió de hombros.
+—Henna —repitió, con voz ronca.
+—Ah, bueno. Como gritaba, pensé que estaba llamando a Fina.
+Sacrílega, inmunda. Pero calma. Calma. Dijo, sin timbre:
+—Fina y Henna no se parecen en nada.
+—Pues para que sepa que sí. Ayer llamó un tal Federico a preguntar por Fina. Y yo le dije «Henna», y creyó que era «Fina». Por teléfono son idénticos.
+—¿Llamó Federico? ¿Cuándo? ¿Por qué no me dijo? ¿Por qué no me lo pasó?
+—Porque usted estaba dormido. Como se la pasa durmiendo… ¿Por qué no me pasó usted ahorita a su mamá, para esa gracia?
+La sangre, que le hervía otra vez, bajó de punto.
+—Justamente por eso. Porque mamá llamó enfurecida de que yo esté viviendo en concubinato con una mujer. Y encima con una caleña. Me quiere desheredar. Tengo que ir a verla inmediatamente.
+—Entonces yo lo espero aquí —se resignó Henna. Con un algodón húmedo, estirando la boca, sin dejar de mirarse en el espejo, se iba quitando poco a poco tiras de piel amarilla, agrietada, endurecida.
+—¡No! Usted no me espera aquí. ¿Es que no entiende? El problema es precisamente que usted esté viviendo aquí. Tiene que irse ya. Dentro de un rato va a pasar el chofer de mamá en el carro a recogerme.
+—¡Ah, chévere! ¿Sabe qué? Así me dejan de pasada en la peluquería.
+—¡No, Henna, no! ¡Usted se tiene que ir ya, antes de que llegue el chofer! ¡Tiene que hacer maletas! ¿Entiende?
+—No sea ridículo, Ignacio. ¿Le tiene miedo al chofer de su mamá?
+Empezó a pintarse los ojos con un pincel diminuto. Escobar dejó escapar del pecho un sonido sollozante. Henna se volvió para mirarlo, con los ojos a medio pintar.
+—De verdad, Ignacio, ¿sabe? Nunca pensé que usted fuera tan cobarde.
+—Cobarde… Henna, no sea ridícula.
+—¿Entonces por qué no se atreve a decirle a su mamá que nos vamos a casar?
+—¿Que nos vamos a casar? —le salió un gemido áspero, entrecortado, una risa de amargura—. ¿A casar? No. No.
+—¿No me dice que si vive conmigo sin casarse su mamá lo deshereda?
+No era eso. No estaban saliendo bien las cosas. Se echó a llorar, sin lágrimas. Era como una tos muy honda. Pero Henna, entonces, pareció entender. Se acercó a él, le dio un beso en la mejilla.
+—Tranquilo, Ignacio. Si el problema es ese, yo me voy. No se preocupe —se hacía cargo de los dos, de la vida: era una mujer fuerte—. Después, cuando usted haya podido arreglar las cosas con su mamá, volvemos a juntarnos.
+—Eso, sí. Eso es lo mejor. Volvemos a juntarnos después. Ahora hay que hacer sus maletas. Yo le ayudo.
+—¿Para qué? Me llevo un par de cosas, no más. Vi que usted tenía un maletincito de cuero lo más cuco. ¿Me lo presta?
+—Henna, Henna, por favor, entienda: tiene que llevarse de aquí TODAS sus cosas. Aquí no puede quedar huella de usted. Cuando mamá venga a verificar, no debe haber aquí ni siquiera su olor.
+Henna pareció entender por fin. Se levantó irritada, se soltó los marrones del pelo.
+—Bueno, tranquilo, perfecto, O. K. ¿Y a dónde me voy yo mientras espero?
+—No sé. No había pensado en éso —Sinceramente, no había pensado en eso. Al infierno—. ¿Por qué no se va a Cali?
+—¿A Cali? —Henna sonaba incrédula.
+—Yo me voy a vivir a casa de mamá. Yo la llamo.
+—¡Ja! ¿Y a dónde me va a llamar?
+—Bueno, sí. Llámeme usted.
+Estaba perdiendo terreno. Le dio un número de teléfono falso.
+Escobar bajó las escaleras cargado de maletas como un mulo. Las dos con que había llegado Henna hacía un mes, o una vida, se habían convertido en cuatro, más el maletincito de cuero. Tropezaba, morado del esfuerzo, jadeante de rabia. En un rellano se cruzaron con la señora Niño, la vecina de arriba. Lo miró con ojos de loca.
+—¡Esta no es su señora! —afirmó.
+—No, es… una amiga —dijo Escobar. La señora Niño que subía las escaleras envuelta en una bata de volantes, no lo dejó seguir:
+—¡Comunista! —gritó—. ¡Cobarde! —y le escupió a Henna en la cara—: ¡Prostituta!
+Pues sí, era cierto: al fin y al cabo su señora era Fina. Henna quedó petrificada de sorpresa, y Escobar siguió bajando cargado de maletas.
+—¿Por qué no me defendió? —gritó Henna.
+—Ay, Henna, por favor…
+Esperaron un taxi, ambos de mal humor. Les cayó de repente en la cabeza un diluvio de aguas.
+—¡Comunista! ¡Canalla! ¡Prostituta!
+Asomada a su ventana, con un balde vacío entre las manos, la señora Niño los miraba con odio. Les arrojó el balde vació, que golpeó el pavimento con estrépito. Huyeron calle abajo. Escobar corría cargando las maletas, sintiendo los pulmones a punto de estallar, las venas rotas, los brazos descoyuntados, las palmas de las manos recalentadas y a lo mejor llenas de ampollas ya. Paró un taxi. Todavía tuvo que darle a Henna un beso por la ventanilla abierta.
+Cuando regresaba, exhausto, pero libre por fin, vio a la señora Niño en su ventana. Lo esperaba con un balde en las manos. Vaciló. Un balde de agua sucia. De agua hirviendo. Tal vez de aceite hirviendo. Tenía hambre. No tenía mucha plata, decidió ir a casa de su madre.
+LOS PERROS ATRAVESARON EL jardín al galope, se le echaron encima a lamerle la cara, apoyándole sus enormes patas en el pecho, batiendo locamente las colas.
+—¡Proserpina! ¡Judas!
+En las gargantas se les atravesaban gemidos de dicha ahogada al verlo, cortos, altos ladridos de reconocimiento. Les rascó con los dedos las cabezotas ásperas, les palmeó el costillar sonoro. El jardín era verde, entre el follaje de los árboles se filtraban anchas cintas de sol, charcos de luz en el prado cortado, en los macizos de flores. Parrita, que lavaba con manguera el largo carro negro de doña Leonor a la entrada empedrada del garaje, vino en un trote:
+—¡Don Ignacito, qué milagro!
+Le abrió la puerta Evelia, desdentada y enorme, en su delantal blanco crujiente de almidones.
+—¡Don Ignacito, qué milagro!
+En el vestíbulo reinaba un olor denso a maderas encerradas, perfumadas. El olor de su infancia.
+Atravesó salones, precedido por una Evelia excitadísima que intentaba trotar. El brillo suave de los entablados, los altos cuadros ennegrecidos con sus marcos dorados, los muebles tapizados con escenas desvaídas de caza, las alfombras mullidas, las pesadas cortinas, los espejos oscuros que repetían borrosamente su silueta en la penumbra. En el ancho y hondo salón del fondo el sol entraba a chorros por los ventanales, dibujando cuadrículas de sombra en el piso, en los profundos sillones de cuero oscurecido por los años, en las mesitas negras cargadas de porcelanas de perros y caballos de bronce encabritados. Al otro lado de la luz, al fondo, la chimenea encendida rugía como una fragua. Las paredes tapizadas de libros empastados en piel que nadie leería nunca, de retratos de gente que todo el mundo había olvidado, amarillentos en el brillo apagado de los marcos de plata. Su abuelo de uniforme, su padre con el meñique rígido, su hermano Focioncito con los rizos dorados de la primera comunión, viejas tías que eran jóvenes de lazo en el cabello, tíos abuelos de levita y cuello de pajarita, con blancas pecheras duras, con negros ojos de sombra. Junto a la chimenea, su madre envuelta en chales negros, hundida en su sillón, con el alto mechón de pelo casi blanco coronando su rostro como el copete de una cacatúa. Le dio un beso en la mejilla, aspirando el antiguo perfume de lavanda, de manzanas.
+—¡Mijo!
+—Mamá.
+Ernestico Espinosa, vaso en mano, le daba fuertes palmadas en la espalda.
+—Ala, Ignacio, qué gusto verte por acá.
+Monseñor Boterito Jaramillo le tendía para un beso su anillo de prelado en su mano regordeta, sonriendo complacido. Escobar la tocó apenas con los dedos, recordando que tenía cáncer en la lengua. Un viejecito ligeramente bamboleante le tendió su mano huesuda.
+—¿Ricardito?
+—Es que… es que me puse lentes de con-contacto —explicó Ricardito con una risita. Se llevó un vaso a los labios ávidos. Le temblaban las manos.
+—Ricardito se ha vuelto de una coquetería repugnante, ya de viejo —dijo doña Leonor, y Ricardito dejó escapar grandes risas nerviosas. Ernestico Espinosa llamó de lejos, perfumado, ondulado, con parches de gamuza en las coderas del saco:
+—Ala, Ignacio, ¿qué te tomas?
+Escobar miró a su madre con reproche. ¿Con qué derecho ese cardiólogo impertinente distribuía su trago? Doña Leonor alzó los ojos al cielo.
+—To-tómate un whi-whisky —tartamudeó Ricardito. En su vaso, el temblor de su larga mano pálida hacía tintinear el hielo.
+—Este oporto está de veras exquisito —sugirió monseñor Boterito Jaramillo con voz enronquecida. Era visible que tenía muy avanzado el cáncer de la lengua.
+—Un whisky —dijo Escobar.
+—A estas horas no hay mejor trago que un bloody mary —afirmó Ernestico Espinosa con sapiencia de cardiólogo—. Te lo aconsejo como amigo. No como médico.
+Hablaba como si estuviera en su casa.
+—Un whisky —repitió Escobar.
+—Yo-yo me voy a to-tomar otrico, cómo te parece —declaro Ricardito apurando su vaso.
+—¿Por qué no trajiste a tu novia? —preguntó doña Leonor—. Te dije que me hubiera encantado conocerla. Pero claro, tú, mijo…
+Escobar la fulminó con la mirada.
+—Ajajá —roncó monseñor Boterito Jaramillo en tono de benigna complicidad—. Conque tenemos novia…
+—Una caleña —informó doña Leonor—. Muy querida, eso sí. Se llama Fina.
+—Mama, por favor —Estaba ya arrepentido de haber venido. Ni tengo novia, ni la caleña con que tú hablaste se llama Fina. Fina es caleña, sí, pero es otra.
+—Caleña es caleña —terció Ernestico Espinosa haciendo un guiño procaz—. Te lo digo como médico, ala. No como amigo.
+Ricardito rio con su risa nerviosa y cascada, y monseñor Boterito Jaramillo sonrió, y bebió un sorbito de su copa de oporto.
+—No viniste a la misa por tu hermano, mijo.
+—No pude, mamá. De veras. No podía.
+&mdamdash;Nunca puedes, mijo. Allá tú: te perdiste de una misa lindísima. Monseñor Boterito estuvo inspiradísimo.
+—No diga eso, Leonor. Eso es sacrílego —carraspeó monseñor Boterito Jaramillo—. La Santa Misa es la palabra divina, no me la inventé yo. Qué más quisiera.
+—No estoy hablando de la misa —aclaró doña Leonor— sino del sermón. La Misa es siempre igual. Me la sé de memoria.
+—¡Leonor! —reprochó monseñor Boterito Jaramillo con voz cavernosa. Parecía que se le fuera a rasgar la garganta de un momento a otro. Escobar se esforzaba por no carraspear involuntariamente, como si el canceroso fuera él.
+—En latín, claro —siguió doña Leonor. Y le explicó a Escobar—. Tú sabes que monseñor Boterito me consiguió una dispensa especial del Papa para oír misa en latín. En español me suena de una ordinariez…
+—¡Leonorcita! —rio monseñor Boterito Jaramillo, con una risa pedregosa, angustiosa. Ernestico Espinosa intervino:
+—Eso de la misa en lengua vernacular es una pendejada, monseñor, reconózcalo. La misa la debían decir en inglés, que es lo que habla todo el mundo.
+—Yo no hablo inglés —dijo Escobar, glacial.
+—Pero es que tú tampoco vas a misa, viejito —rio Ernestico Espinosa, ruidosamente. Reía con dientes blancos, perfectos, de dentista.
+—Inspiradísimo, Ricardo con su necrología —afirmó monseñor Boterito Jaramillo.
+—Ni-ninguna ne-necrología —corrigió Ricardito—. Era una ne-nenia.
+—¿Una qué?
+—Ne-ne-ne-nenia. Una nenia. Una pendejada —aclaró Ricardito con una sonrisa entristecida, en un murmullo.
+—¿Por qué no almorzamos? —sugirió Escobar.
+—Hay gnocchis con salsa Mornay —informó monseñor Boterito Jaramillo, y miró en círculo con ojos pícaros—. Yo ya averigüé.
+Doña Leonor ocupó la cabecera, entre Monseñor y Ricardito Patiño. El cardiólogo le sostuvo la silla. Monseñor bendijo la larga mesa fantasmal, amortajada en su mantel de lino, donde hubieran cabido veinticuatro personas. En su centro, un titán labrado en plata sostenía en sus espaldas un enorme frutero cargado de racimos de bacantes desnudas, como un burdel flotante. En la punta habitada de la mesa relucían los cristales, los cubiertos de plata, las altas copas talladas de sorbete de guanábana. Una sirvienta nueva, una rolliza y colorada y joven que Escobar no conocía, servía la mesa, deslizándose en silencio entre los muebles de caoba ennegrecida por el tiempo.
+—Primero a Monseñor —le advirtió con severidad doña Leonor cuando le ofreció la fuente humeante de gnocchis, y la joven sirvienta se ruborizó de un golpe—. No aprenden. Ya no quedan sirvientas.
+—¡Qué gnocchis! ¡Qué gnocchis! —crepitó monseñor— ¡Se deshacen en la lengua! —y todos miraron hacia otro lado, pensando en su lengua devorada inexorablemente por el cáncer. Escobar vio que Ernestico Espinosa aprovechaba la distracción general para pellizcarle el antebrazo a la sirvienta, que se puso todavía más colorada. Sonriendo para sí, satisfecho, con la naturalidad de movimientos de quien está en su propia casa, Ernestico escanció el vino. Monseñor bebió con unción, chasqueó la lengua.
+—¡Qué vino, Leonorcita, qué vino! ¡Ah, estos caldos de Francia!
+—De Chile —rectificó doña Leonor—. El vino francés está por las nubes.
+—Ahora hay un vino californiano magnífico —informó Ernestico Espinosa—. Los gringos hacen todo perfecto, son pendejadas.
+Doña Leonor lo miró con sus ojos bulbosos, transparentes, como si no lo viera. Se volvió hacia Ricardito:
+—Ricardo, recítale tu necrología de Focioncito a Ignacio, que no quiso venir la otra tarde.
+—Ne-nenia, Leonor. Es una nenia.
+Apuró su copa, se limpió los labios con la servilleta, se concentró un instante con los ojos cerrados.
+—¿No tienes nada menos lúgubre? —pidió Escobar—. Un epitalamio, o algo.
+Ricardito Patiño abrió los ojos. Ernestico Espinosa le cortó la palabra con su risotada estrepitosa, de dentista:
+—¿Epitalamio, viejito? Epitelioma, no seas bruto. Un cáncer de la piel.
+Hubo un silencio ante la palabra cáncer. Todos miraron a monseñor Botero Jaramillo, que rebañaba el plato.
+—¿No quedarán más gnocchis, Leonorcita? Están de veras de prodigio —carraspeó monseñor. Doña Leonor agitó una campanilla.
+—Deje hueco para el rosbif, Germancito —advirtió.
+—Hay hueco, hay hueco —rio monseñor Botero Jaramillo con una risa estertorosa, dándose golpecitos en la panza—. Hay hueco para el pecado de la carne.
+Y miró en semicírculo con sus ojillos pícaros para juzgar su efecto. Doña Leonor fingió un risueño escándalo. Ricardito Patiño dejó brotar una risilla cascada. Chistes viejos, usados, risas fatigadas. Ernestico Espinosa volvió a llenar hasta los bordes la copa de monseñor Botero Jaramillo, haciéndole a Escobar un guiño cómplice. Ricardito Patiño bebía su vino en silencio, parpadeante, y pinchaba los gnocchis del plato uno por uno, y los masticaba luego largamente, y los tragaba con un súbito espasmo de la glotis, como si fueran piedras.
+—Bueno, Ricardo, no te hagas de rogar: échate el epitelioma —sugirió Ernestico Espinosa.
+—E-e-e-epitalamio —aclaró Ricardito.
+—Cuando yo me casé con tu papá —rememoró doña Leonor—, Ricardo me dedicó un epitalamio magnífico.
+—Una pe-pendejada —se defendió Ricardito, enrojeciendo.
+Monseñor Boterito Jaramillo contemplaba ahora sus rosadas tajadas de rosbif, dividido entre la gula y la cautela cancerosa. Las cortaba en trocitos diminutos, empapaba el bocado minúsculo en la salsa tostada y rojiza, lo maceraba bien con los molares, lo deglutía con un esfuerzo visiblemente doloroso. Era un espectáculo repulsivo. Escobar se había quedado con su propio tenedor en el aire, fascinado. Ernestico Espinosa, con la curtida indiferencia de los médicos, volvió a llenar la copa de monseñor.
+—Recita, Ricardo —ordenó doña Leonor.
+Ricardito soltó una tosecilla, se limpió nuevamente los labios, cerró los ojos un instante y se soltó a declamar sin el menor tartamudeo:
+—Hoy es el día, doncella, en que os espera el más feliz mortal que viera el cielo…
+—No es ese —interrumpió doña Leonor, casi con rudeza. Y agitó la campanilla de plata para que vinieran a levantar los platos. En el silencio que siguió, el gran reloj de pared soltó la campanada sonora de la media, que dejó vibrando largamente las copas de cristal en los manteles y las vajillas tras las vitrinas de los aparadores. Escobar tomó la palabra:
+—Eso es lo malo de la poesía de circunstancias. Pasada la circunstancia, pasa el poema.
+—Depende de la circunstancia —apuntó Ernestico Espinosa, salaz.
+—To-toda la poesía es de cir-circunstancias, mijo —dijo Ricardito, aparentemente indiferente al fracaso de su epitalamio—. Es siempre para ce-celebrar algo: una boda, un bautizo, una mu-muerte.
+—O los misterios de la religión —roncó monseñor Boterito Jaramillo—. La poesía no tiene por qué ser frívola.
+La sirvienta gorda presentó entonces una honda sopera llena de dulce de icaco, y monseñor pareció experimentar un acceso de éxtasis.
+—¡A esta Saturnina suya habría que canonizarla, Leonor! —exclamó—. Ricardo: ¿cómo se llama un poema en honor del dulce de icaco?
+Ernestico Espinosa había encendido un cigarrillo con su encendedor de oro, soltaba coronitas de humo que flotaban blandamente hacia el centro de la mesa e iban a dispersarse sobre el frutero de bacantes. Doña Leonor, inmóvil en su silla, parecía un gran pájaro embalsamado. De pronto, sin preaviso, agitó furiosamente la campanilla y se produjo un barullo de sillas arrastradas. Ricardito Patiño quiso ofrecerle su brazo, pero se le adelantó Ernestico Espinosa, más joven y más ágil. Volvieron al salón. Monseñor Boterito Jaramillo trastabillaba un poco, se apoyaba en el brazo de Escobar, soltaba hipos discretos tras su mano ahuecada. Se sentaron de nuevo ante las brasas moribundas, desflecadas de cenizas blancas. Evelia arrojó en la chimenea una nueva brazada de leña y las llamas estallaron buitrón arriba, iluminando el gran salón. La sirvienta colorada sirvió café en pequeños pocilios traslúcidos, infusión de mejorana para doña Leonor, de yerbabuena para monseñor Boterito Jaramillo. Ernestico Espinosa ofreció licores.
+—Ánimo, monseñor: un benedictine, que es trago de eclesiástico.
+Monseñor rio entre toses, contuvo un repentino eructo, aceptó.
+—Pero apenas un dedo.
+Bebió un sorbito, agitó blandamente la mano en el aire, dejó escapar un eructo, dejó caer las papadas sobre el pecho, y se quedó dormido.
+—Monseñor Boterito está cada día más inaguantable —opinó doña Leonor. Ernestico Espinosa posó sobre la chimenea su copa de coñac, extrajo de su maletín un tensiómetro reluciente, desnudó el brazo de doña Leonor. Escobar miró el brazo delgado de su madre, blanco como la leche, salpicado de pecas pardas, con las venas limpiamente dibujadas como con tiza azul.
+—Bajísima —dijo Ernestico Espinosa con absoluta indiferencia. Y anunció—: Bueno: ya son las dos y media. Yo me voy a la clínica. A ver cuándo te dejas ver otra vez por acá, Ignacio.
+Salió. Escobar oyó rumores ahogados de forcejeo en el salón francés, y un instante más tarde la sirvienta rolliza entró a levantar las tazas del café ruborizada, con los ojos clavados en el piso y el uniforme almidonado arrugado a la altura del busto. Doña Leonor la miró con frialdad.
+—Ernestico Espinosa es sirvientero —dijo, suspirando—. Tú papá también lo era. Hace tiempos, cuando vivía —se quedó con la mirada perdida en el recuerdo, con los ojos saltones, pálidos, en el aire.
+—¿Cómo era mi epitalamio por fin, Ricardo?
+—Hoy es el día, doncella, en que os espera el más feliz mortal que viera el cielo…
+—Ese no, por Dios. El otro. Uno en francés: que j’étais belle…
+—Ese no era un e-e-epitalamio, Leonorcita. Ese era antes.
+—Pues ese. ¿Cómo era?
+Mais si, madame, combien vous étiez belle
+en sortant de la messe ce matin.
+Sous votre longue robe de dentelle
+s’agitait votre sein;
+comme un nuage, la fleur de votre ombrelle
+semblait jaillir de votre main…
+Vous étiez belle
+sous votre ombrelle
+dans votre longue robe de dentelle,
+et devant vous, madame, je n étais rien!
+Doña Leonor se quedó pensativa.
+—Eh oui, j’étais belle —dijo por fin—. Mais le temps passe.
+—Para ti no, Leonor —dijo Ricardito Patiño—. Eres tan be-bella como entonces.
+—Ricardito se ha vuelto de una lambonería repulsiva —dijo doña Leonor mientras hacía sonar vigorosamente la campanilla—. Me voy a echar mi siesta. Tengo la tensión bajísima.
+Y se fue, cojeando, apoyada en Evelia y en la sirvienta joven y rolliza. Quedaron Ricardito y Escobar en un incómodo silencio, roto apenas por la respiración estertorosa de monseñor dormido en su sillón. Escobar sirvió nuevamente coñac.
+—Tu mamá era una be-be-belleza, mijo —dijo por fin Ricardito.
+—Tu poesía lo sigue siendo, Ricardo.
+Se quedó mirando vagamente las brasas de la chimenea, con la sonrisa triste en su vieja faz destruida.
+—Una mujer muy bella —murmuró—. Más bella que mis versos.
+Escobar sintió una tenaza en la garganta: dentro de cuarenta años, yo también seré un poeta derrotado. Buscó una palabra de consuelo:
+—Eso te pasa —dijo— por ponerte a hacer epitalamios y nenias y sonetos de circunstancias, Ricardo. La poesía no puede ser de encargo.
+Ricardito bebía su coñac a pequeños sorbos cautelosos y lo mecía en la palma de la mano, entibiándolo, o tal vez entibiándose la mano.
+—Mi-mira, mijo —dijo, parpadeante—. Un poeta es como un médico. ¿Viste a Ernestico Espinosa? Este país está lleno de endemias y de pa-paludismos y de desnutrición infantil. Y ahí tienes a Ernestico, tomándole la tensión a tu mamá todas las tardes. Tu mamá tiene a Ernestico, que le toma la te-ten-sión, como me tiene a mí, que le hago los e-e-epitalamios.
+Hizo una pausa para beber, y carraspear, y beber nuevamente.
+—Y las ne-ne-nenias de tu hermano Focioncito. No es porque sea hermano tu-tuyo, pero figúrate si a mí me va a gu-gustar hacerle una nenia para cada aniversario.
+Se encogió de hombros.
+—Pero to-to-toca.
+—Nadie te obliga, Ricardo.
+—Me o-o-obliga que soy poeta. Los poetas no po-po-seemos el mundo, sino al co-contrario: el mundo nos posee. Aunque creamos lo co-contrario. Mira a Whi-Whi-Whitman: creía que se estaba haciendo ca-cantos a sí mismo, y estaba componiendo himnos al De-de-destino Manifiesto de los Estados Unidos.
+Ricardito soltó una risa cacareante que se convirtió en una violenta tos. Escobar, viéndolo apoplético, con los ojos saltados y la lengua asomando morada entre los dientes, le dio fuertes golpes en la espalda. Por señas, Ricardito le pidió más coñac. Cuando pudo beberlo empezó a recuperarse poco a poco. Monseñor Boterito Jaramillo se agitaba en lo hondo de su sillón de cuero y gemía, como si lo acosara algún mal sueño. Escobar empezaba a preocuparse de que el par de ancianos se le fueran a morir de repente entre los dedos. Al palmear a Ricardo en las espaldas había oído el crujido de su espinazo frágil, de perro callejero. Pero una vez recobrado el aliento el poeta prosiguió:
+—Es que los poetas somos muy pretenciosos, mijo —con el tercer coñac, ya no tartamudeaba—. Queremos que nos oigan todo lo que decimos, como si fuera importantísimo. Como si estuviéramos agonizando. ¿Tú conoces algo más fatuo que un agonizante?
+Escobar lo miró, asombrado de su lucidez. La lucidez de la agonía.
+—Óyeme, Ricardo: óyeme esto:
+Desde antes de nacer
+(parece que fue ayer)
+estamos muer-
+tos.
+Ricardito lo miró con curiosidad.
+—¿Tuyo, mijo? Muy malo. Oye tú más bien esto:
+¿La muerte, ya? ¡Oh, Dios! ¿Y si me hubiera
+olvidado la vida, y ya pasara?
+¿Si tan sólo la muerte me esperara
+desde el mismo momento en que naciera?
+¿La muerte, ya? ¡Oh hado cruel! ¡Quimera
+infeliz fue esta vida que anhelara!
+¡Ilusión que perdí sin que me hallara!
+¡Sonrisa de mi propia calavera!
+Ayer nací: por mucho que viviera
+soy sólo lo que fui: y aún más llorara
+viendo de mí cenizas calcinadas.
+Un día viví: ya viene la tijera
+De la Parca fatal. ¡Ah, si cortara
+de la muerte las alas desplegadas!
+—¿Tuyo, Ricardo? —interrogó Escobar— Pomposo, ¿no?
+—Pssséé… Pero eso era más bien cosa de la época, mijo. Ese soneto lo escribí a los veinte años, y aquí me ves. La poesía conserva. Pero hay que tomarla en serio, mijo: no como tú. Tú le tienes miedo al ridículo. Eso es lo que te mata. Dame otro coñac.
+Escobar se lo sirvió con dificultad, porque la copa oscilaba en la mano trémula de Ricardito.
+—Yo de joven era como tú, mijo. Pero eso lo aprendí de tu mamá: no hay que tenerle miedo al ridículo. Claro que para ella era más fácil: era la muchacha más linda de su generación. Fue reina de los estudiantes, tú sabes.
+Y Ricardito recitó nuevamente:
+… Ah, sí, señora: erais hermosa
+esta mañana tras la misa.
+Se hinchaba vuestro seno rosa
+como agitado por la brisa
+y una sombrilla vaporosa
+difuminaba vuestra risa…
+Erais hermosa
+como una diosa.
+Y ante vuestra mirada desdeñosa
+yo era sólo una alfombra que se pisa.
+Miró a Escobar con los ojillos parpadeantes.
+—Pero Leonorcita lo prefirió siempre en francés. Era insoportablemente snob, de joven, tu mamá.
+—¿Pero mamá y tú…? —empezó Escobar. No estaba muy seguro de que le gustaran esas confidencias. Ricardito sonrió con melancolía:
+—No te preocupes, mijo. Tu papá era muy rico. Y Leonorcita adoraba los trapos y los viajes. —Se quedó pensativo. Bebió. Suspiró—: Una loca adorable.
+Bebió.
+—A tu papá también le complicó la vida bastante, no creas —aclaró. Pareció arrepentirse de inmediato—: una señora siempre, por supuesto. No vayas a pensar… Cómo te diría: voluble, pero una señora. Una señora, pero voluble.
+Sus párpados, ahora inmóviles, se iban encapotando sobre sus ojillos turbios. Los cerró un instante, y murmuró:
+—Indiferente… Nunca ames a una mujer indiferente, mijo.
+Guardaron silencio. Lo rompió nuevamente Ricardito Patiño.
+—Es que Bogotá era un pueblo entonces, mijo, un pueblo. Y tu mamá… Tú ya sabías todas estas cosas, me figuro.
+—Claro, claro, claro —dijo Escobar.
+—Me acuerdo de una historia muy divertida, una vez, con el ministro británico aquí en Bogotá: un hombre respetabilísimo, figúrate si no, casado con una señora muy bien de por allá de Gales o no sé bien. Pues figúrate que esta señora le quería sacar los ojos a Leonorcita un día, por celos. Tuvo que intervenir todo el mundo, el arzobispo de Bogotá, tu abuelo el general, bueno, lo que te imagines… Al pobre ministro inglés lo trasladaron ipso facto a Bolivia, por supuesto, pero figúrate el escándalo: Bogotá era un pueblo entonces…
+—Tal vez hubieras debido traducir tu poema al inglés —interrumpió Escobar.
+—Sí, cómo no… —murmuró Ricardito, como para sí mismo:
+Lovely you were, o my sweet miss
+this morning, after Mass:
+your breast, awinged by the breeze;
+the cloudy umbrella ’twixt your hands;
+and the so tender, sudden squeeze
+over the soft, slender ass.
+You were so lovely
+You looked so lonely
+ protected by your eyes only…
+And to your eyes I never was.
+…, como ves, la versión en inglés era un poquito más osée, por la rima, claro.
+Ricardito repitió dulcemente, paladeando las palabras:
+… and the so tender, sudden squeeze
+over the soft, slender ass…
+Escobar no sabía muy bien qué decir. ¿Qué sabía él del culo de su madre? Le zumbaban las orejas.
+—Pero ya entonces Leonorcita andaba en Europa con un polista argentino —concluyó Ricardito con voz pastosa de coñac y tristeza.
+—Ah, sí, el argentino —bostezó Escobar, estupefacto—: ¿Era polista?
+—Era argentino —dijo Ricardito.
+Escobar escogió el cinismo:
+—Has debido intentar una vez más, Ricardo:
+Ché, piba, estabas fenómeno
+cuando saliste recién…
+Ricardito sonrió. Negó con la cabeza:
+—¿Ves, mijo? Es que tú no tomas la poesía en serio. No te la juegas.
+—¿Tú sí? ¿Y de qué te sirve?
+Ricardito suspiró.
+—La poesía no sirve para nada, mijo. No sirve para poseer lo que se desea. A lo sumo, para reemplazarlo.
+Escobar recordó a Federico:
+—¿Una masturbación, quieres decir?
+—¡Qué cosas dices! —se escandalizó Ricardito—. Me hubiera parecido una falta de respeto para con tu mamá.
+Y se quedó de nuevo silencioso, con la copa vacía pegada al pecho y los ojos perdidos en los tizones humeantes.
+Escobar quiso preguntar algo, pero se dio cuenta de que estaba dormido.
+Durante un rato se quedó silencioso, confundido, mirando a los dos viejos que roncaban a dúo frente al sillón vacío de su madre. El culo de su madre. Nunca se le había ocurrido pensar que su madre tuviera culo debajo de la ropa, ni mucho menos que le hubieran hecho versos. Una señora, pero voluble. Le costaba trabajo creerlo. ¿Su mamá? ¿Voluble? Debería sentirse ofendido, pero no lo estaba.
+Se hinchaba vuestro seno rosa
+como agitado por la brisa…
+Un seno, sí. Su madre, cuando joven, había tenido que vivir una época en que las mujeres tenían un solo seno, como los unicornios, redondeado y frontal. ¿Pero rosa? ¿Por qué sabía Ricardito Patiño de qué color eran los senos, o el seno, de su madre? De modo que esos eran sus viajes repentinos, sus largas ausencias, sus intempestivos retiros espirituales: polistas argentinos. ¿Y qué más? ¿Quién más? Juzgó sin simpatía la rechoncha figura recostada de monseñor Boterito Jaramillo. Imposible: un imbécil. Ricardito, en cambio, tenía la lucidez de los agonizantes. Roncaba con la boca abierta, visibles los incisivos inferiores de color chocolate. ¿Había roncado así al lado de su madre? Apartó la idea, desasosegado, involuntariamente admirativo. Jamás hubiera sospechado en el pobre Ricardito un tan largo, tan terco, tan desesperanzado amor. ¿Pero un polista argentino? ¿Y Ernestico Espinosa? ¿Habría poseído a su madre también el sinuoso, el hábil, el ondulado, el ondulante Ernestico Espinosa, sirvientero y cardiólogo? La voz seca y burlona de su madre le hizo dar un respingo:
+—Soy vieja, pero no soy bruta.
+Se volvió. No había nadie en el salón. Algún mueble craqueaba a lo lejos, con estampido quieto. De algún lugar distante llegaban hondas y espaciadas campanadas de reloj de pared. Los dos viejos dormían, cada cual entregado a su propio estertor. Recorrió los salones, copa en mano, haciendo crujir bajo sus pasos las tablas del parqué. Se miró largamente en un espejo entero, borroso y gris, oscuro. Hiciera lo que hiciera, siempre acababa mirándose largamente en un espejo. ¿Sería hijo de algún polista argentino? Siempre le habían asegurado que tenía los ojos y la frente de su padre. Subió las amplias escaleras: un riel de cobre relucía débilmente en el fondo de cada escalón. En el rellano lo recibió el enorme retrato de su madre en vestido de noche, con abanico, mirándolo en silencio bajo las altas cejas arqueadas. ¿Una loca adorable? No la recordaba así. La recordaba callada y digna y vagamente triste, tal como en el retrato, melancólica y clara la mirada a la sombra del alto bucle oscuro que le cubría la frente, con el cuello antinaturalmente prolongado por el pincel del artista, hinchado como por alguna misteriosa afección de la glándula tiroides.
+Se hinchaba vuestro seno rosa
+como agitado por la brisa.
+Seno rosa, sí. De un rosa nacarado. Y uno solo, ni siquiera insinuada la línea divisoria entre los dos, pese a que el ancho escote del vestido de noche descendía considerablemente.
+—¿Eras fácil, mamá? —preguntó en un murmullo. Se avergonzó de su pregunta. Siguió subiendo las escaleras sin volver la cabeza, deslizando la palma de la mano por el ancho pasamanos pulido hasta que la madera torneada inclinó el cuello en un último arabesco, dejándolo con la mano en el aire. Caminó por pasillos alfombrados y oscuros, entre sombríos grabados de cacerías inglesas sabidos de memoria, hasta su antiguo cuarto. La puerta no chirrió al abrirse. Por las pesadas cortinas cerradas hasta el piso se filtraba una raya vertical de luz. De la penumbra fueron surgiendo formas: las dos camas gemelas, la alta cómoda de manijas doradas, adivinadas en una triple ristra de puntos luminosos. Olía a cuarto cerrado, a polvo reposado, a cera de encerar pisos: otra vez, el olor de su infancia. Se tendió en la cama, depositó la copa de coñac en equilibrio sobre su esternón, cerró los ojos para respirar hondo. Tenía sueño. Dormir por fin solo, sin Henna al fin. Se incorporó sobresaltado. La copa se hizo trizas en el piso. Estaba acostado en la cama de su hermano Focioncito. A lo mejor se había quedado muerto. Se tentó el pulso, hallándolo por fin. Le pareció muy lento. Cambió de cama, y se tendió en la suya propia.
+Lo despertó una súbita voz aguda y ronca, que llegaba de más allá de las cortinas:
+—Lorito, ¿quiere cacao?
+A veinte centímetros de sus narices estaba la pared: un dibujo borroso de manchas rojo oscuro, desvaídas, que miradas entornando los párpados simulaban una cara congelada en un grito. La había visto todas las mañanas de su vida, al despertar. Miró al techo: de la lámpara colgaba un doble círculo de gotas aguzadas de cristal, apenas relucientes: había pensado siempre que eran puntas de flecha de obsidiana: veinticuatro y doce, treinta y seis. Treinta y seis flechas para su carcaj. Treinta y seis muertos. Imaginó, como había imaginado mil veces al despertar, treinta y seis muertos con el corazón certeramente atravesado por la flecha, y la punta de obsidiana traslúcida y sin brillo asomando por la espalda, entre las paletillas.
+—Lorito, ¿quiere cacao?
+Una voz ronca, desolada, que no esperaba ni exigía respuesta. Toda su vida la había oído, al despertar, en las brumas del sueño todavía, cuando al salir del sueño la opacidad del mundo volvía a surgir igual, coagulada en la luz, impenetrable. A su izquierda, al otro lado de la mesa de noche, se dibujaba la cama de Focioncito, tendida, como siempre, vacía, como siempre. Todo estaba igual.
+Se levantó, apartó la cortina. Abajo, en el patio de ropa, posado con dignidad en su palo retorcido y blanqueado de lluvias y de picotazos, estaba el loro, como toda la vida. No podía ser el mismo loro, verdegrís, negro el pico de cuerno, inclinada la cabeza sobre el ala, con aspecto de tener mucho frío en el ancho patio de cemento. Más allá, tras una alambrada remendada con malla de gallinero, las perreras de Proserpina y Judas, con el piso de tierra: a través de la ventana cerrada se imaginaba su potente hedor. Vio salir al patio a la sirvienta gorda y colorada, que caminaba como un pato. La vio pararse frente al palo.
+—Lorito, ¿quiere cacao?
+—Lorito, ¿quiere cacao? —repitió el loro, sin ninguna emoción, quieto el ojo redondo, quieta la cabeza sesgada sobre el ala. La sirvienta resopló de risa, y volvió a entrar. No podía ser el mismo loro.
+—Mijo.
+Se volvió. Enmarcada en el vano de la puerta, envuelta en sus chales oscuros, vio la silueta de su madre.
+—Mamá.
+Volvió a tenderse en su cama de niño. Doña Leonor vino a sentarse a su lado.
+—Mijo.
+Estaba tenso en la cama. ¿Una loca adorable? Mamá, ¿eras fácil? Apretó las mandíbulas al decir:
+—Aquí estoy. He vuelto.
+Cerró los ojos. Doña Leonor posó sobre su frente la palma liviana de la mano, seca, suave, fría; le acarició un instante el pelo y retiró la mano. Sintió un escalofrío: se desbarató por dentro, como si su armazón cediera bruscamente, como el tejado de una casa se viene abajo en un incendio. Tuvo ganas de llorar en el regazo de su madre, que estaba ahí para él. Era su mamá, lo quería a él. ¿Más que a un polista argentino? Sí: más que a un polista argentino. Le perdonaba al polista argentino. (No, no se lo perdonaba). Abrió los ojos, los clavó en la mirada clara y silenciosa de su madre, bajo las altas cejas. Ya no tenía cejas. Sólo la curva profunda de la cuenca, dibujada por la piel pegada a la calavera. Debajo, la antigua transparencia opalina del ojo se había vuelto cremosa, turbia, y el ojo brotaba sin pestañas como un huevo sin párpado, hipertiroideo. Por los ojos antiguos de su madre había pasado el tiempo.
+—Mamá: ¿por qué me hiciste dormir toda la vida junto a la cama tendida de Focioncito muerto?
+—Era tu hermano, mijo.
+—Sí. Pero estaba muerto.
+—Cosas de vieja chiflada.
+—No eras una vieja chiflada. Ricardito Patiño me contaba hace un rato que eras una loca adorable.
+—Entre una loca adorable y una vieja chiflada no hay sino cuarenta años de diferencia.
+—Está enamorado de ti.
+—Está gagá, que es otra cosa. Todos estamos gagás. Sus ojos se apagaron.
+—Estoy tan sola, mijo… —dijo en tono neutro.
+Se puso en pie con un rumor crujiente de huesecillos de ave que se quiebran. No pareció darse cuenta. Escobar la vio caminar lentamente hacia la puerta, sin moverse de su cama de niño, clavado en ella por un reblandecimiento repentino e insuperable, un enternecimiento algodonoso, con la garganta hinchada de ganas de llorar. Está muy sola, pobre mamá. Pobre papá, ya muerto. Estamos solos todos. Su mirada empañada pudo distinguir todavía en la sombra creciente las treinta y seis flechas de obsidiana del techo, que nunca habían matado a nadie. (Ante el arco de Ulises cayeron uno a uno los pretendientes de Penélope: el embajador, el poeta, el cardiólogo, el polista argentino con la garganta atravesada por una flecha). Se sintió solo, como había estado solo en ese cuarto durante toda su niñez, con su ventana abierta hacia un loro que conversaba solo parado en un palo picoteado en el patio.
+—Mamá —murmuró.
+Se asomó nuevamente a la ventana. Era el atardecer. Sobre el patio desolado, más allá de la masa todavía luminosa de copas de sauces que apenas rebasaban el muro, se abría el cielo. Un vasto cielo desordenado, con muchas franjas y manchas y parches de luz —como para mucha música. Para que se organizara en él un furioso triunfo de confusión y ruido, con hércules y martes y victorias aladas trompeteantes y caballos y tritones soplando en una concha: un telón de boca de teatro dieciochesco. Más allá, diagonales de luz dibujaban avenidas de fuga sobre un amplio fondo de pizarra salpicado de nubecillas grises, sueltas, bordeadas de plata. Lejos, en el confín de oriente, las moles grises de la cordillera. En el patio ya en sombras no se distinguía ya el loro silencioso. Vio morir los colores del cielo. Decidió quedarse a vivir para siempre en casa de su madre.
+Abajo, el salón inglés empezaba a llenarse de tíos y de tías, como todas las tardes.
+Le hicieron fiestas. Ignacio, qué milagro. Qué dicha que hayas venido, mijo. Mijo, deberías venir con más frecuencia a acompañar a tu mamá, que está tan sola. Ya Evelia, y la sirvienta joven de caminar de pato, empujaban carritos de tazas y teteras humeantes, y bandejas de plata cargadas con pirámides de muffins y tostadas calientes y empanadas y pasteles de crema y pandeyucas y galletas de hojaldre. Y llegaba más gente, más tíos y más tías, y yernos y cuñadas, y más primos y primas de falda a la rodilla y collarcito de perlas, algunos con sus hijos. Un primo divorciado llegó con tres bebés y una niñera de uniforme. Ignacio, qué milagro. Escobar saludaba y devolvía saludos, y besaba mejillas devastadas de tías y recibía palmadas en la espalda de primos y cuñados. La sirvienta gorda volvía con más bandejas, mantequilla en bolitas, mermeladas y mieles, y un rumor incesante colmaba el inmenso salón atestado de gente, como todas las tardes. Las tías y las primas hablaban de bautizos y entierros, de matrimonios y divorcios que iban dispersando a la familia, verificaban fechas de antiguas ceremonias con monseñor Botero Jaramillo, que las había casado a todas.
+—Fue en el sesenta y seis —recordaba una tía—. Acababa de nacer Alejo, el mayor de María Clara.
+—En marzo del sesenta y siete —rectificaba con la boca llena monseñor Boterito Jaramillo—. Yo bauticé a todos los de María Clara.
+¿Pasaría ahí su vida entera monseñor Boterito Jaramillo, salvo los días de entierro y de bautizo? Una viejecita de cabellera blanca atrapó a Escobar por una manga. Miraba fijamente al piso y sacudía la cabeza sin parar, como un metrónomo.
+—¡Ignacio!
+—Lulucita —murmuró Escobar—. Mamá me dijo que estabas mucho mejor.
+—Malísima, mijo, malísima.
+—Lulucita está pésima —confirmó una tía dura, que bebía como agua taza tras taza de té. Escobar escapó, serpenteando entre tíos con la pierna cruzada, palmeando hombros, esbozando sonrisas. Los tíos y los primos, e incluso los cuñados que estrictamente hablando no eran de la familia, hablaban de los precios de la tierra y del dólar y comentaban los últimos secuestros. Escobar encontró un asiento libre junto a una prima gorda, risueña, que lo regañó con risueña dulzura por no venir jamás a ver a su mamá. Su marido, gordo también, le habló empanada en mano:
+—Me voy a comprar otro Beeme, Ignacio, cómo le parece.
+—Bien. Bien —opinó Escobar.
+—Yo siempre le digo a Miguel que el Beeme es carro de esmeraldero —dijo la prima gorda, risueña.
+Rio Miguel, y tragó la empanada de un golpe.
+—Alicita quiere que le compre más bien un Mercedes. Pero los repuestos están imposibles.
+Un tío de bigote blanco saludó a Escobar desde lejos. Escobar se levantó para darle una palmadita en el hombro. Besó a una tía de ojos vagos.
+—Mijo, no viniste a la misa de tu hermano.
+—No pude, tía. Tenía mucho trabajo.
+Rio el tío de bigote, y descruzó la pierna izquierda, que tenía sobre la derecha, para cruzar la derecha sobre la izquierda.
+Volvió a su sitio junto a la prima gorda. Una niña pálida, tal vez de unos seis años, lo miró con fijeza.
+—Mamá, ¿quién es este señor?
+—Es su tío Ignacio.
+La niña lo midió con ojo hostil.
+—Yo a usted no lo conozco.
+—Sí, mija, es tu tío Ignacio, el hijo de tía Leonor. Ignacio, es que usted no viene nunca, fíjese: ya los niños ni lo conocen.
+Se sintió viejo, con asombro: «Este señor». ¿A qué había venido? La familia es atroz. Hacía una hora apenas había pensado, emocionado hasta las lágrimas, en quedarse a vivir con su mamá: envejecerían juntos. Risas cascadas, voces de niños, crujidos de masticación. Vio llegar, ondulante y sonriente, a Ernestico Espinosa. ¿Pasaría también él su vida ahí? Oyó a sus espaldas la voz entristecida del tío Pablo:
+—Piensa, mijo, que cuando yo empecé a manejar las fincas de papá no teníamos sino cuatro elementos: tierra, agua, sol y aire. Y ahora creo que ya van como en ciento dieciséis.
+—Ciento treinta y algo, don Pablo —corrigió un marido de prima, un joven de chaleco. A su lado, su mujer saludó a Escobar, ruborizada:
+—Qué hubo, Ignacio, qué milagro.
+—A veces vengo a ver a mamá, que está muy sola.
+—¡Mentiroso! —lo reprendió la prima—. ¡Hace años que no lo veo! Desde que me casé, creo.
+—¡Cómo progresa la ciencia! —suspiró el tío Pablo—. Todos los días, los rusos inventan una bomba nueva.
+—Pero los gringos también, don Pablo —corrigió el joven de chaleco.
+—¿Y usted, Ignacio? —preguntó la prima—. ¿Nada que se casa? —tironeó de la manga al joven de chaleco—: Gordo, ¿te acuerdas de Ignacio?
+—¿Ah? ¡Ah, qué hubo, Ignacio! Usted sí, ni más —reprendió a su mujer—: Gorda, te he dicho que no me interrumpas cuando estoy hablando con tu papá.
+No era gorda. Más bien flaca, al contrario.
+—¿Y ustedes cuántos niños llevan ya?
+—¡Ay, Ignacio, tampoco! —rio la prima, ruborizándose. Se tocó un instante el vientre, y luego jugueteó con su collar de perlas—. Apenas estamos esperando el primero.
+Vio manotear más lejos a otro primo, indignado:
+—¡Es que están secuestrando a todo el mundo, tío Alejo! Margarita y yo nos vamos a ir con los niños a vivir a Miami.
+El tío de bigote blanco aprobaba con la cabeza.
+—¿Y usted qué más, Ignacio? —insistió la prima flaca y tímida. Efectivamente, se distinguía en su talle la leve curva del embarazo. Todo el mundo estaba embarazado últimamente. Escobar se encogió de hombros.
+—¿Trajo a su novia? ¿Cómo es que se llama? ¿Fina?
+—¿Qué sabe usted de Fina? —interrogó Escobar—. ¿La conoce?
+—No, nada. He oído a tía Leonor hablar de ella. Que muy querida, dice. ¿Por qué no la trajo? ¡Ya es hora de que la conozca la familia!
+La prima flaca pero embarazada rio con súbita risa tímida, enrojeciendo. Conocer a la familia. Tíos y tías, primos y primas, cuñados y cuñadas, yernos y nueras, sin contar a los niños, ni a las sirvientas, ni a los perros, ni a los amigos viejos que eran como de la familia: Monseñor Boterito Jaramillo bendeciría la ceremonia. Muy querida Fina, sí: sólo que no era Fina, sino Henna, y Henna era abominable. Hacía días que no pensaba en Fina. Era un traidor. Se encogió de hombros. Oyó la voz de un primo: «¿Te fijaste lo que dijo ayer tío Pablo?». Oyó la voz de un tío: «Sí, mijo, es que todos los días es lo mismo». Todos los días era lo mismo, en efecto, lo había notado ya.
+En el lejano comedor, el reloj de pared soltó con parsimonia las campanadas vibrantes de las siete, que se oyeron apenas. Pero uno de los tíos, al acecho —aunque todos estaban al acecho—, dijo «las siete» cuando el reloj llegaba apenas a la tercera o cuarta campanada, y cinco o seis tíos más le hicieron eco, un eco rumoroso de risas fatigadas:
+—Las siete.
+—Mamá, ¿mataron un diablo? —preguntó la niña pálida. La prima gorda le explicó, maternal y risueña:
+—Es que cuando dan las siete, todos los señores se quieren tomar un whisky.
+—Sí, ¿pero mataron un diablo? —insistió la niña.
+Ya Evelia, seria y reprobadora, y la sirvienta gorda y joven, traían bandejas de vasos y grandes cubos de plata rebosantes de hielo. Ernestico Espinosa se adueñaba del pesado frasco de cristal y empezaba a verter en los vasos chorritos glogloteantes y dorados de whisky mientras cruzaba chanzas y palmaditas en el hombro con el marido de la prima gorda y el tío de bigote blanco. Ricardito Patiño acudía ansioso, saltillante. A pesar suyo, Escobar empezó a derivar hacia el centro del reparto.
+—¿Quién es ese señor? —oyó que preguntaba a sus espaldas la niña pálida.
+Se iría. Pero primero un whisky. Observó que en torno suyo todos esperaban un whisky. «Para mí, un dedo», ordenó sin moverse de su sitio la tía dura, tensando las mejillas apergaminadas. Entre un enjambre de primas risoteantes se abrió paso el tío Foción, enorme, cojeando de su pierna mala, apartando a los jóvenes con el estertor de su enfisema. Una prima rubia, joven pero ya madre, le cedió su sitio. Foción se dejó hundir con un suspiro ronco en lo hondo del sillón de cuero, saludando a doña Leonor con un gesto cansado de la mano. Le alcanzaron un whisky. Bebió un sorbo y se irguió de inmediato, con esfuerzo, dejando el vaso en manos de la sobrina rubia, aguijoneado por la próstata, y partió rumbo al baño. Al pasar, reconoció a Escobar.
+—No te vayas, mijo: tengo que hablarte.
+Se apoyó en su brazo, pesado como un piano. Su respiración era la de un fuelle de fragua, angustiosa, cargada de rugidos. El marido de chaleco de la prima tímida y embarazada le tomó el otro brazo, y entre los dos lo remolcaron camino de la puerta.
+—Trabaja, Ignacio —estertoró Foción—. Yo te consigo si quieres un puesto en el banco.
+Escobar lo soltó al primer descuido, en la segunda curva. Recuperó su whisky. Una prima mediana comentó a la redonda:
+—¡Cómo está de acabado el tío Foción!
+—Y eso que no has visto a Clemencita —agregó la prima gorda, risueña, con entusiasmo.
+—Clema está cada día peor de sus dolores —corroboró una tía.
+—Foción está muy solo —diagnosticó doña Leonor.
+—Sí —asintió la prima gorda—. Lo que es Patricia no les ayuda para nada.
+—También y todo, pobre —se atrevió a intervenir la prima flaca pero embarazada y tímida—. Tampoco va a estarse todo el día metida con el par de viejos —y se ruborizó, alarmada de su propia audacia.
+—Clema no es tan vieja —protestó Lulucita Pineda agitando violentamente la cabeza blanca—. Clema es del año nueve.
+—¡Pero es que la pobre Patricia no tiene ni veinte años! —insistió la embarazada, que tendría veinte, a lo sumo, con los ojos brillantes— ¡Y tía Clema y tío Foción…!
+—No grites, gorda —la interrumpió su marido.
+—No estoy gritando, gordo. Es que todos se la pasan metiéndose con la pobre Patricia, y tampoco. Ella no tiene la culpa de que tía Clema y tío Foción estén tan viejos, la pobre.
+—Todos estamos viejísimos —opinó doña Leonor, indiferente.
+—A la edad de Focias, hacía años que papá estaba muerto —confirmó la tía dura.
+Se entabló una animada discusión por saber si don Foción, el viejo, había muerto viejo o joven.
+—Papá era del sesenta y uno —dijo el tío Alejo—. Nació prematuro por el susto de mamá Catalina, porque era el día en que Mosquera se estaba tomando a Bogotá y podían fusilar a papá Carlos. Y murió antesitos de la crisis del año veintinueve, cuando Leonor y Cata estaban todavía en Bruselas, en casa de tío Charles.
+Escobar había oído por lo menos cien veces la historia del susto de mamá Catalina, del fusilamiento de papá Carlos, que en fin de cuentas no había sido fusilado, al contrario. Estaban llenos de viejos cuentos familiares, de risas fatigadas, de antiguos comentarios. De cuando en cuando, alguno se moría. Eso no podía ser la vida, durante toda la vida. Pero él, que seguía ahí —quería terminar su whisky antes de irse— estaba todavía peor. Por lo menos los tíos y las tías sabían en dónde estaban, por qué estaban ahí: situados en el tiempo y el espacio, en las fechas precisas de sus muertes, en los precios exactos de sus tierras. Escobar escrutaba su propio interior y no encontraba ni siquiera eso.
+La sala se llenó de golpe de un tumulto de niños y de perros. El tío Foción, de regreso del baño, apenas tuvo tiempo de alcanzar la seguridad relativa del sillón.
+—Los niños, al jardín —decretó la tía Cata.
+—Y que se lleven los perros —pidió el tío Pablo. Doña Leonor agitó su campanilla de plata:
+—Evelia, saque a los perros y a los niños a jugar al jardín.
+—Ah, claro, para que no nos oigan llorar —protestó una de las niñas más despiertas. Otro niño empezó a alegar que afuera estaba oscuro, y su padre le dijo que no fuera tan nena. Otro menor lloraba sin vergüenza, empapado de lágrimas, con ulular espaciado de sirena. Evelia lo empujaba hacia la puerta dándole palmaditas cariñosas en las nalgas, y el niño se dejaba sacar sin resistencia, sin dejar de llorar. Una niña propuso inútilmente que los dejaran quedarse y jugar sin hacer ruido. La niña pálida, que no se había movido, preguntó:
+—Mamá, ¿y si los secuestran?
+—¡Qué secuestro ni que ocho cuartos! —replicó la tía dura, la tía Cata—. Y esta niñita debía salir también, en vez de estar aquí metida oyendo lo que habla la gente grande.
+La niña pálida la miró con odio y se sumergió tras el sofá. Ernestico Espinosa refrescó los whiskies moribundos. El marido de la prima flaca comentó algo sobre temas cambiarios con el marido gordo de la prima gorda y risueña, que respondió que este país era una mierda.
+—Miguel —reprochó la prima gorda.
+—Una porquería, mi amor, son pendejadas. Estamos peor que los ecuatorianos.
+La conversación general viraba ahora hacia la política. Se especulaba sobre la incidencia que tendrían los resultados de las elecciones sobre los precios de la tierra y del dólar. Escobar se dio cuenta con sorpresa de que estaban de nuevo en vísperas de un Gran Evento Democrático. La realidad es idéntica a sí misma. Tenía treinta y un años.
+—Lo que hace falta aquí es mano dura —opinó el primo que se quería ir a Miami con Margarita y los niños. El tío Pablo movió dubitativamente la cabeza:
+—Tú no conoces a los militares de este país, mijo. Es una gentecita.
+—No es gente —precisó la tía Lucía, dejando vagar sus ojos vagos—. Hay que ser gente, y esa gente no es gente.
+—Miren las listas para Cámara y Senado —dijo el tío Alejo—: los que uno conoce, son pésimos. Y los que uno no conoce es porque son peores.
+Todos aprobaron.
+—Uno ya no conoce a nadie en la política —suspiró doña Leonor. Y el primo divorciado, padre de los tres niños que habían venido con niñera, preguntó si alguien se había fijado en la cantidad de apellidos turcos que figuraban en las listas.
+—Para que después digan que aquí hay oligarquía —opinó un yerno, con sorna. Varias primas y nueras soltaron grititos y risas y propusieron nombres, como en juego: Abdullah, Abdelaziz, Almotasim, Abderramán, Hayderabad.
+—Y también mucho costeño —comentó el tío Alejo.
+—Colombia —dijo el tío Foción— está dando un gran ejemplo democrático a todo el continente.
+—No digas pendejadas, Focias —lo cortó doña Leonor con sequedad.
+Se hizo un silencio, y durante un momento sólo se oyó el reflexivo tintinear del hielo contra el cristal de los vasos y el hondo, espeso, pedregoso jadear de Foción en su enfisema. La niñita pálida brotó de detrás del espaldar del sofá, gritando:
+—¡Ahora pasó un ángel! ¡Yo sabía! ¿No, mamá? Cuando matan un diablo, siempre al rato pasa un ángel.
+—A esta niñita la está malcriando una sirvienta mística —comentó la tía Cata.
+La conversación se reanudó sobre el tema del servicio, que cada día está más difícil.
+—Vamos a acabar en el comunismo —vaticinó el tío Alejo, sombrío—. Afortunadamente yo ya no lo veré.
+—¿Ignacio qué opina? —inquirió el marido de chaleco de la prima embarazada pero flaca—. Usted tiene un montón de amigos comunistas, ¿no, Ignacio?
+—¿Qué opinan los comunistas? —preguntó Escobar con cautela. ¿Qué opinaban? ¿Y cuáles comunistas? «Sólo las masas son protagonistas de la Historia», hubiera dicho, por ejemplo, Federico. O Diego León Mantilla. «El pueblo rechaza la agresión del capitalismo monopolista imperialista y de sus aliados locales». Cosas por el estilo. Foción hubiera respondido, como un eco invertido: «Colombia es un ejemplo democrático para todo el continente». Palabras. Exorcismos. Dijeran lo que dijeran, todo seguiría igual.
+—Los comunistas opinan que sólo las masas son protagonistas de la historia —dijo con tono frívolo.
+—Quieren matarnos a todos —confirmó el tío Alejo, ensombrecido.
+—Los comunistas criollos son unos pendejos —reverberó el tío Foción a través de su enfisema—. Yo sé por qué te lo digo. Tengo una hija que es comunista, y no dice sino pendejadas.
+—¿Qué dice Patricia? —intervino la prima tímida y embarazada—. Hace tiempos que no la veo.
+—Dice que Clemencita y yo somos un par de viejos reaccionarios —respondió Foción irguiéndose trabajosamente. La prima rubia, joven pero ya madre, y la prima mediana lo condujeron hacia el baño.
+—Todos dicen lo mismo —aseveró el tío Alejo.
+Todo el mundo decía lo mismo, sí. Se mataban muchos diablos. Pero tal vez fuera cierto que después de matar un diablo al rato pasa un ángel: «Id y derramad las siete copas de la ira de Dios sobre la tierra». Sobre Colombia, al menos. Tal vez afuera, en la noche terrible de la miseria colombiana, estuviera esperando como una sirvienta mística la Gran Partera de la Historia. En el momento oportuno abriría de par en par las compuertas de la sangre y quedaría barrido el basural de las palabras. Aunque tal vez afuera también la enorme noche vibraba y susurraba, conmovida por ríos de palabras. Inanes, sin sentido. Las mismas palabras. Las masas, protagonistas de la historia. El imperialismo y sus aliados locales. Nada tenía importancia. Nada de todo eso le importaba: lo dejaba, al contrario, perfectamente indiferente. E incluso era indiferente a su propia indiferencia. Un don, quizá. Vio a su madre hundida en su sillón, también ella completamente indiferente. ¿Lo habría heredado de ella, como la tensión baja? (¿Era tal vez la misma tensión baja, el don de indiferencia?).
+El joven de chaleco casado con la prima embarazada discutía con el tío Pablo, que movía la cabeza y se atusaba los bigotes blancos. La prima gorda y risueña le cuchicheaba algo a su marido, que tenía los ojos brotados y enrojecidos. Sin que nadie lo viera, Ricardito Patiño se servía su cuarto whisky. El tío Alejo parecía meditar, dormitar: la tía Lucía le dio un codazo que lo sobresaltó. Vio a Ernestico Espinosa murmurar algo al oído de la prima embarazada pero flaca, que soltó una risa tímida y escandalizada. Sintió una inesperada punzada de celos. ¿Dónde andaba el marido de chaleco? Empezó a levantarse con la intención de interrumpirlos, pero sintió clavada la mirada implacable de la niñita pálida, que todo lo veía, que todo lo juzgaba. Viró hacia la mesa del whisky.
+—E-e-échate o-otrico —le sugirió Ricardito Patiño.
+—¡Mijo! ¡Mijo! —lo llamó Lulucita Pineda, y lo atrapó por la pernera del pantalón, sin alzar la cabeza bamboleante. ¿Cómo haría Lulucita Pineda para reconocer a las personas si sólo les veía las piernas? Lulucita le clavó los dedos en la mano, como garras.
+—He estado pensando, mijo: Clemencita es del año ocho —dijo, moviendo enérgicamente la cabeza.
+—¡No me digas! —se asombró Escobar. Al otro lado del salón, la prima embarazada reía con Ernestico Espinosa, como si estuviera loca. No era bonita, en realidad. Pero tenía una bonita boca, fresca y sin pintar, un bonito cuello. Y una especie de resplandor de dicha. Hay unas niñas que se ponen muy lindas con el embarazo. Así, a primera vista, parecía bastante mal casada. Todas se casan mal.
+El niñito que hacía un rato había salido llorando entró llorando otra vez, con la quijada colgante, temblorosa, chorreante de mocos y saliva. Tenía rota la voz, perdido el aliento: lograba apenas decir «ma», y un hipo, y luego otra vez «ma». Tal vez quería decir «mamá». Dijo «ma» varias veces sin que le hicieran caso. Por último, una de las primas jóvenes pero ya madres lo acogió en su regazo.
+—Dale unas palmaditas en la espalda, mija —insinuó el tío Pablo, sobre cuya rodilla caía casi todo el chorro de saliva del niño. La madre le dio un par de golpecitos tiernos en la espalda. Era una madre nueva.
+—¡Pero duro! —ordenó la tía dura—. A ver, chino mocoso: «¡ma ma ma ma ma ma!», diga qué es lo que le pasa y no berree tanto.
+El niñito miraba en círculos con ojos enormes, con los puñitos apretados frente a la barriguita empapada en saliva, y el tío Pablo se había puesto de pie y se limpiaba torpemente el pantalón con el pañuelo del pecho, con expresión de asco indecible, y luego, considerando que nadie lo miraba, con una carpetica de hilo que sacó de debajo de un florero. Evelia, que entraba en ese instante, lo miró con severidad.
+—Señora Leonor, todos los niños están llorando allá afuera.
+El anuncio era inútil, porque ya invadían el salón todos los niños en tropel, llorando a mares, buscando distintos regazos, tropezando con distintas rodillas, estrellándose ciegos contra la gorda pierna enferma e hinchada de Foción que les cortaba el paso, y sus llantos agudos ahogaban el rugido de dolor de Foción. También entraban los perros, muy nerviosos, erizados los cuellos y llenos de gemidos, y parada en la puerta Evelia intentaba correrlos con «¡chite!»s y «¡chite perro!»s, sin éxito. Los tíos válidos se habían retirado hacia la protección de los estantes de libros, las tías daban instrucciones atropelladas a sus hijas y nueras, los primos y cuñados maldecían, las primas jóvenes pero ya madres repartían palmadas y caricias, voces de mando y voces de consuelo, también ellas al borde del llanto. Abandonado en el ojo del ciclón, Foción gemía doblado sobre su pierna enferma, acariciándola, murmurándole palabras.
+Escobar había hallado refugio con su vaso detrás de la cabeza bamboleante de Lulucita Pineda, entre el piano y la chata y apretada masa de Evelia, que olía a cebolla larga, a changua, a campo. A su lado, Ricardito Patiño parecía cacarear, riendo, o llorando. La tía Cata disparaba órdenes secas, monseñor Boterito Jaramillo mantenía por encima del tumulto su copita de oporto en los cortos bracitos levantados, como si protegiera un cáliz de la profanación, mientras los whiskies rotos de los tíos iban formando charcos que chupaba la alfombra y de las mesas medio desplomadas empezaban a resbalar uno por uno los perros de porcelana Dolton, sin romperse. La niña pálida daba saltos de alborozo detrás de su sofá. Que los ahorcaran a todos. Que los ahogaran como a gatos recién nacidos.
+—¿No le parecen divinos? —le preguntó la prima flaca.
+—Sí. No. No sé.
+Que los ahorcaran a todos. Y a los tíos, a las tías, a las nueras, a las primas, a los yernos. Una gran mortandad. Una revolución violenta. Aunque una revolución es tal vez la misma cosa: gente que tropieza, cosas que se rompen, vasos que se derraman. Uno se queda solo, rodeado por el olor del pueblo, a cebolla y a changua, acorralado contra un piano. Y algún intelectual exclama, insensato de éxtasis: ¿No le parecen divinos los revolucionarios? Sí. No, no sé. Es cuestión de punto de vista.
+Evelia regresó con más hielo y nuevos vasos. Pero ya las madres jóvenes daban vueltas recogiendo abriguitos y capotas, los primos y los yernos salían malhumorados, casi sin despedirse, haciendo entrechocar en la mano las llaves de los carros.
+Renació la paz. Durante un rato sólo se oyó el tintinear del hielo en el cristal, los suspiros de los viejos tíos. Monseñor Boterito Jaramillo empezó a adormilarse nuevamente.
+—Trabaja, mijo —soltó Foción a quemarropa—. Leonor, le estaba diciendo hace un rato a tu hijo Ignacio que buscara trabajo. No puede seguir toda la vida hecho un zángano.
+—¿Por qué no? —preguntó la tía Cata con voz seca—. No sería el primero de la familia.
+—Antes era distinto —dijo Foción—. Ahora este país va de cabeza para el socialismo.
+—Yo no lo veré, afortunadamente &mmdash;dijo el tío Alejo, lúgubre.
+—El socialismo es una doctrina atea —protestó monseñor Boterito Jaramillo—. Y el pueblo nuestro es muy creyente.
+—¿Pero en qué va a trabajar Ignacio? —preguntó doña Leonor, indiferente—. No sabe hacer absolutamente nada.
+—Yo ya le dije: si quiere, le doy un puesto en el banco.
+—No quiero, tío, de verdad. Gracias.
+—Si prefiere, le consigo un puesto diplomático.
+—Serías perfecto, mijo. ¡Con tu figura! —se extasió Lulucita Pineda sacudiendo la cabeza con inusitada violencia.
+—Ignacio no sabe hacer absolutamente nada —repitió doña Leonor—. ¿Te quedas a comer, Foción? No sé que nos tenga Saturnina.
+—Eso ya lo dijiste, mamá —cortó Escobar con cierta irritación.
+—Es que no sé, mijo: en esta casa la que manda es ella, tú sabes.
+—Eso no. Que yo no sé hacer nada.
+—¿Lo dije? Tú sabes que se me olvidan las cosas. Pero es verdad: no sabes hacer nada.
+&mdasmdash;Sí sé —afirmó Escobar.
+—¿Sí? Primera noticia.
+—Ignacio escribe versos —apuntó Ernestico Espinosa, con perfidia. Foción se atragantó con su enfisema.
+—¡Versos! —tosió—. No seas pendejo, mijo: vas a acabar como el pobre Ricardo, que no tiene un centavo. Le toca venir aquí a seguir viviendo de los versos que le escribía a tu mamá cuando era joven.
+Ricardito Patiño se puso pálido como un muerto. Doña Leonor le lanzó a Foción una mirada relampagueante, que Foción eludió con un vago gesto de la mano. El tío Pablo salió en defensa del poeta con imprevista vehemencia.
+—¡Ricardo es un gran poeta, Focias, no digas pendejadas! Tiene versos… versos clásicos. Ese del, cómo era aquel, Lucía, el del templo…
+—El del Partenón —informó la tía de ojos vagos. E inesperadamente el tío Pablo se puso en pie, ligeramente oscilante, y empezó a declamar con lentos ademanes:
+El clásico perfil del arquitrabe
+sus apotegmas traza en la segura
+confianza de perenne arquitectura
+que encierra todo cuanto Fidias sabe.
+Cuajada en piedra y luz, marmórea nave
+que incólume surcó la edad oscura;
+de su ruina resurge, casta y pura,
+intacta hasta que el universo acabe.
+Encarnación feliz del pensamiento
+firme y eterna bajo el firmamento
+donde lucen inquietas las estrellas.
+Temerosas e inquietas: porque cabe
+la inextinguible columnata grave
+las que pasan y mueren ¡ay!, son ellas.
+La tía Lucía, que había seguido la recitación moviendo los labios en silencio, suspiró.
+—Sí, eso es muy bueno, Ricardo —reconoció Foción. Ricardito Patiño estaba sonrosado, confuso de placer.
+—Muy bueno —confirmó el tío Alejo—. Es que son pendejadas, los europeos tienen muy buenas cosas: el Partenón, Notre Dame, la Torre Eiffel…
+—Con Lucía vamos a ir a París a fin de año, después de que nazca el niño —reveló el primo de chaleco—. En fin, a toda Europa. El Partenón, Grecia, Pisa, Jerusalén…
+—¡Ah, Grecia! —roncó monseñor Boterito Jaramillo.
+—Tienen que ir al Bois —aconsejó Lulucita Pineda—. Con papá y mamá, cuando vivimos en París, vivíamos en el Bois.
+Al tío Alejo le subía una risa de la barriga hacia arriba, le agitaba la papada y los rollos de la nuca, le brotaba en gotitas de sudor en la calva:
+—Es que con el Partenón es fácil. Pero imagínate… pero imagínate —lloraba de la risa—, imagínate un poema aquí, ¡al templo de Chapinero!
+Todos rieron, contagiados de risa.
+—¡O a la iglesia de Monserrate! —dijo la tía Lucía, vagos los ojos. El tío Pablo se secó los suyos con un pañuelo, y luego se secó la calva. Ernestico Espinosa intervino:
+—Es que Monserrate no rima sino con alpargate.
+Todos rieron de nuevo. La prima flaca, roja de placer, rio alzando la cara: una venilla tibia le palpitaba en la garganta, bajo el collar de perlas. Su marido de chaleco quiso perfeccionar todavía más el chiste:
+—¡O con aguacate! —chilló casi, reventando de risa.
+Pero el regocijo amainó. Ricardito Patiño, que había soltado risas casi obscenas, quiso lucir sus talentos de poeta a sueldo de la burguesía improvisando una cuarteta cómica:
+Pobre señor de Monserrate:
+en vez de palio, un mal petate;
+y promeseros de alpargate
+ le ofrecen yuca y aguacate.
+Todos rieron otra vez descontroladamente. Ernestico Espinosa, que lanzaba carcajadas perfectas de dentista, golpeó los hombros de Ricardito con potentes palmadas de felicitación, y murmuró algo al oído del yerno de chaleco y de la prima embarazada y tímida. Se derrengó sobre los hombros flaqueantes de Ricardo, con una risa que a Escobar, en su creciente cólera, le pareció fingida. Pero el idiota de chaleco reía también, dando fuertes zapatazos de la risa en el piso, y lo mismo reía la prima flaca, protegiéndose el vientre y el pecho con los antebrazos recogidos, ruborizada hasta las sienes. Se sentía mareado de rabia. Tenía razón en todo Federico, e inclusive el imbécil de Diego León Mantilla: burguesía dependiente hasta los tuétanos, hasta la risa, hasta las heces. ¿Con qué derecho se reían? ¿De qué?
+—No veo de qué se ríen —dijo con voz helada—. ¿De qué te ríes tú, tío Pablo? Te gusta declamar sonetos al Partenón. ¿Pero con qué plata vas tú con tía Lucía a conocer el Partenón? Con la que sacas de tus siembras de aguacate, que te dan tanta risa. Con la plata que le sacas a una pobre gente de alpargate, que te da mucha risa, pero que es la que te recoge tu cosecha de aguacate.
+—Yo siembro cebada, mijo. Y tengo vacas Holstein. No digas boberías.
+Escobar se volvió acusador hacia Foción: bancos, urbanizadoras, contratos petrolíferos. Pero no pudo hablar. Foción reverberó a través de su enfisema:
+—No digas boberías, mijo: tú vives de tu mamá, que vive de sus rentas.
+—Eso es lo que digo, tío. Todos vivimos de lo que da esta tierra, pero ustedes se avergüenzan, les parece ridícula, indigna. No creen que esta tierra que les produce plata puede producir versos. Y al contrario: antes de producirles plata a ustedes, produjo versos. Don Juan de Castellanos la vio y dijo:
+Tierra buena,
+tierra que pone fin a nuestra pena…
+—Es verdad —confirmó el tío Pablo—. Aquí en la Sabana tenemos muy buena tierra.
+—Pero muy sobrevaluada, don Pablo —opinó el cuñado de chaleco, vehemente—. La fanegada está más cara que la mejor tierra de Flórida.
+No decía La Florida, sino Flórida. La prima flaca, con los ojos brillantes, desafió a Escobar:
+—¿Y usted por qué no le escribe unos versos a la sabana, Ignacio? A ver, atrévase.
+Atreverse. Se lo decía todo el mundo últimamente: que no fuera cobarde, que se atreviera a algo. Le pareció que todos lo miraban expectantes, como si fuera a improvisar una elegía ahí mismo. La prima embarazada respiraba rápido, lo miraba con ojos retadores. No se le ocurría nada. Y tampoco era tan bonita como para eso. En el ojo ondulado de Ernestico Espinosa brillaba una chispa burlona. La tía Cata intervino:
+—Yo sinceramente no creo que Ignacito sea capaz de escribir versos —dijo—. Por una razón: en la familia nunca ha habido nadie con talento.
+—¡Cómo! —exclamó el tío Alejo, sinceramente asombrado—. Al contrario, Catalina, papá Carlos era un gran escritor de su época.
+—Mag-magnífico pro-prosista político —confirmó Ricardito Patiño.
+—Cómo, y tío Miguel Ignacio —intervino el tío Pablo—. Él era hombre más bien de sus haciendas, pero muy buen escritor también, a sus horas. Poeta. Tradujo a Paul Géraldy, ¿te acuerdas, Lucía? Toi et Moi.
+—Poeta muy fi-fi-fino —corroboró Ricardito Patiño.
+—Y el mismo papá —añadió Foción—. Gran orador también, y muy buen escritor.
+—Muy á-á-á-ágil —ayudó Ricardito Patiño.
+—Eso no era talento, sino plata —afirmó la tía Cata.
+Se hizo un silencio general. Lo rompió el marido de chaleco de la prima embarazada declarando con concentrada resolución:
+—Pero para tener plata hace falta talento.
+—O casarse bien —sugirió doña Leonor, maligna. Pero mientras el yerno de chaleco enrojecía y la prima embarazada contenía la respiración, bruscamente sin color, doña Leonor prosiguió con tono frívolo—: Yo me casé bien, por ejemplo. Álvaro Escobar era uno de los señores más ricos de Bogotá.
+—¡Tú no te casaste con Álvaro por la plata, Leonor! —protestó el tío Alejo, con reproche.
+—Por la plata no, claro —reconoció doña Leonor—. Estaba enamorada. Álvaro Escobar era el señor mejor vestido de Bogotá.
+—Un figurón —certificó Lulucita Pineda, negando con la cabeza blanca—. Álvaro tenía un figurón.
+En un aparte, como en el teatro, la prima embarazada y su marido discutían animadamente, a media voz:
+—Es lógico, gorda —decía el cuñado de chaleco—: también hace falta talento para saber conservar la plata.
+Con todo lo cual, Escobar recordó de repente su propia situación económica. Al fin y al cabo, había venido a eso.
+—A propósito, mamá —dijo—: te quería pedir una cosa.
+Doña Leonor lo miró con reproche:
+—¿Plata, mijo?
+—Sí, mamá.
+Foción se alteró:
+—¡Hasta cuándo vas a seguir viviendo a costillas de tu mamá, mijo! ¡Ya estás viejo, Ignacio!
+Pero la vejiga no le permitió seguir: se dobló como si hubiera recibido una coz en los riñones. La prima embarazada y flaca le ofreció su brazo. Ernestico Espinosa lo izó tirando del otro, y los dos lo llevaron, claudicante, en dirección al baño. Doña Leonor agitó su campanilla.
+—Evelia, en el armario grande de mi cuarto, en el primer cajón, bájeme por favor la cajita grande de plata de las joyas.
+Escobar imaginó a Ernestico Espinosa haciéndole un comentario salaz a la prima flaca ante la puerta cerrada del baño. Imaginó el sonrojo de la prima. Pero tampoco era tan bonita, en realidad. Evelia ya bajaba, cargando una larga caja rectangular de plata. Doña Leonor abrió la tapa con un golpe seco del cerrojo de resorte.
+—Cuánto, mijo.
+—¿Veinte?
+—¿Veinte mil pesos? Pero mijo, en qué te gastas la plata… —suspiró doña Leonor, contó billetes nuevos.
+—Tía, es peligroso guardar tanta plata cash en la casa —opinó juiciosamente el yerno de chaleco. Escobar sintió un golpe de sangre en la cabeza: ¿con qué derecho llamaba «tía» a su mamá ese imbécil? ¿Y por qué decía cash? Y mientras tanto, el sinuoso cardiólogo Ernestico Espinosa le estaba seduciendo a la mujer ante la puerta cerrada de un baño. En el silencio, escuchó a sus espaldas, por fin, el respirar de fragua del enfisema de Foción, que regresaba arrastrando la pierna. Ernestico Espinosa lo ayudaba a sentarse. Miró a su prima flaca, que estaba roja como un tomate y rehuyó su mirada. Recibió sin mirarlos los billetes que le tendió su madre, nuevos, fríos, crujientes.
+—¿Por qué no te quedas a comer, Ignacio? No vienes nunca.
+—No puedo, mamá, de veras. Tengo que irme.
+—¿Por qué no llamas a tu novia y le dices que se venga? A ver si por fin la conocemos.
+—No tengo novia, mamá.
+—Es caleña —explicó doña Leonor a la redonda—. Se llama Fina. Muy querida, creo.
+—¿Caleña? —interrogó la tía de ojos vagos, levantando las cejas. Escobar odió a su madre: no era Fina, era Henna. No era su novia, se había ido. (Fina, no Henna: a Henna había tenido que echarla). No pensaba decir una sola palabra.
+—Caleña —suspiró su madre—. Pero eso sí, gente muy bien de por allá. ¿No, mijo?
+—Caleña es caleña —dijo (otra vez) Ernestico Espinosa. El tío Alejo rio con gran violencia, y el yerno de chaleco también. Todos rieron. Foción, Ricardito Patiño, la tía de ojos vagos, el tío Pablo con su risa cansada, Lulucita Pineda. Hasta doña Leonor produjo una sonrisa de indulgencia. La prima flaca y ruborizada rio alzando la cabeza: de nuevo la venilla tibia palpitó a lo largo de su cuello. Una cólera inmensa sofocó a Escobar: estaban ensuciando a Fina. Se precipitó fuera del salón, atravesó ciego de ira el salón francés, el sombrío vestíbulo, el hall enladrillado. Familia de mierda, burgueses de mierda: que los devorara el basurero de la historia. A todos: a Foción y al cretino de chaleco, al sinuoso cardiólogo y a los tíos balbuceantes, a la prima con su feto en el vientre, a la grotesca Lulucita Pineda. A su mamá también, a su mamá sobre todo: vieja imbécil, y además, puta. Puta, puta, con polistas argentinos, con cardiólogos, con poetas, con cualquier cosa. La odiaba. Y no le perdonaba que le hubiera transmitido en la sangre su tensión baja, que lo hubiera educado para fingir ante la vida una educada indiferencia. ¿Por qué no había estrangulado a Ernestico Espinosa cuando insultaba a Fina, cuando osaba seducir a su prima (aunque no fuera bonita)? ¿Por qué no había matado a Ricardito Patiño cuando le contaba que su mamá era puta? Ah, mamá, puta, puta, puta. Mamá. No volvería a verla jamás. Dejad que los muertos entierren a sus muertos. Y que monseñor Botero Jaramillo oficie la misa de difuntos, y Ricardito Patiño componga un ditirambo.
+El frío del jardín le devolvió la calma. Arrojó lejos el vaso de whisky, que fue a caer en medio de un espeso matorral de hortensias. Afuera esperaban dormidos los carros de sus tíos, cuajados de gotitas de llovizna los largos hocicos relucientes. Los choferes charlaban con la sirvienta gorda de caminar de pato, que se contoneaba y reía. En el bolsillo del pantalón sentía el peso duro y rígido del fajo de billetes. Tenía la vida por delante.
+¿Qué hacer? Estaba solo en la vida. No tenía madre. No tenía novia. No tenía casa. Empezaba otra vez a tener hambre, y se sentía mareado de familia y de whisky. Pensó pedirle a Parrita que lo llevara en el carro a alguna parte. Pero si no tenía madre tampoco tenía chofer de su madre. ¿Y a dónde ir? Estaba como siempre.
+UNA MUCHACHA JOVEN, DE pelo negro y rizado que le caía en cascadas espesas sobre la espalda y los hombros, de pantalones apretados de color escarlata, le abrió la puerta. Se sobresaltó: tenía ya preparado el beso para la mejilla de Ana María.
+—¿Está Federico?
+—¡Señora Anmery, un joven que pregunta por don Fedy! —gritó la muchacha. Y desapareció casa adentro, taconeando, haciendo revolear la cabellera, mascando la entrepierna del pantalón con la raya de las nalgas, hecha un brazo de mar. Escobar entró, cerró la puerta, se abrió paso hacia el estudio por entre el laberinto de lienzos apilados y trozos de escultura.
+—¿Quién era esa vampiresa? —preguntó.
+El corazón le dio un vuelco en el pecho. Sentada a la mesa, entre Federico y una Ana María a punto de reventar del embarazo, estaba Ángela.
+—Berenice, la muchacha nueva.
+Era mucho más linda que la primera vez. El hijueputa de Richi o Pichi no se veía por ninguna parte. Sintió que le temblaba el pulso.
+—Explícame: por qué la muchacha nueva te dice señora Anmery y no compañera Ana María, como sería lo correcto.
+—Ay, Escobar…
+—Es en serio. Es decir, no me parece serio. Federico anda jodiendo día y noche con la conciencia de clase, y en su casa mantiene con sus sirvientes relaciones de tipo feudal.
+—No joda, Escobar. Ana María ya no podía con Mateo y el embarazo. No crea que es por gusto que tenemos sirvienta.
+Besó a Ana María. Tras un leve titubeo, besó también a Ángela. No preguntó por Richi.
+—¿Y Mateo?
+Está malísimo con fiebre, el pobre. ¡Y yo con esta barriga! Afortunadamente Ángela se está quedando aquí. Y Berenice. Pero pobre, está todo colorado, todo afiebrado, con los ojitos hinchados de llorar, todo lleno de mocos, no se sabe sonar. Se muere de la sed. Y el pobre ni siquiera sabe lo que le pasa.
+—Está lindísima, Ángela.
+Era la primera vez que le dirigía directamente la palabra.
+—Gracias, Escobar.
+Se acordaba de él. Rehuyó su mirada burlona.
+—Anmery, ¿me das algo de comer? Tú también estás lindísima.
+—No me llames Anmery. No seas lambón. Creo que todavía quedan fríjoles. ¡Berenice!
+Berenice apareció, contoneándose.
+—Berenice, ¿me hace un favor? Sírvale fríjoles a don… —al señ… —a Ignacio.
+—Cómo no, sus fríjoles con garra. —Berenice arrojó sobre su espalda una masa de pelo rizado de un golpecito seco de la mano. Escobar adivinó que encontraría en su plato más de un cabello negro, enroscado, largo. La miró salir, taconeando. Ella vio que la miraba salir, y le guiñó el ojo.
+—Vengo exhausto —dijo Escobar—. Vengo de una reunión terrible de familia. —Y se le vino encima toda su tragedia, todo su hastío—. Vengo de un mes fatigosísimo.
+—¿Qué has sabido de Fina?
+—¿De Fina? Ah, no… —No se había acordado de Fina. ¿Qué sabía de Fina Ana María?
+—¿Qué sabes tú de Fina? ¿La has visto?
+—Sé que te llamó un día.
+Se le paró el corazón. No podía ser. Y la hijueputa de Henna no le había dicho una palabra. Creía haberse desembarazado de Henna para siempre, y veía ahora que le había destruido el presente, tal vez el futuro, y que desde el pasado le seguía destruyendo el presente y tal vez el futuro.
+—Cuéntame de Fina.
+—No sé nada, Escobar. Y no te contaría si supiera.
+—No seas tan rígida. Tan leal.
+Berenice entró, contoneándose, con una bandeja humeante de fríjoles con garra, arroz y plátano frito, carne espolvoreada, aguacate, ají, un par de huevos fritos sobrenadando en la cima. Colocó el antebrazo pegado a la mano de Escobar, caliente y liso.
+—Por la izquierda, Berenice —advirtió Ana María. Como doña Leonor: ya no queda servicio.
+—Ay, eso como una no sabe, señora Anmery… —Pero le dio la vuelta a la silla de Escobar, y al servirle por la izquierda volvió a apoyar contra su mano su antebrazo desnudo. No, Dios mío, un respiro: no podía haber escapado de Henna para venir a caer en brazos de Berenice.
+—¿Qué es eso de un mes fatigosísimo? Tú nunca haces nada.
+—Ana María, te advierto que hoy no vine a que me regañaran más. Vengo de que me regañe mi mamá, y mis tíos y mis tías, y mis primos y mis primas, y mis cuñados y mis cuñadas, por lo mismo: haga algo, Ignacio.
+—Yo tengo un primo que se llama Ignacio —intervino Berenice—. Aiñas. Él también estudia inglés.
+Visiblemente, Ana María no sabía qué hacer con Berenice. Ángela reía en silencio. Estaba deslumbrante de linda: un mechón de miel le acariciaba el cuello alto y fino. Hacía apenas una hora le había parecido tentador incluso el cuello de su prima flaca y embarazada, pobre. ¿En dónde andaría el hijueputa de Richi? Temía verlo llegar de un momento a otro.
+—Gracias, Berenice. Están magníficos.
+—Ahí regularones no más. Eso como una no es cocinera… Yo estudio —confió Berenice—. Inglés y secretariado bilingüe. Don Fedy me va a conseguir una beca.
+—Bueno, Berenice, después hablamos de eso —dijo por fin Ana María—. Ahora estamos hablando.
+Ofendida, Berenice se retiró, taconeando, mirando de reojo a Escobar.
+—No entiendo cómo la gente puede tener sirvientas —se quejó Ana María.
+—Ya no queda servicio —comentó Escobar. Escudriñó su plato. No halló ningún cabello.
+—No vengas ahora con que no te gustan los fríjoles con garra, Escobar, o te vas inmediatamente de esta casa.
+—No, no… Me encantan. Se ve que Berenice es una gran cocinera.
+—Lo llamé ayer, Escobar —dijo Federico—. Creí que estaba otra vez con Fina, porque me contest…
+—Sí, sí, ya sé —interrumpió Escobar. Le incomodaba un poco el tema de Fina en presencia de Ángela. (¿Y Richi, o Pichi?)—. Es que pasé un mes con una mujer abominable que no me pasaba las llamadas. La odiaba.
+—Si la odiabas no pudiste pasar un mes con ella —dedujo Ana María. El tema de Henna, aunque también incómodo, era más manejable.
+—Yo sé que es difícil de explicar, pero sí: la odiaba, y pasé un mes con ella. Me embriagué de la copa de su fornicación, y cuando desperté no había manera de echarla.
+—No venga a dárselas ahora aquí de gran fornicador, Escobar.
+Ángela rio: la risa castradora de Lilith.
+—No me las estoy dando. Es cierto. Henna, se llamaba. Se llama. Pero ya se fue, gracias a Dios.
+—¿Henna?
+—Henna. Caleña. Era amiga de Fina. —Se mordió los labios: no debía hablar de Fina. ¿Qué sabría de Fina Ana María? Pero no quería preguntar en presencia de Ángela, en ausencia de Richi. Aunque el abandono despierta afán de protección. Estaba utilizando a Fina. Traicionándola. En un mes de fornicación con Henna no se sintió nunca traicionándola, y ahora sí. ¿Dónde andaría Richi?
+—¿Henna? —preguntó Ángela—. Yo estudié en el colegio con una niña caleña que se llamaba Henna. Tenía una risa increíble.
+—Una risa abominable.
+—Tenía unas piernas de dos metros de largo, divinas. Todas las de la clase nos moríamos de envidia.
+—No puede ser la misma Henna. O no sé, tal vez. —¿Qué sería mejor? ¿Quejarse por una Henna horrible? ¿Ufanarse de una Henna divina?—. A mí me parecía abominable.
+—Pero viviste un mes con ella.
+—Ya te dije que es difícil de explicar, Ana María.
+—Esas cosas te pasan siempre a ti, Escobar, por cobarde. Por eso se fue Fina. Por eso se te escapa todo entre los dedos.
+La conversación se estaba volviendo incontrolable.
+—Ana María, por favor. No vine a que me regañaras.
+—Voy a ver cómo sigue Mateo —anunció Ángela, levantándose. Sonrió, se dobló, se enderezó, se alejó, rio, tal vez incluso alcanzó a decir algo. Cuánta vida. Escobar pudo apenas seguirla con los ojos. Se recuperó de inmediato. Interrogó a Ana María:
+—¿Qué sabes de Fina? ¿Cuándo me llamó?
+—No sé nada.
+—Por favor, Ana María…
+—¿Alguien quiere un cacho? —ofreció Ángela apareciendo repentinamente en la puerta. Ana María negó con la cabeza, Federico no contestó—. ¿Escobar? —Escobar aceptó. No era más que una chicharra ya vieja, ennegrecida y requemada. Pero los dedos de Ángela. Volvió a irse, y los dejó en silencio.
+—¿Qué les pasa a los gatos?
+Los gatos, en otro tiempo tan apacibles, gruñían en las esquinas, lanzaban repentinos zarpazos. Esa casa había cambiado. No se puede dejar un mes sola a la gente.
+—Están nerviosos —dijo Ana María.
+—Sí, veo. Pero por qué, si no soy indiscreto.
+—Es el perro de Ángela. Los aterroriza.
+—¿Dónde está?
+—Encerrado atrás. Pero lo huelen.
+Se reanudó el silencio. Debería irse, tal vez. Pero no antes de que volviera a salir Ángela, para verla. ¿Y qué hacía ahí el perro de Ángela?
+—¿Y Richi? —preguntó.
+—Se separaron. Afortunadamente. Para Ángela.
+No dejó ver el súbito tumulto de su alma.
+—Ana María, ¿no eras tú la que me decía que había que casarse, siempre?
+—Sí, para divorciarse.
+Se notaba mucha tensión en el ambiente. Federico no había pronunciado una palabra, y ahora rebullía sin hablar el azúcar de su café, interminablemente.
+—¿Para qué me llamó el otro día? —dijo Escobar, cambiando el tema.
+—Ayer —respondió Federico.
+¿Ayer? Habían pasado tantas cosas. Ninguna, en realidad.
+—¿Ayer?
+—Lo llamé a pedirle el poema que me había prometido.
+—¿Qué poema?
+—No me diga que no se acuerda. Un poema comprometido.
+—¡Qué se va a acordar! —rezongó Ana María—. Si no se acuerda ni de Fina…
+—Se me había olvidado.
+—Claro —remató Ana María, irónica. Federico renunció a la palabra:
+—Bueno, entonces habla tú, vieja.
+—¡Sí, hablo yo! Nunca me dejas hablar. Tu compromiso, tu compromiso, tu compromiso, tu compromiso.
+—¡Aaaaahhhhh! —Federico se tomó el café de un sorbo. Se levantó, sacó un libro de la biblioteca.
+—Por lo menos podías ir a mirar cómo está el niño.
+—Ángela fue.
+—Ángela fue a arreglarse. Va a salir.
+—Está con Berenice.
+—¡Sabes que yo no puedo ir! —estaba muy nerviosa, Ana María: más que los gatos—. No le tengo ninguna confianza a Berenice. No me gusta.
+Federico entró a ver al niño. Se cruzó con Ángela en la puerta, esplendorosa. Sobre las botas de cuero, unos largos jeans descoloridos se le pegaban a los muslos, se le cuajaban en las nalgas.
+—No te preocupes, Ana, yo vuelvo temprano.
+—Sí, no te preocupes: de todos modos ahí está Berenice. O Federico.
+Ángela rio. Besó a Escobar en la mejilla. No pudo contenerse:
+—Niña, está lindísima usted. ¿Cuándo la vuelvo a ver?
+—No sé. Nos vemos.
+—Es en serio… —se lamentó Escobar. Ángela le dio la espalda riendo. En el fondo de la casa, en alguna puerta, se oía el rasguñar angustiado de un perro. Los gatos bufaron, erizándose, y Ana María los espantó de mala manera. Nadie es feliz. Oyó el portazo de Ángela al salir. ¿Con quién saldría?
+—¿Cuándo hablaste con Fina?
+—Si hubiera hablado con Fina, no te lo diría.
+—Ana María, por favor: si estás furiosa con Federico, es problema de ustedes. Pero no te pongas furiosa conmigo. ¿Quieres que me vaya?
+—No estoy furiosa con Federico. No te vayas. Estoy furiosa contigo.
+—¿Por qué?
+—Por Fina. —Y ante el gesto de exasperación de Escobar:
+—Sí, por Fina. Tú no tienes derecho, Ignacio.
+—La que se fue fue ella.
+—Y tú te fuiste a fornicar con otra.
+—Llegó a mi casa, no es culpa mía.
+—Ay, pobrecito, te violaron.
+—Sí, me violaron.
+—Por eso se fue Fina, la entiendo perfectamente.
+—¿Ves? Tú misma dices que fue ella la que se fue.
+—¡No seas ridículo, imbécil…! ¿Y a ti no se te ha ocurrido buscarla?
+Escobar se desconcertó: no se le había ocurrido.
+—¿Y dices que la quieres?
+—Sí, la quiero. No la he buscado, no porque no la quiera, sino porque fue ella la que se fue y me dejó solo.
+—Pobrecito, te dejó solo. Y entonces vino otra y te rescató.
+—No, no me rescató. ¿Por qué estás tan nerviosa, Ana María? ¿Qué te pasa?
+Ana María se echó a llorar.
+—¡Yo qué sé! Estoy embarazada hasta los ojos, Mateo tiene fiebre, detesto a esa Berenice, me dice señora Anmery, Ángela se acaba de separar de Richi y está viviendo aquí con maletas y perro y toda esta casa oliendo a perro y Federico que no ayuda para nada y se la pasa en reuniones del partido, en reuniones del partido, mierda, ¡como si eso sirviera para algo…!
+Echó el cuello hacia atrás, llorando, rechinando los dientes. Escobar intentó consolarla con la mano, sintiéndose impotente, indefenso, sin saber qué hacer. ¿Llamar a Federico? La besó en los cabellos. Olía a lágrimas. Tenía un olor caliente, febril. A lo mejor también ella tenía fiebre, como el niño. ¿Sería algo contagioso? La besó más fuerte, avergonzado de su propio temor.
+—Todo es una mierda, Ignacio, todo es una mierda… —Y se dejó llevar por el llanto abiertamente. Federico volvía en ese momento, ceñudo, silencioso, con la barba hostil, oscura, que le daba un aspecto feroz.
+—Lloró un rato, pero ahora está dormido.
+Ana María se secó las lágrimas.
+—¿Le diste agua?
+—Sí. ¿Estabas llorando tú?
+—No, no estaba llorando. ¿Es que ya no puedo ni llorar?
+Federico se encogió de hombros, volvió a coger el libro que había dejado abierto, espantó a los dos gatos, que se habían refugiado en su sillón. Y una vez más quedaron en silencio. Por distender algo el ambiente, Escobar comentó.
+—Tu hermana Ángela está lindísima.
+—¡Carajo, Escobar, no hay derecho! —Ana María estalló otra vez, sobresaltando a Escobar.
+—¡Hay que ver cómo son los hombres, carajo: venir a decir ahora que mi hermana está lindísima!
+—Es que está lindísima, es verdad.
+—No seas imbécil. A ti te da igual que mi hermana esté lindísima o feísima. Te daría lo mismo Berenice. Cualquiera que pase por ahí. Tú le pones cara de estar solo.
+Escobar enrojeció.
+—Las mujeres somos unas imbéciles, carajo —prosiguió Ana María—. Tiene razón Fina, que te dejó. Tiene razón Ángela, que dejó al imbécil de Richi. Aunque Richi no era un imbécil. Era buena persona. Por lo menos él era buena persona.
+Federico interrumpió:
+—Ana María, no digas pendejadas.
+—¿Por qué no recoges los platos?
+—Ya viene Berenice.
+—No me resisto a Berenice. Recógelos tú.
+—¿Quieres que la eche?
+—No es eso. Es que no me la resisto: ay, señora Anmery, ay, señora Anmery…
+Entró Berenice, y hubo un nuevo silencio.
+—¿Cómo está el niño, Berenice?
+—Está dormidito, señora Anmery.
+—Recoja los platos, ¿sí?, por favor.
+Mientras limpiaba la mesa, Berenice se contoneaba sola, insinuaba un juego de nalgas y caderas, le lanzaba a Escobar miradas pícaras. Federico leía su libro y se mordía las uñas.
+—¡No te comas los dedos, por favor!
+Federico dejó de mordisquearse las uñas. Berenice terminó su tarea y se fue. Ana María preguntó a boca de jarro:
+—¿Por qué te gusta mi hermana? No la conoces.
+—No, pero me parece linda.
+—Para qué —No era una pregunta, sino un pistoletazo. Estaba muy agresiva, Ana María.
+—No sé. Para nada.
+—Para qué.
+Federico seguía leyendo su libro. Escobar pudo distinguir el título: Mao Tse-tung, Obras escogidas. Consuelo de la filosofía.
+—Bueno, sí —se rindió Escobar—mdash;: para acostarme con ella. ¿Te parece bien?
+—No, no me parece bien.
+—¿No te parece bien que me quiera acostar con tu hermana, que me parece linda? ¿Qué es lo que no te parece bien? ¿Que sea tu hermana? ¿No te parece bien que los hombres se quieran acostar con las mujeres?
+—No, no me parece bien. No es verdad.
+Federico pasó una página. ¿Estaría leyendo? ¿Escuchando? A Mao debía sabérselo de memoria. Y a Ana María.
+—No es verdad qué.
+—Que los hombres se quieran acostar con las mujeres. —La afirmación, al ver a Ana María embarazada hasta los párpados, resultaba un poco absurda—. Tú no te quieres acostar con mi hermana. Lo único que quieres es decir que te quieres acostar con ella. Como todos los hombres: lo que quieren es decir que se quieren acostar con las mujeres, pero en realidad no quieren. Y tú, menos. Tú no te quieres acostar con nadie, Escobar: por eso al final se te van todas. Por eso se fue Fina. Por eso se fue esta otra, ¿cómo se llama? Henna.
+—Henna no se fue. Me fui yo. Y sí, fue por eso: porque no me quería acostar con ella. En eso tienes toda la razón. —Trató de ser ligero: Ana María estaba verdaderamente muy agresiva, muy nerviosa. Interrogó con la mirada a Federico, que no alzó los ojos de su libro de Mao.
+—Tú no te quieres acostar con nadie, Escobarito. Y mucho menos con mi hermana. Los hombres no se quieren acostar nunca con nadie. Por eso nos vamos todas. O deberíamos irnos, si no fuéramos tan pendejas.
+—Yo no sé los demás. Pero yo sí. Con algunas, no con todas. Con Henna no, por ejemplo. Con tu hermana Ángela sí, por ejemplo.
+Ana María insistió, circular, terca —le recordaba a Fina—:
+—Tú no te quieres acostar con Ángela. Eres como todos.
+—Sí quiero. Tú eres como todas: crees que sabes mejor que yo lo que yo quiero.
+—¡Porque lo sé mejor que tú, so gran pendejo! —Ana María rio con una risa de loca—. Tú no sabes lo que quieres. Ninguno de ustedes sabe lo que quiere.
+Tampoco esta vez reaccionó Federico. Acababa de pasar una página, y ni siquiera parpadeó.
+—En general, tal vez —concedió Escobar—: pero en este caso particular sé que me quiero acostar con tu hermana Ángela. —A lo mejor tenía razón Ana María: le gustaba decir que se quería acostar con Ángela. Sí, pero además le gustaría hacerlo.
+—¿Por qué?
+—¿Por qué? —quedó desarmado, desconcertado, silencioso. Ana María soltó una risa feroz, intempestiva, agresiva como un timbre. No debía ser fácil estar casado con Ana María, ya en la intimidad. A lo mejor su hermana era igual. Físicamente se parecían bastante.
+—¿Ves? —lanzó Ana María, triunfal—. Ni siquiera sabes por qué. Luego no quieres.
+—No tiene nada qué ver. Pregúntale a Federico por que le gustaría acostarse con tu hermana. Verás que él tampoco te sabe explicar exactamente.
+—Federico tampoco quiere acostarse con mi hermana.
+—Yo no quiero acostarme con Ángela —corroboró Federico como un eco, con el rostro cerrado, impenetrable, sin levantar los ojos de las Obras de Mao.
+—¿A ti te gustaría acostarte con Ángela? —interrogó Ana María, repentinamente suspicaz.
+—No, mi amor —dijo Federico, recalcando las sílabas—. Acabo de decir que no quiero acostarme con tu hermana.
+—¿Pero te gustaría?
+—No, no me gustaría.
+—¿Por qué?
+—¡Ah, mierda, Ana María…! —Federico se puso en pie de un golpe, dejó caer el libro—. Voy a sacar al perro.
+Escobar se sintió abandonado. A todo esto, Ángela había dejado de existir: se había vuelto un concepto abstracto, un tema de discusión, de especulación filosófica. Recordaba —o tal vez imaginaba, y con esfuerzo— el olor de su perfume, al despedirse: sus largas piernas forradas en los jeans, los jeans entre las botas, la mano apartando el pelo para el beso. Más que el olor de Ángela, tenía en el paladar el sabor arenoso de los fríjoles de Berenice. Federico pasó casi arrastrado por el perrazo gris, que agitaba la cola como loco, y gemía. Los dos gatos se colocaron de un brinco sobre la repisa de la chimenea, soltando violentos bufidos, con las colas verticales contra el enorme rostro plano de Mao en cuatricromía.
+—Si me llaman, que ya vuelvo.
+Ana María no contestó. Se oyó el golpe de la puerta, el rasguñar del perro escaleras abajo. Los gatos se sosegaron poco a poco, empezaron a lamerse la raíz de la cola.
+—Dime: ¿Ángela era feliz con ese tipo, Richi, Pichi?
+—¿A ti qué te importa?
+—No me importa. Por saber.
+—¿Para qué quieres saber?
+—Ay, Ana María… Quiero saber porque, si me quiero acostar con tu hermana, es útil saber si es feliz o no es feliz con su marido.
+—Ninguna mujer es feliz con su marido, Escobar. A ratos. ¿A ti qué te importa? ¿Te piensas casar con mi hermana?
+—No tiene nada qué ver.
+—Todos los hombres son iguales.
+—Eso es una cosa que dicen todas las mujeres, Ana María querida, y es una de las cosas que hacen que todas las mujeres sean iguales.
+—¿Y Fina?
+—Fina también es igual. Y Henna. Y mi mamá. Todas son como tú: piensan que acostarse y casarse son una misma cosa, como en las películas gringas de los años cincuenta, y salvo en las películas gringas de los años cincuenta son dos cosas que no tienen ninguna relación. Tú crees que sí: «¿Te quieres acostar con Ángela? ¿Cuándo te vas a casar con Ángela? ¿Cuántos niños vas a tener con Ángela?». Y no es eso, son cosas muy distintas.
+—¡Los hombres no, claro! ¡Para lo que después les importan los niños!
+—Ana María, qué te pasa.
+—Nada. No me pasa nada. A ti no te importa lo que me pasa.
+Se tranquilizó súbitamente. Una tranquilidad que a Escobar le pareció ominosa.
+—No te preguntaba eso. Te preguntaba por Fina.
+—¿Fina qué? —exploró Escobar, suspicaz.
+—Eso te digo yo: Fina qué.
+—Igual, ya te dije. ¿Qué sabes tú de Fina?
+—No, igual no. Eres tú el que eres igual. Por eso todo te da exactamente igual, todas te parecen iguales. Te da lo mismo Fina que Henna que mi hermana. Todo te da igual porque nada te interesa, Escobar.
+—Al contrario, ya te expliqué. Fina es una cosa, Henna es otra cosa muy, muy distinta, no sabes cuán distinta. Tu hermana es otra cosa.
+—Por eso mismo. Dices que te quieres acostar con mi hermana. Y entonces Fina qué.
+¿Por qué no volvía el imbécil de Federico?
+—Entonces Fina nada. No tiene nada qué ver. Ya te digo, son cosas muy distintas.
+Desde el principio había sabido que no hubiera debido dejarse embarcar en esa conversación. No le haría el menor bien para con Fina, ni el menor bien para con Ángela.
+—¿Tú quieres a Fina?
+—La adoro. Ya sabes. ¿En qué andará el imbécil de Federico?
+—Federico no es ningún imbécil, no seas imbécil tú. Contesta. Tú no quieres a Fina.
+—Eso no es una pregunta.
+—No seas imbécil.
+—No soy imbécil. Sí quiero a Fina.
+—No quieres a Fina. Eso es lo que la imbécil de Fina no acaba de entender. Pero no lo digo porque crea que quieras a mi hermana, no soy tan pendeja. Tú no quieres a nadie, Escobar. Ni siquiera te quieres a ti.
+—Sí quiero a Fina. Lo de tu hermana es otra cosa, no hablemos de eso. Es una pendejada: tú me metiste en eso a la fuerza.
+—A la fuerza. Pobrecito. Eso te pasa siempre, pobre: todo te pasa a la fuerza. Te violan.
+—Eso es verdad. Me violan.
+—Sí, eso es verdad, yo sé. Eso es lo malo que te pasa. A ti todas las cosas te pasan desde afuera, te violan a la fuerza. Y por eso nunca te pasa nada. Todas las cosas te vienen desde afuera y por eso todas son iguales. Tú no escoges, no intervienes, no puedes distinguir, no puedes preferir. Por eso todo te da lo mismo. Por eso no te pasa nada. Por cobarde.
+¿En qué momento se había dejado meter en esa discusión? A la fuerza. Por inercia. Por cobarde. Por huir de su familia, que hablaba mal de Fina. ¿Cómo escapar? Huye, que sólo el que huye escapa.
+—Me viven pasando cosas, Ana María, con tu perdón. Fina se fue, y no ha vuelto. Henna casi no se va, y ni siquiera estoy seguro de que de veras se haya ido: todavía me falta volver a mi casa y ver. Tu hermana…
+—¡No metas a mi hermana!
+—Bueno, no. La metiste tú.
+—Además nada de eso te pasa a ti. Les pasa a ellas.
+—Me pasa a mí.
+—No.
+¿Para donde iba todo eso? ¿Acaso no había pasado un mes desde que habían dicho lo mismo? Ana María estaba muy nerviosa, era visible. El embarazo, la enfermedad del niño, el mal humor de Federico. O tal vez al revés: el mal humor de Federico era producto del embarazo, la enfermedad del niño consecuencia del nerviosismo de Ana María. Y más allá de todo, causa tras causa eficiente, la propiedad privada de los medios de producción, o la voluntad de Dios, o el velo multicolor de Maya. Se quedaron callados. Ana María cerró los ojos. Oyeron el chasquido de la llave en la puerta, la excitación del perro, la fuga atropellada de los gatos furiosos. Ana María desvió de una patada desmañada el asalto del perro, que llegaba feliz de su paseo. Federico lo arrastró para encerrarlo en el fondo. Sonó el teléfono. Contestó Federico. Dejó caer el auricular.
+—¡Berenice! ¡Es para usted!
+Apareció Berenice, coquetona.
+—¿Jellou? —dijo en el aparato. Y luego—: ¡Quiuuubo, ole! Usted si ni más, ¿no?
+—¿Por qué no vas a ver cómo está el niño? —preguntó Ana María.
+—Acabo de mirar. Está bien.
+—¡Tú qué vas a saber! No lo ves nunca.
+Escobar, de haber estado en el lugar de Federico, hubiera puesto cara de mártir. Federico no alteró las facciones: una cara cerrada e impasible entre la barba hirsuta. Ana María se izó trabajosamente de su silla. Estaba de verdad considerablemente embarazada. La cara, salvo los ojos rojos y algo hinchados de llanto, seguía igual, fina y limpia. Pero el cuerpo era ahora una informe vejiga hinchada, todo barriga bajo la larga falda hippy, multicolor como el velo de Maya. Se paró muy echada hacia atrás, quebrando la cintura, equilibrando el peso de su vientre.
+—Voy a ver cómo está el niño.
+—Ana María —anunció Federico—, tengo que salir. Probablemente vuelvo tarde.
+Ana María se puso irónica:
+—¿Vas a hacer un trabajo de masas?
+—Tengo que ver a unos compañeros —respondió Federico, impasible.
+—Últimamente Federico hace mucho trabajo en las bases —explicó Ana María con ironía amarga, algo teatral—. Yo lo espero aquí. ¿No, Federico?
+Federico no contestó una palabra. Escobar le envidió la maestría, la impavidez, la calma. La experiencia de la militancia política, quizás.
+—Bueno, entonces vete —desafió Ana María.
+A Escobar se le vino el alma al suelo. Había esperado que podría volver a ver a Ángela a su regreso. Había hecho incluso planes.
+—Todavía no —dijo Federico—. Primero tengo que esperar una llamada.
+En el teléfono, Berenice charlaba feliz, adoptando poses lascivas.
+—¡Uuuuy, loco! —decía— ¡Uuuuy, loco!
+—Berenice —dijo Ana María—, cuelgue: Federico está esperando una llamada de los compañeros del part…
+—¡Ana María! —la interrumpió Federico. Le llameaban los ojos. Ana María calló en seco. Dio la vuelta y se fue casa adentro, sin decir una palabra.
+—¿Qué le pasa a Ana María? —preguntó Escobar. Federico señaló con la barba a Berenice, que seguía conversando.
+—¡Uy, usted sí es muy loco! —decía, riendo: reía arrojando la cabeza hacia atrás, dejando balancear libre el peso de la cabellera, ofreciendo la garganta morena y regordeta.
+—Berenice, estoy esperando una llamada —dijo Federico.
+—Bueno, amorcito, aquí me piden el teléfono… —dijo Berenice. Dejó vibrando la voz en un ronroneo— mmm… mmmmmm… un amigo… de veras, amorcito, sólo un amigo… mmmmmmmm…
+—Berenice, por favor —pidió Federico.
+—Bueno, amorcito, ahora sí de veras le cuelgo, ¿bueno? Chaíto Chao. Bai bai. Oquei, bai bai. Bai bai…
+Colgó. Se retiró, taconeando como una reina.
+—¿Qué le pasa a Ana María?
+—No sé. Nada. Todo. El embarazo, la fiebre de Mateo, yo, el trabajo del partido, Ángela, el perro de Ángela, los problemas de Ángela, las llamadas de Berenice, los novios de Berenice, los dientes de Mateo, que ahora le están saliendo, y llora. Pero sobre todo el embarazo, supongo. No sé. No se case, Escobar. No tenga hijos.
+—Pero Federico, si usted era el que me decía la otra noche…
+—Bueno, no importa —Federico cortó, guardó silencio.
+—¿Para qué me dijo que me había llamado ayer? —interrogó Escobar.
+—Ah, sí… ¿Todavía le interesa hacer poemas comprometidos?
+—Le estoy preguntando en serio.
+—Le estoy hablando en serio. ¿Le interesa?
+—No sé —Escobar buscó una salida—. No sé cómo se escribe un poema comprometido.
+—Nosotros le explicamos.
+—¿Quiénes, nosotros?
+—Nosotros. El partido.
+—Hable en serio, Federico.
+—Estoy hablando perfectamente en serio.
+—No sé… Un poema no me lo pueden «explicar». No hay poemas de compromiso.
+¿No? Ricardito Patiño, un Petrarca, había dicho que sólo podía haber poemas de compromiso.
+—De compromiso no: comprometidos.
+—Es lo mismo.
+—Bueno. ¿Le interesa?
+—No sé. Déjeme pensarlo.
+—¿Le interesa?
+¿Por qué no? Era algo. De todos modos no tenía nada qué hacer, ni a nadie en la vida, ni para dónde coger. No tenía madre, ni novia. (Ángela. A lo mejor volvía Ángela).
+—Bueno. No tengo compromiso, de manera que me imagino que puede comprometerme. Soy libre como el viento.
+Federico guardó silencio. Escobar también, unos momentos.
+—¿Bueno?
+—Bueno, ¿qué?
+—Bueno. ¿Qué tengo que hacer?
+—Estamos esperando una llamada.
+—Ah.
+Instrucciones de Pekín, seguramente. ¿Tendría que escribir poemas en chino? Recordó lo mal recibido que había sido su haikú japonés, la otra noche. ¿Tendría que aceptar la asesoría técnica de Diego León Mantilla? ¿Cómo estaría Beatriz? Tenía lindas teticas. ¿Se le notaría ya el embarazo?
+—Federico, cuando usted dice «el partido», ¿se refiere a Diego León Mantilla?
+—No sea pendejo.
+—Porque Diego León Mantilla no entiende un carajo de literatura, le advierto.
+Federico no contestó. Siguieron un rato en silencio, esperando.
+¿Volvería Ángela antes de que se fueran? Empezó a hacer planes fantásticos. Sonó el teléfono, y Federico empezó a hablar en voz baja, grave, lenta: sí, compañero… no, compañero…, entrecortada de largos silencios.
+—Estoy aquí con un compañero… —vaciló un instante— … poeta. Poeta, compañero. Un compañero poeta, compañero. Sí, poeta. Lo del foro y los intelectuales, compañero… Sí, compañero… No, compañero… El compañero de que hablamos, compañero.
+Federico colgó. Todavía vaciló un instante.
+—Bueno: ¿Le interesa venir?
+—¿Compañero? —sugirió Escobar. A pesar suyo, Federico sonrió. Añadió:
+—… ¿Compañero?
+—Vamos, compañero —dijo Escobar. Se sintió extraño. Pero, bueno: adelante. Le sonaba raro oírse llamar a Federico «compañero» cuando llevaba todos los años de la vida sin llamarlo de ninguna manera. Pero pensó que al cabo de más años le parecería raro que le hubiera sonado raro alguna vez empezar a llamarlo «compañero». De modo que adelante.
+Federico entró al fondo de la casa. Salió de mal humor, con una chompa negra de piloto de la primera guerra, llena de cremalleras. De una escultura en yeso descolgó un casco de motociclista. Escobar la miró, le pareció vagamente giacomettiana. Por las piernas le asomaban arterias de hierro, como várices negras.
+—¿Me permite una crítica, compañero?
+—No.
+—¿Quién es?
+—Camilo Torres.
+—¿El procer? Yo sé, Federico, el compromiso, sí, pero ¿usted hace próceres de encargo?
+—No sea huevón, es Camilo, el cura. Es para la Universidad Industrial de Santander. Gente muy combativa.
+—¿Y no querrán más bien algo… cómo decirle… más realista-socialista? Esto hiede a arte burgués decadente, si quiere que le diga.
+—Sí. Pero es que primero lo hice realista-socialista y tenía demasiada cara de cura.
+Salieron.
+—¡Ah, la técnica japonesa! —comentó Escobar, admirativo, ante la motocicleta roja, reluciente, sembrada de espejitos—. ¿Ustedes no eran más bien pro-chinos?
+—Mire, Escobar, le advierto: lo voy a llevar a que conozca a unos compañeros, de modo que hágame el favor de no decir muchas huevonadas: yo respondí por usted.
+La llovizna vagamente luminosa, las basuras fermentando dulcemente en la noche, un celador de ruana en bicicleta, culebreando en subida por las calles empinadas de la Perseverancia. Anuncios luminosos de droguerías y licoreras, verde menta, rosa eléctrico, cadmio. La moto palpitaba entre las piernas de Escobar, y lo cegaba la llovizna. Federico evitó las tinieblas del Parque Nacional y bajó a la Carrera Séptima, parándose a rugir en los semáforos. De los carros herméticos los miraban con aprensión disimulada: los asesinos de la moto. Busetas parpadeantes de luces y de altares, atestadas de gente. Muchedumbres saliendo de los cines, de los bachilleratos nocturnos.
+—¡Esta es su realidad!
+—¿QUÉ?
+—¡SU REALIDAD! ¡ESTA!
+—¿MI REALIDAD?
+—¡SÍ! ¡NO LOS SONETOS!
+—¿LOS SONETOS?
+—¡LOS SONETOS HUEVONES!
+Era difícil hablar, con tanto ruido. Sus sonetos no tenían nada de huevones —o tal vez sí, pero no en el sentido en que lo estaba entendiendo Federico. Pegó su boca al casco y le gritó:
+—¡PEQUEÑO BURGUÉS RADICALIZADO!
+—¿QUÉ?
+—¡¡PEQUEÑO BURGUÉS RADIcali… —se le rompió la voz. Lo guardaría para más tarde. Había leído siempre que eso era el peor insulto entre auténticos revolucionarios: pequeño burgués radicalizado. La moto corría hacia el norte, rauda, bramadora, cortando las cortinas de llovizna, escorando como un buque para adelantar carros y buses. Qué máquina tan peligrosa. Federico avanzaba a una velocidad insensata entre el caos del tránsito, se aventuraba en los estrechos desfiladeros de hierro entre dos buses, rozándolos con las rodillas, a un milímetro de sus llantas colosales. Escobar se abrazaba a sus espaldas, ciego de lluvia, furioso y aterrado: pequeño burgués radicalizado de mierda. Desde lo alto de un bus, en un semáforo, un chofer escupió con certera violencia sobre el casco de Federico. Se lo merecía, por pequeño burgués radicalizado de mierda, pero Escobar sintió arcadas de náusea. ¿Qué hacía él ahí, a dónde se dejaba llevar, en ancas de esa moto como una doncella rescatada? A lo mejor tenía razón Ana María: todo le daba igual: cabalgar en moto rumbo a lo desconocido, ensordecido por el viento, o cenar en casa de su madre con monseñor Botero Jaramillo. La misma aceptación, la misma falta de entusiasmo. Inerte. Disponible. Libre como el viento. Como una piedra. Libre o inerte, daba lo mismo.
+Muy lejos, en el norte, doblaron hacia abajo por una amplia avenida arbolada, en contravía, y se deslizaron por un camino de grava. Federico apagó por fin su máquina. Asordinada por la distancia se escuchaba la música violenta de una discoteca. ¿Venían a poner una bomba? ¿A bailar? En la llovizna, encaramados en el prado bajo los altos árboles goteantes, refulgiendo en la sombra, se alineaban docenas de automóviles. Federico le confió su moto a un celador armado.
+—Cuídemela, hermano.
+Se pararon a esperar bajo la fronda húmeda de los árboles, entre espaciados goterones, en silencio.
+—¿Eso es lo que usted llama «mi realidad»?
+—En parte.
+—Ah, ya entiendo. Se trata de una excursión didáctica. Primero el sur, el centro, los siete círculos de la explotación y la miseria, los niños en harapos que escarban las canecas de basura, las busetas repletas. Y luego el norte, el cielo, el Unicornio, los lujos corrompidos de la gran burguesía.
+—No sea pendejo.
+—¿Vinimos a bailar?
+—No sea huevón, Escobar. La cita con los compañeros es aquí.
+—Ah. Los compañeros son socios del Unicornio.
+—No, los compañeros no son socios del Unicornio. Pero el celador del Unicornio, en cambio, es un compañero muy bueno que… ¡Ay, Escobar, por Dios, no joda más!
+—Es que no entiendo. No entiendo por qué me trajo aquí. Y la verdad, tampoco entiendo mucho por qué me quieren conocer a mí sus compañeros.
+—Aquí, porque aquí es la cita. Y a usted, no porque sea usted en particular. El partido ha decidido abrir un frente de lucha cultural, sobre las pautas de Mao en el Foro de Yenán. Una cosa bastante amplia y abierta, pero, claro, con intelectuales y artistas más o menos consecuentes, con cierta posición de clase. Yo respondí por usted. Yo lo propuse.
+—¿Y cuál es mi posición de clase, si se puede saber?
+—Pequeño burgués radicalizado.
+Súbitamente los cegó la luz potente de unos faros, y un enorme automóvil estuvo a punto de arrollarlos al trepar bruscamente el bordillo de la acera para subir al pasto, entre los árboles. Otros dos más llegaron de inmediato en un chirriar de llantas. Descendió un grupo numeroso: niñas morenas, rubias, de largas piernas de seda, desnudas las espaldas; tipos vestidos de smoking, tambaleantes de alcohol, lanzando voces: «No jodás, Bobby, you’ll kill everybody one of these nights en ese hijueputa Jaguar» —y uno besaba los hombros desnudos de una niña, y otro orinaba contra el tronco de un árbol, y otras dos niñas caminaban delante, conversando. El llamado Bobby le arrojó desde lejos las llaves a Federico.
+—Ala, viejo, parquéame bien ese carro.
+Se alejaron rumbo a la música, entre risas y gritos. —«¿Y Claudia? Where is Claudia?»— Federico dejó caer las llaves en el pasto crecido.
+—¿No serían esos los compañeros que estamos esperando?
+—No sea huevón.
+—No sea huevón usted. Ha perdido por completo el sentido del humor, Federico. El marxismo-leninismo idiotiza a la gente.
+—Al revés: el humor idiotiza a la gente.
+Con un grito de llantas en asfalto frenó delante de ellos otro carro reluciente. Escobar esperó ver descender otro grupo de niñas deslumbrantes. Las dos puertas se abrieron.
+—Adentro, compañeros.
+Por dentro olía a carro nuevo y caro, a cuero vivo. Federico subió delante, junto al que manejaba: camisa de bolsillos, muñecas nervudas, reloj de submarinista, patillas largas de prócer de la Independencia, y una sonrisa dientuda que inspiraba confianza. El compañero Douglas, presentó Federico. Atrás, a lado y lado de Escobar, que quedó encajonado en la mitad del asiento, la compañera Zoraida y el compañero Hermes. En respuesta al asombro de Escobar, el compañero Douglas aclaró, riendo:
+—No, compañero, no somos oligarcas. El carrito es robado.
+El compañero Hermes corrigió:
+—Recuperado, compañero.
+El compañero Hermes tenía un bigote lacio y negro, y anteojos negros en la oscuridad del automóvil, y a diferencia del compañero Douglas no inspiraba la más mínima confianza. La tez oscura, dura como cuero, áspera de cicatrices de viruela. De la compañera Zoraida, Escobar sólo percibía el calor silencioso contra su brazo izquierdo, su piel mate en la ropa floja de hombre y una mata oscurísima de pelo en la penumbra. Los dos callaban. El compañero Douglas, en cambio, hablaba fuerte y manoteaba, y a veces se volvía por completo en el asiento como si olvidara que era él quien iba manejando. Federico le indicaba cruces y bocacalles que él ignoraba con risas y silbidos, acelerando, desdeñoso. Apenas se oía el zumbido poderoso del motor, y sin embargo en un instante estuvieron a un paso de la autopista. El carro giró en U sobre dos ruedas, acrobáticamente, Escobar recibió sobre su cuerpo todo el peso y todo el olor fuerte de Zoraida mientras él a su vez rodaba sobre Hermes y se clavaba en el ilíaco el filo duro de algo que debía ser una pistola.
+—Verraco carro —comentó el compañero Douglas con orgullo. Subieron calle arriba como una flecha.
+—Bueno, pregunte, compañero.
+¿Pero preguntar qué? ¿Por qué no preguntaban ellos? Frente amplio cultural, o lo que fuera eso exactamente. ¿Realizar foros de poetas? ¿Escribir proclamas? El huevón de Federico lo había soltado así, de pronto, en medio de la vida, como en un parto, sin explicarle nada claramente, pequeño burgués radicalizado de mierda. Miró a Hermes: apenas el reflejo negro de sus anteojos negros de mafioso. Miró a Zoraida: sólo vio el relucir del blanco de los ojos. Veía mejor a Douglas, iluminado por el reflejo de los faros. Le faltaba la falange del índice de la mano derecha. Manos callosas. Se miró las suyas subrepticiamente, a la luz intermitente de los faroles de mercurio: ni un callo. ¿Pero por qué se sentía confusamente avergonzado? ¿Intimidado? División del trabajo, compañero: usted dispara un fusil, yo corrijo la ortografía de una proclama. Sí, pero no tenía ni un callo: ni siquiera el que sale en el anular de sostener la pluma, el cálamo. Meses sin un poema. Y si ahora le pedían uno, ¿sería capaz de componerlo? Se sentía ante un examen. ¿Quiénes eran? ¿Combatientes? ¿Ideólogos? ¿Intelectuales con una posición de clase consecuente? En la pretina de Hermes, apoyado en su cadera, podía sentir el peso frío de la pistola. Un carro caro es siempre menos amplio de lo que parece desde afuera. Carraspeó, reflexivo:
+—Bueno, y ustedes qué.
+—La Revolución, compañero —respondió Hermes a su derecha, acomodándose con parsimonia los anteojos en el puente nasal. A su izquierda, Zoraida interrogó a su vez:
+—Y usted qué, compañero.
+—¿Yo?
+—El compañero Federico nos dice que usted es de confianza, compañero —agregó Zoraida. Su voz era grave, intensa. Morena, fina, de párpado árabe y nariz grande y aguileña. Turca, probablemente. Zaida, Zoraida, Zorahaida las tres hijas del rey moro. Tres moricas me enamoran en Jaén: Aiza, Fátima y Marién… Pero era frívolo estar pensando en eso mientras los otros daban explicaciones sobre el trabajo militar, político y de masas, y la jepepé.
+—Compañero —le costaba un gran trabajo, casi una tos, que le saliera con naturalidad la palabra «compañero»: mi teniente, excelencia reverendísima—. Compañero: ¿qué es la jepepé?
+—Guerra Popular Prolongada— aclaró Zoraida, no sin cierto desdén condescendiente.
+—Ah.
+Hablaba con lentitud, Zoraida, con deliberación tensa, respirando hondo entre frases didácticas, abriendo mucho las fosas nasales, como una poetisa costeña que recitara sus propios versos. Olía a mujer, pensó Escobar. En la estrechez del automóvil, y contrabalanceando el peso frío en la cadera de la pistola del compañero Hermes, sentía el peso caliente del seno de Zoraida apoyado en su codo. Y no podía evitar (aunque se sabía frívolo) imaginar cómo sería su cara en el amor.
+—Mire, compañero —resumió de repente el compañero Douglas—: este país nuestro lo tienen vuelto mierda los gringos y los ricos.
+—El imperialismo y sus aliados locales —tradujo Zoraida.
+—Y los militares —añadió Hermes.
+—Brazo armado de la burguesía —tradujo Zoraida.
+Douglas aceleraba a fondo por la Carrera Séptima hacia el norte, hasta Usaquén, donde el asfalto se terminaba en barrizales frente al cuartel de la caballería. A punto de llegar a las garitas de los centinelas frenaba en seco, y el carro se deslizaba un poco más, lanzando a lado y lado surtidores de fango, giraba como un trompo y quedaba con el hocico apuntando hacia el sur. Arrancaban a toda velocidad rumbo al sur, con el motor aullando. Hermes señalaba las garitas salpicadas de lodo y decía: «el enemigo». Y devoraban calles nuevamente, y se notaba que el compañero Douglas iba feliz manejando el carro poderoso y rugiente, saltándose semáforos, esquivando de un brusco timonazo camiones repentinos que brotaban sin luces en la cola en el haz de los faros. Arriba, en el flanco del cerro, se adivinaba el caserón sombrío del seminario. Escobar tenía miedo de que acabaran estrellados contra un poste. El rostro verde oliva del compañero Hermes parecía animarse con la embriaguez de la velocidad. Federico no movía la cabeza, y su nuca impasible no reflejaba ninguna emoción.
+Zoraida hablaba. Tres moricas tan lozanas iban a coger manzanas en Jaén: Aiza, Fátima y Marién.
+Se distraía. Oía su voz, ligeramente ronca, y seguía atento el movimiento de sus labios. Pero no entendía bien. Zoraida hablaba de la caracterización de la sociedad colombiana desde un punto de vista materialista histórico, y sus labios se cerraban un instante, se apretaban, inesperadamente duros y pálidos en la oscuridad vaga cargada de su olor salado y dulce, a mujer. El orden colonial y semifeudal, ¿cierto? —y el compañero Hermes asentía: cierto. Los aliados locales del imperialismo, ¿cierto? Cierto. La capa de terratenientes, grandes banqueros y magnates de la burguesía compradora, ¿cierto? Cierto. Douglas se volvía a veces, sin soltar el timón: es por Colombia, compañero, por la gente de este país. Zoraida traducía: revolución democrático-burguesa al servicio de la liberación nacional, ¿cierto? Cierto. Es con la gente, compañero, con la gente verraca, que trabaja y que se jode, con los campesinos, con los obreros… Zoraida traducía, seria, intensa: contenido democrático, movimiento huelguístico, ¿cierto? Cierto. Guerra del campo a la ciudad, ¿cierto? Cierto. Zonas liberadas, ¿cierto? Cierto. Escobar interpuso una objeción.
+—Perdón si la interrumpo, compañera. Me da la impresión de que eso no tiene mucho que ver con Colombia. Ustedes llaman «zonas liberadas» a los sitios en donde hay unos guerrilleros escondidos sin que los hayan todavía descubierto. No sé si…
+—El presidente Mao, compañero —cortó Zoraida— dice…
+—Por eso, por eso —interrumpió Escobar de nuevo—. Es que me da la impresión de que ustedes no han tratado de entender lo que dice Mao, sino que se lo han aprendido de memoria. Sólo que donde él habla de la China ustedes ponen: «Colombia». Y yo creo que así no sale la cosa. Mao dice, precisamente, que para hacer la revolución en China hay que mirar primero cómo son las cosas en China: esas vainas de la cosa feudal y la burguesía compradora. Pero si es en Colombia, pues hay que mirar qué pasa en Colombia, me imagino.
+Hubo un silencio ominoso. El compañero Hermes lo miró golpeado. La compañera Zoraida hizo un gesto hacia abajo con los largos labios gruesos, y miró por la ventana. Esas eran las huevonadas que le había prohibido Federico. No se atrevió a mirarlo.
+—Mire, compañero —dijo Douglas por último—: es cosa de ponerle verraquera, compañero.
+—Pero aquí la compañera Zoraida estaba diciendo que la revolución democrático-burguesa…
+—Verraquera, compañero —repitió Douglas.
+—Y bala —añadió Hermes, lúgubre.
+—Pero, compañero —Escobar buscó con los ojos la ayuda de Federico, que lo miró con frialdad: esas eran justamente las huevonadas que le había prohibido. ¿Pero por qué se iba a dejar impresionar, si no estaba de acuerdo?—, los de enfrente también le ponen verraquera. Y bala. También creen que sólo se trata de eso.
+—Los de enfrente no tienen al pueblo, compañero.
+—No tienen al pueblo —repitió Hermes, tristísimo.
+—A lo mejor no, pero tienen más balas. O ustedes creen que matando de cuando en cuando a un policía en una esquina para robarle la pisto…
+—Bazukas, compañero. Ametralladoras. Cañones antiaéreos.
+—Aviones —dijo Hermes—. Tanques.
+Escobar calló un instante, anonadado.
+—¿Y de dónde los piensan sacar?
+—Del enemigo —dijo Hermes con sencillez.
+—Y si no hay tanques, a piedra, compañero —aclaró Douglas, realista—. A machete.
+—Lo importante no es la tecnología, sino el grado de desarrollo de la conciencia de las masas populares —tradujo Zoraida.
+—La verraquera de la gente. Esta gente es muy verraca, y eso no lo para nadie. Vea, compañero, la joda es muy sencilla: aquí hay una guerra. De un lado están los hijueputas ricos, los hijueputas gringos y toda la tiramenta hijueputa. Y del otro, todo el verraco pueblo. La compañera Zoraida se lo explica.
+—De un lado el imperialismo y sus aliados locales, y del otro el pueblo y su vanguardia armada —resumió Zoraida.
+—Esta vaina no se arregla con trapitos calientes y préstamos del BID, sino peleando, compañero. Echando bala.
+—Forma superior de lucha —explicó Zoraida.
+—No es tan sencillo —insistió Escobar, terco—. No hay dos lados: hay cincuenta.
+—Bueno compañero, de acuerdo: de un lado hay cuarenta y nueve lados, y del otro estamos nosotros… —rio el compañero Douglas. Palmeó a Escobar en el hombro—. Métale verraquera, hermano, y verá cómo se le pasa.
+¿Cómo se le pasaba qué? Pero calló. Hermes le apretó el codo, casi con afecto, y se dio un golpecito en la cacha de la pistola, dejándosela ver, sonriéndole. Escobar respondió a su sonrisa. ¿Pero por qué se había dejado meter en eso por Federico? Ni siquiera estaba seguro de que su posición de clase fuera completamente consecuente.
+—Aquí tenemos su currículum, compañero —dijo Zoraida. Qué serios eran, pensó admirativo, dentro de lo poco serios que parecían. Su currículum. ¿De dónde habrían sacado su currículum? Y qué halagado se sentía de que lo tuvieran. Zoraida golpeaba con el dedo una gruesa carpeta: todo eso no podía ser su currículum.
+—Sabemos que usted es poeta, compañero —prosiguió Zoraida. Escobar, halagadísimo, negó con la cabeza, afirmó con la cabeza: no quería envanecerse—. Sabemos que tiene una posición de clase consecuente.
+Escobar volvió a negar, volvió a afirmar, ligeramente inquieto: no sabía bien qué entender por «posición consecuente». ¿Consecuente con qué? ¿Y cómo habían descubierto, a través de sus escasos —y herméticos— poemas publicados, que su posición era consecuente con algo? Zoraida abrió la carpeta, la hojeó a la luz intermitente que entraba por la ventanilla del carro: corrían ahora por la calle cien, hacia occidente, y tomaban la avenida hacia Suba. El perfil aguileño de Zoraida se recortaba en la ventana, y el resplandor de la luz en las hojas blancas del currículum le daba a su tez morena un tono grisáceo bajo su pelo negro, espeso, crespo como la copa de un árbol. Sentía su muslo caliente pegado al suyo, en la sombra. Zaida, Zoraida, Zorahaida.
+—A ver: Ignacio Alvarado, bogotano, clase media, familia liberal, autor de Poemas de lo Urbano…
+—Perdón, pero ese no soy yo.
+No era él, era otro: Alvarado, en efecto, un imbécil, llamado el Poeta Urbano: él mismo se presentaba así: «Alvarado, poeta urbano». Malísimo, además. Consecuente, eso sí, si eso era ser consecuente: «Oda al chofer de bus», «Saludo para los obreros madrugadores». Pésimo. Un gordo grande, fuerte, colaborador de todos los suplementos literarios.
+—Ese no soy yo, compañera. Yo nunca he escrito poemas urbanos.
+—No importa, compañero.
+—Pero es que ese no soy yo. Yo no soy Ignacio Alvarado. Me llamo Escobar. Ignacio Escobar.
+—Ignacio Escobar, Ignacio Alvarado: es lo mismo —cortó Zoraida con impaciencia.
+—Todos los poetas son iguales, hermano —rio Douglas.
+Tal vez. Pero que no lo confundieran con Alvarado. Con cualquiera, menos con Alvarado.
+—Bueno: pero yo no soy ese tipo —insistió, molesto.
+—No sea individualista burgués, compañero.
+Federico intervino:
+—Creo que hay una confusión, compañera. Este es Ignació Escobar. Es amigo mío desde hace quince años. Yo respondo por él. Es consecuente.
+—Yo conozco al compañero Escobar —intervino Hermes con voz lúgubre—. Es un verraco poeta: tiene un verraco poema sobre los bombardeos criminales del imperialismo contra los compañeros vietnamitas que publicó en un suplemento de un periódico.
+Todos lo miraron. Escobar estaba estupefacto. ¿Un poema sobre los compañeros vietnamitas? Hermes, acomodándose mejor en la nariz sus anteojos de ciego, recitó lúgubremente, sobre un ritmo de romance lorquiano:
+Sobre la tierra de gente
+cruzan pájaros de hierro.
+Dejan caer una lluvia
+de sangre en mitad del vuelo.
+La lluvia cae como lluvia.
+Los muertos están ya muertos.
+Hubo un silencio de admiración, que halagó a Escobar. Sí, eran versos suyos. No tenían nada que ver con el Vietnam, pero eran versos suyos. En fin: de Lorca, pero suyos. De cualquiera. Todos los poetas son iguales. Probablemente habían coincidido con algún bombardeo de la guerra del Vietnam, pero no tenían más relación con ella que eso: la coincidencia. De eso se trataba, precisamente: de mostrar que las cosas suceden al mismo tiempo, pero por lo general no tienen nada qué ver entre sí. La lluvia cae como lluvia. Punto. Los muertos están ya muertos. Punto. Porque la lluvia cae siempre como lluvia: es su manera natural, habitual de caer. Y lo que define a los muertos es precisamente que están ya muertos. Lo halagaba muchísimo que alguien se supiera de memoria sus versos —aunque claro, eran fáciles: el runruneo pegadizo del octosílabo. Pero de todos modos, no eran exactamente así.
+—Son un poco distintos, compañero —empezó. Zoraida lo interrumpió con fastidio:
+—Da lo mismo, compañero: entendimos perfecta mente.
+—No, no da igual. En poesía lo que cuenta es la forma, y…
+—Por eso mismo: eso es lo que tienen de bueno sus versos, que son fáciles de forma. Pero lo que importa es el contenido, compañero: que sea consecuente con las luchas de los sectores populares.
+—Para eso es que nos pueden servir los poetas como usted, compañero —agregó Douglas—: para meterle a la vaina esa cosa abolerada que le gusta a la gente. Hay que machacar y machacar las consignas, compañero, pero para que la gente se las aprenda y las entienda es muy bueno que les suenen a vaina poética, así se les van quedando en la memoria. Explíquele la lucha de clases a la gente, compañero, así, como echándoles un bolero. El compañero Federico le cuenta la letra y la compañera Zoraida le pone la música.
+—Compañero… —se quejó Zoraida.
+Pero es que no era así. Para empezar, su romance no tenía nada qué ver con el Vietnam. Pero sobre todo, no era eso, sino todo lo contrario. Lo contrario del compromiso. Se trataba de explicar que todas las cosas pasan sin que pase absolutamente nada. Douglas había parado el carro en la mitad de un barrio de casitas de dos pisos, silenciosas, con antejardín. Escobar renunció a dar explicaciones.
+—¿Qué quieren que haga, entonces? ¿Más versos como esos?
+—Más o menos. Pero de aquí, compañero: no del Vietnam —dijo Zoraida—. Hablar de los compás vietnamitas está bien, aunque ahora hayan caído en manos de una clique revisionista prosoviética. Pero lo que tenemos que aprender de ellos no es eso, sino lo que les permitió ganarle la guerra al imperialismo: contar con las propias fuerzas. Escriba sobre nuestras propias fuerzas, compañero, sobre las luchas de nuestro propio pueblo. Esa voz suya tiene que ser la voz comunista de su pueblo.
+Zoraida hablaba despacio, con intensidad, vocalizando con mucha claridad, abriendo mucho la boca para tomar aire, impostando la voz ligeramente. Debía de haber sido actriz, o tal vez poetisa.
+—Hable de la guerrilla urbana, compañero —sugirió Hermes.
+—O de las luchas sindicales —añadió Douglas—. Aquí lo que sobra es tema verraco, compañero. Hable de los hijueputas oligarcas.
+—Lo malo es que si me pongo a hablar de los hijueputas oligarcas quién sabe si me publiquen en los suplementos de los periódicos —alegó Escobar.
+—No es para eso, compañero. Vaya y recite en las fábricas, en los sindicatos, en las comunidades indígenas —enumeró Zoraida—. En los campos, en las montañas, en la selva.
+¿En la selva? Escobar se estremeció: la caminata.
+—Bueno, no sé… Yo soy más bien un tipo urbano…
+Douglas le clavó los dedos en el hombro:
+—Bueno, compañero: sí o no: no más joda. Mójese el culo. Aquí lo que hay es una guerra, compañero. Escoja lado.
+Todos guardaron un silencio tenso. ¿Una guerra? El motor del carro detenido zumbaba débilmente en el silencio absoluto: un barrio verde, casitas de dos pisos sembradas entre prados y calles sin salida, estructuras de tubos de colores para que jugaran los niños, alterones en medio de las calles para que no torrieran demasiado los carros. La paz. Ni siquiera se veía un celador armado. Hubieran podido estar en Minnessota, en Luxemburgo: y era un barrio de clase media bogotana apenas próspera. Casas de cuotas, deudas en los bancos. Una vida atroz. Hermes siguió su mirada:
+—La oligarquía —dijo.
+No. Pero bueno. Aunque no, no: ¿de verdad creían que la oligarquía era eso? País semicolonial y semifeudal, ¿cierto? Abrió la boca para seguir protestando y sintió clavados en sus ojos los ojos de Federico: había respondido por él, y él había agradecido su confianza diciendo huevonadas. Bueno, entonces, trato hecho. ¿Trato hecho? Lo que importa es la forma. ¿Cómo decirles que bueno, que sí, que estaba de acuerdo? Trato hecho, como si fuera un negocio; a sus órdenes, mi comandante, como en un cuartel: frases del enemigo. El capital, el brazo armado de la burguesía. El imperialismo: oquei. Recordó a Berenice, y más atrás, a Cecilia. País semifeudal y semicolonial, sí, qué carajo, estaba de acuerdo. Pero por todo eso se daba cuenta de que en el verdadero fondo su posición de clase no era todavía verdadera y férreamente consecuente. Y eso iba a provocar problemas más tarde, lo sabía, lo temía. ¿Pero cómo advertírselo? Lo miraban en silencio. A lo mejor, a lo peor, acabarían ejecutándolo por tener posiciones de clase divergentes. Lo sabía. Tendrían que ejecutarlo tarde o temprano, si eran de veras consecuentes. Recordó una estadística preocupante: la guerrilla mataba muchos más compañeros traidores que enemigos propiamente dichos. Aunque, ¿quién más enemigo propiamente dicho que un compañero traidor? Sí, pero también, ¿quién juzga la traición? Las masas, compañero, y su vanguardia armada.
+Debía ser ya tardísimo. Llevaban horas dando vueltas en carro. Llevaban un tiempo incalculable ahí parados: un carro lleno de gente, con el motor andando en ese barrio silencioso de paz pagada a crédito. Sospechosísimo. Vendría la policía. Habría que sobornarla. El compañero Hermes la recibiría a tiros.
+Douglas le había soltado el hombro, y lo miraba, vagamente burlón. Hermes no lo miraba, o no podía saberlo, tras sus anteojos negros. Federico parecía estar poniéndose nervioso. Escobar evitó la mirada oscura de Zoraida, fijó los ojos en su ancha boca entreabierta. Se adivinaba el blanco resplandor de los dientes. Bueno, oquei, qué carajo, a la orden: perinde ad cadaver, como dicen los jesuitas.
+—Bueno, de acuerdo —dijo. Se dio cuenta de que llevaba un rato sin respirar. Los otros también soltaron al unísono el aliento. Tampoco era para tanto, en el fondo.
+—Otra cosa, compañero —dijo Douglas—. Usted conoce gente de billete.
+—Bueno, no sé… —respondió Escobar, dubitativo—. Depende de qué se entienda por gente de billete. Además, yo creo que a la gente de billete tampoco es que le guste mucho la poesía. Aunque no sea comprometida. Al contrario.
+—La poesía es lo de menos, compañero —rio Douglas—. Lo que nos interesa es el billete. Y usted nos puede averiguar un par de datos sobre un poco de gente.
+—Compañero, el frente amplio, el frente cultural… —empezó Zoraida con voz preocupada.
+—Todos los frentes, compañerita. Todas las formas de lucha —rio Douglas.
+—Pero no se había hablado de secuestros, compañero —empezó Federico con voz muy tensa. ¿Secuestros? A Escobar se le fue el corazón a los pies. ¿Secuestros?
+—Dejémonos de maricadas. Van a ver cómo el compañero sí se le mide —aseguró Douglas, sonriente, tranquilizador, con su sonrisa abierta que inspiraba confianza. Dio un par de palmaditas fraternales en la rodilla de Escobar, y arrancó el carro con un chirrido de llantas quemadas en el asfalto. Salieron de un brinco a la avenida oscura, y Escobar vio el resplandor rojizo de Bogotá hacia el sur, iluminando el cielo. ¿Secuestros? Trató de decir algo:
+—Oiga, compañero, mire una vaina.
+Douglas hizo con la mano señas de que no oía.
+—Después, compañero.
+Zoraida callaba. Su cuerpo, antes tan tibio, se sentía ahora duro y tenso. Hermes seguía impasible tras sus anteojos negros. Federico le hizo con las cejas un gesto de que después hablaban. Surcaron la ciudad a cien por hora, sin encontrar a nadie. Debía ser ya tardísimo. Nadie habló. Frente a la discoteca no quedaban sino dos o tres carros, y ya no se oía música.
+—Piénselo, compañero. Después nos cuenta —dijo Douglas, y despidió a Escobar de un apretón en el hombro. Hermes bajó para dejarlo salir. Zoraida se acomodó adelante, en el lugar de Federico. Abrió la ventanilla y le estiró una mano que apretó, húmeda y solidaria.
+—Chao, compañero.
+El carro zumbó y se perdió reluciente en las sombras. Se oyó el rápido cambio de velocidades, el chirriar angustioso de las llantas en la curva.
+—Mierda —dijo Escobar.
+—Mierda —dijo Federico.
+Se quedaron callados. Se oía el viento en las copas de los árboles, incansable. Escobar sintió frío.
+—Mierda —repitió—. Mierda, Federico, usted no me había dicho de qué se trataba. Componer un poema es una vaina. Esto es otra.
+—No, no se trata de eso. En fin, después hablamos.
+Hizo rodar la moto sobre la grava. Encima, montarse otra vez en esa hijueputa moto. Durante todo el camino hasta su casa, el miedo de la moto le impidió pensar. Iban sin duda despertando al pasar a miles de personas en la ciudad dormida, y era incomprensible que no saliera alguna a la ventana y los matara a tiros. De una vez.
+—Suba —propuso Escobar.
+—No puedo. Me roban la moto.
+—Recuperan, compañero. No sea burgués.
+Acomodaron la moto en el zaguán. Subieron. Bajo la puerta de Escobar, una nota de Henna:
+«Ignacio, apunté mal el teléfono de su mamá. Paso mañana a ver si vino. Lo quiero».
+Y la firma florida. Ah, mierda, y ni siquiera había salido todavía de todos sus problemas anteriores, de individualista pequeño burgués. Despedazó la nota. Entraron, a tientas: Henna había desconectado la luz, con seguridad además había cortado el agua, ah, mierda. Alumbrándose con fósforos, Federico reconectó el contador. Escobar sacó una botella de ron.
+—¿No tiene whisky?
+—Esa pregunta revela su posición de clase, compañero.
+Bebieron sin hablar.
+—Bueno. Usted a quién cree que debemos secuestrar y matar.
+—Son vainas de Douglas. El planteo no era ese. Metámonos un pase.
+Sacó un pequeño envoltorio de coca. Sonrió:
+—Contradicciones internas, compañero.
+Escobar sonrió también, sintiendo al hacerlo un repentino alivio en los pulmones, un desbloqueo del diafragma. Aunque claro: hay gente matando y muriendo por la palabra «compañero». Bebió un trago de ron.
+—Todo esto es ridículo —dijo.
+—¿Ridículo? No. Ridículo es usted. ¿Quién le manda escribir poemas comprometidos, si después le da miedo el compromiso?
+—Yo no he escrito jamás un poema comprometido. Sus compañeros me confundieron con otro poeta. Con Ignacio Alvarado, el Poeta Urbano. Hágame el favor…
+A Federico se le saltaba al reír una gruesa vena en la mitad de la frente:
+—Todos los poetas son iguales, como dice el compañero Douglas.
+—Todos, tal vez. Pero Ignacio Alvarado le aseguro que no.
+—No sea pendejo, Escobar: los versos que recitó Hermes eran suyos, ¿o no? Los del Vietnam. El bombardeo.
+—Sí, eran míos. Pero no eran del Vietnam. Ni era un bombardeo. Eran sobre unos pájaros que, al pasar, cagaban sobre la tierra de la gente, como hubieran podido cagar sobre el mar. Eso era todo.
+—Vietnam quiere decir «tierra de gente» en vietnamita.
+—No puede ser. No tenía ni idea. Pura coincidencia. Yo puse eso sólo porque sonaba bonito. Aunque, bueno, no es coincidencia: le aseguro que los vietnamitas llamaron así a su tierra porque les sonaba bonito: «La gente de la tierra de la gente». La poesía no es sino eso, Federico. Pura casualidad, cosas que no quieren decir absolutamente nada, y si lo dicen es por equivocación como en este caso. Fue un error. Pero la poesía es error, precisamente. Perdí en error la edad florida mía…
+De un pasado muy remoto, de su discusión poética con Edén Morán Marín en el bar de la sangre, le llegó el recuerdo de haber discutido exactamente lo mismo. ¿No saldría jamás del círculo cerrado? Romperlo. La violencia. Eso era lo que habían venido a proponerle Federico y sus compañeros: la violencia.
+—Pero bueno: de todos modos, el planteo era otro, como dice usted. Escribir poemas comprometidos es una cosa. Secuestrar gente es otra.
+—Todas las formas de lucha, como dijo Douglas —sonrió Federico.
+—No sea huevón, hable en serio.
+—Bueno, es que en primer lugar la cosa no es en serio. No creo. No era eso lo que se había hablado. Lo que pasa es que el compañero Douglas es muy atropellado, muy… Es un verraco combatiente, un verraco líder popular, un verraco cuadro del partido. Un verraco. Pero atropellado. No creo que se les ocurra en serio meter a un tipo como usted en vainas de secuestros. Sería una irresponsabilidad. Usted ni siquiera es del partido, mucho menos del ejército. Apenas simpatizante. Si acaso.
+Escobar se sintió herido en su amor propio. Llevaba toda la noche recibiendo heridas en su amor propio.
+—¿Y usted qué es? ¿Simpatizante? ¿Verraco cuadro del partido?
+Federico calló.
+—Ay, Federico, no venga ahora con secreticos huevones…
+Pero lo asaltó una duda. Preguntó cautelosamente, con voz seria:
+—Usted está metido en esta vaina hasta dónde, Federico.
+Federico hizo con el filo de la mano el gesto de cortarse el pescuezo.
+—Hasta aquí.
+Escobar quedó muy impresionado. Pero mierda, secuestros. No podía ser. Miró a Federico, espernancado en el sofá, con el vaso de ron en la mano y las barbas hirsutas espolvoreadas todavía del blanco de la coca, con su chompa de cuero de piloto de avión y sus gruesas botas apoyadas en el filo de la mesa. Pequeño burgués radicalizado. ¿Un juego? No podía ser posible.
+—¿Y Ana María?
+—Ana María no sabe.
+Guardaron silencio. Escobar soltó en voz baja un reflexivo:
+—Mierda…
+Federico prosiguió, serio:
+—No sabe. No quiere. No quiere saber. Y está muy mal. Usted la vio esta noche.
+—Sí. Me pareció muy mal.
+Federico se había puesto en pie y daba vueltas, mordiéndose los bigotes.
+—Ya no aguanta más. Las cosas se están volviendo serias, y no quiere. Yo entiendo, no es fácil. Y Mateo, y el otro ñiño ahora… Yo entiendo. No la puedo obligar. —Se detuvo, ceñudo, caviloso—. ¿Pero y qué hago yo entonces? Escobar: hay que proletarizarse.
+—No me parece un ideal, le digo francamente.
+—Deje ese tonito burlón: entienda que la cosa es en serio. Hay que proletarizarse. Hay que vivir como vive el 99 por ciento del pueblo colombiano.
+—Hombre, vive así; pero no quiere vivir así, le aseguro.
+—Hay que vivir así. No explotar. No ser explotado. Luchar para que las cosas cambien. Si uno no vive como piensa, acaba por pensar como vive.
+—Aaaaaaaah… —se lamentó Escobar: de nuevo la doctrina. Federico montó en cólera.
+—Mire Escobar: le voy a explicar la vaina para que la entienda de una vez por todas. Aquí hay una guerra. Hay un lado, y hay otro lado: no hay sino dos. Y no se puede estar en los dos al mismo tiempo. Usted es como Ana María: quiere estar de los dos lados. Quiere ser burgués, y al mismo tiempo no quiere tener mala conciencia. Usted es profundamente reaccionario, pero no quiere serlo: porque es débil. Y entonces quiere ser más bien revolucionario. Pero es que no se puede ser «más bien revolucionario», ni «más bien reaccionario». No se puede. Pero usted es cobarde: le da miedo la sangre. Hay dos lados, y los dos lados están untados de sangre, pero usted no se quiere untar de la sangre de un lado ni de la sangre del otro. Eso no se puede. Úntese de sangre. Pero, como le dijo el compañero Douglas, escoja lado, compañero…
+Se quedó mirándolo de arriba abajo, bien brotada la vena de la frente, gruesa como una cuerda, y los ojos inyectados en sangre.
+—Mire, Federico: no crea, no es tan simple la cosa. Y eso es lo que me aterra de ustedes: la simplificación, que ustedes consideran «verraquera». Usted lo está diciendo: matan de los dos lados. Pero no son dos los lados: hay más. Yo también quisiera que esta mierda cambiara, y no sólo por no tener mala conciencia: yo no soy un pequeño burgués radicalizado como usted. Quisiera que se acabara esta situación inicua. Inicua, corrompida, injusta, violenta. Además, violenta. Como ve, sólo se me ocurren calificativos morales, nada serios, ni científicos, ni dialécticos, ni marxistas-leninistas. Pero qué quiere: es que no soy marxista-leninista. No me parece tan sencilla la vaina —la vaina: la tragedia—. Por eso me inquietan los compañeros de esta noche. Aunque me caen muy bien —salvo el compañero Hermes, que tiene cara de asesino…
+Federico se encogió de hombros. Escobar siguió:
+—El compañero Douglas me parece muy simpático. También es un asesino, supongo, pero inspira confianza. Cuando ganen ustedes, si ganan, su perfil saldrá en las medallas, en las monedas, sí, Federico, en las monedas: no ponga cara de puro: en las monedas y en las estampillas de correos saldrá el perfil del compañero Douglas cuando ustedes dominen el sistema bancario y los correos y telégrafos. ¿No sale en las monedas la cara de Bolívar? Pues eso. Y en los billetes cubanos salía, en tiempos, la firma del Che Guevara. Pero bueno. La compañera Zoraida me parece muy atractiva, aunque sólo la vi a oscuras. Pomposa, claro, pero eso les pasa a todos ustedes los marxistas: no saben todavía que Marx ha muerto. Sectaria, fanática, doctrinaria, didáctica. Con certidumbres cósmicas. Una heroína calderoniana. Pero muy atractiva. Cuando venía en el carro sentado junto a la compañera Zoraida…
+—No tiene que estar diciéndoles «compañero» todo el tiempo.
+—Yo sé. Pero es para practicar. Imagínese que de pronto ganen, y yo como un imbécil diciéndoles «doctor».
+—No sea pendejo.
+—… cuando venía en el carro sentado junto a Zoraida me encantaba venir sentado ahí, con su muslo pegado al mío, con todo su pelo negro rascándome el cuello en las curvas. Hubiera podido seguir sentado junto a ella horas enteras. Eso es lo que le quiero decir: que yo sirvo si acaso para eso que ustedes llaman «compañero de viaje». Quisiera que Colombia se liberara de este sistema inicuo, y me gustaría hacer ese viaje en compañía de una compañera como la compañera Zoraida. Pero no me gusta mucho el modo de manejar del compañero Douglas —no se exalte, es sólo una metáfora—, ni me gusta llevar del otro lado enterrada en la cadera la pistola del compañero Hermes, ni estoy demasiado seguro de que el itinerario que han escogido ellos sea el mejor para el viaje. Y no hay nada peor que las discrepancias entre compañeros de viaje. ¿Usted ha viajado alguna vez acompañado? ¿Usted sabe lo que es aguantar al compañero día y noche, dejar que el compañero escoja hotel, o que se queje del hotel que escoge uno, esperar a que el compañero compre cosas en las tiendas para llevar de recuerdo a la familia, hablarle al compañero cuando ya no quedan temas, callarse con el compañero, echarle al compañero la culpa del calor, de los mosquitos, del peso de la maleta? Yo una vez fui a la Costa por tierra…
+—Deje de hacer metáforas, carajo. Haga algo.
+En su impaciencia, Federico desportilló su vaso al servirse más ron.
+—Haga algo… Como si fuera fácil hacer algo. Como si hacer algo no fuera en el fondo lo más difícil del mundo. Lo mismo me dice mi mamá: mijo, haz algo. Ana María me decía lo mismo esta noche. Mis tíos. Fina. Hasta Henna: Ignacio, aunque sea vayamos al cine. Ahhhhh.
+Se levantó, fue a la cocina a buscar hielo, puso un disco en el tocadiscos. Federico daba vueltas, cejijunto, sacaba libros, se sentaba un momento, se paraba de nuevo, jugaba a romper fósforos entre sus grandes dedos, mordiéndose el bigote.
+—Quédese quieto, Federico. Es mejor no hacer nada. La gente que hace cosas es por lo general profundamente dañina. Y después, encima, tiene que venir alguien a deshacer lo que esa gente ha hecho. A mí mañana, por ejemplo, me toca recoger todo el reguero de vasos rotos y libros en las sillas y fósforos descabezados que está dejando usted.
+—Ya le dije: deje de hacer metáforas.
+Federico tenía los ojos rojos de sangre.
+—Hacer metáforas es mejor que hacer cosas. Se cansa uno menos, y se gana tiempo, y al final da lo mismo. Aunque en realidad yo no creo que hacer o no hacer cosas sea ni malo ni bueno. Esos son juicios morales, y yo creo que en el fondo se trata solamente de un fenómeno glandular, de secreciones internas, de pituitaria, de tiroides. A usted le funciona mucho el sistema endocrino y está siempre agitándose como un perrito, quemando energía, moviéndose, brincando, mordiendo muebles, manos, orinando en el piso. Yo soy como una planta tranquila en su maceta, sin molestar a nadie, dedicada a placeres inocentes como la transmutación de la luz en color, que es tan difícil, del aire en flores… —cómo se llama eso: la diálisis, la heliofilización.
+—No diga huevonadas, Escobar. Usted no es una planta inocente, es una planta parásita.
+—No haga metáforas, Federico.
+—Usted vive de lo que les chupa a los demás. Al pueblo.
+—A mi mamá.
+—¿Y de dónde saca la plata su mamá? De explotar al pueblo, pobre pequeño burgués de mierda.
+—Ay, Federico, por favor… No me hable como Diego León Mantilla. A propósito, ¿él qué es en todo esto? ¿Ideólogo?
+A Federico se le escapó por las comisuras un chorrito de ron. Rio.
+—Diego León sí que es un pequeño burgués de mierda, ahí tiene. Va a acabar de trotskista, me imagino. No es nada. Está ahí por complacer a Beatriz, que es una pobre pequeña burguesa de mierda con la cabeza llena de mariposas.
+—Un soneto me manda hacer Violante.
+—Exacto. Y Diego León se sienta, y habla de hacer la revolución para distraer a Beatriz, que se aburre. Vieja pendeja. Antes hacía teatro de denuncia —con Zoraida, imagínese. Ahora está dedicada a tener un hijo de Diego León. Compare.
+—Muy linda, la compañera Zoraida. Pero Beatriz también tiene lindas teticas.
+—Psché… —opinó Federico.
+—¿Qué tal es la compañera Zoraida? De día, quiero decir. Con luz.
+—Una hembra.
+—Sí… A eso huele.
+Se quedaron los dos con una vaga sonrisa en los labios. En el tocadiscos se oían Glorias de Vivaldi en latín, asordinados, y el ambiente olía a ron blanco. Ron nacional, sí: pero de quién es la nación. Laudamus Te, benedicimus Te, aaaaaaahaaaaahaaaha, glorificamus Te, aaahahaaaahahahahaaaaaaha-aaaha-aaaaha-ah-ha-ha-ha. Federico reaccionó:
+—No joda, Escobar, hablemos en serio.
+—Yo estoy hablando en serio.
+—Bueno. Entonces reconozca que sus poemas no sirven para nada. Para nadie.
+—Por favor, otra vez eso no. Además no es cierto. Sirven para muchas cosas. Para levantar mujeres, por ejemplo: un soneto, y la vieja está entregada. Como Violante. Y me imagino que su escultura sirve para lo mismo.
+—No sea pendejo. Hablo de servir desde el punto de vista político.
+—Lo mismo. Ahí tiene a Diego León, haciendo política revolucionaria para levantarse a Beatriz, que tiene lindas teticas.
+Federico apartó el tema con un gesto de la mano. Se sirvió más ron. Habló con gravedad:
+—Mire, Escobar: estamos hablando de arte. No hay arte que esté por encima de la lucha de clases. No hay arte que esté al margen de la política.
+Oh, mierda, mierda, mierda: esto se está volviendo nuevamente una conversación seria. Secuestros. Luego, arte.
+Oh, mierda, mierda.
+—Bueno. Y qué. Qué quiere que yo haga. Qué quiere que diga.
+—¿Usted no quiere hacer la revolución en Colombia? —Federico lo miraba con sincera sorpresa, como si hasta ese momento no se le hubiera pasado la idea por la cabeza.
+—Sí. Bueno, no. Sí quiero que se haga, pero no quiero hacerla. No, en realidad ni siquiera sé si quiero que se haga, aun en el caso de que no me toque hacerla a mí. Mire, Federico, es que yo nunca he pretendido ser un revolucionario, ni tener una posición de clase consecuente, ni ser un pequeño burgués radicalizado. Nada. Traté de ser poeta, pero también es muy difícil. La poesía es complicadísima. Porque hay que decir la verdad, tratar de decir la verdad, y eso es dificilísimo. Por eso acaba uno no diciendo nada. O no diciendo. Callándose. Por eso no he vuelto a escribir.
+—¡No se calle, carajo! ¡Diga la verdad! ¡Denuncie!
+Federico estaba enfurecido.
+—Denunciar… Se puede denunciar, claro. Pero no es eso. Decir la verdad no es tan fácil como denunciar, no crea.
+—¡Ah, mierda, Escobar!
+Federico se levantó para ir al baño. En la vida real los diálogos siempre se interrumpen por eso. El uno dice, el otro le contesta, el uno vuelve a decir, el otro replica, repone, responde, resume, repite, hasta que alguno de los dos se levanta con el propósito de hacer pipí. Escobar se quedó rumiando irrebatibles argumentos. Le dio la vuelta al disco de Vivaldi, que llevaba ya rato dando vueltas en silencio. Sirvió ron para ambos. Federico regresó más tranquilo.
+—Mire: es cosa de posición de clase. Si usted no puede escribir, es por eso: porque escribe para hacerse la paja, para levantarse viejas, vainas así. Escribe como un pequeño burgués para pequeños burgueses. Y por eso no puede. Es impotente.
+Se notaba que Federico había estado reflexionando en el baño. Prosiguió:
+—Para poder escribir, escriba para las masas. Aprenda de los obreros y de los campesinos, como dice Mao. Hay que popularizar, por un lado, y elevar la comprensión del pueblo, por el otro. Y eso sólo se logra aprendiendo del pueblo.
+¿Se habría llevado para el baño el tomo de las Obras escogidas? Llegaba muy seguro.
+—No sea pedante, Federico. No me recite las conclusiones del Foro de Yenán.
+—No sea pedante usted, además de huevón. Vaya a las masas. Aprenda. Las conclusiones del Foro de Yenán no se las sacó Mao de la manga: las aprendió yendo a las masas, justamente.
+—En cambio yo las leí directamente en las Obras escogidas de Mao, que se publican para eso, supongo. Me ahorré el viaje a las masas. Pero ahora que lo cita, ya me acuerdo de qué es lo que hay que hacer: debemos ensalzar el partido y a su vanguardia armada, ¿no es así? Un ditirambo en honor del compañero Douglas: «En un Be-eme-dobleú recuperado / y desdeñando leyes de tráfico burguesas / el compañero Douglas la gloriosa cabeza / de nuestro movimiento de masas ha tomado…». ¿Así?
+—Usted es… usted es… —Federico buscaba en vano un calificativo aniquilador—. Usted es un huevón. No sé por qué se me ocurrió que podía ser interesante que se conociera con los compañeros.
+En su exasperación, rompió el vaso de un golpe en la mesa.
+—Pero carajo, Federico, ¿qué quiere? ¿Que me ponga a redactar romances marxistas-leninistas, catecismos, novenas a la gloria de Mao? —y además, ¿por qué de Mao? ¿Por qué no de Trotsky, si Colombia también está repleta de grupúsculos trotskistas? ¿Quién me demuestra que Trotsky no es más verdadero que Mao?
+—Las masas.
+A pesar suyo, Federico sonrió:
+—Además, basta con mirar a los trotskistas, todos disfrazados de Trotsky, con barbita y anteojos de aro redondo. Imagínese lo que sería la vida si todo el mundo fuera así.
+—Hombre, Trotsky por lo menos entendía de literatura.
+—De literatura burguesa, compañero.
+Bebieron. Estaban felices los dos, por un momento. Escobar sintió que le tocaba ahora el turno de ir al baño a hacer pipí. Orinó largo, desde lejos, sacando mucha espuma, mirando complacido cómo el agua en la taza se coloreaba de un amarillo fuerte. Pensó que eso debía significar que estaba muy sano, o muy enfermo. Se sacudió las últimas gotas mientras reflexionaba: ¿Haría popó? «No hay placer más descansado / que después de haber cagado», afirma, con razón, Quevedo. Y muy a menudo pasa que uno va al baño a orinar y descubre que no, que en realidad lo que quiere es cagar. Es el paso de lo cuantitativo a lo cualitativo, sagazmente observado por Marx desde el siglo XIX.
+Oyó que en la sala había cambiado la música. Ahora sonaban acordeones estridentes y rápidos, sincopados, de música vallenata. El arte popular: estaba seguro de que se trataba de una burda maniobra ilustrativa de Federico sobre el Foro de Yenán. Se cerró la bragueta con lenta deliberación, como un guerrero que se dispone a retornar al campo de batalla. Pero no: precisamente de eso se trataba: no quería combatir.
+Federico bailaba solo en medio de la sala, con la cabeza hundida entre los hombros, acompañando la música con un ruido de la boca.
+—Escobar: siéntese —le dijo. Lo sentó en el sillón, y empujó el sofá para quedar sentado exactamente frente a él. Lo miró largo rato:
+—Mire, Escobar: hay un concepto fundamental en el marxismo: el ser determina la conciencia. Por eso el arte y la literatura nunca pueden ser cosas en abstracto. Dependen de la posición de clase.
+—Federico, por favor: no recite: piense.
+—Yo renuncié a eso que usted llama pensar cuando me di cuenta de que podía hacer eso que usted llama recitar, y estar de acuerdo.
+Escobar quedó muy impresionado. Federico también, aunque trató de ocultarlo. Se acomodó mejor en el sofá, bebió.
+—Pero, ¿recitar qué? Porque hay muchos textos, Federico, le advierto. Los cristianos tienen uno, los musulmanes…
+—¡No sea imbécil, por favor! ¡Vaya a ver qué piensa el pueblo!
+—¿Qué piensa el pueblo? ¿Qué pueblo? Ya le digo, eso depende. ¿Los chinos? Sí, claro. «El sabio no tiene conciencia propia: toma como propia la conciencia del pueblo», dice el Tao. Y Mao se lo debió copiar todo de ahí. Pero es que todo el mundo dice lo mismo, Federico, dése cuenta.
+Federico lo miró largo rato, con lástima.
+—Pobre huevón de mierda… El Tao.
+Dijo «Tao» con ferocidad tranquila, como en una pequeña explosión de desprecio.
+—Sí, el Tao, huevón usted. Ignorante. O no: en realidad eso viene de la casualidad: es que he estado leyendo el Tao. ¿Prefiere que le cite a cualquier otro que diga exactamente lo mismo, como todos? ¿A Parménides? ¿Al Corán? ¿A Guillermo de Occam? —aunque para ser sincero, no he leído nunca a Guillermo de Occam. Pero estoy seguro de que dice lo mismo.
+—No quiero que me cite a nadie. Ese es precisamente su problema: usted tiene una conciencia libresca. Ha leído a todo el mundo, incluso a Mao. Pero dígame: ¿usted conoce a algún obrero? ¿Ha hablado alguna vez en su vida con un campesino?
+—Pues… sí, claro. A veces. Sé que no hablan como en las novelas costumbristas. Sé que tampoco hablan como en los manifiestos marxistas-leninistas: «Desenmascararemos la falacia revisionista de los social-imperialistas». Los campesinos gritan «viva el Partido Liberal», como todo el mundo. Pero bueno, eso no importa: yo no soy antropólogo. Hablo como hablo yo, que he leído el Tao y a Mao y trato a veces de dar la impresión de que también he leído a Guillermo de Occam. Soy como soy yo. Hace cinco minutos usted decía con toda razón que sería horrible que todo el mundo fuera igual a Trotsky. Pero hace unos cuantos años los intelectuales latinoamericanos se reunieron en un congreso y decidieron por mayoría simple que todos los intelectuales latinoamericanos de ahí en adelante debían ser como el Che Guevara. Hombre, sí, admirable el Che. Un santo argentino, quién lo hubiera creído. ¿Pero ser todos iguales al Che? ¿Y por qué al Che? Cuando yo era chiquito, en el colegio, un cura quiso persuadirme de la necesidad de imitar a San Tarsicio, el niño mártir. ¿Usted conoce la historia de San Tarsicio?
+—No.
+—Una historia ejemplar. Murió a los seis años. Lo lapidaron.
+—Escobar, no diga tanta huevonada.
+—No. Es en serio. ¿Por qué debo ser como el Che, y no como San Tarsicio? O como Cristo: porque también hay la Imitación de Cristo. «Seréis como los dioses», prometió Nietzsche por su parte, o la serpiente en el paraíso, ya no sé. Eso por lo menos no exige un esfuerzo. Pero sin duda es un pecado, en cambio. O por lo menos una exageración. No, no, no: si de eso se trata, prefiero ser como soy yo. Al salir de la escuela y al entrar en la escuela, al comer y al dormir, los niños cubanos gritan en coro: «¡Seremos como el Che!» —como si todos fueran ya, desde la infancia, intelectuales latinoamericanos. Y supongo que a los pobres niños búlgaros les tocará gritar: «¡Seremos como el presidente Yikov!». Que así se llama, creo, para su información, el presidente de la República Popular de Bulgaria. Un revisionista a sueldo del social-imperialismo soviético, claro. Imagínese: tener uno desde niño el ansia de ser un revisionista a sueldo del social-imperialismo, qué tristeza.
+Federico lo miró con un fulgor amarillo en los ojos.
+—Y qué hay de tan maravilloso en ser como usted.
+—No sé. Nada. Soy yo. Ya no puedo evitarlo. A uno le pasa con la vida que no puede ensayarla varias veces hasta que salga así o asá, como en un experimento de laboratorio. Sólo tengo una vida. A lo mejor, si tuviera dos, dedicaría una a trabajar por el feliz advenimiento de la revolución democrático-burguesa. Pero esto es pura especulación metempsicótica. No es materialismo histórico, me temo.
+Federico se puso en pie, empezó a balancearse al ritmo del vallenato con los ojos cerrados, llevando el compás con la boca. Por la ventana entraba el resplandor de una noche radiante, acribillada por millones de estrellas, alumbrada a lo lejos por fogonazos blancos de relámpagos. Escobar abrió la ventana, tiritó en el súbito golpe del viento.
+—Fíjese, Federico: la Cruz del Sur.
+Federico ni siquiera contestó. ¿Pero es posible ver la Cruz del Sur desde el hemisferio norte? El cielo enorme y frío entraba entero por la ventana abierta, con un azul profundo de zafiro, de abismo, aclarado de cuando en cuando por silenciosos relámpagos lechosos del lado de la cordillera Occidental, muy lejos. Es increíble la cantidad de cosas que caben en el cielo y en la tierra.
+—Federico: hay más cosas en el cielo y la tierra que las que caben en su filosofía.
+—No es mi filosofía.
+—La frase tampoco es mía.
+—¡No es cosa de que sea suya o de que sea mía, por Dios! ¡No es cosa de usted ni de mí, entienda, carajo! —Federico, otra vez sentado en el sofá, alzaba la voz y jadeaba, dando violentos golpes en la mesa con el vaso vacío —¡Es cosa de su posición de clase, mierda! No hay usted, no hay yo, no hay individuos. Hay clases, huevón. Entienda.
+—¡Pero que entienda qué, carajo! —ahora Escobar gritaba también, y manoteaba—. ¿Lo que me dice usted? ¿Mao? ¿El Tao? ¿El Buda? ¿El gurú Maharashi? ¿El reverendo Moon? ¿El bienaventurado Trotsky? Todos dicen lo mismo, todos tienen razón. Amaos los unos a los otros, destruid el orden capitalista, rasgad el velo de Maya… La imperfección, la alienación, el pecado original, todo claro, todo perfecto, sí, de acuerdo. Pero a partir de ahí tengo mis dudas. No estoy seguro de que la imperfección y la alienación y el asco se resuelvan aplicando esas recetas, la caridad cristiana o la dictadura del proletariado. No tengo la fe, ¿entiende? No tengo la fe.
+—No es cuestión de fe, no sea tan imbécil. Es cuestión de hacer algo.
+—Aaaaaaay, Federico, otra vez… Hacer algo. Es que usted no entiende que hacer algo no es fácil, porque para usted lo difícil es no hacer nada. La pituitaria. Ustedes los hombres de acción tienen que hacer algo, no pueden no hacerlo, o se revientan. Aunque sepan que no sirve para nada lo que hacen. Simón Bolívar decía: «aré en el mar y edifiqué en el viento». Eso le pasaba, no por culpa del mar y el viento, sino por haber arado y por haber edificado. Y lo sabía, pero no podía no hacerlo porque físicamente no podía estarse quieto. ¿Entiende? Ustedes no se cansan. Por eso son hombres de acción, libertadores de repúblicas, líderes sindicales como el compañero Douglas, escultores como usted. Yo sí me canso. Se me cansan los dedos cuando voy por el primer terceto de un soneto, así que imagínese. En cambio usted no sabe qué hacer con toda su energía, y así, cualquiera: así no tiene mérito querer echarles un hombro a las masas para que empujen la historia hacia adelante, como si fuera un piano. Ya los veo, sudorosos pero contentos, repletos de entusiasmo, haciéndolo rodar a contrapelo de las tablas del piso, con un ruido espantoso, volcando sillas y mesas al pasar, llegando por fin al borde de la escalera para echarlo a rodar escaleras abajo y soltando risotadas de triunfo al ver cómo se estrella abajo con un estrépito de cuerdas reventadas, de teclas quebradas, de tapas astilladas: ha triunfado la revolución. ¿Qué hacemos ahora? Construyamos: empecemos otra vez desde cero. Y se escupen los callos de las manos, felices, y se ponen a echar pico y pala o a hacer reuniones de sindicato. Y lo peor de todo eso es que están convencidos de que todo el mundo tiene que ser como ustedes. Creen que el cansancio es un problema moral, no fisiológico.
+Calló, acezante. Tenía la boca seca, le dolía la cabeza. Empezaba a sentirse abrumado. Hubieran debido estar teniendo una conversación frívola, fácil, al calor de los tragos, sobre mujeres, por ejemplo: las teticas de Beatriz, el olor de Zoraida, las piernas de Ángela. La amistad es para eso, el trago es para eso: no para estas conversaciones serias, de estudiantes de primer año de medicina, que no conducen a ninguna parte.
+—¿Usted cree en la existencia de Dios?
+—Escobar, no sea huevón, por favor. Estamos hablando en serio.
+—¿Ve? Es lo mismo. Usted no quiere que especulemos sobre la existencia de Dios porque le aburre el tema. Pero a mí me aburre a muerte el tema de la revolución democrático-burguesa, si quiero serle franco. Hablemos de las piernas de Ángela, por ejemplo. ¿Usted ha visto las piernas de Ángela? Claro.
+—Claro. Ahora las veo todos los días. Y no sólo las piernas. Ángela se pasea prácticamente desnuda por toda la casa.
+—¿Desnuda? ¿Ángela? No puede ser.
+Sintió un dolor, de celos o de envidia. El huevón de Federico hablando de revolución democrático-burguesa y en su propia casa tenía a Ángela paseándose prácticamente desnuda. Aunque tenía también a Ana María, claro. Se sirvió un nuevo ron.
+—Escobar, sea serio: a usted no le interesa Ángela.
+—Lo mismo me decía Ana María. Veo que ustedes saben mucho mejor que yo lo que a mí me interesa.
+—Tiene razón Ana María. A usted no le interesa Ángela. No le interesa nada.
+—Eso también me lo decía Ana María, le informo.
+—Usted está muerto, Escobar.
+—Eso también me lo dice Ana María. O Fina. Pero no es cierto. El otro día eché cuentas, y me quedan por lo menos seis años de vida, si juzgo por Rimbaud.
+—¿Por qué Rimbaud?
+—No sé. Pero, ¿por qué no? Si juzgo por San Tarsicio mártir, ya llevo veinticinco años de regalo. Pero si juzgo por Mao, me faltan siglos.
+—Usted ha estado muerto todos los minutos que lleva vividos desde que nació, Escobar. No ha vivido ni un minuto de su vida. ¿Y quiere que le diga por qué? Porque no se la juega.
+—No me juego qué. ¿La vida? No sea pendejo, Federico. ¿Quiere que me haga matar para dejar de estar muerto? No me parece la mejor manera, en la práctica.
+—Es la única manera, al contrario. Uno sólo está vivo cuando está dispuesto a hacerse matar.
+—¿Hacerse matar por qué? Volvemos a lo mismo. ¿Hacerme matar en la guerrilla? Pero también puedo ir en este mismo momento a cualquier bar del centro y me matan igual. La otra noche casi me matan, por ejemplo. ¿Eso quiere decir que estoy menos muerto?
+—No. Usted está muerto de todas maneras. Me extraña que todavía no se haya dado cuenta.
+—Pero prefiero que no me maten. Se lo digo con absoluta sinceridad. Que lo maten a uno no sirve nunca para nada: ni siquiera para ganar la vida eterna. Ni hacerse matar es particularmente digno, ni respetable, ni admirable, ni nada: la gente se hace matar con el mismo entusiasmo por cosas diametralmente opuestas. Y por cosas que no tienen nada qué ver. Y por pura casualidad. Y tampoco pasa nada. «Los muertos están ya muertos», como recitaba tan hermosamente el compañero Hermes esta noche en el carro, ¿se acuerda?
+—No, no necesita que lo maten, encima de que está ya muerto, y además hiede a cadáver. Lo que le digo es que mientras no haga algo, seguirá muerto. No me salga otra vez con las plantas y con la clorofila: usted ni siquiera tiene clorofila en las venas. No tiene sangre en las manos, pero tampoco en las venas.
+—Literatura.
+—Todo lo contrario. Usted estará muerto mientras no se meta en lo concreto. Es de eso de lo que se trata: de lo concreto. «No tengo la fe, no tengo la fe», lloriqueaba hace un rato. No lloriquee. Es que no puede tener la fe mientras no engrane en lo concreto.
+Escobar cerró los ojos y se vio girando locamente en el vacío, como una rodachina de fuego, como un cometa. Cada trago de ron, a esas alturas, tendía a devolverse desde el plexo solar. Pero se sentía lúcido todavía.
+—Engranar en lo concreto. Me da la impresión de que usted tiene una concepción excesivamente mecanicista de la historia, compañero.
+Federico pareció de pronto vencido por una gran fatiga. Se encogió de hombros, bufó en tono menor, se paró a mirar títulos de libros. Escobar se puso en pie también, tambaleándose. Estaba borracho. Se fue otra vez al baño. Orinó, y mientras orinaba, interrumpido el chorro una y otra vez por un hipo insistente, inventó una larga conversación imaginaria con Federico: le diré tal, me dirá cual, le responderé esto, me alegará aquello, y acabaré haciéndolo añicos con un para que vea. Usted es muy elemental, Federico. Ustedes están meando por fuera del tiesto de la realidad colombiana. El hipo le cortaba también intermitentemente el hilo de la argumentación: era un hipo metafísico. Consideró diversas causas del hipo, diversas curas, diversas consecuencias. Sacudió su pipí para que soltara las gotitas postreras. Se echó agua en la cara. Cuando estuvo de vuelta en el salón se le habían olvidado todos sus argumentos. Ah, sí: engranar en lo concreto.
+—Qué ridiculez. Precisamente ahí está el problema. Para engranar en lo concreto necesito saber primero qué es lo concreto, y eso es lo que no sé, y según usted no lo puedo saber si antes no engrano en lo concreto. Un círculo vicioso, me parece. Pero es que lo concreto es como una licuadora. Si me pongo a militar con ustedes y a ir a las masas y a recitar a Mao, acabaré convertido en marxista-leninista-pensamiento Mao Tse-tung puro y duro y unidimensional, como ustedes. Pero también si me pongo a hacer los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, acabaré metido de jesuita, inexorablemente. Y no sé si es eso lo que quiero.
+—Cobardía.
+—No veo qué tiene que ver todo esto con la cobardía, ni con el valor.
+—Sí ve que tiene qué ver, y sabe perfectamente que sí, que es cobardía. No sea cobarde, Escobar.
+—Lo mismo me decía hace un rato Ana María. Y Fina también, antes. Últimamente todo el mundo me dice las mismas cosas. Póngale verraquera, compañero, decía el compañero Douglas.
+—Tenía toda la razón.
+—Todo el mundo tiene siempre toda la razón, eso es lo que le estoy diciendo. La intuición femenina, el análisis marxista.
+—¿Por qué dejó ir a Fina?
+—No la dejé ir. Se fue.
+Se sirvió otro trago de ron, venciendo su repugnancia, asombrado de que todavía quedara algo en la botella. Luego vio que era una botella nueva. Todas las botellas de ron son iguales. Es una de las leyes básicas que rigen la naturaleza.
+—La dejó ir usted. Por cobarde.
+—¿La ha visto? ¿Ha estado hablando con ella? Ana María no me quiso decir nada.
+—No, no la he visto… Pero tenía toda la razón.
+—Sí, a lo mejor tenía razón. La cobardía, en el fondo, es lo contrario del amor. Lo vuelve imposible. No es que no sea posible amar al que es cobarde. Es que el cobarde es incapaz de amar.
+—¿Corín Tellado?
+—No creo. Suena a Pascal, más bien. Pero me lo acabo de inventar yo solito, creo. Además, Corín Tellado también tiene razón. Como Mao. Como el Tao.
+—¿Por qué dejó ir a Fina?
+—Porque se fue sin preguntarme, imbécil. Además, porque pensé que iba a volver. Es más: pienso que va a volver. Todavía no he pensado en organizar mi vida como una vida sin Fina. Sino como unas vacaciones de Fina.
+—Escobar: ¿para qué se miente?
+Fina, por qué te fuiste. Todo está aquí esperándote. Yo estoy aquí. Mis vacaciones han resultado un fracaso. Las tuyas, yo no sé.
+—No me miento, Federico. Además, sólo me miento de una manera provisional. Táctica, digamos. En la concepción estratégica soy absolutamente sincero conmigo mismo. Sé lo que me conviene, pero todavía no. Como San Agustín: dame la virtud, Señor, pero todavía no.
+—Usted es tan cobarde, Escobar, que ni siquiera se atreve a aceptar que es cobarde.
+—Eso también me decía Fina, más o menos. Para eso sirven los amigos, la mujer. La gente que lo quiere a uno.
+—No llore, ahora.
+—No. Si no lloro.
+—Pues debería llorar.
+Estaba amaneciendo. La antigua noche de zafiro se había impregnado de luz lechosa, desapacible, que empezaba a bañar todas las cosas. Federico tenía los ojos rojos, hinchados como huevos.
+—Salgamos a comer algo —propuso Escobar.
+—Yo me voy a desayunar a mi casa. Calentao de fríjoles, huevos fritos, arepas, caldo de papas con ají.
+Escobar sintió un súbito chorro de jugos gástricos en su estómago frío, de saliva en su lengua recalentada y gruesa, maloliente.
+—Como Ana María está embarazada, Ángela me lo lleva a la cama. Lo invitaría, pero no puedo. Ya sabe: anda semidesnuda por ahí.
+—Maoísta de mierda.
+—Resentido pequeño burgués.
+—No joda, Federico, yo me quedo aquí solo como un perro. Creo que ni siquiera me queda Nescafé.
+—No venga ahora a tenerse lástima de ser como es usted. Encima.
+Escobar se quedó solo, sentado en su sillón, bañado en la luz plomiza del amanecer. Efectivamente, no había en la cocina ni siquiera Nescafé. Es la hora de dormir, oh abandonado. Pero dormir tampoco es fácil. Las discusiones de la noche proseguían en su interior, entrechocándose: frases de Federico, reproches de Ana María, certidumbres cavernosas del compañero Hermes. Le llegaban ramalazos aislados de las conversaciones en casa de su madre. Había hablado para un año. No había dicho sino imbecilidades. Se distraía a veces, se sorprendía embarcado en una larga discusión imaginaria con monseñor Botero Jaramillo. Decidió masturbarse. Las piernas de Ángela, los senos tiernos de Beatriz, el olor de Zoraida. Al evocar el culo de Ángela encerrado en los jeans se le cruzaba la visión del culo blando de Berenice fajado en sus pantalones escarlata. Con los ojos cerrados, recreaba en su antebrazo el peso firme del seno de Zoraida. Zaida, Zoraida, Zorahaida. Zaida, Zoraida, Zorahaida. Oyó, abajo, los ejercicios del piano. Notas limpias, de agua. El seno de Zoraida, los senos de Beatriz adivinados tras el suéter, las nalgas de Berenice, las notas claras, separadas, del piano. Y yo aquí masturbándome. Huye, que sólo el que huye escapa. Mañana —se prometió— escribiré un poema al respecto.
+PRIMERO FUE LA PERCEPCIÓN precisa y esponjosa de un dolor que le llenaba toda la cabeza. Después, la vaga idea de que debía de ser domingo. Después, la certidumbre de que no había cigarrillos en la casa. Se pudo levantar sobre unas piernas flaqueantes, como ajenas. Se acercó a la nevera titubeando. Tampoco había una gota de jugo de naranja.
+Bebió agua fría con todo el chorro abierto, como quien lava con manguera. Si tuviera una trompa podría beber de pie, como los elefantes; sin tener que doblar la columna vertebral hasta el abrevadero, sin tener que aguantar el peso espeso y lento de la sangre en las sienes. La perfección del elefante le es inútil al hombre. Tenía blanda la piel, crecida la barba, los ojos convertidos en dos estrechos pozos de sangre. Sacó la lengua ante el espejo. La tenía gorda y fofa, cuarteada y agrietada en sentido longitudinal, insensible, de un amarillo sucio, gris: palpitaba en los bordes espasmódicamente, como un grueso molusco agonizante. Había hablado demasiado. Tenía cerrada la garganta, hinchada de una inexpulsable desazón. Una súbita arcada lo dobló en dos, lo hizo vomitar un chorrito amarillo, ardiente como el fuego. Masticó lentamente un churrete de pasta de dientes, mentolada e insípida.
+Se desdobló con precaución en el fondo de la tina vacía, acariciando con su cuerpo el frío de la porcelana. Soltó el chorro de un golpe sobre su cerviz palpitante, y ahogó un grito de espanto, comprendiendo muy tarde que había sido un error. Pero dejó correr el agua por su frente y su rostro acalorados, bebiéndola al pasar, sintiendo una marea de hielo que le lamía los hombros y las nalgas, que crecía y se entibiaba lentamente, verde, como el olvido. No recordaba nada, e intentar recordar le producía lanzadas de dolor en el cerebro. Se quedó tendido, inmóvil, apenas respirando, hasta que el agua de la tina empezó a enfriarse nuevamente. Tenía hambre. Le sabía mal la boca. Se sentó en la taza del excusado con la cabeza hundida entre las manos. Se vació de excrementos.
+En el fondo de la nevera había una antigua loncha de jamón, endurecida y retorcida como un cuerno, perlada de sudor. Y en un plato, un montoncillo de hongos renegridos, achicharrados, como uvas pasas, como cagarrutas de cabra. Habían empezado a criar moho —un moho ya frondoso de semanas: hongos sobre los hongos, hongos de hongos. La naturaleza es incansable, terca, reiterativa. Pensó que aquellos hongos alimentados de otros hongos deberían ser un manjar nutritivo y exquisito, comparable a las trufas; o a algún medicamento, como penicilina. Pero no se atrevió a probarlos.
+El jamón era correoso, y al desgarrarlo le dolían los dientes. El primer trago de ron tibio y reposado de la noche anterior le supo a bilis. Pero sólo había ron, o agua, o la estremecedora perspectiva de salir a la calle. En el piso de abajo practicaba el pianista. A sorbos cortos, el ron pasaba mejor, y se sentía más transparente.
+No movía un dedo. Poco a poco, sin embargo, sus ojos empezaban a enfocar mejor las cosas: las luces, las aristas. Tenía un guayabo inflado de palabras: un fango de palabras, un magma espeso, hediondo, corrompido, viscoso, legamoso, un tembladero de palabras. ¿Qué había dicho? No quería recordar lo que había dicho. ¿Qué había bebido? Whisky donde su madre (su madre: no recordaba haber estado en casa de su madre. Y luego sí, como una catarata: toda la tarde en casa de su madre), y después vino, mucho, y más tarde coñac, y luego otra vez whisky (¿cuántos?), y cerveza en casa de Federico. Ah, sí: Ana María, Federico, Ángela, los compañeros de Federico, la expedición en moto, el perfil moro de Zoraida. Empezaban a sobreaguar recuerdos de la noche en bruscos glogloteos, lívidos, como cadáveres de náufragos devueltos por el mar. Cerveza, y luego ron. Y había comido fríjoles. Y había metido hierba y cocaína. Y había fumado infinidad de cigarrillos. Y había hablado y hablado sin parar. Todavía le salían súbitos resoplidos de fríjoles, de ron, de certidumbres, de excusas, de polémicas. La acción, ah sí, la acción. Derrengado en el sillón, completamente inmóvil, contempló las posibilidades de la acción: las botellas vacías, los vasos en el piso, los ceniceros llenos de colillas: toda una tarea de hombre por delante. Pero, ¿por dónde empezar? ¿Qué hacer? La tarea de un revolucionario es hacer la revolución, compañero. Oh, sí, pero las caminatas, la fatiga, el peso del fusil, el calor de la selva, las nubes de mosquitos, las lianas pegajosas, los sapos venenosos, el enemigo hierro riguroso, y después otra vez la misma mierda.
+Pero había prometido un poema. La acción, esa fatiga. Si actuara, ¿le dolería menos la cabeza? Si militara en la revolución, ¿le dolería menos la cabeza? Oh, sí, una madre, un vientre: enroscarse sobre sí mismo para siempre, y dormir. Pero no movía un dedo.
+Sonó el teléfono, terebrante, aleteante como un pájaro loco entre su jaula, una vez y otra vez, insilenciable. Podía ser Henna. Pero también podía ser Fina. Pero podía ser Henna. Podía ser su mamá, también. Sonó y sonó, espaciado de silencios atroces, removiendo su angustia como cieno en el fondo de un estanque. Debía ser Henna. Podía ser Federico. Cuando calló por fin (un silencio más largo, inesperado, interminable) Escobar se levantó sin hacer ruido y dejó descolgada la bocina.
+Oyó en el piso de arriba unos curiosos golpes. Parecía como si alguien pegara en las tablas del piso con varias herramientas: un martillo de hierro, un mazo de madera, algo que sonaba —inverosímilmente— como un martinete de cristal. Al cabo de un minuto cambió el ritmo, acelerándose. Luego hubo unos instantes de silencio. Y luego un ordenado martillear en tres series: tac tac tac - hierro contra madera; tap tap tap - madera contra madera; tlic tlic tlic - cristal contra madera. Y un silencio.
+Era muy extraño. ¿Qué estaría haciendo arriba la horrible señora Niño?
+Dos minutos más tarde hubo un ruido de esferas de metal que rebotaban en las tablas y rodaban sobre su cabeza. Y a continuación otro rumor parecido, pero de bolas de vidrio. Y un silencio.
+Pensó que era uno de los guayabos más atroces que había padecido en su vida. ¿En qué estaba pensando cuando sonó el teléfono?
+Volvió a empezar el martilleo en el piso de la señora Niño, ahora con más violencia. Dominaba el choque sordo del metal contra madera. Y otra vez el tintinear aéreo del cristal, inverosímil. Y otra vez el silencio, pero esta vez muy breve. De nuevo el martilleo, el entrechocar y el rodar de las bolas de vidrio, el martilleo. ¿Qué instrumento podría ser aquello? Buscó una escoba en la cocina, y respondió a los ruidos misteriosos dando a su vez unos golpes con el palo en el techo. Dio tres, tratando de imprimirles un tono de interrogación. De arriba contestaron con una tempestad de martillazos. Respondió con su escoba en una breve ráfaga. Respondieron de arriba con más fuerza.
+Pensó que tal vez la señora Niño había sido asaltada, y amordazada y amarrada daba taconazos en el piso para pedir auxilio. ¿Iría a ver? No: el hastío de vestirse, de subir, de prestarle socorro a esa mujer abominable. Que fuera otro. Y además, habría que echar la puerta abajo con un violento esfuerzo. Se tendió en el sofá, mirando al techo. Los golpes continuaban. Acabaría cansándose. Acabaría muriéndose, cuando nadie la oyera, de hambre. Tenía hambre también él, recordó. En fin. Alguien oiría al pasar, tal vez. O alguien descubriría el cadáver meses después, cuando fuera su tiempo. Puso agua a hervir en la cocina: prepararía unos espaguetis.
+Mientras comía, los misteriosos ruidos continuaron. Tap tap tap tap tap, y luego el rodar de esferas de metal y bolas de cristal, o lo que fuera. Y luego nuevamente los golpes: tac tac tac, tac tac tac. Y el enigmático y quebradizo tlic tlic tlic del martinete de cristal. Era realmente muy extraño todo aquello. La comida le devolvió las fuerzas, y decidió subir a ver.
+La acción, la acción. Se vistió. Resolvió llevar la escoba consigo. La lucha armada, compañero.
+La puerta de la señora Niño parecía intacta. Prestó oído. Silencio. Había muerto por fin, probablemente. Por las dudas, golpeó con discreción, con la esperanza de que si los atracadores aún estaban ahí no llegaran a oírlo. La puerta se abrió de un golpe y las fauces de la señora Niño le vomitaron un bramido:
+—¡QUÉ!
+Quiso explicar, entrecortadamente, que había oído unos ruidos, unos golpes.
+—¡Y QUÉ, IMBÉCIL! ¡CANALLA! ¡COBARDE!
+Y le cerró la puerta en las narices.
+Cuando volvió a cerrar su propia puerta, la señora Niño golpeaba nuevamente desde arriba. Respondió dando furiosos escobazos en el techo. Ella soltó una lluvia de martillazos y dos cascadas simultáneas de esferas y de bolas de vidrio. Escobar golpeó enérgicamente el techo, lleno de cólera. Su enemiga replicó con verdadero frenesí. Escobar sentía repercutir los golpes en el cráneo, y tenía el brazo ya cansado de manejar la escoba. A la señora Niño, en cambio, le ayudaba la ley de la gravedad. Renunció a la pelea y se dejó caer sobre el sofá, inmóvil. Al cabo de poco tiempo el martilleo frenético recuperó su antiguo ritmo más pausado, entrecortado de silencios. Escobar empezó a ponerse nervioso. Buscó refugio en su cuarto. Un minuto después los golpes de la señora Niño se trasladaron del techo de la sala al de su cuarto. No podía ser. Fue al baño. Los golpes lo siguieron al baño. Sigilosamente, esforzándose por no producir el menor ruido, volvió a la sala. Al instante los golpes de la señora Niño regresaron al techo de la sala. En el piso de abajo se reanudaron los ejercicios de piano, pero no podían competir con el martilleo sabio de la señora Niño.
+Se esforzó por ignorarla. Hizo ruidos él mismo, cambió sillas de sitio, canturreó, abrió llaves del agua, golpeó un vaso con una cuchara, y después una olla. La señora Niño continuaba impertérrita, y sus propios ruidos le destemplaban todavía más los nervios, y el cansancio era atroz. La acción, qué cosa horrible. Un poema, más bien. Todas las formas de lucha. Se sentó ante su mesa abandonada desde hacía ya semanas, llena de polvo y de colillas frías de cigarrillo. Seleccionó la más larga, y la encendió. Le supo horrible. Un poema comprometido, qué horror. Un soneto me manda hacer Violante, y en mi vida me he visto en tal aprieto. ¿Por qué desatino se había comprometido a escribir un poema comprometido? ¿Y sobre qué, un poema? ¿Sobre la dificultad de escribir un poema comprometido, como el soneto de Violante explica lo difícil que es escribir un soneto? Todo está ya dicho, todo se repite. Oyó la voz caliente, seria, de Zoraida: sobre la realidad de aquí, compañero. Claro, la realidad. El compromiso debe ser con la realidad geográfica, política, socioeconómica, jurídico-administrativa. Un análisis concreto de la realidad concreta. En verso.
+Arriba, la señora Niño seguía golpeando. Acabaría cansándose, vieja loca de mierda.
+Hacía meses que no sabía nada de la realidad concreta. Rebuscó en un viejo montón de periódicos quebradizos, amarillos. Abanico de candidaturas. No. El certificado de avalúo catastral. No. Tasas de interés intercambiado: franco suizo, dólar americano, libra esterlina, florín holandés. Increíble, en Colombia se intercambian, se venden, se compran, se consiguen florines holandeses. El gobierno nacional urgió a las administraciones seccionales la integración de los consejos departamentales de planeación. No puede ser tan árida toda la realidad concreta. Semana astronómica se inicia el lunes en el Planetario. Dos muertos en manifestación política en Envigado. Mes del conductor: premio a los mejores choferes de buses y busetas. El país no está en crisis, afirma Mindesarrollo. Votan paro en terminal de Cartagena. Emergencia por inundaciones en el Bajo Magdalena: nueve mil familias sin techo. Hombre rubio abaleado desde un automóvil por varios desconocidos en momentos en que caminaba por la calle 40-A número 24-18 sur. Elegida reina del carnaval del amor y la amistad. Enlace Becerra Vélez-Uribe Restrepo. Cinco detenidos por atropello a dos jovencitas en Suba. Cinco de quince individuos que habían abusado el miércoles por la noche de dos jóvenes estudiantes de bachillerato en un desolado sector del barrio El Rincón cayeron en poder de las autoridades. Veintiocho mil prostitutas obtuvieron este mes el certificado de control en la Unidad Antivenéreas de Bogotá.
+Un poema de denuncia. Una epopeya: La Certificada de las Veintiocho Mil. Doris, 22 años, seis en la prostitución, dos hijos: «Antes de entrar a esta vida yo estaba trabajando en una oficina, pero ganaba muy poquito, el mínimo. Yo no estudié sino hasta quinto de primaria. No me dentraba el estudio. Yo era muy juiciosa, pero no era inteligente. Unas amigas del doctor me dijeron que ellas sabían de una casa de citas que era muy buena y que uno ganaba buena plata. Al principio me daba pena pero después uno se va acostumbrando. Ya uno coge plata».
+Pero, ¿qué más decir? Estaba todo dicho. Impecable, el paso del «yo» al «uno», de lo individual a lo social, de lo cuantitativo a lo cualitativo. Doris, se llamaba. Veintidós años. Había empezado, calculó, a los dieciséis. Se acordó de Cecilia.
+Cecilia: mi amor te esquiva:
+ya lo ves: se finge inerte…
+Lo abrumó la vergüenza. ¿Quién abusa de las putas de dieciséis años? Cinco de quince individuos, le reprochó la realidad concreta. Él era uno de cinco de quince individuos que abusaban de jóvenes estudiantes de bachillerato en desolados sectores de la realidad socioeconómica del país.
+Se levantó. Dio vueltas. De un cenicero lleno repescó otra colilla, bastante larga, casi entera.
+La encendió. La realidad concreta era compleja. Y en el piso de arriba, sin cesar, la señora Niño golpeaba infatigable, con concentración de verdadero artista.
+Otra cosa. Un poema más fácil. Tal vez, pensó, tenían razón sus tíos: el Partenón es un tema más poético, sobrio, claro, sereno, con volutas de acanto. Recordó el reto de su prima flaca: un soneto sobre la sabana de Bogotá. Tierra buena, tierra que pone fin a nuestra pena… Escribió (más que todo porque llevaba ya un buen rato componiendo un poema y todavía no había escrito una sola palabra):
+Tierra buena
+tierra que pone fin a nuestra pena.
+Un epígrafe. ¿Y qué más? La sabana es buena tierra, es cierto, plana y fértil, con manchas de sauces e hileras de eucaliptus, y chambas de agua quieta tapizadas de lama, atragantadas de buchón. Es una lástima que la estén edificando toda y vendiendo por varas. Tierra para vender. Garabateó debajo del epígrafe:
+Tierra para vender.
+Y se quedó mirando el papel. No era mucho. ¿Un comienzo, un título? «Se compra tierra», anuncian letreros manuscritos en fincas de tierras bajas, empantanadas por el río. «Tierra de todos», afirman grandes vallas optimistas en los cementerios ajardinados del norte. Recordó su romance lorquiano, recitado por Hermes en el BMW de la guerrilla:
+Sobre la tierra de gente
+cruzan pájaros de hierro…
+Todas las tierras son iguales. Se levantó. Dio vueltas por la sala. De los ceniceros repletos fue escogiendo colillas todavía fumables. Las colocó en hilera sobre la mesa, al lado del papel, en orden decreciente. Abandonó la idea del poema sobre la sabana. En fin de cuentas, su prima flaca no era lo bastante bonita como para ser Violante. Bonito cuello, sí. Pero las había mejores, en cuanto a cuello incluso. Ángela, sin ir más lejos. Un poema de amor a Ángela. Tachó «tierra para vender», hizo una pelota con la hoja de papel y la tiró a un rincón. Escribió:
+«Soneto para que Ángela se acueste conmigo».
+Le pareció escuchar la voz de Ana María, zahiriente:
+—Tú no te quieres acostar con Ángela.
+Sí quiero. Sí quiero. Escribiría quinientas veces: sí me quiero acostar con Ángela, sí me quiero acostar con Ángela, sí me quiero acostar con Ángela… No, definitivamente no estaba muy inspirado. No podía concentrarse. El pianista de abajo había abandonado pronto su tentativa musical, pero en el techo persistía el tamborileo decidido de la señora Niño. Y se quedaba un rato con la cabeza inclinada y la mano en el aire, escuchando el tableteo incansable de la madera y del metal, los cambios de instrumentos, el rodar de las bolas de cristal y de acero, absorto, mientras se consumían una tras otra las colillas apenas encendidas dejando largas y blandas culebras de ceniza en el borde de mesa. Y cuando volvía en sí se daba cuenta de que no había escrito nada ni había pensado nada ni había entendido nada y le quedaban cada vez menos colillas sin fumar, y cada vez más cortas. Como en un despertar, sus ojos enfocaban nuevamente la pila de papeles en blanco, las quemaduras negras en la mesa. Recordaba haber imaginado su letra irregular cubriendo de signos negros el papel, haber ordenado en la cabeza la sucesión de versos y de estrofas, los guiones, los paréntesis, los puntos suspensivos, las frases incompletas, las notas marginales con que hubiera querido puntuar los borradores para facilitar y hacer emocionante más tarde su lectura. Se había regocijado de antemano ante la perspectiva de releerse y tratar de entenderse, corregir la colita de una y griega, reteñir el palito de una eñe, añadir un verso nuevo entre dos líneas, envolverlo en un óvalo, señalarlo con flechas, subrayarlo con rayos. Y no había nada. «Soneto para que Ángela se acueste conmigo» y el resto era la angustia frente a la hoja en blanco. Como si hubiera sido necesario otra vez —¿y ante quién?— rendir cuentas y dar explicaciones.
+Pero en el fondo, pensaba, había sido una buena tarde de trabajo, pues por lo menos había corroborado una vez más su incapacidad para el trabajo. Lo cual es un buen trecho andado en el arduo camino de la perfección. Arrugó el papel para hacer una nueva pelota y tirarla al rincón, pero un temor supersticioso lo contuvo: si destruía esa promesa escrita de soneto, jamás se acostaría con Ángela. Desarrugó la hoja, estampó su firma a una distancia prudencial del título, dejando espacio exacto para catorce versos perfectos, limpios, puros, sin emborronaduras: Ignacio Escobar.
+Oscurecía. Era tarde. Le quedaban ya sólo tres colillas. Tendría que fumar luego colillas de colillas. La señora Niño tamborileaba infatigable. Estaba hambriento. Resolvió echarse a dormir y fue a su cuarto (los ruidos en el techo lo siguieron, como si lo olfatearan) a acostarse en la cama sudada y sin tender. Necesitaba contratar una sirvienta, buscar una mujer, recuperar la suya: Fina, por qué te fuiste. Acostarse con Ángela. Se revolvió en la cama, sin sueño, inquieto, sintiendo en medio del vientre el vacío sordo de la inutilidad. Hubiera debido trabajar más, intentar algo, actuar. Contra pereza, diligencia. Pero ah, la diligencia. Quién es capaz de diligir, de diliger, de dilagar, ah, mierda.
+Se percató de pronto de que le estaba creciendo dulcemente una erección, como una flor de loto en medio de un estanque. Cerró los ojos, rozó con una caricia su erección naciente, la acomodó mejor sobre su muslo para ayudarla a florecer en paz. La sintió enderezarse y crecer como un niño bajo el peso inmóvil de sus dedos, y arriba comenzaron de nuevo los golpes diligentes de la señora Niño. Tac tac tac. Y un silencio. Tac tac tac tac tac tac. Y un silencio. Tap tap tap tap. Tlic tlic tlic. Y luego la cascada de cristal y de hierro en la madera, y un martilleo triunfal a dos manos, y un silencio. El miembro endurecido como un nervio que tenía palpitando entre su mano se escurrió, se chupó, se consumió en sí mismo.
+—¡LOCA! ¡LOCA! —gritó con la cara hacia el techo, enceguecido de furor. Pero la señora Niño prosiguió su concierto, imperturbable. Escobar se tapó la cabeza con la almohada, súbitamente borracho de fatiga, con los nervios erizados y en punta. A través de la almohada se oía todavía el ruido. Fue al baño, hizo bolitas de papel que incrustó en sus oídos y que al cabo de un rato se extrajo con gran dificultad, al ver que no servían. Se revolvió en la cama, se envolvió el cráneo con las sábanas, trató de dominar telepáticamente a su adversaria con la fuerza de la concentración mental, lloró, lanzó impotentes alaridos, sollozó dulcemente. Tap tap tap tap tap, hacía la señora Niño con delicada precisión, como un albañil que ajusta con esmero una baldosa. Tac tac tac. En el manejo de las esferas de cristal había alcanzado un virtuosismo de arpista paraguayo. Escobar golpeó con el palo de la escoba en el techo hasta que le dolieron ambos brazos y el cielo raso empezó a derramar una lluvia de cal sobre su cama. Sacudió las sábanas, llorando de la rabia. Subió las escaleras, desnudo, con la escoba en la mano, y aporreó con violencia la puerta cerrada de la señora Niño. Adentro se oía un silencio tenso. Volvió a golpear la puerta con la escoba, y luego con los puños hasta que le dolieron los nudillos, y otra vez con la escoba, parándose a escuchar y oyendo únicamente el mismo silencio sospechoso. Pateó la puerta, haciéndose daño en los pies desnudos. Golpeó sin fuerzas ya, con las rodillas, con los codos. Le dolían las manos y los brazos, los músculos del cuello, las venas de las sienes. Oyó que se abrían puertas en los pisos de arriba, en los de abajo, y bajó la escalera nuevamente, con vergüenza y con frío. Trató de emborracharse con los cunchos del ron, pero no había bastante.
+Con sabias pausas, que duraban a veces veinte o treinta minutos y le daban casi tiempo a Escobar para conciliar el sueño, la señora Niño golpeó toda la noche. Tap tap tap: el mazo de madera. Tac tac tac tac tac: el martillo de hierro. Y el martinete de cristal, quebradizo, al parecer indestructible: tlic tlic tlic tlic tlic. A veces, tras una larga pausa, y cuando ya Escobar ernpezaba a creer, sudoroso y exhausto, que había resuelto retirarse a dormir, se ponía a taconear y zapatear en redondo como una bailaora de flamenco. Y después dedicaba un largo rato a un ejercicio de paciencia tremendo, con sus tres instrumentos: tap (una pausa) tac (una pausa) tlic (una pausa) tap. Tac. Tlic. Tap. Tac. Tlic. Tap. Era casi un alivio cuando volvían de golpe a derramarse las bolas de cristal con un alegre tintineo, y luego venía el rumor más pesado de las esferas de metal, y luego otra vez el monótono choque del martillo en el piso:
+Tap.
+Tap.
+Tap.
+Tap.
+La pausa se prolongaba a veces de manera anormal, y Escobar percibía entonces el latido atropellado de su propio corazón, esperando y casi deseando que su tormento volviera a comenzar para saber que estaba vivo todavía. Y otra vez tap tap tap tap tap. Se daba cuenta de que llevaba varios minutos sin respirar, con todo el cuerpo tenso apoyado en un arco sobre la nuca y los talones; y se dejaba caer, empapado en sudor, sobre las sábanas calientes. Tac tac tac. Se empinaba para tratar de oír mejor, y comprendiendo su insensatez se ponía en pie en la cama y gritaba enronquecido, con la cara febril casi pegada al techo:
+—¡Vieja loca de mierda!
+El silencio. Y luego: tap tap tap. O a veces simplemente: tac tac… —y el silencio ominoso, insoportable, interminable. Vieja loca de mierda. Hasta que por fin: tac. Y de nuevo el despliegue virtuoso y simultáneo de percusiones y metales, como un concierto entero de música concreta. Y otra vez: tac.
+Vio amanecer. Vio el sol alzarse lentamente más allá de los cerros en un cielo casi blanco. Pero la luz del día no apaciguó el tap tac tlic de la señora Niño. Los ruidos de la calle tampoco menguaron su poder. Escobar entró al baño (seguido por los ruidos), bebió agua, se mojó la cabeza, vio en el espejo sus ojos de demente, su barba ya crecida, y volvió a agazaparse de nuevo entre su cama, roto, ardiente de fiebre. Tap tap tap tap. Tac tac. A qué horas duerme, a qué horas sueña, a qué horas vive esta mujer de mierda.
+En algún momento de la mañana cayó en un sueño estuporoso, navegado por lentas pesadillas. Varias veces se despertó llorando sin recordar por qué. Una vez creyó oír la voz de Fina, pero no estaba ahí. Otra vez conversó con Federico, y escuchó claramente que decía: «la arrogancia de los agonizantes»; y cuando abrió los ojos no había nadie. Luego durmió inmóvil, sin sueños. Despertó a media tarde, ya sin fiebre. La señora Niño seguía golpeando el piso con fiereza. Parecía decidida a destruirlo.
+¿Por qué? No había motivos para un odio tan feroz y tan súbito. Estaba loca: una locura homicida, meticulosa, lenta. Tanto esfuerzo, tan minucioso esfuerzo, solamente para volverlo a él un guiñapo de nervios destrozados, una sombra. La acción, la acción por sí misma. La señora Niño era, lo comprendió, una mujer de acción. En otras circunstancias (quizá con otra posición de clase) hubiera puesto su maniaca necesidad de acción al servicio de la revolución democrático-burguesa. Tal como eran las cosas, encerrada en su casa, no tenía más vertedero para la acción que él. Porque era su vecino, había resuelto destruirlo. Poco a poco, sin prisa, con toda la paciencia que fuera necesaria. Una destrucción lenta, larga, sutil, desde afuera hacia adentro, desde el techo de su cuarto hasta el centro vital de su conciencia. Guerra popular prolongada, del campo a las ciudades. La señora Niño había estudiado a Mao Tse-tung, no cabía duda.
+¿Qué hacer? ¿Cómo defenderse? Podía subir y estrangularla. Pero la policía, las complicaciones, a lo peor la cárcel. No era un hombre de acción. Era un hombre de libros. ¿Subir y machacarle la cabeza con los cuatro volúmenes de las Obras escogidas de Mao? Eran blandas, empastadas en cartón amarillo. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Pekín. No eran un arma. Las hojeó distraído. A lo mejor estaba ahí la contra para la acción de la señora Niño, como el antídoto está en el veneno. La derrotaría con sus propias armas. Pasó las páginas, atento: sobre la rectificación de las ideas erróneas en el partido, no, investigación del movimiento campesino en Junán, no, prestar atención al trabajo económico, no, problemas estratégicos de la guerra revolucionaria de China: eso. Cómo se hace la guerra. Cómo se defiende uno.
+«Las leyes de la guerra constituyen un problema que debe estudiar y resolver quienquiera que dirija una guerra. Las leyes de la guerra revolucionaria constituyen un problema que debe estudiar y resolver quienquiera que dirija una guerra revolucionaria. Las leyes de la guerra revolucionaria de China constituyen un problema que debe estudiar y resolver quienquiera que dirija la guerra revolucionaria de China».
+Aquello le pareció de una claridad demoniaca.
+«Estamos haciendo una guerra. Nuestra guerra es una guerra revolucionaria, y esta se desarrolla en China. Por lo tanto, debemos estudiar no sólo las leyes generales de la guerra, sino también las leyes específicas de la guerra revolucionaria, y las leyes aún más específicas de la guerra revolucionaria de China».
+El libro se le cerró por sí mismo entre las manos. Estaba deslumbrado, y abrumado a la vez. Había descubierto, como en una doble iluminación fulminante, que no le interesaban en lo más mínimo los problemas específicos de la guerra revolucionaria de China, y que en esas pocas frases didácticas, monótonas, pleonásticas, estaba el secreto de la acción. Cualquier acción. Si se trata de la acción de la guerra revolucionaria de China, pues de esa. Y si no, de la que sea. Se sentó mirando al techo, esperando a que la señora Niño reanudara sus ruidos para estudiar y resolver sus leyes específicas. Se quedó mirando el techo largo rato, pero los ruidos no recomenzaron. En todo el cielo raso reinaba un absoluto silencio. Fue a su cuarto, por ver si así venían los ruidos a su cuarto. Hizo lo mismo en el baño, y luego en la cocina. Completo silencio. A ese paso no iba a llegar a ninguna parte. Se esforzó por recrear en su memoria el ritmo y la textura de los ruidos. No era fácil. Al cabo de unos momentos se sorprendió hablando solo:
+—Tac tac tac tac. Tac tac tac. Tap tap. Tlic tlic tlic tlic. Tlic tlic tlic.
+Bruscamente encolerizado cogió la escoba con ambas manos y golpeó el cielo raso con violencia. No hubo respuesta.
+Aguardó unos instantes y golpeó de nuevo. Nada. Golpeó en su cuarto, en el baño, en la cocina. Se paró en una silla para golpear también con una botella vacía, alternando la botella y el palo de la escoba.
+Absoluto silencio.
+¿Qué hacer? ¿De qué sirve haber entendido que para aplicar las leyes hay que estudiar las leyes, si no hay leyes?
+Se sentó ante su mesa. Encendió —como había temido que tendría que encender— la colilla de una colilla. Tendría que salir a la calle. Podría salir a la calle, atravesar la ciudad, irse al monte, y empezar a aplicar, del campo a las ciudades, lo que acababa de aprender sobre las leyes de las leyes. Y al cabo de la guerra prolongada, cuando por fin cayeran las ciudades, vendría directamente a su casa, subiría al piso de la señora Niño y la sometería a un juicio popular revolucionario.
+O podría escribir un poema, ahora sí. El propio Mao Tse-tung había escrito cientos de poemas. Escribiría un poema de guerra prolongada. Se dio cuenta de que estaba cayendo una vez más en sus viejos errores: el tema del poema vendría después, cuando supiera escribir el poema —guerra, amor, temas agrícolas. Quienquiera que escriba un poema debe empezar por estudiar y resolver primero las leyes que rigen el poema. Escribió:
+Instrucciones para escribir un poema.
+Tachó lo escrito, tras breve reflexión. Escribió en su lugar:
+Problemas estratégicos de la composición de un poema. Estamos escribiendo un poema. Nuestro poema es un poema…
+Un poema, ¿qué? Hacía un rato las elucubraciones de Mao le habían parecido de una claridad inexpugnable. Ahora aplicadas a lo concreto, se le antojaban cerradas, tautológicas. ¿Dónde se estudian las leyes del poema? En el propio poema. Si la guerra es en China, es en China: Mao es tajante al respecto. ¿Cómo escapar al círculo vicioso? Por la práctica: escribiendo el poema, y a continuación, extrayendo sus leyes gracias al ejercicio riguroso del análisis. Sí: pero primero hay que escribir el poema, y el problema es ese.
+O… Escobar creyó haber hecho de repente un importante descubrimiento: o al revés: del análisis, extraer el poema. Lo cegó la evidencia: si de un poema es posible exprimir la crítica, de la crítica es igualmente posible condensar el poema.
+Le pareció, en un primer momento, sencillísimo.
+Escribir prólogos —diciendo, de pasada, que un poema no necesita prólogos. Prólogo a la primera, a la segunda, a la tercera edición. Prólogo del autor. Prólogo del editor. Prólogo del traductor. Presentación. Preámbulo. Nota preliminar. Y luego epílogos, apéndices, postfacios aclaratorios, sugerencias de interpretación, glosas eruditas sobre los puntos oscuros, o confusos, o inclusive faltantes, del poema. Sí. Ese era el camino.
+Acercarse al poema desde lejos —del campo a la ciudad: entendió la estrategia. Problemas estratégicos de la composición de un poema revolucionario en Colombia: del campo a la ciudad, compañero, en una despaciosa espiral iniciada en el punto más apartado, más lejano al poema, trazando una lenta curva inexorable que poco a poco se iría cerrando sobre sí misma hasta llegar a la madriguera de la hélice, en donde estaría esperándola el poema: acurrucado, con las ancas temblando, hipnotizado, incapaz de levantar el vuelo. Y ahí, sería ya sólo cosa de atraparlo por las orejas y romperle la nuca.
+Tenía la boca llena de entusiasmo, como espuma. Escribió:
+Notas preparatorias para el cálculo de la curva parabólica…
+Escuchó una vez más el martilleo en el piso de arriba.
+Matar a la señora Niño a dentelladas, emerger de su casa envuelto en un triunfal vapor de sangre. Tenía hambre. Hacía días no comía. Escrutó el cielo mortecino, los cerros negros. Pronto oscurecería, y cerrarían las tiendas. En la nevera, los viejos hongos estaban ahora envueltos en una especie de copo algodonoso de materia translúcida. Los tiró a la basura. Tenía hambre. Una hogaza de pan. Tenía la certidumbre de que en Bogotá el pan no se vende en hogazas. El mundo es como es. Leibniz —asegura Voltaire— declaró en el norte de Alemania que Dios sólo podía hacer un mundo. Y es este.
+Se vistió, salió a la calle. ¿No podía Dios hacer un mundo en el que no existiera Bogotá? Parece ser que no, que era imposible.
+Frente a su puerta, los dueños de una tienda de artículos eléctricos acababan de capturar a un ratero, y lo pateaban en el suelo. Un policía de paño verde contemplaba la escena filosóficamente. Dos señoras bien vestidas animaban a los comerciantes con voces de rencor:
+—¡Eso, eso, denle duro! ¡Esos son los subversivos que nos matan y nos secuestran! —La más elegante de las dos se acercó para participar. Dio una patada con su zapato agudo en los testículos del ratero caído, que se encogió sobre sí mismo. La señora se alzó un poco la falda para no salpicarse con los espumarajos de sangre, y le pateó también la cara. A Escobar le pareció un ratero de aspecto distinguido, de chaleco y corbata y zapatos de plataforma; malos para correr, por culpa de los cuales, sin duda, habían podido capturarlo los de la tienda de artículos eléctricos. Desde su alta ventana la señora Niño gritaba a voz en cuello:
+—¡COBARDE! ¡COMUNISTA!
+Era con Escobar, pero los demás creyeron que hablaba del ratero, y sonrieron, y uno de los de la tienda tiró de los cabellos del caído para obligarlo a alzar la cara y saludar, como en el teatro. Escobar se alejó.
+En un antro de tacos mexicanos comió unas tortas planas, blandas, que no eran tacos, que no eran mexicanas, nauseabundas de manteca refrita. Pero el mundo es así. Vio pasar una niña muy linda, y la siguió una cuadra, o dos. Vio pasar otras dos, sin seguirlas. Y luego otra. Compró cigarrillos en una esquina. Se paró a ver pasar la gente. Había olvidado cómo es la gente de fea y de numerosa. El mundo es como es.
+Fue a hacer mercado, y en el supermercado lo abrumó la infinita variedad del mundo. Compró frutas y quesos. Cogió un carrito y lo llenó de viandas. Más frutas —plátanos y moras, mangos, un melón—, tomates y lechugas crespas, verdes, que sabía de antemano que vería marchitarse, abarquillarse, enmohecerse en su cocina, galletas, carnes, sopas, trago, leche, huevos, arroz de varias marcas, sardinas portuguesas, vinos chilenos, pastas italianas, salchichas inglesas, chocolates suizos, limones para prevenir el escorbuto, perejil. Salió a la calle cargado como un mulo, arrepentido. Era ya oscuro. Una señora que iba tan agobiada de carga como él dejó caer de golpe todo al suelo, soltando un alarido. De su oreja desgarrada manaba algo de sangre, y ella lloraba a gritos señalando a un raponero que escapaba calle abajo con su arete de perlas en la mano, velocísimo en sus zapatos de plataforma. Los paquetes al pie de la señora empezaron a desaparecer, y ella seguía llorando. Otra señora se llevó subrepticiamente un jamón. Un mendigo envuelto en trapos huyó arrastrándose sobre sus cortos muñones, cargado con seis latas de melocotones en almíbar, perdiendo en la precipitación de la fuga un cartón en el que el secretario del leprocomio de Agua de Dios certificaba que su lepra no era contagiosa. El certificado rodó a los pies de Escobar, que lo leyó pero no se atrevió a tocarlo. El mendigo se perdió entre la gente. Escobar echó a andar hacia su casa con paso firme, abandonando a su suerte a la señora que todavía lloraba y ahora intentaba recoger del suelo, entre los charcos de leche y Coca-Cola derramada, los restos de su compra. Un celador armado de escopeta la miraba esforzarse y gemir, sin ayudarla, con una lata de galletas oculta bajo la ruana. Escobar empezó a silbar. ¡Dame mi lira, oh Musa!
+Porque ahora sí tenía el poema por la cola. O por lo menos el tema del poema. Sólo en lo concreto se aprende, compañero. Lo había entendido en el supermercado atestado de víveres como una caverna de Alí Babá, rebosante de pollos y de pavos y de carnes envueltas en papel celofán, de whiskies escoceses y champañas francesas y caviar negro del Báltico, enmontado de frutas y verduras, surcado de señoras con el velamen desplegado que empujaban carritos repletos de vituallas, y sitiado por fuera como por un ejército enemigo por un informe pulular de raponeros y celadores y leprosos y mendigos que esa noche, por fin, tendrían para cenar melocotones en almíbar y no podrían dormir por los retortijones. Quién les manda robar. Tenía un poema épico. Tenía inclusive el título, engañosamente prosaico: «Análisis concreto de una situación concreta». Sólo en lo concreto se aprende.
+Al llegar a su puerta pisó la sangre ya seca del ratero apaleado, y el signo le pareció de buen augurio.
+La señora Niño empezó a golpear arriba en cuanto entró a su casa. La desdeñó. Con una toalla del baño se improvisó un turbante, que apretó bien en torno a las orejas. Dame mi lira, oh Musa.
+Frente al papel en blanco, el título pensado no le pareció bueno. El género exigía otra cosa. La Bogoteida. Escribió en mayúsculas:
+LA BOGOTEIDA
+Y debajo, en minúsculas:
+Poema Épico.
+Y debajo:
+Canto Primero.
+Y pensó un rato. El turbante de toalla amortiguaba el ruido de la señora Niño, pero no conseguía eliminarlo por completo.
+Escribió:
+Círculos
+y se arrepintió de inmediato, y tachó la palabra. Círculos de miseria, iba a decir: unos dentro de otros, riqueza sitiada, cercada por la miseria. Pero eso de «círculos» sonaba demasiado al Dante. Y hablar de miseria de entrada sonaba demagógico. Un poema épico no debe ser así. Consultó dos o tres modelos en la biblioteca. Volvió a su mesa, satisfecho. Escribiría en octavas reales.
+La Bogoteida.
+(¿La Bogotíada, quizás?)
+Canto Primero.
+El cual declara el asiento y la descripción de la ciudad de Bogotá y de la sabana que recibe su nombre, con las costumbres que sus naturales tienen, y de cómo todo eso no puede durar.
+¡Oh, madre! ¡Oh, mi ciudad! Poeta fuera
+quien cantara lisonjas, y galanas,
+de tu envidiada situación cimera
+entre las mil ciudades colombianas.
+Pero poeta yo, que a la primera
+estrofa se me mueren ya las ganas,
+no soy. Y quedarías tan malparada
+que tal vez sea mejor no cantar nada.
+Pero con eso estaba otra vez como al principio. Y el tono era falsamente festivo, timorato. Festivo por timorato. Falso. No hay nada más difícil que decir la verdad, le había dicho a Federico. Y eso no era la verdad. Sólo diciendo la verdad se puede mantener un tono épico, sin ridículo, durante quince o veinte mil versos. Había que entrar de lleno en materia, como un halcón. Vista aérea de la ciudad, y luego un zoom cinematográfico al centro de la llaga, al corazón del pus:
+Negros la guardan envidiosos montes;
+dura la ciñe la tenaz miseria,
+odios, no amores, son sus horizontes;
+algo ahora que rime con miseria: histeria, feria, difteria. En Bogotá, probablemente, hace estragos la difteria, entre otras muchas enfermedades infectocontagiosas, Bogotá, ciudad sin hospitales —lo cual puede rimar más tarde con multitud de males, pero no, no era cierto: a Bogotá no sólo la ciñe la tenaz miseria, sino que la ceba también por dentro. Hay que decir de Bogotá que está rodeada y rellena de miseria. Y de peligro. Islotes duros de violencia y peligro, como piedras de riñón: y también un olor de peligro, de miseria y violencia, como el hedor de un riñón putrefacto. Vagamente, Bogotá tiene forma de riñón, recostada en sus cerros, nauseabunda, amorcillada.
+Ciudad arriñonada que se extiende
+de norte a sur quemando la pradera,
+devorando el paisaje: cual se tiende
+negra morcilla en verde ensaladera…
+Pero ese no era el tono épico: arriñonada, ensaladera. Imágenes grotescas y prosaicas, pero, ¿qué puede ser más prosaico y grotesco que la ciudad de Bogotá? Una ciudad renegrida, reblandecida, informe, pululante de gente, como una gruesa morcilla purpúrea cubierta de insectos, bruñida de grasa, goteante, rellena de sabe Dios qué porquerías —sí: de sangre putrefacta. Ciudad hedionda a manteca recocinada de fritangas de esquina, manando humores turbios, rezumando coágulos de podredumbre sobre el espejo verde y tierno de la sabana, envenenándola.
+Sin embargo, la palabra «arriñonada» se le seguía atorando en la garganta, y también la palabra «ensaladera»,
+Ciudad hecha de sangre derramada
+que al septentrión devora la pradera
+Claro: había que hablar de septentrión desde el principio. Septentrión es una palabra eminentemente épica.
+Ciudad de sangre, en sangre amortajada;
+ciudad que arroja sangre y sangre encierra;
+ciudad ensangrentada y desangrada
+en sórdida, secreta, sorda guerra:
+al sur o meridión, la plebe hambreada
+de todos los malditos de la tierra;
+al norte o septentrión, la oligarquía
+rodeada de guardianes noche y día.
+Al norte para estar, obviamente, más cerca de los Estados Unidos. Estaba claro, había dos bandos: ¿de qué lado está usted, compañero? Del sur, compañeros, del lado de los oprimidos. (Por otra parte, estaba contento: le habían salido bien las aliteraciones).
+No cantaré del norte las bellezas
+¿No las cantaría? ¿Las niñas lindas de la Carrera Quince, enfundadas en jeans? No. Ni las que había visto llegar al Unicornio, luminosas las espaldas desnudas. Su belleza era engañosa, basada en la injusticia. Lo injusto no puede ser bello, compañero.
+No cantaré del norte las bellezas
+pues la belleza injusta es vil patraña;
+el lujo, la opulencia, la riqueza,
+pueden cegar, pero jamás engañan.
+Voy a cantar el sur y su pobreza,
+sus trucos, y sus artes, y sus mañas:
+el sur de los sufridos bogotanos
+que tienen muchos pies, y muchas manos.
+Federico y los otros se iban a poner felices. Pero a ese ritmo, veinte mil versos le iban a tomar toda la vida. Y tendría que pulirlos, además: esa última octava real le había salido pobre, grosera, prosaica. Ese es el riesgo: la prosa rimada. La octava real impone un ritmo tardo, pesado, monótono, como un arar de bueyes bajo el yugo. Claro que Bogotá es una ciudad monótona, aburrida, como un arar de bueyes. Pero había que pensar también en el lector. Tal vez era mejor hacer algo más ágil, más breve también, aunque más denso: más gongorino. Y abandonar la octava real, que es dura. Había tachado mucho, había sufrido. Se había bebido ya casi media botella de whisky. Ya no quedaba hielo en la nevera.
+De varas techo no, de varas día;
+red para lluvias, para soles viento;
+donde —nido de dos, de cien lamento—,
+nunca llegan las rosas
+ni el oro en su cerrado y no prodigio:
+sueño de otro y sofreno
+aquí de cuanto bueno
+se arranca en la violencia del litigio
+—a falta de otras cosas
+no por menos de amar, menos hermosas,
+que Tántalo en suplicio conocía
+cual conocía sus peñas
+de mármol, por más señas.
+Le había salido de un tirón. Demasiado hermético, tal vez: demasiado elíptico. Lo que quería decir era que los pobres viven prácticamente a la intemperie, bajo techos de cañas y cartones que ni techos son, y dejan pasar el agua, el viento, el sol, el frío, y hacinados, de a cien en cada tugurio; y sin acceso a los bienes de la sociedad de consumo, a las rosas, y en general a todas las cosas, por falta de plata, la cual, para ellos no es más que un sueño ajeno, y un freno. Pueden, sí, recurrir a la violencia: al robo, al raponeo, al atraco, al secuestro, a la extorsión, a la explotación de otros recursos naturales; pero es un suplicio atroz, digno de Tántalo, presenciar desde el sur el espectáculo del despilfarro de los ricos, y eso equivale a darse con un canto —de mármol— en los dientes. Pero, la verdad, no estaba muy claro nada de eso. Tomó unas notas sueltas: dejaría, para empezar, claro el sentido (con algunos brochazos de color); y luego haría el trabajo de versificación, con calma:
+Ranchos de cañas y cartón (techos de encaje
+que dejan colar el agua, el sol cuando hace sol, el viento).
+Que permiten
+(en el hacinamiento)
+apenas las delicias pasajeras del arrejuntamiento
+ —y después, claro, un hijo más.
+Allá no llegan las rosas
+ni el oro (o sea la plata) que sirve para comprar las rosas:
+el oro, cerrado prodigio (es decir, ajeno)
+(como todo lo bueno)
+cuyo producto (el de las rosas: pues las rosas se venden)
+sirve a los ricos para pagar una amenaza:
+celadores y policías (brazos armados de la burguesía),
+perros guardianes, hombres con escopetas y collares de púas,
+para desalojar a los pobres que han hecho su rancho en tierra
+ajena, obviamente (como toda la tierra).
+Las delicias de la vida son suyas, allá, al norte.
+Y saber desde el sur que todo eso existe es un suplicio:
+el suplicio de Tántalo.
+Por todo eso, guerra
+por la tierra ajena
+(buena, que pone fin a nuestra pena).
+Estaba borracho. En el papel los renglones se le descolgaban en diagonal, como si estuviera escribiendo un caligrama. En el vaso manoseado el whisky era ya de una palidez babosa, borrosa. Se fue a la cama. La señora Niño, infatigable, proseguía desde el techo su paciente guerra prolongada, sus martillazos, sus rodares de bolas y de esferas, sus cascadas de ruidos. Borracho, pero capaz todavía de coordinar sus movimientos, Escobar clavó una manta en el techo, encima de la cama. El ruido le llegaba ahora asordinado. Se durmió como un niño.
+A la luz de la mañana, el poema era una verdadera porquería.
+Pretencioso, mentiroso, superfluo. Ni una rima que sirviera, ni una imagen. Tántalo. ¿Quién sabe hoy quién es Tántalo? Don Tántalo Mejía, un senador de Risaralda o del Quindío, dueño de haciendas y de votos cautivos. Y encima, incomprensible: de varas techo no, de varas día… Tendría que andar con un cartón colgado al cuello en el que el secretario de un gongoromio certificara que su mal no era contagioso. Ni el oro en su cerrado y no prodigio. ¿Qué había querido decir con eso? Nada, probablemente. No conseguía acordarse. Estaba avergonzado.
+Mientras más estudiaba su poema, más le gustaba la palabra septentrión.
+Pero el poema no era un juego retórico de palabras sonoras y vacías. Debía servir para analizar la situación concreta: explicar la generación de la plusvalía, describir los mecanismos de acumulación del capital a partir de la renta del suelo, denunciar la sobreexplotación de la fuerza de trabajo, la represión armada, el gasto superfluo de las clases ociosas, el endeudamiento externo, la voracidad imperialista. Y cantar la concientización de clase.
+Septentrión. Meridión.
+En erial meridión, y allí hacinados…
+Hay palabras que no engañan: meridión, septentrión. Un poema, antes que de cualquier otra cosa, está hecho de palabras.
+En erial meridión, y así hacinados
+(noche de luna y luz, de rejas día:
+red para lluvias, para soles viento),
+pie enjuto al septentrión, al sur sediento…
+Sediento… Lo malo es que lo que distingue a los barrios miserables del sur de Bogotá es justamente que viven inundados, aun en verano. Del Tunjuelito para allá, todo es raudal: niños ahogados, fotos en los periódicos de familias enteras navegando en barquetas de infortunio con un televisor y un perro.
+CANTO PRIMERO
+Que trata de la manera bestial como viven los naturales de estas regiones, y de cómo aún pagan por ello a los señores suyos y dueños de la tierra; los cuales señores invierten los dineros así recaudados de modo tal que les permita escapar sanos y salvos en el caso de que los dichos naturales acaben sublevándose con muy grande matanza y carnicería; no por su propia iniciativa, sino por la influencia subversiva de agitadores profesionales portadores de doctrinas foráneas y por completo ajenas a la idiosincrasia de nuestro pueblo, el cual pueblo sólo piensa en emborracharse, como ya se vio el 9 de abril.
+En erial meridión, y así hacinados
+(noche de luna y luz, de rejas día:
+red para lluvias, para soles viento),
+pie enjuto al septentrión, al sur sediento,
+al suelo pie el que tierra conocía
+ajena y de guardar:
+tierra del dueño
+también de su trabajo y de su sueño
+que el propio pie en la bota siempre hubo
+(y apoyado en el peón y en el estribo)
+desde que tuvo edades
+para saber sus anchas propiedades
+ayer para solaz de sus ganados
+hoy solar de arrimados
+que roban en la luz lugar esquivo
+al que todo lo tuvo
+al amparo Polar
+y come de la renta de su suelo
+para la dicha suya y vuestro duelo.
+Vive en el septentrión (porque así fuera a
+Mayami más breve la carrera)
+una vida de flores,
+aun si cercada desde el alba al sueño
+por infinitas bocas de agonía
+que dan las venas de su plusvalía
+y sus raudosas sangres cotidianas
+por defender al dueño
+de los atracadores,
+de los secuestradores,
+de los trabajadores:
+empecinados en el arduo empeño
+¿tendría que repetir sueño, dueño? Se había perdido en los laberintos de la rima. ¿Panameño? Junto al heroico hermano panameño. Hondureño. Aguileño. Pequeño. Algo aguileño, obvia alusión al águila rapaz de los Estados Unidos. Algo pequeño, para meter de una vez la nota sentimental: la honesta trabajadora que cuida de sus hijos pequeños mientras espera a que regrese a casa el honesto trabajador con el pan para toda la familia. El honesto trabajador llega borracho, sin embargo, pues la inhumana sobreexplotación a que lo somete el capital le ha impedido desarrollar una conciencia de clase correcta; y no sólo llega borrado, y sin un pan, ni un centavo, sino que además llega a pegarle a la honesta trabajadora —la cual (por qué no decirlo) se ha pasado la tarde pegándoles a sus honestos pequeñuelos. Y uno la entiende, porque hay que verlos.
+Reflexionó. Se sirvió el primer trago del día.
+empecinados en el arduo empeño
+de afrontar, ceño a ceño
+Eso había que trabajarlo mejor. Pero luego. Compraría un diccionario de rimas, que los hay, para ayudar a los poetas. Ceño, sueño, dueño, empeño, leño, bargueño, cenceño. ¿Llegaría el día en que tuviera que usar cenceño? Sí, cenceño: un militante revolucionario, por ejemplo, debe ser cenceño: delgado, pero sin fragilidad, es decir, sin perder la dimensión heroica que requiere la práctica de la revolución.
+Empecinados en el arduo empeño
+de enfrentar, ceño a ceño,
+la oligarca quimera:
+vertiendo en vano al pie de sus ventanas
+la sangre de las venas colombianas.
+Había ya mucha sangre, y mucha vena. ¿El licor de las venas colombianas? ¿De las carnes colombianas? ¿El licor de las carnes colombianas? ¿El zumo, el jugo? La savia. La savia de las venas colombianas. Épico y, a la vez, popular. Popular y patriótico, al servicio de la liberación nacional, como decía Zoraida.
+Vertiendo en vano al pie de sus ventanas
+la savia de las vidas colombianas.
+Pero al pensar en Zoraida se percató de que en lo que llevaba escrito faltaba la presencia de la vanguardia armada de la revolución: eso va muy derrotista, compañero. Oh, pero había Cantos de sobra por delante. Y fatigado de su Canto Primero pasó de un salto al Canto Vigésimo Tercero, cuando ya bajan los guerrilleros de las montañas, victoriosos. O más bien, dadas las condiciones topográficas específicas de la guerra revolucionaria en Colombia, cuando ya suben. Porque los hechos son tercos, compañero: en Colombia hay que subir.
+Subiendo por cañadas escarpadas
+se aproxima por fin la primavera
+roja flor de victoria enarbolada
+(encamada bandera)
+en la mano
+de hermano
+colombiano
+la mano compañera
+del líder de un grupúsculo cualquiera
+de izquierda verdadera.
+—Seriedad, compañero.
+Oyó la voz grave de Zoraida, sintió su olor. No estaba ahí. Pero tenía razón: aquello no era serio. Aunque tampoco es serio escribir un poema revolucionario simplemente porque una compañera revolucionaria huele a mujer. Zoraida, Zorahaida. ¿Sería su verdadero nombre, en la paz, en la vida? Federico hubiera podido decírselo. Pero tal vez fuera mejor no preguntárselo: era posible que se llamara Betty, Nancy, Luz Dary. Y el compañero Douglas, ¿se llamaría de veras Douglas? Tenía un aspecto campesino y honesto, de llamarse Ezequiel, Martín, Jacinto, a lo sumo José. ¿Pero Douglas? Y sin duda Dolly, o Vicky, o Marilyn. El imperialismo es implacable. Bebió. Tachó. Tachar es fácil. ¿Tachaba mucho Homero? Empezaba a aburrirlo mortalmente la Bogoteida. Por otra parte, tal vez debía llamarla Bogotíada.
+So el iracundo sol mas si feroces
+defensores del orto proletario
+—alto sol— de desdenes cordillera
+que no un atlante viera—
+Revolucionario, proletario, Certificado de Abono Tributario. Se aburría. Una vez más tachó. Una vez más bebió. (¿Bebía Homero?). Y empezó una vez más:
+Feroces, sí: mas menos que la gloria
+de diestras cercenadas
+y en duros bermellones florecidas
+si antes que vencedoras ya vencidas
+por la aurora vengadas
+en el rubí falaz de las espadas:
+flor que a los labios fluye.
+Azor zegrí de nubes proletario
+temor del cielo, pámpano de historia,
+barriendo (hoz de sus alas golondrinas)
+del estío espigas, y de la memoria,
+no de sí propias, no: que mercenario
+cual es del Ponto el Nilo tributario
+no ejército es: harinas
+al rojo viento revolucionario
+y a sus embates huye
+—con lo cual esta estrofa se concluye.
+Afortunadamente. Pero, ¿quedaba claro? ¿Cualquier lector entendería que se explicaba allí cómo los revolucionarios proletarios, tras duros reveses, nunca definitivos, y esgrimiendo en la diestra la violencia, partera de la Historia, hacen feroz pero no menos justa mortandad —como el segador entre las espigas, como el halcón en el gallinero— en las filas a sueldo del capital —anacrónicas, ineluctablemente condenadas por el advenimiento de tiempos nuevos— que se dan a la fuga en medio de la más grande confusión y pavor, como polvo en el vendaval? No, no estaba claro. Ningún lector lo entendería. Y era evidente que Zoraida, por ejemplo, jamás lo aprobaría. Ni siquiera Federico. Aunque no estaba nada mal. Eso de, por ejemplo, mercenario / cual es del Ponto el Nilo tributario lo hubiera envidiado el propio Góngora.
+Bebió. A ese paso no iba a terminar nunca. (¿Bebía Góngora?).
+Aquello era una mierda.
+Desalentado, abandonó en la mesa las estrofas escritas. Abrió ventanas: todo hedía a encerrado. Se sentó en su sillón con el vaso de whisky en la mano. Le dio asco el trago, lo dejó en el piso, se recostó en el sillón, clavó la vista en el techo.
+Toc toc toc toc toc toc toc. Tac tac.
+¿Toc toc toc? Había cambiado el timbre de los ruidos de la señora Niño. Más hueco ahora, y tal vez más sonoro. Llevaba días oyéndolos —llevaba días escribiendo su poema de mierda— y se dio cuenta ahora con sorpresa de que llevaba días sin oírlos, acostumbrado a su monotonía del mismo modo que el feto, al parecer, se acostumbra al latido del corazón materno. Pero ahora recordaba que sin cesar una mitad de su cerebro había estado escuchando los golpes en el techo, y pensó que si analizaba su poema probablemente encontraría que el ritmo le había sido dictado inconscientemente por la señora Niño. Se sintió acometido por una incontrolable oleada de cólera. Arrojó el vaso contra el techo, y se empapó de whisky. Pudo esquivar el vaso en su caída, pero no evitar que estallara en el piso. Barrer ahora. Reventó contra el techo todos los objetos que encontró a su alcance, enloquecido de la rabia: ya que tendría que barrer, barrería todo: floreros, ceniceros, lámparas. Luego, llorando, fue a la cocina en busca de la escoba. Los ruidos en el techo lo siguieron a la cocina. Otra vez golpeó el techo con el mango de la escoba, sabiendo de antemano que había sido derrotado. Miró con amargura sus dos manos, antes que vencedoras ya vencidas: también eso se lo había dictado la señora Niño desde el piso de arriba. Loca, loca de mierda. Y la seguía escuchando: toc toc toc. Tloc, tloc tloc tloc. Tlic tlic. Debía de haber adquirido algún nuevo instrumento, más sonoro. Miró los versos en su mesa, deprimido: porquería de versos. Ni siquiera eran suyos. El poeta es sólo un camino para la voz de lo eterno, dice Rimbaud. Del pueblo, dice Zoraida. De la señora Niño. Tenía ganas de llorar de verdad. No había inventado nada, no había creado nada, después de tanto esfuerzo. Así, creían los antiguos que no podemos escuchar la música celestial de las esferas porque la oímos siempre: y sin embargo la música que hacemos no es más que el remedo de esa música. Resopló con furia: ¡música de las esferas! El tlic tlac tlic tloc tloc tloc tloc de la señora Niño. Música.
+¡Caray, música! ¡Claro, música! ¿Cómo no había pensado antes en combatir a la señora Niño con la música? Música, claro, música. Música de verdad. Cuál música. Los vallenatos que había dejado puestos Federico le parecieron frágiles. No, algo robusto, poderoso, abrumador, aplastante, cuerdas y percusiones, violencias, mucho platillo, mucho bombo, mucho corno inglés: toda una orquesta filarmónica. Beethoven. Puso un disco en el plato. Con una ligera presión en una tecla el plato echó a girar, como una cosa viva. Otra leve presión en otra tecla, y Beethoven, dócilmente, se puso a reventar los techos.
+Pero en las pausas de su música se abría paso con finura implacable de escalpelo la música concreta de la señora Niño. Incluso era peor, porque a través de los bramidos y de los barritares de Beethoven se esforzaba por distinguir en el techo el tintineo, el golpeteo, el tac tac. Beethoven era una marejada, un huracán, una estampida de búfalos: pero al abrigo del techo la abominable señora Niño tenía la paciencia infinita de una gota de agua en los huesos del cráneo. La Novena Sinfonía de Beethoven aterroriza a los salvajes, apacigua a los cachalotes, calma a los elefantes: a la señora Niño la dejaba perfectamente fría. Puso el disco en el plato una vez y otra vez, con el volumen en la máxima violencia. En los inevitables intervalos para voltear el disco, en los largos silencios que separaban los sucesivos movimientos, la señora Niño proseguía impertérrita: tac tac tac - tlic tlic tlic tlic tlic tlic - tloc tloc tloc - tap tap tap. Tap. Tap. Tlic.
+Tap.
+Tlic.
+Tap tap.
+Toc.
+Tap.
+Salió gritando a la escalera, subió de dos en dos. En el hueco sonoro de la escalera atronaban los coros de Beethoven como un tren en un túnel. Tras la puerta cerrada de la señora Niño sólo se oía el silencio. Pegó su dedo al timbre y pateó la madera. No hubo respuesta. Pegó el oído a una rendija, y oyó un roce levísimo, de gruesa fiera que se arrastra, de reptil. Soltó por la rendija un aullido bestial que rebotó en todos los recovecos del edificio. Adentro se hizo un silencio de muerte mientras Escobar jadeaba ante la puerta, todavía hinchadas como cuerdas las venas de la frente y del cuello. Bajó las escaleras titubeante, como vaciado de su sangre, entre el estruendo de la música que sentía sólido como un río. Cuando cerró su propia puerta Beethoven seguía bramando desde el disco, pero del cielo raso ya no llegaba ningún ruido.
+Se dejó caer en el sillón, empapado en sudor, riendo y llorando. Había vencido. El grito. El alarido primordial del ser humano acorralado, el aullido potente que hace escapar a las escurridizas alimañas. Respiró hondo y lo volvió a lanzar, mirando al techo:
+—¡Aaaaahaahhagggahaaggghhhaaaaajaaaaahhjhjhhha! a! a! ah!
+Sobre el fondo coral del Himno a la Alegría el alarido cobraba tonos pavorosos. El grito primigenio. La voz, la voz humana. Su propia voz. Gritó otra vez:
+—¡Aaaaahaahh agggAHAAGGGHHHAAAAAJAAAAAHHJHJHHHA! A! A! AH!
+Y otra vez:
+—¡AAAAAHAAHHAGGGAHAAGGGHHHAAAAAJAAAAAHHJHJHHHA! A! A! AH!
+Derrotado, Beethoven llegó al final del disco. Mientras se levantaba para ponerlo otra vez desde el principio, Escobar oyó que llamaban tímidamente a la puerta. Miró en torno, buscando un arma. Fue sigilosamente a la cocina y escarbó en los cajones, hasta encontrar un misterioso hierro recurvado: tal vez una manivela de máquina de moler. Aplastaría de un solo golpe los sesos de la señora Niño. Abrió la puerta con la mano izquierda, blandiendo el hierro en la derecha.
+—¡Uuu-uuy!
+No era la señora Niño. Era una muchachita de trenzas negras y mejillas coloradas, de cofia y delantal blancos sobre el uniforme negro. La sirvienta de abajo. La había visto fregar las ecaleras con un balde de agua jabonosa, insignificante, casi infantil. Después del uuu-uuy no había vuelto a decir nada: estaba ahí parada, boquiabierta, mirando con sus ojos negros y sin córnea la mano armada de Escobar, muda de miedo.
+—A ver —dijo Escobar, aflojando los músculos. Y la sirvientica soltó un susurro entrecortado:
+—Que dice la señora que si por favor puede poner más pasito la música.
+—¿Qué?
+Más atemorizada todavía, gimiendo las palabras:
+—Que si por favor manda decir la señora que la música. Y que si por favor que qué son esos gritos tan raros, que si se le ofrece algo.
+Ah, sí, claro. Debía ser la señora que en esos días había emprendido el vacilante aprendizaje del piano. Probablemente estaba apabullada por Beethoven.
+—Sí, claro. Dile…
+Pero pensándolo bien, sí se le ofrecía algo. Miró con ojo crítico a la sirvientica, medrosa y cabizbaja, paradita en la puerta. Tenía piernas delgadas, lisas, de niña, y el pelo renegrido apretado en dos trenzas, y las mejillas limpias. Tras el delantal, los senos parecían quedarle grandes.
+—Dime: ¿tu señora es la que está aprendiendo a tocar piano?
+La sirvientica dijo que sí con la cabeza. Escobar dejó la manivela en el piso. Con la punta de los dedos le acarició la mejilla lisa, caliente. Se puso todavía más roja, cerró los ojos, los abrió de un golpe, mirándolo a la cara, negros como azabaches, sin córnea. Se quedó quieta, con las manos caídas, resignada, aceptando su destino, mirándolo. Escobar llevó los dedos hasta la oreja pequeña y roja, pegada al cráneo, hasta la nuca helada. La sirvientica se atragantó de sobresalto.
+—Uy, doctor.
+Y bajó la mirada otra vez. Se veía sin voluntad, sin defensa, sin prudencia. Lo deprimió que lo llamara doctor.
+—Dile a tu señora que sí, que voy a bajar la música.
+Cerró la puerta con ella ahí parada todavía, sin mirarla. Apagó el tocadiscos.
+Por un momento esperó que la señora de abajo se pusiera a tocar en su piano algo sedante. Sin embargo el silencio era absoluto. La señora Niño, al parecer, había quedado completamente derrotada. Escobar intentó recordar su grito de victoria. Lo repitió en voz baja.
+—aaaaahaahhagggahaaggghhhaaaaajaaaaahhjhjhha. a. a. ah.
+Había encontrado al fin su verdadera voz. Miró sus torpes rimas dictadas por la música imperativa de la señora Niño, sus octavas reales como corsés de hierro, sus artificiales alambicamientos gongorinos. Nada de eso valía nada. Ahora tenía su propia voz.
+—Aaaaahaahhagggahaaggghhhaaaa…
+Pero un grito es simplemente un grito. A medida que lo repetía lo encontraba más pobre:
+—Aaaaahaahhagggaha…
+Lo asaltó una iluminación: ese era el poema. Un poema simple como un grito, elemental: y sin embargo, suficiente. Se sentó ante su mesa, tomó una hoja blanca, escribió en línea vertical:
+A
+a
+a
+a
+ah
+a
+h
+h
+h
+h
+a
+g
+…
+Y rellenó la hoja de versos, febrilmente:
+Capital de Colombia, Bogotá:
+mala ciudá, mala ciudá
+en donde nunca pasa ná
+ni para acá ni para allá
+ni aunque pasara se sabrá
+ah
+ni pasará
+ni pasará jamá, jamá
+ah
+ah
+mala ciudá de Bogotá…
+Le estaba saliendo un poema tristísimo, aburridísimo. Tal vez no había sido tan buena idea la de transliterar el grito. Y ahora, además, le tocaba empezar ya a rimar con ge final. ¿Bogotá ag? Y después vendrían jotas. Pero sobre todo, no le gustaba para nada esa triste monotonía de lamento de esclavos que le estaba saliendo. Bogotá es triste, sí, pero de otra manera. Una tristeza fría, de atmósfera delgada, de ciudad aplastada por el peso del cielo en lo más alto de la cordillera, en lo más lejos. Una tristeza rencorosa, torva, de muchedumbres silenciosas que en la calle tropiezan con otras muchedumbres, como un río con el mar, bajo la lluvia. Una tristeza sórdida de buses y busetas, de semáforos muertos, de edificios a medio construir en medio de charcos amarillos, de parques de los que se han robado los columpios, de vacas pensativas que pastan al pie de las estatuas de los próceres, de basurales, de desempleados, de niños vestidos con uniforme militar. A veces, a lo sumo, un jardinero pasa en bicicleta con la máquina de cortar pasto parada en la parrilla como una cola enhiesta de ave lira.
+El problema, quizás, estaba en la rima en a aguda. Tal vez debiera hacerla grave:
+En Bogotá no pasa nada
+nada
+nada
+nada
+nada
+ah
+no pasa nunca nada
+nada
+ah
+ah
+no pasa nada…
+Era mejor así. Aunque tampoco ninguna maravilla. Además, si se ceñía con rigor a su grito, le iba a salir un poema muy corto.
+Se sirvió un trago. En el entusiasmo de la creación no se había acordado de almorzar, y le sonaban las tripas. Sonó el timbre de la puerta.
+ERA ANA MARÍA, EMBARAZADA como un globo, llorando. Se arrojó en sus brazos. Jadeaba de la subida de los tres pisos, las lágrimas le bañaban la cara y el cuello, temblaba como si tuviera fiebre. Escobar temió que fuera a parir —o a abortar— de un momento a otro, y se llenó de horror. ¿Qué hacer? Le dio palmaditas en la espalda, en la nuca, abrazándola.
+—Ana María, Ana María, ¿qué pasa? Cálmate, niña, cálmate. ¿Quieres algo? —no se le ocurría qué ofrecerle—. ¿Quieres agua? ¿Quieres que llame a un médico?
+—¡Federico! —gritó Ana María, desgarrada.
+—¿Quieres que llame a Federico?
+—¡Se llevaron a Federico! —Ana María se dejó caer en el sofá, llorando. Mierda, se habían llevado a Federico. Pero, ¿quién?
+—No, Ana María, tranquilízate: a lo mejor no es eso. Puede ser que Federico…
+—¡Escobar, por Dios! ¡Te estoy diciendo que se llevaron a Federico! ¡Haz algo!
+¿Hacer algo? ¿Qué?
+—A ver, Ana María, cálmate. ¿Quién se llevó a Federico? ¿A dónde?
+—¡Yo qué sé! ¡Se lo llevaron preso! ¡Pero por favor, Escobar, no te quedes ahí parado como un idiota, haz algo!
+—¿Preso?
+—¡Preso! ¡Preso, preso, preso, preso! ¡Por imbécil! ¡No ves que llegaron y allanaron la casa, y el muy imbécil…! —se le quebró otra vez la voz en un berrido.
+—Y el muy imbécil, ¿qué? —ayudó Escobar.
+—¡Allanaron la casa, imbécil! —rugió Ana María—. Te llame, pero tu teléfono… —Escobar miró su teléfono: la bocina estaba descolgada, como la había dejado hacía ya días, tal vez semanas.
+—¿Quién allanó?
+—La policía, imbécil, o el ejército. Yo qué voy a saber. Un tenientico de bigotico y botas. Soldados. El ejército. ¿No sabes que andan haciendo allanamientos por todo Bogotá, metiendo preso a todo el mundo? ¡Haz algo!
+—Pero hacer ¿qué?
+—Algo, no sé. Ayúdame. Haz algo. Mira cómo estoy yo —se tentó el vientre con la mano abierta—, y Mateo allá en la casa, solo, bueno, solo no, en manos de mi hermana, que no tiene ni idea, y de Berenice. ¡Escobar, por Dios! ¡Haz algo!
+—¡Pero qué quieres que haga, carajo! ¿Organizar el rescate? ¿Dar el asalto al cuartel? ¿A qué cuartel?
+—No seas imbécil. Llama a alguien. Tú tienes tíos influyentes. Llama a tus tíos, haz que suelten a Federico.
+—Pero mis tíos… Por favor, Ana María, ¿tú crees que yo puedo llamar a mis tíos y decirles: tío, que suelten a Federico, que es amigo mío?
+Ana María lo miró con mirada asesina. Se secó las lágrimas. Escobar la vio dispuesta a irse.
+—Bueno, espera, voy a ver. Pero cálmate, por Dios.
+Ah, pero llamar a sus tíos, qué tormento. Decirles ¿qué? A Foción. Sí, podía llamar a Foción. ¿Dónde tendría apuntado el número de teléfono de Foción? Ah, no, no, tener que llamar a Foción… Aguantar regaño: trabaje, mijo, etcétera. Bueno, sí: llamaría a Foción.
+—Pero tranquilízate.
+Intentó llamar. El teléfono estaba muerto.
+—Está muerto el teléfono. Es que lleva semanas descolgado. Esperemos a ver si dentro de un rato vuelve a funcionar.
+—¡No seas imbécil! ¿Y que mientras tanto torturen a Federico?
+—No exageres.
+—No exagero. Ve. Vete. Ve a buscarlo.
+—Ya voy. Ya voy. ¿Quieres algo? ¿Qué quieres? ¿Un trago? —no se le ocurría nada qué ofrecerle—. ¿Quieres leer un poema que estoy escribiendo?
+—¡No, imbécil! ¿No ves que Federico está preso y lo están torturando? ¡Ve a buscar a tus tíos!
+Salió. Ah, tener que ir a ver a Foción. ¿En dónde quedaría la oficina de Foción? Ya no eran horas de oficina. No se hacen allanamientos en horas de oficina, por lo visto. Iría a donde su madre. Había pensado no volver jamás a la casa de su madre, ni siquiera por plata. No tenía madre. Pero bueno. Iría a la casa de su madre.
+Llegó a la casa de su madre y encontró lo de siempre: los jardines, los perros, la familia. En Bogotá no pasa / nada / nada / nada / nada… Los tíos, las tías, los primos, Lulucita Pineda, monseñor Boterito Jaramilio. Lo recibieron como si no pasara nada: Ignacio, qué milagro.
+—Mijo.
+—Mamá.
+—Te he estado llamando. No contestas nunca. Estoy tan sola…
+Ricardito Patiño le hizo carantoñas y señas con la mano. Había nacido entre los dos, al parecer, una gran amistad. Primos, primas. La prima flaca lo saludó ruborizada. ¿Le diría que llevaba semanas escribiendo un poema sobre la sabana? No, no se lo diría. Su tío Foción no estaba.
+—Debe llegar ahorita —dijo doña Leonor. Y luego, seria:
+—Mijo, deberías casarte de una vez con esa novia caleña tuya. Es un amor.
+¿Cómo? ¿Fina otra vez? ¿De dónde había salido?
+¿La ha visto?
+—Sí. Te hemos estado llamando, pero tú nunca contestas.
+—Está dañado mi teléfono.
+—Es un amor de niña, mijo. Se la pasa viniendo a almorzar. A veces me lee libros, estoy tan vieja, mijo… Ya no puedo ni leer. Hablamos. Pregunta mucho por ti.
+—Una linda muchacha —confirmó monseñor Boterito Jaramillo.
+—Hemos hablado mucho de ti.
+¿Fina? Imposible. ¿Qué podía hacer Fina hablando con doña Leonor? ¿De qué hablarían? De polistas argentinos, se dijo, despechado. Pero no tenía tiempo: en las mazmorras de un cuartel estaban torturando a Federico.
+—¿Y Foción?
+—Ahorita viene. No seas tan impaciente, mijo.
+—Tó-tó-tómate algo —sugirió Ricardito Patiño.
+Escobar se sirvió un whisky.
+—A lo mejor llega tu novia —lo animó su mamá—. A veces viene por las tardes.
+Sí, esperaría. Tenía que ver a Fina: saber por qué se había ido —¿hacía ya cuánto tiempo? ¿Un mes? ¿Dos? Si quería saber de él, ¿por qué no volvía? ¿Y qué era esa locura de haberse echo amiga de su mamá?
+—Deberías casarte y tener un hijo, mijo.
+—No, mamá. Eso ya lo hemos hablado veinte veces. No.
+Otra vez resucitaban sus viejos problemas. Más los nuevos. Ana María ni siquiera había querido echarle una ojeada a su poema. Era comprensible, claro: a lo mejor estaban torturando a Federico. La revolución, además. Los compañeros Douglas y Zoraida. La vida es terriblemente complicada. ¿Por dónde empezar?
+Foción entraba por fin en el salón, enorme, enfisemático, cojeante, jadeante, apoyando todo su peso en el hombro de una niña cubierta hasta los pies por su ruana, con cara de mal humor. Doña Leonor insistía.
+—Ya vas volviéndote viejo, mijo. Y Hennita se pondría feliz.
+—¿QUIÉN? —no creía sus oídos.
+—Hennita. Tu novia.
+¡Henna! Soltó un bufido, sintiendo que le estallaban de furor los globos de los ojos. ¡Henna otra vez! ¡Otra vez la misma vaina! ¿Jamás podría escapar de Henna? ¿Y Henna con qué derecho…? Renacía el viejo odio, que creía ya olvidado. ¿Hasta cuándo? ¿Y por qué venía aquí? Si la había echado a patadas de su casa no era para encontrársela después haciéndole visitas a su mamá. ¡Ah, no! ¡No más Henna, por Dios! Acabó su whisky de un sorbo y se acercó a Foción para plantearle el tema del allanamiento.
+—Quihubo, Ignacio, qué milagro —lo saludó la niña de la ruana: la reconoció entonces: la sonrisa entreabierta mostrando dientes muy blancos, en un gesto vagamente adenoideo, los ojos negros, hundidos, ligeramente estrábicos. La hija de Foción y la tía Clemencita. ¿Cómo se llamaba? ¿Clemencita? No. ¿Camila?
+—¿No se acuerda de mí? Soy Patricia.
+Patricia, eso era. La saludó de un beso en la mejilla: le sorprendió que ella volviera el rostro para recibir el beso en los labios. ¿Qué edad tendría? A primera vista parecía bastante bonita. La recordaba como una gordita corretona.
+—Es que hacía años que no la veía. Se ha vuelto linda, Patricia. La felicito.
+—¿Usted viene mucho por aquí? —interrogó Patricia—. Yo no vengo nunca. Odio a la familia. Pero a veces me toca venir a traer a papá.
+—Yo también —dijo vagamente Escobar.
+—¿A usted no le parece asquerosa toda esta burguesía de mierda? —volvió a interrogar Patricia. El «mierda» le sonaba forzado, desafiante—. A mí a veces me dan ganas de vomitar. ¿No le parece que habría que hacer una revolución? ¡Rátat-tat-ta-tata-tat-tat-ta-ta-tata-ta-ta! —simuló con la boca el ruido de una ametralladora, acribillando en derredor primas y primos, tías, tíos, muebles ingleses, porcelanas, cortinas, Lulucita Pineda.
+La dejó. Tenía bonitas cejas, gruesas, negras. Bonita cara, en general, con los labios hinchados y tiernos, y el pelo oscuro inflado sobre la nuca como un casco. De vieja, sin embargo, se volvería como Foción. A lo mejor Foción, de joven, había sido un temible revolucionario. Se dirigió a su mole en el sillón de cuero:
+—Tío, te tengo que pedir un favor.
+—Si es plata, de una vez es no, mijo. Pídele a tu mamá, que es la rica de la familia —rio entre toses, y prosiguió, pensando en otra cosa—: ¿Me dice tu mamá que te casas pronto?
+—No —dijo Escobar, tajante. Henna de mierda. Quién sabe qué complots había estado tramando a sus espaldas, abusando de la inocencia y de la senectud de su pobre mamá. Su mamá también era una mierda, y no tenía nada de inocente. ¿Por qué había vuelto a poner los pies en esa casa? (Tampoco recordaba exactamente por qué se había ido). Ah, sí: debían estar torturando a Federico.
+—Tío, es urgente. Ven, vamos al salón francés y te explico.
+—¿Que me vuelva a parar? —protestó Foción, escandalizado—. Después, mijo, después. Ahora me estoy tomando un whisky.
+—Tó-tó-tómate otrico —le propuso a Escobar Ricardito Patiño.
+Escobar se tomó otrico. (A lo mejor estaban torturando a Federico; pero, ¿qué podía hacer?).
+Casi inmediatamente, sin embargo, Foción empezó a hacer grandes esfuerzos para ponerse en pie. Quería ir a hacer pipí. Lo ayudó a alzarse, le dio el brazo para llevarlo al baño. Pero Patricia vino también con ellos. Foción se dejaba ir sobre su cuello con todo el peso de su cuerpo. ¿Hablar delante de ella? Se echó al agua:
+—Mira, tío: es un amigo mío que metieron preso. Es a ver si tú…
+Resoplando, Foción entró en el baño y le cerró la puerta. Se quedó parado ante la puerta, frente a su prima, que lo miró burlona.
+—¿Coca, primo?
+—¿Qué?
+—¿Un amigo coquero?
+Se escandalizó un poco. ¿Ya las gorditas corretonas andaban en Bogotá metiendo coca? La corrupción de la capa de terratenientes, señores de la guerra y burguesía compradora, o como fuera la cosa. Mao Tse-tung tenía razón. ¿Qué edad tendría esa niña? No podía tener veinte años. Era bonita. La cara, al menos: bajo la ruana hasta los pies no se le veía el cuerpo. Decidió deslumbrarla.
+—No… Una cosa política.
+Vio que, efectivamente, lo miraba con más respeto.
+—¿Trotsko? —preguntó, con los ojos brillantes.
+—¿Qué?
+—¿Trotskista?
+—No… —empezó a sentirse avergonzado: al fin y al cabo estaban torturando a Federico—. ¿Usted es trotskista?
+—¿A usted qué le importa? —replicó la prima, desafiante.
+Callaron los dos. En el baño se oían ruidos terribles. Patricia intentó desviar su atención:
+—Ignacio: ¿es verdad que se casa?
+—¡No!
+—Pues le advierto que si no le apura, Ernestico Espinosa le va a quitar a su novia.
+—No tengo novia.
+—La caleña.
+—No es mi novia. ¿Está de novia de Ernestico Espinosa?
+—Pues ella dice que es novia suya, y se la pasa hablando de usted. Pero se la pasan juntos.
+¿Henna con Ernestico, repulsivo cardiólogo? Sintió una punzada de celos, o de rabia. Henna era repugnante, y la odiaba. Pero de ahí a que se acostara con Ernestico Espinosa había un abismo. Porque se acostaba con él, lo sabía: la conocía. No había derecho. Henna era suya.
+—Es un bicho asqueroso.
+—¿Mi novia caleña? No es mi novia.
+—No. Ernestico Espinosa. Se la pasa tratando de cogerme las tetas.
+Se las miró. No se veían, bajo la ruana. «Tetas» le sonaba tan falso como el «mierda» de hacía un rato: demasiado deliberado, demasiado retador. Se estaba emancipando. Patricia prosiguió:
+—No se case, Ignacio, no sea pendejo. Más bien siga viviendo con ella.
+—No es mi novia. Y no vivo con ella.
+—No se haga el bobo, Ignacio, no hay para qué. Aquí todo el mundo sabe que viven juntos, empezando por su mamá. Claro, como usted es hombre, no dicen nada… Y ella es caleña, claro.
+Se quedó un instante enfurruñada, silenciosa, juzgando el peso de la injusticia:
+—Usted no sabe lo difícil que es ser mujer, Ignacio. Papá es un viejo reaccionario y retrógrado.
+Le inspiró cierta ternura: qué joven era. ¿Tendría bonitas tetas? Tendría que preguntarle al novio de su novia.
+—¿Usted tiene novio?
+—Novio no. Amante.
+Alzó el rostro, desafiante, con la boca entreabierta en su gesto adenoideo y chispeantes los ojitos hundidos bajo las gruesas cejas. Le dieron ganas de besarla. Qué joven era. ¿Qué edad podría tener?
+—¿Lo conozco?
+—No creo… Es de otra clase social. —Lo dijo con sorna, recalcando lo de «clase social», como entrecomillándolo.
+—Lo que importa no es el origen de clase —dijo Escobar, sesudo— sino la posición de clase.
+Patricia quedó deslumbrada. Qué joven era.
+—¿Usted es trotskista, Ignacio?
+—¿Trotskista? —¿Le diría que sí? Le gustaba cada vez más: era increíble que fuera hija de Foción, esa masa de carne.
+—No… Trotskista no. ¿Su… amante es trotskista?
+—Es el secretario general del Partido Socialista de los Trabajadores —reveló Patricia con jactancia.
+—Ah, sí… —dijo Escobar, al desgaire— Jefferson Calarcá Marroquín.
+Él mismo quedó asombrado por su propia rapidez mental. Patricia lo miró con sorpresa.
+—¿Lo conoce?
+—No. He oído hablar. Un tipo que se tira a todas las niñas hablándoles de la revolución proletaria.
+—¡Jefferson no es así! —gritó Patricia, hecha una fiera. Escobar se rio, agravando las cosas. Pero entonces Foción salió del baño, exhausto. Tenía una enorme mancha húmeda en la amplia bragueta.
+—A ver, mijo, ahora sí: qué es lo que quieres. Plata no, ya te dije.
+—Plata, plata siempre hablando de plata —refunfuñó Patricia rabiosa. Foción se apoyó en el hombro de Escobar.
+—Figúrate, mijo, que esta niñita nos ha salido comunista.
+Patricia puso los ojos en blanco. Foción rio, tosiendo.
+—Ya te digo, mijo: cuando quieras, te consigo un puesto en el banco.
+—No, no es eso, tío. Es un amigo mío que…
+—Es que tú no puedes seguir con esa pendejada de la literatura, Ignacio. Mira al pobre Ricardo. Tú ahora estás bien pero la plata de tu mamá se va a acabar un día.
+Escobar sintió un escalofrío. No se le había ocurrido que la plata de doña Leonor se fuera a acabar jamás. No quería volverse como Ricardito Patiño.
+—¿De veras, tío? No me digas.
+Patricia lo miró con desprecio.
+—No —lo tranquilizó Foción—. Pero este país va para el comunismo. Pregúntale a Patricia.
+Patricia le lanzó una mirada asesina.
+—Mira, tío, es un amigo mío, que lo metieron preso esta tarde. Y es que si tú puedes hablar con alguien para que lo suelten.
+—¿Por qué lo metieron preso? Uno no debe tener amigos presos.
+—No sé. No sé bien. Por política, supongo.
+—No digas pendejadas. Aquí no meten a nadie preso por política.
+—¡Ay, papá! —intervino Patricia— ¡Tú sabes perfectamente que sí, no seas hipócrita!
+Foción, que había echado a andar hacia el salón, se detuvo, apoyado en el brazo de Escobar.
+—¡Mírala, Ignacito: soy su padre, y mira cómo me irrespeta. Y con Clemencita es igual, no creas!
+Echó a andar nuevamente, murmurando:
+—Así que por política… Sí, claro: puedo llamar a alguien. Pero no sé. Si está preso, es por algo.
+—Por nada, tío, te aseguro. —La palabra «secuestros» le pasó por la mente como un relámpago: no le había preguntado detalles a Ana María. Ah, la acción, la acción, qué error—. Nada. Cosas de política, me imagino. Están metiendo presa a mucha gente, tú sabes.
+Foción volvió a detenerse, acezante:
+—Ignacito, es que ustedes los jóvenes no pueden, y perdóname la palabra, joder tanto.
+Patricia saltó:
+—¡Ah, claro! ¡Y en cambio cuando yo digo «joder» hay que ver cómo te pones, pero tú sí, claro!
+Esta vez fue Foción el que puso los ojos en blanco. Conflicto de generaciones. Y mientras tanto debían estar torturando a Federico. Insistió:
+—Tú debes conocerlo, tío Foción. Es Federico Ospina, sobrino de tu amigo Rodrigo. Es amigo tuyo, ¿no?
+—¡Ah, sobrino de Rodrigón! Hijo de Federico, me imagino. ¿En qué anda Federico? Hace años que no sé de él.
+—Está preso, tío.
+—No seas bobo, mijo: Federico papá.
+—No sé bien… Creo que se murió hace años.
+—¡No me digas! No supe. O tal vez sí. Algo me comentó Rodrigón en la junta del banco. Era un señor, Federico. Ellos siempre fueron muy ricos, hasta la crisis, por lo menos. Después ya no tanto. ¿Y Blanca, vive? Era una linda muchacha, en su tiempo. Fue reina de los estudiantes en Medellín, me imagino que te habrá contado tu amigo Federico. Ella era hija, o es, porque todavía vive, de don Florentino Plata, que era como tú sabes muy amigo de papá, y muy amigo sobre todo de tío Miguel Ignacio, que era el menor…
+Escobar y Patricia pusieron simultáneamente los ojos en blanco. Patricia soltó una carcajada. Foción se interrumpió, ofendido:
+&mdmdash;Ya sé que estas cosas a ti no te interesan, mijita, pero a tu primo Ignacio sí. Es la historia de la familia. Es la historia de este país.
+Echó a andar otra vez.
+—¿Y qué hace tu amigo Federico? ¿Trabaja? Ellos eran muy ricos.
+—Es escultor.
+Foción bufó.
+—Si trabajara no pasarían estas cosas.
+Ya entraban otra vez en el salón, en el calor de la familia. Foción recuperó su silla, reclamó un nuevo whisky. La prima flaca vino a hacerle fiestas a Patricia, con los ojos brillantes.
+—¡Ay, Patricia!, ¿sabe qué? ¡Estoy esperando bebé! ¿No le parece divino?
+Patricia se encogió de hombros, indiferente. Le murmuró a Escobar por la comisura, en un susurro sibilante:
+—No me la resisssssto.
+Se habían creado entre los dos una complicidad, por lo visto. Pero la prima flaca no era como para no resistírsela, pobre: turbado, observó el palpitar de su vena en el cuello, bajo el collar de perlas.
+—¿Y usted nada que se casa, Patricia? Tío Foción nos ha dicho que ahora tiene novio.
+—Novio no. Amante —corrigió Patricia, desafiante. La prima flaca se ruborizó toda, cambió de conversación:
+—¿Y usted, Ignacio? El otro día conocí a su novia. Muy querida.
+—No es mi novia —corrigió Escobar—. Y no es muy querida.
+Pero pensó que Henna podía llegar en cualquier momento, y todavía no había logrado que Foción hiciera algo por sacar a Federico de la cárcel. Se acercó a Foción. Lulucita Pineda lo atrapó a la pasada:
+—Muy querida tu novia, mijo —dijo, negando con la cabeza—. Leonor me cuenta que es caleña. Pero en Cali hay niñas muy queridas.
+Ignoró a Lulucita. Se inclinó sobre su tío Foción, le cuchicheó al oído:
+—Por favor, tío, es urgente.
+Foción lo apartó con un gesto impaciente de la mano:
+—Después, mijo, después.
+Doña Leonor alzó la voz desde lo hondo de su sillón, junto a la chimenea:
+—¿Qué son esos secretos que tienes con Focias, mijo? Si es plata, pídeme a mí. No vienes nunca, mijo.
+Ricardito Patiño propuso:
+—¿No te to-tomas o-o-o-otro whisky?
+Escobar retrocedió. La prima flaca hablaba con Patricia, que respondía con monosílabos:
+—Juan Manuel no quiere que yo le dé de comer al bebé cuando nazca… —Inconscientemente se cubrió los senitos con la mano, como para protegerlos—. Pero yo sí quiero, no sé, me parece más natural. ¿Usted le daría de comer a su bebé?
+Escobar interrumpió:
+—Patricia, por favor: ayúdeme a sacar a su papá. Es urgente. Deben estar torturando a Federico.
+La prima flaca se cortó.
+—No crea que es fácil —dijo Patricia—. ¿No ve que están contando historias de la familia?
+En efecto: hablaban del fusilamiento de Papá Carlos.
+Los viejos cuentos, las risas cansadas, el hielo en los vasos. Afortunadamente no había niños esta vez.
+—Por favor, Patricia. Es urgente.
+Patricia se puso en pie con cara de mal humor. La vio susurrar algo al oído de Foción, que protestaba y tosía, y acababa cediendo. Escobar se acercó a despedirse de su madre.
+—¿Ya te vas, mijo? ¿No esperas a ver si llega tu novia?
+—No es mi novia. Te lo he dicho diez veces.
+Monseñor Boterito Jaramillo y Ricardito Patiño soltaron risas cascadas, cómplices.
+Foción avanzaba trabajosamente, arrastrando la pierna enferma, apoyado en el hombro de Patricia, respirando hondo a través de su enfisema pulmonar. Se paraba a descansar cada diez pasos.
+—¿Cómo me dijiste que se llama ese amigo tuyo?
+—Federico Ospina, tío. Es sobrino de un amigo tuyo.
+—Ah, sí, de Rodrigón. Déjame que anote.
+Sacó con gran esfuerzo una agenda de cuero marcada con iniciales, un estilógrafo de oro. Garabateó unas notas.
+—¿Quién lo detuvo? ¿La policía? ¿Los militares?
+—No sé. Los militares, supongo. Allanaron su casa. Un teniente de bigotico y botas.
+Foción lo miró con sorna por entre los ojitos hinchados de grasa.
+—¿Cuántos tenientes de bigotico y botas crees tú que hay en el ejército, mijo? ¿Y en la policía? ¿Y en la policía de tránsito?
+Guardó de nuevo su libreta, su estilógrafo. Echó a andar otra vez, claudicante, roncando, suspirando.
+—Voy a ver qué puedo hacer. No te garantizo nada, mijo, porque con los militares nunca se sabe. Pero bueno. De todos modos voy a llamar al general Gómez Ronderos, que me debe un par de favores.
+Salieron al jardín. Un viejo chofer vino corriendo desde lejos, con la gorra en la mano, y tomó a Foción por el codo. Luego corrió otra vez a abrir las puertas del carro. Escobar empezó a despedirse.
+—Gracias, tío Foción. Entonces yo…
+—No se vaya —le cuchicheó Patricia—. Tengo que hablarle…
+—Pero yo…
+—Venga. Acompáñeme a llevar a papá.
+Atrás se acomodó Foción con titánico esfuerzo, inmenso, sacudido de espasmos, de tosecillas húmedas, gimiendo sordamente al colocar en diagonal la pierna enferma, dejando apenas campo para su hija. Escobar subió adelante. El chofer cerró con precaución de madre la puerta de Foción, subió, se caló bien la gorra sobre las canas rizadas, cogió el timón con las dos manos y esperó.
+—A la casa, Avellaneda —ordenó Foción.
+Arrancaron lentamente.
+—Pues como te decía, mijo: esta niñita se nos ha vuelto comunista.
+En la penumbra del automóvil Escobar pudo ver el blanco repentino de los ojos de Patricia.
+—Pero espera a que te cuente por qué se ha vuelto comunista… —Foción se abandonó a una risa silenciosa que paró en un ataque de tos. Avellaneda frenó un poco, para evitarle los sobresaltos del pavimento. Tosió largo, y cuando se repuso el carro estaba casi inmóvil, acosado por los pitazos de los que lo seguían.
+—Acelere, Avellaneda, no se duerma —ordenó Foción. Escobar veía los ojos cerrados de Patricia, los puños apretados, con los nudillos blancos. Foción prosiguió—: Lo que no sabes es por qué se nos ha vuelto comunista. ¿No, Patricia?
+—No me he vuelto comunista —dijo Patricia entre dientes, sin abrir los ojos.
+—Es que tiene un novio —explicó Foción—. Imagínate. Y por lo visto ese novio es del Partido Comunista.
+—Del Partido Socialista de los Trabajadores —corrigió Patricia con una voz sin timbre—. Y tampoco es novio. Es un amigo.
+—Pero vieras qué novio, Ignacito —rio Foción.
+—Papá, por favor.
+—Déjame que hable de tu novio con Ignacito, que es tu primo. O es que no puedo hablar de tu novio delante de tu primo.
+—No es mi novio. Además, es para hablar mal de él.
+—No es hablar mal. Es decir las cosas como son. Figúrate, mijo, que el novio de Patricia se llama ni más ni menos que Jefferson Calarcá Marroquín, o Moratín, o algo así.
+Patricia se mordía los puños. Escobar salió al quite.
+—Te advierto, tío, que llamarse Foción tampoco es fácil.
+—Es distinto. Es un nombre de familia.
+—Pues a lo mejor Jefferson Calarcá también —dijo Patricia.
+—A lo mejor —concedió Foción—. Pero de una familia muy rara.
+Patricia estalló:
+—¡Clasista! ¡Oligarca!
+—Tú también, mijita, tú también —dijo Foción, benigno—. Para eso eres hija mía.
+—¡Ja! ¡Lo que importa no es el origen de clase, sino la posición de clase, para que sepas! —repuso Patricia, sarcástica.
+—Y tu posición, mijita, es de niña oligarca. Y la de tu amigo, de negrito resentido. Imagínate, Ignacio: un negrito de Tumaco que conoció en la universidad, donde dizque estudia antropología. Comunista, claro.
+A Patricia se le saltaban las lágrimas.
+—Comunista no: trotskista —corrigió.
+—Es lo mismo.
+—¡Tú qué vas a saber de eso, papá!
+—Mira a esta muchachita, Ignacio. Los jóvenes de hoy piensan que todos los viejos somos unos idiotas. O que somos viejos, que es peor…
+Siguieron en silencio. Foción respiraba estertorosamente. El carro se detuvo finalmente ante un amplio jardín. El chofer pitó, alguien abrió la verja, entraron, rodaron hasta la escalinata de la entrada.
+—Quédate a comer, mijo —invitó Foción—. Clema está malísima, pero se pondrá feliz de verte.
+—No puedo, tío. Tengo que ir a avisarle a la mujer de Federico que tú vas a hablar con el general, que no se preocupe.
+—Avisarle ¿qué?
+—Lo de Federico, tío. Mi amigo. El que está preso. El sobrino de tu amigo Ospina.
+—Ah, sí. De Rodrigón.
+—Papá —dijo Patricia—: yo me voy a comer con Ignacio.
+—Mijita, ya sabes que a tu mamá no le gusta que salgas de noche.
+—¡Pero, papá, si es con Ignacio!
+—Ya sé, mija, pero tú conoces a tu mamá. Se queda despierta esperándote. Avellaneda, traiga a la niña temprano.
+—¡Papá, no soy ningún bebé!
+Foción descendió trabajosamente del carro, trepó la escalinata apoyado en su hija, arrastrando la pierna, jadeando. Al lado de Escobar el viejo chofer refunfuñaba cosas.
+—¿Qué?
+—Nada, don Ignacito. Que me da pesar el doctor Foción, que es tan bueno, y la señora Clema, con la niña Patricia, que la está maleando mucho ese que llaman Yéfer.
+—¿Usted lo conoce, Avellaneda?
+—Un mulato muy maluco, don Ignacito.
+—Dicen que es muy inteligente —dijo Escobar.
+—Y la niña Patricia, con tanta plata como tiene el doctor Foción, ¿para qué quiere un negro inteligente?
+Patricia salió, dio un portazo, bajó las escaleras corriendo. Avellaneda, muy despacio, maniobró para volver a la calle.
+—Usted váyase, Avellaneda. Yo me quedo con el carro.
+—Pero, niña Patricia, el doctor Foción me encargó que la trajera temprano.
+—No se preocupe, Avellaneda. Usted váyase para su casa, a mí me trae Ignacio. A ver. Déme las llaves.
+Avellaneda se resistía.
+—Niña Patricia, pero no me lo estrelle como el otro día, que yo ya no hallo qué decirle al doctor Foción.
+—No se preocupe, Avelletas.
+Patricia cerró la puerta y arrancó con un rugido y un chirrido de llantas. Escobar se volvió para ver todavía el rostro ceniciento de Avellaneda, sus cabellos rizados y blancos, su boca abierta en un gemido.
+—¿Dónde vive Avellaneda?
+—Por allá por el sur.
+Patricia manejaba de manera bastante temeraria. Escobar, con el corazón en la boca, pensó en el compañero Douglas. La revolución a lo mejor es eso.
+—¿Dónde vamos? Le advierto que yo tengo que ir a mi casa. Me está esperando Ana María.
+—Vamos a su casa. Quiero hablar. No crea que yo soy de esas viejas que lo que quieren es ir a discoteca. ¿Quién es Ana María?
+—La mujer de Federico, mi amigo el que está preso. Pero mire para adelante, Patricia, por favor.
+—¿Tiene miedo? Yo soy una verraca manejando. Papa nunca me presta el carro.
+Patricia iba como una flecha, saltándose semáforos, insultando a los otros conductores. Si llegaba a triunfar la revolución, el tráfico se iba a poner imposible. La verdad es que no tenía mucho que decirle a Ana María. Que Foción iba a hablar con alguien.
+—Y su amigo, ¿qué hace? Quiero decir, ¿milita? ¿La mujer de su amigo milita? ¿Cómo es?
+—No milita mucho últimamente. Está esperando niño. Debe parir de un momento a otro.
+—Las viejas sí son unas huevonas. Yo no voy a tener hijos. ¿Vio a la imbécil de Lucía? «Voy a tener un bebé, voy a tener un bebé». Vieja huevona. Me daban ganas de matarla.
+—El otro día la estaban criticando a usted, y Lucía la defendía.
+—Éramos amigas. Antes. Cuando éramos chiquitas. Ahora se ha vuelto idéntica a tía Lucía y a toda esa mierda. Pobre. Pero quién le manda ser tan huevona. Imagínese, y encima casada con ese cretino de Juan Manuel. No me lo resisto.
+—Maneje con más cuidado, Patricia, por favor.
+—¡Pero es que mire cómo anda esa gente! Van todos dormidos. Burgueses de mierda. Lo que se necesita aquí es una revolución, ¿usted no cree?
+Era cierto que ese que llamaban Yéfer estaba maleando a Patricia. Pero también se acostaba con ella. Sintió una picada de envidia: era bonita, con los dientes brillando en la boca entreabierta y el casco de pelo oscuro cerrado sobre la nuca. Las manos eran finas, pero las manos engañan. ¿Cómo tendría las tetas? El que Ernestico Espinosa tratara siempre de cogérselas podía indicar que grandes: a Ernestico le gustaban rollizas y tetonas, como la sirvienta nueva de doña Leonor. En fin.
+—Es que papá y mamá no entienden —dijo de pronto Patricia—. ¿Usted entiende, Ignacio? Papá y mamá no entienden.
+—¿Qué?
+—Que yo sea así. Como soy.
+—No sé cómo es. Esa ruana le tapa todo.
+Patricia rio.
+—No sea pendejo, no hablo de eso. Quiero hablar con usted. A lo mejor usted entiende. Alguien de la familia que entienda. A usted papá le hace mucho caso.
+—¿Foción? No sea boba, Patricia… Se la pasa diciéndome que trabaje. Me quiere conseguir un puesto en el banco.
+—¿Ve cómo sí le hace caso? ¿Usted cree que papá le ofrece un puesto en el banco a todo el mundo? ¡Su banco, que es lo único que papá quiere en la vida! La plata, la plata. No hace sino hablar de plata, pensar en la plata, y hacer plata y plata y plata… ¿Sabe quién quiere que papá le dé un puesto en el banco, y papá ni muerto? Juan Manuel.
+—¿Juan Manuel? Patricia, ese semáforo está en rojo, le advierto.
+—El marido de la huevona de Lucía. Usted sabe. Juan Manuel.
+—Ah, sí. El gordito de chaleco.
+Patricia rio. Tenía una linda risa, y al reír se le cerraban los ojitos ligeramente estrábicos. En alguna parte había leído que el estrabismo tenía origen heredosifilítico.
+—No me había fijado que tenía chaleco, pero claro. Pobre Lucía. Pero eso sí, quién le manda ser tan huevona. Se casó con ella por la plata, usted sabe. Ignacio, yo no quiero que se casen conmigo por la plata.
+—No se case.
+—Sí, claro. Pero no es eso. ¿Usted qué opina de Jefferson? —se interrumpió, arrepentida, avergonzada—. No lo digo por lo de casarse por la plata, claro. Además, yo no me quiero casar con Jefferson. Pero, ¿qué opina?
+—No sé. No lo conozco.
+—¿Pero eso que me dijo donde su mamá? ¿Eso de que Jefferson se tiraba a todas las viejas?
+—Eso dicen. Pero yo no sé. La revolución da para todo.
+—¡Ay, Ignacio!
+—Baje por la próxima a la derecha.
+—¿Usted vive por aquí? Yo también quiero vivir sola. Pero papá y mamá no me dejan, claro. Creen que soy un bebé.
+Mientras subían las escaleras les llovieron improperios de la señora Niño. Había olvidado a su enemiga.
+—¡Asesino! ¡Canalla! ¡Cobarde!
+Y a Patricia:
+—¡Prostituta! ¡Pellejo! ¡Modelo!
+Escobar tomó aire y lanzó su grito:
+—¡Aaaaahaahagggahaaggghhhaaaaajaaaaahhjhjhhha! a! a! ah!
+La señora Niño se encerró con un portazo. Patricia reía, aplastándose contra la pared de la escalera.
+—¿Usted trae aquí muchas viejas, Ignacio?
+—No se preocupe. Somos viejos enemigos.
+—Ignacio, ¿cómo puede vivir entre tanta suciedad?
+Miró el viejo desorden: los ceniceros rebosantes de colillas, los platos y las tazas, los fragmentos de frutas oxidadas, el aroma marchito de las flores en agua corrompida, el reguero de papeles escritos, arrugados, arrinconados en el piso. Era una suciedad de cosas limpias: flores, poemas, frutas. Pero Patricia se puso de inmediato a arreglar, eficientísima. Se quitó al fin la ruana que la cobijaba hasta el piso y Escobar, asombrado, se dio cuenta de que no era ni gorda ni tetona, ni parecía posible que hubiera sido concebida por el elefantiásico Foción en el útero ya casi menopáusico de su tía Clemencita. Era una linda niña, aunque tal vez algo corta de piernas. Su culo, sin embargo, se erguía redondo y tierno, templado y doble como un melocotón. Cuando se acurrucaba a recoger papeles y colillas le tensaba el fondillo de los bluejeans, alto y curvado como una silla de montar. «Mujeres buenas para ser caballos», dice Góngora. (Recordó fugazmente a Henna, sólida y percherona). Una potranca joven, todavía sin domar. Ah, pero la dificultosa tarea de seducirla. Los dramas familiares, la praxis revolucionaria, los estudios de antropología. Tenía botas. Y en la eventualidad de que lograra seducirla, el trabajo de quitarle las botas.
+En un momento la casa estuvo limpia. Escobar veía ahora que esa tarea imposible que alguna vez había emprendido a medias, esa faena abrumadora de hombre de acción, de héroe mitológico, tal vez de semidiós, era un simple trabajo de mujer. Aprovechó para premiarla con un beso en la sien.
+—¿Quiere un trago? ¿Whisky?
+—¿No tiene ron?
+—No creo que a su papá le gustara en lo más mínimo que yo le ofreciera ron. Eso es trago de trotskista, no de niña bien.
+—Ay, Ignacio, no se burle. Dígame dónde está y yo lo sirvo.
+—En la cocina. Por ahí. Hay vasos, también. Y hielo. Pero mejor traiga whisky. Le cuento que usted es una maravilla, Patricia. Le voy a decir a su papá que me quiero casar con usted.
+—¿Por la plata? Cásese con Lucía, más bien. Desde chiquita está enamorada de usted.
+—Es más bonita usted.
+Sintió un deseo contradictorio y lancinante, mezcla de halago y de nostalgia: el cuello de Lucía con su venita palpitante, y sus senitos casi planos, y no haber sabido a tiempo que desde chiquita estaba enamorada de él. ¿A tiempo para qué? A lo mejor todavía estaba a tiempo. Pero bueno: era verdad que Patricia era más bonita, y además estaba ahí. Sí, pero estaba enamorada de Jefferson Calarcá Marroquín, o Moratín, un mulato trotskista muy maluco. ¿Cómo seducirla? Hubiera debido llevarla a discoteca, en fin de cuentas. Se acordó súbitamente de Ana María, que no estaba ahí, cuando debía estar esperándolo. A lo mejor Foción no había hecho nada, y a esas horas seguían torturando a Federico. Levantó el teléfono. Seguía muerto. ¿Qué hacer? La acción, la acción de nuevo, qué maldición. Dios mío, Patricia ya volvía con whisky y hielo, vasos, una jarra con agua. Era una maravilla, realmente.
+—Pongamos música, ¿le parece?
+—Espere. Es que no sé qué hacer. Ana María debería haber estado aquí esperándome.
+—¿Su amiga? Ah, creo que le dejó un mensaje ahí: lo vi cuando estuve arreglando. Se me olvidó decirle.
+—¿Un mensaje? No. Eso es un poema mío.
+—¿Un poema? ¡Déjeme ver! ¿Sabe que a mí nadie me ha escrito un poema?
+—Ni a usted ni a nadie. Eso ya no se usa.
+—Eso dice Jefferson. Que escribir es una huevonada. Que lo que hay que hacer es organizar comités obreros y campesinos, comités de base, de barrio. En esas estoy yo también, en el barrio Kennedy, por ahora. Viera qué gente tan verraca, Ignacio. Ay, muéstreme su poema. ¿Para quién es?
+—Para nadie. Es un poema… revolucionario, digamos. Es una denuncia de Bogotá. ¿De veras quiere verlo?
+Estaba halagadísimo. Echó una ojeada a sus papeles. Y vio que sí, que escrito en lápiz rojo había un mensaje de Ana María, lleno de mayúsculas y de signos de exclamación.
+¡Escobar!
+Me voy, no puedo esperar! ¡Llámame cuando llegues!!!
+Mateo está solo. ¡Llámame!!!!
+Arriba pasa algo rarísimo. Subí, y era una LOCA!! Una vieja completamente LOCA que me insultó!
+Llámame!!!
+Besos Ana María.
+No se te olvide LLAMARME cuando llegues!!!!!
+Ana María.
+Ni siquiera había buscado un papel en blanco. Había escrito el mensaje en la última página de su poema. Claro, estaba embarazada, claro, estaba nerviosa por su hijo, claro, estaban torturando a su marido: pero tampoco hay derecho. Escobar se sintió un poco innoble por estar preocupado por la pulcritud de su poema mientras torturaban a Federico. Sí, pero son dos cosas distintas. Ana María hubiera podido buscar un papel sin usar. Debía estar muy nerviosa, sí, y estaba embarazada. Pero tampoco había derecho.
+—Es un mensaje de Ana María. Dice que la llame al llegar.
+Volvió a levantar el teléfono. Seguía muerto. Iba a tener que hacer diligencias, llamar (peor: ir) a la oficina de reclamos, enfrentarse a una señorita abominable. Y encima, salir a la calle a llamar a Ana María. Mierda. La acción. Y mientras tanto, iba a perder la oportunidad de seducir a su prima Patricia, que estaba tan bonita. No había derecho. Ya había ido a donde su mamá, ya había hablado con su tío Foción, ya lo había hecho comprometerse a llamar al general Rodríguez Ronderos o Rodríguez Lanceros o algo por el estilo. ¿Qué más? No había derecho. Bueno. Primero se tomaría el whisky.
+—¿No me iba a leer el poema?
+—Es que es malísimo.
+—No sea coqueto, Ignacio. Léamelo. Si me lo lee le doy un beso.
+—Es que es malísimo, de veras. Pero bueno: déme un beso.
+Patricia alzó la cara, y se dieron un beso con los labios cerrados. Escobar quiso prolongarlo, quiso abrirle hábilmente los labios con sus labios. Ella lo esquivó, haciendo un «muá» sonoro.
+—Acuérdese de que yo no soy Lucía —le advirtió.
+—Yo no estoy enamorado de Lucía, sino de usted, Patricia —dijo Escobar. Ah, la seducción. La mentira—. En fin, enamorado no. Pero no me dé más besos.
+—No pensaba darle más. Muéstreme el poema. Recítemelo.
+—No. Léalo usted. Yo no sé recitar.
+—Cada vez que su mamá se lo pide, Ricardito Patiño recita un poema.
+—Es que Ricardito está enamorado de mi mamá. Y yo no estoy enamorado de usted. Pero además, yo no soy Ricardito Patiño.
+—¡Ja! —se burló Patricia. Y se puso a leer el poema.
+Escobar leyó sobre su hombro:
+En Bogotá no pasa nada
+nada
+nada
+nada
+nada
+ah
+no pasa nunca nada
+nada
+ah
+ah
+no pasa nada…
+Era malísimo. Patricia preguntó:
+—¿Esto es todo?
+—No, no. Es que ese no es. Eso era un ensayo, una cosa que se me ocurrió. El poema es este otro. Mire:
+Capital de Colombia, Bogotá:
+mala ciudá, mala ciudá
+en donde nunca pasa ná
+ni para acá ni para allá
+ni aunque pasara se sabrá
+ah
+ni pasará
+ni pasará jamá, jamá
+ah ah
+mala ciudá de Bogotá…
+Patricia parecía perpleja. También era malísimo. No hubiera debido mostrárselo. ¿Las octavas reales? Tal vez:
+Ciudad de sangre, en sangre amortajada:
+ciudad que arroja sangre y sangre encierra;
+ciudad ensangrentada y desangrada
+en sórdida, secreta, sorda guerra…
+Tal vez. Pero tampoco. ¿Y la cosa gongorina?
+Azor zegrí de nubes proletario
+temor del cielo, pámpano de historia…
+Le parecía difícil levantarse a Patricia con semejantes versos, y era una lástima.
+—Pongamos música —sugirió.
+—Sí, pongamos algo… —aprobó Patricia. El ambiente había cambiado por completo. La poesía es una mierda.
+—¡¿Los Beatles?! —se escandalizó Patricia.— ¿Eso es lo más nuevo que tiene?
+—¿Qué tiene usted contra Los Beatles? Cantan muy bien. Cantaban muy bien, en mi época. En fin, estos discos no son míos. Son de Fina.
+—¿Su novia caleña?
+—Mi novia caleña. Pero no la que usted conoce. Otra. La que usted conoce no es mi novia. Pero bueno, si no le gustan Los Beatles podemos poner otra cosa. ¿Algo de aquí? ¿Quiere salsa? ¿Quiere música para clavecín del siglo XVII? ¿Telemann? ¿Béla Bartók? ¿Jazz? ¿Fruko y sus Tesos? ¿Los Hermanos Zuleta? ¿Chavela Vargas? ¿Gardel? ¿Los Rolling Stones? ¿Brahms? ¿Flamenco? ¿Vivaldi?
+—¿Tiene algo de Julio Iglesias? Estoy segura de que su novia caleña tiene discos de Julio Iglesias.
+—No. Mi novia caleña no es la niña caleña que usted conoce. En esta casa no hay discos de Julio Iglesias.
+—Beethoven —leyó Patricia—. No me lo resisto. Papá siempre pone a Beethoven, y pone los ojos en blanco. Viejo retrógrado. «Para Elisa». ¿Usted sabe que mamá toca en el piano «Para Elisa»? No me la resisto. Pobre mamá. Haberse tenido que aguantar a papá. Chopin. Eso también lo toca mamá.
+—Shopán —corrigió Escobar.
+—No sea pendejo, Ignacio. Así dice papá también: Shopán. No me lo resisto.
+—No soy pendejo. Soy internacionalista proletario.
+—¡No sea ridículo, Ignacio! Chopin no es internacionalismo proletario, ¡es imperialismo! ¡Shopán! ¡Y Los Beatles también! ¡Th Bitls!
+—No sea ridicula usted. Cómo se le va a ocurrir que Los Beatles —th bitls— o Chopin —Shopán— sean imperialistas. No sea boba. El imperialismo es otra cosa.
+—Es imperialismo cultural —se defendió Patricia.
+—No sea boba. Lo del antiimperialismo está muy bien, pero en música es mortal. ¿Quiere Nueva Trova Cubana? No hay.
+—No es eso —Patricia buscaba argumentos—. A mí tampoco me gusta la Nueva Trova, no crea. Los cubanos son burócratas stalinistas.
+Señor, ¿cómo se puede ser tan joven?
+Patricia atacó:
+—Esa cosa suya de Bogotá, Bogotá, mala ciudá, mala ciudá, le cuento que parece puro de la Nueva Trova.
+Escobar no respondió. Acabó su whisky.
+—¿Quiere otro trago? —se sintió como Ricardito Patiño. A lo mejor es cierto que todos los poetas acaban así.
+—¿Quiere que salgamos a comer? ¿Quiere que la lleve a una discoteca?
+—Yo soy una verraca cocinando —afirmó Patricia, y vació su whisky y se sirvió otro. Era hija de Foción—. ¿Comemos aquí?
+Pensó que debería salir a buscar un teléfono para llamar a Ana María. Pero no tenía nada qué decirle. Ana María, que a lo mejor mi tío Foción va a llamar a un general, pero que no garantiza nada, que con los militares nunca se sabe. Tenía ganas de besar a Patricia. Patricia no se iba a dejar besar. Eso no iba para ninguna parte. Pero salir, buscar teléfono, dar explicaciones, ofrecer consuelos, ah… Se dejó hundir en el sillón. Patricia se sentó en los talones, en el piso. Qué joven era.
+—Comamos aquí —decretó Escobar—. En la cocina hay de todo. El otro día hice mercado.
+—¡Qué envidia! —exclamó Patricia. Era muy, muy joven. No debía tener ni siquiera veinte años—. A mí también me gustaría vivir sola, tener mi apartamentico. Usted no sabe lo que es vivir con papá y mamá.
+Se enterneció súbitamente:
+—¡Pobres viejos…!
+Sin transición, montó en cólera:
+—¡Pero es que los viera, Ignacio! ¡Usted no se imagina! —accionaba con las manos, con las cejas; sus ojitos estrábicos resplandecían de indignación—. ¡Usted no sabe lo que son! ¡Patricia, no salgas, Patricia, no vengas tarde, Patricia, no te metas con gente como esa, Patricia, no sé qué, Patricia, no sé cuántos…! ¿Usted me entiende? ¡Papá y mamá no entienden!
+—Es que usted es muy joven, Patricia —opinó Escobar.
+—¡Ay, Ignacio! ¡No venga usted también…! ¡Tengo diecinueve años!
+—Por eso.
+—¡Ay, Ignacio! Pero claro: es que usted es hombre, qué verraquera. A los tipos los dejan hacer lo que les da la gana. Usted no se imagina lo que es ser mujer. Viera.
+—Veo, veo.
+—¡No joda, Ignacio, es en serio…! —Patricia se mordió los labios, las uñas. Saltó de nuevo, con una súbita expresión de angustia en las cejas arqueadas—: ¡Pero es que usted no se imagina cómo son esos viejos de huevones y de reaccionarios!
+Se imaginó a Foción, huevón y reaccionario. Braguetaba largo, y no era difícil imaginar sus testículos amoratados, bulbosos, pendulares detrás de la bragueta.
+—Es obvio, Patricia. Qué esperaba. Cómo quiere que sean.
+—No sé. Es que son mis papás. ¿Usted entiende?
+Escobar hizo un ruido de comprensión.
+—Y mamá, pobre vieja… Pero es que la viera. Cómo es de reaccionaria y de huevona, de… de… Pero es peor papa. Lo viera.
+Escobar hizo con la cabeza que sí, que lo veía.
+—Por ejemplo, viera cómo son de racistas, de clasistas. Usted oyó a papá con lo de Jefferson. ¿Usted entiende?
+Escobar hizo señas de que sí entendía.
+—Por ejemplo ahora en abril papá me quiere hacer un baile blanco en el Jockey. Un baile blanco, imagínese la huevonada. Que además ya no se usa dar bailes blancos, y menos en el Jockey. Pero es que papá qué va a saber, ni que estuviéramos en el siglo pasado. Y estoy segura de que no me van a dejar invitar a Jefferson.
+—Pero Patricia, ¿usted quiere que le hagan un baile blanco en el Jockey?
+—Pues es como mucha huevonada, ¿no? Como muy burgués. No, son vainas de papá. Dizque para que deje de ser revolucionaria, imagínese.
+—Pero si no quiere que le hagan baile, ¿qué le importa que no la dejen invitar a Jefferson?
+—¡Ah, no, es que es otra cosa! Ya que me hacen baile, bueno, chévere. Pero entonces que me dejen invitar a la gente que yo quiera, ¿no? ¿Usted me entiende?
+Escobar entendía. Estaba dispuesto a entender lo que fuera, a asentir con la cabeza cuando fuera necesario. Pero no le gustaba para nada esa obsesión con Jefferson.
+—¿Y si no la dejan invitar a Jefferson?
+Patricia se mordisqueó las uñas.
+—Pues es que en realidad no sé si decírselo a Jefferson. Es que él vive en el Kennedy.
+—Ah.
+—No se burle, Ignacio.
+—No me burlo.
+—¿Usted viene?
+—¿Al barrio Kennedy?
+—No sea pendejo, a mi baile. Es de smoking, le advierto.
+—Sí, claro, si me invita. Mamá debe tener guardados veinte smokings de papá.
+—Pues claro que lo invito, no sea pendejo. Es con invitaciones timbradas, imagínese la ridiculez. Mamá las mandó hacer en Cartier de Nueva York, imagínese. Ni que estuviéramos en el siglo pasado.
+Se quedaron ambos pensativos un instante. Patricia volvió a alzar sus cejas angustiadas:
+—¿Pero usted entiende, Ignacio?
+—¿Qué?
+—Lo que me pasa. Lo de papá. Lo de Jefferson. ¡Es que no me lo resisto!
+—¿A Jefferson?
+—No, a papá. Viera qué viejo tan… Bueno, y a Jefferson tampoco, a veces. ¡Ah, yo no sé, yo no sé! ¿Usted me entiende? ¡Es que papá y mamá son tan…!
+—Tan huevones y tan reaccionarios —ayudó Escobar.
+—Sí, ¿me entiende? Y Jefferson, a veces yo no sé. ¿Usted sí cree que yo a Jefferson le intereso es sólo por la plata?
+—No sé —dijo Escobar, esforzándose por mantener un tono de imparcialidad—. No creo. No sé, supongo que es un revolucionario serio, idealista.
+—¿Ve? En cambio papá dice que es un materialista.
+—Bueno, claro: el materialismo dialéctico. Pero eso es otra cosa, no tiene nada qué ver. Me imagino que si la quiere a usted, es por usted. Yo, por ejemplo, la quiero por usted.
+—Eso es distinto. Usted es mi primo. Además, usted tiene plata. Papá y mamá dicen que Jefferson es un resentido.
+—¿Sí? No sé. No creo.
+Le parecía grotesco estar defendiendo ante Patricia la sinceridad de Jefferson, pero Patricia estaba linda. Hubiera querido besarla de una vez, y salir de eso: que se quedara o que se fuera y lo dejara en paz.
+—¿Y eso que me dijo antes? ¿Que Jefferson se levantaba a las viejas hablándoles de la revolución?
+—No sé. Eso es lo que dicen. ¿A usted se la levantó así? Si quiere, le hablo un rato de la revolución yo también. Es facilísimo.
+—Es en serio, Ignacio… Usted no entiende.
+Lo miraba dolida, herida, con los ojitos ya cargados de lágrimas. Se mordió los labios húmedos, tiernos. Era muy linda. Jefferson no se la merecía, probablemente.
+—Era un chiste, Patricia.
+—Yo sé, pero… ¡Es que usted no se imagina, Ignacio! ¡Es que viera! ¡Es que ya no aguanto, Ignacio, usted no se imagina! ¡Dios mío, ya tengo diecinueve años…!
+Y hundiendo la cabeza en el pecho de Escobar, lloró. Él no supo qué hacer, la abrazó torpemente. Era la segunda vez en el día que le pasaba lo mismo. ¿Qué tendría, a qué olería, para que de pronto se le echaran a llorar en los brazos todas las niñas? Sentía subir y bajar las paletas de Patricia, convulsionadas por el llanto. Le dio unas palmaditas en el hombro. Le besó el pelo suavemente, haciendo ruidos confusos de consuelo. Era linda Patricia, oliendo a llanto.
+—No llore, niña, no llore. Usted es muy linda, y se pone feísima si llora…
+Pero no era verdad. Patricia le parecía lindísima llorando, palpitante, crujiente, con sus brazos delgados y sus paletas frágiles temblando entre sus manos, tibia de olor a llanto. Apartó un mechón de pelo oscuro y le besó la nuca tierna. Con la punta de la lengua rozó la piel pulida de la más alta vértebra. Patricia se dejaba, lo abrazaba en su llanto. Le volvió el rostro húmedo para borrarle el llanto con los labios —y se encontró desconcertado con su boca ansiosa que subía a recibirlo entre las lágrimas calientes, mojada y palpitante. Lo turbó el estremecimiento de su cuerpo en sus brazos, su peso, su calor. La deseó violentamente, y la besó estrujándola, sintiendo que su boca cedía bajo sus labios, se abría, dejaba entrar su lengua. Probó la lengua de Patricia. Miel y leche hay debajo de tu lengua. Probó sus encías, el interior caliente de sus labios, el velo de su paladar, sintiendo que su deseo crecía. La posición, sin embargo, era insostenible: Patricia acuclillada en el piso, él sentado en la silla con el cuello estirado, disforzado, ya palpitante de tortícolis. La izó tirando de sus axilas, queriendo arrodillarla entre sus piernas abiertas. Ella se apartó. Lo miró con los ojos todavía húmedos de llanto, con una sonrisa indecisa, turbada.
+—Va a pensar que soy una vieja huevona, ¿no?
+Escobar, aturdido todavía, carraspeó, tosió.
+—No. Que es la prima más linda que he tenido en la vida.
+—No se burle. ¿Llorando como una imbécil?
+—No me burlo. Es verdad.
+Era verdad. Tenía la boca seca, el pulso sin control. Le parecía lindísima Patricia con los ojos brillantes y la boca hinchada de besos y de llanto. Se inclinó sobre ella, trató de besarla otra vez. Ella lo rehuyó y se puso en pie, poniéndole a la altura los ojos la maravilla redonda y firme de su culo.
+—No —dijo, con tono de reproche cariñoso, casi maternal, quitándole las manos que él había puesto en sus caderas y alejándose un paso con un quiebre de cintura—. Más bien vamos a cocinar. Yo soy una verraca. Va a ver.
+Escobar, con la garganta seca, se sirvió un nuevo whisky. Desde la cocina, Patricia pedía instrucciones. Fue a ayudarla. Estaba decidido a casarse con ella por la plata, si fuera necesario.
+—Esta carne está sin descongelar.
+—Ya sé. Pero podemos hacer otra cosa. Hay espaguetis. Hay vino. Podemos hacer espaguetis y comerlos con vino. Porque mejores son tus amores que el vino…
+Patricia lo miró con suspicacia.
+—¿Eso es suyo?
+—No. Del Cantar de los Cantares. Como panal de miel destilan tus labios. Miel y leche hay debajo de tu lengua…
+Se sentía un poco ridículo de repente. Recordó a Ricardito Patiño y lo invadió el rubor.
+—¿El «Cantar de los Cantares»? Eso me suena a misa. A curas.
+—Es de la Biblia.
+—¿Ve? No me lo resisto. ¿Usted sabe que a mí una vez trató de violarme el cura del colegio?
+—¿Sí? Cuénteme.
+—Pregúntele a Lucía si no me cree. A ella también trató. A todas. Cuando teníamos trece años trataba de cogernos las tetas. Pregúntele a Lucía. Era un cura asqueroso. Como todos. No me los resisto. ¿No me cree?
+—Sí le creo. Cuénteme.
+—Un día trató de que me masturbara delante de él. Yo me había confesado de que me masturbaba, y me dijo que a ver cómo era que yo hacía. Yo le conté a papá y lo echaron del colegio. Pregúntele a Lucía.
+—¿Lucía también se masturbaba?
+Patricia volvió a mirarlo con suspicacia.
+—¿Usted cree que nosotras somos del siglo pasado, como mi mamá, o tía Lucía, o su mamá? Aunque quién sabe… Esas viejas, quien las ve… ¿De verdad quiere que hagamos espaguetis? Es que yo quería mostrarle cómo cocino yo. Y espaguetis, cualquiera.
+—No importa. Otro día. —Porque habría otros días, pensó: acordarémonos de tus amores más que del vino. Descorchó una botella, sirvió dos vasos.
+—Me hubiera dicho —dijo Patricia—. Le hubiera podido robar a papá un vino buenísimo que tiene, francés.
+—Eso es imperialismo cultural.
+—¿Y esto? Peor. Chileno. De Pinochet. Pero está rico.
+Cuando reía se acentuaba ligerísimamente su estrabismo. Le relucían los ojos y se veía muy linda, tan activa, dando vueltas por toda la cocina, echando sal en aguas borbollantes, rasgando con los dientes afilados el celofán de la bolsa de espaguetis.
+—Voy a hacer aunque sea una salsa —anunció.
+Con el vaso en la mano, Escobar la miraba. Se había arremangado hasta los codos: tenía bonitas manos, pese a las uñas comidas, muñecas finas, antebrazos cubiertos de un vello transparente. Sus senitos —no era nada tetona— dibujaban un pliegue movedizo en el suéter de lana gruesa y suelta. Se acercó a ella por detrás, mientras tenía las manos ocupadas. Cruzó las suyas sobre su vientre plano, caliente bajo el suéter. Le besó la coronilla, hundiendo el rostro en el olor a limpio de su pelo. Patricia alzó la cara, le ofreció su boca. La besó. Metió las manos bajo el suéter, acariciando la carne suave del vientre, arrimándola contra su propio vientre y sintiendo su culo duro pegado a sus propios muslos. Subió las manos bajo el suéter hasta encontrar los senos y tomó uno en cada mano. Ella se las retiró de inmediato con las suyas.
+—Los hombres en la cocina son como caca de gallina —dijo, riendo con risita nerviosa.
+Volvió a la sala, otra vez con el pulso alterado y la boca reseca, recordando el peso ligero de sus pequeños senos en sus palmas. Respiró su olor. Entendía por qué el libidinoso Ernestico Espinosa trataba siempre de cogerle las tetas. Y el cura del colegio. Sudaba. Puso un disco, tras vacilar bastante: Vivaldi, para calmar la excitación. Se sentó en el piso, en un cojín. Al rato Patricia vino y se sentó a su lado, sin cojín. Tenía diecinueve años.
+—¿Sabe que usted me cae bien, Ignacio? Creo que es el único de toda la familia.
+—Déme un beso.
+—No quiero decir eso…
+Hizo girar la cara de Patricia con los dedos, tomándola por la barbilla, y la besó en la boca. Ella se resistió un momento. Luego respondió al beso. Ese era verdadero: el de los espaguetis había sido más bien de cortesía: distante, incomodada por verse interrumpida en su tarea, pero amable, educada: beso de buena prima. Le acarició los senos sobre el suéter sin hallar resistencia. Había cerrado los ojos. Le sacó el suéter por sobre la cabeza, despeinándola, también sin resistencia, pero sin colaboración tampoco: dejaba colgar los brazos desmayados sobre su rostro, con la nuca apoyada en el sofá. Le besó dulcemente el tendón de la axila llena de sombra oscura, suave, salada. Con gran torpeza intentó desabrochar en medio de su espalda el cierre del sostén. Patricia rio, con el rostro oculto tras los codos.
+—Es que estas cosas ya no se usan, Patricia —dijo con voz enronquecida—: son del siglo pasado. Su mamá, bueno. ¡Pero usted…!
+—No se burle.
+—No me burlo. Es en serio. Es como los cilicios, los flagelos. Los prohibió el último Concilio.
+Sacó el sostén, ligero y blanco. Lo arrojó lejos. Patricia se cubrió los senos con las manos.
+—¡Niña…! ¡Por favor…!
+—No, Ignacio. —Patricia se enderezó, apoyó la espalda desnuda en el filo del sofá, sin destapar sus senos—. Es que usted va muy rápido. Vinimos fue a conversar.
+—Ya conversamos.
+—¡Ay, Ignacio, usted es como todos los tipos! ¡Qué verracos, carajo! Cuando ven a una vieja, lo único que quieren es tirársela.
+—Eso no tiene nada de malo, niña.
+—No me llame niña.
+—¿Señorita? No sea boba, Patricia.
+Le besó el cuello, las manos. Ella siguió protegiendo sus senos, rígida ahora, hostil. Por apasionadamente que un hombre ame a una muchacha no podrá conquistarla sin un gran derroche de palabras —decía el sabio Ghotakamuhka en medio de la India, allá por el siglo catorce.
+—¿De qué quiere que hablemos? Déme un beso primero.
+De mala gana, algo ablandada sin embargo, Patricia le dio un beso frío, seco, con los labios cerrados.
+—Mire, Patricia, le voy a hablar francamente… —se quedó un segundo en suspenso, arrepentido: la mentira otra vez.
+—¿Quiere que le recite un poema de amor?
+—¡Ja!
+Pero no se movía. Lo miraba fijo, con su mirada levemente convergente, recostada en el sofá, esperando.
+—Mire, Patricia: le voy a hablar francamente. Su papá tiene toda la razón: usted es una burguesita de mierda, una oligarquita de mierda —Patricia se sobresaltó; no permitió que lo interrumpiera—, una niñita consentida, protegida, conservadora, reaccionaria, huevona. Habla y habla y habla y dice malas palabras para escandalizar a su familia, ¿y usted cree que la revolución es eso? No hable más: actúe. Haga algo.
+—Hago trabajo de barrio.
+—¡De barrio! En el barrio Kennedy, porque allá vive su novio. No sea pendeja, Patricia, ¿usted cree que el barrio Kennedy es un barrio proletario?
+—De clase media baja. Pero después voy a ir al sur.
+—Con Avellaneda, claro. Con el chofer de su papá —pero se le estaba desviando la discusión: no era por ahí la cosa—. No sea boba, niña, no sea burguesa. No sea cobarde. No hable más: eso son masturbaciones para curas de colegio. No se masturbe más. Haga algo. Actúe. Actúe. Haga algo. Mientras no haga algo, estará muerta. ¿Quiere que le diga francamente una cosa, Patricia? Usted está muerta, aunque sólo tenga diecinueve años. ¿Y sabe por qué está muerta? Por cobarde.
+Calló, respirando hondo —más hondo de lo que en realidad necesitaba respirar, más fatigado y exaltado de lo que en realidad estaba. Patricia carraspeó, habló con voz asustada de niña:
+—¿Qué quiere, que me acueste con usted?
+—No. Que esté viva. Que no esté muerta. Yo no quiero acostarme con usted, además.
+—¿Entonces por qué trata de desnudarme?
+—Por nada. Por culpa suya. Usted viene a mi casa, trata de seducirme, me emborracha…
+—¡El que está tratando de emborracharme es usted! —se rio Patricia.
+—No sea boba, niña.
+Pero ella siguió riéndose, y mientras se reía sus senos medio ocultos por las manos saltaban dulcemente.
+—Déme un beso —pidió.
+—¿Por qué? —preguntó Escobar, enfurruñado—. ¿Para qué?
+—Déme un beso —insistió Patricia.
+Se lo dio. Un beso seco, frío, enfurruñado, con los labios cerrados. Patricia intentó abrírselos con la lengua, sin lograrlo.
+—No se ponga así, Ignacio. ¿Quiere que me acueste con usted?
+—No.
+Se arrepintió de inmediato. Pero Patricia rio, contenta, abiertamente, cerrando los ojitos por completo.
+—No veo de qué se ríe.
+—No me río de usted, bobo. Ignacio, ¿sabe que lo quiero?
+—¿Más que Lucía?
+—Yo no sé cuánto lo quiere Lucía.
+—Usted fue la que me dijo que Lucía estaba enamorada de mí.
+—Bobo. Eso era cuando éramos chiquitas. Ahora está casada con un gordito de chaleco.
+Escobar no cejó:
+—¿Me quiere más de lo que me quería Lucía cuando chiquita?
+—¡Bobo!
+Patricia le acarició la mejilla, la oreja, dejando un seno libre: redondo, puntiagudo, tierno. Le dieron ganas de besarlo, de acariciarlo, de morderlo. Sonrió por fin, condescendiente, y Patricia volvió a reír feliz. Le cogió la mano, se la besó. Ella le dio la otra, descubriendo por fin el otro seno erguido y tembloso. Entregada. Mártir de la revolución, pensó Escobar, súbitamente deprimido. Pero bueno.
+Le besó los senos erguidos y olorosos, pecosos, suaves como la seda. Acarició con su mejilla la piel de su costado, donde el seno nacía, besó por fin los pezones rosados, oscuros, duros de sangre. Patricia tenía los brazos abiertos en cruz sobre el sofá, la garganta ofrecida, los ojos cerrados. Le besó los hombros y la curva del cuello, los ojos, los labios entreabiertos, la axila más lejana, sorprendido de que todo estuviera resultando tan fácil. ¿Era ya hora de quitarle los bluejeans, de sacar a la luz su culo prodigioso? No. Dos pasos adelante, un paso atrás, recomienda Lenin. Además, volvía a sentir en el cuello estirado la amenaza de la tortícolis.
+Se acostó en la alfombra, boca arriba, con la nuca apoyada en los muslos de Patricia, sobre el azul molido y desteñido de los bluejeans. La oyó suspirar allá arriba. Sus dos senitos puntiagudos pendían ante sus ojos como ubres sedosas de cabra. Podía besarlos estirando el pescuezo, como pacen las jirafas en las copas de los árboles.
+—Patricia. Yo sé que usted me quiere sólo por la plata.
+Patricia abrió los ojos, inclinó la cabeza, lo miró con inmensa ternura inmerecida y le abrazó la cabeza apretándola contra su vientre, ahogándolo. Escobar le acarició el ombligo con la lengua.
+Hacía ya tiempo, horas tal vez, que se había terminado el disco de Vivaldi. Se levantó a darle la vuelta. Al regresar alzó a Patricia, la tendió boca arriba en el sofá, le besó todo el cuerpo, liso hasta la cintura, y protegido más abajo por la aspereza de los bluejeans. Le acarició los flancos, hundió la mano entre los pantalones para rozar con la yema del dedo la doble pendiente de sus nalgas. Quitarle las botas resultó, en efecto, una labor titánica. Los pantalones también le dieron brega (Patricia no ayudaba para nada), ceñidos y pegados a la carne como una cáscara de fruta, sostenidos arriba por la curva de las nalgas. Quedó tendida a medias sobre el flanco, con el pelo revuelto y luz entre los párpados, vestida apenas por los calzones triangulares que le trazaban una horizontal en el vientre, muy abajo, dejando escapar algo de vello crespo y suave en el umbral del pubis. Le besó el vientre, que se erizó bajo el beso. Olía a sal, a yodo, a hierbas, a tierra fresca de huerta. Patricia encogió las piernas.
+—Patricia, por favor… —dijo, severo.
+—Es que me hace cosquillas.
+Poco a poco fue subiendo por ella, como quien trepa a una palmera —como la palma es tu estatura, y tus pechos son racimos de dátiles— hasta quedar con su rostro a la altura de su boca, y el duro bulto de su sexo apoyado sobre el pubis firme y sedoso, mullido tras su barrera de encaje. La besó, mirando sus ojos ahora líquidos. La vio cerrar los ojos, abrirlos, vigilándolo, cerrarlos otra vez. La abrazó, la distrajo. Le acarició el cuello con la lengua.
+—Ignacio, por favor…
+—Patricia.
+—Ignacio.
+La miró con firmeza. Ella cerró los ojos. La apaciguó besándole los hombros, los labios que trataban de hablar, los ojos que intentaban abrirse. Se irguió un momento para quitarse la camisa, manteniendo el control solamente con las rodillas y el peso de la pelvis, como un jinete que deja sueltas las riendas. Patricia se escurrió entre sus piernas como un pez, se dejó rodar al suelo, lo apartó de un codazo, riendo, tal vez llorando, y salió a la carrera hacia la puerta del baño.
+No la dejó llegar tan lejos.
+—¡Mierda, Patricia, no hay derecho…!
+Cayeron ambos en la alfombra, rodaron abrazados, una patada de alguno de los dos hizo callar la música con un chillido horrendo. Sentía a Patricia tensa, hostil, rabiosa: sintió sus dientes clavados en un hombro. Se revolcaron por el piso, luchando como perros. Escobar, más pesado, acabó encima de ella, trenzándole las piernas con las suyas, intentando obligarla a abrir el cepo cerrado de los muslos a golpes de cadera. Bajo él, los senos huidizos de Patricia, sus codos puntiagudos cortándole el resuello, sus manos ahora duras, sus piernas agitándose en el aire; y un olor fuerte y caliente a animal vivo, a sexo y miedo, subía desde su cuerpo brillante de sudor, liso, jadeante.
+Por fin logró tenerla quieta, sentado encima de ella, clavada al piso, torsionados los brazos detrás de la cabeza, las piernas remachadas y abiertas en compás, agotada, incapaz de seguirse resistiendo. Resolló largamente sobre ella, recobrando el aliento, sin hablar, con los ojos y las sienes palpitantes de sangre. El cuerpo sudoroso de Patricia temblaba bajo su peso, lleno ahora de costillas salientes; la piel templada del vientre subía y bajaba como un fuelle, y en la garganta le palpitaba un nudo, como un pájaro. De los ojos apretados le brotaba un llanto negro de rimmel y de cólera. Escobar se inclinó para besar sus labios apretados, y a la fuerza pudo abrírselos, y se estrelló contra sus dientes cerrados como una trampa.
+Era absurdo. Le soltó las manos, aflojó las piernas, se dejó rodar a su lado, exhausto. También su vientre se hinchaba y deshinchaba como un fuelle, y también él estaba empapado en sudor y tragaba aire, sin fuerzas, reseca la garganta, boca arriba en la alfombra.
+Pasado un rato Patricia acomodó la cabeza en el hombro de Escobar y le dio un beso blando y tibio en el cuello, mientras le ponía su mano y su antebrazo sobre el vientre, como haciendo la paz. Apretó contra él todo su cuerpo desnudo, caliente en las curvas y en los ángulos, flexible, de serpiente.
+—¿Por qué? —dijo Escobar. Tenía la voz enronquecida.
+—No le puedo decir.
+—Pero, ¿por qué?
+—No, Ignacio. No le puedo decir.
+¿Qué podría ser? ¿La regla? Una regla, por sangrienta que sea, no se defiende tanto. ¿Sería virgen? Imposible, en esta época de desenfreno. ¿Jefferson Calarcá Marroquín? No era prudente preguntarlo: mientras nada se hubiera explicitado, todo seguía en suspenso. Y tampoco iba a permitir que aquello se volviera un nuevo derroche de palabras.
+Cerró los ojos. Al cabo de un instante la cabeza de Patricia abandonó su hombro. La oyó erguirse. Sintió un largo beso inesperado en su miembro todavía duro y grueso bajo los pantalones, todavía palpitante. Pero cuando se incorporó sobre los codos ella ya caminaba rumbo al baño. Ah, su culo al caminar. Se derrumbó otra vez de espaldas, con un crujir de huesos y de vértebras.
+Veía el techo. Las vigas de nuestra casa son de cedro, y de ciprés los artesonados —dice el «Cantar de los Cantares». La mentira poética de siempre. El vino estaba lejos, los cigarrillos lejos. Se oían ruidos de agua en el baño. Patricia regresó desnuda todavía, cubierto el sexo apenas por el triángulo pálido de los calzones de encaje. Sus senitos enhiestos se balanceaban levemente a cada paso. Como si Escobar fuera de piedra. Sintió un arranque de cólera, pero estaba demasiado agotado. Se sentó acaballada sobre su cuerpo yacente, con la blandura de su sexo descansando insolente sobre su miembro ya vencido y sus ingles todavía dolorosas: llevóme a la cámara del vino, y su bandera sobre mí fue amor. Mentira, como siempre. Lo miró con sus ojitos ahora limpios de maquillaje, más pequeños, estrábicos, muy seria. Escobar subió las manos para acariciarle los senos, pero ella las cogió por las muñecas, hizo una sonrisa enternecida.
+—Va a pensar que soy una vieja huevona, ¿no?
+—No. ¿Por qué?
+—Usted sabe.
+—No. No sé. Si usted no quiere hacer el amor conmigo, me parece muy bien. O no: no muy bien. Pero bueno…
+—No es eso. Usted sabe…
+—No. Yo no sé.
+Lo miró desde lo alto, enternecida. Se inclinó para besarlo en la boca, y las puntas colgantes de sus senos le rozaron el pecho.
+—¡Ahijueputa, los espaguetis!
+Se fue de un brinco a la cocina, dejándolo otra vez tendido como un muerto. La oyó maldecir, gritar las palabras soeces que dejaban a Foción apoplético. Lo llamó. Fue. Se ajustó el cinturón por el camino.
+Con toda el agua de la olla evaporada, los espaguetis se habían vuelto un masacote sólido y gelatinoso. Hubo que poner más agua a hervir. Recuperó su camisa. Cambió de disco. Puso a Beethoven. «Para Elisa».
+—Ay, chévere: «Para Elisa». ¿Sabe que me encanta? Tin tin tin tirrin, tin tirrin tirrin… Mamá lo toca lo más bien, pobre.
+Pensó que Patricia se vestiría ahora, sí, después de haber luchado tanto por no dejarse desvestir. Pero no. Se puso solamente la ruana sobre los hombros desnudos, y era un suplicio, en la cocina, vislumbrar el resplandor delgado de su cuerpo cuando asomaba por las aberturas laterales, la mancha movediza de sus senos cuando alzaba los brazos para bajar los platos. La abrazó.
+—No hay derecho, niña… No me haga estas cosas.
+Ella se dejó ir contra su pecho, se dejó besar el pelo mojado y el olor de la nuca. Cuánto mejor que el vino son tus amores, y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas.
+—¿Tiene pimienta, o algo?
+Por fin la poesía coincidía en algo con la vida real. Pero no, no tenía pimienta. Ni clavo, ni canela, ni ninguna clase de especias aromáticas.
+—Cuánto mejor que el vino son tus amores, y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas…
+—¿Por qué le dio de repente por esa cursilería? ¿Cómo es que es? ¿La canción de las canciones?
+—El Cantar de los Cantares.
+La abrazó nuevamente. Le acarició la espalda desnuda bajo la ruana áspera, puso de nuevo la punta de un dedo en el inicio de la raja del culo, como al desgaire. Ella lo rechazó con los codos.
+—No, Ignacio.
+Y añadió, riéndose:
+—Se nos van a volver a pasar los espaguetis.
+Estaban un poco pasados, de todos modos. Mientras comían sentados en el piso, Escobar, de mal humor, empezó a beber copa tras copa de vino.
+—¿Para usted qué es ser revolucionario? —preguntó de repente Patricia.
+—Oh, oh, oh, oooohhoohhh…
+—En serio, Ignacio. ¿Usted se considera revolucionario?
+—¡Oh, ooohh, oohhoohh, oooohhhohohhhooohohohooohhh…!
+—No sea payaso, Ignacio. Estoy hablando en serio.
+—Yo también estoy hablando en serio, niña. Cuando digo oohhoohh es perfectamente en serio. Además, estoy harto de tener conversaciones serias. Además, no vinimos aquí a eso.
+—Sí vinimos a eso. Pero usted no quiso.
+—Usted no me dejó.
+—Ay, Ignacio, estoy hablando en serio. ¿No ve que yo nunca puedo hablar en serio con nadie?
+Con la boca llena de espaguetis (un poco apelmazados, demasiado cocidos), Escobar la miró: el entrecejo fruncido, denso, los ojos serios, el tenedor en el aire, los labios entreabiertos dejando ver los dientes. Otra vez más le dieron ganas de besarla.
+—Bueno. A ver. En primer lugar, usted qué entiende por «revolucionario».
+—Es en serio. No me trate como a una niña chiquita, como hace papá. Estoy hablando en serio.
+—Pero se lo digo en serio: es que hay que saber primero qué entiende uno por «revolucionario». «Revolucionario» es una de las palabras más manipuladas que existen.
+—Sí… Eso mismo dice Jefferson. Por eso le pregunto que para usted qué es ser revolucionario.
+Escobar meditó. Se sirvió vino. También en ese terreno lo había precedido Jefferson Calarcá Marroquín. Pese a todo, empezaba a tenerle cierta simpatía.
+—Bueno. Si ser revolucionario significa tomar en serio esa papilla marxista a medio digerir que les enseña Jefferson a ustedes las niñas que se acuestan con él, no. Yo no me considero revolucionario.
+—¿Quiénes somos las niñas que nos acostamos con Jefferson? Yo no me acuesto con Jefferson.
+—¿Ah, no? Me dijo antes que era su amante.
+—¡Ay, Ignacio…! Hábleme en serio, por favor. ¿No entiende? ¿No ve que quiero hablar en serio con usted, y usted…? ¡Ay, mierda!
+Se levantó.
+—No, Patricia, no se vaya. Espere le explico.
+—Voy a hacer tinto. ¿Tiene café?
+Hicieron café.
+—Bueno. Si no es el marxismo, ¿para usted qué es la ideología revolucionaria?
+—¡Ooohhhoohhhohohoohhh…!
+—¡Ay, no sea huevón, Ignacio!
+—No es cosa de ser o no ser huevón, no sea boba. Es que eso no es tan fácil. No es cosa de decir: qué verraquera, hagamos la revolución. Leamos a Trotsky, recitemos a Mao, compremos las obras completas del camarada Enver Hoxa, que son cada día más numerosas y que nadie ha leído ni podrá leer jamás. ¿Usted ha leído a Marx?
+—No —reconoció Patricia.
+—¿Y cómo pretende ser trotskista si no ha leído a Marx?
+—No sé… Es que es muy largo.
+—La lucha es larga, comencemos ya, decía Camilo Torres.
+—Camilo era castrista. Como los cubanos, voluntarista, aventurerista.
+—¡No sea boba, Patricia, no sea boba, no sea boba! Revisionista, social-imperialista, idealista, materialista, infantilista, mitilitarista, empirocriticista. No sea boba, boba, boba, boba. Ser revolucionario consiste en saberse una sarta de adjetivos acabados en «ista».
+—Por eso. Entonces dígame en qué consiste.
+Escobar reflexionó.
+—No sé. Pero sé que no consiste en acostarse con un tipo que dice que es trotskista.
+—Ay, Ignacio. No sea envidioso. Además yo no me acuesto con Jefferson, ya le dije.
+—No sé. A lo mejor es simplemente un problema de justicia. Usted me dice que yo le tengo envidia a Jefferson, y a lo mejor es cierto. Su papá le dice a usted que Jefferson es un resentido, y a lo mejor es cierto. El resentimiento y la envidia son ciertos, pero es porque detrás hay otra cosa: una injusticia. No una injusticia metafísica, porque eso ya sería meternos en honduras terribles. Sino una injusticia material. Vea, Patricia: salta a la vista, y además es un hecho estadísticamente demostrable, que las niñas oligarcas como usted son más bonitas que las proletarias. Eso no se puede decir, claro: el pueblo, etcétera, la degeneración de las clases opresoras, la promesa de futuro de las clases oprimidas. Muy bonito, claro, pero no tiene nada qué ver con la vida real: con lo concreto. Los hechos son tercos, dice Lenin, y sólo en lo concreto se aprende. Y es un hecho que las hijas de la oligarquía, como usted, tienden a ser más bonitas porque trabajan menos y se alimentan mejor. Si hubiera justicia, es decir, si las hijas del proletariado pudieran trabajar menos y alimentarse mejor, serían tan lindas como usted. Y entonces Jefferson podría perfectamente acostarse con ellas, y yo acostarme con usted sin tanto drama y tanto esfuerzo. En lograr eso consiste la revolución.
+—Ah, es eso. Entonces, como no me acosté con usted porque no me dio la gana, soy una oligarquita y una boba. Y estoy muerta, como me decía hace un rato para que me acostara con usted. No sea bobo usted, Ignacio, no sea huevón, no sea imbécil. El que está muerto es usted, pobre huevón.
+Se puso en pie, se envolvió en la ruana de un solo golpe altivo. Empezó a recoger del piso el desorden de su ropa. Escobar sintió que la estaba perdiendo sin remedio.
+—Tiene razón, Patricia. Perdóneme. Creo que me estoy muriendo.
+—Sí. Ha tomado mucho trago.
+No era eso.
+—No es eso. Es otra cosa. Mire, oiga: escribí un poema hace un tiempo. Oiga:
+Desde antes de nacer
+(parece que fue ayer)…
+Patricia lo interrumpió, impaciente:
+—¡Ay, no! ¿Más versos?
+Hubo un largo silencio entre los dos. Patricia al fin habló:
+—¿Sabe que es tardísimo?
+Se encerró a vestirse en el baño. Escobar se maldijo, dándose golpes con los puños en la frente. Era un huevón, era un huevón, y además probablemente estaba muerto.
+Patricia salió del baño vestida hasta las botas, sonriente. Le dio un beso en la mejilla, y le puso en la palma de la mano un burujo arrugado de encaje, leve como una pluma.
+—Se lo regalo. Es el cilicio. Para que vea que aprendo.
+—Si usted no tiene nada qué aprender, Patricia.
+—Ignacio. Hagamos las paces.
+Lo besó otra vez. Saber que ahora tenía los senos desnudos bajo el suéter lo excitó nuevamente. Se contuvo. No había nada qué hacer. Era muy tarde. Patricia caminó hacia la puerta, poniéndose la ruana. Se volvió a darle un beso de despedida. Y otra vez, como en el beso de saludo en casa de su madre (¿hacía ya horas? ¿Días?), lo besó en los labios.
+—¿Para qué? —preguntó.
+—Ay, Ignacio, no sea bobo. ¿Cuándo me invita otra vez a comer, que no sean espaguetis?
+—No veo para qué —insistió Escobar, terco.
+—Ay, Ignacio. Ya hicimos las paces. No sea bobo.
+—No soy bobo —dijo Escobar sarcástico—. Lo que me pasa es que estoy muerto.
+—Ay, Ignacio… Usted entiende.
+—No, no entiendo. Llevo toda la noche tratando de entender, y no entiendo.
+—Ay, Ignacio. Yo le explico otro día. Hoy no.
+—Es hoy cuando no entiendo. A lo mejor otro día no nos vemos.
+—Sí nos vemos. Le prometo.
+—¿Me promete?
+—Le juro.
+—¿Y haremos el amor?
+—No. Bueno, no sé. Quién sabe.
+—¿Me lo promete?
+—Se lo prometo.
+—¿Me lo jura?
+—Ay, Ignacio, no se ponga tan jarto.
+—Pero, carajo, entienda. Yo llevo toda la noche tratando de entender, y no entiendo un carajo.
+—Ya le dije que me perdonara por ser tan huevona. Perdóneme.
+—Ah, era eso lo que quería que yo entendiera. Bueno. Entiendo. No se preocupe.
+—Imbécil.
+—Bueno, no me prometa nada.
+—Le juro.
+Se besaron otra vez en la boca. Bajó a abrirle el portal. La insomne señora Niño se asomó a la escalera:
+—¡Modelo!
+Patricia respondió con un grito estentóreo, hueco arriba.
+—¡Vieja puta!
+Y mientras la señora Niño cerraba de un portazo, le sugirió a Escobar:
+—¿Por qué no trata de acostarse con ella? A lo mejor lo que le pasa es eso.
+—Preferiría acostarme con usted —dijo Escobar. Pero ya casi con tristeza, sin convicción, sin esperanza. Patricia le dio un último beso de despedida en los labios, que él no quiso responder para dejar testimonio de que estaba muy triste. El largo carro reluciente de Foción rugió, chilló, saltó un semáforo, se fue.
+En el último instante Escobar alcanzó a recordar que debería salir a buscar un teléfono para llamar a Ana María. A lo mejor ya habían soltado a Federico. Ya era muy tarde en todo caso. No había nada qué hacer.
+Decidió emborracharse.
+Mientras bebía, puso una vez más la música dulzona y melancólica de Beethoven: «Para Elisa». Su tía Clema lo tocaba muy lindo. Entre trago y trago se olfateaba los dedos en busca del olor del sexo de Patricia. Cuánto mejor que el vino son tus amores, y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas… Qué mierda, la poesía. Recuperó del piso los encajes livianos de su sostén abandonado. Y ya totalmente borracho, inclinado a las lágrimas, perdido el sentimiento de autocrítica, lloró olfateando el sostén, que, hablando francamente, no olía a nada.
+SE DESPERTÓ MUY TARDE. Calculó que oscurecería pronto. Recordó que tenía que llamar a Ana María, saber qué había pasado al fin con Federico. Levantó el teléfono, con la esperanza nebulosa de que funcionaría. No funcionaba. Ah, bañarse, vestirse, salir a la calle, buscar un teléfono público, sabiendo de antemano que todos iban a estar rotos, que a todos les habrían robado la bocina. Puso un disco. «Para Elisa». Recrudeció su angustia. Necesitaba más bien un trago. No, un trago no. La alegría contundente de Mozart. La «Serenata Haffner», que desde el primer acorde jubiloso anuncia la llegada inminente de alguien. Sí, que llegara alguien: Ana María, jubilosa, diciendo: ¡soltaron a Federico!
+Pero eso no iba a suceder. Tendría que salir, llamar, correr, actuar, cansarse. Dio más vueltas, atormentado por el gozo insolente de Mozart. Dos veces levantó el teléfono, y las dos veces seguía muerto. Maldijo en voz alta, pero tampoco eso le sirvió de nada. Tenía que salir —actuar, correr, cansarse… Se bañó, se peinó, hizo pipí, popó, dos veces se lavó los dientes. ¿Se afeitaría? Le pareció excesivo. Se sentó en la sala a fumar un cigarrillo. Cuando oyó el timbre de la puerta no pudo reprimir un gemido de cólera.
+Recibió en medio del pecho el embate de un perro colosal, que jadeaba y le barría la cara a grandes lametazos. Ángela lo tiraba de la cadena inútilmente, riéndose.
+—¡Quíteme ese perro, carajo! ¿Qué hace aquí? ¿Dónde está su hermana? ¿Qué pasó con Federico?
+—Lo soltaron.
+Qué maravilla, no tenía que salir. El perro de Ángela, suelto, correteaba por toda la sala como un búfalo, se paraba con las patazas temblorosas a soltar fuertes ladridos, se encaramaba en los muebles.
+—¡Quieto, Lucas! —ordenaba Ángela sin demasiado énfasis, riendo. El perro no le hacía el menor caso. A lo mejor no se llamaba Lucas.
+—¡Quieto, Káiser! —ordenó Escobar—. ¡Siéntese, Káiser! ¡Kaltenbrunner! —tenía un aspecto feroz, de llamarse Kaltenbrunner.
+—Se llama Lucas —insistió Ángela—. No molestes más, Lucas.
+Estaba deslumbrante. Había olvidado su mirada de burla, falsamente dormida en sus altos ojos separados. Tenía el pelo revuelto, luminoso. No la recordaba tan alta.
+—Está lindísima, Angelita.
+—No me llame Angelita.
+—Arcángela.
+Se rio. Escobar sintió una alegría enorme. Nunca había hablado con ella. No sabía qué decirle. Se sentía feo y estúpido. No era posible que una mujer de carne y hueso pudiera ser tan linda. Con una larga mano trenzaba los anillos de la cadena del perro, y apoyaba la otra en la cadera, sobre la seda floja del vestido. Escobar no entendía mucho de ropa, pero eso tenía que ser seda. Sobre el largo cuello, en medio de la masa de pelo, la cabeza era pequeña, de pájaro. Y la mirada era de pájaro, insolente entre los altos párpados.
+—Bueno. ¿Me puedo sentar mientras llegan?
+—¿Quiénes?
+—Mi hermana. Federico.
+—Ah, sí. Claro. ¿Cómo está Federico? ¿Lo torturaron?
+—No.
+Se desconcertó.
+—Ana María me dijo que lo estaban torturando.
+—Ana María estaba histérica. Bueno, es que es histérica —dijo Ángela. Cruzó las piernas. Tenían que ser de seda. Escobar no podía dejar de mirarla.
+—¿A usted nunca le han dicho que es divina?
+—Desde que era chiquita. Ay, Escobar, no diga boberías.
+Quedó abrumado.
+—Es que no se me ocurren sino boberías —confesó.
+Ángela se limitó a sonreír: una larga sonrisa perversa en las comisuras, desdeñosa.
+—¿Ha oído hablar de Lilith? Usted tiene la sonrisa castradora de Lilith.
+La sonrisa de Ángela se borró.
+—¿De quién?
+—Lilith. Con te hache al final. Era la primera mujer de Adán. No hablaba. Pero sonreía. Era divina, como usted. Era la mujer más linda del mundo.
+—Era la única.
+—Sí, pero sobre todo se sentía la única. De modo que miraba al pobre Adán con una sonrisita castradora, como la suya. Burlona, desdeñosa. Se creía la mujer más linda del mundo, y el pobre Adán era un huevón de mierda. Cada vez que Adán trataba de hacerle el amor, no podía, claro. Burlona, desdeñosa: qué iba a poder hacerle el amor a ella ese huevón de mierda que era Adán.
+Ángela sonrió.
+—Es que Adán es nombre de huevón, ¿no?
+—Sí —reconoció Escobar—. En cambio Lilith es un lindo nombre. Lilith… Maligno, venenoso. Pero bueno. El caso es que Adán acabó aburriéndose del jueguito, y le pidió a Dios que le cambiara a Lilith por otra. Por Eva, que era menos bonita que Lilith, y tenía nombre más de señora de su casa. Pero no castraba a Adán, por lo menos.
+Ángela se quedó seria.
+—A ustedes los tipos les preocupa muchísimo que los castren.
+—Nos preocupa muchísimo, sí.
+—¿Le parece que yo tengo una sonrisa así?
+&mdashmdash;Por eso se lo digo. Si no, no se lo diría.
+—Gracias.
+Lo decía en serio, al parecer. Escobar quedó desconcertado.
+—¿Quiere un trago? ¿Whisky? ¿Vino? ¿Brandy? ¿Jerez? ¿Ron? ¿Ginebra? ¿Vodka?
+—Un Cointreau.
+Escobar rio.
+—Es en serio. Quiero un Cointreau.
+—Usted es peor que Lilith. Es como Eva. Dijo el Señor: podéis comer de todos estos frutos, menos del del árbol del bien y del mal. Y Eva empezó a joder al pobre Adán: ay, Adán, yo quiero de la fruta del árbol del bien y del mal, yo quiero de la fruta del árbol del bien y del mal… Y si no, no hacía el amor con Adán.
+—Yo no vine a hacer el amor. Lo que quiero es tomarme un Cointreau.
+—Yo sé. Pero estoy hablando de Adán, que era un pobre huevón. No de mí.
+—Todos los hombres son unos pobres huevones, Escobar.
+Escobar se cortó. Era la niña más linda del mundo, pero hablar con ella era como andar por un pantano. A cada paso perdía pie.
+—No hay Cointreau. Pero si quiere puedo ir a comprar.
+—Bueno. Vamos.
+La miró con asombro. Efectivamente, se levantaba, le colocaba la cadena al perro, se disponía a salir. Se puso unos enormes anteojos de sol, que la hicieron parecer todavía más inaccesible. Escobar no se había movido.
+—¿Qué? ¿Vamos? —de nuevo sonreía, burlona.
+—Vamos. Es que me había quedado mirándola. Parece una modelo de revista de modas. Es una pendejada, yo sé.
+—Es que soy una modelo de revista de modas. De todo lo que ha dicho hasta ahora, eso es lo único que no es una pendejada.
+—Pero no necesita andar disfrazada de modelo de revista de modas —se defendió Escobar—. Yo no ando por ahí disfrazado de poeta.
+—Es que usted no es poeta.
+Salieron. Tuvieron que andar cuadras para encontrar una licorera abierta. Ya era de noche, pero Ángela seguía con sus anteojos de sol. Caminaba como una reina, tironeada por el enorme perro ansioso, casi negro en la creciente oscuridad, que asustaba a los transeúntes. Escobar se sentía un poco ridículo a su lado: desgarbado, sucio, sin afeitar, con la conciencia aguda de que se estaba quedando cada día más calvo. Así había debido sentirse el pobre huevón de Adán en el Paraíso, esfumado por la intolerable belleza de Lilith. El perro se paraba a olisquear los postes de la luz. Ángela tironeaba furiosa, en vano.
+Dos gamines harapientos se quedaron mirándola.
+—¡Uy, hermanolo, quién fuera perro! —dijo uno.
+Ángela emergió de la licorera con la botella de Cointreau en la mano. Escobar salió detrás, llevando él ahora al perro. Un transeúnte se acercó a Ángela:
+—¡Uy, mamacita! ¿Le llevo el paquetico?
+—Yo puedo sola, gracias.
+El transeúnte se quedó clavado en el andén, herido para siempre, mientras Ángela caminaba calle arriba sin mirarlo, sobre sus largas piernas de modelo de Vogue, como en una película. Escobar pasó detrás, tirando del perro, avergonzado del escándalo que estaban despertando, avergonzado sobre todo de su propia impotencia para dominar a Lucas, que corría y se detenía cuando le daba la gana, obligándolo a carreritas y esperas ridículas. Todo el mundo se volteaba a mirarlos.
+—Es horrible —dijo Ángela—. La gente se queda todo el tiempo mirándome.
+—No sea boba, Ángela. Es que uno no ve pasar todos los días a la niña más linda del mundo.
+—Hay niñas mucho más bonitas. Es que me sé vestir. Aquí la gente no se sabe vestir.
+—No se vista como se viste.
+—No es eso. Yo ya no sé vestirme. Antes sabía cómo vestirme. Ahora ya no. No sé quién soy.
+Escobar quedó impresionado. Era humana.
+—Quítese por lo menos los anteojos negros. Es de noche.
+—Es para que no me vean.
+Escobar recitó:
+… Ah sí, señora, erais hermosa
+Esta mañana tras la misa.
+Se hinchaba vuestro seno rosa
+como agitado por la brisa
+y una sombrilla vaporosa difuminaba vuestra risa…
+Erais hermosa como una diosa…
+Y ante vuestra mirada desdeñosa
+yo era sólo una alfombra que se pisa.
+—¿No le dije que usted no era poeta? —se rio Ángela.
+—No son versos míos. Son de un poeta amigo de mi mamá. Son para mi mamá.
+—¿Su mamá era muy linda?
+—Parece que sí. Una belleza muy de la época.
+—¿Y cómo es ahora?
+—Pues… —Escobar pensó en su madre—. Tiene la tensión muy baja, dice ella.
+Pensó en el largo amor de Ricardito. Dentro de cincuenta años, él mismo estaría como Ricardito en casa de doña Leonor, recitando en casa de Ángela. Todo es igual, siempre. En Bogotá no pasa ná, mala ciudá, mala ciudá. O pasa siempre lo mismo. Esperaba que por lo menos, cuando estuviera viejo y alcoholizado, Ángela le pasaría plata.
+Subieron a su casa. Había un papel debajo de la puerta.
+¡Escobar!
+Vinimos!! A Federico NO lo Torturaron! (perdóname la ridiculez tu tío es DIVINO!!!! LO ADORO!!!) Pásate por la casa vamos a celebrar que lo soltaron!!!
+Besos Besos BESOS! ! ! Ana María
+P. D. Mi hermana Ángela quería VERTE!
+Ana María
+Y debajo, con otra letra:
+Gracias por todo, compañero. Déle las gracias a su tío Foción, de mi parte. Parece que habló con el general Gómez Ronderos, que es ahí el de las galletas, y me soltaron. Gracias.
+Un abrazo.
+F.
+Lo esperamos en la casa.
+—Es de Federico y Ana María —dijo, tendiéndole el papel a Ángela—. Que si vamos a una fiesta allá.
+Ángela leyó, se puso roja.
+—¡Eso es mentira! —dijo—. ¡Mi hermana es una imbécil!
+—Es mentira ¿qué? ¿No quiere ir a la fiesta?
+—Es mentira que yo quisiera verlo.
+Escobar se dio cuenta de que había ganado inesperadamente un punto. Le dieron ganas de saltar de alegría.
+—¿A qué vino a mi casa, si no quería verme?
+—A acompañarlos a ellos, que le querían dar las gracias. Pensé que iban a estar aquí. Pero bueno. ¡Lucas! Nos vamos.
+—¡No, no, no sea ridícula, Ángela! Me acaba de hacer salir a caminar veinte cuadras para comprar una botella de Cointreau carísima, no se puede ir ahora, no sea ridícula. Siéntese, nos tomamos un trago, y después vamos a la fiesta de Ana María y de Federico.
+—Una fiesta jartísima. El imbécil de Diego León Mantilla y la bobita de su mujer, y un tipo rarísimo que se llama Hermes que no habla, ni toma, ni se ríe, ni come, ni duerme, y que está ahí plantado como un palo toda la noche. No, jartísimo. Mi hermana tiene unos amigos aburridísimos. Y Federico peor.
+—Yo soy amigo de Federico —dijo Escobar.
+—No lo digo por usted. Los demás amigos. Un antropólogo, un sociólogo, un tipo que trabaja en planeación, un etnólogo. Me los conozco a todos. Llevo un mes viviendo allá. Y las mujeres son jartísimas y feísimas y todas son también antropólogas y psicólogas y paleóntologas, menos mi hermana que no es nada pero se las da de que es la más paleóntologa y la más histérica. Además todas están embarazadas, o casi todas.
+—Bueno, no vayamos. Tomémonos un trago aquí.
+Trajo unas copas, sirvió Cointreau.
+Puso en el tocadiscos la «Serenata Haffner», henchida de alborozo y de buenas noticias. Lucas, que se había echado a dormitar en la alfombra, empezó a gimotear. A veces un aullido de angustia se le escapaba de las fauces. Se incorporó, se sacudió sobre las cuatro patas, recorrió la sala encorvado, lamentándose, buscando las paredes.
+—La «Serenata Haffner» —dijo Ángela.
+—¿Cómo sabe?
+—¿Usted cree que porque soy la mujer más linda del mundo tengo que ser una retrasada mental? No sea bobo. ¿Tiene perico?
+—No tengo perico. —Esta vez no añadió: «Pero si quiere salgo a comprar».
+—Hubiera sido rico un pase con la «Serenata Haffner» y Couintreau. Yo tengo hierba. ¿Quiere que hagamos un cacho? ¿Tiene papel?
+—Sí, ahí debe haber, encima de esa mesa. ¡Mire, haga algo! ¡Su perro se está comiendo mis poemas!
+—Mozart lo pone nervioso.
+Lucas caminaba entre los papeles regados en el piso, revolviéndolos, rasgándolos con las garras y los dientes. Cada bocado era una octava real de su poema épico. Quiso arrebatarle los papeles de las fauces, y Lucas le gruñó amenazador, enseñándole los terribles colmillos.
+—No le tenga miedo, es una madre. ¡Lucas! ¡Devuélvale los papeles a Escobar, que son unos poemas!
+El perrazo masticaba un papel. Tenía las cuatro patas firmemente plantadas sobre los restos de La Bogoteida. Ángela se levantó por fin, vino en ayuda de Escobar, le dio a Lucas un par de palmadas en el enorme hocico.
+—¡Eso no se hace!
+Lucas se dejó extraer de la boca un papel rasgado, empapado en saliva, fue a tenderse en un rincón. Ángela estiró el papel lo que pudo. Leyó:
+Soneto para que Ángela se acueste conmigo.
+Ignacio Escobar.
+Escobar enrojeció. Había olvidado ese soneto por completo. ¿Qué habría escrito ahí? Trató de quitárselo.
+—Es mío. Ángela soy yo, supongo. ¿O no?
+—Sí —reconoció Escobar de mala gana—. Pero devuélvamelo.
+—De todos modos no tiene nada escrito.
+—Es que últimamente me cuesta mucho trabajo escribir.
+—Mi hermana me contó que usted decía que se quería acostar conmigo.
+—No es verdad —Escobar se encogió de hombros—. Su hermana es una histérica.
+Ángela sonrió, burlona. De nuevo la sonrisa de Lilith. Aunque quisiera, no se podría acostar con ella.
+—Yo sé que no es verdad. Eso dice mi hermana, que no es verdad. Que usted dice que se quiere acostar conmigo pero que en realidad no quiere.
+—Veo que han estado hablando mucho de mí.
+—No sea bobo.
+—Eso son pendejadas de su hermana, que es una de esas niñas que tienen una tesis sobre todas las personas. Ana María tiene la tesis de que yo no me quiero acostar nunca con ninguna mujer —Escobar se encogió de hombros.
+—¿Y así es como trata de acostarse usted con las mujeres? ¿Escribiéndoles versos?
+—Es el método clásico. Un soneto me manda hacer Violante… Uno le hace el soneto, y Violante está entregada.
+—¿Con un solo sonetico? Yo pediría un soneto todas las mañanas con el desayuno.
+—Por mucho que un hombre ame a una muchacha, no podría conquistarla sin un gran derroche de palabras, dice el sabio Ghotakamuhka.
+—¿Quién?
+—Ghotakamuhka. Un sabio. Es una de las autoridades más citadas por el Kama Sutra.
+Ángela pareció interesadísima de repente.
+—¿Usted ha leído el Kama Sutra?
+—Es mi libro de cabecera. No hago absolutamente nada sin consultar con él.
+—Yo también —reveló Ángela—. Pero con el I Ching. ¿Usted conoce el I Ching? Es un libro increíble.
+—Es otra cosa. El que de verdad sirve es el Kama Sutra. No es esa cosa vaga y poética y mentirosa del I Ching. «El elefante se oculta bajo el sol poniente. El sabio bebe en el cuenco de sus antepasados, y no hay error». No. El Kama Sutra le da a uno recomendaciones precisas, consejos útiles, como recetas de cocina.
+Los ojos de Ángela se entrecerraron, otra vez burlones.
+—¿Y cuál es la mejor receta para conquistar a una mujer?
+—Ya le dije: un gran derroche de palabras.
+—En serio…
+—En serio. También hay otras, claro, sólo que son mucho más difíciles. Mostrarle una esfera revestida de diversos colores, por ejemplo. Parece que no falla. O recortar para ella una pareja de figurillas humanas en la hoja de un árbol, y enseñárselas a intervalos regulares. O regalarle máquinas de lanzar agua, si ella expresa tal deseo.
+Ángela estaba fascinada. El Kama Sutra es infalible. La marihuana tenía un olor acre, fuerte, y el aire estaba lleno de volutas inmóviles de humo, denso, como aceite en el agua. La «Serenata» de Mozart terminó de improviso, en un acorde jubiloso. Pensó que ya era hora de intentar darle un beso a Ángela. Buscó un punto en el cuello dorado, bajo la oreja pegada al cráneo, a la sombra tibia de un mechón de luz.
+—¿Me lo presta?
+—¿Qué?
+—El Kama Sutra.
+—A usted no le interesa. Es para seducir mujeres.
+Ángela hizo una lenta sonrisa misteriosa, perversa en las comisuras.
+Escobar fue a buscar el libro en la biblioteca. Puso otro disco.
+&mdasmdash;¿No tiene algo de jazz?
+—Sí. Pero oiga esto: son las «Diferencias sobre Guárdame las vacas», de Antonio de Cabezón. Es una música erótica.
+—No parece.
+—Espérese y verá. Se trata de distraer a las vacas, justamente. Después viene lo otro. Volvió con el libro. Leyó:
+—A ver… las cuarenta categorías de mujeres fáciles.
+—¿Cuarenta?
+—Sí. Casi todas. El Kama Sutra es formal.
+—Yo no soy fácil.
+—No se sabe. A ver… la mujer de un joyero, la viuda de un actor, aquella cuyo marido pasa su tiempo viajando… No, aquí no figuran las modelos de revistas de modas.
+—Idiota.
+—Entre las más fáciles figuran la que es jorobada por detrás y la que huele mal. ¿Usted huele mal? Déjeme ver…
+Se inclinó sobre ella. Entró en su aroma tenue de perfume: À la recherche du temps perdu… Ángela lo apartó de un codazo en el plexo solar. No, todavía no era hora de intentar darle un beso.
+—Era un ejemplo práctico. Si prefiere, puedo seguir al pie de la letra las instrucciones del libro. A ver… con ocasión del intercambio de una nuez de betel, podrá tocar y acariciar sus partes secretas, dando así a sus esfuerzos una conclusión satisfactoria. Lo malo es que no tengo aquí en la casa una nuez de betel. No sé bien qué es el betel. Lo siento.
+—No lo sienta. Yo no vine a que me tocaran y acariciaran las partes secretas.
+Lilith, castradora. Guardaron silencio. Con las «Variaciones» de Cabezón el perro se había quedado profundamente dormido en su rincón. El aire estaba espeso de humo de marihuana, y en la bruma subían una por una las tristísimas notas de «Guárdame las vacas». Y después de subir se descolgaban por la escala en un punteo de uña dura, un repicar de mula herrada, y sin pararse a respirar atacaban la empinada pendiente hacia arriba otra vez. Sentado en el piso, apoyado en el flanco del sofá, Escobar empezó a trepar con dos dedos ligeros la escalera visible de las vértebras en la espalda de Ángela al monótono ritmo de las vacas. Ángela le lanzó de soslayo una mirada burlona. Abrió la boca para decirle alguna impertinencia.
+Escobar no pestañeó. Le aguantó la mirada, poniéndole la suya más severa. Tras un instante, Ángela soltó una risa silenciosa y lo dejó seguir jugando con su espalda. Envalentonado, estiró el brazo hacia arriba con toda la desenvoltura de que fue capaz, dobló a Ángela tirando de su cuello y la besó en la boca, entrando en el perfume de Cointreau y marihuana y Temps Retrouvé. Sólo duró un instante. Ángela se enderezó de un golpe, tensa y vibrante como un arco.
+Por desviar su atención, Escobar se puso en pie bruscamente para cambiar la música. En el silencio repentino, el perro despertó de un salto, ladrando ferozmente.
+—Cálmelo, Ángela. Dígame qué música no lo molesta.
+—No, ya nos vamos.
+—No se vaya, niña… Le prometo que no vuelvo a tratar de besarla.
+—No es eso, no sea bobo.
+Ángela se levantó. Se alisó la blusa, se peinó con los dedos.
+—No se vaya. ¿A qué? ¿A dónde?
+—Tengo que sacar a Lucas a que haga pipí.
+—Saquémoslo aquí abajo, contra un poste —propuso Escobar—. Hace pipí en un minuto, y volvemos a subir.
+—No es tan fácil, no crea… —vaciló Ángela—. Mire: lo que pasa es que Lucas es un perro muy necio para hacer pipí. Hay que hacerle unas cosas.
+—Qué cosas.
+—Cosas.
+—Se las podemos hacer aquí abajo. Yo sé cantar. O lo que haya que hacerle. De veras, aquí en la esquina hay un poste buenísimo.
+—No es eso. Es que hay que hacerle cosas. Y es jartísimo porque entonces la gente se pone a mirar y a decir cosas.
+—Qué cosas.
+—Cosas.
+—Subámoslo a que haga pipí en la terraza. Nunca hay nadie.
+Subieron a la terraza. El viento fresco de la noche los golpeó, dibujando en la seda todo el cuerpo de Ángela. Lucas empezó a husmear en los rincones, soltando breves ladridos de garganta, estornudando. Ángela lo acarició, le rascó la potente cabezota arrugada, le dio palmaditas en los flancos. Se acurrucó a su lado, le separó las patas traseras, como si se dispusiera a ordeñarlo.
+—No me mire.
+Escobar, obediente, miró la lejanía, el cielo sembrado de estrellas, el parpadeo ascendente de la lucecita roja de un avión
+—Venga me ayuda —llamó Ángela—. No estoy viendo nada.
+Se acercó. El viento le pegaba mechones de pelo a los ojos. Se colocó tras de ella, con las dos manos manteniéndole el pelo apartado de los ojos, sobre las sienes y los pómulos, sintiendo entre sus piernas separadas el calor de su cuerpo acuclillado al pie del perro. Al cabo de un momento, Lucas empezó a soltar entrecortados gemiditos de éxtasis, y se oyó el golpe del chorro pegando en el cemento.
+—¡Uy, hermanolo, quién fuera perro! —dijo Escobar. Ángela se rio.
+—No sea bobo. No me haga reír.
+Un empellón le hizo caer encima de ella, encima del perro, contra el muro de la terraza.
+—¡CANALLA! ¡COBARDE! ¡COMUNISTA!
+De nuevo la señora Niño se arrojó sobre él, con el rostro convulsionado de furor, brillante de grasas y cremas a la luz plateada del cielo. La atrapó por las muñecas.
+—¡COMUNISTA!
+Recibió una violenta patada en la espinilla, y la soltó, y se apartó a la pata coja. La señora Niño se precipitó sobre Ánglea, que empezaba a incorporarse. Lucas, encorvado el espinazo, casi sentado sobre las patas traseras, producía con el gaznate una especie de maullido mientras dejaba escapar cortos chorritos de pipí que relucían muy negros en el cemento del piso.
+—¡Prostituta! ¡Modelo!
+Tomó impulso para darle una patada. Escobar se precipitó a defenderla, pero el perrazo llegó antes. De un solo salto de pantera tumbó a la señora Niño de espaldas en el suelo, con las enormes patas plantadas en su pecho y los colmillos desnudos a un milímetro de su rostro grasiento.
+—¡Quieto, Lucas! —gritó Ángela—. ¡Quieto!
+Lucas se quedó quieto, y hubo un instante de terrible silencio, confundidos el gruñido del perro y el jadeo de la señora Niño. Ángela se puso en pie, se sacudió el vestido.
+—¡Lucas! ¡Aquí!
+El perro abandonó de mala gana a su presa, soltando unas últimas gotitas de pipí que salpicaron la bata de felpa de la señora Niño. Fue a frotar los flancos contra las piernas de Ángela, como un gato. Se alejaron los tres, sin perder de vista la figura yacente de la señora Niño, hacia la puerta. Escobar pasó primero, arrastró a Lucas por el collar de cuero. Alcanzó a distinguir a la señora Niño que se incorporaba como un resorte y venía corriendo hacia ellos.
+—¡Prostituta! ¡Canalla! ¡Modelo!
+Ángela corrió hacia abajo, y Escobar a su lado, tirando del collar de Lucas, cuyas uñas resbalaban en los peldaños. Se detuvo a abrir su puerta, pero Ángela siguió corriendo escaleras abajo. La siguió, arrastrando al perro, que se resistía y lanzaba sonoros ladridos, rebotados y amplificados por el eco de las escaleras. No pararon hasta llegar a la calle.
+—¿La vio, Escobar, la vio? ¡Es una loca! ¡Quería matarme! ¡Si no es por Lucas!
+Se abrazó a Escobar, agitada por la carrera y el recuerdo del miedo. Escobar la apaciguó con palmaditas, le dio un beso en el pelo. Iba adquiriendo práctica en tranquilizar mujeres alteradas. Ángela se dejó abrazar unos momentos, y luego se apartó. Se arregló la ropa, que tenía sueltos los botones casi de arriba abajo.
+—¡Lucas casi la mata! ¿Vio? Casi la matas, ¿no, Luquín? ¿Estoy muy despeinada?
+—Está divina, Ángela.
+—Debo estar horrible. ¿Tiene un espejo?
+—Subamos.
+—¡Ah, no, yo allá no subo! ¡Es una loca! ¿No ve que es una loca?
+—Sí, claro que es una loca. Está tratando de matarme desde hace meses, no sé por qué. Es una mujer de acción.
+—¿Usted le había hablado de mí?
+—No. Cómo se le ocurre.
+—¿Entonces cómo sabía que yo era modelo?
+—Es que para ella eso es un insulto. Puta, modelo, comunista. Subamos.
+—¿Sabe que para mucha gente es un insulto? ¡Ah, Ángela, sí, esa que es modelo! Como si dijeran: esa que tiene lepra. ¿Por qué? ¿Es malo ser modelo?
+—No sea boba, Ángela.
+—No sé. Es que últimamente no sé. No sé qué me pasa. No sé quién soy.
+—Subamos a mi casa y se mira en el espejo. Aquí hace frío.
+—Ya le dije que yo allá no subo. Y no sea imbécil, no es cosa de mirarme en un espejo.
+—Usted fue la que dijo que se quería mirar en un espejo.
+—Para saber cómo estoy, no quién soy.
+—Bueno, ¿entonces qué? Vayamos a un restaurante.
+—Bueno. Tengo ganas de comer mariscos. ¿Usted tiene carro?
+—No. Ni Cointreau, ni perico, ni carro. Ni mariscos. Pero hay taxis. Aunque no sé si nos dejen subir con ese animal.
+—Lucas es un amor. Y es mansitico.
+—Pregúntele a la señora Niño.
+Ángela se rio.
+—Yo tengo carro, Escobar. Yo lo llevo a comer mariscos. Yo le enseño a tomar Cointreau. Yo le doy perico. Bueno, marihuana. ¡Ay, la hierba! Mi cartera se me quedó arriba.
+—Yo le bajo su cartera. Yo no soy cobarde, como usted. ¿Quiere que le baje un espejo?
+—La cadena de Lucas. Y mi chaqueta. Y usted póngase un saco: así no nos dejan entrar a un restaurante.
+Bajó, con la cadena y la cartera y la chaqueta y el espejo. Ángela le pitó desde un jeep blanco. Se encaramó a su lado. Entre los dos, acezante, con la lengua colgante, tenían la enorme cabezota gris de Lucas, que iba sentado en el asiento de atrás.
+—¿Quiere mirarse al espejo?
+Se miró, alzando las cejas. Se acomodó un mechón de pelo tostado que le acariciaba la mejilla. Frunció el ceño, ladeó la cara, torció la boca, se mordió delicadamente los labios, volvió a mirar.
+—Estoy horrible. ¿A usted le da miedo que yo maneje?
+—No. ¿Por qué?
+—A mucha gente le dan miedo las niñas bonitas que manejan.
+—Usted está horrible.
+Ángela arrancó como un bólido, sonriendo. Aleteaban todas las lonas del jeep, y el ventarrón agitaba el pelo de Ángela. Lucas fruncía los gruesos labios sobre los colmillos amarillos, hocico al viento. Más allá de su hocico, Escobar veía el perfil de Ángela, las delicadas aletas de la nariz, la boca firme, la línea ligeramente corta de la barbilla, el largo cuello erguido. Era divina.
+Parquearon frente al restaurante. Una nube de niñitos descalzos y en harapos rodeó el jeep.
+—¡Se lo cuido, señorita, se lo cuido!
+Dos parejas salían del restaurante. Delante iba Lucía, su prima flaca, riendo feliz, con su collar de perlas, charlando con una niña piernilarga. Detrás iban el marido de chaleco —de chaleco— y Ernestico Espinosa, más deportivo, con un foulard de seda al cuello, palmeándole la espalda. La niña alta se volvió, con una ancha sonrisa, tendió la mano hacia atrás:
+—Ven, Ernesto, amor.
+Escobar quedó helado. Era Henna. Parecía vestida de seda, como Ángela, aunque con más arandelas. Y lo estaba traicionando con Ernestico Espinosa. Se escondió detrás del jeep.
+—¡Escobar, no se duerma! —lo llamó Ángela.
+La prima flaca se volvió. Vio fijarse la sonrisa de Henna, que se quedó con la mano estirada en el aire, tendida hacia Ernestico. Lo había reconocido. La prima flaca también. Tomó rápidamente a Ángela por el codo y la hizo entrar al restaurante, sin volver la cabeza, con los hombros encogidos para hacerse invisible. Ernestico Espinosa alcanzó a gritar:
+—¡Ole, Ignacio, salude, no sea…!
+Apartó una especie de portero galoneado, apartó al maître de corbatín, sonriente, rubicundo, vagamente holandés, que surgió a recibirlos de las penumbras de lo hondo. Empujó a Ángela por el codo hasta el fondo, entre un tintineo de tenedores y de copas y de conversaciones que callaban cuando pasaba Ángela. La sentó en una mesa. El maître los siguió, desconcertado, les sonrió con sonrisa de buitre, les dijo que esa mesa estaba reservada. Cambiaron de mesa. Escobar respiró: Henna no los había seguido.
+—¿Quién era esa gente que lo llamaba? —preguntó Ángela.
+—Era una prima mía, con su marido, que es un tipo intolerable.
+—¿La bonita? ¿La alta?
+El maître se inclinaba ante ellos, con sonrisa de buitre en sus mofletes rubicundos de capitán holandés de la marina.
+—¿Quieren un aperitivo los señores? ¿Un whisky, un vodquita, un jerez?
+—No. La alta era Henna.
+—¿Henna? ¿La que yo conocí en el colegio? ¿Se acuerda que le conté?
+—Sí, me acuerdo. Pero esa no era Henna. No podía ser Henna. O no sé. Bueno, en todo caso, esta era Henna.
+—Muy chusca.
+—Espantosa. Las mujeres no entienden de mujeres. Usted cree que es horrible.
+—¿Estoy horrible? Ya vuelvo. Pídame langosta.
+Se levantó en un rumor de seda, se alejó entre las mesas, paralizando nuevamente las conversaciones.
+—¿El señor quiere un aperitivo? ¿Un jerez, un vodquita, un whisky?
+Pidió dos Cointreaus. No había. El maître le entregó la carta enorme, con los platos escritos en francés. Pidió ostras, langosta. Vino.
+—¿El señor quiere vino francés?
+Ya volvía Ángela, sorteando comensales con paso lánguido de niña cara. Sí, vino francés. Se había pintado los ojos, tenía los largos labios coloreados de un rosa pálido, húmedo. Estaba deslumbrante.
+—Me gustaba más desarreglada. Parecía más humana.
+—No sea bobo.
+Trajeron el vino en un balde con hielo, blanco, frío, cuajado de rocío, con el largo cuello apuntando hacia el techo con una gota translúcida en la boca. El maître llenó dos copas de oro pálido. Un camarero trajo las ostras sobre un lecho de algas y de hielo picado. Eran insípidas, con un sabor aguachento y elástico a yodo y a limón. En la bandeja se iban acumulando en torrecitas las ásperas conchas pardas, entre las largas algas planas como cintas, de un verde muerto y casi negro en el hielo picado que empezaba a fundirse, despeinadas y en desorden como un jardín devastado. Frente a Escobar, la mirada burlona de Ángela tenía el color de las ostras, gris azulado con reflejos castaños.
+—Tiene mirada de ostra, Ángela.
+—Me han dicho que la tengo de gato montés.
+—Nadie ha visto nunca gatos monteses. Ya no quedan. Tal vez en algún coto de caza del Estado, en Polonia.
+—Me lo dijo una persona que vivió en Polonia.
+—¿Les puedo retirar a los señores?
+—Más ostras, por favor —pidió Ángela.
+—Yo no respondo, Ángela. Las ostras son un afrodisíaco. A lo mejor después me dan ganas de acostarme con usted, diga lo que diga su hermana Ana María.
+—¿A pesar de mi sonrisa castradora?
+Sonrió, con los ojos relucientes a la sombra de los párpados.
+—Tiene sonrisa de gato.
+—¿De gato montés?
+—Ya no hay gatos monteses.
+Ángela jugueteó con su copa vacía.
+—Le voy a contar una cosa que no le he dicho nunca a nadie, Escobar. ¿Usted sabe por qué me separé de Richi?
+—No. Uno nunca sabe por qué se separa la gente. Pero me parece muy bien. No se la merecía.
+—No sea bobo. ¿Quiere que le cuente? No lo sabe nadie. Ni mi hermana. Ni el mismo Richi, pobre.
+Guardó silencio. Escobar le sirvió más vino. El camarero depositó ante ellos una nueva bandeja de ostras.
+—Me parecía que se masturbaba dentro de mí —dijo bruscamente Ángela—. ¿Usted entiende lo que es eso? Se masturbaba dentro de mí. No hacíamos el amor, sino que yo sentía que él se masturbaba dentro de mí, como si yo fuera… no sé, como si yo fuera…
+Se interrumpió, vació su copa de un sorbo. Tras unos instantes de silencio prosiguió:
+—Me estaba volviendo loca. No, loca no. Me estaba volviendo frígida. Era horrible. Era horrible.
+—¿Les puedo retirar ya a los señores?
+—¡Pero yo no soy frígida! ¿Ve?
+El camarero quedó con la bandeja en el aire, asombrado. Una señora volvió la cabeza en una mesa vecina, y cuchicheó excitada a sus acompañantes que también volvieron la cabeza.
+—Mire cómo me miran —rio Ángela—. Como si fuera rarísimo que una mujer no fuera frígida. Déme más vino, por favor.
+Escobar escanció las últimas gotas, y pidió otra botella.
+—¿Por eso se separó de Richi?
+—No, por eso no fue. Bueno, sí, pero no sólo por eso. No sé por qué le estoy contando todas estas cosas. No me deje tomar más vino, Escobar. Ah, sí. Por lo de la sonrisa. ¿De verdad le parece que tengo una sonrisa castradora?
+—Pues… Depende. Cuando usted quiere, puede poner una sonrisa terriblemente castradora, sí.
+—¡Cómo son de frágiles los hombres! Ah, sí, pero no era por eso que le estaba contando. Era por lo de la «Serenata Haffner». ¿Sabe por qué le dije que yo tenía ojos de gato montés?
+—No entiendo nada. No la voy a dejar seguir tomando vino.
+Ángela rio.
+—¡No sea bobo! Espérese y verá. No sé por qué le estoy contando todo esto, pero bueno. Es por una amiga que tengo, que tenía, una pintora alemana, que se llama Inga. Mucho mayor que yo, como de cuarenta años, o más. Bueno, no es alemana, la trajeron aquí cuando ella tenía doce años o por ahí. Es decir, es alemana pero vivía en Polonia. Los papás se vinieron cuando la guerra mundial. ¡Ah, la langosta! ¡Qué delicia!
+El propio maître holandés la presentó, tendida en la bandeja en posición de plegaria mahometana, con las largas antenas enhiestas:
+—La gran dama del océano.
+Y procedió a dividirla en dos mitades con un cuchillo. La coraza roja y rosa se abrió en dos, como una fruta, dejando al descubierto las carnes elásticas y blancas de vieja cortesana.
+—¿Un poquito de mayonesa? ¿Salsita tártara? ¿Limoncito?
+—Gracias.
+El camarero se alejó. Parecía ansioso por seguir escuchando las confidencias de Ángela.
+—Bueno, ¿y qué más? Una pintora polaca que se llama Helga.
+—Inga. Polaca-alemana. Alemana, pero vivía en Polonia, porque el papá era del ejército alemán en la guerra, o no sé qué.
+—Bueno, ¿pero eso qué tiene qué ver?
+—Nada —Ángela sonrió ambiguamente—. Que nos hicimos amantes.
+Escobar se quedó un instante sin saber qué decir. Ángela se dedicó a la langosta, como si diera por terminada la confesión. Escobar tenía intacta la suya en el plato.
+—¿Amantes?
+—¿Le parece raro? Y por eso sé que no soy frígida, ¿ve? Pero es que yo tampoco quiero ser lesbiana. —Se volvió hacia la señora de la mesa vecina—: No, no quiero ser lesbiana, señora, ¿usted entiende?
+La señora se sobresaltó y dejó caer los cubiertos en el plato. Luego volvió a cuchichear con sus acompañantes.
+—Bueno: una pintora alemana de cuarenta años…
+—Más. Cuarenta y cinco, por ahí. Pero no parece. La viera.
+—¿Y qué tiene qué ver en eso la «Serenata Haffner»?
+—No, es que eso viene después. Le explico. Inga es pintora, ¿ve? Entonces un día llamó a Richi —porque alguien le había hablado de Richi, o no sé— para ver si le hacía unas fotos de sus cuadros, para mandar a Alemania o no sé qué. Richi es fotógrafo, usted sabe.
+—Sí, sabía. O no sé si sabía, pero me lo imaginaba. Tiene cara de fotógrafo. Cuando lo vi con usted pensé que tenía cara de ser uno de esos tipos que se ganan la vida fotografiando niñas lindas para vendérselas a Vogue.
+—Sí, lo que pasa es que en Bogotá no se puede ser sólo fotógrafo de modas, hay que hacer de todo. Richi hace de todo: modas, propaganda, de todo. Bueno, pues entonces le hizo unas fotos a los cuadros de Inga. Y no sé cómo fue la cosa, pero me conoció un día y me dijo que me quería hacer un retrato, y así fue como nos conocimos.
+—¿Richi le quería hacer un retrato?
+—No sea bobo. Yo estaba casada con Richi. Inga. Ella hace retratos, me dijo que yo…
+—Que usted tenía ojos de gato montés.
+—No, eso fue después. Me dijo que yo tenía un cuello increíble, como el de la Primavera de Boticelli. Y sí es un poco cierto ¿se ha fijado? Y que quería hacerme un retrato. Inga hace retratos, sobre todo a las señoras de la colonia judía aquí en Bogotá. Las odia, claro, porque ella es medio nazi, pero son las que pagan. Yo le dije que no podía pagar y me dijo que no importaba, de modo que le dije que sí. Y fui a su estudio. Allá arriba en el cerro, un estudio increíble, con unos ventanales inmensos: se ve todo Bogotá, y por el otro lado las ramas de los eucaliptos del cerro pegan contra los vidrios. Una maravilla de estudio.
+—Y se hicieron amantes.
+—Exacto. Con la «Serenata Haffner».
+—Cómo. A ver, cuénteme.
+—Pues fui varias veces a su estudio, para el retrato, pero que no le salía, y que si yo tenía los ojos no sé cómo —ahí fue cuando me dijo lo de los ojos de gato montés—, y que si no sé qué, y que sí sé cuántos, y el caso es que estuve yendo como dos semanas a su estudio y nada que le salía el retrato. ¡Ah! Ahí fue cuando me regaló a Lucas, que era cachorrito, y que me explicó que en realidad no se llama gran danés, sino dogo alemán. Quería que le pusiera Tëufel, que quiere decir diablo en alemán. Pero a mí me parece mejor Lucas. Pero bueno, ya éramos amigas y hablábamos de todo. Es una vieja increíble, inteligentísima, cultísima. A mí no me gusta mucho como pinta, porque es como muy frío, no sé, muy duro, pero bueno, yo no sé mucho de pintura, parece que es buenísima, no sé. Ah, bueno, sí: y hablábamos, y a veces nos pasábamos toda la tarde hablando y fumando hierba o metiendo perico, porque Inga tenía un perico increíble. Y un día… Ah, no, primero era que no le salía el cuadro y que no sé qué, y que por qué no posaba yo más bien desnuda. Porque yo posaba siempre vestida, ¿ve? Entonces, que por qué no posaba desnuda. Al principio yo no quería mucho, porque la veía venir, ¿no? Tampoco soy tan pendeja. Además a Inga se le nota en la cara, una cara de alemana, un poco de caballo, con unos ojos grises como de hierro y el pelo corto, medio gris, y la manera como se viste, con buzos negros y siempre de pantalones. Pero me dije, bueno, y qué, tampoco soy una niñita, ¿no? Yo estaba muy mal con Richi. Entiéndame, Richi es un tipo increíble y yo lo adoro, pero la verdad es que casi desde el principio estábamos mal, increíble y adorado y buenísimo fotógrafo y genial para salir de rumba, pero estábamos mal, sexualmente, quiero decir, y yo pensaba que me estaba volviendo frígida. Y yo no soy frígida. Por eso fue que me impresionó tanto lo que me dijo de la sonrisa de Lilith.
+—No se lo dije en serio. Usted tiene una sonrisa deslumbrante.
+—No sea bobo. Está delicioso este vino. Pero no me deje tomar mucho.
+—Bueno, ¿y qué pasó? Estábamos en lo de Inga.
+—Nada, pues pasó que estábamos un día —yo ya posaba desnuda y todo, ¿no? Posé desnuda como un par de veces, o una vez. Esto fue la segunda vez. Inga tenía siempre una hierba buenísima, y perico, siempre tenía montañas de perico. Bueno. Estábamos empericadas y fumando hierba y tomando Cointreau. Por eso fue que me acordé del Cointreau cuando usted puso la «Serenata Haffner». Ah, eso. Entonces oíamos música. Siempre oíamos música mientras Inga pintaba, música clásica, decía que era mejor para ella y mejor para el modelo, siempre cosas de Bach, Mozart, cosas así, Wagner. Todo lo que yo sé de música lo aprendí con Inga. De música clásica, digo: música culta, como la llama. Estábamos oyendo a Mozart, la «Serenata Haffner», y trabadísimas y empericadísimas y medio jaladas también, y me preguntó de pronto que si yo nunca había bailado con música de Mozart. Y yo no. Entonces ella empezó a bailar a Mozart, descalza, por todo el taller. Increíble. Después me dijo que ella había estudiado ballet, de chiquita, en Polonia, que parece que a todas las niñas les enseñan. Ella era hija de un oficial alemán, noble. Inga von Ruhenhammer, se llama, aunque los cuadros los firma Inga Sigfried, por Sigfried, usted sabe, el de Wagner. Estaba casada con un alemán también, pero separada, también alemán de aquí, colombiano. Yo no lo conocí. Creo que vive en Baranquilla.
+—Angelita, usted es como una señora que yo conozco que se llama Lulucita Pineda, que se pierde siempre cuando empieza a contar una historia. No se vaya por las ramas. Inga estaba bailando a Mozart. Y qué pasó.
+—No, si yo nunca hablo tanto. Pero además lo que importa son los detalles. ¿Qué quiere que le diga? ¿Me acosté con una vieja y aquí estoy? Si le aburre, me callo.
+—No, no. Siga. Inga estaba bailando. Y qué más.
+—Bueno, ella bailaba por todo el taller, increíble, y yo ahí sentada como una boba. Y me dijo que bailara yo también, que uno no sabía lo que era bailar mientras no hubiera bailado a Mozart. A mí me daba pena por lo que estaba desnuda, pero dije bueno, qué carajo… Ah, no: fue que Inga me preguntó que si me daba pena bailar desnuda y yo le dije que pena no, sino frío. Y me dijo que no fuera idiota, que bailar desnuda era como había que bailar, parece que en la Alemania nazi bailaban siempre todos desnudos, hombres y mujeres. Y entonces ella también se quitó el suéter y los pantalones y todo, para que viera yo. Inga tiene un cuerpo increíble, viera, no parece que tuviera cuarenta y cinco años. Yo no sé, hace ejercicio. Y está siempre toda bronceada, porque se asolea desnuda. Tiene una finca en Tabio, que me llevó varias veces. Viera la casa que tiene, con cuadros y cosas que se trajeron los papás de Alemania, bueno, de Polonia. Pero bueno, usted no quiere que me vaya por las ramas. Bueno, entonces nos pusimos a bailar las dos, claro que yo inventando, más o menos, ¿no?, pero a los dos minutos ya ni me daba cuenta, era como si me llevara la música, era increíble, yo no sé si por la coca o la hierba o por Mozart, pero era increíble bailar desnuda. Nunca había sentido tal sensación de libertad, ¿me entiende?, de, de, eso, de libertad. Bueno, y acabamos rendidas. Acabe yo rendida, porque Inga es una atleta, la viera.
+—Me la imagino.
+—Ay, Escobar… No es una lesbiana de esas marimachos, no vaya a creer. Viera el cuerpo que tiene. Ya quisiera yo tener un cuerpo así, a los cuarenta y cinco años.
+—Bueno, entonces usted se cansó. Y entonces qué.
+—Ah, se está empezando a entusiasmar con los detalles, ¿no?
+—No… pero me interesa. Siga.
+—Déjeme comer mi langosta.
+—Por favor, Angelita. No me puede dejar en la mitad del cuento.
+—No me llame Angelita.
+—Arcángela.
+—Eso ya me lo dijo.
+—Pues se lo vuelvo a decir. A ver, siga.
+—Déjeme comer mi langosta. Yo vine aquí a comer langosta, no a contarle mi vida.
+Callaron. Comieron. Al cabo de un instante Ángela prosiguió:
+—Bueno, pues entonces yo me cansé, y me tiré en una especie de cama inmensa que tiene Inga en el taller, toda llena de cojines y de almohadas y de alfombritas persas y de sedas. Y me sentía, si viera, descansada y feliz. Es decir, cansada, pero feliz, y libre, libre libre libre, como no me había sentido libre nunca, ¿me entiende? Y entonces Inga vino ahí conmigo y me empezó a acariciar. Y a mí me pareció tan natural, y era todo tan increíble… y la empecé a acariciar yo también. Y así empezó la cosa, ¿ve? Con la «Serenata Haffner».
+—Y resultó que usted no era frígida.
+—Bueno, yo sabía que no era frígida, pero creía que me estaba volviendo frígida por lo mal que estaban funcionando las cosas con Richi. No sé, yo creo que haberme casado con Richi fue un error. Yo creo que nunca estuve enamorada de Richi. Enamorada-enamorada, ¿me entiende? No sé. Yo creo que nunca he estado enamorada. A lo mejor es que no soy capaz de enamorarme, no sé. Inga me decía que yo era fría. No frígida, sino fría, ¿me entiende? ¿Usted ha estado enamorado de verdad alguna vez?
+—En este momento estoy enamorado de usted.
+—Ay, bobo… Es en serio. Nadie se puede enamorar de mí, porque yo no me puedo enamorar de nadie.
+—¿Y Richi?
+—Richi, sí. Pobre. Todo esto Richi no lo sabe, yo no le he contado nunca. Lo de Inga, quiero decir. No se lo había contado a nadie. No sé por qué se lo estoy contando a usted.
+—¿Les puedo retirar a los señores? ¿Les provoca algo más? ¿Un postre, un helado, un flanecito?
+—¿Tiene helado de vainilla?
+—Cómo no, un helado de vainilla.
+—¿Flambé?
+—¿Un helado flambé? No, señorita, no tenemos helado flamblé. Le podemos hacer unas crepsusé, que esas sí vienen flambé.
+—No, entonces déme un helado de vainilla. Es que yo soy fría, ¿sabe? Frígida no: fría.
+—Cómo no, señorita —el camarero estaba desconcertado—. ¿Y al señor le provoca algo? ¿Unas crepsusé, un pai de limón, unas fresitas con crema?
+—Nada, gracias. Un tinto.
+—Un tintico, cómo no.
+El camarero se retiró. Escobar se quedó mirando a Ángela, que sonreía con sonrisa enigmática.
+—No sé qué me está pasando. Yo nunca les hablo a los camareros. ¿Qué le estaba diciendo?
+—Que usted no se puede enamorar de nadie. ¿Se enamoró de Inga?
+Ángela soltó una carcajada.
+—¿De Inga? Usted como es de bobo, Escobar. No ha entendido nada.
+Encendió un cigarrillo. Le dio vueltas entre los dedos, pensativa.
+—Era peor que Richi. Quería que dejara de modelar, que me separara de Richi, que nos fuéramos juntas a Europa: Inga dice que si uno no conoce Europa no conoce nada, y que Colombia es una mierda, que aquí la gente es horrible. Menos yo, claro. Me decía que yo podía ser como una valkiria, pero que me faltaba hacer ejercicio: natación y salto y, sobre todo, remo. Imagínese: yo remando. Además no quiero ser una valkiria.
+—Pero se separó de Richi.
+—Pero eso fue ahora. Mucho después. Yo había peleado con Inga. No me iba a separar de Richi, que me adora, para irme con una lesbiana de cuarenta y cinco años, ¿no?
+El restaurante estaba ya vacío. A prudente distancia, pero bien visibles, el maître holandés y el camarero esperaban de pie, con sonrisas forzadas, cambiando de pie de cuando en cuando. Escobar pidió la cuenta.
+—La cuenta, cómo no.
+Besó las manos frías de Ángela. Salieron, mientras a sus espaldas apagaban las luces. Ángela se estremeció en el viento de la calle, y Escobar la abrazó, y la llevó abrazada hasta el jeepcito blanco, sintiéndola ceder y tiritar bajo su abrazo. Dos gamines emergieron de la oscuridad:
+—¡Yo se lo cuidé, señorita, yo se lo cuidé!
+Escobar les dio plata. En el jeep, Lucas los recibió con grandes muestras de alborozo. Escobar besó a Ángela, que le devolvió el beso y luego lo apartó, sonriendo.
+—Me prometió que no iba a tratar de besarme.
+—Me dieron celos de Inga —respondió Escobar con la boca seca, intentando besarla nuevamente. Ella retiró la cara.
+—No sé por qué le estuve contando todo eso. Yo nunca hablo tanto.
+—Vamos a mi casa —propuso Escobar.
+—¿Donde esa loca? Ni muerta. Ah, claro: es por esa loca suya que me puse tan nerviosa. Lléveme a donde mi hermana.
+—Es tempranísimo —alegó Escobar—. Todavía debe estar eso lleno de antropólogos.
+—Vamos a bailar —decidió Ángela.
+—¿Y Lucas?
+—Él espera. Está acostumbrado, ¿no, Lucas? A veces en donde Inga le tocaba esperar horas.
+Escobar se dio cuenta de que estaba irremediablemente enamorado.
+LA DISCOTECA ERA UNA MASA sólida de estrépito y de humo, de luces de colores que giraban, de olor a muchedumbre, a tabaco, a sudor, a trago, a música, traspasado por vaharadas lentas y aromáticas de marihuana. Mientras buscaban sitio, Ángela reconoció a los músicos:
+—Son Los Auténticos —dijo—. Son buenísimos.
+—¿Qué? —Escobar no oía nada. Le lloraban los ojos en el vapor y el humo, le dolía la cabeza en el barullo.
+—¡LOS AUTÉNTICOS! ¡SON BUENÍSIMOS!
+—¿QUIÉNES?
+—¡LOS AUTÉNTICOSSS!
+—Ah.
+No podían ser Los Auténticos. O por lo menos, no podían ser los auténticos Auténticos.
+Consiguieron media mesa, dos whiskies.
+¡AY TÚ TIENES UN CAMINAO!
+¡QUE ME TIENE TRASTORNAO!
+¡Y CUANDO BAILAS LA MURGA!
+¡OYE, MAMITA, QUÉ BUENA ESTÁS!
+No eran los mismos Auténticos.
+—Bailemos.
+—¿Qué?
+—¡BAILEMOS!
+En la pista atestada no podía caber ya nadie, pero cupieron, y bailaron. Una masa de música, una muralla, líquida, impenetrable, ensordecedora, un río de culebras escurridizas que llegaba hasta las corvas, se retorcía en el vientre. Cuerpos, rostros, luces, hombros, espaldas, un banco de peces, una red de agonías. Una niña bajita se abrió paso en la masa balanceando los hombros, vestida de tigresa, barriendo el viento con el pelo, seguida por un tipo que también balanceaba los hombros como loco. Una gorda bailaba como un trompo, sola en medio de la pista, feliz.
+¡LOS MUCHACHOS SE ALBOROTAN!
+¡CUANDO LA VEN CAMINAR!
+Cantaban los músicos, felices también, sudorosos también. Pasaban brazos, cuellos, cabezas, piernas, un señor de bigote que no sabía bailar y se reía, otra vez la tigresa con los ojos cerrados. Una mulata alta con un peinado afro, con una boca enorme. Un borracho parado en el borde de la pista, con un vaso en la mano, mirando. Se dio cuenta de que había perdido a Ángela, tragada por el mar. La buscó entre la bruma, convertido de golpe en un escollo inmóvil contra el que se estrellaba el oleaje. Lo empujaban, lo pisaban. Se abrió paso de vuelta hasta su mesa, bebió su whisky, en el que el hielo se había fundido por completo.
+¡AY PERO QUÉ RICO!
+¡OYE MAMITA QUÉ BUENA ESTÁS!
+Había perdido a Ángela. Le dieron un beso en la mejilla.
+—¡Hola primo!
+Patricia. Le brillaban de dicha los ojitos estrábicos. Todo el mundo parecía contento esa noche.
+—No me esperó mucho, ¿no? ¿Quién es esa niña tan linda?
+—¿Qué?
+—¿QUIÉN ES ESA NIÑA?
+—No… —Escobar buscó una salida—. Es la hermana de…
+—¿QUIÉN?
+—¡LA HERMANA DE LA MUJER DE… —se le quebró la voz— de mi amigo el que estaba preso… ¿Se acuerda?
+—¡Cómo no me voy a acordar! Por su culpa hoy estuvo la casa todo el día llena de generales. No me los resisto.
+—¿QUÉ?
+—¡LOS GENERALES! ¡NO ME LOS RESISTO!
+Recordó que tenía que darle las gracias a su tío Foción.
+—¿Su papá está en su casa?
+—¿QUÉ?
+—¿SU PAPÁ?
+—¿Usted cree que papá sale todas las noches de discoteca como usted?
+—¿Y usted?
+—¿Qué?
+—¿Y USTED?
+—No vengo nunca —se defendió Patricia, indignada—. Nos trajo Vicky.
+—¿QUÉ?
+—¡VICKY! ¡LA HERMANA DE JEFFERSON! ¿QUIERE CONOCER A JEFFERSON?
+Señaló en la neblina a un mulato pálido, de gafitas redondas y barbita de Trotsky, que bailaba con la mulata de la boca grande. Bailaban como gatos, dándose golpes de cadera. La mulata golpeaba con su culo flexible las nalgas escurridas de Jefferson Calarcá Marroquín. Debía ser Vicky.
+—¿VICKY?
+—¿Qué?
+Se hundieron en la muchedumbre. Y en su lugar brotó Ángela, como si surgiera de las aguas. La música cesó, dejando un gran suspiro.
+—Bueno, me voy —Patricia le dio un beso—. Ahí viene su niña linda. Hola, qué hubo. Yo soy Patricia. Soy prima de este señor.
+—Qué hubo, cómo le va, Ángela.
+—Bueno, chao.
+—¿Esa es su prima del restaurante?
+—No, otra.
+¡EN EL BARRIO HAY!
+¡TRES DÍAS DE CARNAVAL!
+—Bailemos —dijo Ángela—. No se me pierda otra vez.
+—¿Yo?
+Pero recordó que tenía que llamar a Foción.
+¡EN EL BARRIO HAY!
+¡TRES DÍAS DE CARNAVAL!
+El cantante, un negro joven y fornido, tenía que mantener lejos el micrófono para no reventar los parlantes.
+—Espéreme: voy a llamar a mi tío.
+—¿QUÉ?
+—¡MI TÍO FOCIÓN! ¡FEDERICO! ¡ESPÉREME!
+Atravesó la discoteca como si atravesara un río. Encontró un teléfono a la entrada del baño. Vio bailar a Patricia desmadejada a en los brazos de Jefferson, y alzar el rostro para besarlo. Le dieron celos.
+—¿Tío Foción? Soy Ignacio.
+—Ah, mijo, ¿cómo estás? ¿Soltaron a tu amigo? El general Gómez me dijo que estaba fichado por veinte lados.
+—Sí, tío. Muchísimas gracias.
+—Tú también estás fichado, Ignacito. ¿Qué es lo que les pasa a ustedes los muchachos?
+—No. Nada. No sé.
+—¿Fichado él? ¿Por qué? El estrépito de la música ahogaba en el teléfono la voz enfisemática de Foción.
+—¡Bueno, gracias tío!
+—No me grites, mijo, te oigo divinamente. ¿En dónde andas? Hasta tu tía Clema está oyendo aquí la gritería. ¿Has visto a Patricia?
+—No, no, no —negó Escobar rápidamente.
+—Me dijo que anoche la habías llevado a discoteca. No sé, Ignacito. Tal vez es que Clema y yo estamos muy viejos.
+—No, tío…
+Patricia y la mulata pasaron a su lado, camino del baño.
+—Es su papá —dijo Escobar tomando la bocina. Patricia hizo gesticulaciones silenciosas, y huyó. Foción, en el teléfono, tosía, se ahogaba.
+—Mijo, en vez de andar en esas: ¿por qué no te vienes a trabajar al banco?
+—¡Por favor, tío! ¡Después hablamos!
+—No grites. Te oigo divinamente.
+Colgó por fin. Escobar se abrió paso de nuevo hasta su mesa. Estaba fichado por veinte lados.
+—Tengo perico —le dijo Ángela—. ¿Quiere meterse un pase?
+Sí, necesitaba un pase. Estaba fichado por veinte lados. Volvieron a atravesar la muchedumbre embravecida en dirección al baño. Había cola ante la puerta, y la gente salía restregándose las narices. Debía haber media tonelada de coca en esa discoteca.
+—Vicky tenía —explicó Ángela—. Siempre tiene.
+—¿Vicky?
+—Una amiga mía que es modelo.
+Encerrados en el baño, Escobar besó por fin a Ángela, largo y hondo, sintiendo que por fin cedía bajo la suya su boca larga y húmeda, como un sabor lejano y casi imperceptible a vino y a langosta. Pero desde afuera les golpeaban impacientes a la puerta. Metieron rápidamente un pase. Salieron abrazados. Bailaron.
+¡TU AMOR ES UN PERIÓ-Ó-ÓDICO DE AY-E-EER!
+QUE A NADIE ¡LE INTERESA YA LE-EER!
+Escobar intentaba recordar con precisión el beso. ¿Así era besar a Ángela? ¿Y así de fácil, en fin de cuentas? La veía bailar frente a él, con una sonrisa olvidada en la música que no era ya la sonrisa de Lilith. Miraba el remolino de sus largas piernas, curiosamente independientes. Miró sus propios pies, que también le parecieron seres extraños, animales con vida propia. Miró más pies. Los largos pies de Vicky, calzados de sandalias. Los pies de la gordita vestida de tigresa, con zapatos dorados. Empezaba a conocer ya a todo el mundo. Vicky bailaba con una sonrisa feliz en la ancha boca roja, sin que se le moviera un pelo del peinado afro en el fragor del baile. Más allá vio a Patricia: los senos le saltaban bajo el suéter como si no llevara sostén.
+—¿Me mira? —preguntó Ángela.
+—Sí, la miro —mintió Escobar. Miraba los senos de Patricia, las caderas de Vicky, unos hombros desnudos más allá, brillantes de sudor, una espalda desnuda que pasaba. Se concentró en sus propios pies, asombrado de ver que se movían. La música cesó de un golpe. Durante un momento vio todavía el movimiento de sus pies en la pista, con un ruido de arrastre. Ángela lo tomó de la mano y lo llevó a la mesa.
+Se sentaron ante sus vasos tibios, se besaron de nuevo sin hablar, hasta perder el aliento. La mano de Escobar encerró un seno de Ángela y empezó a acariciarlo, y luego se abrió paso por la abertura de la blusa para acariciarlo desnudo, sintiéndolo liso y tibio, ligeramente sudoroso, latiendo contra su palma.
+—La quiero, Ángela.
+—No me quiera. Yo no quiero a nadie.
+Siguieron besándose, ya casi horizontales sobre las sillas inestables. Los interrumpió Patricia, tosiendo varias veces.
+—¿Me presta un minuto a mi primo?
+Se lo llevó a la pista, donde evolucionaban unas cuantas parejas desmayadas y lentas al ritmo de un bolero.
+—¿Habló con papá?
+—Sí.
+—¿Qué le dijo de mí? Ay, Ignacio, ¿sabe que usted baila mucho mejor de lo que parece? Qué ridiculez los boleros, ¿no? ¿Qué le dijo papá?
+—Yo le dije que la acababa de ver a usted besando a Jefferson.
+—Ay, no sea bobo… ¿Además qué tiene de malo? Es mi amante.
+—Anoche me dijo que no era su amante.
+—Ay, no hablemos de lo de anoche. Ya le dije que le explicaba otro día.
+—Hoy es otro día.
+—Sí, pero hoy yo estoy con Jefferson y usted está con una niña lindísima. ¿Qué le dijo papá?
+—Nada.
+—Viejo reaccionario y pendejo…
+Se apretó contra él. Los boleros no son ninguna ridiculez, por el contrario. Escobar acomodó mejor contra su pecho los senos de Patricia, pequeños y jóvenes. La oyó soltar una risita ahogada.
+—Suélteme. Su novia se va a poner celosa.
+—No es mi novia.
+—Jefferson se va a poner celoso.
+—Jefferson no es su amante.
+El bolero moría. Se separaron. Respiraron hondo, al unísono. Rieron. Patricia le dio un beso.
+—Bueno, váyase con su vieja esa que le parece más bonita que yo.
+—No me parece más bonita —mintió Escobar.
+—¡Ja!
+La vio alejarse, salir del brazo del mulato trotskista.
+—¿Lo abandonó su prima?
+—No sea celosa, Ángela. Usted es la mujer más linda del mundo.
+—No soy celosa. A mí qué me importa.
+Se besaron un poco, pero había pasado la embriaguez. Salieron a la calle.
+—Vamos a mi casa —propuso Escobar.
+—A donde esa loca yo no voy ni muerta.
+—Ángela, no me puede dejar ahí tirado en la mitad de la noche.
+Se dejó besar un instante. Desde el asiento de atrás, Lucas soltó un gruñido y adelantó la cabezota. Ángela le dio también a él un beso en el hocico.
+—Lléveme a conocer la noche de Bogotá.
+Escobar se sintió agobiado.
+—La noche de Bogotá es esto, niña: carros, pitos, semáforos, niños pidiendo plata, de cuando en cuando un muerto. Si quiere se la muestro desde la ventana de mi cuarto: se ve toda.
+—No sea bobo. Es en serio, quiero conocer la noche de Bogotá. Quiero saber qué pasa aquí cuando las niñas buenas como yo están en su casa, acostadas.
+—No pasa nada.
+—Tiene que pasar algo. Lléveme a conocer un burdel.
+—Ángela, por favor… ¿Quiere que la contraten?
+—A lo mejor… —Ángela sonrió con una sonrisa enigmática—. Eso es lo que cree Richi que ando haciendo. Bueno, lléveme a otra parte.
+Si no hay nada más. Esto. Restaurantes, discotecas. Ya la llevé a un restaurante y a una discoteca. ¿Quiere que vayamos a otro restaurante y a otra discoteca?
+—No, a algo que no sea ni restaurante ni discoteca. A algo real. A la verdadera Bogotá.
+—Esto es lo real.
+—No puede ser esto. Tiene que haber algo más. Aunque sea un infierno.
+—Bueno, hay el infierno, claro. Pero es peligrosísimo.
+—Lucas nos defiende.
+—Pero, niña…
+—Ay, bueno, Escobar. Usted sí es un cobarde, ¿no? Déjeme en mi casa.
+Escobar se resignó.
+—Eche hacia el sur. Ahí iremos viendo.
+¿Qué irían viendo? Ángela esperaba un paseo dantesco por el infierno bogotano, y Escobar se daba cuenta de que él tampoco lo conocía. Y había querido hacer un poema épico sobre esa ciudad que ni siquiera conocía. Iba mirando por la ventana, tratando de recordar algún sitio sórdido y espantoso. Discotecas, restaurantes. Un hospital, tal vez; pero no le daban demasiadas ganas. ¿La universidad? ¿Eso era lo más sórdido y espantoso que conocía en esa ciudad sórdida y espantosa sobre la cual había querido escribir un poema sórdido y espantoso? Veía pasar letreros luminosos inocentes: droguerías, floristerías, relojerías, bares. Todo cerrado. El Séptimo Círculo, en tubos de neón rosados y naranjas que imitaban el crepitar del fuego, le pareció la salvación. Parquearon.
+Era un bar, y no prometía mucho. Tipos solos sentados a la barra con cara de aburridos, putas envejecidas. De parlantes ocultos brotaba en un chorrito pegachento y viscoso la voz de Julio Iglesias. Ángela despertó miradas de lascivia en hombres gordos que bebían y fumaban ante mesitas con lámpara, acompañados por muchachas con cara de aburridas en la penumbra malva.
+—Oiga, Escobar: Julio Iglesias.
+—Es que estamos en el séptimo círculo del infierno.
+Se sentaron en la penumbra del fondo. Pidieron whisky. Iban a acabar borrachos, acodados en la barra con cara de aburridos. Se cortó Julio Iglesias en la mitad de un glogloteo de voz, y de los parlantes surgió una voz entusiasta:
+—¡Y ahora, señores! ¡An nau yéntlemen! ¡El Séptimo Círculo se complace en presentarles! ¡Di Séven Circl is japi tu prisént! ¡El único! ¡Di onli! ¡El mejor! ¡Di best! ¡El auténtico! ¡Di autentic! ¡STRIP TISSSS!!!… ¡Con las mejores muchachas! ¡Di moust biútiful guerls! ¡De la noche de Bogotá! ¡Of di nait of Bogotá! ¡La Atenas! ¡Di Atenas! ¡Suramericana! ¡Of Sauz América!
+Se oyó un redoble de tambores y luego las primeras notas de «La Marsellesa». Se abrieron, bamboleantes, las cortinas plateadas de un minúsculo escenario en el fondo de la pista de baile. En las mesas hubo algunos aplausos. Se encendieron luces de colores y salió al escenario una joven vestida con velos de muselina y ajorcas de metal, parpadeante bajo los reflectores.
+—¡Cleopatra, reina de Babilonia! ¡Cleopatra, cuín of Babilonia! —anunció el parlante, y dio paso a una música oriental. Cleopatra hizo serpentear los brazos, esbozó los pasos de una danza. Una esclava negra encadenada empezó a despojarla de sus velos al ritmo de la música. Cuando quedó desnuda, con un corazoncito de lamé dorado sobre el centro del sexo, cesó la música. Las dos mujeres saludaron entre vaharadas dulzonas de sudor y maquillaje, y recibieron un aplauso disperso.
+Luego salió Rosita, la Colegiala —lítel Ros, di sculguerl— una falsa rubia de trenzas con una maleta llena de libros, falda de cuadritos y medias tobilleras. Se desvistió contoneándose, conservando sólo un corazoncito color rosa sobre el sexo.
+—¡Pobres niñas…! —comentó Ángela.
+—Es la noche de Bogotá —explicó Escobar, tratando de besarla.
+Salió entonces Pascale, la Francesita —Pascale, di lítel french— que tenía unos senos enormes. Y luego nuevamente la esclava del primer número, sólo que ahora era Irina, la mujer pantera, y la sacaban en una jaula, gruñendo y dando vueltas en cuatro patas mientras sonaba la música de circo. El número siguiente se llamaba la Consulta, di chek-ap: Cleopatra, vestida de médico, auscultaba los senos de la francesita con un estetoscopio y acababa fingiendo que la violaba sobre una rudimentaria mesa de quirófano. Y en el otro —Las Amigas, De Gud frends— la negra y la falsa rubia se acariciaban y se besaban sobre la misma mesa, cubierta ahora de almohadas y cojines de raso. Luego se cerraron definitivamente las cortinas del escenario y volvió a cantar Julio Iglesias.
+Escobar las vio salir una por una, ya vestidas, de detrás de la barra. La negra se despidió del barman con un beso, y los dos rieron por algún motivo, y ella salió a la calle del brazo de Cleopatra, que llevaba un bebé dormido. La falsa rubia se quedó en la barra intentando despertar a un borracho. Pascale, la francesita, se sentó en una mesa con tres de los hombres gordos. Le hacían chistes procaces y le palpaban los senos gigantescos, ahora contenidos a medias por una especie de corsé.
+—¡Pobres niñas…! —repitió Ángela. Escobar estaba pensando en cómo podría incluir algo por el estilo en su poema épico de La Bogoteida. Julio Iglesias fue nuevamente interrumpido en la mitad de una canción, y de nuevo se oyó el redoble de tambor y el comienzo de «La Marsellesa».
+—¡Y ahora, señores! ¡An nau yéntlemen! ¡La superestrella internacional de la canción erótica! ¡De super-star of di erotic song! ¡La famosa Voz Erótica de América! ¡De feimous vois of América! ¡La bellísima! ¡De biutiful! ¡La sensacional! ¡De incrédibel! ¡La incomparable!… ¡¡SAMANTHA!!!!
+Sonó una marea estruendosa de cuerdas y de cobres, y se abrieron las cortinas plateadas del escenario. Ángela le dio un codazo a Escobar:
+—¿Oye? La obertura de «Tannhauser».
+Salió una muchacha vestida con un abrigo largo de cuero negro y botas de montar, y una cachucha de visera de oficial nazi. Hizo unos pasos de baile. Escobar apretó el codo de Ángela y la besó en el cuello.
+—No se burle. Bailar música seria es increíble. Es que esta niña no sabe, pero con Wagner se baila increíble, no crea.
+La incomparable Samantha renunció pronto, y se quitó el abrigo de cuero y la cachucha de oficial SS mientras el barman instalaba un micrófono en el escenario. Debajo del abrigo estaba desnuda, salvo por un complicado arnés de correas negras que le ceñían el torso y las caderas, con aros de cuero en torno a los senos erguidos y una correa de cuero que se perdía en la línea de sus nalgas. Se paró ante el micrófono, abierto el compás de las piernas y una mano apoyada en la cadera. En la otra tenía una fusta de montar, con la cual se azotaba levemente las botas.
+—Bueno, esta por lo menos tiene bonito cuerpo —dijo Ángela.
+Pero Escobar miraba la cara de Samantha, ya sin la gorra de oficial, reconociéndola. Los ojos negros, la mirada perdida, la piel morena y mate, la boca fina y corta. Una vez hacía tiempo, le había escrito un soneto:
+Cecilia, mi amor te esquiva.
+Ya lo ves: se finge inerte.
+De tanto querer quererte
+no te quiere fugitiva…
+Reconocía sus senitos erguidos y puntudos, con el pezón oscuro, el denso vello de su vientre. Hacía meses. Desde aquella noche, no había vuelto a ver a Fina. ¿Qué había pasado con Fina? Le vino una avalancha de recuerdos. Fina llorando, Edén Morán Marín en el orinal de un bar, su fiasco con Cecilia, que ahora se llamaba Samantha. Seguía linda. Cantaba con voz ronca, muy cerca del micrófono para hacerla sensual, marcando el compás con ligeros fustazos en las botas, contoneándose con lascivia un poco perezosa en sus arreos de cuero, al son de una música lancinante que ya no era Wagner, que sonaba más bien a violín zíngaro:
+Mi amante
+es el diablo.
+Y suspiraba, y hacía ruidos sensuales en el micrófono.
+—Mai Lover
+is de devil.
+Y nuevamente suspiraba, y se acariciaba el cuerpo con las manos abiertas.
+—Mon amán
+sé le diáb.
+La voz políglota de América. Con un dedo distraído, Escobar acariciaba el cuello de Ángela, absorto. Ángela le puso la mano delante de los ojos. Volvió en sí.
+—Perdón —se disculpó—. Es que a esta niña la conozco.
+—Usted no puede tener tantas primas, Escobar.
+—Esta no es prima. Cuando la conocí, era puta. Bueno, puta… era estudiante. Fue una noche complicadísima. Han pasado meses.
+Ángela miraba a Cecilia con los ojos entrecerrados, impenetrables, amarillos: ojos de gato montés.
+—¿Qué ha hecho usted en estos meses? ¿Desde la noche aquella en que nos conocimos donde su hermana?
+—No sé. Uuuf. Hace tiempos, ¿no? Peleé con Inga, me separé de Richi… Desde que me separé no hago más que tener novios. No sé qué me pasa.
+Escobar sintió celos. Recordó a Cecilia, hacía tiempos, le había dicho que había conocido mil hombres.
+—¿Cuántos novios? ¿Mil?
+—No sea bobo. Mil hombres, imagínese… No hay.
+Sonrió con su larga sonrisa, perversa en las comisuras. Le dio un beso en la boca, se abrazó a él dándole cortos besos en el cuello. Escobar la besó también, y se perdieron hasta que cesó la canción ronca de Cecilia, y se oyeron aplausos.
+—¡Divina! —gritaba Pascale, la francesita, en la mesa de los tres gordos—. ¡Divina, Samantha! ¡Charmante! —y aplaudía como loca. Dos de los gordos también aplaudían. El tercero tenía el rostro enterrado entre los enormes senos blancos de Pascale, que parecía no darse cuenta. Escobar y Ángela aplaudieron. Cecilia saludó inclinándose, sin sonreír, se volvió de cara al fondo y se inclinó de nuevo, mostrándole al público las ancas abiertas. Hubo más aplausos, y algún rugido por parte de los señores gordos. Cecilia volvió a saludar y se retiró. Y ya se quedaron con Julio Iglesias para siempre.
+Cecilia salió luego por detrás de la barra, con un abriguito gris y zapatos altos de tacón de aguja. Escobar se levantó, la tomó por el codo cuando llegaba a la puerta.
+—¡Cecilia!
+Cecilia —o Samantha— se volvió sin reconocerlo. Entre mil hombres, imposible.
+—¿Nos conocemos? —interrogó. Y siguió, sin pausa—. Ole quihubo, usted sí ni más, ¿no? Bueno, me voy, se me hace tarde, chaíto.
+—Ven y te tomas un trago con nosotros.
+—¿Usted está con esos? Ni muerta. Nos vemos otro día, ¿oquei?
+Pero acabó cediendo, encogiéndose de hombros, indiferente, disponible. Las presentó a las dos.
+—Ángela, Ángela… Me suena, ole. ¿Yo a usted de qué la conozco? ¿Usted no trabaja en donde doña Blanca?
+Ángela se atragantó. Escobar intervino.
+—Usted no me había dicho que trabajaba en donde doña Blanca, Ángela.
+—¡Ay, Escobar, no sea bobo!
+De la mesa de los tres gordos les llegó la voz aguda de la francesita:
+—¡Samantha! ¡Divina, Samantha! ¿Que si te quieres venir a sentar con nosotros?
+—Hola, Pascale, quihubo. No, yo aquí con este y una amiga. Nos vemos. —Se inclinó hacia Escobar, le murmuró al oído—: con esos tres, ni muerta. El grandote es el coronel Buendía.
+Escobar no supo qué decir.
+—¡Ah…! ¿Y los otros?
+—El otro es un senador que lo llaman el Puma. De lo peor. El otro sí no sé, no lo conozco. Pero si anda con esos debe ser también de algo de coca.
+Pidieron más whiskies. Cecilia le hizo un guiño al camarero, diciéndole que les trajera del bueno, del de contrabando. Julio Iglesias se interrumpió de nuevo, y los parlantes anunciaron a la más grande, la más famosa, la más popular orquesta del Caribe: los únicos, los verdaderos, los famosos, esta noche en el Séptimo Círculo como todas las noches para su distinguida clientela… ¡¡LOS AUTÉNTICOSSSS!!
+Eran otros Auténticos. De bigote y corbatín, vestidos de cubanos, con trompetas. El cantante empezó a cantar canciones con la voz de Julio Iglesias.
+—¡Ay, Julio, divino…! —se extasió Cecilia—. Sáqueme a bailar, ¿oquei?
+Salió a bailar con Cecilia, que olía a sudor bajo su abrigo gris. Pero era un olor fresco, de sudor recién hecho. Vio que el coronel Buendía se ponía en pie, se acomodaba la pretina y se dirigía a Ángela. Ángela hizo que no con la cabeza. El coronel Buendía se colocó un pañuelo blanco sobre la ancha palma, e insistió. Cecilia bailaba floja en brazos de Escobar, con los ojos cerrados, tarareando la canción con su voz erótica de Samantha. Escobar vio que Ángela se levantaba al fin y salía a bailar con el coronel. El de anteojos negros seguía quieto en su silla. El senador manoseaba los senos de Pascale, que se esforzaba en vano por sacarlo a bailar. Involuntariamente, Escobar tropezó con la ancha espalda del coronel Buendía, que le hizo una ligera inclinación de cabeza.
+Bailaron toda la tanda. Cecilia dijo entonces que más bien se sentaran, ¿oquei? Ángela debió decirle lo mismo al coronel, que la devolvió ceremoniosamente a su mesa y estrechó la mano de Escobar.
+—Coronel Buendía, un amigo más.
+Pascale, la francesita, bailaba ahora feliz en la pista desierta, agitando frenéticamente sus senos colosales. El senador se balanceaba frente a ella como un enorme simio, brillante de sudor. Cecilia se levantó y dijo que ya volvía, ¿oquei?, y se fue a hablar con el barman.
+—¿Cómo le ha parecido la noche de Bogotá? —preguntó Escobar. La vi bailando muy apambichada, de lo más chévere.
+—¡Ay, Escobar, no sea bobo! El tipo trataba de amacizarme, y yo a no dejarme, trancándolo así con el codo. Pero el tipo es fuertísimo, y me apretaba toda contra la barrigota. ¿Y sabe qué? ¡Tiene una pistola enorme entre los pantalones! Yo estaba aterrada.
+—A lo mejor no era una pistola.
+—¡Ay, no sea bobo! Es del servicio de Inteligencia de Ejército, me dijo. ¿Sabe que yo en la vida había conocido un militar? Déme un beso, que el tipo nos está mirando.
+Escobar la besó.
+—¿De quién son ojitos lindos?, me decía. ¡Me quería besar! ¿Se imagina? Increíble. Bueno, usted también estaba bailando bien amacizado con su amigota Cecilia.
+—Es distinto. Yo a ella la conozco de antes. Usted estaba bailando con un desconocido, un coronel del servicio de Inteligencia del Ejército.
+—Me invitó a su finca, ¿sabe? Tiene una finca inmensa en Montería, me dijo. Que cuando quiera vamos en su avioneta. Cecilia regresó.
+—Tengo perico —dijo—. Le compré a Diamantino, el del bar. Pero eso sí, me lo pagan, ¿oquei? Usted tiene cara de no pagar, flaco.
+Las dos mujeres desaparecieron en el baño, y Escobar quedó esperando su turno. Sentía clavados en la nuca los ojos inmóviles del coronel Buendía. Pidió la cuenta.
+—Nos vamos —anunció cuando volvieron Cecilia y Ángela.
+—¿Ole, y su pase, flaco? Pero eso sí me lo paga, pendeja sí no soy. ¡Ay, oles! ¿Puedo salir con ustedes? Yo lo que es con estos no me quedo ni muerta.
+Salieron los tres juntos. El coronel Buendía murmuró algo en el oído de su inmóvil compañero de anteojos oscuros, que se levantó de inmediato y los detuvo cuando llegaban a la puerta, poniendo una mano pesada en el hombro de Escobar.
+—Que manda decir mi coronel que no se muevan sus personas.
+Escobar sintió un escalofrío en el bajo vientre. Ángela se apretó contra él de un lado, y Cecilia del otro. El gordo de anteojos oscuros se paró bloqueando la salida, llevándose la mano a la pretina de los pantalones. Al cabo de un momento llegó el coronel.
+—Mis respetos, señorita Bettina —dijo, dirigiéndose a Ángela—. Y a usted también, caballero. ¿Me harían el honor de tomarse un trago conmigo?
+Volvieron a entrar. El coronel les presentó a su amigo, el senador Pumarejo; Pascale, la francesita, dio emocionados besos a Cecilia y a Ángela y le tendió la mano a Escobar, diciéndolé risueña:
+—Enchantée, monsieur.
+Escobar le besó la mano. Tenía las suyas empapadas de sudor. El coronel Buendía pidió whisky, insistió en cambiar dos veces la botella. Brindaron.
+—Me repite su nombre, si es tan gentil.
+—Ignacio Escobar —dijo Escobar con la boca reseca, volviendo a beber. El coronel cerró un instante los ojos, concentrándose.
+—Ah.
+Sacó su pañuelo, lo colocó sobre su ancha palma, e invitó a bailar a Ángela:
+—¿Me concede esta pieza? Si el doctor Escobar no se molesta, por supuesto.
+Ángela, pálida, salió a bailar. El coronel le murmuraba cosas en el oído. Cecilia le dijo a Escobar en voz baja:
+—Se ganó la lotería su amiga, flaco… Si le va bien. Ese coronel Buendía es teso.
+Escobar los miró bailar con un nudo en el vientre. Ángela le decía que no al coronel, sonriendo. El senador Pumarejo soltó a la francesita y abrazó los hombros de Cecilia, que se estremeció en su abriguito gris ratón y se soltó, apretujándose contra Escobar.
+—¡A este es que lo odio, flaco! —le cuchicheó—. Es peor que el coronel porque es más… más sucio. No deje que me toque, flaco.
+Escobar la abrazó. Los bailarines regresaron. Ángela tenía los labios fijos en una sonrisa forzada. El coronel le acercó la silla, la ayudó a sentarse.
+—Gracias. Aureliano —musitó Ángela.
+—Soy su rendido admirador, Betty —dijo el coronel—. Y sirvió una nueva ronda de whiskies.
+—Tómese un trago, Ceballos —le dijo a su guardaespaldas.
+—Gracias, mi coronel. De servicio no pruebo.
+El coronel soltó una carcajada, y puso la manaza sobre el muslo de Ángela.
+—¿Se fija, Betty? Ceballos me cuida como una madre. ¡Échese una canita al aire. Ceballos! ¡La vida hay que vivirla!
+—La subversión no descansa, mi coronel.
+El pavor iba creciendo en el vientre de Escobar. Ángela estaba rígida, con la mano del coronel, que ella no miraba, apoyada en su muslo y subiendo lentamente bajo la seda del vestido. Cecilia, del otro lado, terminó su whisky y empezó a beber de la copa de Pascale, llena de un licor verdoso.
+—¡Samantha! ¡Divina! —exclamó Pascale—. ¿Esto te gusta, el benedictine? Ça vient de France! Mais ça va te donner mal au coeur, tu sais. Mal al corazón.
+El senador Pumarejo se puso en pie, llevó la mano al pecho y recitó:
+¡Salvo mi corazón, todo está bien!
+El coronel Buendía lo sentó de un empellón amistoso.
+—Usted qué va a saber de poesía, hermano. Oiga. Oiga esto:
+Y yo me la llevé al río
+creyendo que era mozuela
+pero tenía marido…
+Le guiñó un ojo al senador, procaz.
+—¿Usted conoce estos, Betty? Se llama «Romance de la casada infiel».
+Yo me la llevé al río
+creyendo que era mozuela
+pero tenía marido.
+Fue la noche de Santiago
+y casi por compromiso…
+Llevaba ya la mano a la altura de la ingle de Ángela, pero al ver que el coronel estaba recitando, los músicos callaron, y el coronel se sintió obligado a ponerse de pie. Recitó el «Romance de la casada infiel» hasta el final, exaltándose, terminando con un altivo movimiento de cabeza que le soltó sobre la frente un largo rizo negro, hasta entonces fijado al cráneo con gomina. Hubo aplausos. Pascale, riendo y aplaudiendo como loca, gritó:
+—¡Olé!
+Cecilia, consumido el benedictine, empezó a beber el whisky de Escobar. El coronel Buendía se sentó, respirando fuerte. El senador Pumarejo se puso en pie:
+Hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
+que en vano nos ofrece su carne la mujer:
+tras de ceñir un talle y acariciar un seno
+ la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer…
+En cuanto el senador acabó, el coronel Buendía se incorporó de nuevo:
+Vera Marloff, mujer rubia y morena
+luna llena y crepúsculo de sol:
+Vera Marloff, en tu nostalgia caben
+ los siete nombres tristes del amor…
+Llegado su turno, el senador replicó:
+Quiero escribir los versos más tristes esta noche.
+Escribir por ejemplo: la noche está estrellada
+y tiritan azules los astros a lo lejos…
+Escobar veía que la tensión vigilante del guardaespaldas del coronel había cedido, y que movía los labios en silencio:
+¡Ya no la quiero, es cierto! ¡Pero tal vez la quiero!
+¡Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido!…
+El senador Pumarejo se sentó, sonriendo, y manoseó los grandes senos de Pascale, que pedía algo en francés:
+—Du Prévert! Vous ne connaissez rien, vous, de Jacques Prévert?
+El coronel volvió a ponerse en pie:
+Esta rosa fue testigo
+de ese que, si amor no fue,
+ningún otro amor sería…
+Esta rosa fue testigo
+de cuando te diste mía…
+Cuando terminó se dejó caer pesadamente en el asiento. Cecilia se había bebido su whisky.
+—¡Más trago, carajo! —gritó, mientras el senador Pumarejo, en pie, declamaba:
+Pasó con su madre. ¡Qué rara belleza!
+Me clavó muy hondo su mirada azul…
+Trajeron otra botella de whisky. El coronel Buendía recitaba ahora con los ojos cerrados, firmemente plantado sobre sus gruesas piernas abiertas:
+Ojos claros, serenos,
+que de dulce mirar sois alabados…
+El senador Pumarejo replicó con:
+Ojos hay soñadores y profundos
+que nos abren lejanas perspectivas
+Ojos cuyas miradas pensativas…
+Y el coronel:
+Porque son, niña, tus ojos
+verdes como el mar, te quejas…
+Yel senador:
+¿Qué es poesía? dices, mientras clavas
+en mi pupila tu pupila azul…
+Y el coronel:
+Margarita: está linda la mar, y el viento
+lleva esencia sutil de azahar…
+Y el senador:
+Palemón el Estilita, sucesor del viejo Antonio,
+que burló con tanto ingenio las astucias del
+demonio…
+Y el coronel:
+Contra mí ceñida toda, muda y pálida,
+por la estepa caminabas…
+Estaban los dos rivales agitados y febriles, y remataban sus recitaciones respectivas con un largo trago de whisky y un golpe seco con el vaso en la mesa. Cecilia se durmió en el hombro de Escobar. Los músicos enfundaron sus trompetas y se fueron. Pascale bailaba sola en la pista, al son de una música imaginaria. Cuando el coronel se embarcó en el interminable «Brindis del bohemio» (brindo por la mujer, mas no por esa…), Escobar comprendió que tenía por delante por lo menos diez minutos. Le murmuró a Ángela.
+—Salga como si fuera a ir al baño. Yo salgo detrás. Nos encontramos en el carro.
+Ángela se levantó con sigilo. El guardaespaldas ni siquiera se movió de su silla. Al cabo de un minuto Escobar se incorporó con precaución, pero no pudo evitar despertar a Cecilia que se le agarró del brazo.
+—¡No me deje sola, flaco! ¡Yo con estos no me quedo!
+—¡Shhhtt! —hizo el guardaespaldas. Escobar se quedó un instante con la respiración contenida, y medio erguido, sentado en el aire, y luego puso en pie a Cecilia tirándola del brazo. La arrastró hacia la puerta, murmurando entre dientes una disculpa.
+—Creo que Samantha se está sintiendo mal…
+—¡SSHHHHTTT! —silbó el guardaespaldas. El coronel atacaba ya la parte crucial del largo poema:
+Pero faltaba un brindis; el de Arturo,
+el del bohemio puro,
+de noble corazón y gran cabeza…
+Caminó sin respirar hasta la puerta, arrastrando a Cecilia, sin volverse. Ángela esperaba con el carro prendido, pero se demoraron todavía obligando a Lucas a cederle una parte de su asiento a Cecilia. Lucas gruñía, Cecilia decía que ella no se montaba junto a ese animal. Por último, Escobar subió atrás, y Ángela arrancó a toda velocidad, regañándolo por haberse empeñado en traer a Cecilia.
+—No la podía dejar sola. Ella estaba más aterrada que nosotros.
+—Es que ustedes no los conocen, flaca —dijo Cecilia.
+—Me dio su tarjeta —dijo Ángela.
+Escobar leyó en la tarjeta, que tenía el escudo de Colombia en relieve dorado:
+Coronel Aureliano Buendía
+Servicio de Inteligencia del Ejército Nacional
+Jefe de Investigaciones Especiales
+Cecilia rio con risa de borracha:
+—Juá juá juá, me muero de la erre. Especiales las cosas que le hace hacer a una, el muy corrompido. ¡Que dizque inteligencia! Pura coca, eso el coronel y el senador ese son de los puros capos, es que ustedes no los conocen.
+—A propósito de coca, yo necesito un pase —dijo Escobar.
+—Pare un momento, Angelita.
+Pararon. Metieron un pase cada uno. Ángela propuso que armaran un cacho de marihuana para tranquilizarse.
+—¡De la que nos salvamos! ¿Vio?
+—La poesía amansa a las fieras.
+—No se burle. ¿Vio cómo me metía la mano por la pierna? Le tuve que prometer que iba con él a su finca en Montería, en su avioneta. Y usted me hubiera dejado violar, tan tranquilo, ¿no?
+—Claro que no. Primero me hubiera hecho pegar un tiro, o dos. ¿Por qué le hizo creer que se llamaba Betty?
+—Bettina. No sé, me acordé: así se llamaba una modelo que era muy famosa cuando yo era chiquita, y como yo quería ser modelo, en la casa me llamaban Bettina. ¡Pero claro, imagínese! No le iba a decir que me llamaba Ángela Rueda Gómez, ¿no?, y darle mi número de teléfono y todo.
+—Yo sí le dije que me llamaba Ignacio Escobar.
+—A usted no lo quería violar.
+—¿Usted qué sabe? Pregúntele a Cecilia.
+Cecilia estaba lívida, con la mirada perdida. Cuando Escobar le tocó el hombro se desgonzó dulcemente encima de Ángela. Su cabeza cayó sobre el timón, haciendo sonar el pito en medio de la noche. Lucas, nerviosísimo, empezó a ladrar con fuerza.
+—¡Haga algo! —gritó Ángela—. ¡Ahora se nos murió esta vieja!
+Escobar bajó del jeep por detrás, recogió el cuerpo exánime de Cecilia, la enderezó en el asiento. El pito dejó de sonar. Ángela tranquilizó al perro con caricias y ruidos cariñosos.
+—Y ahora, ¿qué hacemos?
+—No sé. La podemos dejar aquí sentada en la acera, apoyada en un poste. Ya pronto va a amanecer. Cuando se despierte, coge un bus y se va a su casa.
+—¡No sea insensible, Escobar! Ahí la roban, la violan, la matan. Son apenas las cuatro de la mañana.
+—¿Tan temprano? Increíble. ¿Y qué quiere que hagamos?
+—Llevarla a un hospital.
+—No sea boba, lo que tiene es la pálida. La podemos llevar a mi casa.
+—¡Ah, no, yo donde esa loca suya no voy ni muerta!
+—Ay, Ángela, no sea boba. La loca de mi casa está dormida. Son las cuatro de la mañana, al fin y al cabo.
+No estaba muy seguro de que la señora Niño durmiera alguna vez. Entre los dos pasaron el cuerpo de Cecilia al asiento de atrás, donde Lucas la olisqueó con desconfianza y empezó luego a lamerle la frente sudorosa. Escobar se sentó al volante.
+—¿Usted sabe manejar?
+—Mejor que usted. Cuando no hay que parquear, ni echar reverso, ni se atraviesa algún irresponsable, soy Fittipaldi. Y a estas horas no hay buses.
+Echaron hacia el norte, por la Carrera Séptima desierta. Escobar manejaba con el ceño fruncido. Atrás, bajo la lengua incansable del perro, Cecilia murmuraba frases obscenas e incoherentes. Ángela, que viajaba con la cabeza apoyada en el hombro de Escobar, se enderezó de pronto como un resorte:
+—¡Pare, pare pare!
+Escobar frenó en seco, el jeep culebreó aullando en medio de la calle, paró contra el bordillo del andén.
+—Mire lo que me hizo hacer. ¿Qué pasa ahora?
+—Un sitio —explicó Ángela, quitándose de encima el corpachón de Lucas—. Ahí atrás hay un sitio con un nombre maravilloso. Eche reverso.
+—Ya le dije que yo no sé echar reverso. Pero bueno.
+Retrocedió, trazando amplias eses. Afortunadamente a esa hora la calle estaba vacía. Se detuvieron ante una inmensa mansión oscura que se alzaba en el fondo de un jardín, en medio de altos árboles, tras una verja de lanzas. Un letrero verde menta anunciaba discreto: Los jardines de Alá. La puerta acristalada de la casa y una o dos de las ventanas estaban iluminadas.
+—Entremos —propuso Ángela.
+—¡No, por Dios! Son las cuatro de la mañana, Ángela.
+—Entremos. Tiene un nombre divino: Los jardines de Alá. Tiene que ser un sitio increíble.
+—¿Y qué hacemos con Cecilia?
+Ángela echó una mirada al asiento de atrás.
+—Está muerta. La podemos dejar ahí. Lucas la cuida.
+—En primer lugar, antes de cinco minutos se van a robar a Lucas. En Bogotá hay medio millón de desempleados que viven de los recursos naturales, usted sabe.
+—No sea bobo, Lucas es enorme. Además: mire, uno parquea ahí adentro, con todos esos carros.
+Escobar maniobró para entrar. Un portero armado de escopeta les cerró el paso.
+—¿Los señores son socios?
+Miraba con desconfianza el interior del jeep, el perrazo sentado en el asiento de atrás, el cuerpo desvanecido de Cecilia.
+—No… —empezó Escobar. Pero Ángela lo interrumpió:
+—Somos amigos del coronel Buendía.
+—Cómo no, señorita, sigan.
+Y les abrió de par en par la verja, y luego vino trotando a abrirles la puerta del jeep.
+—¿Les ayudo con la otra señorita?
+Cecilia dormía como un niño, con la boca entreabierta. Lucas había cesado de lamerla. Escobar le dio una propina al portero, diciéndole que cuidara a la señorita y al perro, y subieron las amplias escaleras que llevaban a la casa. Bajo un letrero rosado que decía Recepción, con anteojos de sol bajo la cruda luz de tubos de neón, dormitaba un hombrecito vestido de carmelito brillante. Escobar lo sacudió por el hombro, y por todo el cuerpo le corrieron vetas verdeazules y purpúreas, reflejos tornasolados a la luz fluorescente del techo. Alzó el rostro ocre y pardo, lampiño, con el pelo negro y opaco en un rígido bucle majestuoso, acartonado de gomina, y una sonrisa servil, luego arrogante, luego indecisa en los dientes verdinegros.
+—¿Qué se les ofrece a los señores? ¿El señor es socio?
+—No —dijo Escobar—. Somos amigos del coronel Buendía.
+—Ah, sí, cómo no. Pero no les puedo dar la Arcadia Feliz, está ocupada esta noche. ¿El señor viene con mi coronel?
+—No, no. Él nos recomendó este sitio. ¿No tienen un cuarto con baño?
+El hombrecito los observó con suspicacia. Escobar sacó la tarjeta del coronel, se la tendió. Le echó apenas una mirada.
+—Sí, cómo no. Es que como mi coronel siempre pide la Arcadia… El Nirvana también está ocupado esta noche. Les Puedo dar el Paraíso, pero… ¿Mi coronel no viene con ustedes?
+—Pídale algo para Cecilia —sugirió Ángela—, azúcar.
+—Ah, sí. ¿Tiene un poco de azúcar? Es que afuera tenemos una amiga enferma, con un perro.
+El hombre de carmelito jugueteaba con la tarjeta del coronel, indeciso. Ángela se la quitó de las manos.
+—Azúcar no tenemos, no, señor. ¿Bórax no se les ofrece? ¿Coquita? ¿Cremas?
+—No, entonces nada —dijo Ángela—. Llévenos al Paraíso.
+—¿La señorita es amiga de mi coronel Buendía?
+—La señora es mi esposa —aclaró Escobar con dignidad. El hombre de carmelito los contempló irresoluto a través de sus anteojos de sol.
+—Es que el Paraíso también está ocupado —dijo por fin.
+—Y el Edén de las Huríes, y el Olimpo, y los Campos Elíseos… Me temo que estamos llenísimos esta noche. Si los señores hubieran venido con mi coronel…
+—Bueno, dénos el Empíreo —sugirió Escobar.
+—¿El Empíreo? No hay ningún Empíreo, no, señor.
+—Como se llame, da lo mismo. Un cuarto con baño.
+—No sé… —El hombre de carmelito todavía vacilaba.
+—Ya sé que son recomendados de mi coronel, pero… Les puedo dar uno de los cuartos de atrás.
+—¿Sería para cuánto tiempo?
+—Para esta noche —dijo Ángela.
+—Sí, cómo no.
+Emergió de la Recepción con una llave en la mano, de mala gana, renqueando.
+—Es que no es fácil encontrar el cuarto —explicó. Si no, les decía que subieran solos.
+Subieron las anchas escaleras alfombradas. Había jarrones de mármol en los apoyos de la balaustrada, y en los descansos de la escalera reproducciones de esculturas clásicas y copias de frescos eróticos pompeyanos. Atravesaron varios saloncitos con divanes, y una galería de espejos de dimensiones reducidas, pero visiblemente inspirada en la de Versalles. De las cornisas del techo colgaban angelotes de yeso. Subieron otro tramo de escaleras más angostas, avanzaron hasta el fondo de un pasillo festoneado de estuco y penetraron en una habitación larga y estrecha, pintada de azul pastel, con un alto catre dorado al fondo. Escobar miró en torno:
+—¿Este es el Nirvana?
+—No, señor. El Nirvana está ocupado. Si el señor vuelve otro día, con mi coronel, o con un socio…
+—Bueno, no importa —dijo Escobar, alargándole una propina.
+—El baño es a la derecha.
+—Gracias —dijo Escobar, y cerró la puerta. Pero el hombrecito la bloqueó con el pie.
+—Si al señor no le importa pagar el cuarto por adelantado. Como el señor no es socio.
+Pensó un instante hacerlo poner a la cuenta del coronel Buendía. Pero pagó. El hombre de carmelito se alejó por el pasillo, cojeando. Ángela emergió del baño.
+—No hay toallas.
+Alcanzó al hombrecito en la escalera. Cuando volvió, Ángela estaba sentada en el borde del catre con expresión de desconsuelo.
+—El agua del baño sale carmelita —explicó.
+—Es el color que tienen siempre estas cosas —la tranquilizó Escobar.
+—No sea bobo. ¿Qué hacemos?
+—Déjela correr. Son los tubos. Es herrumbre. Es que este cuarto no es evidentemente lo mejor de este sitio. No es la Arcadia Feliz de su novio el coronel Buendía. ¿Cómo se le ocurrió decir que éramos amigos suyos?
+—No sé. Se me ocurrió de pronto. Pensé que un tipo así debía ser como el dueño de un sitio así, ¿no?
+Escobar se acostó en el catre al lado de Ángela. Le acarició la espalda a través del vestido.
+—No sea impaciente. Tenemos tiempo, ¿no? Pagamos por toda la noche.
+Escobar se arrodilló en el piso a sus pies. Le besó la rodilla dura bajo la piel. Veía las largas piernas desnudas y pulidas perderse en la sombra de la falda.
+—Hay en el universo, más allá del sistema solar, unos lugares misteriosos que los astrónomos llaman agujeros negros —explicó, mientras le acariciaba las piernas—. Son estrellas de masa tan densa que ni siquiera su propia luz logra escapar a su fuerza de atracción y cae de vuelta en la estrella, por su propio peso. Ahora entiendo por qué usted no deslumbra, Ángela, siendo tan linda: por culpa de ese agujero negro entre sus piernas.
+Ángela le acarició una oreja.
+—Qué piropo más complicado. ¿Y así quiere usted ser poeta?
+—¿Quiere algo más directo, como de coronel? ¿De quién es agujerito negro?
+—No es negro —dijo Ángela, y se desabotonó la falda hasta arriba, abriéndola sobre sus caderas. En efecto, era más bien cobrizo. No llevaba calzones. En torno al agujero negro se le dibujaba un triángulo de piel clara en el vientre dorado.
+—Qué bonito —comentó Escobar.
+—No me puse calzones porque hoy tenía que filmar una publicidad de unos jabones —se sintió obligada a explicar Ángela— y los calzones dejan marcas.
+—¿Sí? —dijo Escobar, besando el vientre. Del ombligo hacia abajo siguió el caminito de hormigas que señalaba el tenue vello transparente, peinó con la lengua los rizos suaves y cobrizos del pubis, se fue acercando a los labios rosados del sexo como un agrimensor que triangula un terreno. La acarició con la punta de la lengua y la sintió estremecerse. Su olor era más fuerte que su sabor, como el de las ostras o los higos. Se oyeron golpes en la puerta. Ángela se sentó de un brinco, cerrándose las faldas. Escobar fue a abrir una rendija.
+—Es el señor de carmelito.
+Le entregó una toalla pequeña y áspera, de tela de arpillera, y un rollo ya empezado de papel toilette. Tuvo que pagar por ambos.
+—Este sitio no me gusta —declaró Ángela.
+—Ángela, por favor…
+—No me gusta que el agua salga carmelita en el baño. No me gusta ese señor vestido de carmelito tornasolado.
+—Niña, por favor. Es un guardián. A la puerta de la noche hay un guardián. A veces es un dragón. A veces, un tipo vestido de carmelito tornasolado.
+—No haga literatura. Yo no pensé que pudiera existir ese color.
+—Es que usted no conoce la realidad del país. Son tejidos especiales que se fabrican en Hong Kong para las clases medias latinoamericanas. Es el imperialismo.
+—No hable tanto, Escobar. ¿Usted por qué habla tanto? —Ángela se tendió sobre el catre. Cruzó un antebrazo sobre los ojos para defenderlos de la bombilla solitaria del techo. La sábana formaba largos pliegues rectos desde su cuerpo hasta las puntas de la cama. Escobar se sentó a su lado, la acarició.
+—No me gusta este sitio. Hace calor. Es húmedo. Huele a meados de gato.
+—Niña, por favor.
+—Abra la ventana, ¿sí?
+Pero detrás de las cortinas cerradas no había ventana, sólo el muro liso, con la pintura azul pastel florecida en borbotones de humedad. Y sobre el fondo azul, limpiamente trazados con pintura carmelita, el marco de la ventana y sus barrotes entrecruzados, como si se abrieran sobre el cielo.
+—Empieza a darme pánico —dijo Ángela, apoyada en un codo.
+Escobar se inclinó para besarla, le abrió la blusa, le besó la piel suave entre los senos, que empezaba a perlarse de gotitas de sudor. Empezaba él también a sentir que le faltaba aire.
+—Mientras viene la muerte, hagamos el amor. Dentro de veinte años, cuando tumben esta casa para edificar otra, encontrarán nuestros esqueletos abrazados.
+—No sea bobo. Tengo claustrofobia. Vámonos a su casa.
+Salieron al pasillo.
+—A la derecha —dijo Ángela.
+—No, a la izquierda. Vinimos de por allá.
+—Por eso: a la derecha.
+A los pocos metros desembocaron en una rotonda de la que arrancaban varios corredores. Por ahí no habían venido: había una reproducción en tamaño natural de El beso de Rodin, que antes no habían visto.
+—No importa: allá se ven unas escaleras.
+Bajaron dos tramos, hasta una puerta cerrada. Volvieron a subir. Retrocedieron, encontraron de nuevo El Beso de Rodin. Ahora la mujer se cubría con un sombrero de ala ancha. Bajaron unas escaleras alfombradas y llegaron a un vasto hall sombrío donde se oían carreras rápidas de ratas. De las paredes colgaban grandes cuadros de mujeres rollizas en el baño, rubensianas. Había varias puertas, y todas estaban cerradas. Subieron nuevamente, y penetraron en una larga habitación vacía, desmantelada, con las ventanas tapiadas y cuatro grandes mesas de billar iluminadas y cubiertas de polvo.
+—Empecemos otra vez desde el principio —propuso Escobar con optimismo.
+Pero no había principio. Los corredores bifurcaban sin orden, en todas direcciones, las escaleras se repetían idénticas. Encontraron unas de doble hélice.
+—¡Mire qué maravilla de escaleras! —exclamó Ángela—. Baje usted por las unas y yo por las otras, como en un baile de antes.
+—Pero, niña…
+Bajaron. Al cabo de dos curvas comprendieron que los dos ramales eran divergentes y los apartaban cada vez más, y corrieron aterrados escaleras arriba, y se abrazaron jadeantes.
+—A lo mejor no hay salida —divagó Escobar—. Por eso nos hicieron pagar el cuarto por adelantado.
+—¡No sea bobo!
+Tras una puerta cerrada oyeron voces apagadas, y luego ayes y gemidos y bramidos de amor. Por lo menos no estaban solos. A lo lejos creyeron oír música, y la siguieron por largos corredores, perdiéndola a menudo, parándose a escucharla con el oído contra las paredes, devolviéndose a veces, cogidos de la mano.
+—Estoy segura de que nunca hemos pasado por aquí. Esta casa no puede ser tan grande.
+—Qué quiere que le diga. Si seguimos adelante, algún día veremos la luz del sol. Creo que vamos hacia oriente.
+La música estaba ahora detrás de ellos, y ellos estaban otra vez ante las mesas de billar. Ángela empezó a gimotear.
+—¡Por favor, no se ponga histérica! Tiene que haber salida. A ver, vamos despacio. Deme la mano.
+Encontraron por fin una ventana abierta, pero demasiado alta para descolgarse sin peligro. Muy abajo, en un patio cerrado por un muro, había ropa tendida en alambres y largos barandales con gallinas dormidas. Respiraron el aire fresco de la noche, que olía a ropa mojada, y se besaron a la luz de la luna.
+—Estoy seguro de que cuando entramos la luna ya se había puesto —reflexionó Escobar.
+—No sea bobo. No me asuste.
+—A lo mejor han pasado varios días.
+Oyeron música de nuevo, esta vez mucho más cerca.
+—Bach —reconoció Ángela—. La «Misa de réquiem». Atravesaron un pasillo sumido en las tinieblas y desembocaron en un pequeño gabinete cerrado por pesadas cortinas de brocado. Detrás, una pequeña puerta daba a la galería de espejos de Versalles.
+El hombre de carmelito tornasolado avanzaba lenta, majestuosamente por el parquet brillante de la galería, contoneándose, admirando su reflejo repetido en las lunas marchitas. Cientos de hombres de carmelito avanzaban contoneándose, admirándose con la mirada ciega de sus gafas de sol. Se quedaron fascinados mirando el espectáculo, sin ruido, ocultos en las sombras del gabinete. Escobar, en pie detrás de Ángela, sentía subir y bajar sus hombros en un resollar de fatiga. El hombrecito ejecutó un rápido paso de baile frente a los espejos, recorrido de la cabeza a los pies por vetas iridiscentes. Ángela sofocó una tosecilla.
+—¿Quién anda ahí?
+Silencio. El hombrecito, con más circunspección, dio un par de giros lentos sobre un pie.
+Y luego, de improviso, se lanzó hacia adelante con impulso irresistible, en sabias curvas diagonales que lo llevaban de una pared de espejos a la otra al ritmo solemne de la Misa de Bach. «Qui tollis peccata muuundiii»… canturreaba, acompañándose con movimientos culebreantes del torso y las caderas y un tchín tchín tchín en las pausas de la música, mientras se deslizaba incansable frente a los espejos, describiendo amplios arcos de círculo como si patinara, frenando a veces con el brazo izquierdo alzado y el derecho apoyado con fuerza en la barriga, la pelvis echada hacia adelante en un rápido movimiento de sierra, como si se frotara contra el vientre de una pareja imaginaria. Y su cojera era invisible. «Miserere nobis… tchín tchín tchín, a-agnus Dei qui tollis peccata muuuundi… tchín tchín tchín… do-oona nobis paaa-ce», y el hombre giraba en el sitio con la ingrávida gracia de una campeona de patinaje artístico, avanzaba hasta el fondo de las galerías y retrocedía de espaldas con notable pericia, sin mirar hacia atrás, el rey indiscutible de la misa bailada.
+—Como mi papá cuando bailaba pasodoble —susurró Ángela—. Iba hasta la pared de enfrente y se devolvía de para atrás porque no sabía dar curva.
+Pero el hombrecito tornasolado sí sabía, dibujaba espirales y volutas, se transfiguraba bajo el baile. Saltaba a veces en el aire en un potente grand écart, se dejaba caer trenzando un entrechat, giraba y resbalaba casi aéreo, luminoso, y los cambiantes reflejos caleidoscópicos de su vestido carmelito de dacrón o nylonita le daban un brillo deslumbrante de ave del paraíso.
+—Baila mejor que Inga —reconoció Ángela, maravillada.
+Pero había algo de obsceno en aquella contemplación clandestina del hombre de carmelito enajenado en la danza, lanzando un pie hacia adelante, tchín tchín tchín, mientras en los espejos docenas de hombres de carmelito lanzaban todos a una un pie hacia adelante entre destellos de luz de las arañas. El disco, sin embargo, ya llegaba al final, y el bailarín se quedó inmóvil. Hubo un silencio. Y cuando se disponían a salir de su escondite para felicitar al hombrecito y preguntarle el camino de la salida, del fondo de la galería, oculto a sus miradas, brotó un aplauso solitario. Una figura rechoncha y negra atravesó la galería en toda su longitud, en una especie de trote, con los brazos abiertos.
+—¡Magnífico, mijo, magnífico! ¡Nijinski, mijo!
+Tomó entre sus manos el rostro del hombre de carmelito, brillante de sudor por el esfuerzo, y le plantó un largo beso en los labios. Escobar quedó paralizado de asombro: era monseñor Boterito Jaramillo, con su sotana de botones morados. Los dos caminaron abrazados hacia la salida del fondo.
+—¿Vio, qué horrible? —Ángela estaba escandalizada.
+—Horrible no. Como usted con Inga.
+—¡No compare! ¿Vio ese viejo disfrazado de cura?
+—Es que es cura. Monseñor Boterito Jaramillo. Amigo de mi mamá. Tiene cáncer en la lengua.
+—¡Qué asco! ¿Vio cómo besaba al tipo en la boca? ¿El cáncer es contagioso?
+Atravesaron los saloncitos que ya conocían, bajaron las grandes escaleras con jarrones de mármol y frescos pompeyanos. En el agujero de la Recepción no había nadie: una centralita telefónica erizada de cables, con lucecitas rojas parpadeantes. La puerta de cristales se abrió de golpe, dejando pasar un torbellino de viento de la madrugada, frío y húmedo, y entró Pascale, la francesita, envuelta en un abrigo que le dejaba la mitad de los senos al aire.
+—¡Oh, Bettina! Chic, alors! On va être a plusieurs!
+—¡Ssshhhttt! ¡No digas nada! —le suplicó Escobar viendo venir a través de la puerta acristalada las siluetas abrazadas del coronel Buendía y el senador Pumarejo. Empujó a Ángela dentro de la covacha de la Recepción, y se acurrucaron debajo de la mesa. Se oyó el paso pesado, vacilante, del coronel y el senador. La francesita se puso a tararear «La Vie en Rose», fingiendo. Escobar le dio mentalmente las gracias.
+—¡Néstor!
+No hubo respuesta. Pascale tarareaba «La Vie en Rose» con voz aguda.
+—Ala, Puma, el hijueputa de Néstor no está —dijo la voz pastosa del coronel Buendía.
+—¿No está el hijueputa, ¡hip!, de Néstor? —interrogó la voz pastosa del senador Pumarejo.
+—No está el hijueputa —dijo el coronel, y eructó.
+—Mirame el hijueputa: no está —constató el senador.
+Los oyeron ir y venir pesadamente. Bajo la mesa, Escobar abrazaba a Ángela, con el terror de que Néstor regresara en cualquier momento con su vestido fluorescente.
+—¿Qué hacemos? —preguntó el senador—. Yo me quiero tirar a la francesa.
+—Ahora, Puma, espérese —dijo el coronel—. Yo me hubiera querido tirar a la Betty esa de mierda, estaba buenísima. Pero yo la localizo, no se preocupe. ¡Néstor!
+—Si no la localiza usted, hermano, no la localiza nadie en este país.
+Oyeron la risa gruesa del coronel Buendía.
+—Ni tanto, hermano, ni tanto… Pero esa me las paga. Y el que también me las paga es el hijueputica ese del marido, Ignacio Escobar. A ese sí lo tengo bien ubicado. Comunista. ¡¡Néstor!! Ni supe a qué horas se nos volaron el par de hijuemadres. ¡¡Néstor!! Nada, parece que se murió el hijueputa.
+Ángela temblaba contra el pecho de Escobar, bajo la mesa.
+—Camine nos tiramos entre los dos a Pascuala —propuso el senador—. Uno por cada teta.
+—¿Usted se tira a las viejas por las tetas, Puma? —El coronel Buendía soltó una risotada—. ¡Con razón le tienen ese pánico! ¡¡¡Néstor!!! Bueno, qué carajo, será irnos a tirar con la francesita. Pero esa ya es un cuero, Puma. Me hubiera gustado que Néstor nos hubiera sacado a un par de pollitas del Edén de Huríes. Ah, mierda, pero ¿cómo hacemos para entrar al Nirvana? A estas horas lo cierran.
+El coronel entró en la Recepción con paso vacilante, buscó largamente entre las llaves del fichero. Tenía los pies a un centímetro de la mano de Escobar, de la pierna de Ángela, que contenían la respiración, apretujados debajo de la mesa.
+—Apúrele, hermano —dijo el senador—, que esta francesa y yo estamos que nos tiramos, ¿no, Pascualita?
+Oyeron una palmada sobre carne desnuda y un grito de Pascale.
+—Ah, merde! ¡No seas maleducado, Puma!
+—¿Qué es el afán, hermano! —exclamó el coronel— ¿Acaso ustedes los senadores madrugan?
+—No, pero es que mañana tengo que cerrar un negocio. Ahí está: si mañana corono, le cierro este sitio tres días y tres noches con las viejas que quiera y todo el trago libre, whisky, champaña, lo que quiera.
+El coronel Buendía masculló entre dientes mientras separaba llaves encima de la mesa:
+—Con la flaca esa de mierda, Betty. Me dejó bien caliente, la muy puta. ¡Ah, bueno, aquí está la llave! Va a haber que hacer echar a Néstor, cómo va a dejar sola la Recepción. Bueno, hermano: el Nirvana es nuestro.
+Se alejó por fin. Todavía oyeron la voz aguardentosa del senador Pumarejo.
+—A ver, francesita, a ver si vas a poder tú con los dos. Un puma y un tigre. Porque mi coronel Buendía es un tigre.
+—Pascualita ya me conoce —rio el coronel.
+—Oui, mon colonel. ¡Ay!
+Se alejaron sus pasos, sus voces. Pasaron dos minutos antes de que Escobar se atreviera a moverse. Salió de debajo de la mesa entumecido, con la espalda y la nuca adoloridas. Ayudó a salir a Ángela. Salieron al jardín. Una línea rosada despuntaba ya sobre los cerros, en el cielo todavía verde de la aurora.
+—¡Abráceme! —pidió Ángela—. ¡Mire a ese tipo ahí!
+Dormido al volante de un jeep del ejército vio a Ceballos, el guardaespaldas del coronel Buendía, con los brazos cruzados sobre el pecho y las gafas de sol escurridas sobre las narices, La enorme culata azulada de la pistola le asomaba del cinturón. Al lado del jeep, junto al jeepcito blanco de Ángela, dormía un largo Mercedes verde oliva con el escudo del Ejército Nacional en la placa. Enorme, con la pelambre gris cuajada de rocío, casi negro en la luz indecisa, Lucas galopó hacia ellos ladrando y agitando la cola.
+—¡Quieto, Lucas, callado Lucas! —suplicó Ángela. Lucas se irguió en dos patas apoyado en su pecho, feliz, estornudando, lamiéndole la cara, ladrando. Sus ladridos repercutían secos y limpios en la luz creciente del alba, pero Ceballos no se movió de su sitio, profundamente dormido. Escobar tomó el timón de nuevo, dejando a Ángela que apaciguara al perro. El perro pisoteaba a Cecilia. Había olvidado por completo a Cecilia, que empezaba a despertar de su estupor cannábico.
+—¡Chite, perro! ¡Chite, perro! —exclamó Cecilia, y se llevó las manos a la boca—. Tengo ganas de vomitar —dijo con voz infantil y los ojos inundados de lágrimas.
+—¡Mierda, mi jeep! —exclamó Ángela—. ¡Sáquela rápido, Escobar!
+Cecilia asomó la cabeza por la ventana y cedió a las arcadas. Un chorrito de bilis cayó sobre la grava. El perro lo olfateó, desconfiado. Ángela acomodó a Cecilia, se sentó atrás con ella, le dio a oler un perfume. El jeep, frío, se negaba a arrancar. Escobar sentía que de un momento a otro iba a llorar de la desesperación y de la rabia. Arrancó a saltos, estuvo a punto de llevarse por delante al portero de escopeta que les abrió la verja y a un taxi que pasaba con las luces todavía encendidas en la luz transparente del amanecer. El taxi lo esquivó con un rechinar de frenos y de llantas y le gritó hijueputa y siguió rumbo al norte.
+—¡Se nos quedó Lucas! —gritó Ángela.
+—Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda —dijo Escobar metiendo reverso entre crujidos de maquinaria forzada. Retrocedió culebreando. Lucas ladraba en medio de la calle. Lo hizo subir y arrancaron de nuevo hacia adelante con nuevos chasquidos de hierros. Al cabo de unas cuadras Ángela soltó una risa súbita, larga, de inmenso desahogo. Cecilia, ya despierta, se echó también a reír. Escobar frenó lentamente, a la orilla de la acera, descansó sobre el timón su cabeza palpitante, exhausto. Cecilia se arreglaba el pelo, se echaba saliva en las cejas, todavía riendo, se frotaba los dientes con los dedos. Ya empezaban a pasar los primeros buses.
+—Ay, ole, vamos a tirar, ¿oquei? —propuso Cecilia.
+—Coca —pidió Escobar—. Un pase.
+Se sentía hinchado, con las mejillas sucias de barba y grasa, viejo. Ángela le dio coca. Incluso Ángela se veía ajada en la luz blanca del amanecer, con la nariz brillante y el maquillaje trasnochado y demasiado arrebolado sobre la piel plomiza. Sólo Cecilia parecía intacta.
+—Ay, oles: vamos a tirar —insistió.
+Escobar miró a Ángela. Se sentía vuelto añicos. No quería ir a tirar, ni a nada. Quería dormir, dormir. Ángela cerró los ojos en dos largas ranuras y aprobó con la cabeza. Y arrancaron.
+Era una responsabilidad muy dura, pensó Escobar, la que se le venía encima. Pero pensaba poco. Acostarse a la vez con Ángela y Cecilia. ¿Podría? ¿Podría con ambas? No. ¿Por cuál empezar? No iba a poder. No era un tigre. No era un puma. Vagamente, delante de la trompa del jeepcito, veía abrirse las calles. El cielo se blanqueaba por oriente, e incluso había ya gente que abría rejas de tienda, y grupos que esperaban en las paradas de los buses. ¿A dónde irían? Pero tenía un problema: no iba a poder con ambas.
+Subieron. Escobar rodeaba con un brazo la cintura de Ángela, con el otro la de Cecilia, y Lucas subía delante, ladrando. Recordó el problema del hombre que tenía que atravesar un río con un burro y un tigre y una brazada de forraje.
+—Chévere —dijo Cecilia, mirando el apartamento. Escobar besó a Ángela. La besó largamente. Hubiera preferido estar solo con ella. Fue a la cocina a sacar trago y vasos. Habló en voz alta:
+—A ver. A ver qué se puede hacer.
+Se sentía entusiasmado, aterrado, ridículo. No iba a ser fácil. En la sala, Cecilia había dispuesto coca en tres líneas equitativas sobre la mesa. Lucas dormía en el sofá, con la cabezota gris entre las patas.
+—Flaco, ¿no tienes música?
+Se sintió injustamente postergado, explotado: él traía trago, él ponía música. Echó a andar la «Serenata Haffner». Abrazó a Ángela, que lo besó en el cuello.
+—Hola, a ver, fue que me trajeron a mirar aquí como si yo fuera qué o qué —dijo Cecilia. Y besó también a Cecilia. La ayudó a quitarse su abriguito gris, y debajo estaba vestida solamente con sus correajes de estrella internacional de la canción erótica. Protestó por la música:
+—¡Esa vaina no, flaco, no seas fúnebre! Pon algo de Julio Iglesias, ¿oquei?
+Escobar puso un disco de salsa. Volvió a besar a Ángela. Le abrió la blusa, le acarició los hombros lisos, anchos, le besó la garganta.
+¡Dime cómo me arranco del alma
+esta pena de amor!
+¡esta pena de amor!
+¡esta pena de amor!
+cantaba a plena voz el tocadiscos. Escobar dejó a Ángela y fue otra vez a besar a Cecilia. Se sentía burocrático: un beso a la una, un beso a la otra. Las abrazó a las dos al tiempo, tratando de besarlas de manera imparcial: a una en el cuello, a otra en la sien, a otra en el hombro, a otra en los ojos. Besó a Cecilia en la boca, manteniéndola quieta por las correas de la espalda, tratando de atrapar con la otra mano a Ángela, y al hallar aire entre la mano volvió a buscar el seno puntiagudo de Cecilia. Cecilia se le escapó de entre las manos, se puso a bailar sola en medio de la sala, con las hebillas de su correaje tintineando.
+¡Dime cómo me arranco del alma
+este inmenso dolor!
+¡de esta pena de amor!
+¡de esta pena de amor!
+—¡Esta fiesta está chévere! —gritó Cecilia alzando hasta el techo los brazos, escapando de nuevo al torpe abrazo de Escobar, huyendo rumbo al tocadiscos para poner la música más alto. Escobar se acuclilló ante la mesa a aspirar coca, ahuyentó a Lucas que venía a lamer los restos, buscó a Ángela. La había vuelto a perder.
+Fue a encontrarla en el baño, mirándose al espejo, seria, ausente, hablándole en voz alta a su propio reflejo:
+—Ángela. ¿Quién eres? Ángela.
+La besó, le dio coca, le abrió el vestido y lo dejó caer en el piso en un montoncito susurrante. Ya desnuda, la abrazó sin hablarle. Ángela se dejó abrazar. Se dejó besar. No dijo nada. Se dejó empujar hacia la sala. Se dejó empujar hacia Cecilia, que bailaba sola, con los ojos cerrados, y cerró ella también los ojos, y se dejó bailar. Escobar se desvistió también, y las abrazó a ambas en el baile, apretando contra el suyo sus cuerpos sudorosos y calientes.
+¡Dime cómo me arranco del alma
+esta pena de amor!
+¡esta pena de amor…!
+Cecilia se deslizó hasta el piso, olorosa a sudor, a alcohol, resbaladiza, tibia. Escobar cayó de rodillas sobre ella mientras sobre sus cabezas seguía bailando Ángela. Los correajes de Cecilia se le clavaban en el pecho, trataba de abrirle las piernas con la mano y de entrar en su sexo abierto, huidizo, tropezando, resbalando en el cuero del arnés. Sintió en sus ingles el soplo frío del perro, que olisqueaba a Cecilia. Su erección se contrajo. Ahuyentó al perro.
+¡Dime cómo me arranco del alma
+esta pena de amor!
+¡esta pena de amor…!
+Vio a Ángela tirada en el sofá, con las piernas abiertas, y a Cecilia arrodillada entre sus piernas. Ángela se estremecía, con los ojos cerrados. Se acercó a ellas, las acarició a ambas, tocó sus cuellos y sus piernas con sus piernas, con sus manos, se perdió en el contacto de sus pieles, de sus olores, de sus espaldas, de sus risas, de sus besos. Puso su boca en el sexo de Ángela, sintió en la espalda el peso tibio de los senos de Cecilia, el frío metálico de sus arneses. Apartó nuevamente de un manotazo a Lucas, que introducía por todas partes su hocico resollante y que se fue gimiendo a un rincón, respiró hondo, volvió a poner el disco.
+¡Dime cómo me arranco del alma
+esta pena de amor!
+¡Esta pena de amor!
+¡Esta pena de amor!
+Las invitó a su cuarto. Caminó manteniendo su erección en la mano. Las echó a ambas encima de su cama y se dejó caer entre las dos, sintiéndose feliz y poderoso. Besó sus vientres, sintió sus manos en su sexo, el calor de sus pieles contra su piel, una lluvia de besos sobre todo su cuerpo, el pelo lacio y suave de Ángela en sus ingles. Casi no cabían en la cama los tres. Veía los senos de Cecilia, afilados y morenos, asomando por entre las correas. Los senos de Ángela, más pálidos, más separados en el pecho. Se sentía rodeado de senos, como de olas en el mar, tibios y suaves, y pasaba las manos y los labios de uno a otro, sin distinguir ya olores, manos, pieles, cabezas, labios, caricias, risas, besos. La música cesó de pronto en la sala. Alguien los miraba desde la puerta. Una mujer. No la reconoció en el primer momento. Era Fina. Se había cortado el pelo.
+Las niñas desnudas se incorporaron una tras otra. Cecilia rompió el silencio, riendo:
+—No vas a poder con todas, flaco.
+Fina estalló en un ataque de histeria.
+—¡¡VÁYANSE DE MI CASA, CARAJO!!
+Cecilia empezó a protestar, ofendida.
+—¡Oooooora! ¿Y esta quéée?…
+Fina se arrojó sobre ella para golpearla con los puños, con el rostro monstruosamente deformado y lanzando un chillido de rabia, y las dos chocaron gritando y rasguñando entre las sábanas revueltas y los cuerpos desnudos, sobre la cama que crujía. Escobar intentó separarlas, recibió una violenta patada que le cortó el aliento, atrapó las muñecas de Fina y encorvado y gimiente la arrastró lejos de la cama mientras ella lanzaba patadas y mordiscos y le escurrían las lágrimas y la saliva por la cara y el cuello, gritando, sacudiéndose. Ángela contuvo a Cecilia, que sangraba en el labio y las narices.
+Fina se debatía entre los brazos de Escobar, rugiendo histérica. Le dio una cachetada. Se echó a llorar, cayó al piso, llorando.
+Las otras salieron a la sala cuchicheando, recogiendo su ropa de los muebles y el piso. Ángela le echó a Cecilia su abriguito gris ratón sobre los hombros. Escobar dejó a Fina llorando y fue a la sala. Hizo cara de impotencia. Le tenía cierto rencor a Fina. Buenas horas de volver.
+—Es Fina —cuchicheó—. Es mejor que se vayan.
+—Y a mí, ¿quién me paga? —interrogó Cecilia—. ¡Y mi boquita, uy, cómo me volvieron mi boquita! —lloriqueaba—. Eso sí a mí me pagan y me pagan mi perico que se lo metieron todo, ¡aaay, mi boquita!…
+—¡Sshhhh! —hizo Escobar, mientras Ángela abría su cartera y se disponía a girar un cheque.
+—¡Muuucho, sí, cheque chimbo, ni que una fuera imbécil! ¡Págueme en plata, flaco malparido, que para eso nos trajo!
+Escobar encontró sus pantalones, extrajo de un bolsillo un montón de billetes arrugados. Le parecieron pocos. Le había salido carísima la noche. Cecilia los contó, los guardó satisfecha en el bolsillo. Todavía protestaba. Ángela le tiró un beso desde las escaleras. Escobar se puso los pantalones. Se sentía ridículo desnudo.
+Cuando regresó al cuarto, Fina estaba sentada en la cama. Tenía los ojos secos. Las orejas le asomaban; insólitas, entre pelo cortado a ras de la nuca.
+—¿Quiénes eran esas putas?
+—No eran putas.
+—Ja, ja.
+—Una es la hermana de Ana María, Ángela.
+—¡Puta! ¿Y la otra?
+—No, mi amor. No es puta.
+—¡Puta, puta, puta, puta! —Fina temblaba de furor—. ¿Y la otra? ¿La morenita de las correas?
+—Ah, esa sí es una puta. Cecilia. Tú no la conoces.
+—¡Pues claro que no la conozco, imbécil!
+Se echó a llorar.
+Al cabo de un rato prudencial, Escobar, que había permanecido en pie, inmóvil, con las manos en los bolsillos, silencioso, se sentó en la cama junto a ella. No sabía qué decir.
+—Mi amor. Volviste, mi amor. Te esperaba. Te cortaste el pelo.
+Lo apartó de un empellón, fue a sentarse en la punta de la cama.
+—Ni volví, ni tu amor, ni me esperabas. Sí, me corté el pelo. Farsante.
+—Hacía tiempos que nadie me decía farsante —dijo Escobar.
+—Sí, volvía. ¿No ves que estaba volviendo? ¿No ves que estaba aquí? ¿No ves? ¡Y tú ahíiiiiiiiíiiiiiiiíí!…
+Se echó a llorar otra vez. Escobar, removido en las entrañas, intentó abrazarla:
+—Mi amor, mi amor…
+—¡Mierda tu amor!
+Pero Escobar siguió abrazándola, sollozando él también, apretándola con toda su fuerza hasta que oyó crujir sus huesos, besándole el pelito corto, nuevo, la nuca desnuda que no le conocía.
+—Hueles a otra. A otras —dijo Fina—. ¿Cuánto les pagaste?
+—No les pagué —mintió Escobar—. Perdóname, mi amor, no te esperaba…
+—¡Claro que no me esperabas! Entonces, ¿para qué me dices que me esperabas?
+—Porque ya no te esperaba. ¡Carajo, llevo tres meses esperándote! ¿Por qué te fuiste?
+—A ti no te importa.
+—Claro que me importa. ¿Dónde estabas?
+—Si te importara, me hubieras buscado.
+—¡No te busqué porque no tenía ni idea de dónde estabas! Fina, por favor… ¿Dónde estabas?
+—En Cali. Con mi familia. Estuve enferma.
+—¡Mi amor!… —se enterneció Escobar—. Mi amor, mi amor… —Le acarició los ojos, el pelo espeso y corto, las orejas que asomaban entre los mechones negros dándole un aire ligeramente cómico. La besó en la sien, reconociendo el viejo olor de su pelo en el cráneo. Murmuró con la boca seca:
+—Mi amor: quiero que tengamos un hijo.
+Fina se puso en pie de un salto.
+—¡¡¿AHORA?!! —Tenía la cara contraída por la incredulidad y la cólera—. ¡¡¿AHORA??!! —se echó a llorar de nuevo. Escobar se acercó a ella, la tomó por los hombros encogidos y convulsos de llanto, la abrazó, le hizo ruidos de consuelo:
+&mdashmdash;Sí, mi amor, ahora. Tengamos un hijo. ¿No querías? Ahora yo también quiero.
+—¡Mira, Ignacio! ¡Imbécil imbécil imbécil imbécil! ¿Sabes por qué me fui a Cali? ¿Por qué estuve enferma?
+Reventó de nuevo en llanto.
+—¡Porque yo quería tener un hijo contigo, y tú no querías, y entonces me fui, y abortéééeeeeééeeee!…
+Y lloró desconsoladamente, quieta, parada en la mitad del cuarto, con los brazos colgantes y la boca congelada en un grito, un aullido de agonía que le hinchaba las venas del cuello. Escobar se quedó helado.
+Al cabo de un minuto por lo menos, tendió las manos hacia Fina. Fina saltó hacia atrás.
+—¡No me toques!
+Escobar avanzó un paso. Fina saltó de nuevo.
+—¡No me toques!
+Escobar se quedó quieto, dejó caer las manos. Fina retrocedió hasta la puerta del cuarto caminando de espaldas, sin perderlo de vista. La siguió paso a paso. Ella emprendió una carrerita hasta la salida, cerró de un portazo en sus narices. Oyó su carrera atropellada escaleras abajo.
+Se dejó caer en un sillón con la cara entre las manos. Su vida hecha añicos. ¿Por dónde se empiezan a recoger los pedazos?
+En el techo golpeaba la señora Niño. A lo mejor había estado golpeando todo el rato.
+TAL VEZ SE QUEDÓ DORMIDO un rato. Se oyó a sí mismo rasguñar la madera de una puerta, como un perro que rasguña una puerta intentando salir de alguna parte. Pero si acaso durmió, al despertar seguía sentado en el sillón, con la cara en las manos. Oyó timbrar. Poco a poco se dio cuenta de que timbraban a la puerta. Estaba cansadísimo. Timbraban a la puerta, y estaba cansadísimo. No iba a mover un dedo. Recordó de repente que tenía la vida hecha pedazos. La vida rota en cien pedazos puntudos y cortantes, como si se le acabara de caer de las manos. Y no sabía si llorar, o ponerse en cuclillas a recoger los pedazos uno por uno. (Pero, ¿por cuál se empieza?). Como un perro gimiendo y rasguñando detrás de una puerta cerrada, abrumado de angustia, sin poder escaparse. Seguían timbrando. Fina no. Fina no podía ser. Fina había entrado abriendo con su llave. Estaba solo. Había perdido a Fina. (Y a Ángela). Timbraban a la puerta. No iba a abrir. No quería ver a nadie. Timbraban a la puerta. Timbraban y timbraban a la puerta. Le dolía la cabeza. Los brazos, las piernas. Le dolía la columna vertebral. Había dormido mal, torcido en el sillón. No, no era eso: estaba solo para siempre en la vida, sin Fina. Fina tenía de pronto el pelo corto, desconocido: la nuca limpia y desnuda bajo el corte navaja. Sí, efectivamente timbraban a la puerta. Pero no se iba a levantar, no iba a abrir, no iba a ir a ver, no quería ver a nadie.
+Se incorporó pesadamente, miró por la rendija de la puerta: no veía nada. Cerró el ojo, lo volvió a abrir. No veía nada. Se puso en cuatro patas en el piso. Le dolía la cabeza. Miró por la rendija inferior, que era más ancha. No veía nada, ni una sombra. De afuera suspendieron los timbrazos, oyéndolo, sin duda. Estaba haciendo ruido. Se quedó quieto en cuatro patas.
+Oyó una voz:
+—¿Ignacio?
+Se le erizaron los vellos de la nuca. Era Henna. No contestó.
+—¿Ignacio? Sé que está ahí. Acabo de oírlo —y se rio. La risa de Henna. Dio unos golpecitos juguetones en la puerta: tan tararantan tan tan—. Ábrame, soy Henna.
+No contestó, siguió ahí acurrucado, sin hacer ningún ruido.
+—Ay, ábrame, no se haga el chistoso.
+Por ningún motivo le abriría jamás a Henna: Henna no volvería nunca a pisar esa casa. Si era necesario que muriera ahí acurrucado en el piso, así moriría. Pero le empezaban a doler las rodillas. Gateó en silencio hacia el sillón, conteniendo el aliento, pero bajo la alfombra craquearon las tablas del piso.
+—¡Ajajá! —dijo Henna, riéndose—. Lo estoy oyendo, Ignacio. Ábrame, no sea bobo.
+Hubo un largo silencio. Escobar se sentó en su sillón. Ahora le habían quedado lejos los cigarrillos, mierda. Le dolía la cabeza. Y encima Henna. Recordó de pronto que Fina había venido y se había vuelto a ir, oh, mierda mierda mierda… Dejó escapar un gemido.
+—¡No se ría, lo estoy oyendo! —dijo Henna desde el otro lado de la puerta. Siguió callado, sintiéndose repleto de odio por Henna, imaginando cómo podría abrir la puerta de repente y recibirla a hachazos, a mordiscos. La señora Niño empezó a golpear nuevamente en el techo, en el silencio: tac tac tap tap tap taratactactactaptaratactac tap tap tac tac. Tenía hambre. Ah, pero ir a la cocina… No se movió. En el vasto silencio repercutían los golpes obstinados de la señora Niño: tac tac tac taratactap tap tap taractaptactarataptaptactaptactac tac.
+—¿Qué son esos ruidos tan raros que está haciendo? —preguntó Henna tras la puerta, y en vista de que no contestaba, añadió—: A ver, a que adivino: ¿bolas de cristal?… ¿Está clavando algo con martillo?…
+Súbitamente impacientada, golpeó la puerta con la mano abierta.
+—¡Ay, ábrame, Ignacio, no sea chistoso!… ¿Sabe qué? Lo vi ayer en el restaurante.
+Silencio, silencio.
+—¿Por qué no me saludó? Ernesto le gritó, y todo. ¿Es que soy invisible?
+Silencio.
+—Estábamos con su prima Lucía y con Juan Manuel. Son adorados, ¿sabe?
+Silencio.
+—¿A que no sabe qué pedí? ¡Langosta! Hacía tiempos que no comía langosta. Y ostras. Estaban ricas. ¿Usted ha comido alguna vez langosta en ese sitio? Es buenísima, viera.
+Silencio. Henna exclamó, perdiendo la paciencia:
+—¡Ay, Ignacio, abra de una vez! No crea que es chévere estar aquí parada como una boba hablando con una puerta. ¿Quiere que me ponga a llorar?
+¡No no no no! Sí, que se pusiera a llorar. Guardó silencio.
+—Ignacio, quiero hablarle. —Silencio—. Es en serio, ábrame, tenemos que hablar.
+Silencio.
+—¿Sabe que no entendí por qué se hizo el muerto todo este tiempo? Al principio creí que le había pasado algo.
+Silencio. Silencio.
+—¿Qué es lo que pasa con su teléfono? ¿Sabe que está como cortado? Lo llamé como cien veces. Le apuesto a que es que se le olvidó pagar. O le dio pereza.
+Silencio.
+—Quiero que hablemos de eso, y de otras cosas.
+Silencio.
+—Ábrame, Ignacio. Es en serio.
+Silencio.
+—Anoche, después de que lo vi, me quedé pensando toda la noche en lo nuestro, ¿sabe?
+Silencio.
+—Ernesto quería que fuéramos a discoteca, y Lucía me insistió, porque Juan Manuel no la lleva nunca. Pero no sé, yo no estaba como en ánimo, les dije que me dejaran en mi casa. ¿Quién era esa niña que estaba con usted?
+Silencio.
+—¿No me quiere decir?
+Silencio.
+—Bueno, no me diga. A mí qué me importa.
+Silencio.
+—Ignacio, por favor, abra la puerta, no sea niño chiquito.
+Silencio. Henna golpeó violentamente con las dos manos.
+Silencio. Se pegó al timbre.
+—¡Ábrame, ábrame, ábrame, ábrame, ábrame!!! ¿Quiere que me vuelva loca?
+Silencio.
+—¿Sabe qué? Me voy a sentar aquí contra la puerta hasta que me abra.
+Silencio. La oyó acurrucarse en el piso, golpear la puerta con la espalda, reír, soltar un gritico.
+—¿Sabe qué? El piso está helado.
+Silencio.
+—Si me da pulmonía, usted me cuida.
+Silencio.
+Al cabo de un minuto oyó que Henna se ponía de pie, se palmeaba las nalgas para limpiarse el polvo.
+—¡Ay, Ignacio, ábrame! ¿Quiere que se lo suplique de rodillas? Bueno, se lo suplico de rodillas.
+Silencio.
+—Ábrame, Ignacio, llevo una hora aquí como una boba.
+Silencio.
+—Ábrame que quiero darle un beso.
+Silencio.
+—¿Sabe qué? —Henna bajó la voz hasta un cuchicheo— Quiero que hagamos el amor.
+Silencio.
+—¡Lo voy a violar!
+Silencio.
+—Ignacio, es en serio: desde anoche he estado pensando en usted y en mí. Quiero que hablemos. Apenas me dejaron en la casa me puse a escribirle una carta. Pero después pensé que estas cosas es mejor hablarlas, ¿no le parece? Por eso vine.
+Silencio.
+—¡Ay, Ignacio!
+Silencio.
+—Ahora ya ni siquiera sé si usted está ahí o no. Me estoy sintiendo como una boba. ¿Está ahí?
+Silencio. Oyó la risa de Henna:
+—Sólo dígame sí o no: ¿está ahí?
+Silencio.
+—Ay, Ignacio, si no quiere hablar ahora, no hablamos: sólo le doy la carta y ya, ¿bueno? Pero ábrame.
+Silencio.
+—Lo que pasa es que no la terminé. Pensé que esas cosas era mejor que las habláramos cara a cara, ¿no le parece? Por carta son como muy frías, no sé. Pero traje lo que le había escrito por si acaso.
+Silencio. Henna volvió a golpear, volvió a reír, la oyó sollozar:
+—Ay, Ignacio…
+Oyó que intentaba pasar algo, sin duda la carta, por debajo de la puerta.
+—No cabe. Me tiene que abrir —exclamó, triunfal.
+Silencio.
+—Tiene que abrirme aunque sea un poquitico, y yo meto la mano y le paso la carta y ya, ¿bueno?
+Silencio.
+La oyó rasgar papel.
+—Bueno, me toca pasársela sin el sobre, ¿no le importa? Le voy a pasar la carta por debajo hoja por hoja, ¿bueno? Después usted las ordena. El que es perezoso trabaja dos veces.
+Silencio.
+—¡Bueno, aunque sea contésteme!
+Silencio.
+Vio asomar la punta de un papel por debajo de la puerta, y luego otro y otro y otro y otro.
+—Ahí están en orden, pero se los numeré por si acaso. ¿Oyó?
+Silencio.
+—Ay, Ignacio…
+Se fue por fin. Escobar se quedó sentado en el sillón, inmóvil, con la mirada vaga puesta en la hilera de papeles que asomaban por el filo de la puerta y a veces se movían, como si bajo la puerta soplaran rachas de viento. En el techo golpeaba la señora Niño. Algún día iba a tener que tomar medidas serias con respecto a la señora Niño. Y encima Henna, qué horror. Una punzada en el epigastrio le recordó su abandono. Fina había venido, se había ido otra vez. Fina había abortado un hijo suyo. Ah, imbécil, imbécil, imbécil… Él. Fina también, imbécil. Ah, mierda.
+Dejó pasar las horas, inmóvil.
+Tenía hambre. Le dolía la cabeza. Por fin reunió fuerzas para levantarse y echar a andar el tocadiscos en un gesto ya maquinal para combatir los ruidos de la señora Niño.
+¡Dime cómo me arranco del alma
+esta pena de amor!
+¡esta pena de amor!…
+Abandonado. Se hizo café en la cocina, oyendo la interrogación obsesiva de la salsa como un clavarse repetido de navajazos en el alma: dime cómo me arranco del alma esta pena de amor, esta pena de amor, esta pena de amor. Dime cómo me arranco del alma este inmenso dolor, este inmenso dolor, esta pena de amor… No había nada más que decir. No era necesario añadir una sola palabra. Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor… Pensó en emborracharse para salir del paso. La sola idea le dio arcadas. Dio vueltas por la casa, seguido por su angustia. Cada latido de su corazón era un picotazo de angustia, era su propio corazón devorándose a sí mismo como un buitre, a picotazos. Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor. Dímelo, Fina, tú. Vuelve. Perdóname. Arráncame del alma esta pena de amor. Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor. Pero no iba a volver, lo sabía. Se había ido, había vuelto, había abortado y había vuelto, y se había vuelto a ir, ahora sí para siempre. Para siempre: se negaba a admitir semejante posibilidad. Para siempre. Nunca se le había ocurrido que pudieran existir cosas para siempre. Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor. Para siempre. No era posible, no era tolerable, no estaba dispuesto a aceptarlo. No existían cosas para siempre. Volvería a ver a Ángela, y quizás harían el amor. Y posiblemente a Cecilia también. A Fina ya nunca más la volvería a ver, nunca más en su vida, porque se había ido para siempre. Se había ido para siempre. Para siempre. Para siempre. Pasarían años y años, y Fina no volvería porque se había ido para siempre. Se tiró boca abajo en el sofá, sollozando de impotencia. No podía ser, Fina no podía haberse ido para siempre. Sintió un bulto bajo su pecho: un pedazo de encaje. Ah, Patricia. No pudo reprimir una sonrisa enternecida. Maquinalmente se llevó los encajes al rostro para olerlos, los miró a contraluz. Era ya media mañana y ni siquiera había abierto las cortinas. Abrió de par en par las ventanas. La casa debía oler a diablos, a colillas, a sexo enfriado, a marihuana. Marihuana era lo que le estaba haciendo falta, naturalmente. Pero no había en la casa.
+Cambió el disco. Necesitaba algo sedante. Descartó, con un estremecimiento, la «Serenata Haffner». «No seas fúnebre, flaco». Descartó a todo Mozart con su alegría insultante, inconsciente. Bach: algo de verdad fúnebre. Hasta los más distantes confines del futuro Fina ya nunca volvería a estar con él. Se había cortado el pelo. El pelo le volvería a crecer. Fina no volvería jamás ¿Vivaldi? Demasiado frívolo, demasiado brincón. Puso un disco de Telemann: el vasto subir de agua de la melancolía y su vasto descenso, como las olas inmensas del océano —y luego un estallido de alegría, un andante, un allegro: la solidez de la técnica alemana. Pero no, pero no. Necesitaba un cacho: una hierba potente, que lo dejara dormido de un golpe, para siempre. No tenía sueño. Tal vez había metido demasiada coca.
+Se bañó. Se miró en el espejo. Acarició con un dedo la sombra, cada vez más densa y sucia, de la barba en las mejillas. Decidió que se dejaría crecer la barba. Tal vez de esa manera Fina lo pensaría mejor, regresaría otra vez.
+Se estaba volviendo un imbécil. Salió a la calle, haciendo volar del portazo los papeles de Henna alineados debajo de la puerta.
+Era un día seco, azul, con una luz tan dura que lo obligaba a guiñar los ojos para avistar los taxis. Bajo el cielo sin una sola nube hacía un calor picante, y no pasaba ningún taxi. Cogió un bus que corría como una flecha rumbo al sur. En su interior carcomido de orín hacía un calor pesado, pegajoso. El chofer llevaba la radio a todo volumen. Con discreción, con respeto, con anticipación considerable, los pasajeros le pedían a veces que por favor, señor, parara, si quería. Escobar bajó aproximadamente a la altura de la torre del Hilton, con dos monjas. Una tercera se quedó colgada de la puerta del bus y temieron perderla, pero el chofer, compasivo, paró unos metros más allá. Se abrazaron las tres, felices, llenas de dientes de oro. Escobar caminó con el sol en los ojos rumbo al cielo inundado de luz blanca. Hacía meses que no compraba hierba, y dudaba de saber encontrar la casa de Golmundo —¿Se llamaba Golmundo? ¿Gesualdo?— y dudaba aún más de que la hierba de Golmundo le sirviera esta vez para salir del paso. Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor, esta pena de amor… Trepó las callejuelas en pendiente de detrás del hotel, empedradas y secas, vigiladas desde lo alto de un alféizar con geranios por un gordo gato blanco que al paso de Escobar cerró los ojos con asco. Era ya otra ciudad, más vieja, más pobre, más provinciana. Tapiones ciegos pintados de colores pastel en la luminosidad intolerable de la mañana. Sombras rígidas, angulosas. Tejados de teja parda, áticos falsos, puertas verdes y estrechas de madera. Olor a aburrimiento. La casa de Golmundo o de Gesualdo, si era esa, estaba cerrada a piedra y lodo, abandonada. Se asomó por el hueco de una ventana rota. Olía a mierda.
+—¿Un cien, hermano?
+Era un hippy mugriento, macilento, con una camiseta manchada de pintura que anunciaba «Colombiana, la nuestra». Tenía los dientes negros y carcomidos, y ojos muertos.
+—¿Un bazuko?, ¿perico?, ¿un ciencito?
+—Un cien.
+—Fresco, hermano.
+Y a pasos despaciosos el hippy se alejó con los cien pesos.
+Nunca volvió. Escobar se quedó parado un rato en medio de la calle, sudando al sol entre niños que jugaban al fútbol. Luego echó calle arriba, hacia el oriente, atravesó un río de automóviles, siguió subiendo hacia los cerros por calles empinadas, ya sin pavimentar, que terminaban de repente en unos prados donde pacían ovejas. Un niño solitario se divertía en cuclillas escupiendo en un charco que espejeaba al sol. Tendría tal vez cuatro años. Escobar no entendía mucho de niños. Mira, Fina: hubiera podido ser nuestro hijo.
+—¿Venden hierba por aquí?
+El niño le indicó con el dedo una puerta metálica, sin dejar de escupir con atención reconcentrada en el charco putrefacto. Su largo hilo de baba cabrilleaba en la luz. Escobar golpeó a la puerta, le abrieron, pidió un cien.
+—¿Es buena?
+—De la Sierra, broder.
+—¿Pero es buena?
+Se palpaba áspera, cobriza, crujiente en su envoltorio de papel periódico.
+—Tiene mucho rastrojo —se quejó.
+—De la mejor, hermano. ¿Quién lo recomendó?
+Escobar señaló vagamente en dirección al niño que escupía en el charco, pero hubiera podido estar señalando toda la vastedad urbana hasta los lejanísimos plásticos de los invernaderos que centelleaban en la luz de occidente. Más allá de la ciudad inmensa, la sabana se abría como un inmenso lago hasta la cordillera.
+Bajó de nuevo, acariciando en el bolsillo su envoltorio de hierba de la Sierra, haciéndolo crujir. El niño del charco le tiró una piedra, que no le dio, y salió corriendo a esconderse. En un talud lleno de pasto, a pleno sol, se masturbaba un loco quejándose en voz alta:
+—Ay, mamacita… Ay, mamacita… Ay, mamacita…
+Escobar echó a andar hacia el norte por la Carrera Quinta. Se paró en una esquina a armar un cacho, pero vio con temor que estaba a veinte pasos de una estación de policía. Recordó que tenía hambre. Entró a una tienda. Atarugó de hierba, para probarla, la punta de un cigarrillo. Le pidió desayuno a una señora gorda y maternal.
+—Uuuuh, eso a estas horas ya será su almuercito, sumercé. Qué le pongo. Sus costillitas de marrano, sus papitas chorreadas.
+Quería desayunar. Eran las doce apenas. Pidió changua con huevo mientras fumaba lo que había de marihuana en su cigarrillo. Le supo un poco seca. Miró los almanaques colgados en el muro: una rubia en vestido de baño anunciaba cerveza. ¿Ángela? No, no era Ángela, aunque el mundo es un pañuelo. En la mesa de latón pegachento había moscas, tornasoladas en la penumbra. Un Sagrado Corazón fosforescente pendía de una pared: recordó otro igual, hacía ya tiempos, en casa de Cecilia, la noche de los bares. Cecilia. Fina, mi amor. Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor, esta pena de amor. Volvió a fumar. Era una hierba buena, de la Sierra.
+La señora maternal le puso un gran tazón humeante de changua.
+—Su arepita, su pique de ají bravo aquí en esta coquita. Está bravo, sumercé. ¿No le provoca un aguacatico?
+Se quedó contemplando embelesado el huevo tibio que nadaba entre dos aguas en el líquido lechoso, como un niño en un vientre. Rasgó la yema hinchada con el filo de la cuchara, dejó escapar una cinta naranja que se desenrolló en lentas volutas mucilaginosas por el tazón desbordante, oloroso a culantro y al aroma pugnaz de cebolla picada. —Changua —pensaba, jugando a abrir con la cuchara nuevas heridas rojas en la yema del huevo—. Changua, changua. —La palabra le sonaba salada y quemante, y como si debiera escribirse con diéresis: changüa. El aguasal (¿agüasal?) picaba la punta de la lengua, los finos tallos del culantro crujían bajo los dientes. Cada cucharada era un prodigio, rayada de verde, rielante, reflejando invertido y diminuto el rectángulo de luz recortada de la puerta, y glogloteaba al pasar por su garganta, caliente en el esófago, cayendo en un chorro grueso allá adentro, en donde ya no lo sentía. Pero podía ver en colores, si cerraba los ojos, el estremecimiento del estómago al iniciar sus movimientos peristálticos, el goteo de los jugos gástricos en las paredes cavernosas, el píloro y el yeyuno-ileón, rosados y amarillos, del tamaño de un dedo, iniciando sus imperceptibles contorsiones con disciplinado esfuerzo. Con los ojos cerrados no le sabía a nada la changua. Probó la arepa, amarilla, con la reja de la parrilla quemada en negro. Acarició con la lengua el sabor ligeramente dulzón y granulado del maíz.
+—Otra changua, señora. Por favor.
+—¿No quiere más bien su carnecita asada, su buena lengua, su torta de menudo? Eso con tanta changua se va a embuchar. O sus buenas criadillas, su pezuña, su pierna de gallina guisada…
+—No, no. Changua, por favor. Changua.
+—Su mazamorrita de sal, su cuchuquito… Eso para qué tanta changua, sumercé, eso ni alimenta.
+Soñó con la changua que vendría, sumido en una placentera expectativa, fumando. Y llegó al fin, igual a la primera, con un huevo flotante que parecía gemelo del anterior y la misma blancura modesta de la otra.
+Pero no era lo mismo. La misma sal, la misma arepa. Pero no. Había sido un error querer resucitar aquella maravilla. Hija del pasado. El pasado, a un minuto de distancia, inalcanzable. La traba le había salido fluctuante y volandera, e incluso metafísica. Era verdad: la hierba era potente.
+Apartó la taza apenas mediada.
+—Una cerveza, señora, por favor —pidió.
+—¿Y ahora?, ¿qué, no le cupo? Eso hasta lo bueno cansa. ¿No quiere su gallinita guisada, ahora sí? O su buena pezuña, sus chicharroncitos, sus chunchullos, su bofe… ¿Una buena fritanga con de todo? Le pongo su mazorquita asada en un platico, sus buenas rellenas, su chorizo, su carne bien tiernita, su lomito de marrano bien tostadito, bien sabroso.
+La señora gorda lo miraba maternal, limpiándose las manos coloradas en el vientre. En el fondo, sentado en un bulto de papas, distinguió un borracho que no había visto antes, completamente inmóvil, con una cerveza en la mano y veinte cascos vacíos en la mesa. Pidió una buena fritanga con de todo, y la comió chorreándose de grasa, envuelto en un olor a cuero chamuscado y humo de leña.
+—Su papita criolla.
+La señora gorda le puso una bandeja de papitas criollas arrugadas y amarillas. Tenía ya media docena de cervezas vacías en su mesa, entre las moscas perezosas, pero todavía le faltaban bastantes para alcanzar al borracho inmóvil del fondo. Bebía a pico de botella, y le quedaba un cuajarón de espuma blanca en el bigote de tres días. Se sentía tranquilo, protegido. Las moscas caminaban por el rostro del Sagrado Corazón, por el vestido de baño negro de la niña rubia que anunciaba cerveza, a quien alguien le había ennegrecido con lápiz los incisivos superiores. Una ancha cinta de sol golpeaba ahora en su mesa. Eructó unos relentes agrios de chorizo y cerveza. Se sacó unas hilachas de marrano de entre dos muelas. Encendió su chicharra.
+—Su postrecito de natas, su arequipe, su dulce de breva —propuso la señora gorda.
+—Un tinto no más, señora, gracias.
+—Pero eso sí le va a tocar puro tintico de olla, sumercé. Eso aquí como no somos modernos…
+Salió al sol del comienzo de la tarde, sintiéndose pesado, satisfecho, parándose a eructar cada dos pasos. Compró cigarrillos en una esquina. Andaba flotando, como si caminara sobre el agua. Al cabo de una cuadra, sin embargo, empezó a sentirse ligeramente paranoico. Atravesó la calle para evitar un policía de verde que parecía dormido, parado ante su poste, inmóvil, como sumido en una profunda catatonía. Se sentía perseguido. «La subversión no descansa», había dicho Ceballos. Al cruzar cada bocacalle tenía que volver sobre sus pasos para cerciorarse de que no había sido atropellado por un carro, como pasa a menudo, y veía su cadáver despatarrado en el asfalto, rodeado de un corrillo de curiosos. Al pisar evitaba las ranuras del piso, o a veces plantaba firmemente ambos pies sobre ellas, con los brazos en jarras, desafiante, afrontando lo que fuera, un rayo o un abismo repentino, mientras los transeúntes tropezaban con él y lo injuriaban. Con asombro, descubrió que había llegado caminando hasta la mitad del Parque Nacional, en donde rechinaban con estrépito la gran rueda y un carrusel de caballitos, girando lentamente, cargados de adultos. Pensó que debía ser domingo. El cielo estaba azul, surcado por escasas nubes redondas y muy altas. Empezaron a herirlo los gritos y las risas, los chirridos del carrusel, el martillear de fierros. Se alejó. Se adentró en un bosquecillo de eucaliptos, se tumbó boca arriba, sintiendo fría la tierra bajo el pasto ralo y las hojas secas y las campanitas de madera de las pepas caídas. Armó otro cacho de hierba de la Sierra y fumó medio, boca arriba en la tierra.
+Las nubes, ahora más numerosas, avanzaban en el viento con orden. Un orden imperfecto, sin embargo. Había una que parecía perder ventaja, que en un momento dado incluso pareció devolverse, pero ya para entonces se había convertido en otra nube, absorbida por un grupo de nubes que pasaban formadas como monjas en paseo, con las cofias aleteantes y blancas, y se convertían luego en un gran cisne y en un tanque de guerra. Se fueron. Pasaron otras. Una perseguía a otra sin llegar a alcanzarla, lograba acercársele hasta casi tocarla e incluso rasguñarla un instante con una zarpa de gasa, y la perdía otra vez: burlona, más ágil y más blanca que su perseguidora, que sin duda era macho, y ella hembra. Y se fueron también, tan alegóricas, se disolvieron en el aire. Luego vino una grande, pesadota, tan densa que sólo tenía el borde luminoso de plata. Y se ensombreció el día y Escobar sintió repentinamente frío y miedo de la lluvia. Pero también pasó esa nube. El sol calentaba otra vez, los eucaliptos mecían sus altos troncos rojos, bamboleaban muy arriba en el viento sus follajes plateados, dejaban caer un amplio rumor de seda restregada. Pasaban pájaros, altas golondrinas veloces, negras y caprichosas como moscas. Oyó lejos el ladrido de un perro. Una mirla grande y negra aleteó y voló de un eucalipto a otro. Graznó dos veces y volvió a volar más lejos. Una pepa cayó a su lado desde arriba, plateada y azul, con un sonido blando entre la hierba.
+Una punzada brusca lo hizo cerrar los ojos: Fina no iba a volver. Se había ido para siempre. Pero al cerrar los ojos contra la luz del cielo había empezado a ver colores fascinantes a través de los párpados: escarlatas, anaranjados, amarillos violentos de cromo, rosados brillantes, una lluvia de puntitos violeta. Bajo su cuerpo tendido sentía el movimiento rotatorio de la tierra, majestuoso, y al abrir los ojos veía otra vez el pausado girar de las copas de los árboles, alto y sonoro, atravesado por golondrinas como flechas. Sentía que su coxis había empezado a echar raicillas que se clavaban ávidas en el suelo, buscando la humedad, topándose con chizas y babosas, contorneando sin lucha las raíces fibrosas de los eucaliptos, enredándose con las raíces frías de la hierba. Aquello tenía una inequívoca textura de domingo.
+Lo despertó un perro olfateándole la cara. Huyó espantado cuando Escobar se incorporó de un brinco. Otra vez tenía hambre. Se puso en pie entumecido, con un dolor de humedad en los riñones y tiritando de frío, aunque el sol seguía alto. Tenía, viéndolo bien, un hambre atroz. Estaba ya demasiado lejos para volver a la tienda materna de la gorda. Entre las maquinarias de diversiones encontraría comida, una buena fritanga otra vez, morcillas rezumantes de grasa, chorizos olorosos a humo y a especias, tal vez incluso un pedazo jugoso de ternera no demasiado carbonizado por las brasas. O por lo menos perros calientes con mostaza. Pero sólo encontró papas fritas, reblandecidas en su talego de papel celofán, y bolsitas de patacones resecos, de maní dulce, de chicharrones acartonados. Compró una nube rosada de algodón de azúcar que fabricaban en una máquina misteriosa, y que se le pegó inmediatamente a las barbas crecidas. Para compensar el dulce compró un talego de maíz tote fabricado por otra máquina admirable, pidiendo que le echaran mucha sal. Y fue peor. No resistía el fragor estridente de los hierros, los empujones de la gente, el girar contradictorio del carrusel y la gran rueda, los chillidos de los carritos locos, la música de los altoparlantes, los gritos de la muchedumbre dominguera. La sed, que inexplicablemente había confundido con ganas de comer maíz tote, vino a manifestarse claramente cuando ya iba muy lejos, frente al bosque de su siesta. Demasiado lejos para volver atrás una vez más. Pero era una sed espesa. Pero, ah, de nuevo el ruido, los empujones, los olores. Vaciló largamente, dando un paso adelante y otro atrás, como aconseja Lenin. Al otro lado de la calle, en su bosque de eucaliptos, vio a un niño que jugaba a arrojar en el aire y volver a coger una pelota de oro, como una visión mitológica. Tenía que ser una naranja. Se le hizo agua la boca.
+—¡Te la compro! —gritó desde su propio lado de la calle, por encima del zumbido veloz de los automóviles. Era efectivamente una naranja: el niño la peló con las uñas, hundió los dientes en la pulpa blanca, manchada de dorado. Escobar pudo ver que el jugo le rodaba por la barbilla y apenas podía contenerse para no arrojarse al torrente de carros.
+—¡Te compro lo que te queda! —volvió a gritar. El niño levantó su naranja mordisqueada a la luz, sonriendo. Y sin previo aviso la tiró con toda su fuerza contra el ancho parabrisas de un automóvil que venía a toda velocidad. La naranja estalló en el vidrio lanzando al sol un chorro de diamantes, y el carro pareció perder el control por un instante, hizo unas cuantas eses en medio de un aullido pavoroso de llantas desgarradas y fue a parar cincuenta metros más allá. Regresó en rápido reverso y frenó delante de Escobar. Se bajó un señor gordo, sudoroso, de patillas espesas y rizadas y ojos inyectados en sangre. El niño, parado en su talud al otro lado de la calle, hizo un saludo militar. El señor disparó apoyándose en el techo de su carro, aferrando con la mano izquierda la gruesa muñeca derecha en torno al reloj de oro para afinar la puntería. El niño echó a correr zigzagueante entre los árboles. Cuando hubo disparado seis tiros y el niño no era más que un pequeño blanco movedizo que trepaba el monte a la carrera rumbo a los barrios de invasión, el señor gordo volvió a cargar entre bufidos su pistola, subió a su carro y arrancó, rutilante y rugiente, haciendo gritar las llantas en la primera curva.
+A Escobar le flaqueaban las rodillas, y los carros que en ningún momento habían dejado de pasar lo rozaban veloces, arrojándole bruscos ventarrones calientes mientras se tambaleaba por el borde de la cuneta. La sed le atenazaba la garganta, pero se le había pasado por completo la traba. En cuanto pudo bajó a la carrera séptima, entró a una heladería, pidió una Coca-Cola helada. En la pared había un cartel, con una niña rubia sonriendo en vestido de baño: «Colombiana, la nuestra». Tampoco era Ángela. Recordó de pronto a la compañera Zoraida, que se jugaba la vida en la lucha contra la penetración imperialista. Rechazó la Coca-Cola.
+—¿Qué tiene, que sea de industria nacional?
+—Kist, Lux, una Postobón —sugirió la empleada. Todas sonaban mucho más extranjeras que Coca-Cola. Pidió con acento patriótico.
+—Colombiana, la nuestra.
+Bebió a largos tragos el líquido dulzón, el sabor de la patria.
+Su casa, al fin. La sirvientica de trenzas lavaba la escalera.
+—¿Los domingos también lavas la escalera?
+—Eso una no descansa… —dijo la sirvientica poniéndose roja de vergüenza. La explotación. La plusvalía. Pasó saltando sobre los charcos jabonosos. Por la ventana de la tarde entraba una seca luz de cobre. Puso a Telemann. Encendió la cicharra todavía larga y amarilla, chisporroteante, cortada de estallidos de semillas, y el aire se fue poblando de lentas volutas amarillas. Le extrañó muchísimo encontrar limpio el cenicero. Miró en torno, súbitamente alerta. ¿Fina?
+—¡¡¡Fina!!!
+No estaba en la cocina ni en el baño ni en su cuarto, Fina, en nuestro cuarto. Pero estaba lavada la cocina, los platos ordenados en montoncitos todavía goteantes, la cama tendida, los ceniceros limpios. ¿Henna, tal vez? Henna no tenía llaves y Henna hubiera esperado encerrada en el baño, por ejemplo, y a su llegada hubiera brincado incontenible como un muñeco de resorte, llena de risas y gritando ¡sorpresa! No: surprise. ¡Surprais! Era Fina, olía a Fina, sólo Fina, de entrada, hubiera procedido a vaciar los ceniceros, era posible incluso rastrear la pista de Fina a través de cordilleras y desiertos siguiendo su inequívoca estela de ceniceros limpios. Ah, Fina, ya volviste otra vez, mi amor, yo te esperaba. Creía que estaba solo para siempre en esta vida, mi amor, sin ti. Te esperaba, mi amor. Una oleada de ternura le saltó de repente del pecho hasta los ojos, haciéndolo sentarse: Fina, mi amor… Estás aquí otra vez, y la casa está limpia. Tu casa. Nuestra casa. Todo está igual que cuando tú te fuiste: yo no he tocado nada. En tu ausencia, se han secado las flores.
+¡Flores! Flores, mi amor, no te he comprado flores. Volverás entre flores. No vuelvas a volver hasta que yo haya vuelto con tus flores. Corrió a la calle, compró brazadas de flores, crisantemas, gladiolos, rosas rosadas y amarillas, hortensias del tamaño de la cabeza de un niño, unas chiquitas, blancas, campesinas, cuyo nombre ignoraba: gypsofilias, le dijo la florista. Subió las escaleras corriendo, derramando una lluvia de pétalos en los recién lavados escalones: más trabajo para la sirvientica —y ahora que Fina había vuelto sentía un remordimiento por haber deseado a la pobre sirvientica, tan insignificante, tan accesible, tan vecina— y a Patricia, y a Cecilia, y a Ángela… —No más, mi amor, no más: soy todo tuyo, ya no huelo a otras, tendremos un hijo cuando quieras, o dos. Llenó de flores todos los recipientes que encontró. Se duchó. Se puso una camisa limpia. ¿Se afeitaría? No: esta barba es tu barba: juntos los tres empezaremos una nueva vida. Pensó que lo del hijo había que pensarlo mejor. Convencería a Fina de que esperaran un tiempo. Bañado, limpio, listo, se sirvió un whisky y se sentó a esperarla.
+Al segundo whisky Fina no había llegado todavía. Impaciente, nervioso, dio vueltas por la sala. Se paró ante su mesa: ordenadas en un montoncito estaban las hojas de la carta de Henna, y encima de la carta, pisándola, el sostén de Patricia. Se quedó frío. Se tranquilizó: Fina, furiosa, claro, y con razón. Pero había vuelto, había vuelto a volver. Tiraría a la basura los trapos de Patricia: un homenaje a Fina, un sacrificio expiatorio. Al mismo tiempo, le pareció que era una tontería tirarlos. Los escondió en la biblioteca, entre los libros. Se sirvió un nuevo whisky y se sentó a leer la carta de Henna para matar el tiempo. Eran seis páginas por lado y lado, escritas con su letra grande y redonda, numeradas a todo lo ancho de la hoja con números grasosos, rojos, hechos con lápiz de labios.
+Querido Ignacio:
+¿Con qué derecho lo llamaba querido? Él no la quería.
+Lo vi esta noche saliendo del Bauteau Fantöm (se escribe así?) (Bueno usted sabe que yo no sé francés), o mejor dicho, entrando, los que salíamos éramos yo con Ernesto y unos primos suyos que habíamos ido a comer mariscos y al salir qué veo, Ignacio Escobar con «otra», sentí una cosa ¿sabe?, no sé, yo sí esperaba encontrármelo a usted un día para que habláramos pero no así, yo con Ernesto y usted con «otra», me sentí lo más raro. Bueno, no sé cómo decirle, pero «quiero» hablar con usted, «tenemos» que hablar, me la he pasado llamando a su casa y su teléfono siempre ocupado ocupado ocupado, «tenemos» que hablar Ignacio yo sé que a usted no le gusta esto de que «tenemos» ni nada de eso pero es por eso, usted me dijo que era que tenía que irse a donde su mamá y yo me quedé esperándolo y eran «mentiras» lo supe después. Así que ahora sí «por favor», tenemos que hablar; usted mismo se da cuenta.
+Eso es lo que quería decirle, yo siempre trataba pero usted que no, que después. Porque usted es «egoísta», a lo mejor usted mismo no lo sabe porque no se ha dado cuenta o no se lo han dicho, no sé, aunque su mamá me ha dicho que muchas veces ((ah, le «tengo» que hablar de su mamá, estamos íntimas, yo la adoro))
+¿Con qué derecho adoraba Henna a su mamá?
+yo a su mamá le creo todo pero es que a lo mejor no se lo ha dicho nadie que lo «quiera» ((¡¡¡no lo digo por «ella», no crea!!!!)), porque yo creo que a usted lo «quise» y usted a mí me «quiso»… no es que lo crea es que estoy «segura»… así que déjeme decirle por qué es porque lo quiero, usted es puro puro puro egoísmo. Usted es «totalmente» egoísta!!!
+Y usted cree que eso no es «malo» pero yo creo que sí, no digo «malo» en el sentido de pecado ni eso ¿no? sino «malo», usted me entiende, no como de la Iglesia ni eso sino «malo», de eso hemos estado hablando mucho con su mamá y con el amigo de ella monseñor que es un viejito adorado, yo lo adoro, no parece «cura» ni nada sino al contrario muy moderno, como muy psicólogo (¿se escribe así?) y es cultísimo. Bueno usted lo conoce mejor que yo, él me dijo que lo había bautizado, para qué le cuento. Bueno usted cree que ser «egoísta» no es «malo» y a mí me parece que es por eso que usted está tan «mal» se lo digo en serio Ignacio… Yo creo que usted no «puede» ser feliz porque es demasiado demasiado demasiado egoísta, pero lo que se dice demasiado. Y así uno no puede ser feliz aunque quiera ni por mucho que quiera sino al contrario, es infeliz porque se quiere demasiado uno mismo ¿ve? Yo no sé si queda claro, por eso es que quiero más bien que hablemos porque usted sabe que yo no sé escribir, sino cartas ((bueno esto es una carta ¿no? ja ja))… Usted lo que le pasa es que cree que siendo «egoísta» está más protegido y no le pasa nada ni nada y es puro por el contrario, que al contrario lo que le pasa es que es tan tan tan tan tan egoísta que así no puede vivir de lo puro egoísta sino que es como si se estuviera muriendo. Yo no sé si está claro lo que quiero decir, por eso me gustaría más bien que habláramos, si es que usted puede, claro, si es que su egoísmo lo deja «hablar» y perdóneme que se lo diga (((no es por nada pero yo creo que usted se portó muy «mal» conmigo diciéndome «mentiras» cuando me dijo que se iba a vivir a donde su mamá y no sé qué y sí sé cuántos que después yo supe que eran «mentiras», pero bueno)))…
+Le va a parecer una bobería que se lo diga pero yo creo que hay que «darse» Ignacio, en eso yo no estoy muy de acuerdo con su mamá, yo creo que hay que «darse» y eso es lo que le pasa a usted que no se «quiere» «dar». Lo que pasa es que yo creo que usted todavía eso no lo ha entendido y por eso está tan «mal». Hay que «amar» (((yo sé que suena una bobería))) y yo creo que lo que le pasa a usted conmigo es que le dio susto «amar» y le dio susto «darse» y por eso fue que se tuvo que poner a inventar todas esas «mentiras» (pero no importa). Yo tampoco entendía, no crea, pero es ahora que he entendido con Ernesto y quiero que usted también lo entienda (nos vamos a casar ¿no le había dicho?), usted le pasa que no se da porque se quiere demasiado y es por eso que no puede vivir.
+Yo no lo entendía tampoco, ya le digo, lo he entendido es ahora ya «después». He entendido muchas cosas «después» hablando con su mamá, con Ernesto, con monseñor Botero Jaramillo que es un cura increíble (él nos va a casar) ((quiero hablar con usted «antes»)).
+Escobar se estremeció. Fue a servirse otro whisky. Fina no aparecía.
+(((aunque claro, usted va a decir que no, seguro, no sólo por lo del egoísmo que le digo que al fin y al cabo a mí qué más me da, el que pierde es usted, sino peor, por pura «vanidad» que usted nunca nunca nunca se va a querer reconocer a sí mismo que se pudo haber equivocado porque eso es lo que es usted un «vanidoso» y un «egoísta», pero eso sí quién pierde)))
+Quiero «VERLO». Yo sé que usted no me ha querido llamar ni nada y que se está escondiendo pero no se esconda de mí Ignacio yo ya no lo quiero a usted no me tenga «miedo», yo quiero a Ernesto, y el amor es lo único, lo único, lo «único», ojalá usted se dé cuenta y ojalá le vaya bien, yo quiero lo mejor para usted. Pero tenemos que «hablar», no por mí, por usted, por los dos. Yo creo que le puedo ayudar (usted va a decir que qué boba ¿no?) o no ayudarle, porque usted no se deja ayudar, sino hacerle «ver», para que pueda ser feliz usted también. Yo ahora soy feliz con Ernesto. ¿Y sabe por qué no éramos felices los dos cuando vivíamos juntos? pues por eso, porque usted no se «entrega» Ignacio y yo creo que vivir es «eso» (fíjese ahora me acabo de poner a llorar yo sola como una boba sólo de acordarme, tan boba ¿no?). Bueno.
+O mejor dicho a lo mejor es que usted no quiere vivir, y entonces sí allá usted, yo no le puedo ayudar ni su mamá ni «nadie» (su mamá lo conoce muy bien, no es que ella no lo quiera a usted sino que es así, pero ella es su mamá, es una vieja sensacional, tengo que contarle, hablamos de todo), bueno.
+Usted sabe que yo no soy escritora ni nada Ignacio (el escritor es usted, ja ja), por eso a lo mejor no entiendo, pero yo creo que es por eso que tampoco puede escribir (qué tal que no fuera escritor, ja ja), ¿se acuerda que yo le decía que me escribiera un poema de «amor» y usted no podía?
+Escobar sintió un mareo de rabia al recordarlo.
+pues ¿sabe qué? seguro era por eso. No era que no pudiera como usted creía sino que en el fondo no «quería» porque le daba «miedo», perdóneme que le diga, por «cobarde». ¿Por qué no se dejaba llevar, y se sentaba, y me lo escribía? Pero claro, es que usted no se deja «llevar», por eso es que no vive las cosas sino que se sienta ahí a pensarlas y perdóneme que se lo diga pero a mí me parece que usted piensa «demasiado» las cosas y no hay que pensarlas «tanto», hay que dejarse llevar. Yo no sé si será como dice Leonor que es
+¿Leonor? ¿Con qué derecho llamaba Henna «Leonor» a su mamá?
+un problema suyo de «carácter», claro que ella lo conoce más que yo (desde que nació, ja ja) (((Ah, antes de que se me olvide Ignacio que llame a su mamá. Usted no va nunca a verla y ella está muy sola a veces, yo la acompaño todo lo que puedo pero claro, no es lo mismo))). Pero bueno, es que usted piensa las cosas demasiado ¿no cree!
+He estado pensando (ja ja: y yo diciéndole a usted que no piense tanto!!! pero es en serio, he estado pensando mucho, no sólo de lo nuestro sino de todo, monseñor Botero me dio a leer unos libros) (Nitch, bueno, de todo! ¿Usted ha leído a William Bleik (¿se escribe así!), en eso que dice de que empuja tu arado sobre las osamentas de tus antepasados? No parece cura, ya le digo, yo lo adoro), pero bueno, lo que le decía: he estado pensando, y yo creo que lo que le pasa a usted es eso, que es «cobarde». No cobarde de cobarde, ¿me entiende? Sino cobarde de que le dan miedo las cosas porque las piensa «demasiado» y después le da miedo vivir las cosas ¿me entiende? (por eso es que quiero que hablemos, Ignacio, usted sabe el trabajo que a mí me cuesta escribir) (y eso que ahora llevo ya ni sé cuántas páginas, no sé, me dieron ganas de escribirle. Pero quiero que hablemos. Yo creo que ahora sí podemos «hablar» ¿no? porque antes era haciendo el amor todo el rato (esto no se lo vaya a contar a Ernesto, ja ja). Pero por ejemplo yo pienso que usted es «cobarde» porque no se atreve a decirse la verdad usted mismo ¿me entiende? No digo que me diga la verdad a mí, o a mí no, digamos a cualquiera, no sé, a Fina (si no le importa que le nombre a Fina ¿sabe que no la volví a ver nunca? Yo no sé qué cara le hubiera puesto, porque imagínese) o digamos a la «otra» con que estaba esta noche (¿quién es? ¿Yo la conozco? Apenas pude verla, como usted no más me vio y salió corriendo. Pero su prima Lucía me dijo que usted había sido así siempre, que nunca lo reconocía a uno ni lo saludaba ni nada. ¿Sabe que es muy querida su prima? Pero Juan Manuel sobre todo, a mí me hace reír todo el tiempo!!! (¿Sabe que van a tener un bebé???!!!))) bueno, ahora me toca leer de para atrás a ver qué era lo que estaba diciendo. Bueno.
+Ah, sí, bueno (yo no sé cómo hacen ustedes los escritores, ¿sabe que en eso sí lo admiro?). No es que usted diga «mentiras», pongamos a mí (como las que me dijo! Pero bueno) eso no es lo grave, sino lo grave es que usted está «obligado» a decirle mentiras a todo el mundo y no sólo a mí sino a todo el mundo porque al principio se dice mentiras usted mismo ¿me entiende? Yo no sé, yo no podría, porque después le toca a uno «despreciarse» a uno mismo, o mejor dicho, no despreciarse sino odiar al otro por haberle dicho mentiras ¿me entiende? como si la culpa fuera del otro. Bueno, no sé.
+No sé, a lo mejor es que estoy pensando mucho, o mejor dicho leyendo mucho (yo nunca había leído a Nitch ¿usted sí? ((¿se escribe así? Nitch? Si tuviera aquí el libro lo copiaba del título, pero es que ya se lo devolví a Germán. Me suena rarísimo llamarlo Germán, ¿se imagina? Pero es que no parece cura, ni nada. Y él me dice que lo llame Germán. Me adora))
+Bueno, pero pienso que cuando uno se «miente» a uno mismo es lo peor que le puede pasar ¿no le parece?, porque es como si no se aceptara uno mismo ¿no? No sé explicar; o mejor dicho es que no sé escribir, pero es eso: porque entonces uno va explicando cada cosa, ah, esto por esto, ah, esto por esto, ah, esto por lo otro ¿ve? como en una serie. Menos el puro final ¿entiende? Que es cuando ya uno se miente a uno mismo. No sé, lo estuve medio hablando con Ernesto, pero él como no es así no entiende. Y al mismo tiempo yo no puedo decirle cómo es que es usted, ni nada (claro). (Claro que él sabe, ni bobo que fuera, lo de que usted y yo fuimos novios y todo eso, aunque no sé si sabe que vivimos juntos, aunque no sé, a lo mejor sí. Pero no sé, no me gusta hablar con él de usted). ((Además a veces me pongo como triste, lo boba ¿no?)) ((Ernesto está medio celoso de usted, le cuento)) (((Qué va, él es adorado, ni le importa. Bueno, sí le importa, pero no dice nada)))
+Ahí terminaba la carta de Henna. O tal vez no terminaba: se interrumpía. A lo mejor se había perdido alguna página. Pensó que la leería con Fina, cuando llegara Fina. Que no llegaba. Estaba ya borracho, pero se sirvió un whisky. Guardar la carta, dadas las circunstancias, podía ser quizás una imprudencia. Empezó a romperla. Lo pensó mejor. (Henna tal vez tenía razón en eso: pensaba demasiado las cosas). La guardaría en un libro, hasta que volvieran mejores tiempos.
+Dobló la carta, la colocó entre las páginas del Nuevo Testamento. Estaba guardando tal vez demasiadas cosas. Repescó tras los libros el sostén de Patricia, que además —se dio cuenta— estaba mal escondido. Tal vez debería tirarlo a la basura. Pero no era basura. Se arrepintió ya en la cocina. Tenía hambre. Comió unas tajadas de queso, pasándolas con whisky (mira Fina: hice mercado. Yo solo, como un hombre), y se lavo los dientes para que a Fina el beso del retorno no le supiera a queso. Recorrió toda la casa pensativo, buscando un escondite apropiado para los encajes de Patricia. Un sitio en donde no los encontrara Fina en algún repentino frenesí de limpieza, y donde al mismo tiempo no se le olvidaran a él. Abrió cajones, cómodas, incluso la peligrosa caja de la luz. Abrió el armario de la ropa de Fina. Estaba vacío.
+Extrañado, volvió a cerrar. Y volvió a abrir de inmediato, sin entender todavía, para mirar de nuevo la insólita limpieza de las tablas, las perchas relucientes, y ese papel del fondo del armario, con cisnes, que no creía haber conocido nunca. Dejo caer al suelo el vaso, el sostén de Patricia, no los oyó caer, sintió que el corazón se le paraba como un reloj en el pecho y que de todo el cuerpo se le vaciaban las fuerzas. Pero seguía en pie, con los ojos abiertos de incredulidad ante el inaudito papel pintado de cisnes del fondo del armario. Eran, ahora veía, cisnes volando en bandada, como patos, y nunca hubiera sospechado que los cisnes pudieran volar, en el armario desmantelado y vacío que aún conservaba un tenue olor a Fina. Y de repente, al percatarse de ese olor intangible y ya irrecuperable, le golpeó el pecho un vahído y se encogió de súbito y cayó al suelo de rodillas, desjarretado de un golpe, y respiró una enorme bocanada de polvoriento olor de alfombra y se quedó tendido con los ojos abiertos y sin lágrimas clavados en el piso. Estaba borracho, Fina no iba a volver. Sólo había vuelto para irse. Se arrastró por el suelo, trepó con pies y manos a la cama tendida, vestido, hecho un ovillo, con las rodillas en la boca. Mordió las rodillas hasta que le dolieron las mandíbulas. Se le desgajó de golpe un llanto silencioso, una crecida súbita de lágrimas calientes y rabiosas, un zumbido de horror en lo más alto de la garganta, ya junto al cerebelo. Y se durmió, también de un solo golpe, con la luz encendida, entre el perfume intenso de las flores inútiles.
+Se despertó vestido, sorprendido de estar vestido, descansado, tranquilo. En el baño volvió a golpearlo el horror de lo real: los estantes vacíos, sin cremas limpiadoras, sin maquillajes ni potingues. Habían sobrevivido, arrinconados, incluso al paso devorador de Henna. Y ahora ya no estaban más. Su propia cara en el espejo le pareció absurda.
+¿Dónde buscar a Fina?
+Golpeó con decisión en la puerta de abajo. Le abrió la sirvientica, roja de confusión, rehuyendo su mirada.
+—¿Tú no viste a nadie ayer?
+—Sí cómo no, doctor, vino la señora, con un taxi.
+—¿Con alguien?
+—El chofer.
+—¿Sólo el chofer?
+—No sé, doctor, no vi, no me fijé.
+—¿Por qué no te fijaste?
+—Yo no sé, doctor. Sólo sé que pitaba y pitaba.
+—¿Para dónde se fueron?
+—Yo no sé, doctor, yo no vi, no me estaba fijando.
+La sirvientica estaba al borde de las lágrimas, ya con agua en los ojos. No era su culpa, claro, pero debía haberse fijado, haber apuntado la placa del taxi.
+—¿Tú sabes escribir?
+—Un poquito.
+No era culpa suya, pobre. Escobar le dio las gracias.
+—¿El doctor está enamorado de la señora?
+La pregunta lo cogió por sorpresa. No era eso. Sí, claro, estaba enamorado.
+—No es eso. Es que pensé…
+Volvió a subir las escaleras, caviloso. ¿Dónde buscar a Fina, sin un indicio, sin ni siquiera el número de la placa de un taxi? Ana María. Pero Ana María nunca le diría nada. Su familia en Cali. No tenía ni idea de la dirección de su familia en Cali. Ni del nombre de su papá. Un señor Gómez, ingeniero. Era increíble: había vivido más de tres años con Fina y no tenía ni idea de cómo se llamaba su papá. ¿Tenía hermanos? Sí, tres, o cuatro. La menor se llamaba Titi, o Tuti, o Tati. Era un indicio muy vago. Una niña de ocho años o por ahí que se llamara Titi o Tuti o Tati y que viviera en Cali. En las novelas encuentran a la gente por la etiqueta de la lavandería. Pero Fina se había llevado su ropa. No iba a ser fácil.
+Examinó el armario vacío, centímetro a centímetro. No había ni un hilo. Le pareció que el olor encerrado era menos intenso que la noche anterior, y se confundía ya con el aroma marchito de las flores. No iba a poder seguir sus huellas tampoco por el olfato. Respiró hondo el olor del armario, muy tenue, olor a polvo. Estornudó.
+En una tabla de arriba, en el fondo, encontró unas sandalias. No recordaba que Fina hubiera calzado jamás sandalias. Parecían de Henna. Las examinó, dubitativo. Henna debía tener el pie más grande, pero no podía estar seguro. Las colocó en el centro del cuarto e intentó recrear a Fina entera con la imaginación a partir de las sandalias (verdes, de un cuero que imitaba plástico: no podían ser de Fina), como un naturalista que reconstruye un esqueleto de ictiosaurio partiendo de una vértebra lumbar. De aquí salía el tobillo, subía la pierna, la rodilla, el muslo, la cadera llegaba por aquí más o menos. Esto era el vientre, con una cicatriz de apendicectomía aquí, a la derecha. ¿O a la izquierda? La memoria es terrible. (¿O era Henna la que tenía una cicatriz?). No podía ser que ya no recordara a Fina. Los ojos. ¿De qué color tenía los ojos? Cambiantes. No podía ser, no podía ser que ni siquiera recordara ya con exactitud de qué color tenía los ojos Fina. Pensó que hubiera debido fijarse el día anterior. ¡El día anterior! y le quedaba toda la vida por delante. Toda la vida sin Fina. ¿Pero en dónde empezar a buscarla, y cómo, si ni siquiera sabía ya cómo era? No podía recorrer el país como un imbécil preguntando por una niña con los ojos cambiantes.
+Hacía tiempos (años: en los primeros días de su noviazgo) había escrito un poema a los ojos de Fina. No recordaba ni una línea. Se sentó en el suelo al lado de su mesa, sacó los cajones, se puso a rebuscar entre papeles viejos. Poemas, fragmentos de poemas, traducciones de poemas del tiempo en que hacía traducciones para una efímera revista literaria. Un romance lorquiano recortado de un suplemento de periódico, amarillo y quebradizo entre los dedos:
+Sobre la tierra de gente
+cruzan pájaros de hierro.
+Papeles doblados o enganchados con grapas, versos sueltos garabateados en una esquina de periódico, en el margen de otros versos, un cuaderno de resorte lleno de breves prosas poéticas, ecolálicas. Lo invadía un rubor retrospectivo. Esbozos de sonetos. En una época había practicado con tesón el soneto. Versos automáticos de su época surrealista, versos enigmáticos de su época simbólica. El comienzo de un poema épico sobre Bogotá. No podía ser que toda su vida se la hubiera pasado escribiendo los mismos versos. Recortes de periódico, una admirable receta de cocina de lubina a la sal que era casi una oda anacreóntica. Notas para artículos (en una época publicaba artículos en suplementos literarios). Dos versos sueltos en un papel, que le gustaron: las cosas son iguales a las cosas / luz en la luz, memoria en la memoria. No le parecieron suyos. Una larga lista de pelajes de toro: bragado, entrepelado, barcino, zaíno, lombardo, bocinero, ensabanado, gateado, jabonero, galano, tozalbo, sirgo, capirote, sardo, cárdeno, meco, meleno, caribello… Nunca conseguirían sus propios versos alcanzar esa perfecta sonoridad precisa, necesaria. Carpetas rojas y grises rebosantes de versos. Fina las había empezado a ordenar alguna vez (Fina no volvería). Ah, sí, el poema de los ojos de Fina. Le molestó encontrarlo: no se lo había llevado con su ropa.
+Tus ojos son dos barcos
+en el agua profunda.
+Tus ojos son el agua
+clara y profunda.
+Agua y agua cambiante.
+Tus ojos no los tiene
+mi niña nadie
+mi niña nadie.
+Eso. Ojos cambiantes. No había avanzado un paso. Recordó que los versos eran también cambiantes, cosa que había encantado a Fina:
+Tus ojos son dos barcos
+tus ojos son el agua
+agua y agua cambiante
+mi niña nadie.
+En el agua profunda
+clara y profunda
+tus ojos no los tiene
+mi niña nadie.
+Clavó en la pared los dos ojos escritos, a la altura de los ojos verdaderos de Fina, y nuevamente trató de reconstruirla en el aire. El pelo, la nariz. No le salía la nariz. A lo mejor no era buen naturalista. O a lo mejor los ojos del poema no tenían nada qué ver con los de Fina. No era un buen poeta. No era nada, en el fondo. Y nunca había querido ser nada.
+Durante toda su infancia le había irritado muchísimo la ambición insaciable de su hermano Focioncito, que quería ser de todo. Quería ser empleado de la luz, para trepar postes con garfios en los pies. Quería ser agente de la Policía Montada del Canadá. Quería ser dueño de un martillo neumático para perforar calles. Quería ser ciclista, chofer, camionero, policía de transito, conductor de una grúa. Escobar no quería ser absolutamente nada. Focioncito corría y daba saltos, y se ponía rojo del esfuerzo. Escobar se quedaba dormido en el jardín, mirando nubes, con la boca abierta. Su mamá decía (él la oía perfectamente, y ella sabía perfectamente que la oía):
+—Yo no entiendo el carácter de este niño. Es un niño que no tiene carácter.
+Una tía ilusionada había opinado:
+—Qué niño tan poético…
+Y así, a la larga, por inercia, había sido poeta, que es como no ser nada. Un refugio, una disculpa. Había sido poeta porque le producían horror las vibraciones de los martillos neumáticos para perforar calles, porque le daban vértigo los postes de la luz, porque le parecía espantoso tener que viajar hasta el Canadá para ser agente de la Policía Montada. Era eso, tal vez: carecía de carácter. Y si no hubiera sido por su tía ilusionada, hubiera sido diplomático.
+—Con tu figura, mijo, tienes el camino andado —le había dicho cien veces Lulucita Pineda.
+Fue a mirarse al espejo. Observó críticamente su figura. Sobre la frente las entradas del pelo empezaban a ser considerables. La barba, en cambio, empezaba a tener muy buen aspecto. Últimamente le habían empezado a brotar rollos de carne blanda en las caderas, la barriga empezaba ya a curvarse, cubriendo el cinturón. Tendría que pensar en hacer ejercicio. Ah, pero hacer ejercicio, como los jóvenes ejecutivos… No era un joven ejecutivo. No era nada. No tenía carácter. No tenía figura, y su figura no tenía carácter. No sabía quién era.
+Interrogó al espejo:
+—Escobar, ¿quién eres? Escobar…
+Nadie. Hasta en ese momento, tan grave, no era nadie: copiaba a Ángela.
+Ángela, mierda. Había perdido a Ángela. Culpa de Fina. Mierda, había perdido a Fina. Culpa de Ángela. Sí, pero había perdido a Fina. Ni siquiera recordaba cómo eran los ojos de Fina. Cambiantes. Mierda, había perdido a Fina.
+Volvió a la sala, armó un varillo con su hierba nudosa de la Sierra. Fumó. Solo en la vida, con ganas de llorar sobre sí mismo. Ya nadie lo quería. Ni él quería a nadie.
+¿Había querido a Fina? Sí, claro, Fina… O tal vez no. No recordaba ni siquiera sus ojos. Tal vez no había querido a Fina: había sido la inercia. Cuando se fue a dar cuenta, Fina ya estaba ahí. Tal vez no había querido nunca a nadie. Nunca había querido ser de verdad el hijo de su madre. Aunque, claro, su madre hubiera preferido siempre que él no fuera su hijo, teniendo a Focioncito. Ni siquiera había odiado a Focioncito. ¿O sí? Tal vez. Se había matado a tiempo, cayendo de un columpio. Muchas veces se había preguntado Escobar si no lo había matado él, que a lo mejor en ese día lejano empujaba el columpio. Un empujón torcido, un cimbronazo pérfido a la cadena, y paf. Pero no era probable que jamás se hubiera puesto él a empujar un columpio. A lo mejor había matado a Focioncito, pero probablemente no. Mil veces, en su cama de niño, frente a la cama vacía e intacta de su hermano, había imaginado con todos los detalles que el muerto era él, e incluso se había visto: pobre Ignacito muerto. Y había llorado, solo. Había pensado que a lo mejor su madre lloraría, viéndolo muerto. Pero sabía que no. Y había llorado solo. Lloró ahora, de sólo recordarlo.
+Pero ya no era hora de llorar. Tenía que hacer algo.
+Pero, ¿qué? No era un hombre de acción. No era nada. Tenía que empezar a ser algo.
+¿Qué?
+El varillo se le apagó entre los dedos, dejando en el papel una mancha aceitosa. Lo dejó caer sobre la alfombra. ¿Qué hacer? Estaba solo. Podía buscar a Fina. Ah, pero dónde…
+Sí. Buscaría a Fina. Recobraría a Fina. Eso, para empezar. No podía permitir que la vida, su vida, se le volviera polvo entre los dedos. Ana María tenía, sin duda, la dirección de Fina en Cali. Un señor Gómez, ingeniero. Y si no, su tío Foción podría ayudarlo: los bancos saben siempre encontrar a la gente: no podía haber tantos Gómez ingenieros en Cali, padres de varias hijas, una Fina, otra Tuti, y varias intermedias, una o dos. Más aún: trabajaría en el banco. Poco a poco, a fuerza de trabajo y de acción, escalaría posiciones en el banco. Usaría las corbatas de su madre. Iba a vivir la vida que nunca había vivido. Iba a ser un buen hijo. Visitaría a su madre. Se casaría con Fina. Tendrían un hijo, o varios. Haría todo lo que nunca había querido hacer. Su vida, veía ahora, sólo había estado hecha de rechazos: no ser hijo, no ser padre, no trabajar en el banco. No ser él. No ser nada, ahora iba a ser. Ya verían.
+Maquinalmente, empezó a armar un nuevo cacho de marihuana de la Sierra.
+No, no era eso. Lo rompió. Tiró toda la hierba en medio de la mesa. Dejó todos sus papeles regados en el piso. Los guardaría más tarde. No: los barrería. Iba a ser otro, de ahora en adelante.
+Se levantó para ir a contemplar su nuevo rostro ante el espejo. Se detuvo con un pie en el aire. No: ese sería el primer paso de su nueva vida: no mirarse al espejo.
+Todos los teléfonos públicos del vecindario estaban rotos, saqueados, sin cables, marcados con letreros obscenos o absurdos, muchas veces en verso. Pero no le inspiraron ni envidia ni nostalgia. Tomó un taxi, atravesó el desorden de la ciudad, sintiéndose curiosamente indiferente: sólo veía pasar muchedumbres borrosas, casas, carros, por la ventanilla cerrada como por la hermética plancha de vidrio de un acuario. El viaje al centro se le pasó en un soplo. Timbró en la casa de Federico. Volvió a timbrar al cabo de un buen rato. Oyó por fin un trote tras la puerta y una voz de mujer:
+—Ya va, ya va, ya va…
+Le abrió la muchacha de pelo rizado, abotonándose la blusa.
+—¡Qué milagro, don…! —vaciló, como si no lo reconociera. ¿Tanto había cambiado?
+—Qué tal, Semíramis. ¿Está Federico?
+—Berenice, don…
+—Perdón. Berenice. Ignacio. Ignacio Escobar.
+—¡Eso, don Ignacio! Usted sí ni más, ¿no? ¿Y ese milagro?
+Tal vez era un milagro, en efecto. Hizo un vago gesto con la mano.
+—¿Está Federico?
+—Salió con la señora Anmery. Pero siga se toma un tintico, don Ignacio.
+—¿Ana María tampoco está? Tenía que hablar con ella…
+Berenice rio, se echó hacia atrás de un golpe la cabellera negra con las manos, mostrando las axilas.
+—Pues eso sí le va a tocar tomarse su tintico con calma, don Aiñas. Los dos se fueron para la clínica, y hasta que la señora Anmery se mejore.
+—¿Se mejore? ¿Qué tiene?
+Berenice soltó risotadas ruborosas, ocultándose el rostro con un mechón rizado y negro, reluciente. Escobar se inquietó. Podría ser cáncer.
+—¿Qué tiene Ana María? ¿Es grave?
+Berenice volvió a reír, confusa. Acabó haciendo un gesto ambiguo sobre su vientre, enfundado en unos pantalones verde menta. Escobar recordó al fin que Ana María debía estar ya por parir. Ah, claro. Pero eso complicaba las cosas.
+—Siga se toma su tintico don Aiñas que eso siempre es demorado.
+—¿Y Ángela?
+—La señorita Einchi se fue con el niño Mateo hasta que ya vuelva a la casa la señora Anmery —le picó un ojo pícaro.
+—¡Es que ese don Fedy es un demonio…!
+Escobar entró. Se tomaría un tinto. Berenice le abrió el paso taconeando, contoneando las nalgas entre los pantalones tensos a reventar. Espantó a los dos gatos de la mesa.
+—¡Chite gatos!
+Los gatos se escurrieron entre los lienzos arrumados y los fragmentos de yeso, de mala gana, silenciosos. Berenice agitó su cabellera rizada, húmeda, negra, brillante.
+—Me estaba lavando la cabeza, don Aiñas, pero no le hace. Ahoritica le traigo su tintico.
+Escobar se sentó, sin saber qué hacer. Ah, sí: llamar a su tío Foción. Un señor Gómez, de Cali, ingeniero: ¿cómo podría localizarlo?
+Primero tuvo que buscar en la lista el teléfono del banco. Foción no estaba. Buscó el teléfono de su casa. Contestaron simultáneamente por tres teléfonos distintos: su tío Foción, su tía Clema, su prima Patricia.
+—¿Tío Foción? Soy Ignacio.
+—Ah, Ignacito… —dijo su tío Foción.
+—Quihubo, Ignacio, casi no llama, ¿no? —dijo Patricia.
+—Mijo… ¿cómo está tu mamá? —interrogó su tía Clemencita.
+—Bien. No. Bueno. Mira, tío, te llamo porque…
+—¡Cuelga, papá, que es para mí! Es Ignacio —gritó Patricia.
+—Ignacito me está llamando a mí, mija —dijo Foción por el otro teléfono—. En esta casa también me llaman a mí, no creas. Tú no eres la dueña del teléfono.
+Su tía Clema intervino por el otro teléfono.
+—No peleen, mis amores, no peleen. Ignacio, diles tú que no se pongan a pelear otra vez, se me pone la cabeza como un…
+—Cuelga, mija.
+—Cuelga tú, papá.
+—Estoy hablando con tu primo Ignacio, ¿no oyes?
+—¡Ay, papá, me está llamando a mí! Qué va a querer hablar Ignacio con un viejo reaccionario. ¿No es verdad Ignacio que me llama es a mí? Cuelga, papá, por favor. Fíjate que te lo estoy pidiendo por favor.
+—¿Oíste, mijo? ¿Oyes a esta muchachita impertinente? En mi propia casa… Mijita, puede ser una llamada importante, puede ser de la Presidencia.
+—Papá, por Dios, ¿no ves que es Ignacio? Te estás volviendo gagá. Cuelga.
+—Mijita, no le digas eso a tu papá —intervino la tía Clemencita.
+—¡Ay, mamá! ¡Cuelga también tú! Estoy hablando con Ignacio. ¿Ve, Ignacio? Eso es lo que pasa siempre. Cada vez que alguien llama, ellos descuelgan. Me tienen vigilada. A ver si hablo a escondidas con Jefferson.
+—Ese nombre no lo vuelvas a mencionar en esta casa —tosió Foción.
+—¡Ay, papá, por favor…! Jefferson, Jefferson, Jefferson Calarcá Marroquín! ¿Ya?
+—Mija, te prohíbo…
+—¡Ay, mis amores, no peleen!
+—Qué me prohíbes, a ver: qué me prohíbes.
+—Te prohíbo que vuelvas a mencionar en esta casa el nombre de ese negro. ¿La oyes, Ignacio?
+—¡No es negro!
+—Negro como este teléfono, mijita.
+—Ja ja ja, déjame que me ría, qué buen chiste: ja ja. ¿Los oye, Ignacio? —A Patricia le temblaban las lágrimas en la voz—. Son unos viejos reaccionarios y huevones.
+—¡Mija! ¡Tu mamá está oyendo por el otro teléfono!
+—¡Pues que oiga! Ya es hora de que aprenda, todo el día ahí quejándose…
+—¡Mija! —Se oía la voz de Foción, apoplético, estertoroso en su enfisema— ¿Esas son las cosas que te enseña ese negro?
+—¡No es negro! Además no me las enseña, las aprendo yo sola. ¿Tú crees que sigo siendo un bebé? ¿Se fija, Ignacio? Creen que soy un bebé. Cuénteles, usted que sabe…
+Se oyó por el teléfono la risa de Patricia, divertida. Hizo una voz sensual:
+—… lo que sabemos…
+Foción estertoró:
+—¡No me digas que ese negrazo se ha atrevido…!
+Y la tía Clema intervino, llorosa:
+—Salido de quién sabe dónde, mija, eso no es muchacho para ti… Ignacio, díselo tú a ver si a ti te hace caso, ya ves que a nosotros es como quien oye llover.
+—Se ha atrevido a qué, a ver, papá: dilo, dilo tú, si te atreves.
+—No me interesa saber a qué se atreve ese… señor —hizo Foción con un audible esfuerzo—. Déjame hablar con tu primo. ¿Oíste, Ignacito? Todo el día hablando del negrito ese…
+—¡Jefferson no es negro! Y además al fin qué: negrazo o negrito. Y además no seas racista. Además ya no hablo con él: peleamos.
+La tía Clema intervino por el otro teléfono:
+—¡No sabes cuánto me alegro, mijita! No sabes cómo estábamos de preocupados tu tío Foción y yo, Ignacito. Un muchacho dizque Marroquín, de no sé dónde… Pero en todo caso no de los Marroquín Marroquín, sino ve tú a saber… Además parece que era medio comunista.
+—¡Comunista no, no seas ignorante, mamá!
+—¡Mija! ¡No le hables en ese tono a tu mamá!
+—¡Entonces dile tú que no hable de lo que no tiene ni idea! ¿La oyó, Ignacio? ¡Comunista! Socialista: del Partido Socialista de los Trabajadores.
+—Eso, de los trabajadores… —se defendió débilmente la tía Clema.
+—Por favor, mamá, cuelga de una vez y no te metas en lo que no te importa.
+—¡No le alces la voz a tu mamá! —roncó Foción, luchando por tragar aire— ¿La oyes, Ignacio? Y no vuelvas a mencionar a ese individuo.
+—¡Ja! ¡Ahora es individuo! Qué elegante. ¿Los oye, Ignacio, ve cómo son? ¡Es que no me los resisto! Pero bueno, papa, ¿es que tampoco me vas a dejar hablar con Ignacio? Cuelga, fíjate que te lo pido por favor. Es Ignacio, tu sobrino Ignacio, Ignacio Escobar Urdaneta, de magnífica familia. ¿Eso sí? ¿Con él sí puedo hablar? Pues entonces cuelga, por favor. ¡Ah, Ignacio, dígale usted que cuelgue, que cueeeeelgueeeee!!!! Me voy a volver loca.
+Escobar colgó.
+Bueno. ¿Qué hacer entonces? Berenice le había servido un tinto. Lo bebió. Berenice se había cambiado los pantalones verde menta por una minifalda que le dejaba al aire la carne de los muslos, y ahora hacía sonar pulseras en los brazos desnudos. Daba vueltas por el estudio.
+—¿Sí le quedó bien de azúcar su tintico, don Aiñas?
+—Sí, gracias, Berenice, perfecto.
+—¡Es que como los hombres son tan reparadores! —rio Berenice, coqueta.
+Escobar encendió un cigarrillo. ¿Qué hacer? Berenice volvió a emerger del fondo, ahora con una blusa de volantes y una falda estrecha.
+—¿Me está haciendo un desfile de modas, Berenice? —Ella rio con risa sensual, nerviosa, se dio un golpe para hacer revolear la mata de pelo, caminó columpiando las caderas.
+—¡Uy, eso qué, don Aiñas!
+Dio más vueltas, deteniéndose a observar las esculturas de Federico.
+—¿A don Aiñas sí le gustan las cosas que hace don Fedy? Yo es que como no entiendo…
+—Es que es arte para el pueblo —explicó Escobar.
+—¡Ah, de razón! Yo sí decía: ¡tan raro!, ¿no?
+Siguió contoneándose. Escobar no le hizo mucho caso. Marcó el número de su mamá. Quería decirle que la amaba, que iría a verla más tarde, que quería felicitar a Henna y a Ernestico por su matrimonio, que él mismo se iba a casar con Fina e iba a tener varios hijos. Que quería darle las gracias a Henna por todo. Y a su mamá: las gracias por haberlo parido, por haberle dado el maravilloso regalo de la vida. Vivir, vivir. Iba a vivir, de ahora en adelante.
+—¡Mamá!
+—Mijo. No llamas nunca.
+—No había podido, mamá. Pero ahora sí, te prometo. Es que tenía el teléfono dañado.
+—Mentiras, mijo. Como siempre.
+—Esta vez es verdad, mamá. He cambiado. ¿Estás sola? Voy a ir a visitarte.
+—Ay, hoy no, mijo. Viene gente.
+—Y ¿qué? Yo también voy.
+—No, mijo, es que viene todo el mundo. Viene Lulucita. Y Ricardito, claro, y monseñor. Más bien ven otro día.
+—Y ¿qué? Cada vez que voy están todos allá. Allá voy, mamá, espérame.
+—Pero, mijo, es que viene gente a tomar té.
+—Todo el mundo va todos los días a tomar té, mamá.
+—¿Por qué no vienes mejor mañana? O pasado, no sé.
+—¿Qué te pasa, mamá?
+—Es que tengo la tensión bajísima. Tú sabes.
+—¿No quieres que vaya?
+—Sí, mijo. Pero otro día.
+Escobar meditó un momento, desconcertado.
+—¿Es cosa de Ernestico?
+—Ay, mijo: tú crees que lo de la tensión es un cuento de Ernestico para sacarme plata. Y me imagino que sí, pero pobre. Ah, se casa, ¿sabías? Con esa novia caleña que tenías tú, tan querida, Fina.
+—Henna.
+—Henna, o Fina. Todo se me olvida, mijo.
+Escobar se contuvo.
+—¡Qué bueno! Yo también me voy a casar, mamá, quería contarte.
+—¿Ah, sí?
+—Sí. Con mi novia caleña, Fina. ¿Te acuerdas? Vamos a tener un hijo.
+Al otro lado del teléfono doña Leonor no demostró el menor interés.
+—Ah…
+—Pero, mamá: ¿no querías un nieto?
+—¿Un nieto? No, mijo. Yo que voy a hacer con un nieto a estas horas de la vida.
+—Pero mamá…
+—Bueno, mijo. Te tengo que colgar. Estoy esperando a ver si llama alguien.
+—¿Quién?
+—No sé. Alguien. Estoy tan sola…
+Y colgó. Escobar se quedó un instante con el teléfono en la mano, sintiéndose un imbécil. Empezó a marcar de nuevo, con rabia. Colgó con fuerza. Berenice volvió a entrar desde el fondo, vestida ahora con un breve vestidito que parecía estallar por las costuras: le llegaba a las ingles. Creyó reconocer el color rosa y negro, la textura crujiente y huyente de la seda: sí, era el vestido de Ángela.
+—¿Don Aiñas sí me haría un favorcito? —interrogó Berenice, insinuante, felina, ronroneante, volviéndose de un golpe para mostrarle su espalda carnosa y redondeada, recogiendo sobre la nuca su negra cabellera.
+—Es que no logro ajustarme el brasier —confesó, riendo.
+Escobar le ajustó las dos tirantas negras que le mordían los hombros y la espalda. Ella dejó un instante todavía los brazos levantados, los hombros ofrecidos, las axilas desnudas y afeitadas. Le lanzó una mirada tentadora por encima del hombro, entornando los párpados y haciendo con la boca un corazón pintado de escarlata:
+—Don Aiñas sí es un yéntelman…
+Al volverse le rozó el pecho con los dos senos poderosos, perfumados, recubiertos de una capa de polvos de talco, que emergían del sutián negro de satín reventando la seda del vestido. Era el vestido de Ángela. Rio con risa sensual, inflando la garganta, alzando la barbilla.
+—¡Uy, loco! —le dijo, dándole un empujón en el pecho.
+Berenice estaba tratando de seducirlo.
+—¿Un traguito, don Aiñas?
+El hombre abandonado tiene eso: una cosa indefinible que atrae irresistiblemente a las mujeres. De la misma manera, en la estación del celo los machos de ciertas especies de insectos despiden un olor especial que seduce a las hembras. Las luciérnagas, o algunas mariposas nocturnas. Escobar no recordaba bien.
+Berenice reapareció con una botella de whisky y dos vasos, y el vestido de Ángela desabotonado casi hasta la cintura. Sirvió casi hasta el borde.
+—¡Uy, lo boba!… Me serví yo también. Bueno, yo me lo llevo a la cocina. Yo a veces allá sola me tomo mi traguito. Pongo mi música y… ¿don Aiñas no quiere musiquita?
+Puso en el tocadiscos la voz amelcochada de Julio Iglesias.
+—¡Ay, ese hombre sí es que canta divino! —exclamó, despechugándose aún más el vestido.
+… me olvidé déehh
+viviihir…
+cantaba Julio Iglesias. Y sí, era eso: se había olvidado de vivir. La vida natural, la verdadera vida, es la vida que canta Julio Iglesias. Dentro de sus proyectos de futuro anotó mentalmente el de comprar todos sus discos. Recogió del suelo a los gatos, atrapándolos por la piel del pescuezo. Uno escapó, bufando, con la cola estirada, se sentó lejos a mirarlo con desprecio y después lo ignoró y se lamió los dedos de una pata, uno tras otro. Escobar acarició el lomo del que le quedaba, que primero se arqueó bajo sus dedos y luego se afianzó en su regazo, ronroneando.
+—¡Ay, qué tal que una fuera gata para que la acariciaran así de rico…! —opinó Berenice.
+¿Y por qué no? Era una vida nueva. Su propia vida. Se había olvidado de vivir. La vida hay que vivirla, había dicho el coronel Buendía, que visiblemente era un hombre que no había perdido la vida en pendejadas. Escobar tendió la mano y la plantó en el anca firme de Berenice.
+—¡Uuuy, don Aiñas…! —se atoró blandamente Berenice. No protestó. Escobar afirmó la presa de sus dedos en la nalga—. Don Aiñas sí es un demonio… —aseguró Berenice con voz ronca, parpadeando con ojos de coqueta, abriéndose camino para sentarse en sus rodillas. El gato saltó al piso.
+Con Berenice sentada en las rodillas Escobar no supo qué hacer. Ella hacía un ruido de arrullo con la garganta.
+—Berenice.
+—Mmmmmmmm… Aiñas…
+—Berenice, perdón un momento, tengo que hacer una llamada.
+—Mmm… Loco, Aiñas, usted sí es mucho loco…
+Se dejó caer sobre él, empujándolo blandamente con el busto. Sonó el teléfono. Berenice se limitó a estirar el brazo para descolgarlo.
+—¿Jelloou? —dijo con voz sensual—. ¡Quihubo, ole…! No, amorcito, yo aquí sentada como una boba esperándolo… Uy, ole, cómo dice esas cosas, qué tal que nos oigan…
+Reía con risa de garganta, arrojando la garganta hacia atrás, acomodándose mejor en el regazo de Escobar, que no sabía qué hacer exactamente. Trató de empujarla hacia un lado. Ella se acomodó mejor. Pesaba bastante. Sin dejar de respirar hondo por la bocina del teléfono, le acarició la nuca con las uñas, tratando de llevarle la cabeza a sus senos. Escobar la empujó y se puso en pie, tambaleándose, y echó a andar hacia la calle. Tenía que buscar a Fina, mierda. Berenice, alarmada, barbotó en el teléfono.
+—¡Uy, no cuelgue amorcito que se me quema una cosa que puse en la estufa, no cuelgue, loco, no cuelgue…!
+Corrió tras Escobar.
+—Pero, loco, qué le pasó, eso yo ahorita no más cuelgo, no se ponga así, es un primo mío…
+Escobar la apartó, siguió andando hacia la puerta. Berenice se paró a mirarlo con los brazos en jarras, ofendida.
+—¡Mejor dicho, mírame, el hombre nos salió marica…! —dijo con desdén. Y volvió taconeando a su teléfono, sin volverlo a mirar.
+Escobar anduvo tres o cuatro cuadras sin mirar hacia atrás, sin parar en las esquinas, oyendo apenas el chillido de llantas que frenaban para no atropellarlo. Estaba horriblemente deprimido. No sabía qué hacer. La inercia lo detuvo ante un teléfono. Estaba intacto, y funcionaba. Sacó un puñado de monedas. Las volvió a guardar en el bolsillo. ¿A quién llamar? ¿Qué hacer? A Fina, tenía que encontrar a Fina. Pensó en ir a la clínica, para que Ana María le diera la dirección en Cali. Ah, pero la iba a encontrar en los horrores del parto, sin duda no tenía la dirección ahí, etcétera. Además, no sabía el nombre de la clínica. Podía ir a Cali. Sí, pero eso era difícil. Foción, Foción era la única esperanza, Foción y sus contactos: si había sacado a Federico de la cárcel, podía encontrar a Fina en Cali. De paso, le pediría trabajo. Pero era mejor verlo al día siguiente, en la oficina, sin la tentación de Patricia. Al volver a su casa tiraría a la basura el sostén de Patricia. Pero no tenía ganas de volver a su casa.
+Tenía hambre. Por ahí debía estar la tienda maternal de la gorda y la changua, pero no sabía en dónde. Recorrió calles hacia el sur, sonámbulo. Entró en un restaurante lleno de bombillitos de colores que resultó ser italiano. Le dieron una pizza horrible. Un camarero con grandes medialunas de sudor bajo los brazos lo obligó a pedir un vino rosa pálido, agrio, que le dio arcadas y le salió carísimo. Había gente. Vio gente manoteando, oyó voces. Pagó una cuenta enorme. A la salida, un lotero cojo y manco quiso obligarlo a comprar la lotería, garantizándole la suerte. Vaciló. Supo resistirse. Caminó más, entre loteros, mendigos, vendedores de relojes robados, tipos de sombrero negro, mujeres que gritaban ¡Marlboro Marlboro Marlboro Marlboroooo!, niños que huían, gente que tropezaba, siguiendo a veces involuntariamente el culo de una niña entre la muchedumbre, perdiéndolo sin saber dónde, entre sus pensamientos. Compro un reloj. Se lo robaron. Vio barrenderos pensativos apoyados en su escoba, con los ojos cerrados bajo el casco naranja del municipio. Vio fotógrafos ambulantes. Nadie le tomó fotos. Árboles grandes, edificios inmensos, una fuente en la mitad de una especie de parque pavimentado de cemento, bajo los altos árboles. Un fotógrafo de máquina de trípode, ciego, paralítico. Niños dormidos en el piso. Tenderetes de libros. Sin verlas, hojeó las obras completas de Enver Hoxa, de Trotsky, de Stalin, de Mao Tse-tung, de Lenin, de Dimitrov, del Che. Se quedó luego largo rato mirando el cabrilleo de la fuente, el vaivén de los chorros de agua, el burbujeo. Una nata espesa, sembrada de colillas, cubría el agua. Le golpearon el hombro: era un niño de Dios, calvo, tristísimo, ofreciendo amor.
+—Amor, hermano.
+Se apartó. Vio venir a su tío Alejo a través de los árboles, apartando mendigos y loteros con la punta del paraguas. Se escondió tras un tronco. Lo vio pasar, subir una breve escalinata, atravesar una puerta de cristales relucientes que le mantuvo abierta un portero galoneado. Vio que el niño de Dios recogía una colilla del piso, la encendía con ansia. Se acercó a un quiosco a comprar cigarrillos.
+—Amor, hermana —le dijo a la mujer rechoncha que le vendió los cigarrillos. La mujer dio un respingo.
+—¡Váyase a amar a su mamá, gran hijuemadreee!
+Su mamá… Se encogió de hombros. Se alejó, sin reclamar las vueltas. No había taxis. Cogió un bus atestado de gente, de olores concentrados y densos, de caras quietas, de música de radio:
+¡Dime cómo me arranco del alma
+esta pena de amor!
+¡Esta pena de amor!
+¡Esta pena de amor!
+¡Dime cómo me arranco del alma
+este inmenso dolor!
+¡De esta pena de amor!
+¡De esta pena de amor…!
+Atravesaron la ciudad sin que se diera cuenta, en el vacío.
+Habían pasado horas. No había hecho nada. Subió las escaleras de su casa resoplando de angustia, muriéndose, parando en los descansos. Lo detuvo la sirvienta de abajo.
+—Doctor, doctor, la señorita le dejó una razón.
+Se le paró el corazón. ¿Cuál señorita?
+—¿La señora?
+—Una señorita alta, con un niño y un perro grandote. Le dejó este papelito al doctor…
+Se desabotonó el uniforme en el pecho y extrajo de un escondrijo un papelito doblado en muchos dobleces. Escobar leyó:
+No me quiera Escobar
+Yo tampoco lo quiero
+Arcángela.
+Suspiró. Se apoyó en la pared, con ganas de llorar, de dormir, de morirse. La sirvientica lo sostuvo por un brazo.
+—Tranquilo, doctor, tranquilo…
+Se dejó escurrir hasta el piso, sin que ella pudiera contenerlo. Cayó sentado en un escalón, y su cabeza golpeó el muro. Oyó el crujido. La sirvientica se acurrucó a su lado, consternada.
+—No, doctor, no, doctor, no se ponga así, doctor, eso se le pasa, doctor, verá cómo se le pasa…
+Escobar dejó vencerse su cabeza sobre ella. Boqueaba. Sollozó sobre el hombro tembloroso, delgado, tibio, oloroso a humo de leña, sintió el contacto de sus dedos fríos en las sienes y el pelo.
+—Ya pasó, doctor, ya pasó, ya pasó…
+Contra su mejilla, en la abertura del uniforme negro todavía desabotonado, sentía latir el pecho caliente con un ritmo desordenado de galope. Se quedó quieto ahí, dejándose pesar, notando que poco a poco iba perdiendo las fuerzas para mantenerlo erguido contra el muro, agobiada, asustada, afligidísima, en el borde del llanto.
+—Ya, doctor, ya, doctor… ya, ya, doctor…
+Se incorporó. No sentía las rodillas. La sirvientica lo sostuvo empujándolo por los riñones.
+—Ven. Ayúdame. Subamos.
+Subieron, sosteniéndose mutuamente, como borrachos.
+—Despacio, doctor… despacio…
+—¿Cómo te llamas?
+—Circuncisión. Me dicen Circua.
+Escobar paró en seco al ver la puerta de su casa abierta. La sirvientica chocó contra su espalda.
+—¿Vino alguien? —preguntó Escobar en un murmullo.
+—Yo no sé, doctor, yo no vi —cuchicheó la sirvientica.
+—¿Quién hay ahí? —gritó Escobar.
+No le salía la voz. Carraspeó, tosió. No contestó nadie.
+—¿Quién hay ahí?
+Se asomó con cautela. No se oía nada. La casa estaba a oscuras. Encendió las luces bruscamente. Nadie. Pero no había nada tampoco, o en el primer momento no vio nada. Ni muebles, ni cuadros, ni libros en la biblioteca, ni biblioteca. En un rincón asomaba del muro un muñón cercenado de cable, donde había estado el teléfono. Sólo quedaba la lámpara del techo. En un rincón del piso había tierra regada, y trozos de macetas despedazadas. Recorrió lentamente la casa, asombrado. Así, desmantelada, parecía más sucia y más pequeña. ¿Fina? No podía ser. ¿La señora Niño? No podía ser. En los armarios empotrados de la cocina los cajones pendían, abiertos y vacíos, como lenguas, y quedaban en el piso algunas frutas aplastadas. Del baño se habían llevado todo: la cortina de plástico, su cepillo de dientes, la tapa y el bizcocho del excusado. En su cuarto no habían dejado ni siquiera la cama, ni los cajones del armario, ni cortinas, ni argollas, ni ganchos de la ropa. Profesionales. No podía ser la señora Niño. ¿Henna? No podía ser. Al volver a la sala vio a la sirvientica parada todavía en la puerta.
+—¿Qué haces ahí? —La había olvidado.
+—Como pensé que el doctor quería hacerme cosas…
+—¿Cosas? Ah, sí. Sí… ¿Qué pasó? ¿Quién fue?
+—Yo no sé, doctor, yo no oí nada, yo estaba ahí atrás lave que lave.
+—Se llevaron todo. Tuvieron que venir con camiones. A lo mejor con grúas. No es posible.
+—Yo no sé, doctor, yo no vi… Eso seguro fueron los ladrones.
+Parecía a punto de llorar, ya con agua en los ojos, con el uniforme todavía abierto sobre el pecho moreno, sobre el sutián algodonoso y blanco. Cosido al algodón, o prendido con ganchos, Escobar vio un escapulario pardo. Dos. Le puso la mano en el pecho. La sintió paralizarse, aflojarse de nuevo. Le acomodó el sutián, más grande que su cuerpo. Le abrochó el botón.
+—Vete. No importa.
+—¿El doctor no quiere que me quede un ratico?
+—No… Déjame. Tengo que pensar. Gracias.
+Se sentó en el piso, con la espalda apoyada en la pared.
+—Si el doctor quiere, yo vengo más nochecita, cuando mi señora ya se duerma.
+—No, no. Como quieras. ¿Cómo es que te llamas?
+—Circua. Circuncisión, doctor.
+—Gracias, Circua. Bueno, vete. Déjame pensar.
+—Eso, piense harto, doctor, y yo más nochecita vuelvo para lo que se le ofrezca.
+Circua cerró la puerta sin hacer ruido.
+SE QUEDÓ SENTADO EN EL PISO, abrazando sus propias rodillas, mirando en torno con los ojos perdidos. No se le ocurría nada qué pensar. Grietas en las paredes, manchas más claras en donde habían estado colgados los cuadros, en una esquina unas macetas rotas, tierra reseca regada por el piso. Por la ventana abierta, sin cortinas, entraba el ruido de la ciudad, despertando ecos en el apartamento devastado. La alfombra estaba llena de huellas embarradas de zapatos, de colillas aplastadas, de quemaduras negras. Se quedó bruscamente dormido. Un hueco negro y sin sueños.
+Lo sacó de él un discretísimo toque de nudillos en la puerta. Miró en torno, sin reconocer la sala blanca y vacía. Ah, sí: los ladrones. Tendría que hacer algo al respecto. Oyó de nuevo golpecitos suaves en la puerta. Esa escena le parecía haberla vivido muchas veces. Oyó un cuchicheo asustado, soplado a través de la rendija.
+—¡Doctor!
+Ah, sí. La sirvientica. Circuncisión. Circua. No se sentía con fuerzas ni con ganas para hacer el amor, esa acrobacia, esa fatiga, esa monotonía, en el piso duro, sembrado de colillas y pisadas de barro. Sin moverse, habló a través de la puerta.
+—¿Qué quieres? Estoy pensando.
+—¡Ahhh…! ¿El doctor quiere que espere un ratico aquí afuerita?
+Se enterneció. Pensó abrir, abrazarla, darle un beso en los labios, poseer sobre la alfombra su cuerpo tibio y sumiso. Empezó a incorporarse. Le craquearon las articulaciones.
+—No, gracias, Circua. Vete a dormir.
+—¿Al doctor no se le ofrece nada más? —cuchicheó Circua—. ¿No quiere que le caliente alguito de comer?
+—No, gracias. Voy a pensar. Voy a dormir. Vete a dormir tú también.
+—Hasta mañana, doctor.
+—Hasta mañana.
+Oyó su paso menudo descender las escaleras. Siguió sentado en el piso, con la espalda apoyada en la pared y las manos inmóviles sobre la alfombra. Silencio absoluto. Ni siquiera golpeaba la señora Niño. ¿La habrían matado los ladrones? No la oía, pensó, desde hacía muchos días. Se puso en pie y dio dos o tres brincos para golpear el techo con los nudillos. De inmediato respondió desde arriba la señora Niño martillando el piso. Pero se cansó pronto. Le faltaba rigor, obstinación, constancia. Ostinato rigore —dice, tal vez, Leonardo. En el fondo eran iguales, la señora Niño y él. Se dejaban llevar por el viento de un capricho, lo dejaban soplar, pasar, morir, perderse.
+Por otra parte, Leonardo nunca fue capaz de terminar un cuadro.
+Recorrió toda la casa, haciendo inventario. No quedaba ni siquiera su ropa sucia, ni el canasto de su ropa sucia. Los restos de macetas en el piso de la sala y la tierra desparramada, las raíces muertas y los tallos resecos de los geranios, el relleno de espuma plástica de un cojín reventado. En la cocina, las frutas aplastadas en el piso, viscosas en un charco que debía ser de leche, y en el alféizar de la ventana una olla abollada y renegrida de aluminio o de peltre, con un cilantrillo todavía verde, regado por las lluvias. Hizo con la basura un montoncito en un rincón. Tenía hambre. Bebió agua. Pensó echarse a dormir y se dio cuenta de que no tenía ya ni cama ni colchón. Tendría que dormir en el duro suelo, como los animales. Tendría que hacer algo. Sí, pero al día siguiente.
+Se enroscó en la alfombra, que al menos mitigaba la dureza del piso, con la cabeza apoyada en el montoncito de basura. Como el santo Job, pensó, cuando hubo perdido sus tierras, sus hijos, sus ganados, sus mujeres. Si tuviera llagas, podría rascárselas con un pedazo de maceta, como el paciente Job. Si le hubieran dejado los libros, podría leer el libro de Job, para fortalecerse en la adversidad. Pero no le habían dejado los libros. Admiró involuntariamente la minuciosidad de los ladrones. No pudo contener un brote de orgullo: se habían robado inclusive sus poemas.
+No le quedaba nada en esta vida, ni nadie. Fina se había ido para siempre, su mamá lo había abandonado por teléfono, Ángela le había dejado un mensaje frívolo de adiós. Pensó, con cierto asombro, que no necesitaba nada. Un poco más de tierra, para cubrirse con la tierra y dejarse morir, pudrir en la tibieza de la tierra. Empezó a tiritar.
+Oyó un ruido en la puerta: un rascar, un roer de ratones. ¿Los ladrones de nuevo? Mantuvo contenida la respiración hasta que cesó el ruido, y luego, sigilosamente, recorrió nuevamente todo el apartamento para buscar un arma. No había nada. En el fondo de un cajón de la cocina, atascado en la rendija, encontró al fin un viejo lápiz mordisqueado. Al primer ladrón que entrara se lo clavaría en la barriga. No tenía punta. Mejor: así la herida sería mucho más grave, como la de un pitón de toro escobillado. Se enroscó en su rincón, tiritando de frío, oyendo a veces bruscos y largos glogloteos de sus tripas vacías.
+Se despertó en la luz del amanecer, entumido de frío, adolorido, muerto de hambre. Oyó pájaros, el canto ronco de un gallo a lo lejos, el ruido del motor de una motocicleta. Se levantó y fue a mirar amanecer desde su cuarto: borrones y rayones en la tersura luminosa del cielo, unas cuantas nubecillas grises, sueltas, como plumones de plata de un gran pájaro, manchas sucias de humo quieto sobre el fondo que empezaba a inundarse de luces triunfales. Una bandada súbita de pájaros subió una vez y bajó de golpe contra el rosado limpio. Se bañó. Por lo menos le habían dejado agua caliente. Mojado, se vistió con su ropa sucia y arrugada, que olía a sudor y a sueño. Tendría que salir, desayunar, empezar a ganarse la vida. Ah, ¿nunca podría definitivamente no tener que hacer algo? Al salir tropezó en un ruido hueco. Era un plato tapado con otro, y dentro había comida, cubierta con un papel rayado. Examinó el papel, sucio de grasa, atravesado en curva por un letrero vacilante de analfabeta:
+su-comida-doctor
+Se enterneció hasta el llanto: Circua. Hubiera debido pasar la noche con ella, calentarse contra su cuerpo tibio, abrazándola, con las narices hundidas en la fragancia ácida de sus trenzas y las manos puestas sobre sus senos. En el plato había arroz enfriado y papas con hollejo. Mordió una, y el frío le destempló los dientes. Arrancó el cilantrillo de su olla y la puso a calentar en la estufa, y devoró su desayuno caliente con las manos, rascando hasta el fondo la pega de arroz ennegrecida, quemándose los dedos con las papas. Lavó bien los dos platos y los volvió a poner delante de la puerta.
+Se sentó en el piso. ¿Para qué iba a moverse? Estaba solo para siempre en esta vida. Nadie vendría a buscarlo.
+Durmió una siesta al sol. Pasado un rato se empezó a aburrir, lo empezó a atenazar la angustia ciega de otros días. Tenía frío, el día se había nublado, empezaba a llover. Dio vueltas por la casa vacía. ¿Qué hacer? ¿Y por qué hacer? Al fin y al cabo, llevaba toda la vida sin hacer absolutamente nada. Por eso le decían que estaba muerto.
+Tal vez tenían razón.
+Ah, volver a pensar lo que ya había pensado, como un mulo en la noria —y salirse del círculo por la misma tangente, con la misma pirueta. ¿No había decidido acaso ser un hombre de acción? No, no había decidido nada, como no había decidido nada nunca. A veces, a lo sumo, se había visto arrastrado por un caño, acorralado, chupado por la inercia. Y siempre con la misma nostalgia de inacción, de corcho en el remolino; con la misma añoranza del vientre de su madre, penumbroso y caliente, rítmicamente estremecido por un bombeo de sangre fresca, suspendido en la vida como un globo en el cielo. Pero su madre no estaba ya dispuesta a recibirlo de nuevo en su matriz. Tal vez iba siendo hora de que se incorporara a la vida real.
+Fuera eso lo que fuera. O justamente por no saber con precisión qué era. No lo había sabido nunca, nunca había querido saberlo. Por cobardía, tal vez: lo decía todo el mundo.
+Pero, ¿por qué va a ser condenable la cobardía? ¿Con que criterios? Ah, sí: de nuevo los criterios. Cobarde, bueno: y qué (¿Pero ante quién se estaba disculpando?).
+Hacia el mediodía pensó, con cierta seriedad, en el suicidio. Pero sabía que no se suicidaba. Eso se sabe siempre. ¿Sí lo sabía? ¿Por qué no intentar por lo menos el suicidio, para saber de una vez por todas si por lo menos era capaz de suicidarse, que es cosa relativamente fácil? Porque de ser capaz, lo hubiera descubierto demasiado tarde para que le hubiera servido saberlo. Y de no ser capaz, no hubiera avanzado nada. Sí. Hubiera por lo menos conocido sus límites. Los límites que nunca había querido ni siquiera intentar conocer, para poder pensar que a lo mejor no tenía límites.
+Frente a los ojos vagos de Escobar, una gota de luz brilló de pronto en la manija de metal de la ventana: el sol se había abierto paso un momento entre las nubes turbias. Pero volvieron a cerrarse las nubes, o a lo mejor cambió de posición el sol, y desapareció la gota metálica de luz. Y a todo esto pasaban horas. Y podían pasar años. Ya habían pasado años. Podían pasarle por delante todavía años y años, soles y lluvias. El sol se ponía lejos, oculto por las nubes. Estaba solo, y lloviznaba, y estaba en Bogotá, y en eso se le había ido todo el día. Todavía podía ver confusamente la silueta de unas nubes espesas mientras el sol moría detrás y más abajo, invisible en la lluvia. No una puesta de sol, sino más bien un ahogamiento: una muerte del sol entre las nubes, sofocado en su lecho de sábanas mugrientas. Mañana saldrá igual, del otro lado. Los días son iguales a los días. El sol que sale y gira y muere es siempre el mismo sol. Por qué lo hace es algo que no entiendo. A lo mejor espera que esta vez, u otra vez, va a ser distinto el mundo. Pero no es verosímil. Si en algo le consuela al sol saber que yo también hago lo mismo, a mí no me consuela.
+Pero ese atardecer no iba a escaparse. Lo iba a guardar en un poema, y el poema en un cajón. Buscó con qué escribir. Halló el lápiz mordido de matar ladrones, y tras un breve instante de vacilación empezó a escribir en la pared. No tenía punta. Afanoso, le sacó punta en los ladrillos del alféizar. Pero cuando empezó a escribir, ya estaba anochecido.
+No pude ver la puesta del sol
+pero es posible imaginarla:
+un sol ahogado en sábanas mugrientas.
+No era eso exactamente. Esperaría otra puesta de sol, idéntica, o bien el amanecer desde su cuarto. Las cosas son iguales a las cosas, los días a los días, intercambiables. Lo escribió en la pared:
+Las cosas son iguales a las cosas:
+ luz en la luz.
+Memoria en la memoria.
+Se detuvo, impaciente: la asperidad del muro se había comido ya la punta de su lápiz. Además el poema era una mierda.
+No, no era una mierda. O a lo mejor era una mierda, pero tenía que escribirlo. Alguna vez, una vez en la vida. Ostinato vigore (aunque quede inconcluso, como los cuadros de Leonardo). No iba a esperar un nuevo amanecer, un nuevo atardecer, otro mes, otra vida. Afiló otra vez el lápiz y escribió con delicadeza, para que le durara:
+Las cosas son iguales a las cosas:
+la luz es luz
+Borró con el dedo mojado en saliva, dejando en la pared una mancha grisásea. Corrigió encima.
+la luz es siempre luz
+la memoria es memoria
+¿No sería un poco pretencioso? ¿Qué sabía él de la luz? ¿E incluso qué sabía de la memoria? Oyó unos golpecitos en la puerta.
+—¿Doctor?
+No contestó, irritado.
+&mdashmdash;¿Doctor?
+Al cabo de un instante oyó el choque discreto de la loza en el piso. Su comida. Lo alimentaban las fieras del desierto, como a algún santo ermitaño. Ved cómo las avecillas del campo no tejen ni hilan, ni tienen graneros, y nuestro padre celestial provee a su sustento. Corrió hacia la puerta.
+—¡Circuncisión!
+Circua se volvió a la mitad de la escalera, aterrorizada.
+—No temas. Ven.
+La sirvientica subió sin ruido. Le dio un beso en la frente.
+—Que Dios te lo pague.
+Le cerró la puerta. La volvió a abrir, y ella iba ya de nuevo a mitad de escalera:
+—¡Circuncisión! Consígueme papel, por favor.
+—¿Cómo, doctor?
+—Papel. Papel de escribir. Estoy escribiendo.
+—Cómo no, doctor.
+Desapareció escaleras abajo, a la carrera, con las trenzas al viento. Escobar, de pie ante la pared, borró con saliva lo que llevaba escrito. Oyó golpear a Circua, que le entregó un cuaderno rayado de niño de colegio:
+Cuaderno de: Circuncisión Hernández
+Pertenece a: acer cuentas
+Sólo después de calentar la comida en la olla —lentejas esta vez, y un plátano, que resolvió dejar para su desayuno— se dio cuenta de que hubiera debido pedirle a Circua también una cuchara.
+Y se sentó a hacer cuentas, con la espalda apoyada en la pared y el cuaderno de Circua en las rodillas, donde le diera bien la luz.
+Las cosas son iguales a las cosas
+escribió. Y se quedó pensando. No era tan fácil. No es fácil decir las cosas que deben ser dichas, y decir además las que no es posible decir, aunque se quiera.
+Las cosas son iguales a las cosas.
+Lo que sabemos, lo callamos.
+Pero no, no era exactamente eso. Tachó lo que había escrito y empezó de nuevo:
+Las cosas son iguales a las cosas;
+la voz las calla.
+Pero no era cierto: la voz, por el contrario (si eso era la voz), las estaba diciendo, parecía empeñada en decirlas. El problema era el miedo. Tachó. Volvió a empezar.
+Las cosas son iguales a las cosas.
+Pasó toda la noche escribiendo, tachando, arrancando hojas del cuaderno de hacer cuentas de Circuncisión Hernández para arrojarlas a un rincón, hechas una pelota, afilando el lápiz con esmero en los ladrillos mojados del alféizar cada vez que la punta se acababa. Escribió acurrucado, con el cuaderno en la rodilla, y de pie, apoyado en la pared, y tendido boca abajo en el piso. Se detenía, releía, rompía todo, volvía a empezar:
+Las cosas son iguales a las cosas
+Se esforzaba por no dejarse arrastrar por las mentiras internas de lo que estaba diciendo, ni por la musiquita, que a veces también era mentira. Se esforzaba porque la forma no dominara el contenido, y porque el contenido no reventara la forma, y fueran ambos lado a lado, como caballos que trotaran parejo tirando del poema. Se esforzaba por no dejarlos desbocarse —y a veces los dejaba desbocarse, y al releer, horas más tarde, tenía que repetir otra vez todo. A veces se dejaba anonadar por una imagen. Y tenía luego que eliminarla y destruirla y tratar de olvidarla. A veces se quedaba quieto y feliz, con la cabeza apenas inclinada, viendo cómo una estrofa pasaba entre sus dedos como seda, poderosa, y se rompía a su lado como una ola en los rompientes. A veces, en cambio, al intentar limar de un par de versos el rumor engañoso de la musiquita (de una música que además, a veces, era ajena), y al rasparles después el exceso de lirismo y suprimirles las reiteraciones de sentido, no le quedaba nada. Y a veces eso era una lástima, y se esforzaba por pescar algo en la viruta, por rescatar fragmentos que pudieran servir, como pecios de un naufragio. Hasta que se lograba convencer, exhausto, de que nada era recuperable. Hacía listas de palabras en los márgenes del cuaderno rayado: pescar, rescatar, recuperar, pecio, naufragio. Listas de palabras afines o de palabras arbitrariamente superpuestas: música, viruta, mano, reiteración, convencer, lirismo, exhausto. Desarraigo. ¿Cómo usar la palabra desarraigo? (¿O arraigo?)
+Escribió todo el día, deteniéndose a veces para afilar el lápiz o para meter la cabeza bajo el chorro de agua de la ducha. Poco a poco iba viendo más claro lo que quería decir, y lo que quería decir era un poema que iba saliendo poco a poco de sí mismo, como si se sacudiera todo el fango superfluo que deja el paso por la noche del caos. Iba saliendo, con más serenidad que la noche anterior. Aunque también —notaba a veces con temor— se iba reduciendo bastante. Temía que a fuerza de despojarse de todo lo superfluo se le quedara en nada, en una sola línea, un solo verso. Durante varias horas buscó obstinadamente ese único verso perfecto, coagulación del todo, donde cabía entero el poema, sin encontrarlo. Tomaba notas que no tenían mucho qué ver con lo que estaba diciendo, para entender mejor lo que quería decir —y también lo que no quería decir. Apuntaba metáforas que sabía que no iba a usar, en general arquitectónicas. O términos sueltos de arquitectura: tejado, cornisa, arquitrabe, sótano, escalera, fachada, estribo, frontispicio, balaustrada, arquería, bóveda, cúpula. Pensó también escribir el poema usando esas metáforas. Pero no: eran otras. Esas eran apenas el armazón del andamiaje, que hay que quitar una vez terminado el edificio: grúas, aparejos, maquinaria de construcción. (A veces descubría que podía retirar toda una escalera de imágenes o de conceptos y dejar sólo el último sostenido en el aire, y no pasaba nada: el artefacto entero quedaba en equilibrio). Y a veces se dejaba llevar por la fertilidad de una metáfora, que empezaba en un toro y acababa en un lago, o en un simple adjetivo calificativo. Y a veces, en un golpe de audacia, dos estrofas completas quedaban resumidas en dos versos que —durante una hora, o dos— le parecían de veras fulgurantes.
+Ya de noche oyó en la puerta los golpes prudentísimos de Circua. Abrió.
+—Doctor, su comidita.
+Lo miraba como se mira a un santo.
+—Gracias, Circua.
+—Le traje su buen cuchuco de maíz, doctor, con harto espinazo de marrano.
+Miró dubitativo el plato. La sopa gruesa y áspera y gris estaba tibia todavía.
+—Lo malo es que no tengo cuchara.
+Circua salió escalera abajo:
+—Un momentico, doctor, ya se la traigo…
+—¡Y una manta! —le alcanzó a gritar.
+Circua volvió con una cuchara de sopa, pesada, grande, de plata. La manta, en cambio, era una manta estrecha de arpillera, rasgada y remendada en varios sitios. Se la llevó a los labios. Olía a humo.
+—Está limpiecitica, doctor. Es la cobija mía de mi cama, si llego a coger una de las de la señora, va y me mata. Pero está limpiecitica.
+—¿Y tú?
+—Yo duermo vestida, doctor, no se preocupe, eso una está acostumbrada a pasar fríos.
+Le dio un beso en los labios, que Circua recibió temblorosa, con los ojos cerrados, como si comulgara.
+—Gracias, Circua.
+Calentó el cuchuco en su olla —ya empezaba a curarse, como se cura una pipa, y en ella se mezclaban los sabores, las esencias— y lo comió desde la misma olla con su cuchara de plata, acuclillado en la sala con las piernas cruzadas y la olla caliente entre las piernas. Releyó su poema. Lo rompió. Volvió a empezar.
+Las cosas son iguales a las cosas:
+lo dicho, lo no dicho, lo callado.
+Pasó toda la noche escribiendo, envuelto en la manta de arpillera que olía a humo y a Circua. Durante un rato jugó con las posibilidades de dedicarle su poema, de titularlo en torno a ella: Circuncisión. Incircunciso. Sonaba demasiado alegórico. Círculo. Circo. A veces se tendía a dormir un rato, arropado en la manta, y despertaba a tomar notas, a escribir un verso. Soñó rimas en osa: cosa, rosa, losa, esposa, desastrosa. Le iban y le venían, a veces, versos, como nubes de pájaros. El amanecer lo sorprendió escribiendo. Vio amanecer, con frío. Escribió todo el día, sin parar, acosado por las ideas y las palabras, obligado a garabatear fragmentos de palabras para que no se hundieran otra vez en el fangal de la memoria. Los dedos le dolían de sostener el lápiz, y el lápiz, de tanto afilarlo, iba ya en la mitad. Escribía tenuemente, en trazos apenas discernibles, para no malgastarlo. Los problemas fundamentales eran tres: la inercia, la música y el miedo. Tenía que controlar la inercia, dominar la música, vencer el miedo. Pero el poema iba saliendo. Circua golpeó de noche, no abrió ni respondió, mucho más tarde recogió su comida y la devoró fría. Siguió escribiendo, y el poema avanzaba. Vio amanecer de nuevo, vio anochecer, vio amanecer y anochecer hasta que ya perdió la cuenta de las veces. Una tarde, escapada, Circua le trajo una bandeja de galletas de hojaldre y pastelitos de limón, restos de un té de la señora. Su lápiz, a fuerza de afilarlo en los ladrillos, iba ya diminuto: lo tenía que coger con la punta de los dedos. Del cuaderno de Circua quedaban pocas páginas. Pero el poema se iba haciendo. Una tarde, la señora Niño volvió a empezar a golpear en el techo, con rigor obstinado. Toda una tarde y una noche luchó contra sus golpes, desesperado, en vano. Después dejó de oírlos, y sólo muy de cuando en cuando, en alguna pausa del poema que usaba para desperezarse y estirarse y hacer craquear los huesos, se daba cuenta de que arriba la guerra continuaba. A veces, en una tarde muerta, después de horas de angustias impotentes frente a un verso impenetrable y ciego, retobado, el verso se abría solo como el cáliz de una flor. Otras veces salía una estrofa entera, o entendía de repente que un fragmento era inútil. Pero el poema se iba haciendo. Dormía a ratos, se revolvía en el sueño. A veces, sin embargo, dormía pacificado una mañana entera. Y el poema se hacía. A veces tenía tiempo de calentar con calma las comidas de Circua y de comer tranquilo, bien sentado a la turca con las piernas cruzadas, sopesando en la mano la cuchara de plata, con la olla entre las piernas y a su lado, en el piso, el plato lleno de agua fresca. Otras veces se le olvidaba la olla en el fogón, y el olor a quemado lo arrancaba de un verso, y tenía que comer restos carbonizados de pollo, o carne, o papas. Pero el poema iba saliendo, se iba haciendo, iba fraguando en versos ya inamovibles como bloques de piedra, se iba ordenando y aclarando como el agua en un vaso, iba adquiriendo fuerza y abriéndose camino como un pantano que se convierte en río. Leía a veces un fragmento en voz alta, con voz reseca y ronca de días sin hablar, a ver cómo sonaba. A ver si entendía. A ver si por error había dicho algo distinto de lo que de verdad quería decir. Y cortaba cositas: medio verso, o un verso, o alguna tontería que era un rezago de blandura de espíritu.
+Y una noche se hizo por completo, como si se hubiera hecho solo. Lo releyó entero, y comprendió que estaba terminado, y que no le sobraba una palabra.
+Faltaba poco para el amanecer. Por oriente, en el cerro, se distinguía una fosforescencia lechosa, casi una línea verde —y decidió esperar la luz del día. Estaba feliz, sentía llenos de aire los pulmones. Se quedó adormilado unos momentos y cuando despertó el sol ya estaba afuera, blanquecino en la niebla, redondo en la cuchilla del cerro. Se restregó los ojos y lo leyó en voz alta:
+CUADERNO DE HACER CUENTAS
+I
+I
+Las cosas son iguales a las cosas Aquello que no puede ser dicho, hay que callarlo.
+El ojo ve, y olvida.
+Pero la voz lo grita:
+las cosas son iguales a las cosas.
+El ojo las ha visto.
+A voz en cuello
+la voz las ha callado.
+(¿Y me volveré a ver y me diré: quién soy?)
+Lo que el ojo conoce de las cosas
+ es por haberlas visto
+iguales a ellas mismas.
+(¿Y me diré otra vez: quién soy, que ya me he visto
+y sigo siendo yo?)
+El ojo ve, y olvida.
+El ojo no es conciencia de las cosas,
+ni es voz:
+es ojo apenas.
+Mudo, sordo,
+ojo inmóvil delante de las cosas.
+No sabe su sabor ni su sonido
+ni conoce su peso ni su fuerza
+ni juzga su deseo
+ni su sentido.
+El ojo ignora
+todo lo que es posible ignorar de las cosas.
+No ve lo que hay en ellas
+sino lo que ya sabe:
+y lo que sabe lo ha olvidado.
+Es ojo sin memoria
+ojo inmóvil
+ojo
+delante de las cosas.
+El ojo es ciego
+en la noche del párpado.
+El ojo que quisiera ver las cosas,
+saber que las ha visto,
+creer que son iguales a las cosas ya vistas,
+no las ha visto nunca.
+Sólo conoce
+sombras
+en el párpado
+huellas
+en el párpado
+cauces
+en el párpado.
+Y así imagina el ojo mudo y sordo,
+el ojo quieto y ciego
+y que todo lo ignora,
+tiempos, vientos, olores, voces, fugas, silencios.
+(¿Quién soy, que no me veo
+y no me he visto?)
+II
+Ahora, ahora, afuera:
+luz de ciegos.
+Ojo a cántaros, ojo
+voraz y numeroso de los muertos.
+(En la memoria el golpe seco, hueco,
+de la luna en la piedra.
+En la memoria, lejos,
+un embudo de estruendo.
+Racimo, granizada,
+enjambre de ojos quietos.
+En la memoria el túnel
+repetido en el eco: atrás, ayer, adentro.
+Rastro de pasos, ecos).
+Ahora, ahora. Afuera:
+voz crecida en la voz
+voz igual a otras voces
+círculos en el círculo
+luz en la luz, memoria en la memoria.
+El alto cielo, embudo inescalable
+(y el gemido
+de las tablas al sol, en el recuerdo).
+En torno, el ojo
+múltiple, pululante:
+extático
+en la contemplación del arte por el arte.
+(Las figuras, de golpe,
+se desprenden del hueco de la curva,
+se deslizan siguiendo el arco de los pétalos
+cerrados como párpados.
+Esperan
+el rápido crujido de la tierra
+el silbido del aire en los oídos, como seda rasgada,
+el agrio olor del miedo
+metálico y espeso como el cuero.
+En la pupila pródiga
+paisaje con figuras:
+rígidas, fragmentadas
+figuras de silencio
+arrojadas de golpe y ahora rotas,
+volteadas como guantes,
+ingrávidas de pronto y ahora densas,
+inertes,
+rasguñadas sin fuerza
+por los dedos del viento).
+Un ojo cruel te mira
+(alanceado de lenguas, engañado de sombras):
+un ojo extático
+en la contemplación del arte por el arte.
+III
+Todo cuerpo
+dejado en movimiento, seguirá en movimiento.
+El movimiento es gobierno de sí mismo:
+carece
+del más rudimentario sentido de autocrítica.
+El movimiento
+es puro amor del movimiento
+ensordecido, ebrio.
+El movimiento
+baila consigo mismo, ante el espejo,
+(parodia del amor)
+la burla de la burla.
+El movimiento
+tiende a reproducirse.
+(Subir, subir, surcar el alto viento
+como si fuera necesario hundirse
+en la profunda cavidad del cielo.
+Subir sin juicio
+hasta el más alto cuenco de la altura,
+subir con el impulso del abismo, acariciando
+la lisa piel del cielo,
+la ausente cicatriz donde se cierra el círculo
+y subir ya es caer:
+el hoyo en el espacio donde la ida se convierte en vuelta
+y el viaje es ya regreso.
+¿Para qué el movimiento
+si el punto de llegada es otra vez aquí?
+El movimiento
+no se suele plantear problemas metafisicos:
+todo cuerpo
+dejado en movimiento, seguirá en movimiento
+seguirá en movimiento
+aspirado hacia arriba por la altura,
+arrastrado
+por la atracción del vértigo,
+absorto, ensimismado
+en el delirio de los altos fondos:
+abrirse paso en la quietud del viento
+forzar
+los pliegues asimétricos del viento
+los chorros
+de metal en fusión, viento en el viento,
+rompiendo el viento, hurgando, hiriendo,
+ penetrando la dura flor del viento
+hasta encontrar la sangre).
+Dura ley de materia
+que desgaja la nuez de la materia,
+espada
+que abre los labios dulces de la materia,
+espada
+tierna de luz
+tensa de viento.
+Todo cuerpo
+sumergido en un líquido
+ seguirá en movimiento.
+IV
+—Mira, mira: ¿qué ves?
+—Todo es lo mismo.
+—Todo es lo mismo siempre: las cosas son las cosas.
+¿Qué ves?
+—Carroñas,
+cadáveres, torrentes
+de tripas y cabezas trituradas,
+remolinos de cuerpos
+y cuerpos destruidos,
+destrozos, sangres, muertes,
+caminos de la muerte.
+Y tú, ¿quién eres tú?
+—Soy el espíritu
+que siempre engaña.
+Esto es aquí
+esto es aquí
+esto es aquí
+y ahora.
+Es mía
+la ceguera del sordo.
+II
+I
+No se conoce sino la propia voluntad. Y no es mucho:
+un ojo de agua
+latiendo gota a gota en un pozo de sombra.
+Un anillo de agua
+nacido de la noche, dibujando
+el perfil de la tierra, socavando
+la raíz de la roca,
+creciendo en espirales de silencio.
+Agua dormida, espejo de agua oscura,
+apenas reluciente,
+rezumando
+su claridad callada, respirando
+un encerrado olor en lentos círculos.
+Apenas martillada
+de heridas, florecida
+su pura piel por un jaspear de huida,
+conmovida
+por corrientes profundas.
+No se conoce sino
+la propia voluntad:
+una boca de agua,
+una creciente de muchas aguas juntas.
+Apenas se conoce la propia voluntad. Y no es nada:
+un río de agua,
+roto de luz, llagado de tiniebla.
+Un ojo abierto de agua.
+II
+Los deseos vienen de afuera: chocan
+en el plano del agua
+convulso, removido
+por turbios borbollones,
+estallado en rompientes.
+Los deseos, las ideas,
+caen vibrantes de arriba, se clavan:
+jabalinas,
+flechas de plata en sombra ya revuelta.
+El alma cree que brotan:
+que prolongan
+los dedos de la mano como nervios de luz.
+Vasta armazón de fuerzas disparada hacia el cielo
+(red atrapando el cielo
+que se escapa, aleteante, por entre las junturas),
+oscilante estructura de cañas y de cuerdas
+anclada en el espacio, columpiándose
+con su carga de pájaros feroces
+—torbellino
+de gritos y de plumas, entrechocar de picos y de garras:
+peso sonoro
+que ensombrece la realidad del mundo.
+Colgado de lo alto
+(temblorosa la mano en el haz de tensiones contrapuestas
+en el caos
+de cables y estampidos y látigos y riendas divergentes,
+templadas, paralelas, cimbreantes,
+zigzagueantes),
+colgado ahora, joya
+chispeante en el vacío, alfiletero
+erizado de puntas y de lanzas,
+sin peso, bamboleante,
+como si alguien, abajo,
+dejara de repente de oponer resistencia,
+se dejara llevar al grado de los vientos,
+zarandear por su empuje, suspendido
+del inmenso armatoste (no muy claro en su rumbo
+y muy difícilmente maniobrable),
+arrastrado
+por un pie o una mano mordidos hasta el hueso,
+ahorcado como un perro.
+III
+Toda pregunta es un malentendido
+venido desde afuera.
+Así la red de errores
+se afloja de repente y se deshincha
+y el artilugio entero se viene cielo abajo con un solo crujido
+(engañoso entramado
+de palabras, de voces
+oídas mal; incomprensibles)
+como el sol en el mar; de un solo golpe,
+dejando un gran silencio.
+No la respuesta, sino el olvido.
+(Entonces la fatiga
+de desenmarañar. Es increíble
+cómo se enreda todo.
+Es increíble
+que aunque nunca dejamos que la tensión cayera un solo
+instante
+y aprovechamos siempre sabiamente
+—o eso siempre creimos—
+el poderío del viento abierto,
+encontremos ahora inexplicables
+nudos de tres lazadas, nudos ciegos,
+nudos de tejedor y marinero,
+nudos de ahorcado y nudos corredizos).
+IV
+Nada queda:
+sólo un campo de sangre
+encharcado de huellas.
+Encrucijada de pistas ilegibles
+que ha pisoteado todo el mundo.
+Silencio, roto apenas
+por el propio cansancio —por el sordo
+dolor que ya palpita en las heridas.
+Nada queda:
+la verdad, dicha, no ha dejado nada.
+(Evaporada al viento como un olor de sangre,
+fugitiva en el agua).
+Sólo se conoce la propia voluntad. Y no es nada.
+Es todo lo que hay.
+III
+I
+El mal es sin remedio: toparnos cara a cara
+con la muerte.
+(No es fácil: muchas cosas:
+ojos y sombras, cuerpos, la vanidad del arte,
+aire y agua en las manos).
+El mal es sin remedio.
+Se nace para eso:
+toparnos cara a cara con la muerte.
+Tarea de soledad —ya no rutina
+ni confusión, ni distracción, ni ruido.
+Ahora empieza la noche, dibujando
+con precisión las formas.
+Tarea de soledad, inevitable.
+II
+La ética
+no es tema de palabras.
+Comienza en el momento en que concluye
+una vida de hombre, en que recibe
+punto final el caos:
+el sitio en donde al fin se juntan todos
+los hilos de la vida en un manojo
+(incluidos aquellos
+que alguna vez fueron tajados).
+La ética, como la metafísica,
+no es juego ni materia de palabras.
+Lo que ahora llega (y al llegar se agota)
+es otra cosa:
+el paso en donde ya no puede
+andar dispersa el alma.
+(Una vida de hombre
+remata en este campo ya vivido, regado de otras muertes.
+Aquí termina el mundo.
+Mala muerte, tal vez.
+Toda muerte es la muerte.
+Inútil, vana muerte:
+no servirá de nada,
+ni convencerá a nadie.
+Vistosa, o cruel, o igual a muchas muertes
+de todos los domingos.
+Cada muerte es la muerte).
+Las cosas, que antes fueron iguales a las cosas
+—luz en la luz, memoria en la memoria—
+ya no lo son: aquí no habrá mas luz,
+aquí se acaba la memoria.
+III
+Porque se pierde siempre
+(porque siempre
+vendrá la muerte, iremos a la muerte)
+es necesario haber jugado.
+Sin esperanza.
+Sin cautela.
+Con el ojo y la mano.
+No se escoge la muerte: a ella se llega
+acorralado por la propia vida.
+Hay que haber escogido
+esa vida que empuja hacia la muerte.
+IV
+Pero el fin es palabra todavía
+que sólo muere en el silencio.
+Y el hierro, todavía,
+sacará borbotones de rosas de la herida.
+(Más allá
+en el vapor caliente del descuartizamiento
+en el rumor goteante de visceras azules
+y rosadas y verdes y amarillas
+huele a flores cortadas en el desolladero).
+Se bañó, sereno. Lavó su ropa en la tina, exprimiéndole chorros de mugre rojiza, ocre, amarilla. Desnudo, envuelto en la manta áspera de Circua, durmió durante todo el día. No soño, ni oyó los golpes de la señora Niño. Se despertó para comer la sopa fría de Circua, y se enroscó a dormir otra vez toda la noche.
+Cuando despertó al fin, el sol estaba ya alto sobre los cerros. En el techo golpeaba la señora Niño, pero no la oía. Se bañó, se vistió con su ropa arrugada, todavía húmeda. Se echó el poema al bolsillo. Salió. Quería comparar su poema con la vida.
+Apoyado en su puerta había un sobre. EFE, decía el remite. Federico. Lo iba a guardar en el bolsillo cuando oyó el crujido violento de una masa que descendía las escaleras. La esquivó.
+—¡Cobarde! —rugió la señora Niño, revolviéndose. Tenía en la mano un cuchillo. Se arrojó nuevamente sobre él. La esquivó, riendo, corrió escalera abajo ágilmente, de lado, en una especie de galope, agitando en el rostro convulso de la señora Niño el sobre de Federico, abanicándola, esquivando sus cuchilladas en el aire, corriéndola hacia abajo como a un toro en la plaza. La dejó dando voces en el primer rellano:
+—¡Cobarde! ¡Comunista!
+En la calle hacía sol. Se paró en una esquina normal: un raponero merodeando, con las manos hundidas en los bolsillos, un vendedor de Marlboro, otro de piñas. Sacó el poema del bolsillo. Empezó a leer en voz alta:
+CUADERNO DE HACER CUENTAS
+Las cosas son iguales a las cosas.
+Aquello que no puede ser dicho, hay que callarlo.
+El ojo ve, y olvida.
+Pero la voz lo grita:
+Lo interrumpieron unos golpes bruscos en el hombro:
+—Me hace el favor, señor, circule.
+Era un gigantesco policía militar, de casco de guerra y uniforme de fatiga, armado hasta los dientes, blancos en el rostro muy negro. Circuló sin protestar. Buscó un lugar más apropiado. Pero no era un día normal. Pasaban buses repletos de gente que gritaba y movía por las ventanas banderas rojas y banderas azules. Grupos de jóvenes con gorritos, con viseras, con sombreritos canotier con cintas, hacían flamear banderas, y enharinaban a los transeúntes arrojando puñados de maicena como en un carnaval. Gritos. Pitos. Carros cargados de familias que pitaban con agresivo regocijo: ta tatá, ta tatá, ta tatá. Mucha tropa. Jeeps del ejército repletos de soldados oscuros, con ojos blancos en la sombra enorme de los cascos de la guerra mundial, oficiales hablando por radioteléfonos de combate cargados por soldaditos verde oliva:
+—Afirmativo, mi mayor. Negativo.
+Más soldados, con el fusil terciado, en las esquinas. Niñas lindas, con camisetas con letreros, gritando:
+—¡Ló-pez! ¡Ló-pez! ¡Ló-pez!
+Y otras, igual de lindas, respondiendo:
+—¡Gómez! ¡Gó-mez! ¡Gó-mez!
+Eran las elecciones. El Gran Evento Democrático.
+Caminó lentamente hacia el sur, por la carrera séptima, entre peatones excitados, tiendas cerradas, carros pitantes, buses, policías, mucha tropa. Ahora, ahora, afuera: voz crecida en la voz, voz igual a otras voces: López, Gómez. Lo detuvo de un beso su prima gorda, Alicia, la que quería un Mercedes (o un Beeme, no recordaba ya), y le plantó en el pecho un floripondio azul:
+—Ole, Ignacio, qué milagro. Se dejó la barba, ¿no?
+Se acarició la mejilla, descubriendo su barba.
+—El ojo no es conciencia de las cosas…
+Colgada de su prima, una niñita pálida lo miró con ojos sin piedad:
+—Mamá, ¿quién es ese señor?
+—Es tu tío Ignacio, mija, el hijo de tía Leonor. Es que se dejó la barba. ¿Usted por quién vota, Ignacio?
+Dos pasos más allá vio a su tío Pablo, perdido y como absorto en el griterío, apartando a la gente con la punta del paraguas, atusándose el bigote. Lo reconoció con alegría.
+—¡Hola, mijo! ¿Tú también votas? Se me perdió tu tía Lucía, figúrate.
+Hacía girar el cuello en todas direcciones, como un ganso.
+—Bueno. Ahí aparecerá. ¿Tú ya votaste? —le mostró a Escobar su largo dedo huesudo, rojo de tinta hasta el nudillo—. Hay que votar por López, Ignacito: Foción dice que es el que va a ganar.
+—¡Por Gómez, tío Pablo! —interrumpió la prima gorda, risueña—. Vote por Gómez, Ignacio. Imagínese que todos estos viejos están votando por López porque tío Foción los convenció de que era el candidato del Fondo Monetario. ¡Volteados!
+El tío Pablo rio con risa ofuscada, cansada.
+—Fíjate: yo a mis años, y votando por un liberal… Claro que Alfonsito es tan liberal como tú o como yo, tú me entiendes. No va a dejar que se nos encarame la chusma. ¿Tú sabes si tu mamá votó?
+—¿Y me volveré a ver y me diré: quién soy? —interrogó Escobar.
+—¿Qué, mijo?
+—Yo a ese señor no lo conozco —afirmó la niña pálida.
+—Sí, mija, es tu tío Ignacio: es que se dejó la barba. Usted es capaz de andar de comunista, ¿no, Ignacio?
+Hizo un gesto de adiós y se perdió en la muchedumbre. Se arrancó del pecho el floripondio azul. En la pupila pródiga, paisaje con figuras: rígidas, fragmentadas figuras de silencio. Siguió adelante. Vio pasar una manifestación que boicoteaba el Gran Evento Democrático. Poco nutrida, bastante lánguida. Los soldados los dejaban pasar sin molestarlos. Gritaban disciplinadas consignas con la voz rota ya, y el puño en alto:
+¡Un pueblo!
+¡Con hambre!
+¡No vota!
+¡Se organiza!
+¡Y lucha!
+Se veían más bien tristes, no demasiado organizados, ni luchadores, ni con hambre. En las filas de la cola reconoció a Ignacio Alvarado, el Poeta Urbano, gordo y fuerte, con la frente calzada de muchos bucles relucientes. La compañera Zoraida lo había confundido con él. Las cosas son iguales a las cosas: el ojo las ha visto (a voz en cuello, la voz las ha callado). Alvarado lo saludó de lejos, con un gesto amplio del brazo.
+—¿En qué anda, tocayo? ¿Ustedes se conocen? —le presentó a una figura regordeta a su lado—: Edén Morán Marín, mi tocayo Escobar, poetas ambos. Demasiado poeta en esta tierra, hermano, por eso andamos tan jodidos —rio el Poeta Urbano.
+—Nos conocemos —dijo Edén Morán Marín—. Hace un tiempo tuvimos una discusión poética —y sonrió, haciéndole un guiño. Entonces no lo había matado. Edén Moran Marín. Todas las psiconeurosis sexuales. No lo había matado. No había matado a nadie. Le estrechó efusivamente la mano.
+—¿Y en qué anda, hermano? —insistió Alvarado—. ¿Votando como un burgués?
+Escobar mostró su dedo limpio, y dijo:
+—No se conoce sino la propia voluntad.
+El Poeta Urbano rio de buena gana, palmeándole el hombro:
+—¡No joda, hermano! La propia voluntad no es un carajo.
+Escobar respondió, muy digno:
+—Es todo lo que hay.
+Alvarado se exaltó. Olía a trago.
+—¡Burguesito de mierda, vaya a ver qué piensa el pueblo! La propia voluntad, no sea marica: ¿Usted no ha oído hablar del imperialismo?
+Edén Morán Marín se interpuso:
+—Tranquilo, hermano, tranquilo.
+—Nada queda —dijo Escobar—: la verdad, dicha, no ha dejado nada…
+Edén arrastró al Poeta Urbano, que manoteaba enfurecido. A los tres pasos recuperó la calma y se encogió de hombros. Edén le hizo a Escobar una seña de despedida, tomó del brazo al Poeta Urbano, y los dos apresuraron el paso para alcanzar su manifestación de protesta. Alvarado balanceaba sus fuertes caderas al compás de los gritos, canturreando:
+Un pueblo
+con hambre
+no vota
+se organiza
+y lucha…
+Un pueblo
+con hambre…
+Hacía calor. Escobar estaba sudando. Le sorprendía encontrar tanta gente conocida entre la multitud. Le tranquilizaba —y lo decepcionaba al mismo tiempo— saber con certidumbre que no había matado de verdad a Edén Morán Marín, poeta y pederasta. ¿Andaría por ahí Lulucita Pineda con su cabeza bamboleante? ¿Henna? ¿Fina tal vez? (No se alteró al pensar en Fina). Pensó que si Henna votaba por López, Fina lo haría por Gómez, y viceversa. Las cosas son iguales a las cosas. Se balanceó en el borde de la acera, oteando el horizonte: cascos de acero, gritos, banderas: Ló-pez, Gó-mez, pitos. Decidió ir más al sur, a ver al pueblo. A saber si era cierto que no votaba, que se organizaba, que luchaba. Sintió que le tapaban los ojos por detrás dos palmas frescas y le daban un beso volado en la nuca. Era Patricia. En su camiseta roja exhibía un letrero muy largo:
+Por un Estado proletario
+de Consejos Obreros y Campesinos
+Vote PST
+Partido Socialista de los Trabajadores.
+¿Por qué no se les ocurriría proponer cosas fáciles? López, Gómez. Cosas iguales a las cosas. Aquello que no puede ser dicho, hay que callarlo. Patricia le dio un beso en la boca.
+—¡Mmm! ¡Le queda muy bien la barba, sabe? ¿Cuándo lo veo?
+—El ojo que quisiera ver las cosas, saber que las ha visto…
+—Ignacio, por favor…
+Y se alejó gritando:
+—¡Por un Estado!
+¡Proletario!
+¡De Consejos!
+¡Obreros!
+¡Y Campesinos!
+¡Vote!
+¡Partido!
+¡Socialista!
+¡de los!
+¡trabá!
+¡jadores!
+Con el puño en alto. En la camiseta ceñida al cuerpo joven llevaba la misma consigna impronunciable.
+Llegó andando hasta la calle diecinueve, acalorado y exhausto. Por ninguna parte se veía pueblo organizado y luchando. Soldados, señoras que se limpiaban con pañuelos mojados en perfume el dedo colorado de tinta. Bajo toldos que las defendían del sol, en tenderetes de mercado, las mesas de votación estaban atestadas de ciudadanos que votaban felices, sin saber que Foción ya sabía cuál candidato iba a ganar. Los jurados de mesa, que a lo mejor también sabían, parecían aburridos. Debían ser ya las doce, bostezaban, releían el periódico, sentados en sillas de tijera. Las mujeres tejían. Un hombre flaco sacaba crucigramas. Al lado de Escobar, dos jóvenes ceñudos, con rizos negros empavonados de grasa entre los ojos, comentaron con enorme desprecio:
+—Mire esa mierda, hermano: puro pueblo…
+Escobar no supo qué decir. La ética, como la metafísica, no es juego ni materia de palabras. Deambuló entre las mesas, tropezando con gente, disculpándose con ruidos inaudibles.
+—¡Qué hubo, Escobar! ¿Ya votó?
+Era Beatriz, pequeña y lánguida. En una camiseta, sobre las teticas frágiles, un gran letrero rojo:
+PRT
+Partido Revolucionario de los Trabajadores.
+Tenía la barriga tan plana como la última vez que la había visto, hacía ya meses. ¿Había mentido con lo de su embarazo? A su lado, Diego León Mantilla llevaba también la misma camiseta blanca y roja (PRT. Partido Revolucionario de los Trabajadores) y una gorrita de marino holandés. Se había dejado ahora una barbita en punta, que le daba cierto aspecto de Napoleón III.
+—El movimiento —dijo Escobar— es puro amor de movimiento: ensordecido, ebrio…
+—Sí, es grotesco —aprobó Diego León—. Pero hay que aprovechar los resquicios de espacio político que nos deja la democracia burguesa, viejo.
+—Es mía —dijo Escobar— la ceguera del sordo.
+—Es que usted en el fondo sigue siendo burgués —diagnosticó Beatriz—. ¿No es cierto, Diego? Lo que hay que hacer aquí es empezar a organizar soviets obreros democráticos y revolucionarios. Diego está en esas.
+Diego León se agitó, incómodo. Se sintió obligado a explicar:
+—Es que estamos fundando unos cuantos un partido nuevo.
+—Diego les escribió un programa buenísimo, Escobar, viera.
+—Bueno, no… no es un programa. Es un acta fundacional. Una cosa muy sobria. Pero sinceramente yo creo que estaba haciendo falta. La izquierda colombiana se estaba yendo por líneas aventureristas, por un lado, o meramente electoralistas, oportunistas, por el otro.
+—El ojo ignora —opinó Escobar— todo lo que es posible ignorar de las cosas.
+—Exacto. Y eso es lo que les estaba pasando a los maoístas, por ejemplo. Yo tuve una discusión muy seria con Federico, justamente por eso. Es que no quieren saber. Son cada día más cerrados a la realidad del país, más fanáticos. ¿Sabe en qué anda Federico ahora?
+Escobar lo miró interrogador. Recordó que tenía en el bolsillo la carta de Federico, y no la había leído. Diego León señaló por encima de su hombro hacia atrás, hacia los cerros. Escobar miró hacia atrás. Beatriz rio.
+—No, en el monte —explicó Diego León—. Figúrese: zonas liberadas y esas locuras. Guerra popular prolongada.
+—Se volvió loco —terció Beatriz, riendo. Al reír, le saltaban los senitos tras el letrero de la camiseta. Seguía teniéndolos muy lindos. Se puso seria:
+—Dejó a la pobre Ana María en la clínica, teniendo el bebé, y le puso una carta desde el monte, ¿se imagina el imbécil?
+Escobar no se lo imaginaba. Las teticas de Beatriz seguían siendo lindas. Y le daban ganas, como la última vez, de introducir la mano bajo su camiseta y tomar una en la palma ahuecada, y dejar que el pezón asomara la punta entre su dedo anular y su dedo del corazón, endureciéndose, rascando en la camiseta la T de PRT, Partido Revolucionario de los Trabajadores.
+—Los deseos vienen de afuera —murmuró—: chocan…
+—Exacto —aprobó Diego León, riendo—. Vienen de afuera: eso no tiene nada qué ver con la realidad de este país. Es eso, deseos, ni siquiera un análisis: puro voluntarismo pequeño burgués, sin un análisis serio, concreto, de las relaciones de producción, de la división internacional del trabajo, de la coyuntura revolucionaria a nivel mundial… Están en una cosa muy loca, totalmente voluntarista y, en el fondo, sin salida: es la destrucción por la destrucción. Ni siquiera la destrucción ejemplar, como quería Bakunin.
+—Nada queda —dijo Escobar—: sólo un campo de sangre encharcado de huellas…
+—Exacto: tierra arrasada. Que no quede nada. Ahora resulta que para ellos el enemigo es la civilización, el progreso científico, la técnica… Quieren partir de cero. Tabula rasa. No han leído a Lenin.
+—El socialismo con los soviets más la electrificación —interpeló Beatriz, con orgullo—. ¿Usted no ha leído a Trotsky, Escobar? Hay que leer a Trotsky, ¿no es cierto, Diego?
+—Sí, claro, mi amor… Aunque sobre todo —rio Diego León— no hay que dejar que los que no lo han leído lo reciten.
+Beatriz rio, feliz.
+—Eso lo dice Diego por Marroquín, el del PST, ¿usted lo conoce? Un negro oportunista.
+—No, no… —corrigió Diego, con embarazo—. Jefferson Marroquín es un compañero válido…
+—¡Tú dijiste que era un negro oportunista! —saltó Beatriz.
+—Dije que era un poco oportunista, pero en temas… es que —explicó, dirigiéndose a Escobar— estuvimos en conversaciones para un frente electoral con los del PST, pero no se llegó a nada. Pero no dije que fuera…, mi amor, cómo se te ocurre —Diego León cambió la conversación: ¿Y usted, Escobar? ¿En qué anda?
+—Aquí no habrá más luz —explicó Escobar—. Aquí se acaba la memoria.
+—Ah… Bueno, mi amor, nosotros nos tenemos que ir yendo, ¿no? Acuérdate de que nos están esperando a almorzar.
+Se fueron, discutiendo. Se los tragó la muchedumbre. Escobar quedó solo, y se daba cuenta de que su poema empezaba a olvidársele, en contacto con la realidad. Pero el fin es palabra todavía, que sólo muere en el silencio, pensó. Sacó el cuaderno del bolsillo y empezó a recitar a voz en grito ante la calle diecinueve pululante de gente:
+¡Las cosas son iguales a las cosas!
+¡Aquello que no puede ser dicho, hay que
+callarlo!
+¡El ojo ve, y olvida!
+¡Pero la voz lo grita!:
+¡Las cosas son iguales a las cosas!
+¡El ojo las ha visto!
+¡A voz en cuello
+la voz las ha callado!
+La gente que pasaba lo miraba, y algunos se reían. Un grupo se paró a escuchar, mientras otros gritaban: ¡Ló-pez! ¡López! Un señor calvo pidió respeto por las ideas ajenas:
+—Estamos en una democracia, señores.
+Se empezó a formar corro en torno a Escobar, y una señora, enternecida, le arrojó unas monedas. Sintió que lo golpeaban nuevamente en el hombro:
+—Circule, caballero, circule, aquí se me circula, caballero.
+Miró a su interlocutor: un oficial bajito, de bigotes, acompañado por una patrulla de soldados en uniforme de batalla. Circuló.
+A lo lejos, en la ancha avenida, divisó un alboroto. Gritos, carreras. Vio unas mesas de votación volcadas, una humareda gris que empezaba a crecer.
+¡Un pueblo!
+¡Con hambre!
+¡No vota!
+¡Se organiza!
+¡Y lucha!
+¡Partido!
+¡Comunista!
+¡Marxista!
+¡Leninista!
+¡Pensamiento!
+¡Mao! ¡Tse! ¡Tung!
+¡Pé Cé Eme-Ele!
+¡Pé Eme Té Té!
+Los maoístas bajaban la avenida al trote largo, felices, volcando mesas y espantando votantes. El oficial de bigotes, rojo de ira, gritaba por su radioteléfono, y sus soldados habían puesto rodilla en tierra y se echaban al hombro los fusiles. Por una bocacalle desembocaban otros dos jeeps del Ejército cargados de tropa, y por la calle diecinueve hacia abajo cargaba la policía militar repartiendo bolillazos entre los curiosos y los ciudadanos responsables que hacían cola en las mesas. Se oyeron tiros, al parecer lejanos, como voladores en ferias. Escobar corrió a guarecerse detrás de un poste de la luz, se arrojó a tierra. Oyó, más cerca, dos o tres tiros sueltos. Agachó la cabeza. Vio a diez pasos una figura que caía de bruces en el pavimento. Se quedó inmóvil un momento y luego alzó los hombros, la cabeza, haciéndola girar en lento semicírculo. Escobar reconoció al caído: era Edén Morán Marín, poeta y pederasta. Edén lo vio también, y le hizo un gesto de dolor. Escobar se acercó corriendo en cuatro patas, se arrodilló a su lado. Tenía un hueco púrpura y escarlata en medio de la espalda, que parecía hervir como una olla de sopa.
+—Me mataron, maestro —jadeó Edén—. Usted no pudo, y ya ve… —intentó reír, y le salió un chorro de sangre roja por la boca.
+—Me mataron, maestrico —balbuceó todavía.
+Vomitó otro chorro de sangre en el pecho de Escobar y cayó con la sien contra el cemento. La tropa cargaba nuevamente, disparando al aire. Escobar huyó en cuatro patas y se ocultó de nuevo detrás de su poste. Vio que estaba ocupado por Ignacio Alvarado, el Poeta Urbano.
+—Mierda, tocayo, ¿vio lo de Edén?
+A Escobar no le salió la voz. Asintió con la cabeza. Al Poeta Urbano se le saltaban las lágrimas:
+—¡Yo se lo advertí, carajo, yo se lo advertí! Pero el marica insistía… Le gustaba correr detrás de las manifestaciones, al muy marica, para ver cómo subían y bajaban las nalgas de los muchachos que corrían… Yo se lo advertí, carajo, pero es que no se puede ser tan marica. Este país es una mierda, hermano.
+Seguían los gritos, las carreras, una caseta de votación incendiada humeaba todavía, y un jurado de votación con la cara tapada por un pañuelo se esforzaba por rescatar las urnas chamuscadas. La policía cargaba, arrojando granadas de gases lacrimógenos, y se oían tiros sueltos. Escobar y Alvarado empezaron a llorar y a toser, tendidos boca abajo en el piso al pie del poste. El cadáver de Edén seguía tirado en medio de la calle, inmóvil en el tumulto. Escobar vio que se le acercaba un tipo alto, flaco, moreno, de anteojitos redondos, con el rostro enmascarado como el de un asaltante de diligencia de película.
+—¡Compañeros!
+Llevaba una cachucha de jugador de béisbol con la sigla PST, y en torno a las costillas le flotaba una camiseta como la de Patricia: Por un Estado Proletario
+de Consejos Obreros y Campesinos
+Vote PST.
+Se encaramó en una silla que sacó de un tenderete de votación. Se arrancó el pañuelo de la cara, y Escobar y el Poeta Urbano lo reconocieron al tiempo:
+—¡Mierda, hermano! ¡El negro Marroquín!
+—¡Compañeros! ¡Óiganme, compañeros! —empezó a arengar Jefferson desde lo alto de su silla—. ¡Miren a este compañero, compañeros! ¡El brazo armado de la burguesía, compañeros! ¡Un mártir, compañeros, otro mártir de la revolución! ¡Como Bolívar, como Gaitán, como Camilo…!
+El Poeta Urbano estaba furioso:
+—Míreme a ese hijueputa, hermano, como un buitre en el cadáver de Edén… A esos hijueputas trotskos habría que ahorcarlos a todos.
+Jefferson Marroquín seguía gritando, tosiendo un poco en la niebla verdosa de los gases lacrimógenos:
+—¡Véanlo, compañeros! ¡Un militante del partido de los trabajadores! ¡Un luchador del magisterio! ¡Un humildísimo padre de familia! ¡Un compañero consecuente, compañeros!
+—¡Hijueputaaaa! —le gritó el Poeta Urbano desde el piso, y golpeó la cabeza contra el poste de dolor y de rabia, llorando—. Hijueputa. Hijueputa. Este país es una mierda, hermano.
+Un pelotón de policías armados de bolillos y de escudos de plástico cargó a través de las casetas destruidas, pisoteando las urnas y los votos. Jefferson Marroquín cayó a tierra, apaleado. Escobar y Alvarado salieron corriendo cada cual por su lado. Poco a poco la calma renacía. Sólo dos o tres casetas habían sido incendiadas, y la gente volvía a votar en orden, y los curiosos a subir y bajar por la avenida, evitando al pasar el charco de la sangre de Edén, y los grupitos de niñas y niños sin edad de votar agitaban sus banderolas rojas y azules y gritaban:
+—¡Ló-pez, Ló-pez! ¡Gó-mez, Gó-mez!
+Acezante y sudoroso, con la garganta seca de sed y los ojos picantes de los gases, Escobar se detuvo al cabo de una cuadra de carrera. Entró a una tienda en una esquina. Pidió una cerveza helada.
+—Ley seca, hermano. Elecciones. Si quiere Coca-Cola, con mucho gusto.
+—Colombiana, la nuestra —pidió Escobar. El hombre gordo rio tras el mostrador, mostrando un diente de oro.
+—¡Otro pendejo que se creyó el cuento de la democracia! ¿Helada? ¿Al clima?
+—Al clima —tosió Escobar. El clima de la patria. Se la bebió sin respirar, picante, dulzona, llenándose de gases. Eructó. Pidió otra. Unas milhojas lo tentaron en la vitrina polvorienta. Pidió milhojas. La boca se le volvió pastosa. Se dejó caer en una silla de metal, miró en torno. En un rincón de la tienda, sentado en un bulto de papa, un hombre silencioso sorbía un pocillo de tinto. Escobar también pidió un tinto, que le quemó la lengua. Sacó de su bolsillo el cuaderno, para leer su poema ahora sí en calma. No se podía abrir: las páginas estaban pegadas en un bloque duro y sólido, pardo oscuro y ya seco, de la sangre de Edén. En el otro bolsillo encontró la carta de Federico, intacta. Rasgó el sobre.
+Escobar: usted tenía razón, no hay nada qué hacer; que frente amplio cultural ni qué mierda. El problema jodido es justamente la cultura —la Kultura—. Y la escultura también, si se quiere. Y hasta la puericultura, que es a lo que quiere Ana María que nos dediquemos todos.
+Lo que se necesita aquí es la guerra. Después habrá tiempo de sobra para la cultura y la puericultura y la escultura. Pero antes hay que haber matado a mucha gente. Usted tenía razón: no se pueden hacer sonetos revolucionarios. O se hacen sonetos o se hace la revolución. Yo, y otros, estamos haciendo la revolución. Ana María, la pobre: la dejé en la clínica, en pleno parto. Hay que ser un hijo de puta, o si no, no se hace nada nunca. Los niños, el marxismo, el arte —sí, todo muy bonito. Pero primero hay que matar a mucha gente. El compañero Douglas se lo dijo a usted aquella noche: hay que escoger lado. Yo escogí lado. No escoger lado también es escoger, hermano.
+Pasemos a temas prácticos. Supongo que cuando lea esta carta ya la Organización habrá—habremos—secuestrado a su tío el viejo Foción Urdaneta.
+A Escobar se le nubló la vista. Releyó incrédulo:
+… la Organización habrá —habremos— secuestrado a su tío el viejo Foción Urdaneta. Se decidió esta acción por razones políticas, económicas y de propaganda.(Carta)
+No entendía las palabras: razones políticas, económicas y de propaganda. Le temblaban las manos. Se llevó el pocillo a los labios, temblequeante, derramándolo. El tinto se había enfriado. Se esforzó por entender. Leyó rápidamente:
+y de propaganda. Yo no me opuse, aunque le agradezco a su tío que me hubiera sacado de la cárcel. Sentimentalismo pequeño burgués. Porque no me sacó a mí: sacó al sobrino de su amigo Rodrigo Ospina: no estaba haciendo más que asumir una actitud de clase consecuente.
+Aquí se entiende más fácil. Esta gente es gente muy verraca. Hay dos lados, Escobar, y se escoge lado. Yo escogí. Búsquele usted las razones sicoanalíticas que quiera: culpabilidad pequeño burguesa, pequeño burgués de mierda. La vida hay que vivirla, como me decía el hijueputa del coronel Buendía cuando me interrogaba en la Remonta de Usaquén. Ese también es un traidor de clase consecuente. Pero para el lado de la otra clase.
+Volvamos a lo práctico. La Organización ha decidido negociar el rescate de su tío a través de usted. Su nombre lo propuso el compañero Douglas personalmente. Un compañero entrará en contacto con ud. próximamente. Espere en su casa.
+(Sirva para algo, marica).
+Un abrazo fraternal. A lo mejor un día podremos darnos un abrazo revolucionario.
+Federico
+P. D. Queme esta carta, huevón. Usted es tan pequeño burgués de mierda que es capaz de guardarla por sentimentalismo.
+Escobar se quedó un rato largo con la carta en la mano, recobrando el aliento. Las cosas estaban sucediendo demasiado rápido. El hombre silencioso del tinto lo miraba desde su bulto de papa en el rincón. ¿Un espía? ¿De quién? ¿De la Organización? Mierda, Federico no tenía derecho a meterlo de sopetón en la Organización, a usarlo, a escoger lado por él. No son dos lados, sino muchos. O tal vez dos, pero son otros dos. Sentía los ojos del hombre silencioso clavados en su mano que sostenía la carta, ligeramente temblorosa. El gordo de la tienda lo miraba también, fingiendo que canturreaba algo. ¿Otro espía? ¿Del otro lado? Escoger lado, mierda: no se escoge la muerte: a ella se llega acorralado por la propia vida. Mierda: literatura. Y él que creía haber hecho algo al fin, con su poema, y mientras tanto afuera, en la realidad, seguían pasando cosas más reales: mataban a Edén por casualidad, Federico escogía lado por motivos sicoanalíticos, secuestraban a Foción por razones políticas, económicas y de propaganda. Y escogían lado por él. Imaginaba perfectamente al compañero Douglas: «el compañerito se le mide». Federico tenía toda la razón: era un huevón: lo usaban.
+—¿Tiene un teléfono, señor?
+—Está dañado.
+—Por favor, es urgentísimo.
+—Pero eso sí son diez pesos, ahí verá…
+Marcó afanoso el número. De inmediato contestó su tía Clema.
+—Tía, ¿está tío Foción? Soy Ignacio.
+—Mijo… ¿Cómo está tu mamá?
+—Bien. No sé. Dime, tía, ¿está Foción? Es que estoy en un teléfono público.
+—No, mijo, Foción salió hace rato. Tú ya sabes, yo aquí con mis dolores, pero él salió temprano a votar y después iba a misa. ¿Tú fuiste a misa, mijo? Hay que rezar por Colombia.
+El hombre silencioso seguía mirándolo. El gordo canturreaba tras el mostrador, fingiendo que limpiaba algo, prestando oído.
+—Sí, tía. Perdóname, pero es que no te puedo hablar desde aquí, hay gente esperando. ¿Sabes a qué iglesia fue tío Foción? ¿A misa de qué?
+—¿Tú ya fuiste a misa, mijo? Yo no he podido. Voy a ver si esta tarde me puedo levantar un rato, y que Avellaneda me lleve. Yo no sé si será pecado, mijo, pero te juro que yo a veces le pido a Dios que… Tú sabes, es un nervio que hace presión. Ernestico Espinosa dice que…
+—Tía, por favor, tengo que colgar. ¿A qué misa?
+—A la de doce, me figuro, a la Porciúncula. ¿Cómo está tu mamá?
+Escobar colgó, pagó el teléfono y las milhojas, salió. Estaba a mil cuadras de la Porciúncula, y era día de elecciones, y eran más de las doce. ¿Qué hora sería? No había taxis. Caminaba rápido, trotaba a veces media cuadra, hacia el norte. Iba a llegar tarde. No, no iba a dejar que el compañero Douglas decidiera por él, aunque fuera lo único que hiciera en toda su vida. La gente lo miraba pasar con extrañeza, se quedaba mirando su ropa arrugada y manchada de sangre. Caminaba, trotaba, caminaba, sudando, sin mirar a los lados. Aunque bueno: tenía tiempo, probablemente, para decírselo a Foción con calma. No, no quería verse mezclado en el secuestro de Foción, y menos que nada como intermediario. No sabía discutir temas de plata. Él no se había metido en eso, no era su propia voluntad, no había escogido. Lo usaban. No lo iban a seguir usando toda la vida. Pero, ¿cómo diría que lo sabía? Hablaría a solas con Foción: cuídate, tío, te buscan. Diría que Edén Morán Marín le había confiado el secreto en su agonía. Eso, Edén, perfecto. Que su muerte sirviera para algo. Pobre Edén, convertido por un lado en mártir de la revolución y por el otro salvando del secuestro a un oligarca, cuando sólo había querido ver culos hasta el fin. Y cuando el compañero del contacto viniera a hacer contacto le diría: no, compañeros: hagan ustedes su trabajo.
+Ahora iba más despacio, forzado por el cansancio, imaginando discusiones teóricas con Federico, derrotándolo. A su derecha, tras una larga verja, reconoció el palacete francés de Los jardines de Alá, sombreado por los árboles. Ah, descansar un rato entre huríes, en un rumor de fuentes, o simplemente sentarse un rato a respirar en las escalinatas, a la sombra de columnas neoclásicas. ¿Qué hora sería? Una turbamulta le cerraba el paso: un corro de curiosos que discutían y hacían preguntas, un policía chiquito, desbordado, que intentaba calmarlos, autoritario y suplicante.
+—¡Ahijuemadre, hermano, míreme el carrazo del hijueputa oligarca!
+Escobar lo reconoció: era el largo automóvil verde oscuro de Foción. Se quedó frío, con los brazos colgantes. Tenía una llanta delantera reventada y la chapa refulgente del guardabarros perforada por una línea de balazos. Escobar distinguió la cabeza inmóvil de Avellaneda apoyada en el timón. En el asiento de atrás, tras los vidrios cerrados, lloraba una mujer histérica y golpeaba los vidrios con los puños.
+—Mire, hermano, las tetas de esa vieja.
+—Ahijueputa, hermano, que tetonómetros. ¿Y usted vio al viejo cacreco con semejante viejonón? No hay derecho, hermano, y uno aquí.
+—Eran cuatro —contaba una señora de moño gris—. Dos venían en una de esas motos que usan los jóvenes ahora.
+—Una Kawasaki, hermano, eso sí es verraquera.
+—¡Mire, mire mire mire mire hermano, míreme esas tetas de esa vieja, no joda!
+El policía bajito, sudoroso, sacudió a Escobar por el brazo:
+—Circule, caballero, circule.
+No circuló. Se acercó al centro del corro, mirando el cuerpo inmóvil de Avellaneda, que tenía los ojos abiertos. En la mano derecha, aferrada al timón, se veía el dedo índice pintado de tinta roja: había votado. Un jeep del ejército paró con un chirrido en medio del corrillo de curiosos, un oficial bajó de un brinco, dos soldados le abrieron paso a culatazos.
+—Circulen, circulen, circulen, los testigos a este lado, los demás van circulando me hacen el favor, circulen.
+Una señora soltó un grito, un raponero salió volado con su cartera en la mano, la señora lloró, uno de los soldados apuntó con su fusil ametrallador, un señor de anteojos protestó indignado:
+—¡No sea bruto, cómo va a disparar contra toda la gente!
+—¡Ah, pues y qué! —se indignó otra señora—. ¿Es que quiere que nos roben a todos? Para eso estamos en democracia. Ya vio cómo secuestraron a ese pobre señor, que iba herido, cómo lo empujaban, esto va de mal en peor.
+Pero el raponero se había perdido de vista. El soldado bajó el cañón de su fusil. La señora robada, llorosa, se puso en el grupo de los testigos, con los dos jóvenes amantes de las motos y las tetas, y la señora indignada, y el señor de anteojos, y Escobar. Los otros, a culatazos, empezaron a circular de mala gana. El oficial abrió el carro de Foción y ayudó a bajar a la mujer histérica, que era Pascale, la francesita, con la cara tiznada de maquillaje corrido por las lágrimas. Hablaba entre pucheros:
+—Mon Fofo, ils m’ont pris mon Fofo, ils me l’ont pris! Qué va a hacer él solo por ahí sin su petite Pascale…
+—Cálmese, señora, cálmese.
+—Señorita.
+—Cálmese, señorita, rescataremos a su marido, le doy mi palabra.
+—No es mi marido, il est mon… mi padre. Podría ser mi padre, vous savez.
+El oficial pidió una ambulancia por su radioteléfono, hinchó el pecho, pasó revista a sus testigos. Se volvió de repente sobre uno de los jóvenes amantes de las tetas, que devoraba a Pascale con los ojos:
+—¡A ver, usted! Diga qué vio.
+—Pues eso fue la pelotera, mi capitán, esa gente eche bala, ah, no, pero primero se le cerró la Kawasaki al Buick, yo dije, mierda, hermano, se estrellaron, pero el Buick iba despacito cogiendo así la curva y viene esa Kawasaki despedida por esa carrera séptima y suás, se le cierra y se baja una vieja de la moto, pero una hembra, mi capitán, que iba de parrillera y ametralladora en mano, una Uzi de nueve milímetros…
+—Esa es un arma de uso privativo del ejército.
+—Ah, eso sí yo no sé, mi capitán.
+El otro muchacho intervino:
+—Yo estaba ahí no más, mi capitán, y llega el viejo y le dice al chofer bájese hombre mate a esos indios y el chofer…
+—Usted se me calla hasta que le llegue el turno del interrogatorio. A ver, usted, siga.
+—Pues como dice aquí mi hermano, mi capitán, se baja el man del Buick como con una manivela, yo no pude ver bien, yo estaba puro detrasito y la vieja coge y levanta la Uzi y, ah, no, pero primero va el pobre man y medio levanta el brazo como para pegarle al de la Kawasaki, imagínese, mi capitán, el pobre viejo eso ni podía alzar ese fierro, y coge la vieja y alza la Uzi y ratatatatatatatatatatá, la tenía en automático de ráfaga, mire, ahí se ven los agujeros de las balas, vea cómo le dejaron toda la carrocería al Buick, eso es munición blindada, ¿no, mi capitán?
+—Concrétese a los hechos.
+El otro joven refunfuñaba, miraba a Escobar de reojo, tomándolo por testigo:
+—¿Ah? Pero qué tal el viejo hijuemadre, ¿ah? Mate a esos indios, no joda, como si ya uno no tuviera derecho a vivir, también y todo…
+—Entonces sacaron al viejo gordo del carro, eso ni podía andar de lo gordo, viera esa vaina, ah no, pero primero había llegado un BMW metalizado y se había parqueado ahí no más, puro delante, y se bajan de ahí otros dos tipos, el uno con una 45 magnum, eso es la verraquera, ¿no, mi capitán? Eso le abre a un man un boquete de este porte, si lo coge lo parte, ah, bueno, y el otro yo no pude ver bien, me lo estaba tapando el de la Kawasaki, yo a esas alturas imagínese hermano ya estaba cuerpo a tierra, ni marica que uno fuera que lo vayan a quemar ahí también de pendejo, pero no vi bien, creo que era una automática o no sé, a lo mejor una subametralladora de esas corticas, negras, bien engrasaditas, una Beretta italiana del nueve o mejor dicho yo no sé, no vi bien, pero imagínese el pobre viejito con una manivela, claro eso lo quemaron pero super-rápido. Verraca vieja, mi capitán, y bien chusca, ¿no, mi hermano?
+El oficial tomaba notas en una libretica. Llegó una ambulancia, fotógrafos que tomaron fotos del cadáver de Avellaneda desde todos los ángulos. Otra vez se habían vuelto a arremolinar los curiosos, los grupos alegres de banderas y gorritas, Ló-pez, Gó-mez, los más lejanos se empinaban para distinguir algo.
+—Bueno, circulen, carajo, circulen, esto no es un circo.
+Se llevaron a Avellaneda en una camilla, cubierto con una sábana blanca, después de desprenderle con mucho trabajo los dedos aferrados al timón. El oficial interrogaba a la señora robada:
+—Un hombre muy distinguido, oficial, ya anciano, pero con mucha clase. Esos jóvenes lo llevaban a empellones, yo creo que iba herido porque cómo tosía, pobre señor, daba pesar verlo. Hasta que ya lo subieron a ese carro grande medio brillantoso y se fueron, yo ya no vi más. Ah, bueno, sí, el otro señor que lo habían herido, estaba ahí como medio acurrucado, pobre, yo ni moverme, claro, aunque me daba qué pesar, ahí medio se fue arrastrando como pudo y se logró subir al carro y se sentó adelante, yo creo que era el chofer.
+—Un BM metalizado, mi capitán, eso salieron a toda.
+—Usted se me calla hasta que le llegue el turno de declarar. A ver, usted. Identifíquese.
+El señor de anteojos sacó su billetera con manos temblorosas, mostró su cédula, sus tarjetas de crédito.
+—Es indignante, capitán, es indignante. Y en un día como hoy. Es indignante. Yo estaba lejos, no vi bien qué pasó, sólo oí las detonaciones y vi a este pobre hombre que caía herido y después ya no vi más. Yo venía de votar, mire —mostraba el dedo rojo—, y nunca pensé encontrarme con una cosa semejante. Para lo que haga falta, capitán, para lo que haga falta estoy a su disposición, esto es verdaderamente intolerable.
+—Bueno, el siguiente. Usted, señora, qué vio.
+—Bueno, yo ver, ver, lo que se dice ver, yo no vi nada, teniente. Yo creo que era cosa de la subversión, en pleno día, aquí en plena Carrera Séptima, yo no entiendo cómo el gobierno no hace nada, y ustedes los militares… a ver… qué es lo que hacen, hágame el favor y me dice. Yo vivo aquí nomasito y hoy he visto pasar no menos de ocho manifestaciones subversivas, con gritos y letreros, pero contadas, no crea que exagero, no menos de nueve. Y ustedes qué hacen, a ver, qué hacen. En pleno día, teniente, en pleno día.
+—Sí, mi señora, se hará lo que se pueda. A ver, el siguiente. Defendemos la Constitución y las leyes, mi señora.
+—Pero hágame el favor, a ver, qué leyes, hágame el favor. Porque eso sí Bogotá está llena de raponeros y subversivos y cuanto hay, dígame a ver qué leyes, y vendedores ambulantes y de todo, ya no se puede ni andar. Y ahora encima esto, hágame el favor, a las dos de la tarde, a mediodía como quien dice, en pleno día. Yo sí estoy dispuesta a declarar lo que sea, teniente.
+—Capitán, mi señora.
+—Capitán, y me excusa. Pero esto es responsabilidad de ustedes, capitán, o coronel, lo que sea. Antes no era así. En pleno día, es que hágame el favor.
+—Sí, mi señora, se hará lo que se pueda. A ver, el siguiente.
+&mdashmdash;Pues lo mismo que dijo aquí mi hermano, mi capitán, yo sí vi que ese verraco venía muy rápido en esa Kawasaki y le dije vea hermanolo ese verraco de la Kawasaki cómo viene y…
+—Usted declara cuando le llegue su turno. A ver, usted. Identifíquese.
+Un soldado cacheó a Escobar, que buscó en el bolsillo sus papeles. Sus dedos tocaron la carta de Federico y se le paro el pulso.
+—Mire, oficial…
+Pascale lo interrumpió:
+—Vous n’êtes pas… ¿Usted no es el amigo de Samantha?
+—No, no… Mire, oficial, yo soy pariente del secuestrado, no sé si usted sabe de quién se trata, el doctor Urdaneta de Brigard, yo pasaba por aquí y…
+—¿Conque pasaba? ¿Qué son esas manchas en su camisa, si se puede saber? A ver. Papeles.
+—Sí, cómo no. Vea, oficial, yo soy sobrino del doctor Urdaneta de Brigard, y pasaba y…
+—Y yo soy hijo del Cardenal Primado, gran pendejo. A ver, a ver esos papeles. Cachéeme a fondo a este individuo, soldado.
+—Afirmativo, mi capitán.
+El soldado lo cacheó con rudeza, le entregó al oficial todo lo que encontró en sus bolsillos. A Escobar no le salía la voz. Pascale lo miraba con atención.
+—Mais vous avez la barbe, maintenant… Sí, sí, usted está el amigo de mon amie Samantha, de mon colonel…
+El oficial intentaba abrir las páginas ensangrentadas del poema, solidificadas en la sangre de Edén. Rasgó con brusquedad el sobre de Federico.
+—Mire, mi capitán, yo soy amigo personal del coronel Buendía, Aureliano Buendía, de Investigaciones Especiales, si usted quiere yo…
+—Ah, eso ya es otra cosa, doctor, me excusa. ¿Doctor…?
+—Escobar. Foción Escobar. Foción Escobar Urdaneta de Brigard.
+—Doctor Urdaneta, me excusa, yo cumplo órdenes, le pido mil perdones, no podía saber.
+—No se preocupe, mi mayor, perfecto.
+—Capitán, doctor. Ojalá fuera mayor.
+—Creo que se lo merece, mi capitán. Le hablaré de su eficacia a mi coronel Buendía, capitán…
+—Capitán Pardo, caballería blindada, doctor Urdaneta, a sus órdenes —dijo el capitán, cuadrándose.
+—Gracias, capitán. No, yo sólo quería ayudar un poco. Como le digo soy sobrino del doctor Urdaneta de Brigard, el secuestrado. Pasaba por aquí y cuando vi que era usted el que estaba a cargo de la operación pensé…
+—Correcto, doctor Urdaneta, no se preocupe. ¿Al doctor no le importaría echarse mañana una pasadita por el Comando? Para que no le toque declarar ahora aquí con toda esta chusma…
+—No, no, no es ninguna molestia. No. Lo que quería decir es sólo que yo creo que esto es un caso típico de delincuencia común. Mi tío Foción no tenía enemigos.
+—Tout le monde l’aimait, Fofo… —intervino Pascale, llorosa—. Era adorable, todo el mundo lo amaba.
+—Sí… Bueno, yo más o menos vi la cosa, capitán. Teníamos una cita aquí en el club con tío Foción y yo venía retrasado; por eso me ve como me ve, capitán, con las elecciones el tráfico está imposible, le dije al chofer que me dejara allá en la otra esquina, pensé que a pie… Pero, bueno. Como le digo, yo creo que eran delincuentes comunes. Eran cuatro individuos. Dos iban en una moto Yamaha, como dijo aquí el joven…
+—¡Uuuste, dizque Yamaha! Kawasaki. Una Kawasaki de 750 de cilindrada, eso es la verraquera, hermano, bicilíndrica, con arranque electrónico…
+—Usted se me calla, deje hablar al doctor.
+—Kawasaki, tiene razón el joven. Yo de motos… una Kawasaki negra…
+—Roja.
+—Roja y negra. El hombre que disparó…
+—¿Hombre? Mon cul! —interrumpió Pascale—. ¡Una mujer, c’était une femme, elle avait des seins magnifiques! ¡Ah, la salope! Elle a touché mon Fofo, ella ha herido a mi Fofo, mon capitaine, ’y avait du sang partout, regardez!
+Adelantó el busto, para que todos vieran la sangre.
+—Míreme esas tetas, hermanolo, míreme ese tronco de tetas… —masculló el muchacho amante de las tetas—. ¡Ah, oligarcas de mierda…!
+—Bueno, yo sólo estaba tratando de ayudar… —dijo Escobar.
+—Correcto, doctor Urdaneta, su declaración es de mucha utilidad.
+—¿Puedo irme?
+—Cómo no, doctor, faltaría más. ¿Quiere que le ponga una escolta?
+—No, no, no gracias, mi capi, yo creo que no es necesario. Bueno. Hasta luego entonces, mi capi. Le hablaré al coronel Buendía, usted no se preocupe. ¿Capitán Ramos?
+—Pardo, doctor.
+—Pardo. Perfecto: esto lo arreglo yo personalmente con mi coronel. Y lo felicito, capitán: ojalá todos fueran como usted.
+—Gracias, doctor, uno ahí cumple… —sonrió el capitán.
+Escobar se alejó a buen paso. El capitán lo despidió llevándose la mano al filo de su casco de combate, y los soldados se pusieron firmes.
+Mierda. Todo era igual. Todo era peor que antes. Su encierro, sus iluminaciones, su poema de mierda, no habían servido absolutamente para nada. Edén Morán Marín muerto en sus brazos —muerto ahora sí. Foción secuestrado, mierda. (Había sido una buena idea darle al capitán la identidad de su hermano Focioncito: por fin los muertos empezaban a servir para algo). Y ahora, encima, tenía que esperar el contacto de una guerrilla absurda. Negociar un rescate. Mierda, mierda, no sabía discutir temas de plata, mierda. Su poema no había servido para nada. En una alcantarilla abierta se detuvo a tirarlo, y a tirar de paso la comprometedora carta de Federico, Federico de mierda, embarcándolo en semejante vaina sin consultarlo.
+Palideció. El capitán se había quedado con la carta. Buscó enloquecido en todos los bolsillos, aterrado. Tenía el cuaderno del poema, pero la carta no. ¿Tenía su dirección escrita? ¿Su nombre verdadero? No podía recordarlo. No podía ser, Federico no podía ser tan bruto.
+Tras un instante de vacilación arrojó al fondo de la alcantarilla su poema, ilegible e inútil, enmasacotado de la sangre de Edén, en reemplazo de la carta perdida. Las cosas son iguales a las cosas, pensó. Mierda: literatura.
+—¡Canalla! ¡Comunista! —le gritó desde su ventana la señora Niño a voz en cuello. Los transeúntes se voltearon a mirarlo. Hundió la cabeza entre los hombros, agobiado. Tenía toda la ropa rígida de la sangre de Edén, estaba exhausto. La vida había seguido en su ausencia, y era igual que antes.
+PATRICIA LO ESPERABA DELANTE de su puerta, sentada en la escalera, llorando.
+La abrazó. Ella soltó todo el llanto en su pecho, sobre la sangre seca de Edén Morán Marín. Escobar tenía ganas de aullar de cara al cielo, como un perro. ¿Qué le podía decir? No había nada qué decirle. Abrió su puerta, la llevó abrazada adentro, dándole palmaditas maquinales en el hombro, besándole distraído el pelo.
+—Ya pasó, ya pasó, ya pasó…
+—Va a pensar que soy una vieja huevona, ¿no? —sollozaba Patricia, sorbiendo mocos, y se echaba otra vez a llorar—. Pero es que… lo que pasó, y todo… usted vio, ¿no? Usted estaba ahí…
+¿Cómo sabía?
+—Sí, pero ya pasó, ya pasó, ahora tranquilícese.
+—Y ahora llego yo aquí… y usted nada que llegaba… y esa vieja loca de arriba… ¿Usted sabe que arriba vive una vieja loca? La del otro día, ¿se acuerda?
+—Me acuerdo. Vivo con ella día y noche.
+La oía golpear arriba.
+—¡Me dijo putaaa…! —berreó Patricia—. Yo no soy puta, Ignacio, usted sabe que yo no soy puta… ¿Usted cree que soy puta? —lloraba sin descanso, y en el llanto sus ojos se volvían más estrábicos que nunca, inquietantes—… ¿Cómo sabe esa vieja que soy puta? ¡Ignacio, usted sabe que yo no soy putaaaa…!
+—Cálmese, Patricia, cálmese, usted no es puta, cálmese… Eso no importa ahora… —la sentó en el piso, se arrodilló a su lado, con su cabeza en su hombro, consolándola—. Cálmese, niña, cálmese, eso no importa…
+—¡Sí importaaaa! —berreó Patricia echando chorros de lágrimas—. ¡Claro que importa, porque papá también piensa que soy putaaaa…! ¡Y por eso no me va a querer ayudaaaar…! Ayúdeme, Ignacio, dígale que me ayude, ¿sí? Usted puede hablar con él, ayúdeme, dígale que yo no soy puta, que lo suelten, que me ayudeeee…
+¿Hablar con Foción? ¿Cómo? ¿Sabía Patricia que Federico tenía algo qué ver en el secuestro? ¿Que Escobar era intermediario? Federico no podía ser tan bruto, mierda, no podía ser tan bruto.
+—Bueno, no llore. Cálmese. A ver, explíqueme. ¡Cálmese!
+Patricia soltó otro chorro de llanto:
+—¡Ahora encima usted me va a empezar a regañaaar…! ¡Yo ya no soy un bebé. Ignacio, entiendaaa…! ¡No me regañe encima usted, no me regañe…! No me regañee…
+Escobar le dio una bofetada.
+—¡No sea pendeja, carajo, cálmese!
+Se calmó un poco. Seguía llorando, pero más tranquila, con el rostro enterrado en su hombro. Le acarició el cuello y el pelo, la besó. Ah, mierda.
+—Bueno, a ver, explíqueme qué pasa.
+—Usted sabe. Usted estaba ahí. Usted vio.
+—Sí, pero… Mierda, Patricia, ¿usted cree que yo puedo hacer que lo suelten?
+—Usted no, pero papá sí. El otro día soltaron a su amigo por papá, ¿se acuerda?
+—Sí, claro, pero… —recordó la carta de Federico, y siguió dubitativo—. No crea que es tan fácil. No me parece que esa gente esté muy dispuesta al sentimentalismo burgués, para serle franco.
+—Pero dígale usted a papá, Ignacio, dígale, ¿sí? Ayúdeme usted a convencerlo, tiene que ayudarme a convencerlo, yo sé que a usted le hace caso. Dígale, ¿sí? Dígale, ay, dígale… —empezó a besarlo en el cuello, enfervorizada—, dígale, Ignacio, se lo pido por favor, ¿le dice? Dígale… —Escobar se apartó, se recostó en la pared, dejándola caer al piso.
+—Mierda… —dijo.
+Pensó. Respiró hondo. Patricia sollozaba en el piso.
+—Mire, Patricia. Sinceramente, yo no creo que sea tan fácil.
+—¡Pero usted vio que no fue él! —grito Patricia—. ¡Usted vio que fueron los tombos, usted vio! ¡Los tombos lo mataron! ¡Jefferson sólo estaba ahí hablando! ¿Es que no se puede hablar? ¿No dizque esto es un país libre? ¡Usted los vio, Ignacio, ellos le pegaron un tiro al compañero y después cogieron a Jefferson y le daban bolillo y le daban bolillo y le daban bolillo y se lo llevaron déle y déle bolillo y ahora dicen que el que lo mató fue Jefferson!
+Escobar se desconcertó.
+—A ver, a ver, tranquilícese. ¿Cómo es la cosa de Jefferson?
+—¡Pero si usted vio! ¡Usted estaba ahí, detrás de un poste, yo lo vi! ¡Usted vio todo, cómo mataron al compañero!
+—¿A qué compañero?
+—¡Al que dijo Jefferson! Yo no lo conozco, yo qué voy a saber. Al compañero del magisterio. Usted lo vio, usted estaba ahí, Jefferson se subió a una silla a hablar y a decir que lo habían matado los tombos y entonces lo cogieron y le daban bolillo y ahora dicen que fue ééééél…!
+Patricia se echó a llorar nuevamente. Escobar empezaba a entender. Le acarició los hombros, la apretó, la beso, la enderezó contra la pared, le peinó las cejas con la punta del dedo, le limpió una lágrima.
+—A ver, a ver, a ver… Ya, cálmese, ya voy entendiendo, tranquilícese… ¿Y usted quiere que yo hable con su papá?
+—Pues claro. ¿No ve que si yo le digo algo es peor, porque es Jefferson? ¡Es que papá dice que yo soy una puuuta… porque ando con Jefferson y dice que Jefferson es negrooo…! —se interrumpió—. No, no, ya no lloro, ya no lloro. Ya estoy tranquila, Ignacio, ya estoy tranquila. Déjeme me limpio los ojos y ya estoy tranquila. Ya. Ya. Ya.
+Se frotó los ojos con los puños, sonrió a través de las lágrimas:
+—Usted habla con papá, ¿cierto? A usted papá le hace caso, usted sabe. El otro día hizo que soltaran a un amigo suyo, ¿se acuerda? Pues ahora es lo mismo, sólo que es Jefferson.
+Empezó a recuperarse. Miró en torno, se vio sentada en el piso, vio el apartamento vacio, sin un mueble. Preguntó con una vocecita insegura:
+—¿Qué pasó?
+—Nada. Entraron los ladrones. Pero eso fue hace días, no se preocupe.
+—Ah… Yo sí notaba algo como raro… ¿Me puse muy huevona, Ignacio? Perdóneme, es que estoy nerviosa, y esa loca suya que me decía puta, pensé que había hablado con mi papá, no sé… Perdóneme.
+Miró en torno, asombrada. Tenía la cara y el cuello y el pecho llenos de manchas pardas y rojizas de la sangre de Edén diluida en sus lágrimas. Se rio.
+—Es rarísimo. Se ve todo chiquitico. ¿Estoy muy fea? ¿Tiene un espejo?
+Se levantó de un brinco. Escobar la tomó por la muñeca, la hizo sentarse nuevamente.
+—Espere un momento. Pensemos a ver. ¿Qué quiere que haga? ¿Que hable con Foción?
+—Sí. Y le dice que haga palanca para que suelten a Jefferson. Yo no puedo, usted sabe. Primero, porque papá odia a Jefferson, me dice que dizque soy puta porque ando con un negro, imagínese el viejo lo huevón y lo racista, mierda, Ignacio, es que usted no se imagina.
+—Bueno, sí, pero usted no es puta.
+Patricia rio, contenta. Lo besó.
+—Ay, Ignacio, no sea bobo… Pero bueno, además es que ellos creen que yo ya no ando con Jefferson, porque les dije, para lo del baile.
+—¿El baile?
+—Ay, el baile en el Jockey, acuérdese, yo le conté. Entre otras, váyase preparando: es este viernes que viene. Consígase su frac. Yo no sé qué es lo que pasa con las invitaciones, que nada que llegan. Es que como la huevona de mamá se empeñó en mandarlas hacer en Cartier de Nueva York, imagínese. Qué van a saber allá dónde queda Bogotá Colombia, imagínese. Es que mamá cree que todavía vivimos en el siglo pasado. No se puede imaginar qué vieja tan retrógrada, pobre.
+—Bueno, el baile —interrumpió Escobar—. ¿Qué tiene qué ver eso con que usted ande con Jefferson?
+—Que me dijeron que si seguía saliendo con Jefferson no me hacían baile. Eso tiene que ver. Chantajistas, encima.
+—Pero usted a mí también me dijo que ya no andaba con Jefferson.
+—Bueno… así asá. Peleamos. Es que no me lo resisto. Peleamos, pero a veces nos vemos. No sé.
+—Usted a quién prefiere: a Jefferson o a mí.
+—Ay, Ignacio, usted no está preso…
+Se le llenaron los ojos de lágrimas.
+—Ay, Ignacio, por favor ayúdeme, ¿sí?
+Escobar se enterneció. Pero no iba a ser fácil.
+—Claro que la ayudo, niña… Pero regáleme un cigarrillo. Hace días que no fumo.
+Aspiró una bocanada de delicia. ¿Qué decirle? ¿Cómo explicarle? ¿Por dónde empezar?
+—Mire, Patricia. No va a ser fácil hablar con su papá, no crea…
+—No sea bobo. Papá lo adora a usted. No sé por qué, pero lo adora.
+—Tal vez, no sé. Pero ahora…
+—¿Lo dice por lo del puesto?
+—No. ¿Qué puesto?
+—El puesto en el banco, el que le iba a dar a usted, que quería que alguien de la familia fuera vicepresidente del banco como toda la vida, y que como usted nada que quería, se lo dio al cretino de Juan Manuel, el marido de la pendeja de Lucía, ¿no sabía? No me diga que no sabía.
+—No tenía ni idea. Yo no quiero un puesto en el banco, además.
+—Eso le decía yo. Imagínese si usted iba a querer ser un cerdo capitalista como papá, para que encima después lo secuestren, o quién sabe qué.
+—No, no, no es por eso —Escobar tosió, sintiéndose profundamente estúpido. Apagó el cigarrillo en la suela del zapato y arrojó lejos la colilla. Patricia rio, torciendo los ojitos.
+—Pues se quedó sin puesto, por pendejo. Papá estaba seguro de que el otro día lo había llamado para eso, y se quedó esperando. Y usted, nada.
+—Es que no era para eso. La llamaba a usted —mintió Escobar.
+—Yo sé, bobo. Pero papá no sabe. Y que no llegue a saber, porque nos mata a los dos.
+Se besaron. Patricia vio por primera vez la sangre seca en la camisa de Escobar, y se miró su propia camiseta. Le dio risa:
+—Mire cómo me vuelve, Ignacio… Papá tiene razón. Debo estar horrible, lloré como una boba. Présteme el baño, ¿sí?
+Se fue de un brinco al baño. Escobar se quedó pensativo, encendió un nuevo cigarrillo. La señora Niño golpeaba con paciencia en el techo. Sólo faltaba que a la salida Henna lo estuviera esperando otra vez. Las cosas son iguales a las cosas. La literatura es literatura. Se acordó de Federico: ¿ha escrito algún soneto? Huevón de mierda. Y ahora, el rescate. Esperaba que no se les ocurriera llegar ahora, con Patricia ahí, a entablar negociaciones. Pensó que era mejor salir lo más pronto posible. Golpeó en la puerta del baño. Patricia se asomó desnuda.
+—Me bañé. ¿Le importa?
+—Vístase, vístase. Tenemos que irnos ya.
+—¿Qué me pongo?
+—Patricia, por Dios… No vamos a ir a un baile. Póngase su ropa y vamos.
+—Es que no me puedo poner esa camiseta del PST. Papá me mata.
+—Antes no le importaba que su papá la matara.
+—Antes no le tenía que rogar que sacara a Jefferson de la guandoca. ¿Usted cree que lo van a torturar?
+—No creo. Vístase.
+—Están torturando a todo el mundo, usted sabe.
+—Sí, bueno. Pero vístase.
+—Otras veces no quiere que me vista tan rápido…
+—Patricia…
+Otra vez la abrazó, besó su carne fresca, recién bañada. Ah, era débil, seguía siendo tan débil como toda la vida. Deslizó las manos por su espalda para coger sus altas nalgas elásticas. Sintió el deseo una vez más: una vez más mandaba su deseo. Le pasó los labios por la garganta y los hombros, le besó los senos firmes y erguidos. Patricia se dejó besar un poco. Lo apartó.
+—Ay, ahora no, Ignacio —lo reprendió con tono de exasperación maternal.
+—Siempre me dice que ahora no.
+—Yo sé. Pero ahora no. Usted entiende…
+—No. Ya le he dicho cien veces que no entiendo.
+—Ay, Ignacio… Otro día.
+—Siempre me dice que otro día.
+Mientras hablaban, le daba cortos besos en los labios. Sus dientes chocaron. Patricia rio, lo empujó lejos sin contemplaciones.
+—Bueno, mire: vamos y usted habla con papá y lo convence, ¿sí? Y si acaso después volvemos aquí y hacemos el amor. Le prometo. —Miró dubitativa la desolación circundante, la dureza del piso—. Aunque aquí… Bueno, ahí vemos. Pero venga hablamos primero con papá, ¿sí?
+—Bueno, vístase —se resignó Escobar. Sabía que no iban a volver. Pero daba lo mismo. Todo daba lo mismo. Todo seguía exactamente igual. Su poema no había servido para nada.
+—Présteme una camisa suya, ¿sí?
+—No tengo. Los ladrones se lo llevaron todo.
+—Esa que tiene puesta.
+—¿Esta? No tengo sino esta. Y está toda sudada. Y huele a sangre. Sangre del pobre Edén Morán Marín: ese mismo pobre muerto que su amigote Jefferson llamaba «compañero», ya después de muerto. Su amigote Jefferson es un oportunista.
+—¿Usted cree que yo no sé? A veces no me lo resisto.
+Se vistió. Sonrió, feliz. Estaba linda.
+—Camine le muestro mi carro —invitó. Escobar recordó el carro acribillado de Foción, Avellaneda muerto en el timón, como un capitán que se hunde con su barco. Preguntó con cautela:
+—¿Su carro?
+—Es que ahora tengo mi propio carrito, ¿no sabía? Un Hondita amarillo, divino. Me lo regaló papá de premio por pelear con Jefferson. Viejo pendejo. Bueno, camine.
+Salieron. La señora Niño los esperaba asomada al hueco de las escaleras, con un fulgor ornitológico en los ojos malignos.
+—¡Prostituta! ¡Modelo!
+Escobar quiso bajar encogiendo los hombros, pero Patricia plantó cara:
+—¡¡PUTA!! —gritó.
+La señora Niño soltó un graznido ronco, de pájaro enjaulado que se totea de rabia. Patricia insistió:
+—¡¡¡PUTA, PUTA, PUTA PUTA PUTA!!!
+Lanzando un chillido escalofriante, vesánica de cólera, la señora Niño se arrojó por el hueco de la escalera. Escobar tuvo la impresión de que se había tirado de cabeza. Al pasar a su altura, aullando, ahora de terror, chocó contra la barandilla de hierro con un crujido seco de huesos, dio una vuelta de campana y se aplastó en los escalones con un golpe de trapo mojado contra el piso. Se quedaron sin respiración.
+La señora Niño no se movía. Escobar agarró con fuerza el brazo de Patricia, dio un largo paso de gimnasta para salvar el cuerpo espernancado e inmóvil y los dos bajaron la escalera trotando, sin hablar, ensordecidos de pavor. Ya en la calle Patricia se arrancó de un tirón la presa de sus dedos.
+—¡Suélteme, suélteme, suélteméééé…!
+—Vamos. Vamos. No mire para atrás.
+—¡No, es que tengo aquí el carro, venga!
+Se montaron en un carrito amarillo. Patricia no encontraba el hueco de la llave. Le temblaba la boca, murmuraba con voz frenética de llanto:
+—¡Jueputa vida, jueputa vida mierda!…
+Pudo arrancar por fin, y el carrito saltó como una bala.
+—Vaya despacio —aconsejó Escobar con voz ronca—. Despacio, despacio… Son elecciones, por ahí hay mucha tropa, despacio…
+Patricia frenó, orilló, apagó el carro, se echó a llorar en el hombro de Escobar.
+—¡Es un minuto, es un minuto, déjeme lloro un minuto y ya, le juro que es un minuto! —lloraba—, ya se me pasa, ya se me pasa, déjeme lloro un minuto y se me pasa…
+—Tranquila, tranquila, tranquila, ya pasó…
+Escobar tenía ganas de llorar él también.
+—No fui yo, Ignacio, le juro que no fui yo, fue ella, usted vio, ella se tiró de cabeza, ¿usted cree que la matamos?
+—No creo. No sé. Tranquila…
+—La matamos, yo creo que la matamos, usted la vio que estaba quieta, ¿no? Yo creo que la matamos, ¿usted no cree? Pero estaba loca, ¿no es cierto? Estaba loca, ay, Ignacio, que no la hayamos matado, ay, Ignacio, ¡¡¡ay Dios mío Dios mío Dios mío Dios mío Dios mío!!!
+—Tranquila, Patricia, tranquilícese. Ya pasó. No la matamos, tranquilícese.
+Estaba seguro de que sí la habían matado. Bueno, por fin. Por lo menos eso. Pero iban siendo ya demasiados muertos, como en una tragedia de Shakespeare.
+—Ya se me pasa, ya se me pasa, le juro que ya, ya, ya. Déjeme llorar un minuto y se me pasa, le juro…
+La dejó llorar un minuto.
+—Arranque despacito. Vamos despacio. No hay afán…
+Y todavía faltaba la noticia, los llantos de su tía Clema, fingir sorpresa, compartir la angustia, acompañar a la familia, ah, mierda. Pero se dejó llevar, en silencio. Llegaron a la larga verja de casa de Foción. Patricia pitó con impaciencia para que alguien abriera. Había soldados con fusiles, carros negros con guardaespaldas oficiales, largos Mercedes verde oliva de generales del ejército con el escudo nacional en la placa. No podía entrar. No quería entrar. Ah, mierda.
+—¿Sabe una cosa? Es mejor que no entremos juntos —dijo Patricia—. Usted espera cinco minutos, y después entra solo como si lo de Jefferson fuera cosa suya, ¿bueno? Mientras tanto yo me cambio de ropa.
+—Sí…
+Patricia volvió a pitar con impaciencia. Un guardaespaldas se acercó a la verja lentamente. —¡Jueputa, otra vez la casa llena de militares! &mdmdash;masculló Patricia—. Debe ser que gano López, papá debe estar feliz, seguro está destapando champaña el viejo huevón. Mire, está hasta el carro del embajador gringo con banderita y todo. No me lo resisto. ¡Ay, what a beautiful señorita! ¡Ay, what a lovely country! El muy huevón cree que está en Acapulco. Pero bueno, a lo mejor así es mejor: papá debe estar de buen humor. Bueno, lo espero adentro. Déme un beso.
+Escobar le dio un beso. Seguía siendo un cobarde. La miró entrar, parado junto a la verja. Debería entrar con ella. No podía dejarla sola. Ah, mierda. Pero ya iba muy lejos. La vio estrellar deliberadamente con su carrito el largo carro del embajador gringo. Hubo un atropellarse de guardaespaldas. Uno gordo, de anteojos negros, se quedó mirando a Escobar desde lejos. Lo vio bajarse los anteojos negros sobre el puente de la nariz para mirarlo bien. Era Ceballos, el guardaespaldas del coronel Buendía. Lo vio trotar pesadamente hacia la casa, empujar a Patricia que subía ya las escaleras con paso decidido, ignorando con el movimiento desdeñoso de las nalgas el alboroto causado por su carrito embutido en el Cadillac del embajador. Escobar dio media vuelta y echó a correr. Mierda, mierda, mierda, mierda, seguía siendo un cobarde.
+Corrió un par de cuadras. Aminoró el paso al darse cuenta de que su carrera despertaba miradas curiosas. Empezaba a anochecer. Se veían grupos dispersos de agitadores electorales, rendidos de cansancio, que caminaban lentamente con sus banderas al hombro, o arrastrándolas, intentando a veces todavía algún grito: Ló-pez, López, Gó-mez. Vio pasar una larga fila de jeeps militares con las luces encendidas, armados de ametralladoras pesadas. Más lejos, rechinantes, pasaron dos tanquetas. En las esquinas había patrullas de soldados, borrosos en el atardecer. Sin darse cuenta, maquinalmente, había llegado casi hasta su casa. Se detuvo en seco a media cuadra, recordando de golpe que habían matado a la señora Niño. No se veían ambulancias, no se oían sirenazos. A lo mejor estaba perfectamente.
+Se acercó despacio. Distinguió dos soldados ante la puerta del edificio. Un poco más lejos estaba parado un jeep con las luces encendidas. Al otro lado de la calle, a la sombra de las palmeras y los pinos polvorientos del parque, vio alumbrar la brasa de un cigarrillo. Se distinguía ya poco en la oscuridad creciente. Una mujercita envuelta en un pañolón negro tropezó con él.
+—Perdón.
+—¡Doctor! ¡Venga, venga, doctor! —cuchicheó la mujercita del pañolón. Era Circua. La siguió, mirando cautelosamente hacia atrás, hasta la esquina. Circua se puso a cuchichear rápidamente:
+—¡Doctor, vinieron a buscarlo, un señor de ruana, y después unos soldados también vinieron a buscarlo doctor, eso hasta tumbaron la puerta, el doctor ya se había ido, entraron a la casa, eso revolcaron todo el edificio, mi señora se puso enferma, yo tengo que volver ahoritica es que estaba echando ojo por la ventana por si llegaba el doctor para avisarle, yo no le dije a nadie que el doctor y la señorita mataron a la señora loca yo dije que yo no sabía que yo no vi nada pero ahí están esperándolo, doctor, yo creo que es mejor que no vaya, ya se la llevaron, siquiera llegó el doctor, de buenas que yo estaba mirando pero mejor váyase doctor eso por allá está muy maluco váyase váyase váyase!
+—No, espera, explícame, cómo es la cosa. ¿Cómo es lo de un señor de ruana?
+—¡Ay, doctor, déjeme ir! Un señor de ruana que vino que se puso a golpear y golpear en la puerta del doctor y yo salí y le dije que ya el doctor había salido que no fuera bruto que ahí estaba muerta la señora loca, la pobre, él como si nada, que tenía que esperar al doctor y que a qué horas llegaba porque le tenía una razón, eso era antes de que llegaran los soldados que eso cuando llegaron qué peloterón y qué carreras y a revolcar todo y hasta se metieron a mi cuarto abajo y me revolcaron el colchón y por eso mi señora, claro, se puso enferma, la pobre, que a ella también le revolcaron el colchón y la sala y el comedor y todo eso rompa cosas y rompa porcelanas, yo creo que hasta la televisión la rompieron porque eso es gente que no sabe, doctor, eso puro como animales que ni habían visto la televisión ni nada sino que busque y busque, pura gente del campo, y yo que no sabía nada pero eche ojo por si veía venir al doctor para avisarle por si acaso, de buenas que lo vi y ahí me salí pasitico y ahí el militar que no salga, que a dónde va y yo que a comprar pan y él que por qué no se queda un ratico conmigo y yo con ese afán de que llegara el doctor y lo cogieran, mejor váyase doctor, déjeme ir yo se lo suplico por vida suyita váyase!
+Circua se quedó sin aliento, de tanto hablar.
+—Gracias. No digas que me viste, Circua, gracias.
+—¡Pero ya váyase doctor, ya váyase! Eso qué espera, que vengan a cogerlo doctor…
+—No le digas al señor de ruana que me viste. Dile que morí, que me cogieron preso, que se vaya.
+—Sí, doctor, ¡pero váyase doctor que lo van a matar aquí de puro bueno, doctor, eso más bien es bobería…! Ya váyase, doctor…
+Escobar no sabía cómo irse. Ni a dónde irse. Besó a Circua en el pelo, en los ojos cerrados, en los labios delgados. Echó a andar calle abajo. Sudaba, se ahogaba de cansancio. Se abrió la camisa, dejando entrar el viento, sintiendo pinchazos de frío en el vientre y el pecho. No tenía a dónde ir. Un instante se detuvo apoyando la sien y la mejilla contra un muro carrasposo, lleno de hollín. Miró con atención el grano del ladrillo. Eran ladrillos viejos, desportillados, de un naranja tan oscuro que parecía tirar al púrpura. Le dolía la cabeza. Le pesaban las piernas. Tenía hambre. Tenía unas ganas atroces, de repente, de hacer pipí. Echó a andar hacia el norte por la Carrera Novena, buscando un árbol. Hizo pipí a chorritos cortos, interrumpiéndose cuando veía que venía alguien, caminando con un enorme esfuerzo hasta el árbol siguiente, soltando otro chorrito, volviendo a echar a andar con la bragueta abierta hasta otro más lejano. Se metió en un antejardín, orinó en un rosal. Oyó que le gritaban desde una ventana:
+—¡Eso, eso, muy bien! ¡Ya porque estamos en una democracia qué cree, indio malcriado!
+Era una señora dulce, de pelo rizado y blanco. La miró entre sus lágrimas, pero no había acabado de orinar y ya no pudo detenerse. Siguió hasta el fin, avergonzado, agotado. Echó a andar nuevamente. En las esquinas había tropa, y un viento a ras del piso hacía volar en bruscos remolinos fragmentos de papeles rasgados. Había muy poco tráfico, pero en las bocacalles se veían camiones militares detenidos, con el motor en marcha. Escobar no había visto tantos soldados en su vida, ni creía que pudiera haberlos. Tal vez había cambiado de país sin darse cuenta. Empezaban a caer goterones de lluvia. Al cabo de un momento de tremenda quietud se soltó un aguacero torrencial. Escobar trotó un poco. Se paró debajo de un árbol. En un par de minutos la lluvia se abrió paso a través del follaje y cayó a chorros sobre él, empapándolo. Trotó hasta un árbol más espeso. Después se sentó en el borde del andén, en un pradito, y se puso a llorar bajo la lluvia, con la cabeza entre las piernas, empapado hasta los huesos. Un carro le pasó a medio metro de distancia, envolviéndolo en una cortina súbita de agua cenagosa.
+—¡HIJUEPUUUUUTAS! —aulló, levantándose de un brinco. El carro frenó en la lluvia y vio que se le venían encima sus luces en reverso, rojas y blancas.
+—¡Hijueputa quién, pobre de mierda! —le gritaron desde las sombras de la ventanilla. Y otra voz intervino, exasperada:
+—Oh, come on, Bobby, don’t be stupid…! Esta gente anda armada.
+—¡No, no joda, no me voy a dejar insultar por un hijuemadre de estos!
+—¡Ay, Bobby! —intervino una voz de mujer—: está lloviendo a chuzos, arranca y vámonos…
+Pero Bobby se bajó del carro bajo la lluvia. Un tipo grande y fuerte, crespo y rubio, con una manaza enorme que sacudió a Escobar por la solapa:
+—¡A ver, hijueputa, qué fue la vaina!
+—¿Robertico? —dijo Escobar, sorprendido. El otro lo miró entrecerrando los párpados.
+—¿Ignacio? Mierda, Ignacio, qué hace aquí parado lavándose como un huevón, camine, móntese en el carro.
+Abrió la puerta.
+—Ábranle campo ahí atrás, es mi primo Ignacio, Ignacio Escobar, mierda, Ignacio, tiempos sin verlo. ¡Años! ¿Qué se había hecho? Móntese carajo huevón o nos lavamos aquí como un par de maricas. Niñas, les presento a mi primo Ignacio, la oveja negra de la familia. Mire, esta es Claudia, esta de atrás es Andrea. Andrea, déle un beso a Ignacio, el primo pródigo, ja ja, el primo pródigo, buena esa. ¿Ustedes no se conocen? El Chinche Urrutia, Ignacio Escobar. Mierda, primo, ¿qué hacía usted ahí parado como un huevón en la mitad de la Novena? Tómese un trago. Andrea, pásele el trago a Ignacio, mierda, tenemos que hablar, Ignacio.
+Escobar bebió un largo trago de whisky, que de inmediato le salió por el pecho y los ojos en chorros de calor. A su lado, riendo de su contacto húmedo, estaba Andrea, flaca, lánguida, rubia. Claudia tenía el pelo oscuro, liso y espeso sobre los hombros, y una nariz fuerte, y lo miraba con curiosidad. Del Chinche Urrutia no veía más que el doble brillo semicircular de unos gruesos anteojos. Robertico manejaba con una sola mano, abrazando los hombros de Claudia con la otra. Subió a la carrera Séptima, dobló de nuevo hacia el sur, salpicó con las llantas en un charco a un grupito ya empapado de sombreritos y banderas que intentaba guarecerse bajo un pino, riendo feliz.
+—Tengo ganas de lavar a una patrulla —dijo.
+—No sea huevón, Bobby, ni se le ocurra, they are just campesinos but they’ve got guns, don’t, Bobby —advirtió el Chinche—. Nos matan.
+—A este Jaguar no lo alcanza una bala —afirmó Robertico, riendo—. Páseme el trago, Ignacio.
+—Hágame un favor, Robertico —dijo Escobar—. Pase por delante de mi casa, quiero mirar una cosa.
+—¿Dónde vive? Por allá por el sur, apuesto.
+—No, allí adelantico, bajando por el parquecito. Yo le digo dónde es. Vaya despacio, por favor, quiero mirar una cosa.
+Delante de su puerta seguían los dos soldados, inmóviles bajo la lluvia, con el fusil ametrallador terciado sobre el empapado uniforme de leopardo. Enfrente, bajo un pino, empapado también y cubierto hasta los pies con una ruana larga, también inmóvil y con anteojos negros, Escobar reconoció al compañero Hermes.
+—¿Se queda? Camine más bien damos una vuelta, Ignacio, tenemos que hablar. Hace años no lo veo.
+—Sí, vamos…
+Robertico dio la vuelta y aceleró frente a los soldados inmóviles, echándoles encima un torrente de agua.
+—¡Mierda, Bobby, no joda, you bastard…! —se quejó el Chinche Urrutia. Uno de los soldados disparó una ráfaga, pero ya Robertico giraba rumbo al norte en las copas de las ruedas y avanzaba rugiente, riendo:
+—¿No les dije que a este carro no lo alcanzan las balas? Verraco moto…
+—Es que disparan mal, no sea pendejo: son puros campesinos. Pero no joda, mierda, nos han podido matar…
+Las dos niñas dejaron escapar risas nerviosas. Todos tomaron un trago, y Robertico arrojó la botella vacía por la ventana mientras esquivaba en el último instante una tanqueta parada en la mitad de la calle, sin luces.
+—Bueno, ¿dónde vamos? La noche es joven.
+—My place! —propuso el Chinche—. Tengo trago y de todo.
+—Ay, Chinche, stop showing off, will you? —dijo Robertico soltando una carcajada—. Usted lo que quiere es epatar a Andrea con el sauna de su casa, no sea pendejo: como si no hubiera saunas allá en París. Bueno, vamos.
+Subieron a toda velocidad calles empinadísimas y en curva, rumbo a los cerros. Robertico comentó con Claudia:
+—Mira, gorda, en tercera. Este carro sí es una verraquera, carajo.
+El apartamento del Chinche dominaba hasta muy lejos las luces de la ciudad, blancas y amarillas en la amplitud oscura de la sabana, parpadeantes. El Chinche ofreció trago. Escobar, parado en la ventana, paseó los ojos por el mar de luces de la ciudad inmensa. Andrea comentó a su lado, rubia y lánguida:
+—Es increíble, ¿no? Parece la bahía de Nápoles.
+Escobar bebió sin responder. El Chinche apareció con más gente.
+—¿Ustedes no se conocen? Esta es Andrea. Miguel Francisco. Ignacio Escobar, primo de Bobby. Perdona, no oí bien tu nombre, ¿cómo te llamas tú?
+—Narciso Villarreal.
+Era un joven flaco, verdoso, todo vestido de blanco, como si estuviera en tierra caliente. Escobar lo reconoció sin sorpresa: Narciso, el amiguito lánguido del difunto Edén Morán Marín. Hacía meses. Tal vez años. Estaban sucediendo demasiadas cosas, los muertos resucitaban del pasado, se le morían entre las manos. ¿Iba a morir Narciso? No tenía fuerzas para pensar. No quería poner orden. Bebió. No podía ser el mismo Narciso. O a lo mejor sí. Andrea y Miguel Francisco se daban besos:
+—¿Y usted cuándo llegó, Andrea? Está divina, ¿sabe?
+—Hace ocho días. ¿Y usted qué ha habido? Ay, rico verlo.
+—¿Dónde andaba?
+—En París y en Italia, en unos cursos de arte. La divinidad, viera…
+Escobar oía hablar en torno suyo. De pronto, la chimenea estaba encendida, chisporroteante, caliente, acogedora. Hubiera querido enroscarse en el piso frente a la chimenea, dormir. ¿Qué hacía ahí? Pero ahí estaba, como un náufrago que despierta en la orilla. A su lado, Andrea miraba el vasto parpadear de luces de la ciudad, abajo.
+—Divino, ¿no? No parece Bogotá.
+—Increíble —asintió Miguel Francisco. Narciso se veía abandonado, como encallado en la mitad del cuarto. Nadie le ofreció un trago.
+—Venga, Andrea, le muestro el apartamento y el sauna y todo. No se va a quedar mirando a Bogotá toda la noche, ¿no? —propuso el Chinche. Escobar quedó solo frente al ventanal. Bebió. Narciso se acercó al ventanal, cauto. Sí: parecía ser Narciso. Pero a lo mejor no. Daba lo mismo.
+—Verraco panorama ¿no, hermano? ¿Usted conoce Miami desde el último piso del Fontainebleau? Eso sí es verraquera.
+—¿Usted era el amigo de Edén? —interrogó Escobar a quemarropa. Narciso se sobresaltó.
+—Yo francamente no me acuerdo, hermano. ¿Quiere perico?
+Sacó de su chaqueta blanca, que parecía de satín, una cigarrillera plana que parecía de oro. No podía ser Narciso. Estaba repleta de coca hasta los bordes. En una cucharita de oro que le colgaba de una cadena al cuello ofreció coca. Escobar oyo el leve crujido cristalino del metal en la coca. Se metió dos pases.
+—¡Hola, ofrezca acá, Narciso, no sea tacaño! —gritó Miguel Francisco. Claudia aspiró un pase, y luego Robertico, y por fin Miguel Francisco, y Escobar otra vez. Narciso reía, nervioso, tapándose los dientes ennegrecidos con una mano larga y estrecha, como sin hueso, blanda. Sí, era el mismo Narciso: todas las psiconeurosis sexuales. Andrea y el Chinche regresaron. Abrió de inmediato la cigarrillera de oro:
+—¿Un pasecito?
+—¿Qué es eso? —interrogó Andrea.
+—Perico. Nieve. Coca. Cocaína —informó el Chinche—. De eso sí no conocen en Europa. Pruebe y verá.
+—Es que… me da como asco la cucharita.
+Narciso la limpió en su solapa de seda:
+—Es de oro puro, eso no mancha.
+—Mejor después, ¿sabe?
+Narciso volvió a guardar su cigarrillera. Miró en torno, vagamente desamparado, solo otra vez. Claudia se acariciaba el largo pelo sentada en el brazo del sillón de Robertico, Andrea y Miguel Francisco reían con el Chinche, Escobar miraba a través del ventanal las ráfagas de lluvia que golpeaban los vidrios y en el fondo, abajo, lejos, la gran ciudad iluminada. Narciso carraspeó:
+—Eh… uh… ¿ustedes no conocen Miami desde el Fontainebleau? Verraco panorama, ¿cierto?
+Nadie le contestó. Carraspeó otra vez, interrumpió a Claudia:
+—Eh… uh… ¿Claudia? ¿Tú sabes dónde es el… uh… la tualet?
+—Chinche, el señor pregunta que dónde queda el baño.
+—Eso, el baño.
+—Por el corredor al fondo primera puerta a la derecha.
+Narciso siguió las instrucciones con paso cauteloso.
+—Ala, Miguel Francisco, ¿de dónde sacó usted semejante lobazo?
+—Un cocinero —rio Miguel Francisco—. Mi pusher de cabecera. Está jincho de oro, pero jincho de oro, no se imagina.
+—Pero claro, viejito —dijo el Chinche—. Eso es hoy el mejor negocio que hay. Eso, y la hierba, claro.
+—No crea, lo de la hierba está en crisis —informó Miguel Francisco—. A propósito, Bobby, ¿qué hubo de esas fincas que tenían ustedes por allá por Armero? Esa tierra es buena para sembrar coca, no crea…
+—Por allá hay mucha guerrilla… —dijo Robertico—. A papá le han matado ya dos administradores. Nosotros ya no vamos nunca.
+Volvió Narciso.
+—Muy bonito el baño —dijo.
+—Sí… —opinó vagamente el Chinche, mirando a Miguel Francisco, que se encogió de hombros.
+—Está muy bonito el apartamento —prosiguió Narciso, cortado—. Esto le debió costar su buen billete, ¿no? ¿Cuánto pagó?
+—Es arrendado. Bueno, ¿no quieren que pongamos la televisión? Ya deben estar diciendo quién ganó.
+—¡Ay, no, qué jartera…! —protestó Claudia—. Da lo mismo.
+—No creás, viejita, no creás —dijo Robertico—. Si gana López es el acabóse, ese pisco es muy de izquierda. Van a empezar a expropiar a la gente, a subir impuestos, cuanto hay. Cuba.
+El Chinche encendió una televisión diminuta en una mesa, bajo una lámpara metálica de diseño escandinavo.
+—¡Ay, qué divinidad de televisión! —exclamó Andrea.
+Las manchas grises de la pantalla se condensaron en una fotografía fija de Foción. A Escobar se le detuvo el corazón. Se oyó la voz engolada del locutor.
+—…Cuando regresaba a su casa de habitación en el norte de la capital fue secuestrado por unos desconocidos el conocido banquero y ex ministro de Estado doctor Foción Urdaneta de Brigard en momentos en que circulaba el automotor de su propiedad por una concurrida avenida. Los desconocidos, que se dieron a la fuga en compañía de su víctima después de haber ultimado cobardemente al chofer que desempeñaba sus funciones al servicio del conocido hombre público, fueron identificados por numerosos testigos presenciales como pertenecientes a una organización subversiva armada de tendencia extremista…
+Cambió la foto fija de Foción en la pantalla. Ahora se veía veinte años más joven, de sacoleva y cubilete, presentando credenciales ante la reina de Inglaterra. Andrea preguntó:
+—¿Foción Urdaneta no es el papá de Patricia Urdaneta?
+—No sé —dijo Bobby—. Pregúntele a mi primo Ignacio. Es tío suyo.
+Andrea se volvió hacia Escobar, con los ojos azules muy abiertos:
+—¿Patricia es prima suya? ¡No me diga! ¿Sabe que somos íntimas? Bueno, éramos, hasta que yo me fui para Europa. ¿Ese señor que secuestraron es tío suyo?
+—Es hermano de mi mamá —dijo Escobar.
+—¡Caray, cómo debe estar la pobre Patricia, tengo que llamarla! —exclamó Andrea, sacudiendo con languidez su cabellera rubia—. Lo adoraba, lo de esa niña por su papá era verdadera adoración.
+—¿No quieren un pasecito? —interrogó Narciso ofreciendo su cigarrillera abierta.
+—¡Chsst! —dijo Andrea—. Deje oír lo que dicen.
+—… Condena unánime de la ciudadanía hacia las tácticas subversivas de los grupos terroristas. El presidente de la República y sus ministros, así como los altos mandos de las Fuerzas Militares, se hicieron presentes en la residencia del ex ministro para expresar su solidaridad a su señora esposa y demás familia y garantizar una pronta resolución…
+La pantalla mostraba ahora a Foción, de sombrero y paraguas, congelado en el instante de descender de un automóvil, sonriendo hacia la cámara.
+—¡Qué tal esa vaina! —comentó indignado el Chinche—. Este país sí es una mierda. En la televisión gringa ya hubieran mostrado el alboroto, la gritería, el cadáver del tipo, para eso sí son unos verracos los gringos.
+—El cadáver no —corrigió Claudia—. No está muerto. Dicen que lo secuestraron.
+—Bueno, da lo mismo. Pero qué tal eso, unas fotos de hace veinte años.
+En la pantalla apareció el candidato liberal, sobriamente vestido de oscuro:
+—En mi propio nombre, en el de mi señora, y en el de la colectividad que ha presentado mi nombre a los comicios que acaban de celebrarse en todo el territorio nacional, quiero expresar aquí mi más honda repulsa por el incalificable atentado de que ha sido víctima…
+—Ganó López —comentó Miguel Francisco—. Si hubiera ganado Gómez habrían sacado a Gómez de primero.
+—Esperar a ver los resultados… —masculló Robertico. En la pantalla, López seguía hablando:
+—… Dondequiera que esté, y si puede oírme, que sepa que el partido liberal, contra el cual él luchó con altivez y gallardía en tantas y tantas contiendas democráticas, no ve hoy en él al adversario cuyo infortunio regocija, sino antes al amigo leal cuya adversidad…
+—Si ganó López —dijo Robertico, pensativo— nos jodimos. Esto es el socialismo. La nivelación por lo bajo.
+—López es íntimo, pero íntimo de papá —dijo Andrea.
+—¿Por qué no ponemos a ver que dan en el otro canal? —sugirió Claudia.
+—Deja oír, mi amor, puede ser importante —dijo Robertico, ceñudo—. Más bien sírveme otro whisky.
+Ahora hablaba Gómez, sobriamente vestido de oscuro.
+—… sin vacilar ante la infamia de raptar a la persona del doctor Urdaneta de Brigard cuando regresaba del santo sacrificio de la Misa. Es añadir el insulto al atropello, la perversidad a la crueldad, como es propio de la vileza y el abellacamiento de la subversión marxista internacional, el pisotear de manera tan villana y abyecta lo más sagrado para el pueblo colombiano como es el respeto por nuestra fe cristiana. El doctor Urdaneta de Brigard, muchas veces…
+—En eso tiene razón —aprobó Robertico—: si a la gente se le quita la religión, estamos jodidos ahí sí.
+—Habla bien el tipo —opinó Narciso.
+—Voy a cambiar de canal —declaró Claudia.
+—¡Todo va mejor con Coca-Cola! ¡Coca Co…
+—¡Deja oír, Claudia, por Dios! —bramó Robertico, cambiando de canal.
+—No me grites, Bobby, haz el favor.
+—Perdóname, gorda, pero es que estamos oyendo. Deja ver qué dicen.
+—Sí, pero no me grites.
+Hablaba el candidato de la izquierda, sobriamente vestido de oscuro:
+—…la posición de la Alianza Popular Revolucionaria, del Partido Comunista de Colombia, del Partido Socialista de los Trabajadores, del Partido Revolucionario Socialista, del Movimiento Socialista Colombiano, del Frente Revolucionario Popular, de la Unión Socialista Revolucionaria, del Partido Popular Revolucionario, del Partido Unido Socialista Popular Revolucionario, del Movimiento Revolucionario Socialista, del Partido Revolucionario Socialista, de la Unión Popular Socialista, de la Alianza Revolucionaria de los Trabajadores y de los distintos sectores independientes que apoyaron mi candidatura popular y revolucionaria para estas elecciones, ha sido siempre clara, firme e inequívoca.
+—Son cuatro gatos: quite esa vaina —dijo el Chinche.
+—Sí, apaguemos esa mierda —propuso Robertico.
+—¿Ah, sí? Pues ahora yo quiero oír lo que dicen —desafió Claudia.
+El locutor de la televisión, sobriamente vestido de oscuro, tomó de nuevo la palabra:
+—Después de haber escuchado la condena unánime de los distintos candidatos presidenciales a los comicios celebrados en el día de hoy en todo el territorio nacional al cobarde atentado de que fue víctima en las primeras horas de la tarde el connotado banquero, diplomático y hombre público doctor Foción Urdaneta de Brigard podrán oír ustedes las declaraciones del alto oficial encargado por el excelentísimo señor presidente de la República de esclarecer el vil insuceso. Pero antes, una pausa publicitaria.
+—¡Todo va mejor con Coca-Cola! ¡Todo va me…
+Escobar se sirvió un nuevo whisky. Narciso le ofreció un pase de su cigarrillera inagotable.
+—Tengo más —lo alentó—. Eso de lo bueno que no falte, ¿no, hermano? ¡Mierda, el coronel Buendía! Ese es teso.
+En la pantalla apareció la imagen gruesa y recia del coronel Aureliano Buendía. Ya nada sorprendía a Escobar. Ya no pensaba. Absorbía imágenes, sonidos, sabores: se sentía hinchado de realidad como una esponja, rezumante. Si lo pisaban, brotaría alcohol y sangre.
+—Eeeh… bueno, coronel Aureliano Buendía, jefe de Investigaciones Especiales del Servicio de Inteligencia del Ejército Nacional, mi persona, mucho gusto. Eeeh… bueno, lo que tenemos aquí es un operativo de la subversión…
+—Mirame la cara de bruto de ese coronel —comentó el Chinche.
+—¡Cómo se visten! ¡Es increíble! —se lamentó Claudia.
+—Chssst —pidió Robertico.
+—Parece un indio de esos que le revisan a uno las maletas en el aeropuerto —comentó Andrea—. Es increíble que pongan a un tipo así a dirigir una investigación. Eso, en Europa, nunca.
+—… un grupo sedicioso autodenominado Organización Eme-Ele Auténtica, OMLA, escindido al parecer del Partido Comunista Marxista Leninista Pensamiento Mao Tse-tung, Peceemeelepeemeteté, cuyo…
+—A esos militares les encantan las siglas —comentó Robertico. En la pantalla, el coronel Buendía exhibía unos papeles:
+—… material subversivo incautado a uno de los presuntos dirigentes de la autodenominada Organización Eme-Ele Auténtica, OMLA. Me voy a permitir leer unos extractos sin develar, por supuesto, lo que se encuentra bajo secreto militar… A ver… sí: una consigna subversiva, que dice: «Las cosas son iguales a las cosas», a continuación un signo de dos puntos, y después «Luz en la luz, memoria en la memoria». Tenemos razones para pensar que el secreto…
+—¿Qué secreto? Me parece una huevonada: las cosas son iguales a las cosas —comentó el Chinche Urrutia—. Este coronel es una hueva.
+A Escobar le zumbaban ensordecedoramente los oídos, y por un momento creyó que iba a desvanecerse. Bebió un violento trago de su whisky. Cerró los ojos.
+—… asimismo se encuentran en nuestro poder diversos documentos y textos de literatura marxista, a ver… sí, aquí: «azor zegrí de nubes proletario, temor del cielo, pámpano de historia»…
+—Yo una vez traté de leerme una vaina de Marx —reveló Miguel Francisco—: no hay quién le meta el diente. Toda esa gente escribe idéntico.
+—… y, en fin, material ampliamente incriminatorio sobre las conexiones internacionales y las ramificaciones del proyecto subversivo, especialmente con Cuba y Libia. Aquí: «No de sí propias, no, que mercenario, cual es del Ponto el Nilo tributario…», etcétera, etcétera, etcétera… Todo este material, así como capuchas, banderas de la organización terrorista, uniformes de uso privativo de las Fuerzas Armadas y numeroso armamento, fue incautado en el curso de una diligencia de allanamiento en una casa de habitación del norte de la capital realizada, por supuesto, conforme a todos los requisitos judiciales que disponen la Constitución y las leyes. Y disponemos asimismo del retrato hablado de uno de los presuntos autores materiales del operativo de secuestro del doctor Urdaneta de Brigard, que…
+—Mire, Bobby, ese vergajo es idéntico a su primo —dijo el Chinche con una risotada. Escobar abrió los ojos. Era él. Era un dibujo torpe y rígido, de Servicio de Inteligencia: pero era él. El Chinche propuso:
+—¡Hola, maricas! ¡Bobby! ¿Por qué no entregamos a su primo? A lo mejor nos dan una plata.
+Bobby, riendo a carcajadas, se arrojó a las piernas de Escobar, derribándolo. Escobar se dejó caer, perdió su vaso, lo vio rodar debajo de una silla. Bobby le hizo una llave de lucha.
+—Ay, Bobby, no seas patán —exclamó Claudia, exasperada. En la televisión hablaba ahora el presidente con voz firme, patriótica:
+—…turbado el orden público y decretado el estado de sitio en todo el territorio nacional. En la ciudad de Bogotá y en todo el Distrito Especial regirá el toque de queda para la ciudadanía a partir de las nueve de la noche y hasta las seis de la mañana. Toda persona o automotor que circule durante…
+—¡Bueno, carajo, ahora sí se armó la fiesta! —gritó contento el Chinche Urrutia. Andrea dijo, ofuscada:
+—Ay, llévenme a mi casa, a mi papá lo que más miedo le da es que nos coja la revolución a todos separados.
+Pero al Chinche le brillaban los ojos de entusiasmo:
+—Ya es demasiado tarde. ¿No oyó? Toque de queda. Tenemos que pasar la noche aquí.
+—Bueno, apaguen ahora sí esa vaina —ordenó Robertico—. Más bien sirva más trago, Chinche, estamos dorados de la sed. Claudia, se acabó el hielo.
+Andrea fue a llamar por teléfono. Escobar recuperó su vaso de debajo de la silla, se acurrucó hecho un ovillo junto a la chimenea, hundió la cabeza entre los hombros. Los troncos, apagados, exhalaban apenas un vaho tibio. El Chinche daba saltos, gritaba, ponía música.
+—Esto es le que se está oyendo en Nueva York ahoritica. Entra uno al Club 54 y no ponen otra cosa, ¿no, Bobby?
+Dime cómo me arranco del alma esta pena de amor
+esta pena de amor
+esta pena de amor…
+vibraban los parlantes. Pero daba lo mismo: ya ni siquiera tenía alma, ni amor, ni pena. Puso la cabeza en las rodillas. Veía las piernas del Chinche bailar con las piernas de Andrea. Vio a su lado las piernas de Robertico, sus enormes zapatos, los pies de Claudia, sus pantorrillas. Por toda la ciudad, por todo el territorio nacional, lo andaba buscando el coronel Buendía. Robertico se agachó, removió las brasas, sacó llama. Escobar sintió el calor en su costado. Bebió. Su vaso estaba vacío. Robertico le puso la manaza en el hombro.
+—Bueno, primo, años sin verlo, ¿no? Usted sí ni más.
+¿Y qué iba a hacer cuando la noche se acabara? Lo pensaría después. Tendría que escoger lado, tal vez, alguna vez. No: ya había escogido por él el irresponsable de Federico. Pero tampoco de ese lado podía sentirse seguro: las culebras de la selva, los mosquitos, la malaria, la certidumbre de que sus compañeros acabarían ejecutándolo por apartarse de la línea correcta. ¿Cuál es la línea correcta? Necesitaba un trago. Un trago. Un trago. Oía la voz de Robertico:
+—… un máster en Agronomía en Florida University, esos gringos sí son unos verracos, primo, viera esos sistemas de riego… Aquí eso ni soñárselo, claro: se roban los tubos.
+Miró el baile de las llamas, siempre igual. Necesitaba un trago.
+—¿Cómo le parece Claudia, primo? Nos vamos a casar ya pronto, yo creo, ¿no gorda? Es buena vieja. Sobre todo es una vieja muy cuarto. ¿Cómo te parece mi primo Ignacio, gorda?
+—Ay, Bobby… No sé. No se parece a ti.
+Robertico soltó una risotada.
+—¿Tú sabes que cuando yo era chiquito quería parecerme a Ignacio? Increíble, ¿no? ¿Sabes qué? Sírvenos un trago a mi primo y a mí.
+Bueno: al parecer quedaba trago para toda la noche. Narciso ofreció coca. En algún momento había cambiado la música. Sentada en el piso, Claudia leía la mano de Andrea.
+—Veo matrimonio. Claritico. Pero no veo cuándo.
+—Ay, Claudia, ¿usted cómo hace para tener esa divinidad de pelo?
+—No crea, usted es la que lo tiene divino. A mí me gustaría ser rubia.
+&mdamdash;No sea boba, rubias es lo que sobra. Allá en Europa lo que les gusta ahora es la belleza exótica. Yo andaba por las calles en París, y ni me miraban.
+—Es que con la cantidad de hembras que hay allá… —observó Robertico.
+—Bobby, no seas antipático —lo reprendió Claudia.
+—No crea, la francesa no es bonita, es que se sabe vestir —aclaró Andrea con autoridad—. Bueno, también es que hay que ver esa divinidad de ropa que hacen allá…
+—¿Trajo muchas cosas divinas? —indagó Claudia.
+—Eehh… uuhh… ¿Claudia? ¿No me quieres leer la mano a mí también? —pidió Narciso.
+—Ay, es que estoy cansada, ¿sabe? Otro día…
+Se alzó la cabellera con las manos, liberando el largo cuello acalorado. Dejó caer de nuevo el pelo de un golpe en una cascada oscura.
+—Tienes un pelo divino, Claudia —opinó Narciso—. ¿Cómo haces para que no se te engrase? A mí se me llena de grasa.
+—Es que yo me lo lavo —dijo Claudia—. Bueno, Bobby, pon otro disco, ¿sí?
+—Sírveme un trago, mi amor —pidió Robertico—. Y sírvele a Ignacio, se está quedando seco.
+—Estás tomando mucho, gordo.
+—Ay, gorda, estamos en toque de queda…
+¿En qué momento se había puesto otra vez en pie? Bebía en silencio, mirando súbitos relampagueos entre las llamas. Tal vez había soñado todo y por fin empezaba a emborracharse. ¿Cómo había llegado ahí? Ah, sí: la lluvia, Robertico, Hermes, el coronel, Foción, Edén: donde pisara, brotaba una serpiente. Federico. La carta. Su poema. Pascale. Patricia. No, no quería pensar. Quería que no llegara nunca el día, que la mañana no existiera. ¿Qué hacía ahí? Afortunadamente estaba ahí. Y había trago, y música, y coca, y a lo mejor la fiesta duraba para siempre. Miró a Claudia. Acostado en un sillón, borracho, Robertico le besaba los hombros, y ella no le hacia caso. No, no: no más problemas. El Chinche Urrutia bailaba con Andrea, que se aburría. En un rincón, de pie, Miguel Francisco hablaba con Narciso en cuchicheos. Narciso soltaba risitas y se esforzaba por mantenerse en pie con la misma tranquila languidez de Miguel Francisco. Escobar bebía en silencio, y miraba las llamas. En el ancho ventanal cuajado de lluvia se reflejaban Narciso y Miguel Francisco hablando en un rincón, el Chinche bailando con Andrea, que se aburría, Claudia de rodillas junto a Robertico volcado en el sillón, Escobar bebiendo en silencio, contemplando las llamas que morían. Sentía que por fin empezaba a emborracharse.
+—Vamos al sauna —propuso el Chinche Urrutia.
+—That’s a goooood idea, man —dijo la voz adormilada de Robertico—. That’s a goood, gooooood, good idea. I sure need a sauna right now, right now, right now, right now.
+—Ay, no: ¿sauna a estas horas? —protestó Claudia.
+—Right now, gorda, right now, right now…
+Escobar sintió un calor de horno en el blanco de los ojos. Estaba sentado en una banqueta ardiente como una plancha al rojo. Las dos niñas comparaban encajes que apenas disfrazaban, transparentes, el triángulo del pubis.
+—Una divinidad. ¿Son de París, claro? —inquirió Claudia.
+—No, estos son italianos, de Pucci, tienen divinidades —dijo Andrea—. Los suyos también están divinos.
+—Los compré en Nueva York —reveló Claudia—. Pero los gringos nunca hacen estas cosas como los europeos. Ay, Bobby, tenemos que ir a Europa.
+Robertico sudaba como un cerdo, con las piernas abiertas y los párpados hinchados sobre los ojos rojos de sangre. Los hombres, salvo el Chinche, que exhibía a medias bajo una toalla un grueso sexo incurvado y negruzco, estaban en calzoncillos. Los de Escobar se veían pardos de la sangre de Edén. Los de Narciso eran de un tejido ocre y elástico, con manchas negras que imitaban la piel de un leopardo. Robertico comentó:
+—Qué verraco, se vino disfrazado de Tarzán…
+Narciso rio, nervioso. Cruzó y descruzó las piernas flacas y lampiñas.
+Sudaban en silencio. Sólo se oía la respiración estertorosa de Robertico y, un tono más tenue, la de Escobar. El sauna estaba envuelto en una penumbra de sangre. El Chinche Urrutia se limpió el vaho de los anteojos, le dio un codazo a Andrea:
+—¿Ah? ¿Cómo le parece mi sauna? ¿A usted le tocaron en Roma las orgías de la dolce vita esa que dicen? Cuente.
+—Eso ya se acabó —reveló Andrea, que mantenía los brazos cruzados sobre el pecho—. Ahora con el terrorismo que hay todo es mucho más discreto, no crea. Pero viera cómo vive esa gente. Es que, claro, tienen miles de años de historia.
+Sudaron otro rato en silencio. Claudia se había hecho un turbante de toalla, desnudando la nuca, y sudaba con los ojos cerrados, y el sudor escurría en un riachuelo reluciente entre sus senos separados y pequeños, rodaba hasta el ombligo, se embalsaba, se perdía bajo los calzones transparentes. El pelo rubio de Andrea caía con consistencia densa de melcocha. La cucharita de oro ponía un punto de luz en el pecho mate de Narciso. Escobar sentía que el cerebro se le iba en nubes de gases deletéreos, por las narices le entraban espadas al rojo blanco, un sudor como aceite hirviente le goteaba desde los calzoncillos hasta el piso, como si orinara. Las tablas despedían un calor asfixiante. El sudor, al caer, se evaporaba.
+Andrea tosió, propuso con voz reseca:
+—Ay, salgamos, ¿sí? Voy a morirme de calor…
+Escobar descubrió que estaba bajo la ducha cuando sobre su cabeza al rojo vivo cayó un chorro de agua helada. Gritó, sin voz: un aullido encerrado en la garganta, un desgarrón de mucosas y de cuerdas vocales. Poco a poco se fue introduciendo todo él bajo el terrible chorro, recuperando la vista y el oído, tal vez el habla, poniendo el cuello hirviente bajo el peso del agua, el hombro, el pecho, los testículos, el pene protegido por el dorso de la mano, las nalgas, las espaldas, las corvas, las venas palpitantes del empeine del pie. Poco a poco se le fueron enfriando los globos de los ojos, los hemisferios del cerebro. Oyó la voz del Chinche Urrutia:
+—Andrea es chusca, pero demasiado huevona, Bobby, ¿o no? Todo el tiempo tapándose las teticas con las manos, como si le fuera a pasar quién sabe qué.
+Robertico hablaba ahora desde debajo de la ducha, jabonándose con vigor las axilas:
+—She’s a good girl… Alcánceme la toalla, usted, como se llame —le dijo a Narciso—. ¿A usted cómo le parece Andrea?
+Narciso, que no se había quitado sus calzoncillos de leopardo, rio con sus dientes verdes.
+—Much, much —dijo, confuso. Y se corrigió—: very, very.
+Robertico rio como loco.
+—Oh, it’s too much! Just listen to him, Chinche, Miguel Francisco, just listen, oh brother…! Bueno, ¿pero usted al fin cómo es que se llama, que no logro aprendérmelo? ¿Noresio? ¿Nélido?
+—Narciso —rio Narciso.
+—Narciso… mieeeerda. Narciso, pero Narciso qué.
+&mdamdash;Villarreal Cortés.
+—Oh brother, it’s too much…! Villarreal Cortés, the poor bastard…!
+—Stop it, Bobby… —pidió Miguel Francisco. Robertico lo apartó de un manotazo.
+—¿Villarreal Cortés de dónde?
+—De Charalá. Bueno, mi familia es de Santander, pero yo soy de aquí de Bogotá.
+—¡De aquí de Bogotá… oh, man, it’s too much, man, oh man…!
+Narciso entró bajo la ducha, sin quitarse los calzoncillos de leopardo. Escobar salió del baño. Robertico no podía parar de reírse, y lo sacudía con sonoras palmadas en el hombro.
+—¿Vio, primo? ¿Vio al pobre marica? Oh, much, much, very, very… Pobre huevón. ¿Y ese es el tipo que dice Miguel Francisco que está jincho de plata? Mieeeerda…
+En la sala, el Chinche Urrutia ofreció más trago, volvió a encender la chimenea. Del baño de las niñas emergió Claudia, envuelta en una toalla.
+—Chinchecito, ¿no tiene un secador de pelo?
+—Caray, Claudia, ¿usted cree que yo soy marica? Debe haber uno allá en mi cuarto.
+Reapareció Andrea, linda y lánguida. Reapareció Narciso, con su vestido de satín súbitamente mustio. Ofreció coca. Escobar aceptó. Se sirvió un nuevo whisky. No tenía a dónde ir. Las dos niñas llegaron cargadas de bandejas.
+—¡Miércoles, qué delicia, pericos con tomate y cebolla! —exclamó Robertico. Miró a Claudia con ojos lánguidos—. Eres un hada, mi amor.
+—No seas pendejo —cortó Claudia—. No había sino huevos, tomates y cebollas: no había más remedio que hacer pericos con tomate y cebolla.
+—¿Sabe qué haría falta, Chinche? Un vino blanco —dijo Andrea—. Esto con un Pouilly-Fuissé, la delicia.
+—Esto entra bien con whisky —decretó Robertico.
+Comieron. Narciso apartaba con la punta del tenedor los fragmentos de tomate y cebolla, los colocaba en semicírculo en el borde del plato. Robertico se reía y se daba palmadas en los muslos. Luego empezó a irritarse.
+—Qué es la vaina, ¿ah, marica?
+—Tranquilo, Bobby —dijo Miguel Francisco.
+—No me gusta para nada ese lobo marica que se trajo usted, Miguel Francisco.
+—Ay, Bobby, cállate —ordenó Claudia.
+—Cool, man, cool —intervino el Chinche.
+Robertico tenía los ojos palpitantes de sangre. Dejó su plato en las rodillas de Claudia y se dirigió a Narciso.
+—Usted es medio marica, ¿no es cierto?
+—Tranquilo, Bobby—volvió a decir Miguel Francisco.
+—A mí no me gustan los maricas, usted sabe. O es que usted también se ha vuelto medio marica, o qué, Miguel Francisco.
+—No joda, Bobby.
+—No es eso. Yo sé que usted no es marica, no se preocupe. ¿Pero usted es medio marica, o no, lobo marica?
+Narciso, nervioso, confuso, apretó su plato entre las rodillas:
+—¿No quiere un pasecito? Perico es lo que no falta, hermano.
+—¡Yo no soy su hermano, marica de mierda, lobo de mierda, y no se atreva a llamarme hermano porque lo reviento, carajo!
+—Cool, man, cool —aconsejó el Chinche—. Tranquilo.
+—Bobby, por favor… —pidió Miguel Francisco.
+—Bobby, deja ese pobre señor comer en paz —dijo Claudia.
+—Pero viste mi amor, ¿viste cómo separaba la cebolla y el tomate? ¿Viste, gorda? ¿A usted es que le da asco la comida de esta casa, o qué, marica de mierda?
+Escobar intervino:
+—Carajo, Robertico, no joda más. Déjelo en paz.
+Robertico volvió lentamente el grueso cuello hacia Escobar:
+—¿Me repite, primo?
+—Que no joda. Que lo deje en paz.
+—Ahhh… Que no joda. Que no joda yo. Ah, bueno. Aaah bueeeno. ¿Usted sabe una vaina, primo? ¿Usted sabe una vaina? Yo lo admiraba a usted un jurgo, primo. Cuando yo era chiquito, usted para mí era la verraquera. Yo tenía doce o trece años y para mí usted era la verraquera, primo. Pero la verraquera, primo. Gorda, dame un trago.
+—Bobby, no tomes más.
+—Dame otro trago, gorda. Y dale otro trago a mi primo que hace rato no toma. ¿Tú sabes que este vergajo es mi primo Ignacio Escobar, no? Pues dale otro trago. Tómese otro trago, primo. Este vergajo que está ahí sentado como un huevón es mi primo Ignacio Escobar. Un primo mío. Dale otro trago, gorda.
+—Bobby…
+—You shut up, Chinche marica!… Yo quería ser como usted, ¿se imagina, primo? Cuando yo era chiquito yo quería ser como era usted, ¿se imagina?
+Se rio estruendosamente, pateando el piso con el tacón del zapato. Bebió un sorbo del trago que le dio Claudia.
+—Imagínate, Claudia, que cuando yo era chiquito yo quería ser como mi primo Ignacio, que yo creía que era la verraquera, el no va más, ¡el putas! No jooooda, mierda, primo. No joooda, mierda, primo. No joooooda. Imagínate, gorda, que lo que yo más quería en la vida era ser como este vergajo, que era primo mío. Yo lo adoraba a usted, primo. Yo lo admiraba a usted. Para mí usted era la verraquera, pero la verraquera de la verraquera…
+Narciso sacó su cigarrillera de oro, ofreció coca:
+—¿Un pasecito?
+—¡Váyase a la mierda, maricón de mierda! —bramó Robertico haciendo saltar de un manotazo la cigarrillera de Narciso.
+—Bobby, gordo, por favor…
+—Tú cállate, gorda, estoy hablando con mi primo.
+Narciso se acurrucó en el piso a recoger el polvo de coca derramado en la alfombra. El Chinche Urrutia lo ayudó. Miguel Francisco quiso intervenir.
+—Caray, Bobby, no sea marica, este tipo me está financiando un negocio que usted no se imagina…
+—Mire, Miguel Francisco: estoy hablando con mi primo Ignacio Escobar, usted cállese si no quiere que le rompa la jeta.
+—No sea imbécil, Robertico —dijo Escobar—. No sé si se da cuenta de que está siendo un imbécil.
+—¡¡¡NO!!! ¡No me doy cuenta! Yo nunca me doy cuenta de que soy un imbécil, primo, ¿ve? Esa es la diferencia. Y no me llame Robertico.
+—Robertico —dijo Escobar.
+Robertico rio, sacudiendo su vaso sobre los músculos del vientre, entrecerrando los ojos rebosantes de sangre.
+—Robertico… No joda, primo, no joda primo… —se volvió hacia Claudia—: imagínate, gorda, venir a encontrarme a mi primo esta noche ahí sentado como un huevón en la mitad del aguacero…, imagínate, gorda… Usted no se imagina cómo se veía de ridículo, primo, sentado ahí como un huevón en la mitad del aguacero…
+Claudia le hizo a Escobar un gesto con las cejas. Escobar se puso en pie. Robertico lo atrapó por la espalda con todo el peso de la mano, rasgándole como con una zarpa la camisa.
+—No, no se vaya, primo, no se vaya, siéntese, estamos hablando… —lo sentó a la fuerza. Se volvió hacia Claudia—: ¿Tú te das cuenta, gorda? Cuando yo era chiquito lo que yo quería era ser como este pobre huevón, ¿te imaginas?
+Dejó caer la cabeza en las rodillas de Claudia, que le acarició el cuello con los dedos. Escobar se levantó otra vez, atravesó en silencio la sala, se sirvió un trago. Se dejó caer en un sillón, junto a la chimenea. Miró fijo las llamas azules y naranjas, los chisporroteos ocasionales, el aceite oscuro que brotaba de los troncos, burbujeante. Estaba borracho. Al otro lado de la sala, Robertico se había tendido en un sofá con la cabeza despeinada en el regazo de Claudia, que le acariciaba el pelo. Se agitaba, murmuraba.
+—Ráscame la cabeza, gorda, así, así, así… ¿Te imaginas? Yo quería ser como mi primo Ignacio, no jooooda…
+Con la boca abierta, Escobar se quedó dormido.
+ERA DE DÍA. EL CHINCHE URRUTIA lo sacudía por el hombro. Olía a café y a huevos fritos. Robertico tenía arrugada la ropa, las mejillas chispeadas de una barba gruesa y rubia, los ojos todavía inyectados de sangre. Narciso dormía todavía, encogido en el piso, con las manos entre las piernas. Miguel Francisco estaba intacto, sin una arruga ni una turbiedad en el ojo, como si no hubiera dormido sentado en una silla. El Chinche movió a Narciso con la punta del pie, despertándolo sobresaltado. Robertico vino a ponerle a Escobar una mano en el hombro.
+—Perdón, primo, me porté como un marica. Estaba borracho.
+Narciso, verde a la luz del día, ofreció coca.
+—¿Un pasecito?
+Sólo Escobar aceptó. Las niñas, envueltas en batas del Chinche, riendo, aparecieron con el desayuno. Desayunaron todos en silencio.
+—Bueno, gorda —dijo Robertico, desperezándose—. Te dejo en tu casa, te cambias, yo voy a la mía, me cambio, me afeito, y después te recojo. Tenemos que ir al almuerzo de Guillermo y Diana en Guanzacá.
+—Es divina esa hacienda —opinó Andrea—. Y la casa, la tienen divina.
+—¿Por qué no se viene usted también, Andrea? —invitó el Chinche—. Yo estoy sin vieja.
+—Ay, no sé… Yo soy íntima de Diana, pero…
+—Vaya con el Chinche, Andrea, no sea boba —la animó Miguel Francisco—. Yo también voy a ir. Va todo el mundo.
+—Bueno, nos fuimos gorda —decidió Robertico—. ¿Usted quiere que lo deje en su casa, primo?
+Escobar no supo qué decir.
+—No sé… Se me perdieron las llaves de mi casa.
+—¿Por qué no llevamos a tu primo Ignacio a donde Diana y Guillermo? —propuso Claudia.
+—¡Hola, bestial! Camine, primo: eso va a ser un almuerzazo de prodigio. Va todo el mundo.
+Pues sí. No tenía nada qué hacer en la vida.
+—No tengo ropa… —dijo.
+—Yo le presto —propuso el Chinche.
+Nadie invitó a Narciso. Volvió a ofrecer perico. Nadie aceptó. Todos se fueron.
+—¿Usted tiene carro? —preguntó el Chinche.
+—No, hermano. Me trajo Miguel Francisco…
+—Ah. Pues mire: baje a la séptima, y ahí pasan buses.
+Narciso se fue solo.
+—Casi se nos queda a vivir el hijueputa, ¿no? —comentó el Chinche—. Bueno, Escobar, venga lo visto.
+Lo vistió como un príncipe. Pantalón claro de gabardina, camisa de rayas rojas, foulard de seda al cuello, blazer cruzado azul oscuro con un escudo misterioso en el pecho:
+—Es del equipo de remo de Florida University—explicó el Chinche—. Lo malo van a ser los zapatos —añadió, dubitativo—. Le prestaría unos Gucci, pero le van a quedar chiquitos.
+Los zapatos de Escobar, retorcidos y ennegrecidos por el aguacero, parecían de payaso.
+—Bueno, tomémonos algo, ¿no? Un bloody mary para el guayabo. ¿Quiere periquito? Yo le robé anoche un poco a ese pobre marica.
+Aguardaron bebiendo la llegada de Bobby. Llegó con Claudia, toda vestida de seda y terciopelo de color terracota.
+Recogieron a Andrea: verde agua, verde menta en terciopelo y seda. Andrea y Claudia se elogiaron mutuamente:
+—Está divina, Claudia. ¡Ay, cómo hago yo para tener el pelo así como el suyo, ¿ah?
+—Está divina, Andrea. ¿Esa blusa la compró en París? Allá sí hay divinidades.
+—No, en Roma. En París está de moda el fucsia.
+Robertico manejaba a toda velocidad por la autopista del norte, sorteando buses y camiones de dieciocho llantas, bicicletas, carretas tiradas por caballos. A cada instante Escobar esperaba ver los verdes planos y las filas de sauces de la sabana abierta, y no llegaban: casas y casas de dos pisos, idénticas: urbanización Zaquetá, urbanización Zipacá, urbanización Zipacá Norte, urbanización Chinchacá, urbanización Chauchatá. En el cemento crudo de los puentes, en el adobe pardo de viejas casas derruidas que hacían muela sobre la carretera, grandes pintadas rojas: Compañero Edén Morán Marín, te vengaremos, P.S.T. Y más adelante: Compañero Edén, te vengaremos. Por un Estado Proletario de Consejos Obreros y Campesinos, Primer Paso Hacia la Sociedad Sin Clases, PUEPCOCPPHSSC, vote P.S.T. Trabajaba mucho esa gente. Más letreros: Guerra Popular Prolongada, Organización Marxista-Leninista Auténtica, G.P.P.O. (m-l) A., como una misteriosa fórmula algebraica. Era un día espléndido. Arriba, lejos, el negro y verde atropellarse de los cerros llagados de areneras. Y por fin la sabana: los verdes ondulados y tiernos, las hileras serias de eucaliptos, la mancha clara de los sauces, las vacas pastando pensativas al otro lado de las cercas de alambre. Un retén de control militar les hizo señas de que se detuvieran. Robertico aceleró y pasó como una bala. Más adelante, otro.
+—Para, Bobby, nos van a disparar. Son soldaditos.
+—Bueno, gorda.
+El oficial se asomó por la ventana, miró a las niñas de seda y terciopelo.
+—Sigan.
+Buses, camiones, niñitos desdentados que se quedaban mirándolos pasar, ciclistas, casas bajas de teja con letreros azules que anunciaban jarabes, almorzaderos. Mi Ranchito, Rancho Alegre, Rancho Grande, Nuestro Rancho. En Chía, Robertico propuso que pararan en una tienda a tomarse un aguardiente.
+—¿Uy, sí? Qué asco, aguardiente —opinó Andrea.
+—Vamos tarde, Bobby, mejor sigamos.
+—Como tú digas, gorda.
+Entraron por una larga avenida de tierra bordeada de gigantescos eucaliptos. Desde atrás de las cercas de piedra derruidas las vacas reflexivas los miraron pasar, masticando en silencio. Parquearon frente a un ancho caserón desordenado y blanco, entre docenas de automóviles. Mucha gente. Niñas lindas de pantalón de terciopelo y blusa de seda ligeramente abierta sobre el pecho, tonos terracotas, verde menta, verde agua, tipos que se paseaban por los prados lentamente, con un vaso en la mano, como si caminaran sobre el agua, besaban a Claudia, reconocían a Andrea, ¿cuándo llegó?, está divina, Andrea, abrazaban a Robertico y al Chinche con grandes palmoteos en las espaldas. Todos tenían zapatos Gucci relucientes. Escobar empezaba a sentirse demasiado elegante en la ropa del Chinche: la de los otros parecía más usada, más cara, o por lo menos propia. ¿Qué hacía ahí? Nada. Ahí estaba. Robertico lo presentaba entre los prados, bajo las nubes, en las esquinas de la casa:
+—Ignacio Escobar Urdaneta, mi primo. Ignacio Escobar Urdaneta, mi primo. Mierda, primo, ¿usted es que no conoce a nadie? Claudia, gorda, presenta tú a mi primo, yo voy a ver si me levanto un trago.
+Una señora vieja y flaca, de rosa y rojo y fucsia, que parecía mirar siempre en otra dirección, buscando en vano a alguien, besó a Claudia, reconoció a Andrea: Andreíta, estás divina, ¿cuándo llegaste? Claudia, mi amor… ¿quién es este muchacho tan buen mozo? Yo no sé por qué a todos los muchachos les ha dado últimamente por dejarse la barba, se ven todos igualitos.
+—Ignacio Escobar Urdaneta, primo de Bobby.
+—Ah, hijo de Leonorcita, cómo no. Terrible lo de tu tío Foción. ¡Cómo estará tu mamá! Me la saludas.
+Se perdió mirando en otra dirección, tal vez buscando a alguien. Un camarero de saco blanco le puso a Escobar un whisky en la mano. Otro le ofreció papitas criollas tibias en una coquita de plata. Otro le dio ají con aguacate. Otro le cambió el whisky. Un vejete rechoncho de bigote blanco reconoció a Andreíta divina, besó a Claudia, mi amor, ¿y este quién es? Escobar Urdaneta, cómo no, tú debes ser el hijo de Leonor. Qué horror lo de tu tío Foción, ala, es que la subversión sí es una vaina, ¿no te parece? y se fue a hablar con Robertico de vacas Holstein y piensos compensados.
+—Miguelotas es adorado —dijo Claudia—. Yo lo adoro —y se perdió entre besos, prados, cielos nublados, terciopelos de color terracota, sedas, whiskies. Vio desde lejos al vejete, vestido de gentleman farmer: saco de tweed, chaleco de gamuza, pantalones bombachos, gruesas medias de rombos. Vio a la señora flaca, que buscaba a alguien más allá, ansiosa. Vio a Andrea, divina, perderse entre los ohes y los besos. Se quedó solo. Dio vueltas por la casa, se asomó a un patio enlajado provisto de una fuente, un camarero le ofreció un whisky, tres niñitas de encajes que jugaban a gritos lo miraron llenas de suspicacia, siguió, volvió, giró, se quedó quieto en un salón de patos disecados, cabezas de venado, cornamentas, amplios sillones de cuero oscurecido, vitrinas de escopetas. Lo sobresaltó un manotazo en el hombro. Era el gentleman farmer.
+—Ala, ¿a ti también te gusta la cacería? Tu papá era igualito. Yo fui muy amigo de Alvaro… —se quedó un instante con el ojo perdido en el vacío, haciendo un ruido de masticación—. Ala, camina nos tomamos un trago, ¿no te parece?
+Las tres niñas de encaje llegaron dando gritos y risitas nerviosas, diciéndose secretos al oído, exhibiendo un periódico.
+—¡Papá Migas, papá Migas! ¡Mira a este señor!
+En la primera página Escobar vio su retrato: el mismo de la televisión. Estaba idéntico. Más grande todavía, una foto de Foción, relativamente joven. Tres gruesos titulares negros devoraban la página:
+DESMANTELADA CONSPIRACIÓN SUBVERSIVA
+LÓPEZ AVENTAJA A GÓMEZ
+ASESINADO URDANETA DE BRIGARD
+¿Asesinado? Escobar sintió un dolor helado en la boca del estómago. El gentleman farmer espantó a las tres niñitas agitando los brazos, como a gallinas en un corral:
+—Váyanse a jugar afuera, mis chinitas.
+—Afuera no nos dejan, papá Migas. Hay gente.
+—Váyanse a jugar adentro.
+Escobar hojeó el periódico. La primera página estaba copada de anuncios de muerto.
+El Señor
+don
+Foción Urdaneta de Brigard
+HA MUERTO
+Así, sin rodeos, sin vacilaciones. Debía ser cierto. No podían ser tan brutos. Su Esposa, Clemencia Ortega de Urdaneta de Brigard y su Hija Patricia Urdaneta de Brigard Ortega, INVITAN a las Exequias que se celebrarán en la Parroquia de. El Excelentísimo Señor Presidente de la República y los ministros del Despacho INVITAN a las Exequias que se Celebrarán. El Banco de la República INVITA a las exequias del. El Jockey Club de Bogotá. El First National City Bank Invita. La Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro, ACORE, Invita a las Exequias del Doctor. La Planta Embotelladora de Leches La Sabana, S. L., INVITA. L’Ambassade de France fait part: Monsieur Foción Urdaneta de Brigard, Chevalier de la Legión d’Honneur…
+Los avisos de muerto pasaban a las páginas interiores, las arrasaban con una marejada de cruces negras. La Sociedad Colombiana de Economistas INVITA a las Exequias que por el alma de. La Embajada de Corea del Sur INVITA. La Junta Directiva del Banco de la Sabana, sus empleados y familias, INVITAN a las Exequias de su Presidente el Doctor. La Asociación Colombiana de Criadores de Ganado Holstein y Pardo-Suizo ACOCRIGAHOLPAS, INVITA. Foción Urdaneta, Hermano Venerable del Grado Treinta y Tres, HA MUERTO: la Gran Logia de Bogotá INVITA. Almacenes Sears Roebuck de Colombia and Co., INVITAN. La Federación Colombiana de Ciclismo INVITA. El Directorio Nacional Conservador INVITA.
+Escobar leyó su propio nombre: invitaba él también: El doctor Foción Urdaneta de Brigard HA MUERTO. Leonor Urdaneta de Brigard viuda de Escobar y sus hijos Focioncito Escobar Urdaneta de Brigard e Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard, INVITAN a la Misa que por el Eterno Descanso de su Alma.
+El VICEPRESIDENTE (interino) del Banco de la Sabana, JUAN MANUEL MARTÍNEZ PÉREZ, y su esposa Luda Urdaneta de Brigard de Martínez INVITAN. La Junta Directiva del Country Club de Bogotá. La Asociación de Antiguos Alumnos del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario INVITA. La Dirección Liberal Nacional INVITA. La Orden Soberana de Malta INVITA. La Academia Colombiana de la Lengua. La Superintendencia de Sociedades Anónimas. El Hogar de la Madre Soltera. El Director del Jardín Botánico de Bogotá INVITA. El Alto Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas de Colombia INVITA A LAS EXEQUIAS. L’Ambassade Royale de Belgique. El Instituto Colombiano de Cultura Hispánica. La Sociedad de Amigos del Teatro Colón de Bogotá INVITA. La Directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá INVITA. La Federación Colombiana de Exportadores de Arroz, Fecoexa, Invita. El Sindicato de Transportadores de Carretera, SINDITRANSCARR, INVITA.
+En la página cuarta, el primer editorial del periódico estaba dedicado a Foción, bajo el escueto título de «Un Patriota». El segundo editorial —«Una Conspiración Tenebrosa»— hablaba del admirable ejemplo democrático para el Continente que había dado el país en las elecciones, señalaba las tentativas de sabotaje de la subversión marxista teledirigida desde La Habana, Moscú y Pekín, engarzaba los hilos dispersos del vasto complot contra las instituciones democráticas colombianas —asesinato del patricio conservador Urdaneta de Brigard, incendio provocado de mesas electorales, explotación por parte de los grupos extremistas de la muerte de un individuo de apellido Morón, asesinado según todos los indicios, por otro grupo extremista, y hallazgo de documentos sobre la existencia de un plan para el levantamiento general de la población campesina del país bajo la consigna de «rojo viento revolucionario». La contraseña de los sublevados sería, afirmaba el editorialista, «las cosas son iguales a las cosas».
+Había más fotos de Foción. Foción recibiendo una copa en el hipódromo. Foción, muy joven, como ministro de Agricultura y Ganadería en un gabinete de la Hegemonía Conservadora. Foción estrechando la mano de un presidente de los Estados Unidos. Foción en un baile, de frac, con un vaso en la mano. Una foto del rostro de Foción difunto, curiosamente afilado por la muerte.
+El automotor del distinguido banquero y político conservador fue interceptado a las. Cadáver del distinguido hombre público abandonado en un descampado en la calle 124A con. Provocadores extremistas incendian cinco casetas electorales en Bogotá siendo prontamente dispersados por. Distinguido poeta cobardemente asesinado por sicarios de la subversión.
+Escobar reconoció la sonrisita jactanciosa de Edén, borrosa en la fotografía. Otro aviso de muerto, en las últimas páginas, perdido entre anuncios de cines: Luis Eduardo Avellaneda Guateque ha muerto. Su esposa, Eduviges Sánchez de Avellaneda, sus hijos Luis Eduardo, Adalberto, Lionel, William Mario, Clorinda, Luz Dary, Pamela Eduviges, Nancy Marina y Jacqueline Avellaneda Sánchez Invitan a las Exequias en los Jardines del Sur. Mujer asesinada en las escaleras de su domicilio. La señora Herminia Niño viuda de Niño fue hallada en horas de la tarde de ayer asesinada en. Agentes del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, dieron pronta captura a su victimario, plenamente identificado como Henry Leónidas Castro Campos, alias «Hermes», así como a su cómplice, la empleada de hogar Circuncisión Hernández Hernández, quien.
+Escobar dejó caer el periódico al piso, donde se deshinchó lentamente. Cerró los ojos. Todo se derrumbó sobre él lentamente, con un murmullo que poco a poco se transformó en estrépito ensordecedor. Abrió los ojos. Nada se había derrumbado sobre él. No había razón, tampoco. Todo seguía. Siguió. Se levantó a buscar un trago. Alguien lo tiró de la manga.
+—¡Ay, siquiera usted también vino, Ignacio! —era su prima Lucía, ya muy embarazada, con los ojos rojos de haber llorado—. Yo no quería venir, imagínese, pero Juan Manuel se empeñó en que teníamos. Yo con lo de tío Foción estoy como loca. ¡Qué horror!, ¿no? ¿Sabe que casi no lo conozco con esa barba? Se ve más viejo, ¿sabía? ¿Ya vio a Henna y a Ernestico Espinosa? Por ahí andan. Henna adorada, se empeñó en acompañarnos a esta fiesta ya que Juan Manuel se empeñaba en que teníamos que venir. Y Ernestico adorado. Adorados los dos, yo los adoro. Ay, ayúdeme a que Juan Manuel no tome demasiado trago, ¿sí? Pobre Patricia, cómo debe estar la pobre, ¿se imagina?
+Estaba muy charlatana. Hacía años, cuando era niña, había estado enamorada de él, le había dicho Patricia. Le miró el cuello. Avanzó hacia ella en silencio. Su marido de chaleco se acercó levemente tambaleante, con un vaso en la mano.
+—Hola, Ignacio, qué hubo. Felicíteme: Vicepresidente del Banco de la Sabana.
+—Interino, gordo —corrigió Lucía.
+—Ah… —dijo Escobar. El marido de chaleco enrojeció.
+—¿Qué, es que no le importa? ¿Y de todos modos usted qué viene a hacer aquí? ¿Ah? —preguntó, soltando involuntarios chisguetes de saliva—. ¿Ah? ¿Qué viene a hacer aquí a esta casa? ¿Usted no dizque era revolucionario? ¡Aquí todos somos burgueses, para que lo sepa! ¡Todos!
+Señalaba en círculo con su vaso de whisky, trazando en el espacio una órbita de salpicaduras. Lucía intentó arrastrarlo por un brazo.
+—¡Déjame, gorda!
+—Pero, gordo…
+—¿Sabe lo que es usted? ¡Un burgués! ¡Eso es lo que es usted, un burgués, como todos nosotros! ¡Déjame, gorda!
+Echaba en la cara de Escobar su respiración agitada, caliente, lo miraba de muy cerca, nariz contra nariz, con los ojos desenfocados. Lucía se esforzaba en vano por arrastrarlo lejos. Los dos parecían a punto de llorar.
+—¡Ay, gordo! ¡Ay, Ignacio! ¡Ay, mire, mire, ahí están Henna y Ernestico! ¡Henna! ¡Henna! ¡Henna!
+Bajo su saco de gamuza, Ernestico Espinosa llevaba un buzo blanco. Sonreía con su sonrisa perfecta de odontólogo.
+—¿Qué ha habido, Ignacio, en qué anda? —dijo, dándole una palmada en la espalda. Henna, quieta sobre las largas piernas —seda, terciopelo, un pañuelo en el cuello, gafas negras—, sonreía indecisa. Escobar la besó en los labios. Henna se puso roja.
+—¿Ah, qué más ha habido, Ignacio? Se dejó la barba, ¿no?
+—¡Un burgués! —insistía el de chaleco, hinchado de ira—. ¡No venga ahora con que no es un burgués!
+—Ay, gordo… —se quejaba Lucía, casi llorando.
+—Venga, Juan Manuel, camine le presento a los dueños de casa —terció Ernestico. El de chaleco se tranquilizó un poco:
+—Ah, sí… Ese de bigote, ¿no? Le estaba diciendo a Lucía que me los presentara pero la muy pendeja se muere de la pena.
+—No es eso, gordo, es por Foción…
+—Tío Foción está muerto, gorda, tienes que acostumbrarte. No nos vamos a pasar la vida sin ver a nadie.
+Ernestico detuvo a Henna con un gesto:
+—No, Hennita, quédate tú un rato con Ignacio. Me figuro que tendrán muchas cosas de qué hablar. À la recherche du temps perdu…
+Quedaron frente a frente.
+—¿Sabe qué? Me siento toda rara. No pensé encontrármelo aquí. Qué horror lo de Foción, ¿no? Era un viejo adorado. Yo lo adoraba.
+—Vamos a tirar, mi amor —propuso Escobar. Henna enrojeció.
+—¡Ay, Ignacio…! Cómo se le ocurre… ¿Sabe que se ve muy bien de barba? Se ve más joven.
+—Vamos a tirar, mi amor —repitió Escobar maquinalmente.
+—Ay, Ignacio, usted sí sigue igualito, ¿no? Venga más bien vamos allá con Ernesto y los demás.
+Escobar se dejó llevar.
+El marido de chaleco hablaba atropelladamente, enrojecido, feliz: —No, don Miguel, el banco divinamente… Y lo que sí quería tío Foción era que de todas todas el banco quedara en manos de alguien de la familia, claro.
+Escobar rozó apenas el círculo, tangencialmente, como un cometa en órbita elíptica, sonámbulo. Se alejó, perdió atrás el rumor de las palabras. Un camarero le puso un whisky en la mano y lo dejó parado sin impulso en medio del jardín, bajo un magnolio. Su mano izquierda pendía inerte, a lo mejor rozaba el prado. En la derecha tenía el trago apretado contra el pecho. A través del follaje del magnolio caía sobre él la luz del cielo, y el cielo se abría arriba distante, enorme, curvo, vacío. Lo envolvía el rumor de las hojas del magnolio, sobre el cuerpo le bailaba la luz. A ras de tierra, desperdigados por los prados, había grupos de niñas que reían, de tipos que soltaban carcajadas, en silencio, más allá del murmullo pacífico de las hojas acariciadas por el viento. Pasaban camareros con trago, sin mirarlo, sin verlo. Se había vuelto invisible. A lo lejos, al otro lado de una cerca, más allá de las filas de automóviles que refulgían al sol, unos cuantos invitados palmeaban el cuello brillante de un caballo. Le llegaba el sonido seco de las palmadas, caliente, oliendo a sol. Seguía llegando gente. Vio llegar un jeep blanco, igual al de Ángela. Vio bajar a una niña de seda y terciopelo, tironeada por la fuerza de un perro musculoso que tensaba ansioso la cadena. Era Lucas. Era Ángela. Escobar se quedó petrificado, invisible, bañado en el rumor del follaje del magnolio. Los ladridos de su corazón hacían saltar el hielo en su vaso de whisky pegado contra el pecho, salpicando la tierra.
+Ángela se le vino sin vacilar, de frente, dorada y deslumbrante, armada hasta los dientes con su sonrisa de Lilith, castradora, toda piernas, labios, brazos, bajo el pelo de oro y cobre. Escobar no vio ya nada más. Sintió que la borrachera lo dejaba de un golpe, como una capa que cayera al suelo. Le dieron ganas de hablar, de explicar, de contar todo, pero no le salieron las palabras.
+—Déjeme que lo mire bien, Escobar, a ver, dé la vuelta. ¿De qué está disfrazado?
+—No sé… no es mío… Ángela.
+Ángela le dio vueltas, inspeccionándolo como en feria de ganado.
+—Bueno, por lo menos ya le creció esa barba inmunda que tenía. ¿Supo lo de Federico?
+No pudo hablar. Asintió con la cabeza. Se sentía grotesco en su ropa prestada.
+—Dejó a mi pobre hermana en pleno parto, el muy imbécil. Pobre Ana María, está locamente enamorada del imbécil, la muy pendeja. Se está quedando con los niños donde papá y mamá. Fue niña, ¿sabía?
+Negó con la cabeza.
+—Ah, pero eso no fue todo: imagínese que anoche les allanaron la casa. Mi hermana no estaba allá, claro, ni yo tampoco, afortunadamente. Pero eso fue el horror: mataron a los gatos, los soldados violaron a la pobre Berenice…
+—Ángela: estoy enamorado de usted.
+—No sea bobo, Escobar.
+Se alejó por el prado, resplandeciente. La gente se borraba a su paso, como la niebla al sol. Escobar echó a andar detrás de ella, como un perro. Lo detuvieron por un brazo. Era el gentleman farmer. La perdió de vista. Se ensombreció el paisaje.
+—Yo soy más amigo de tu tío Pablo, pero a tu tío Foción lo conocí muchísimo, figúrate si no. Yo era íntimo de Álvaro —rio el viejo. Se le aflojó el ojo, dejó escapar un ruido de rumiante—. Ala, metámonos un traguito, ¿no te parece? Tengo un champañita rosado que está de prodigio. ¡Pssst! ¡Pisco! —llamó a un camarero que pasaba—. Hola, pisco, tráenos un champañita rosado aquí a don Ignacio y a mí.
+Dejó rodar una risa cascada, tosida.
+—Aquí donde no nos ve Ernestico Espinosa, ¿no, ala? Que siempre me anda diciendo que el champaña dizque es pésimo para la gota. Pero de algo hay que morirse, ¿no te parece, mijo?
+Escobar miraba lejos, más allá de la gente, hacia donde se había perdido el resplandor de Ángela. No contestó. Un suspiro le hizo crujir la caja de los huesos. Bebió su copa como si fuera agua, resopló el picor de gas por las narices. El gentleman farmer miró la suya a trasluz, chasqueó la lengua, la apuró con lenta unción y resopló también él, dulcemente. Se quedó un minuto pensativo.
+—Ala, como que se nos está medio acabando el champañita este, ¿no te parece? ¡Pssst! ¡Pisco!
+El camarero les trajo nuevas copas, nubladas de frío. El gentleman farmer hizo lentos buches de vino, eructó levemente:
+—Muy rico este vinito, son pendejadas.
+Se quedaron mirando el bullicio de la gente, silenciosos, inmóviles, como se mira un lago. Ambos se balanceaban imperceptiblemente.
+—Ala, averigüemos con Cecilita en qué anda el almuerzo, ¿no te parece? Aunque te cuento que a mí esto del almuerzo no es que me vuelva loco, te diré: me parece que se le tira a uno los tragos.
+Rio contento, palmoteando los hombros de Escobar.
+—¡Idéntico a tu papá! —exclamó—. Yo fui muy amigo de Álvaro…
+Escobar se dejó llevar, como de cabestro.
+Los invitados hacían colas y grupos en torno a largas mesas cubiertas de manteles blancos y rígidos sobre el verde del jardín, a la sombra sin orden de la casa y los sauces. En grandes fuentes de porcelana humeaba el ajiaco, denso, amarillo pálido, con un espeso olor a papa desleída, a hoja de guasca. Vio pasar platos rebosantes, con la mazorca tierna escorada en el borde, como un escollo cerca de la orilla. Vio a un invitado guardarse en el bolsillo los cubiertos de plata. Vio a Henna y Ernestico con su prima Lucía y su marido de chaleco, y su prima Lucía le hizo desde lejos una sonrisa tímida, ruborizada. Vio a Miguel Francisco que se perdía en el interior de la casa llevando a Andrea de la mano. Vio a Robertico que apercollaba a Claudia mientras hablaba con alguien en inglés. Vio niñas lindas, cabezas rubias y morenas, hombros dibujados en seda, pulseras de oro cabrilleantes al sol, camareros atafagados de cuello hinchado y rojo que pasaban bandejas erizadas de copas de vino blanco y tinto. No veía a Ángela. Una aparición de oro, disuelta en la memoria. El gentleman farmer le dio un codazo en el costado.
+—Échale ojo a esa muchareja de allá, mijito, la alta rubia. Son pendejadas, pero es que sí estamos mejorando mucho la raza, ¿no te parece?
+Era Ángela. Reía, recibiendo un plato. Echó a andar hacia ella, arrancándose del codo la presión temblorosa de la mano del viejo. Un gordito de anteojos, pelirrojo, lo detuvo sonriente, golpeándolo con un dedo en el pecho:
+—Seventy-four?
+Escobar lo miró sin comprender. El gordito insistió, sonriente, golpeando con el índice de la mano derecha el bolsillo del pecho de Escobar y con el de la izquierda el suyo propio. Escobar lo miró: lucía un escudo vagamente náutico, con anclas y cadenas. Miró su propio pecho. También lucía un escudo náutico.
+—No entiendo inglés —dijo. Buscó a Ángela a lo lejos, sabiendo que no estaba. No estaba. El gentleman farmer volvió a atraparle el codo, llamó otra vez a un camarero, reclamó más champaña, codeó a Escobar de nuevo:
+—Qué muchacha tan célebre, ¿no te parece? Fíjate: ya se la levantó el Chato Tamayo. ¡Chatico!
+Escobar miró. Ángela reía, plato en mano, con un tipo de aspecto de arquitecto, de sonrisa lobuna y pelo gris y suéter blanco de tenista arremangado sobre el antebrazo.
+—¡Miguelotas!
+—¡Chatico, cómo te va!
+Se palmearon los hombros, fuertemente abrazados.
+El gentleman farmer se atragantaba de risa. Escobar intentó huir, buscar a Ángela. No la vio. El gentleman farmer se reía como un loco, sin soltarle el brazo. Los anchos costillares se agitaban bajo el chaleco de gamuza, la barriga tensaba la bragueta, el cuello se estiraba y se aflojaba entre el pañuelo de seda, lleno de venas y tendones, como el cuello de un pavo.
+—¡Este Chatico, tú si eres muy loco, Chatico…!
+El Chato Tamayo se alejó, riendo.
+—Bueno, mijo, a propósito de trago, yo creo que nos debíamos pasar otra vez a whisky, ¿no te parece? ¡Pssst! ¡Pisco!
+Escobar distinguió de nuevo a Ángela, ahora sola al otro lado de la mesa. Limpiaba con el filo de una cuchara el interior verde y cremoso de un aguacate, en un gesto que le pareció obsceno.
+—Ángela —murmuró.
+Avanzó, remolcando al viejo. Les cerró el paso un joven robusto, con breeches y botas de montar.
+—Papá, ¿tienes un segundo?
+—Hola, mijo, cómo no. No, no te vayas, Ignacito, mira: ¿No te conoces con mi hijo Guillermito? Es el hijo de Leonorcita Urdaneta. Con su papá fuimos íntimos.
+Llegó un hombretón serio, de bigote y sombrero negros, que iba manchando el prado con la boñiga de sus botas de caucho.
+—Don Guillermito, ya se le tienen ensilladas las bestias.
+—Sí… —murmuró el gentleman farmer, súbitamente distraído—. Ala, mijo, ¿cómo te parece otro whiskicito? ¡Pssst! ¡Pisco!
+El sol empezaba a caer al sesgo sobre el prado, dibujando cada brizna de hierba erguida y dura al lado de su sombra. Ángela había desaparecido nuevamente. En algún momento habían llegado músicos con tiples y maracas y guitarras. Escobar reconoció sin asombro a Los Auténticos. Cantaban desganados, dulzarrones, a la sombra de un sauce:
+Co-o-mo espuma
+que inerte arrastra el caudaloooo-oso rííí-o
+flor de a za-lea
+la vi-da en su aaa-valancba te aaaa-rrastró…
+Sí: la vida. En fin: eso. Por el jardín rondaban ya algunos borrachos. Las niñitas de encaje y medias tobilleras atravesaban los prados en carreras furtivas, agachadas, sacudidas de risas contenidas. Una niña de pelo largo y liso, Claudia tal vez, cantaba con los músicos.
+Más allá del barandal de una cerca Escobar vio pasar a Ángela a caballo, deslumbrante en el sol de la tarde. ¿A qué horas se había ido? Estaba seguro de no haberla perdido un instante de vista. A su lado el Chato Tamayo contenía con la rienda el trote nervioso de su propia montura, y el muchacho robusto luchaba con un enorme bayo encabritado que tenía los belfos rebosantes de espuma. Ángela galopó. Se fueron. El gentleman farmer pareció recuperarse de un instante de olvido:
+—¡Pssst! ¡Pisco! Traete un par de whiskicitos para don Ignacio y para mí, haceme ese favor.
+Escobar se sintió mareado, con ganas de orinar.
+—Perdona, Miguel, ¿por dónde queda el baño?
+—Mira, tú entras, y a la derecha en la segunda salita, en el fondo verás una puerta. O si no éntrate al de cualquiera de los cuartos, mijo…
+Escobar avanzó por los prados, trazando curvas involuntarias. Ahora sentía frío. ¿A dónde iba? Ah, sí: al baño. Fue contando salitas. En la segunda salita interrumpió a una pareja que se besaba en un sillón. Retrocedió. Ante una puerta, al fondo, vio tres personas esperando. Siguió adelante, sin saber ya adonde. De una puerta salieron Miguel Francisco y Andrea, que iba despeinada y roja. Miguel Francisco se detuvo, le enderezó la corbata a Escobar con gesto maquinal. Le pasó un papelito de seda doblado en cuatro:
+—Tome, métase un pase. Y péinese, huevón.
+Escobar siguió andando, buscando en vano un baño, llevando el papelito apretado en la mano. Salió a un patio: geranios, orquídeas en macetas suspendidas de alambres, una pila de piedra con un murmullo de agua. Un corredor enladrillado. De nuevo el mismo patio, u otro patio, tal vez, con geranios y orquídeas. Entró a un cuarto vacío, intentó abrir el baño.
+—Ya voy, ya voy —dijo una voz. Oyó correr agua. Salió su prima Lucía, ruborizada y confusa al encontrárselo.
+—Uy, hola, Ignacio, creí que era Juan Manuel. Ya nos vamos para Bogotá, o si no llegamos tarde al entierro. ¿Se viene con nosotros?
+La miró sin hablar. Estaba muy bonita en su embarazo, con los ojos brillantes de haber llorado tanto. Se miraron. ¿Qué hacer? Ah, sí: iba al baño. Pero, ¿a qué? Necesitó de pronto hablar con alguien, decir algo. Barbotó:
+—Venga, Lucía, le regalo una cosa.
+La empujó otra vez al baño, cerró la puerta con llave, desdobló el envoltorio de papel de seda. Lucía reía nerviosa:
+—¡Qué hace, Ignacio…! Ahorita llega a buscarme Juan Manuel, nos tenemos que ir ya…
+—Es un instante. Aspire.
+—¿Qué es?
+—Coca. Le ayudará a aguantar a Juan Manuel.
+—Ay, Ignacio, no diga esas cosas… Juan Manuel es adorado. Es sólo que a veces toma demasiado trago.
+Escobar se quedó un instante con el papelito tembloroso en la mano, aleteante, fijos los ojos en el montoncillo de coca reluciente, blanca como la nieve. Lucía retrocedió hasta la pared, negando con la cabeza.
+—¿Por qué está como tan raro, Ignacio? ¿Le pasa algo?
+¿Le pasaba algo? No. Ah, sí: Patricia le había dicho que Lucía… Se rio, o gimió: un graznido. Ah, Foción, mierda. Había venido al baño a hacer pipí, lo recordaba ahora. Dobló el papel, lo puso en la repisa, empezó a abrirse la bragueta. Lucía tragó aire con un sonido de ventosa.
+—¡Ignacio!
+Ah, sí, Lucía. Le cogió las manos, las miró fijamente. Lucía quiso retirarlas, riendo nerviosamente.
+—Ay, Ignacio, suélteme, ¿sí? Vamos a llegar tarde al entierro. —Siguió mirándole las manos, delgadas, huesudas, frías. Le miró el cuello: recordaba una vena palpitante en su cuello, tibia, propicia al beso, al llanto. Lucía le retiró las manos de un tirón.
+—Camine, Ignacio, suélteme.
+Intentó abrir ella misma la puerta. La llave le temblaba en las manos.
+—Ay, Ignacio, abra, ¿sí? Vamos a llegar tardísimo al entierro.
+El entierro, qué horror. Sin querer, a Escobar se le escaparon las palabras.
+—Es que me meten preso.
+Lucía se paralizó, aterrada.
+—¿Por qué?
+—Están convencidos de que fui yo el que mató a Foción.
+—¡Pero están locos, Ignacio! ¡Vaya y les dice que están locos…!
+—Es que tienen mi retrato. ¿No lo vio en los periódicos?
+Lucía dejó de respirar.
+—Estoy idéntico.
+Lucía, asustadísima, se llevó las dos manos al collarcito de perlas, como si temiera que Escobar se lo fuera a robar de un manotazo. Preguntó con un hilo de voz:
+—Ignacio, ¿usted…?
+Se le rompió la voz.
+—Claro que no, tampoco sea pendeja.
+Lucía gimió. Un gemido muy alto, de soprano. Escobar se sintió súbitamente enternecido. Pero era largo de contar.
+—Mire: todo empezó porque yo no quería tener un hijo.
+—Ay, Ignacio, no se burle de mí…
+Escobar avanzó un paso, quiso cogerle nuevamente las manos. Lucía dio un respingo de terror.
+—¡No me toque!
+—Si no soy un asesino, no sea pendeja.
+—Yo sé. Yo sé. Pero no es eso. No me toque, ¿sí? Ay, vámonos, Ignacio, por favor, vamos a llegar tardísimo. Vámonos, ¿sí?
+Escobar se inclinó para besarle en la garganta la venita azulada que palpitaba tras el collar de perlas. Alcanzó apenas a rozarla con los labios. Ella saltó hacia atrás, chocó con la pared.
+—Ay, Ignacio… —suplicó, al borde del llanto, con voz estrangulada, respirando muy rápido y muy fuerte. Se pegó a la pared, con la boca abierta, palpitante. Tenía la boca húmeda, bien hecha, sin pintar. Escobar avanzó un paso.
+—¡Ignacio! —casi gritó Lucía tragándose el aliento, poniendo convulsivamente las dos manos delante de su pecho—. Ignacio, por favor, va a venir alguien… va a venir Juan Manuel, por favor se lo pido, Ignacio…
+—¿Usted no se ha dado cuenta de que Juan Manuel es un imbécil?
+—Ay, Ignacio… Déjeme salir, ¿sí? Por favor, déjeme… —Lucía desfalleció de súbito y tuvo que apoyarse en el lavamanos para no caer—. Ay, Ignacio…
+Golpearon a la puerta. Se oyó la voz pastosa del marido de chaleco.
+—¿Lucía? Apúrale, gorda, nos vamos.
+Lucía se tragó la respiración en un hipo de angustia, miró con ojos de loca a todos los rincones, buscando un escondite, diciendo en un atropellado cuchicheo:
+—¡Suélteme, suélteme, suélteme, suélteme!
+Chocó con algo, se le cayó al piso la cartera con un estampido súbito, gimió desesperada. Afuera golpeaba el marido de chaleco y sacudía impaciente la manija de la puerta.
+—Ábreme, Lucía, ¿qué pasa?
+—¡Ya voy, ya voy, ya voy, ya voy…! —lloró Lucía, y cuchicheó frenética, agobiada de urgencia—. Ay, Ignacio, escóndase, escóndase, sálgase por la ventana, escóndase.
+—¡Ábreme, gorda! ¿Qué es la vaina ahí adentro? ¿Con quién estás ahí? ¡Ábreme o rompo la puerta!
+Lucía sollozaba, recogía del piso su cartera, se estiraba la ropa. La puerta se abrió sola. El marido de chaleco, sudoroso, enrojecido, despeinado, con los ojos bizcos de alcohol, se quedó un instante petrificado de estupor. Luego se arrojó sobre Lucía y la agarró del codo, la arrastró fuera del baño dándole bofetadas, loco de rabia, mientras lanzaba gruñidos ininteligibles. Escobar lo tomó por el brazo, intentó separarlos.
+—¡Usted no se meta en lo que no le importa! —bramó el de chaleco. Se soltó de un tirón, dejando un par de botones de la manga en la mano de Escobar, y siguió pegándole a su mujer que lloraba y trataba de protegerse el vientre con las manos. Escobar dio un paso adelante y arrojó al de chaleco lejos de un empellón tremendo, bramando:
+—¡Quieto, carajo!
+El de chaleco se sentó un momento en el piso, desconcertado, con el chaleco desabotonado. Luego se levantó con un berrido y se precipitó sobre Escobar, dándole un violentísimo cabezazo en la boca. Escobar trastabilló, retrocedió, sintió en los labios el sabor de la sangre, chocó contra la pared. Lucía salió dando gritos al patio de los geranios. El de chaleco dejaba escapar ronquidos y saliva, con el rostro desfigurado de furor. Se arrojó otra vez sobre Escobar intentando alcanzarlo con una patada en los testículos. Escobar esquivó, y recibió el golpe en la cadera. Golpeó al de chaleco en alguna parte dura junto al cuello, tal vez en la clavícula, sintió el cimbronazo del golpe en los nudillos como si hubiera golpeado en madera y casi de inmediato se le durmió la mano. El de chaleco se le abrazó al cuerpo con brazos y piernas, lo tiró al piso tras un instante de algo que era como una danza. Llegaba gente. Una niña rubia abrazaba a Lucía, que lloraba a gritos, mirándolos. Miguel Francisco echó una ojeada a la pelea y se asomó al patio a gritar:
+—¡Bobby! ¡Venga, Bobby, venga rápido!
+Los contrincantes se revolcaban por el piso, Escobar no sentía su mano derecha, temía habérsela roto, un dolor terrible en la mejilla le indicó que el de chaleco le acababa de arrancar un buen mechón de barba. Más allá veía llegar más gente, la cara horrorizada de Henna, la sonrisa apenas alterada de Ernestico Espinosa. Tenía al de chaleco sólidamente acaballado encima de su vientre y se esforzaba por mantenerlo a distancia con la fuerza de su mano izquierda, recibiendo sus golpes en el brazo. No sentía la derecha. La debía tener rota. El de chaleco desapareció de súbito de encima de él, barrido por un manotazo de Robertico.
+—¡Qué es la joda, marica! ¡Qué le está haciendo a mi primo!
+El de chaleco, atrapado sólidamente por el cuello, bregaba por soltarse, echaba espumarajos por la boca, emitía ruidos roncos, parecía al borde de reventar. Robertico lo soltó, le dio un empujoncito, ayudó a Escobar a ponerse en pie.
+—¿Le pasó algo, primo? ¿Quiere que le parta la jeta a este marica?
+El de chaleco, contenido por Miguel Francisco y Ernestico Espinosa, aullaba con voz espesa de saliva:
+—¡Es una rameeeraaa! ¡Rameeeraaaaa!
+Hacía años que Escobar no escuchaba esa palabra. Lucía lloraba desconsolada. Unas niñas le limpiaban las lágrimas. Robertico sacudía el polvo de las espaldas de Escobar.
+—Tengo rota la mano —jadeó Escobar. Ernestico Espinosa se acercó, se la palpó rápidamente con experimentados dedos de traumatólogo.
+—Se le pasa en ocho días —dictaminó. Ah, bueno: tenía ocho días por delante. ¿Qué iba a hacer en ocho días? Ya vería. Se acarició la mano con ternura, como a un recién nacido. Ernestico Espinosa lo miró con una sonrisa irónica:
+—Conque con Lucía, ¿no? ¡Ah, vergajo…! Bueno, Henna, vámonos: se está haciendo tardísimo.
+Henna seguía mirando a Escobar. Se le saltaron de golpe las lágrimas:
+—¡Usted…! ¡Usted…!
+Corrió en pos de Ernestico, que ya iba al otro lado de la pila del patio. Escobar se encogió de hombros. ¿Qué iba a hacer con su vida cuando se acabara la fiesta?
+Entró al baño, se echó agua en la cara. Tenía sangre en el labio, le quemaba la mejilla en donde el de chaleco le había arrancado la barba. Se peinó. La mano, que empezaba a desentumirse, le dolía con palpitación sorda. Recuperó el papelito de coca, se metió trabajosamente un pase, lo dobló, lo guardó con la mano izquierda. Hizo pipí, rosado pálido, color champaña.
+Salió al patio ensombrecido por la caída del sol. Miró el cielo. Vio un cuadrilátero de cielo azul oscuro, enmarcado de tejas, hondo como un pozo. Se quedó largo rato con el rostro hacia arriba, levantada la mano para disminuir el peso de las palpitaciones, sin ver nada más que un cuadrilátero de cielo cada vez más oscuro, más hondo, en donde no pasaba absolutamente nada.
+Se encontró en un salón grande. La chimenea prendida. Gente. El reflejo de las llamas bailaba en la panza de las copas de plata, en el filo curvo de los vasos. Oía música, un ir y venir de olas, como olas en la playa. Bailaba una pareja en la penumbra. Otra pareja se besaba, atravesada en un sillón, iluminada por el cambiante resplandor del fuego. Perros negros dormían con la cabeza entre las patas, indiferentes a la fiesta, con el pelo chispeante, atravesado el cuello por súbitos temblores.
+—Ala, mijo, metámonos un trago.
+Copas de plata, trofeos de polo, de ganado de raza. Escopetas bruñidas, silenciosas, apenas con un crac casi inaudible al abrirse, un cloc discreto al cerrarse, olorosas a acero aceitado, frotado, dormido. El vejete hablaba, en un zumbido. Escobar miraba el oro tierno de su vaso a la luz de la llama, transparente, la mancha borrosa y refulgente del hielo entre dos aguas. Estaba tranquilo: la fiesta tenía cara de durar para siempre.
+—A propósito, mijo: ¿por qué no te vienes mañana conmigo a una corridita de toros que hay aquí en Zipaquirá con unos toritos míos? A ti te fascinan los toros, ¿no? Tu papá era igualito.
+El viejo perdió la luz del ojo, se quedó silencioso, guardó las escopetas con mano temblorosa, una por una, cerró las hojas de cristal de la vitrina con una llavecita.
+¿En qué momento habían vuelto los jinetes? Pero estaban ahí. Ángela relucía en el resplandor sangriento de la hoguera. Escobar caminó cauteloso entre los perros dormidos en el piso, las parejas que se besaban en murmullos, el crepitar del fuego. Se derrumbó en la alfombra al lado de Ángela. Veía el reflejo de miel de su cabeza a la luz de las llamas, su cuello de oro mate, su sonrisa perversa. Olía a sudor cansado de caballo.
+—¿Quién era ese huevón?
+—¿Cuál huevón? Está borracho, Escobar: hiede a trago.
+—Uno. Hace un rato. Un huevón.
+—Ah, el Chato Tamayo. Es arquitecto.
+—Déme un beso, Ángela.
+—No sea bobo.
+—Estoy enamorado de usted.
+—No sea bobo. Yo no puedo querer a nadie.
+Escobar se dejó desgonzar lentamente sobre su cuello tibio, oloroso a caballo, con un beso en los labios. Ángela se apartó, lo dejó caer al piso como un trapo, reventarse en la alfombra. Volvió a sangrarle el labio.
+—Voy al baño —dijo.
+Se levantó, tambaleante, pisó a los perros, desembocó en el baño. Se miró en el espejo. Tenía el labio sangrante. Apoyó la cabeza en el espejo. Hizo pipí en un chorro grueso, pálido, interminable, en una cantidad que a él mismo, que lo hacía, le pareció desorbitada. Salió al patio sombrío transparente de frío. Alzando la cabeza miró de nuevo el cuadrilátero de cielo, ahora completamente negro, sin estrellas. Entró a un cuarto: ahí había combatido con uno de chaleco. Se tendió en una cama.
+ESCOBAR DESPERTÓ EN UNA cama desconocida. Estaba vestido. Le dolía la mano. Tenía sed. Por la ventana entraban delgados chorros de luz. Al ponerse en pie le dolió la cabeza. Había dormido con los zapatos puestos. Abrió la cortina: vio afuera prados verdes cuajados de rocío, quietas copas de sauces, hileras de eucaliptos, vacas asomadas a una cerca. Ah, sí, la fiesta. Fue tropezando hasta la puerta: el patio con geranios reventando de luz, orquídeas balanceándose, una pila en el centro con un chorrito de agua helada y transparente. Empezaba a orientarse. Entró al baño, bebió agua, se echó agua en la cara. Se desvistió, se bañó, recibiendo fogonazos de recuerdos como explosiones de dolor. Foción, las elecciones, el coronel Buendía buscándolo debajo de las piedras. ¿Qué iba a hacer con su vida? Huye, que sólo el que huye escapa. Pero todas las posibilidades de huida le parecían cerradas, o terribles. ¿Qué habría pasado con la fiesta? En la cama gemela descubrió una figura tapada hasta los ojos con las mantas, un revoltijo de pelo hecho de luz y miel, una alta ceja, la nariz recta de Ángela. Se quedó sin aliento, inmóvil. Sintió como una bendición.
+Se sentó junto a ella, silencioso, para no despertarla. La miró respirar, con la boca entreabierta, conteniéndose para no acariciar con la punta del dedo la larga curva inmóvil de los labios. El párpado cerrado. El peso tibio de su pelo en la almohada. Las circunvalaciones de la oreja rosada, cubierta a medias por un mechón de pelo. Respiraba y Escobar la miraba respirar, inmóvil, sin atreverse él a respirar muy fuerte, sin tocarla.
+¿Habían hecho el amor? No recordaba nada.
+La destapó con muchísimo cuidado. Estaba desnuda, y se agitó en el sueño. Escobar creyó que iba a llorar de sólo ver la larga espalda firme y lisa, la curva de las nalgas, y la abrazó despacio, besándole los hombros, bajando lentamente por la pelusa rubia desde los omoplatos hasta el coxis, sintiendo que entre tanto le crecía entre las piernas una erección magnífica, como no recordaba en mucho tiempo. Ángela se rebulló un poco, hizo ruidos de sueño. Conteniendo el aliento la miró revolverse, despertarse, descubrir su presencia entre los párpados entrecerrados.
+—Escobar… —dijo con voz adormilada. Lo abrazó, y Escobar respiró nuevamente, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Olía todavía a sueño. La besó en la boca tibia de sueño, en los ojos cerrados otra vez, en la tibieza del cuello y de los hombros.
+—¿Hicimos el amor anoche? No me acuerdo.
+—No sea bobo, Escobar…
+Eso no lo sacaba de la duda: ¿no sea bobo sí o no sea bobo no? No lograba acordarse. Ángela descubrió su erección y la miró con una sonrisa perezosa. Vio cómo se escurría, se acababa, se escondía entre sus muslos como una cabeza de tortuga en la concha.
+—¿Me tiene mi soneto?
+—¿Qué soneto?
+—¿Ya no se acuerda? Usted me prometió un soneto todos los días, con el desayuno.
+—No me acuerdo. No creo. Es una estupidez.
+Ángela estiró el largo cuerpo, curvó la espalda, tensó la piel caliente. Lo empujó de la cama al piso. Entró al baño. Escobar se quedó sentado en el piso, desnudo, sin sentir el frío, concentrado en la duda: ¿Habían hecho el amor?
+Ángela salió del baño con el pelo mojado, envuelta en una larga bata de toalla blanca.
+—Venga damos una vuelta. Me fascina la sabana a estas horas.
+Escobar se vistió con una bata igual. La mano, negra, hinchada, no le cabía en la manga. Ángela se la dispuso en pliegues diagonales, dejándole desnudo el hombro y el brazo, como una toga de senador romano. Al pasar por la sala Escobar vio con asombro tres o cuatro cadáveres tirados en los grandes sillones: la Revolución había acabado con la capa de terratenientes, grandes banqueros y magnates de la burguesía compradora. Pero no: eran borrachos, náufragos de la fiesta. Ángela informó:
+—Seguía el toque de queda, ¿no sabía? A varios nos tocó quedarnos. A mí me dieron ese cuarto, no se les ocurrió que hubiera nadie durmiendo ahí.
+—No estaba durmiendo. Estaba pensando en usted.
+¿Pero habían hecho el amor, o no? No conseguía acordarse. En el aire frío del amanecer los prados chispeaban al sol, y el rocío les mojaba hasta los tobillos los pies descalzos. El cielo estaba limpio, azul, inabarcable, curvado sobre los horizontes de los cerros centelleantes del verde húmedo de la hierba, y en lo más alto había unas cuantas nubes quietas y blancas. Se oían mugidos de vacas. Vieron salir de la casa la figura rechoncha del gentleman farmer, con una cachuchita de tweed sobre la calva y altas botas de caucho. En el pasto se oía un rumor discreto de criaturas pequeñas, escurridizas y reptantes. Se sentaron en un declive del jardín, en el rocío. Ángela tiritó. Escobar la abrazó, revolcado de pronto por una marejada de ternura. Ella sonrió, cerró los ojos. No estaba solo: la sentía entre sus brazos. Del pecho le salió un mugido ronco.
+La tumbó boca arriba en el prado mojado, le abrió la bata sin sentir el dolor de la mano, y abriéndose la suya sacó su miembro tenso, duro, casi nudoso entre sus dedos, le separó las piernas de un rodillazo, penetró en ella sin rodeos, de un golpe, la sintió debatirse bajo todo su peso, luchar, golpearle las costillas con los puños, ceder, abrirse, cruzar los brazos encima de su cuello, rozarle la nuca con los dedos. La miró, y vio que lo miraba y sonreía: no estaba solo, estaban juntos. Entró en ella más hondo, volvió a salir y a entrar en ella sintiendo las raíces húmedas y duras de la hierba clavada en las rodillas, olió que de su cuerpo se desprendían olores nuevos, calientes, que se mezclaban con el aroma de la hierba aplastada, con el que traía el viento de la boñiga fresca de las vacas y de la acre humareda de la planta de soda. Estaba viva. Estaba vivo él también. Los dos estaban vivos.
+—Mi amor —dijo—. Mi amor…
+La sentía alzarse cuando él se retiraba, gemir, ceder cuando empujaba, succionarlo hacia ella como haciendo vacío con el fondo más hondo de su sexo, sentía el anillo caliente de su carne, elástico y cerrado en torno a él, tirando hacia adentro de su palpitación de carne, más hondo todavía, hasta donde ya no era posible entrar más adelante, y ella se abría más y más todavía hasta donde ya no era posible abrirse, y estando ya en su fondo sentía que le hacían falta más abrazos de carne, más miembros largos, duros, flexibles, para poder entrar en ella también por todas partes y sentirla atrapada en él como él en ella, sellada y sin junturas, exhausta y jadeante y abriéndose todavía más bajo su empuje para permitirle llegar hasta el latido de su corazón, y más adentro, hasta el más escondido palpitar de su alma. Se sentía clavado en ella, se sentía hundido en su fondo como un enorme pez, como una bestia ciega respirando, suspirando, descansando un momento para seguir más adelante por el túnel sin fondo. Y de pronto escuchó su propia voz contra el rostro de Ángela y su jadeo, y que toda su fuerza estallaba en una tromba hirviente en el fondo de Ángela, en golpes espasmódicos de su respiración, reventando en lo más hondo y oscuro y caliente de Ángela en chorros de violencia que iban todavía más allá, a donde él no había conseguido llegar, y se estrellaban allá lejos en paredes ocultas, calientes y curvadas que se cerraban y se aflojaban y expandían y se abrían y volvían a cerrarse como esclusas mientras junto a su cara la cara de Ángela gritaba y la suya gritaba, abiertas las dos bocas enfrentadas en un grito que más bien era un jadeo y una falta de aire y un boquear convulsivo de pez fuera del agua, recién pescado, dando terribles saltos espasmódicos y dejando escaparse la vida entera por la boca a golpes. Se derrumbó encima de Ángela.
+Un rato después oyó otra vez mugir las vacas. Sintió crecer el frío de la hierba, y la caricia de la luz en sus ojos abiertos. Junto a sus labios palpitaba el corazón de Ángela, y oía de nuevo el rumor de la hierba confundido con el rumor caliente de su sangre. Ángela parecía dormida. La abrazó, sintiéndose abrazado. Estaba viva, y él también. Se sentía lleno de viento, el frío áspero de la sabana le endurecía los músculos. Trató de hablar. Tenía que decir algo. No sabía qué decir. Era toda la vida y tenía que decírselo.
+—Mi amor… —dijo por fin. Era eso lo que quería decir, pero no era tan simple. Era distinto.
+—Oiga lo que le digo: no se duerma.
+—No me estoy durmiendo —dijo Ángela, lisa la piel, casi quietos los labios.
+—No se duerma: creo que le tengo un soneto —insistió Escobar poniéndose de rodillas a su lado: lo sentía revolverse entre su pecho, armarse en la punta de su lengua. Ángela sonrió, fatigada.
+—¿Otro más?
+—Otro no. Este —anunció—: «Soneto de Ángela haciendo el amor conmigo» —y lo soltó de un tirón:
+Oye lo que te digo: no te duermas.
+Tus senos como ojos,
+tus fingidos enojos,
+el insistente vello entre tus piernas.
+Tu piel bajo mi lengua,
+la trampa de tus ojos, tus sonrojos,
+tus súbitos antojos,
+y bajo mis dos manos tus nalgas frescas, tiernas.
+El peso de tu cuerpo
+y el recuerdo
+del sabor de tu ombligo.
+Para que tú lo sepas te lo digo:
+si de esta diaria muerte no me muero
+quiero hacer el amor sólo contigo.
+Ángela lo miró un rato desde el prado, tendida, dorada, desnuda, sin defensa, con ojos que miraban sin burla:
+—Yo también. Sólo quiero hacer el amor con usted. Sólo contigo —corrigió, riendo, enrojeciendo—. Me siento ridícula. Tengo frío.
+Se envolvió en su bata. Escobar también tenía frío y también se sentía ridículo, pero estaba feliz. Era feliz. Ángela le tendió la boca húmeda para un beso, disfrazando en el beso una confusión súbita.
+—Está mal titulado —dijo—. Debería llamarse «Soneto de Escobar haciendo el amor con Ángela». Usted es muy egoísta. Mi hermana sí me lo advirtió…
+La puso en pie. La llevó abrazada por el jardín, atravesaron cogidos de la mano el salón de los cadáveres, los corredores, el patio de la pila, hasta su cuarto. La besó, se dejó caer encima de ella, sobre su cuerpo abandonado, abierto. Pausadamente hicieron el amor, tranquilamente, conociéndose ya, ya sin ninguna desconfianza.
+—¿Está conmigo? —preguntaba Escobar.
+—Sí… —asentía Ángela.
+Se quedaron dormidos, abrazados, en una confusión caliente y fatigada de brazos y de sábanas y de respiraciones en el cuello.
+Los despertaron las exclamaciones de sorpresa de Claudia ya vestida, y de la niña de la casa, Diana:
+—¡Uuuuy…! —rieron, confusas— ¡Perdón! Creimos que estaba sola, Ángela. Ignacio, ¿usted no se había ido al entierro de su tío? Estábamos todos convencidos…
+Se retiraron, riéndose. Ángela entró en el baño y salió deslumbrante media hora después. Escobar se bañó. Estaba enamorado. ¿Qué iba a hacer con su vida? Estaba enamorado. Huye, que sólo el que huye escapa. Estaba enamorado. Huiría con Ángela. Salió al salón por fin, peinado y fresco. Quería mirar a Ángela.
+—¡Ala, viejito, dónde andabas…! —rio el gentleman farmer— Si me hubieras dicho que te quedabas hubiéramos salido de madrugada a cazar unas palomas, tú que eres cazador… Ala, metámonos un traguito ahora que no anda por ahí Cecilita, ¿no te parece?
+Lo adoraba. Escobar también lo adoraba. Se metieron un trago. Poco a poco iban reapareciendo los demás supervivientes de la fiesta. Ángela parecía feliz al otro lado del salón penumbroso, luminosa como una lámpara. La gente se fue yendo, despidiéndose con besos y con risas, con el sonido amortiguado de las puertas de los carros al cerrarse de un golpe en el jardín, entre los gritos de las niñitas de encaje y los ladridos excitados de los perros.
+—Ala, Cecilita, cómo te parece que Ignacito y esta muchareja tan célebre se quedan a almorzar. Los tengo invitados a la corrida de esta tarde en Zipaquirá —dijo el gentleman farmer. Se tomaron un trago. Ángela y Cecilita arreglaban floreros. Una sirvienta gorda y risueña los invitó a pasar al comedor. Las tres niñitas daban gritos y patadas, y Cecilita las mandó a almorzar a la cocina. Comieron en silencio, puntuado por el choque de los cubiertos de plata.
+—¿Y esos tenedores, Graciliana? ¿Por qué no puso la mesa con los ingleses buenos?
+—Eso se los robaron ayer en la fiesta, mi señora.
+—¡Caray! ¡Cómo va a ser! —exclamó el gentleman farmer—. Y eso, ¿quién fue?
+—Eso quién sabe, sumercé… —dijo Graciliana, indiferente.
+Por sobre la mesa reluciente Escobar miraba a Ángela, que sonreía con el gentleman farmer. Estaba enamorado.
+—Me voy a poner divina —le dijo Ángela cuando se levantaron de la mesa.
+—Está divina.
+—Espérese y verá.
+—Ala, mijito, yo creo que nos debíamos tomar un brandycito, ¿no te parece? —sugirió el gentleman farmer tomándolo por el codo. Se sentaron los dos en el salón. El viejo resoplaba con dulzura los gases del almuerzo y del brandy. No hablaban. Una golondrina borracha golpeó los ventanales con las alas.
+—Como que va a llover esta tarde —murmuró el viejo—. Ojalá no se nos dañe la corrida. ¿Sabes una cosa, mijo? Yo tal vez como que me voy a echar una siestica, cómo te parece.
+Se fue casa adentro, hablando solo. Escobar se sirvió otro brandy, rodeado de silencio. Lo bebió lentamente, sentado solo en el salón, mirando el vuelo de las golondrinas que se estrellaban locas contra los cristales.
+El gentleman farmer manejaba lentamente, señalando casas con el dedo, explicando a quién habían pertenecido en otro tiempo las haciendas. Ángela iba sentada junto a él, adelante. Escobar le miraba el perfil, desdibujado por el confuso resplandor del pelo. Estaba enamorado. Por encima del asiento del carro le acariciaba una mano, absorto, transido de amor, sentado junto a Lucas, que embarraba con sus torpes patazas el cuero oloroso del asiento, sus pantalones ya bastante arrugados. Sorteaban buses, campesinos de ruana en bicicleta, ciclistas animosos y exhaustos disfrazados de corredores ciclistas, caballejos que cargaban grandes cantinas de leche, un niño que llevaba una vaca de cabestro. Por la carretera trotaban perros amarillos, con la cola entorchada, y se veían las masas sanguinolentas de los cadáveres de perros que habían trotado antes. Casas bajas de teja, con latas que anunciaban Freskola, Lux, Naranja Postobón, Colombiana, la nuestra, hombres de ruana apoyados en el vano de las puertas con una botella de cerveza en la mano, tenderetes donde vendían fritanga, mujeres de pañolón negro, cargadas de niños con la cara llena de mocos, un burro rebuznando entristecido al otro lado de una cerca de piedra, casas con puertas estrechas, color pastel, sin ventanas.
+—Todavía falta para la corrida —declaró el gentleman farmer—. Tenemos tiempo para un par de traguitos.
+Parqueó el carro en la plaza del pueblo, ante viejas palmeras sembradas en macetas de cemento. Colgados de los troncos, grandes altoparlantes vomitaban música:
+¡No vales el plomo que yo dispare para matarte!
+¡Tú no vales nada vete de aquí para no mirarte!
+O anunciaban, con voces huecas y poderosas:
+—¡GRANDES FERIAS Y FIESTAS EN ZIPAQUIRÁ! ¡COLOSAL CORRIDA DE TOROS CON PICADORES! CUATRO TOROS, CUATRO, DE LA FAMOSA GANADERÍA DE GUANZACÁ, CON DIVISA GRANA Y VERDE! ¡PARA LOS FAMOSÍSIMOS ESPADAS…!
+—Eso no son toreros —comentó el gentleman farmer—. Es una gentecita de por aquí. Metámonos otro aguardientico, ¿te parece?
+La tienda olía a curtiembre, y al aroma dulzón del aguardiente. Ángela estaba colgada del brazo de Escobar, y se besaban con sabor a aguardiente. Un borracho entró a caballo, salió otra vez sacando chispas en el umbral con los cascos herrados y la espuma de una cerveza rodándole en cascada sobre las riendas, por la mano y el codo. El gentleman farmer se empeñó en que tenían tiempo de sobra para otro aguardientico. Sí: tenían tiempo para todo en la vida. Era el amor, tal vez, o la emoción nerviosa de las tardes de toros.
+—Huyamos, Ángela. Sólo el que huye escapa.
+Ángela se reía. El gentleman farmer estaba feliz.
+En la plaza de toros, hecha de talanqueras inseguras, docenas de espontáneos borrachos y enruanados esperaban la salida del toro, trastabillando en medio de la arena, entre los árboles. En el fondo de una bocacalle se divisaban los cerros verdes que se precipitaban sobre el pueblo, cubiertos de nubes, con eucaliptos grises en las faldas. Un policía de verde, solitario, sudoroso en el sol de las cinco de la tarde, se esforzaba por despejar el ruedo a gritos y empujones. No era fácil. Las cuadrillas de los matadores trataban de ayudarlo, empujando borrachos, y otros nuevos saltaban al ruedo desde las talanqueras. En una tarima de tablas se desgañitaba el presidente de la corrida, ordenaba, tronaba, suplicaba que por favor, caballeros, tuvieran la gentileza de despejar el redondel para dar comienzo al festejo. En el cielo estallaban voladores con breves detonaciones secas, soltando bocanadas de humo blanco, y los altoparlantes bramaban incansables:
+¡No vales el plomo que yo dispare para matarte!
+¡Tú no vales nada vete de aquí para no mirarte…!
+Los empujaban, los pisaban. Ángela se colgaba del brazo de Escobar, se reía. El gentleman farmer había encontrado a un amigo:
+—Mira, Ignacio, te presento al attaché cultural de la Embajada de Bélgica. Éste es un sobrino mío, y Ángela.
+—Énchanté, madame —dijo el belga, un albino de ojos bulbosos que fumaba un puro, besándole la mano a Ángela. Les presentó a su acompañante:
+—Mademoiselle Gracielá Rodríguéz, de l’Ambassade.
+Mademoiselle Gracielá, intimidada, sonrió tras sus anteojos de miope e hizo una pequeña reverencia.
+Se acomodaron. El presidente renunció a despejar el ruedo pensando probablemente que el toro se encargaría de hacerlo, y ordenó que sonara el clarín. El primer toro salió contento, galopando, mirando despectivo los capotes de los peones, las ruanas y los trapos rojos de los espontáneos. Galopó por el ruedo, entre los árboles, embistiendo a veces con súbita embestida las talanqueras bamboleantes y cargadas de público, galopando más lejos con la cabeza alta y desdeñosa mientras de su hocico fino y negro colgaba y oscilaba en la carrera un largo hilo de moco transparente que cabrilleaba al sol y se quebraba en cambiantes telarañas de luz. Parecía absolutamente seguro de sí mismo.
+—Negro, meano, listón —explicó el belga a mademoiselle Gracielá, emocionada y contenta.
+Negro, a lo mejor meano también, y listón, pero negro en todo caso: aterrador y poderoso por delante, veloz por detrás, balanceando con serena insolencia sus enormes testículos color negro de humo, dejando gotear en su galope un chorrito delgado de pipí, un chorro de arrogancia. En su camino se cruzaban carreras de espontáneos que le tendían una manta, una chompa de plástico, y de un revés desdeñoso del cuerno cogía a uno o dos y los tiraba lejos, dando volteretas, sin mirarlos. Desde la cerca le tiraban pepas de fruta y trozos de ramas secas, que rebotaban ignorados en la testuz o el anca.
+—Il a de la castá —dijo el belga—. Ah, ça oui, ma foi!
+Ángela abrazó a Escobar por detrás, le colocó la cara sobre el hombro, contra la barba. Escobar se sintió inundado de amor.
+—Fina, mi amor…
+—No me llamo Fina —rio Ángela—. Está borracho, Escobar.
+—Ya sé…
+Efectivamente, veía las figuras ondulantes, tenía que forzar al toro en una sola imagen. Empezó a fijarse mucho. Vio que alguien le arrancaba la gorra al policía de verde y la arrojaba al toro y quedaba un instante colgada de la punta de un cuerno. El toro soltó un bramido tremendo, como si trompeteara.
+—Ah, lá…! il est berreón… —advirtió el belga. Pero el toro embestía en ese instante a un caído y lo revolcaba en la arena entre gritos agudos de mujeres y carreras de peones. Luego se quedó quieto en la mitad del ruedo, desafiante, con los ijares negros que subían y bajaban bajo el sol, mientras unos amigos arrastraban por los sobacos al caído, mirando con ojo enrojecido y quieto, ensangrentado y amarillo, en un silencio inesperado. El toro orinó interminablemente, plantado en medio de la plaza, y volvieron las risas y los gritos. El presidente dio una orden y el encargado de tocar el clarín tocó el clarín, un clarín enronquecido, atascado de borboteos de saliva. El toro trotó lentamente y husmeó la primera sangre.
+Las cosas empezaron a cobrar cierto orden. El ruedo quedó casi vacío. Los peones, en sus trajes de luces desteñidos, ajados, inocultablemente de alquiler, empezaron a gritar já, toro, já, jó, toro, jó. El toro miró en torno con el ojo soberbio: hombres absurdos, vestidos de colores desvaídos, de medias rosadas, sudando a pinchazos bajo el sol áspero de la tarde. Se abrió una talanquera y salió un picador en un caballo. El público silbó, chifló, protestó unánime.
+—¡Ay, el caballito…! —se angustió mademoiselle Gracielá. El entendido belga la tranquilizó dándole palmaditas en la mano:
+—C’est le varilargueró. Estas bestias hay que picarlas, para que ellas muestren su bravurá, vous comprenez. Es un anciano ritual tauromáquico.
+Y como desencadenado por el comentario erudito regresó el caos, y un borracho cayó lanzando un grito desde lo alto de la barrera de troncos, de cabeza, y el toro embistió la figura inerte mientras los amigos saltaban en racimo desde lo alto y uno cabalgaba al toro coceante y corcoveante y otros tres lo tiraban por el rabo y el toro corneaba, ciego, el cuerpo inmóvil en el polvo amarillo, y bajo el peso del jinete sus flancos se hinchaban y deshinchaban en un enorme esfuerzo, en un amargo esfuerzo, mientras sacaba una larga lengua negra y gris, embadurnada de blanco, curvada como un cuerno, y dejaba escurrir chorros de saliva espesa, verde de hierba. El picador aprovechó el momento y se acercó por detrás, pica en ristre.
+—Ah, non, monsieur! —se indignó el belga—. Ah non! C’est pas ça, c’est pas ça du tout du tout! Ah, là là, ces colombiens…!
+—¡Ay, el caballito! —se enterneció mademoiselle Gracielá.
+El picador alanceó al toro al sesgo, desde atrás, ante la indignación impotente del entendido belga y en medio de la rechifla general, pero gordo y tranquilo, aunque algo sudoroso. La pica se clavó aproximadamente en el morrillo, y el picador la hizo girar como un barreno apoyándose en ella con todo su peso. El toro se revolvió sobre el caballo, ensartándose aún más en el hierro, buscando la blandura del vientre con el cuerno bajo el peto de lona y cuero. El caballo se encabritó, perdiendo el equilibrio, descubriendo unos grandes dientes amarillos sobre anchas encías rosas, de jovencita. El toro salió suelto. Su lomo negro era ahora un barrizal de sangre que brotaba en borbotones espesos, en grumos densos, en cuajarones rojos y brillantes como mermelada de cereza. Del centro de la herida, con la respiración, brotaba una pequeña fuente.
+—¡Asesino! —gritaba el público— ¡Hijueputa! —El belga no podía hablar de la indignación, y soltaba ruidos inconexos. El toro se arrancó desde lejos, tomando por sorpresa al picador, entre una salva de aplausos. Esta vez la pica se le clavó en el costillar, bastante abajo. Se oyó el grito ronco del clarín.
+—Ça, alors! Ça, alors! —decía el belga, con la piel llena de manchas rojas.
+—A mí siempre me habían dicho que mataban a los caballos —comentó mademoiselle Gracielá, algo decepcionada. El belga le acarició la mano, limpiándose el sudor. En el centro del ruedo una especie de capellán gordito con traje lila y negro gritaba já, toro, já, mientras alzaba sobre su cabeza un par de banderillas, já, toro, já. El toro lo miró. Del lomo malherido le colgaban largas hilachas de sangre púrpura, oscilantes mientras trotaba al encuentro del hombre disfrazado que trotaba hacia él con la barriga agitada por el trote y lo esquivaba con los brazos en alto y huía a la carrera dejando caer los palos en la huida. Otro banderillero se apartó de las tablas dando saltitos en un sitio, citándolo con jó, toro, jó, já, toro, con aspecto algo informe de notario, y se precipitó de golpe con los brazos muy en alto y le clavó el par de banderillas en el flanco, de lejos, mientras el toro cabeceaba violentamente hiriendo el aire y se paraba en seco para mugir hacia el cielo sereno, duro y liso, azul pálido, bramando de furor.
+—Ah, là, il est berreón —volvió a opinar el entendido belga.
+En el ruedo, otro banderillero se precipitó sobre el toro distraído y le puso donde pudo dos banderillas más, y el toro embistió al aire mientras en las barreras el público reía y hablaba de otras cosas y un borracho feliz arrojaba hacia el viento una botella de aguardiente que giraba y caía y acababa estrellándose entre las pezuñas del toro como un surtidor de brillantes. Escobar, sentado con las piernas colgantes en la vara flexible de la talanquera, sintió que perdía el equilibrio y se caía de espaldas sobre la muchedumbre. No se hizo daño, aunque estaba seguro de haberle roto algo a alguien. Arriba, el ancho cielo se poblaba de nubes grandes, lentas. Miró pasar las nubes. Había un inmenso silencio allá en el cielo, líquido, transparente. Oyó gritos abajo, y dejó el cielo de mala gana por ver lo que ocurría en el ruedo.
+No ocurría nada especial. Acuclillado en el polvo, con los brazos apoyados en la vara inferior de la cerca y la cabeza apoyada en los brazos, Escobar veía muy cerca las ancas negras del toro, encostradas de boñiga reseca, y sus flancos que subían y bajaban como el cuero de un fuelle. Un niño le pinchó los testículos con la caña astillada de un volador quemado, y el toro coceó nerviosamente, quebrando la caña. El niño saltó hacia atras despavorido, y otros dos, a su lado, soltaron carcajadas histéricas. Escobar vio que el toro se introducía la larga lengua en los ollares, limpiándose los mocos. De los costillares colgaban vencidas las banderillas, de un lado dos, una del otro, negras de mugre y casi sin color, usadas muchas veces, con el arpón sin duda ya herrumbrado, y la sangre ya seca se pegaba a los flancos lucientes de sudor, refrescados por borbollones rojos que parecían hervir sobre el morrillo al resollar del toro. Olía a sangre y boñiga, y más arriba, por sobre la cabeza de Escobar, la plaza entera pedía sangre. Hubo un instante de mágico silencio en que se oyeron, secos, ahogados por la distancia, los já, toro, já del matador enfundado en su traje de luces de alquiler, en sus medias rosadas y zurcidas, que acababa de brindarle el toro a alguien, al público tal vez, que pedía sangre. El toro giraba la cabeza lentamente, resollante, quieto en su sitio, indiferente a los gritos, absorto en sus pensamientos. El matador, muy joven, hacía estudiados pasos de ballet español, quebraba la cadera, adelantaba la muleta, daba un pasito atrás, incurvaba la nalga, templaba el vientre, ofrecía los testículos a los cuernos del toro, se cambiaba de mano la muleta, miraba al cielo y a la plaza poniendo al orbe por testigo de la mansedumbre del toro, se encogía de hombros, le daba pataditas insolentes al toro en el hocico, le pinchaba el hocico con la punta embotada de la espada, parecía resignarse. El toro resollaba, pensativo. No había nada qué hacer. Escobar oyó al experto belga:
+—Là, il faudrait lui donner de la distanciá.
+Y de improviso el toro se arrancó en un silencio de muerte y corneó al aire en donde estaba la muleta, corneó la soledad. Se alzó un vocerío inmenso, y una vez más el toro embistió el viento. Fue entonces cuando Escobar entendió que el toro iba a morir. Aunque lograra incluso matar al matador, y a toda su cuadrilla, y al picador y al presidente de la plaza y al entendido belga y a la mitad del público, acabarían matándolo a pedradas, a patadas, a tiros, degollándolo, quebrándole las patas. No había nada qué hacer. El propio toro, por su cuenta, también lo había entendido, y había guardado la lengua y cerrado la boca para morir en silencio. Una bandada de golondrinas giró volando bajo por el ruedo. El joven matador sacaba pases desordenados de atropello al toro que embestía como una seda y se volvía en redondo para volver a embestir, a perderse un instante en el viento de la muleta ensangrentada de su sangre. Una vez y otra vez embistió el toro, lentamente. Una vez y otra vez, y otra vez más, suave como una brisa, con la bronca cabeza fija en el rumor de cuchillada de sus astas rasgando la muleta, que el matador perdía, volvía a coger, volvía a perder, desconcertado y con los ojos blancos de pavor en un rostro de cenizas. El matador miraba al público y no sabía qué hacer. Y otra vez más embistió el toro, el público empezó a aburrirse. Las nubes ocultaron el sol y todo se hizo tremendamente triste. Lloraba un niño, gritaban los borrachos, el viento traía ramalazos de música de los altoparlantes.
+… no vales el plomo que yo dispare para matarte…
+El presidente de la corrida se había ido sin duda a atender a sus asuntos, y el matador, tan joven, con su traje de oro ensangrentado, con el labio superior y la frente empapados de sudor, verde de miedo, con los dientes inferiores al aire, rasgada la taleguilla, se cuadraba una y otra vez para matar, una y otra vez pinchaba en hueso. La plaza empezaba a mugir su desprecio y su hastío, y el mozo de estoques del matador, verde también y sudoroso, mascullaba entre dientes:
+—Ya déjese matar, toro hijueputa, ya déjese matar…
+El sol volvió a salir, ya muy cerca del filo de los montes, filtrándose entre las ramas de los árboles. Y una vez más el matador adelantó una pierna y se cuadró, mientras la mitad de la plaza gritaba mátelo, mátelo, y la otra mitad gritaba no, no, y una tercera mitad gritaba gritos incoherentes, se ponía citas, hablaba de otras cosas, y el attaché de la Embajada belga comentaba en una pausa de silencio que aquella era la hora de la verdad, le moment de la verité, mientras mademoiselle Gracielá alzaba sus anteojos de miope y se maquillaba los ojos en el espejo de su polvera. El matador entró otra vez a matar, y esta vez sí la espada se hundió con ruido de succión en la masa pulposa y purpúrea del morrillo del toro, hasta el puño, y el matador se retiró, sudando, y el perito belga opinó que había dejado la estocada un petit peu caídá, un petit peu ladeadá, un petit peu traserá, y Escobar veía medio estoque asomar reluciente por el flanco del toro entre una cortina de sangre.
+—Qué horror. Pobre animalito —opinó mademoiselle Gracielá.
+El toro vomitó un chorro de sangre, y la volvió a tragar. Y vomitando sangre empezó a trotar por el ruedo, haciendo eses, y ya de las talanqueras saltaban a la arena docenas de espontáneos, y el joven matador alzaba el brazo para mantenerlos a distancia, y los peones corrían detrás del toro y le arrojaban capotes al hocico mientras el toro trotaba en silencio, dejando un rastro de sangre en la tierra apisonada de la plaza, y los espontáneos se acercaban al toro moribundo y retrocedían de un salto cuando el toro amagaba una cornada, moribundo. Trotó, y se paró sobre sus cuatro patas bamboleantes frente a Escobar, y los capotes amarillos y rosas de los peones le abanicaban la cabeza mientras el torerito mantenía el brazo en alto y persistía en gritar que lo dejaran, que el toro estaba muerto. El toro permaneció largo tiempo meciéndose, respirando muy hondo y arrojando por los ollares sangre en chorros densos, una sangre ahora muy roja, a borbotones espaciados y súbitos. El toro dobló las manos y se dejó caer de bruces, abriendo al fin la boca, con la larga lengua córnea casi rozando la talanquera, mostrando los dientes inferiores amarillos y verdes bajo la lengua ennegrecida, apenas manchados de sangre, y mirando con ojo fijo y áspero, pero manteniendo erguidas y oscilantes las dos patas de atrás. Y apartando a los espontáneos que ya le pateaban las ancas y se enrollaban la cola en una mano para colear al toro agonizante, ahuyentándolos con la amenaza de su enorme puñal, el puntillero se acercó a la barrera y clavó el arma con un golpe seco en la cerviz del toro. Y el toro tuvo una sacudida y se levantó nuevamente. Y estiró el cuerpo hasta que le craquearon las vértebras con estampido de pistoletazo, hasta que sus belfos tocaron la vara de la talanquera, y lanzó un bramido terrible de agonía, echando en la cara de Escobar un aliento espeso con olor a hierba y sangre. Escobar oyó crujir los huesos y el toro rodó por tierra, y el puntillero le clavó su puñal en el bulbo raquídeo y el toro tuvo un terrible sobresalto y estiró de una vez los cuatro remos, rodando boca arriba, y en sus belfos sanguinolentos y en su ojo quieto y amarillo empezaron a posarse gruesas moscas verdes mientras la horda de espontáneos se arrojaba sobre el cadáver para descuartizarlo con las uñas y las manos.
+—Lo mataron —le comentó Escobar a Ángela. Se volvió: no era Ángela. Sino otra: una mujer que gritaba y reía, llena de llantas de carne que temblaban, fofas de dicha.
+Buscó a Ángela en torno. No la vio. Trepó a la talanquera y oteó el hervidero de gente que gritaba y bebía. La vio lejos, junto a un carrito rojo con la capota bajada, llevando a Lucas de la correa. En el carrito distinguió un mechón de pelo gris acero: el hijueputa del Chato Tamayo. Se arrojó a tierra desde lo alto de la talanquera y echó a correr hacia ellos. Mientras corría, vio que Ángela subía al carro, hacía subir también al perro, cuya cabeza grande y cuadrada se recortaba sobre las otras dos. Vio que el carrito rojo arrancaba en reverso, dibujaba una curva de campana sacando en la frenada una nube de polvo, rugía al perderse calle arriba. Gritó:
+—¡Mi amor…!
+Ángela no lo oyó. Detuvo la carrera a veinte pasos de donde habían estado hacía un instante. No entendía todavía. Oyó sirenas, vio llegar dos radiopatrullas, un jeep del ejército cargado de soldados. Los vio frenar en el polvo. Una figura borrosa lo señaló con el brazo:
+—¡Allá está! ¡Ese es, mi coronel, ese!
+Reconoció la voz del de chaleco. Y echó a correr en la bajada, ligeramente vacilantes las piernas, para coger al hijueputa de chaleco y volverlo pedazos con las manos.
+—¡Alto ahí! ¡Dése preso! —le gritó un militar llevándose la mano a la cadera. A esa distancia ya lo reconocía, incluso bajo el casco de acero: el coronel Buendía. Pero no lo miró: había visto el sitio exacto en la garganta papuja del hijueputa de chaleco en donde iba a clavar los dedos y apretar hasta la muerte. Lo vio palidecer, abotonarse maquinalmente el chaleco, vacilar, dar media vuelta y echar a correr cuando ya estaba casi encima. Escobar hizo un regate para esquivar a un soldado que le cerraba el paso, persiguió al de chaleco a grandes saltos, comiéndole el terreno. Oyó de nuevo el vozarrón del coronel Buendía.
+—¡Alto ahí o disparo!
+Siguió corriendo, oyó una detonación seca, como una tos, como si hubieran vuelto a echar voladores en la plaza, y luego otras dos más, como dos toses. Cayó rodando en el cascajo, alzando polvo en la caída, sorprendido, sin entender por qué se había caído. Tenía la cara enterrada en el cascajo y distinguía con claridad los detalles de cada piedrecita, hecha de aristas relucientes y puntos negros y blancos. Una hormiga avanzaba por el terreno abrupto arrastrando una hojita verde. Veía con precisión las nervaduras de la hojita. Un lento reguero brillante alcanzó a la hormiga, lamió el borde de su carga, estremeciéndola. La hormiga corrió hasta lo seco, se detuvo. Se restregó enérgicamente las patas unas con otras, limpiándolas perfectamente. La hoja había quedado casi por completo atrapada en el pequeño charco reluciente que empezaba a cuajar, vertical como una pequeña vela, verde brillante, más clara y más opaca por el lado áspero del revés. La hormiga se acercó con cautela, buscando terreno firme en donde hacer palanca con las patas, tiró nuevamente de la hoja, conmoviéndola, desprendiéndola al fin del súbito pantano, escalando las piedras, descendiendo, arrastrando y empujando la hojita verde que palpitaba a ras de tierra como una cosa viva, avanzando, alejándose.
+Un soldado se acuclilló a su lado, le ladeó la cabeza.
+—A este lo enfriamos, mi coronel.
+Se amontonaba gente. El de chaleco pateó el cuerpo tendido, que recibió el golpe sin moverse. El coronel lo empujó con rudeza:
+—¡Ústele, ústele…! Respete, caballero, respete.