Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
López, Antonio J., autor
Los dolores de una raza : novela histórica de la vida real contemporánea del indio guajiro / Antonio J. López ; presentación, Vito Apüshana ; epílogo, Miguel Rocha Vivas. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (5,6 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-34-6
1. Novela histórica colombiana - Siglo XX 2. Libro digital I. Apüshana, Vito, autor de introducción II. Rocha Vivas, Miguel, autor de epílogo III. Título IV. Serie
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CO-BoBN– a1011938 |
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ISBN: 978-958-5419-28-5
Bogotá D. C., diciembre de 2017
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© 2010, Ministerio de Cultura – Biblioteca de Literatura Afrocolombiana
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Claudine Bancelin
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+Tened en cuenta que el ser humano, como la planta, cultivado con paciencia y con esmero es susceptible de todos los perfeccionamientos; […] lo que ha faltado siempre es la voluntad y la mano generosa que impulsen el desarrollo progresivo de los pueblos.
+FRAGMENTO DE LOS DOLORES DE UNA RAZA, CAP. XXIII
+LOS DOLORES DE UNA RAZA constituye la primera novela publicada por un escritor wayuu y, a su vez, es el primer intento de ficcionar y filosofar, desde el seno de la población originaria de la península de La Guajira, sobre el debatido atavismo de las guerras interclaniles y de la posibilidad del dominio de la palabra hacia los diálogos de compensación y retribución; así como del polémico tema del mestizaje que gravita al interior de las comunidades y la relación Estado-territorio indígena alrededor de la autonomía política de las regiones fronterizas.
+El autor, Antonio Joaquín López Epieyuu —conocido entre los suyos con el nombre de Briscol—, representa justamente el nuevo tipo de wayuu —entre la tradición y la modernidad… fruto de la unión de un aliijuna (hombre no wayuu) y una mujer wayuu tradicional—. El mestizaje y las zonas de contacto en los wayuu era un tema que le generaba al escritor largas horas de reflexión sobre el devenir próximo del pueblo wayuu… acerca del choque cultural que enfrenta a la sacralidad del territorio asumido con la autoridad del Estado, que se abroga la propiedad de las riquezas del subsuelo; de igual manera los temas de la frontera, de la libertad de cultos, de la discriminación social… eran estas las espinas que aguijoneaban las cavilaciones de Antonio Joaquín López.
+La novela, publicada en 1958 en la ciudad de Maracaibo (Venezuela), se compone de 24 capítulos y narra los hechos de guerra interclaniles wayuu desde 1920 a 1935, principalmente en la zona de la Alta Guajira; con el relato central del destino trágico de la familia de Talhua, célebre autoridad natural del pequeño valle de Irotsima (cerca de Siapana); así como los episodios de fuego y sangre de sus amigos contemporáneos como Petnat Woulhliu, Cañouy, Matsarawa Ulhliana… entre otros.
+El eje de la narración se centra en la fatalidad de los pueblos guerreros, el sino trágico que encarnan las naciones originarias de Abya Yala (el continente de América); trágica por su naturaleza libertaria, decidida y temeraria. Es la hedonista y agónica libertad que expone la vida en un lance, la vida en una mortal interpretación del honor; que se construye durante años y muchos sacrificios, pero todo ello expuesto en un determinado lance que puede sellar el exterminio o el golpe brutal de una generación; es la filosofía del absoluto que funde al hombre en su entorno natural, es la vida sin ambages, resoluta y dispuesta a enfrentar sin temor los estragos de sus arriesgadas decisiones.
+Novela testimonial que gira en un periodo de transformaciones en los escenarios nacionales colombianos y venezolanos, es un tiempo de jalonamientos sociales en los cuales el territorio ancestral wayuu es objeto de recolonización para el fortalecimiento del Estado nación de Colombia en las fronteras, tiempo de nuevas alianzas entre wayuu y aliijuna, en el que las transacciones comerciales daban pie a pactos matrimoniales y compadrazgos, de los cuales surgirían troncos familiares en un mestizaje húmedo ubicuo que alcanzaría a conformar una cultura de dos mundos en donde el propio sujeto wayuu lograría interpretarse a sí mismo, desde una segunda lengua aprehendida y la escritura de molde occidental. Es en este lapso en el que se establece, en la península guajira, la familia wayuu de contacto.
+El autor nos quiere dejar, en medio de la desesperanza del atavismo impetuoso, la imagen incorruptible de la autoridad natural del ser wayuu… es el hombre recio, honorable, sereno, generoso y sabio que orienta los destinos de su propio linaje, en el caso de Talhua, es el eirukü —familia de línea materna— de los Epieyuu del valle de Irotsima (Alta Guajira).
+Así mismo, nos deja un interrogante que ha palpitado en el centro de todas las generaciones: ¿cómo responder a una ofensa de sangre sin ir a la guerra?… y la decisión tomada ha de estar sujeta a la entereza de un ser consecuente y honesto consigo mismo, el honor defendido no se mancilla en la gallardía de la paz.
+Los dolores de una raza es el relato, desde adentro, de un destino signado por el drama social de un pueblo que asume la vida danzando sobre el filo de su propio abismo. Es el rostro del drama de los que han decidido entrar en la guerra frontal y sin cuartel, guerra que no sólo deviene en exterminio y muerte, sino en la agonía de la deshonra que conduce a un largo camino de pobreza, desolación y esclavitud; en donde los vencedores presienten una condena a sus próximas generaciones, que les espera vivir, en la continuidad de la guerra, la otra cara de la victoria, nunca invicta.
+¡Ah, lisonjeras PAMPAS guajiras, llanuras promisorias! Fecundas para el crimen, pródigas para el drama y la tragedia, […] mañana o pasado, tarde o temprano, al fin ha de sonarles en el reloj del tiempo la hora de su ansiada redención.
+Así exclama el escritor, Antonio Joaquín López Epieyuu, al concluir el relato como entreviendo otro horizonte generador de luces de un amanecer redentor, en el cual el don extraordinario de la palabra concedido al hombre sereno y pensante del pueblo wayuu, los pütchipü’üi (palabreros), y a las ouutsü (mujeres sanadoras y de amplio saber espiritual), logre triunfar sobre el ímpetu de la fuerza desmedida y la sed de conflicto que habita en muchas almas juveniles, logre dominar al brioso caballo de la vida temeraria y conducirlo, con la serenidad del largo dolor colectivo, hacia las praderas de la satisfacción de la convivencia tranquila, allí, en los predios del corazón en la calma (aa’in jimataa), en el espacio de los diálogos del círculo generacional entre abuelos y nietos.
+Esa Guajira wayuu aún hoy se eleva, con su riqueza espiritual, sobre los jirones de su drama histórico, y se reinventa enamorada de la vida prolongada entre la tradición de sus mujeres y hombres sabios y la modernidad de su apertura al mundo, enfrentando los dilemas y las certezas que traen los encuentros en la diversidad y el pluralismo, sin disminuir su milenaria filiación al mítico origen de Juyaa (aquel que hace llover) y de Mma (la madre antigua, la Tierra)… sus espíritus protectores.
+Leer esta novela, de casi sesenta años de publicada, en los actuales debates de la interculturalidad colombiana, representa una aproximación a la estética del pensamiento indígena y un acto de reconocimiento al otro que nos reconstruye en la imagen de una Nación plural e incluyente.
+VITO APÜSHANA
+A CUARENTA KILÓMETROS al sur del puerto marítimo de Taroa, entre la punta occidental de la cordillera de Macuira y las faldas del ramal oriental de la serranía de Parashi se encuentra un hermoso valle con el nombre indígena de Irotsima. En el año de 1920 se hallaba allí ubicada una extensa ranchería de indios pertenecientes a la casta Epieyú, cuyo cacique se llamaba Talhlua, probable descendiente del histórico cacique —que según la tradición indígena— encontraron los españoles del siglo XVI con el mismo nombre en aquel puerto pintoresco, eternamente arrullado por las espumantes olas del CARIBE turbulento.
+Los españoles, embarazosos para pronunciar el sonido de la combinación de consonantes, de Talhlua tradujeron Taroa, así como de Waira adulteraron Guajira y más tarde Goagira, sin tener en cuenta que la g es una letra muda en los idiomas indígenas de la América. En la combinación ua es la doble w la que se conforma con la fonética para sustituir el sonido de la g, tal se contempla en Walhlej ‘amigo’, Walhlir ‘zorro’, Waámaya ‘pavo real’, Walhlawalhlau ‘nombre de lugar’. Indudablemente que de ese vicio de traducción derivaron de Irotsima el Iroshima japonés bombardeado por la atómica Norteamérica en la última Guerra Mundial. La rara analogía de Irotsima aquí —en La Guajira— y también Irotsima en el imperio del sol naciente viene a darnos, a través de los siglos, una rotunda confirmación del origen asiático del poblador indoamericano.
+Sigamos la historia de Talhlua. Los indios de La Guajira tienen la costumbre de celebrar sus fiestas de juego de cabritas, carreras de caballos y bailes de la chichamaya en los meses de enero y febrero, o sea, después de pasado el invierno, porque para esa fecha es cuando tienen repletas sus trojas o graneros de cosecha y gordos los ganados. Tales expansiones son con el objeto de congregar a los vecinos y aprovechar sus brazos para las faenas de herrar los animales mostrencos, señalarles las orejas, castrarlos y domar los potros cerreros. Con esos móviles y a la vez adorar en público el Walhlaj, que heredado de sus antepasados, tenía el cacique Talhlua guindado en lujosa mochila de fino hilo en el techo de su rancho, se dispuso en enero de aquel año —de 1920— poner un baile y carreras de caballos.
+El Walhlaj es un ídolo de oro, o mejor decir, un par, en figura de hombre y mujer, que por ley de tradición, cada cuatro años debe exhibirse y adorarse en público, ofrendándole cada uno de los adoradores un collar de oro, una sortija, arete o cualquier otra prenda valiosa, amén de dañársele la vista y quedar ciego el que no le ofrenda, porque se le atribuyen poderes sobrenaturales. Los pocos caciques que lo poseen son considerados y reconocidos como de alto linaje.
+«Mande hacer el Piouy e invitar en mi nombre a los mejores tocadores de la caja», le dijo Talhlua a su sobrino heredero Warralhlamatn, quien llamó enseguida a una docena de esclavos de su servidumbre para trasmitirles la orden del cacique. Estos —a su vez— invitaron a otros indios y se dieron a la ejecución de los trabajos preparatorios del baile y la fiesta hípica. El Piouy es un placer redondo, de cuarenta metros de circunferencia, en cuyo centro se sitúan parejas de bailadores a danzar al son de la caja, dando acelerados pasos de retroceso el hombre, en tanto que la mujer le avanza con igual rapidez, interesada en pisarle el pie y derribarlo al suelo. Una vez conseguido este objeto, el hombre vencido se retira y otro más ágil lo reemplaza.
+El indio guajiro, honesto y recatado en sus costumbres, baila independientemente de la mujer, libre de ese contacto voluptuoso con que el hombre civilizado viola el pudor femenino.
+Más allá se extiende el largo placer de la pista de carreras —que mide una longitud de mil doscientos metros por cuarenta de ancho—, en cuya extremidad se sitúa una multitud de estacas de madera para amarrar las parejas de caballos corredores.
+Hechos todos estos menesteres durante el día, a las cinco de la tarde Warralhlamatn se acercó al cacique, diciéndole: «Tío, conforme a sus órdenes, todo está preparado para el baile». «Entonces que empiecen a tocar la caja y se dé comienzo al baile», contestó Talhlua.
+El cajero se sitúa en la extremidad superior del redondel, con la caja descansada sobre las rodillas, pendiente del hombro con una correa de cuero en cuyo puesto es reemplazado cada dos horas —hasta las seis de la mañana—. De esta hora en adelante, cajeros, bailadores y espectadores se retiran al descanso, para reanudar en la próxima noche la alegre faena.
+Jimaáy y Jivvolhua depositan una ofrenda en el platillo del Walhaj.
+A las seis de la tarde el bronco sonido de la caja rompió el silencio profundo de la asoleada Pampa, despertando en la dormida sensualidad del indio el dulce sentimiento del placer: el DIVINO arte de la música, cualquiera que sea el instrumento que lo represente y sea quien fuese el individuo que perciba su melodía sugestiva, siente al instante removerse en lo más íntimo de su ser espiritual vibraciones intensas que fingen transportarlo a las delicias de un nuevo mundo, al paraíso de la vida, al mundo sin dolores de la ensoñación; diríase que liberada de la sensibilidad física su alma se remontara por un momento hacia las regiones ignotas de un plano ultraterreno. Tal fue el estado de ánimo que experimentaron los indios de la vecindad de Irotsima al captar el monótono sonido de la caja en la tarde del 10 de enero del año de 1920. Presurosos acudieron todos al centro del baile, luciendo las majayuras (señoritas) sus mejores mantas y los hombres el carratse empenachado —corona de lana tejida con penacho de vistosa pluma—.
+Jiwolhlua, hermana de Warralhlamatn, y Jiíwaya, hija de Talhlua, engalanadas con ricos atavíos y cortejadas con una docena de hermosas majayuras, presentáronse en escena, acompañadas de sus padres y algunos importantes miembros de familia, tomaron asiento en los contornos del Piouy. Saltó el primer galán y dijo «Jósey», desafiando a la pareja, con lo cual se dio principio al baile.
+Jiwolhlua frisaba en los dieciocho años, ostentaba una manta de seda china, azul celeste, pulseras de coral mezclados con granos de oro de filigrana adornaban sus velludos brazos y torneadas piernas; riquísimos aretes le colgaban de las orejas y pendientes del cuello, sobre el robusto pectoral le relucían cuatro hermosos collares de valiosa tuuma —roja piedra fina de la antigüedad indígena—. Morena roja, cuerpo mediano, anchas caderas y espaldas, nariz aguileña, boca pequeña y labios delgados, pómulos salientes, frente espaciosa, cabellera abundante y encrespada, ojos grandes, cejas y pestañas pobladas, dientes marfilinos, senos pequeños y manos finas, tales eran los encantos femeniles que la naturaleza había prodigado con largueza a la heredera de Talhlua cuando se presentó en el escenario del baile.
+Jiíwaya rivalizaba en belleza con su prima Jiwolhlua, tenía un año más que esta, de color bronceado y esbelto talle, de mirada penetrante y dulce sonrisa que incitaban al amor; era la viva encarnación de la BELDAD indígena.
+Los moribundos rayos del sol se hundían en el confín profundo del APOCALIPSIS, dejando en el horizonte la estela blanquecina del crepúsculo guajiro que cubría la ancha superficie de la abierta Pampa; la luna, como reflector inmenso, aparecía en la mitad del cielo prodigando a toda la creación su cariñosa luz; el eterno aliso con lisonjero soplo refrescaba la frente sudorosa de los bailadores, que rebosantes de entusiasmo, en agitación constante, iban y venían de las tiendas al Piouy y de este a los ranchos, riendo, charlando y retozando; mientras más allá —meciéndose en los apacibles pliegues de sus chinchorros bajo la amplia enramada— los vaqueros medio borrachos de «ishiruna» (chicha fermentada) referían cuentos de pasadas fiestas de otros caciques y bromeaban con las esclavas. Doble motivo de alegría los animaba: el deleite de la fiesta y la ocasión de exhibir en público su valor temerario y sus habilidades de domadores de los potros salvajes y tumbadores de los toros bravos.
+Un ruido prolongado del lado del sur los sacó de la contemplación del poético panorama crepuscular: al volverse, divisaron al instante una muchedumbre de jinetes que se acercaba con un indio bien apuesto a la cabeza, sobre la dorsal de un brioso alazán.
+«Es Joúmuna, el cacique de los Pushainas», insinuó Warralhlamatn. «Anda a saludarlo a mi nombre y dile que sitúe su tienda a un lado de la sabana, enfrente», le replicó Talhlua.
+El sobrino fue enseguida a explicar las razones del cacique al recién llegado.
+Momentos después fueron llegando diferentes parcialidades de indios de todos los contornos con sus caballos corredores, amadrinados con los respectivos hatajos. Instalados en sus tiendas y puestas a pastar las bestias en la sabana, fueron arrimándose al centro del baile y pidiendo cada cual sus parejas, las que fueron casando de acuerdo con sus categorías.
+Entre los huéspedes recién llegados había un joven cacique de la casta Ipuana, llamado Jimaáy, dotado de muy buenas prendas morales y retoño de una acaudalada familia de Siapana, con él se emparejó Jiwolhlua; Jiíwaya bailó con el preponderante cacique Fetnat —de la casta Woulhliu— en tanto que las cortesanas fueron tomadas del brazo por los otros caciques de las diferentes castas.
+A las doce —cuando los bailadores se hallaban en el mayor entusiasmo— un meteoro fugaz cruzó —de sur a norte— el cielo de la ranchería. El piache Aypiaki balbució: «Desgracia segura». «Siempre sales tú con tus tonterías», le replicó Talhlua. «BOBADAS mías no, es el DESTINO que a cada cual le marca su estrella», contestó el mago, convencido de que su pronóstico sería una realidad fatal.
+Una pareja de bailadores en actividad.
+«Pónganse a pangar maíz para las arepas y la chicha y preparen los fogones», le dijo Jiíwaya a las sirvientas.
+El Corredor Winñatay amarrado en la estaca.
+Los bailadores se turnaban sucesivamente toda la noche, yéndose unos a sus tiendas a descansar y otros a reemplazarlos en el placentero ejercicio.
+Ya empezaban los gallos sus primeros cantos; la algarabía bulliciosa de la procesión de alcaravanes que corrían de uno a otro punto de la sabana turbaba de vez en cuando la monotonía de la caja; relincha el caballo padrote y con paternal cariño recoge y rodea la yeguada que ya comienza a levantarse y diluirse por la estepa dilatada; al través de algunas pardas nubes se transparentaban en el oriente las blancas claridades de la aurora. Congregados los vaqueros debajo de la enramada, Cojokir —la esclava destinada especialmente a ese servicio— le va dando a cada cual su totuma rebosada con tres litros de cojos —leche cuajada— que de antemano ha extraído del vientre de las taparas, que guindadas a sol y sereno, conservan el líquido confortante y que ellos, sin pestañar, se acomodan entre pecho y espalda, porque esos hombres de cuerpo y alma templados no volverán a echarle nada al estómago sino hasta las seis de la tarde, en caso de que no puedan dar pronta caza a los rebaños dispersos por la Pampa abierta.
+«Vamos, muchachos, que ya nos va a amanecer aquí dando vueltas», les insinuó el mayordomo Cawalhlouhle a sus compañeros, quienes obedeciendo la orden montaron enseguida, disgregándose en número de veinte jinetes por los diferentes puntos de la sabana.
+A las seis de la mañana Warralhlamatn mandó darle un toro a cada uno de los caciques hospedados y una tinaja conteniendo cien litros de Ishiruna. Rápidamente muerta y descuartizada la res, a los pocos minutos humeaban sobre las enrojecidas parrillas el pecho y las costillas asadas, al lado de las arepas de maíz en todos los campamentos.
+Cuando todos acababan de desayunar empezaron a llegar los vaqueros que habían salido en la madrugada, trayendo cada cual su rebaño de ganados que —partida por partida— Warralhlamatn iba contando y haciendo meter en los corrales; repletos estos y completo el número de vaqueros, Talhlua se acercó a Warralhlamatn, diciéndole: «Ordene que enlacen a los corredores y los amarren en los postes, y avise a los caciques hospedados que hagan traer sus caballos al centro de la pista, que ya se aproxima la hora de correrlos». Warralhlamatn salió personalmente a transmitir las órdenes de su tío, visitando los diferentes campamentos y dirigiéndose luego al corral principal de las bestias, en donde todos aguardaban sus órdenes y una turba compacta se arremolinaba en derredor de los hatajos.
+«Antes de todo enlacen mi corredor Winñatay para que lo emparejen con el afamado Marhlihuna del cacique Joúmuna Tushaina», ordenó Talhlua dirigiéndose al lacero principal que ya estaba preparado con el lazo de cuero torcido en las manos. «Y tú», le replicó a su sobrino, «casa a tu caballo Camiseta con el Cousholjuyen del cacique Ipuana Jimaáy, que también goza de buena fama, y a Joúner que le eche su Jumarrit al Tolhlonut del cacique Petnat Woulhliu». Casados así los mejores caballos de los principales caciques, empezaron las carreras a las nueve de la mañana.
+Cuando el lacero tendió el lazo, el corredor Winñatay refundió rápidamente la cabeza en medio de la muchedumbre de bestias apretujadas en el corral, en vez de él aprisionó a una potranca cerrera. Aypiakí —el piache— volvió con su pronóstico fatal diciendo: «O vamos a perder la carrera o es segura la desgracia, porque ese lacero nunca pela el tiro».
+La cerrera dio un violento envión, cayendo derribada al suelo medio ahorcada por el apretón del lazo. Varios indios se le precipitaron encima comprimiéndola contra la arena para libertarla, pero ella, sin darles tiempo para nada, con toda la furia de su histerismo, dio tan fuerte revolcada que los pataleó y tumbó a todos, dando un salto y parándose sobre los temblorosos remos traseros con las pupilas encendidas en actitud amenazante. Dejaron pasar algunos segundos, nadie intentó desafiar su fiereza indómita, hasta que se enderezó en las cuatro patas, entonces uno de los más atrevidos le fue cobrando lentamente el lazo y arrimándosele hasta calcularle la distancia, de un brinco —con la agilidad de un orangután— le cayó montado sobre la espina dorsal, encorvado encima del cogote, agarrados con la diestra los enrojecidos belfos y empuñada la crinadura del cráneo con la siniestra, le retorció el pescuezo; la temible bestia cayó desplomada al suelo, inánime, sin sentidos.
+El lacero tendió por segunda vez el lazo y cayó aprisionado el corredor. Era este un caballo color bayo arratonado, cabos negros, de siete cuartas de alto, bien tendido, con un desnivel muy pronunciado en la configuración dorsal: bajo en la cruz y alto en las ancas, orejas lacraneadas, frente pancha, ojos saltones, pescuezo corto y ancho, crines abundantes, cabeza pequeña, canillas delgadas y cascos redondos, tal era la famosa bestia, que era el orgullo de la tribu de Talhlua.
+El lacero aprisiona al corredor Winñatay.
+Provistos los caballos de sus sencillos aperos —que lo constituyen un liviano esterillón de junco (paja seca), especie de gualdrapa, una cobija de lana roja, doblada en cuatro encima de aquel y amarrada de la cincha, un freno de bocado delgado y el jinete, un chinito de diez años, con camisa roja y corona de lana tejida del mismo color frágil, indumentaria expresamente hecha para no restarle al corcel fogoso el empuje de la carrera—.
+Un par de jueces emparejan los corredores en el brinco inicial y los chinitos, tendidos bocabajo —a lo largo del pescuezo— rozando con la frente la dispersa crinadura cual CENTAUROS indomables discutiendo al viento la carrera. Parejas iban las bestias hasta los quinientos metros, los jinetes fustigábanlas con terquedad cruel, ansiosos cada cual de obtener el premio. El Marhlihuna empezó lentamente a perder las fuerzas, su contendor algo más rápido le tomó la delantera, llegándole a la meta jadeante, sudoroso con veinticinco metros de ventaja.
+Joúmuna fue presa de una profunda pesadumbre, bajó humillada su pálida frente, dibujándose en el semblante una sonrisa melancólica. «No te aflijas, hermano», le replicó Juan José, «que en la segunda carrera ganaremos; nuestro caballo es de mucho fondo, está acostumbrado a cansar los contendores más guapos».
+Entre los guajiros la costumbre es repetir la carrera con media hora de descanso, la segunda determina el triunfo. Marlihuna era la primera vez que perdía la carrera en tantas que le habían dado fama en la comarca, de ahí provenía la nostalgia de su dueño.
+Unas tras otras fueron corriendo las parejas de caballos de los distintos dueños. El Cousholjuyen de Jimaáy Ipuana le ganó al Camiseta de Warralhlamatn; el Tolhlonut de Petnat Woulhliu perdió con el Jumarrit de Joúner Ulhliana.
+En tanto que los caballos corrían, había sido puesto el Walhlaj sobre una mesa redonda en el centro del baile, con un cofre abierto al costado, en donde se le echaban las ofrendas. Los que no tenían para ofrendarle se privaban de mirarlo.
+En la repetición de las carreras volvió a perder el caballo de Joúmuna, el triunfo y el premio le correspondieron a Talhlua.
+Los Walhajs en exhibición.
+SEIS DÍAS DURÓ EL BAILE Y las carreras, y el séptimo se dedicó a la hierra, castración y doma de los potros cerreros.
+Después de que la mochila del Walhlaj con el cofre repleto de ofrendas se guindó en el techo del rancho, se procedió a distribuir los trabajos conforme a las reglas establecidas. Al cacique Joúmuna Pushaina se le destinó la hierra de bestias; a Petnat Woulhliu la de ganado vacuno; la doma de potros se le encomendó a Jimaáy Ipuana; y a otros caciques se le dieron las faenas de castración y señales, para cuyo efecto, cada uno de los caciques contaba con su cuadrilla de hombres especializados en tales trabajos.
+«Enlacen al potro castaño, Lucero, hijo de la yegua baya, hermana del corredor Winñatay», ordenó Talhlua dirigiéndose a su sobrino Warralhlamatn. Este se encaminó al corral de las bestias insinuándole a Jimaáy que ordenara a su cuadrilla la doma del potro. Un indio se presentó enseguida con una garrafa de ron, diciendo: «Aquí les traigo el aguijón para los tumbadores». «Un trago de cuatro dedos a cada uno, para que se le despierte el brío, y pierdan el miedo», dijo Jimaáy dirigiéndose a uno de sus ayudantes. Después de que este hizo sorber a todos el estimulante sugestivo, «el mejor lacero», gritó Jimaáy, «al castaño, Lucero, antes de que se les enfríe el cuerpo». Cuatro de los mejores de la cuadrilla avanzaron al centro del corral con los lazos preparados; «déjenmelo correr por el costado», dijo uno de ellos; haciendo un molinete en el aire con el lazo, a toda carrera se lo dejó caer sobre el pescuezo. La bestia salvaje —al sentirse aprisionada— dio un desesperado ronquido parándose en las dos patas, ciega de la furia se arrojó sobre los indios, dando tan violentos manotazos que dos de ellos quedaron tumbados y privados en el suelo, mientras los otros corrieron a encaramarse sobre las trancas del corral. El potro quedó libre, arrastrando el lazo fue a refundirse en medio del apretujamiento de las yeguas que se arremolinaban en derredor de los laceros.
+Después de que levantaron y bañaron con aguardiente a los dos indios privados, cuatro hombres se arrimaron al cerrero, empuñaron la punta del lazo y poco a poco se le fueron arrimando hasta que uno de ellos, cuando ya lo tenía a una corta distancia, se atrevió a empuñarle las orejas, pero no bien lo medio rozó con la mano cuando dio tan rápido y fuerte brinco que de un manotón lo derribó, rajándole la frente con la punta del casco y quedando privado con un bárbaro derrame de sangre, en tanto que los otros tres, en su atribulación, se encargaron ellos mismos de tumbarse unos con otros, aprovechando las yeguas de pasarles por encima en compacta multitud. Fue tal su estropeo que los levantaron más muertos que vivos y durando más de un mes de cama para curarse las heridas. Por segunda vez conquistó el CERRIL su libertad, arrastrando el lazo fue de nuevo a unirse con las yeguas. «Pónganle una trampa, enlazándole las muñecas para que caiga al suelo», les replicó Jimaáy a los de su cuadrilla. Estos tendieron un lazo en el suelo a lo largo por delante del animal, y empuñada cada una de las puntas por un indio, otro se encargó de aguijonearlo por detrás; al dar el brinco, los de las puntas cobraron simultáneamente. Aprisionados los dos remos delanteros, el salvaje indómito perdió el control, bamboleó y cayó de cogote al suelo medio privado. Diez indios se le arrojaron encima empuñándoles las orejas unos, otros la cola metida por en medio de las piernas, las crines del cráneo sembradas a pulso en la tierra, mientras los demás le acomodaban el cabezal domador.
+«Aprovechen ensillarlo de una vez», gritó Talhlua, mas cuando uno de los ayudantes de Jimaáy se le encimaba con el apero, el soberbio potro, haciendo un esfuerzo supremo, dio tan tremenda revolcada que arrastró por tierra a todos los que le sujetaban, quedando plantado en las cuatro patas. De frente, con los ojos relumbrantes, rojos los belfos y temblorosos los remos, amenazante y hostil esperaba impasible al primero que se atreviera a violar la virginidad de su lomo. «Que un tumbador hábil de un sólo salto le gane el lomo», gritó Warralhlamatn, «porque está muy bravo, si se le repite la operación de las muñecas puede desnucarse». Los indios, temerosos, daban vueltas en derredor del cerril indómito, sin atreverse ninguno a luchar con él.
+«¿Qué es lo qué pasa? ¿Cómo que aquí no hay hombres?», gritó Talhlua dirigiéndose particularmente a su hijo Joúner que de pie se hallaba a su lado, quien herido en su amor propio por la réplica de su padre se encaminó inmediatamente adonde estaba el potro. Con la rapidez de un gato montuno, de un ágil salto cayó montado sobre la nuca del cerrero; retorciéndolo sin la ayuda de nadie lo desplomó al suelo, se le sentó en la tabla del pescuezo, le viró el hocico al cielo y apretada en tierra la crinadura del cráneo no lo dejó moverse, mientras otros llegaban en su ayuda.
+Los espectadores prorrumpieron en una carcajada celebrando la fuerza física, el valor temerario y la extraordinaria destreza de Joúner.
+«Pónganle de una vez el apero», gritó Joúner. Amarradas las cuatro patas, con mucho cuidado le dieron una media vuelta situándole en tierra el abdomen, le acomodaron la silla, le atezaron la cincha y así echado se le montó el domador, quien al darle un fuerte puñetazo en la nuca, ya desatados los remos, fue tan tremendo el ronquido y el salto que le hizo dar que fue a caer de hocico a una distancia de seis metros; de ahí volvió a enderezarse, se estiró a ras de tierra dando otro brinco igual al primero y siguió repitiendo saltos tras saltos hasta una cuadra, en donde se paró un poco y luego continuó alternando los corcoveos con un galope suelto a toda Pampa. El hijo del cacique —sin moverse— estaba clavado sobre el apero como una estatua. Un observador desde lejos habría creído en la realidad del CENTAURO. «Que dos jinetes sigan a su alcance», ordenó Jimaáy a los de su cuadrilla. Estos salieron a toda carrera en su persecución; a veinte kilómetros lo encontraron parado a media sabana, sin pico la silla. En la mitad de la carrera le había pasado por debajo a un árbol, cuya gruesa rama le colgaba hasta besar el suelo, sin que Joúner hubiese podido refrenarlo a tiempo, no le quedó otro recurso que tenderse bocabajo —a lo largo— por encima de la paleta del salvaje animal —dejando clavada solamente una de las piernas— con todo el cuerpo afuera. La rama pasó como una cuchilla sobre el apero llevándose pico y rozando de refilón la pierna del jinete; también saltó por sobre un profundo zanjón —de seis metros de ancho— que una bestia mansa no habría podido salvar sin desnucarse caballo y jinete.
+El potro, reconociendo su impotencia ante la hombría de Joúner, plantado en las cuatro patas, tembloroso y bañado en sudor, estaba resignado a la quietud. «Síganme por detrás, que no lo quiero acostumbrar a la madrina, que así queda malcriado», le advirtió el domador a los dos indios. Dócil a la rienda, al trote sosegado marchaba rumbo a la casa. Detenido al pie del BRAMADERO, Joúner se le desmontó tranquilamente sin ayuda de nadie, lo amarró y se dirigió a su padre —que ya lo esperaba con ansiedad— diciéndole: «Ahí está el cerrero, manso como una oveja». «Así quería verte, hijo», le respondió Talhlua, «probar tu hombría ante el público, porque conforme dominas al salvaje, así mismo vencerás al hombre». «Al hombre no lo vencerá tan fácil porque él sabe ingeniarse la defensa», refunfuñó Joúmuna lleno de rencor por la pérdida de su corredor.
+«Cawalhlouhle, hazte cargo del potro», le dijo Warralhlamatn al mayordomo, «ponlo en manos de uno de tus mejores domadores a fin de que quede bien manso y sin defectos, y sobre todo evitar que lo cancen porque así no serviría para la carrera, teniendo en cuenta que él ha de sustituir al Winñatay».
+En la puerta del corral yacían tumbados una docena de cerreros, muñequeados y aplanados a ras de tierra, esperando el candente hierro que los ayudantes de Joúmuna sacaban de la hoguera, rojo como una amapola. Se les incrustaba en la paleta y sobre el músculo superior de la pierna, arrancándoles ronquidos lastimeros, desesperados pataleos y revuelcos, al tiempo que el cuchillo les cortaba de un tajo el pedazo de la oreja a la yegua destinada a la procreación.
+«Vamos a ver cómo van los trabajos del ganado», le dijo Talhlua a Warralhlamatn. Se acercaron al corral de los vacunos y allí, en medio de una inmensa gritería, los tumbadores aguijoneados por el excitante acicate del alcohol, sin el menor escrúpulo subían y bajaban sobre la abultada nuca del toro salvaje, como pudieran hacerlo en una escala de madera. «Tengan un poco más de cuidado, que en una pestañada pueden caer ensartados en los cuernos del toro», les replica el cacique Petnat, pero ellos no hacían caso del consejo, porque aquellos ejercicios, que a otros les parecían temerarios, para el guajiro es un torneo lisonjero en donde se disputa el puesto para exhibir sus habilidades de jinete y tumbador. ¡Paréntesis feliz en medio de su vida llena de privaciones y amarguras! ¡Oasis refrescante en el corazón de la calcinada Pampa!
+El ronco bramido de los toros, el mugido lastimero de las vacas y el triste balido de los becerros hacían coro con la bulliciosa gritería de las cuadrillas ebrias. El toro era sometido al triple martirio de la cruel cuchilla que lo condenaba a la impotencia de la hombría del rebaño, al máximo dolor del candente hierro y a la mutilación de la oreja.
+Diez días de constante batallar, de peligros y de sustos emplearon las hábiles cuadrillas de los distintos caciques para vencer la fiereza de los cuadrúpedos; hubo derroche de bebidas y alimentos para todos; a las sirvientas se les encallecieron las manos en el duro ejercicio de la piedra de moler, pangando el maíz para la chicha y la arepa. Se herraron, señalaron y castraron mil toros y vacas; una cantidad igual de caballos y yeguas; se domaron doscientos cerreros; y luego de repartir garrafas de aguardiente a los caciques y sus acompañantes —como bandadas de palomas emigrantes— dispersos por los cuatro vientos de la sabana abierta, desfilaron rumbo a sus hogares, borrachos, contentos y cantadores.
+Un grupo de bestias saliendo del corral.
+Sólo Joúmuna Pushaina se había quedado dando vueltas después de que sus compañeros se despidieron. Se dirigió de improviso al sitio donde se encontraba Warralhlamatn montado en su mula predilecta, la Coqueta, se detuvo a su frente, diciéndole: «Vamos a bebernos el trago de la despedida, que ya me voy». El digno heredero de Talhlua, con su característica bondad extrajo de la bolsa del cojín de su montura un litro, sonriente y afable le sirvió el trago en un vaso de cuerno, echando enseguida el otro para él. En el instante de llevarse el vaso a la boca, Joúmuna aprovechó desenfundar la carabina, dirigiéndole rápidamente la puntería al pecho, soltó el tiro atravesándole el corazón. Se desplomó de boca sobre la nuca de la bestia, esta dio un salto y el cadáver rodó inmóvil por el suelo, en tanto que Joúmuna, dándole rienda suelta a su alazán ligero, ganó la Pampa.
+«No dejen escapar al asesino», gritó Talhlua balbuciente, presa de la emoción terrible que intempestivamente lo sorprendía cuando se creía más feliz.
+Cincuenta jinetes salieron prestos en persecución del homicida, a todo galope —con velocidad fantástica sorbían la dilatada inmensidad de la llanura— sin que pudieran acortar la distancia de quinientos metros que les aventajaba. Canantutshi, uno de los esclavos favoritos de Warralhlamatn, fue de los últimos en salir; sobre la vertebral del corredor Winñatay, llevando por todo apero una liviana gualdrapa de paja, un suave bozal sin freno deslizábase como una exhalación, dejando atrás en pocos segundos a sus compañeros. Iba a cuatrocientos metros adelante; estirado el flexible cuerpo del ágil jinete a lo largo del pescuezo del corcel ligero, momento por momento le ganaba terreno y ventaja a Joúmuna, el alazano no podía resistir la potencialidad del campeón. Ya habían emparejado la carrera, al tiempo que Canantutshi levantaba el fornido brazo con el acerado puñal para clavarlo en la espalda del asesino de su amo, un tronco los hizo rodar al suelo, caballo y jinete quedaron desnucados.
+Joúmuna ganó la sierra, vino la noche y no pudieron sus perseguidores alcanzarlo, ni con los caballos, ni con los proyectiles, sano y salvo se escapó; el caprichoso destino le reservaba la vida para la tragedia. Sus enemigos desconsolados tuvieron que regresarse con las bestias congestionadas del cansancio, varias murieron en el camino y otras se desplomaron al llegar a la ranchería, mientras él buscaba en la montaña el asilo hospitalario de las DRÍADAS.
+Un aspecto del velorio de Warralhlamatn.
+PUESTO EL ATAÚD SOBRE UNA mesa, debajo de la enramada, se le arremolinaba en torno una inmensa muchedumbre: prosternados los hombres, cubiertos bajo el rebozo de sus mantas, y las mujeres echadas a ras de tierra, arropadas las cabezas con negros pañolones, con llanto quejumbroso hacían la ofrenda del dolor ante el cuerpo yacente del gran muerto.
+La infausta nueva circuló con rapidez extraordinaria por todos los ámbitos. Las numerosas parcialidades de indios que apenas acababan de irse retornaron otra vez como en los primeros días del torneo hípico, con la alegría de entonces trocada en melancolía profunda.
+Warralhlamatn era el hombre más importante de la tribu de Talhlua: sus invaluables méritos lo habían situado por encima de sus contemporáneos, sus amigos lo lloraban porque con ellos había sido leal y generoso; los esclavos habían encontrado en él a un protector que los amaba con paternal cariño; nunca había contrariado las ideas de su tío; jamás le daba motivos de queja a sus padres; y las trancas de sus corrales estaban siempre abiertas para ayudar a los vecinos y familiares al pago de la reparación de los daños ocasionados por sus incontinencias y parrandas. Nadie que se acercara a pedirle un favor se regresaba sin ser solícitamente servido; con los caciques de las distintas castas había conservado las más cordiales relaciones de amistad; cuando llegaba a prestarse algún caso que pudiera enturbiar aquellas relaciones y provocar un conflicto, él tenía la filantropía de renunciar a la mayor parte de sus conveniencias —sobre todo las económicas, que las estimaba en muy poco— a favor de la parte contraria. ¡Tales eran los recuerdos que arrancaban del pecho de aquellos hombres fogueados los gritos del dolor!
+Warralhlamatn era hijo primogénito del cacique Ulhliana Santanawa y de Moulhluanat Epieyú —hermana materna de Talhlua—; era el legítimo heredero de este porque el indio guajiro —en su rara ideología— considera que la maternidad es de indudable procedencia, mientras que la paternidad bien puede ser de origen sospechoso. Era, pues, el universal sucesor de los bienes materiales y del dominio de la tribu de Talhlua.
+El indio guajiro tiene una ciega creencia en la inmortalidad del alma; justifica que los bienes económicos del difunto deben gastarse con derroche en su velorio, para que sea debidamente honrada su memoria, porque si no su alma inmortal mandará desde ultratumba una epidemia que acabe con esos bienes, para que los que egoístamente no han querido gastárselos sean privados de gozarlos, a la vez que el alma de esos animales transportados en alas del espíritu viajen hacia las regiones suprasensibles de la inmortalidad a hacerle compañía a su antiguo dueño.
+El llanto duró toda la noche alrededor de la caja mortuoria; los veloriantes se turnaban, sucesivamente iban y venían de la enramada a las tiendas. En lugar del café y el pan que el civilizado acostumbra en tales ceremonias, de vez en cuando se les repartían tragos de aguardiente no para emborracharlos sino para quitarles el sueño y atenuarles el dolor moral que los sumía en la melancolía profunda.
+Vinieron indios amigos de todas partes, no sólo a depositar a los pies de Talhlua el tributo de sus lágrimas —que es un deber obligante entre las tribus— sino también a ofrecerle sus servicios personales en la persecución de la venganza del atentado criminal de que era víctima. Uno por uno a todos los caciques les daba las gracias con lisonjeras frases de cordialidad y agradecimiento.
+A la hora del alba ya estaban los corrales repletos de ganados. «Rubén», dijo Talhlua dirigiéndose a su segundo heredero, que desde luego reemplazaba al muerto en el cumplimiento de sus órdenes, «haga que repartan las presas a los veloriantes». El sobrino montó enseguida y se dirigió a los campamentos a contar una por una las distintas parcialidades, luego regresó, ordenando a sus ayudantes el reparto de la gratificación de las lágrimas derramadas. Se les dio un novillo a cada uno de los caciques y un carnero a los más pobres, simultáneamente se procedió a la distribución del aguardiente en una garrafa de veinticinco litros y un litro a cada cual de los pobres.
+Tales faenas duraron hasta el mediodía.
+«Ya están despachados todos los veloriantes de presa y bebida», le dijo Rubén a su tío. «Como se trata de un caso de asesinato», le contestó el cacique, «tenemos que alterar las reglas establecidas para la muerte natural, es preciso hacer hoy mismo el entierro, para ocuparnos mañana en otras cosas».
+«Enlacen a la Coqueta», le dijo Rubén al mayordomo Cawalhloulhle, refiriéndose a la mejor mula del difunto, para que en ella haga la última jornada al cementerio. Este quedaba a diez kilómetros de la ranchería hacia el occidente, y que también abran la caja para que le acomoden el bastimento al difunto. El mayordomo hizo abrir el féretro, a los costados del cadáver le pusieron un litro de aguardiente, unas arepas de maíz, carne y una botella de chicha.
+Amarrada la caja, después de clavarla sobre el lomo de la mula, un indio llevándola del ronzal y cuatro por las bandas sujetándola con los brazos, desfiló la fúnebre procesión de jinetes, rumbo a la necrópolis. A la salida se hizo una descarga de proyectiles y luego siguió a paso lento hasta el frente de un mausoleo blanco como el alma del difunto; allí se detuvo la pesada carga, se desmontó y se introdujo en el sitio destinado en la bóveda, en cuyo frontis aún puede leerse este epitafio: «YACE AQUÍ WARRALHLAMATAN EL BUENO — ASESINADO POR ENVIDIA A SU RIQUEZA Y SUS VIRTUDES».
+Dos mil indios bebieron para despedir al hermoso muerto; en una planada —frente al cementerio— pusieron una botella de blanco al tiro. Joúner la voló del primer disparo, pusieron otra, la voló Rubén, y otra y otra hasta disparar quinientos tiros en honor a la memoria del yacente.
+Después —bebiendo y llorando a gritos como los niños— la multitud se disgregó por la sabana abierta, cada cual rumbo a su ranchería.
+Quinientos novillos, mil carneros y tres mil litros de aguardiente fueron repartidos a los indios de las varias castas que vinieron al velorio, para con ello honrar la memoria de Warralhlamatn y dejar tranquila y satisfecha su alma.
+AL SIGUIENTE DÍA DEL VELORIO, Talhlua mandó convocar a su numerosa familia. Reunidos bajo una amplia enramada, viejos, jóvenes y mujeres, con las frentes bajas, guardan un sepulcral silencio, esperando la palabra del cacique, quien sentado en un chinchorro en medio de la compacta muchedumbre, con las manos comprimiendo la atormentada cabeza y los ojos mirando al suelo, mantúvose mudo por largo rato, hasta que al fin se incorporó, dando una rápida ojeada a su alrededor; manifestó lo siguiente: «Hemos sido atacados en nuestro propio corazón, lo más precioso de nuestra sangre ha sido cruel e injustamente derramada. No ha habido precedentes, ni motivo ocasional siquiera, que diese lugar al horroroso asesinato consumado en la persona de vuestro jefe —mi sobrino heredero Warralhlamatn—, con los caracteres más viles de premeditación y alevosía, por Joúmuna el cacique de los Pushaina. Nuestro deber y dignidad nos imponen pedir la cabeza del asesino o declarar la guerra a la casta Pushaina. Vosotros todos ya conocéis suficientemente vuestros deberes de familia y vuestra lealtad de súbditos; en cuanto a mis hijos —como la ley no los obliga sino que los ampara y autoriza al pago de indemnización por daños y perjuicios—, Joúner puede sustraerse al combate y dejar que sólo vayan los dolientes maternos de la sangre vertida». «Ahí están mis bienes, mis rebaños y todo cuanto me pertenezca», replicó Joúner colérico en contra de la ley fatal de la tribu, que creía injuriar su honor, cohibiéndole en la defensa personal de su padre: «que en buena hora los tomen los que se crean con derecho a sangre, que mi dignidad de hombre me obliga a morir con mi padre».
+«Soy yo y tus hermanos a los únicos que la ley autoriza para reclamar tu sangre», contestó Santanawa, tío de Joúner y padre de Warralhlamath, «anda a morir al lado de tu padre, vengad la sangre de mi hijo y quedaréis exonerado de los gravámenes de la ley».
+«Vienen cuatro hombres montados de a caballo del lado del sur», dijo uno de los espectadores. Todos se volvieron para aquel lado. «El que viene adelante es el cacique Ipuana Cayantouway y el que le sigue es Jonjurria, su sobrino», dijo Joúner reconociéndolos. A los otros no los conocía, pero sus vistosas mantas y ricas cabalgaduras denunciaban en ellos su alto rango y la dignidad de su misión. Se desmontaron, amarraron sus bestias en los bramaderos y tomaron asiento al frente de Talhlua; después del saludo acostumbrado y de algunos cortos preámbulos, el más anciano de los cuatro —Cayantouway— dirigiéndose a Talhlua manifestó:
+«Venimos como emisarios de paz a comunicaros, en nombre del cacique Walhliraltn Pushaina —tío de Joúmuna— que él llora con ustedes, como dolor propio, la muerte de vuestro sobrino, dándoles por nuestro conducto, pública satisfacción por agravio tan inaudito, haciendo constar al mismo tiempo ser él completamente ajeno a su voluntad y al de toda la comunidad Pusahaina que representa; que ese atentado criminal no fue otra cosa que el fruto maldito del alcohol que trastornó la cabeza de Joúmuna; que él está resuelto a entregar todos los rebaños de vacunos, cabríos, lanares, caballares, mulares y asnales, las mochilas repletas de alhajas y aún el Walhlaj como máxima indemnización para restablecer la paz turbada entre las dos tribus vecinas y amigas; que espera por nuestro conducto que ustedes le den aceptación satisfactoria de los dones que ofrece, citándoles la hora y día de recibirlos».
+Talhlua —que era de pacífica idiosincrasia— quedó un tanto conmovido por el sentimental razonamiento trasmitido por Cayantouway y robustecido por los tres compañeros de este. Talhlua, con la frente gacha, haciendo rapitas en el suelo con la punta de una vara que tenía en la mano, se hallaba sumergido en una cavilación profunda; tenía concentrado todo su ser espiritual en el magno problema que tenía planteado; su pensamiento vagaba sin brújula en un mar de incertidumbre, sin poder hallar orientación posible. Dos sentimientos contrarios oprimían fuertemente su lacerado corazón: le indicaba el uno el camino de la paz y el otro el de la guerra; de un lado el estigma de la ignominia y del otro el orgullo de su linajuda estirpe.
+Si aceptaba la indemnización, contaba desde luego con el disgusto de su hermana Moulhluanat, de Jiwolhlua y de los demás sobrinos sobrevivientes y aún el de los esclavos que —como los perros leales— aullaban desconsolados y hambrientos de venganza sobre el olor de la sangre del bondadoso amo que tanto los había mimado—, a la vez que se haría el blanco de la burla y el escarnio del vulgo juez inexorable que arrojaría sobre su pura frente el baldón de la cobardía; si optaba por la guerra era destruir en un instante todo cuanto había construido en medio siglo de labor incansable; ese brusco remolino que todo lo arrasa y aniquila con una furia incontenible arruinaría sus haciendas, desaparecerían por encanto sus rebaños, acabaría con su tranquilidad y el reposo de su familia y concluiría, después de todo, legando a los retoños inocentes de su prole la fatal herencia del rencor y el odio. Largo rato permaneció inmóvil, mudo, perplejo en el fondo de esas enmarañadas cavilaciones. Hay un espantoso estado de ánimo en el hombre, en que despierto le parece estar dormido, en que la luz del sol se le torna en noche tenebrosa, en que embotados los sentidos no oye, ni ve, ni siente; Talhlua había llegado a ese estado de sonambulismo promovido por las ideas encontradas que se removían en su atormentado cerebro, cuando reaccionando de golpe levantó la frente, con las pupilas encendidas se dirigió a sus sobrinos presentes, Jiwolhlua, Rubén, Sulhlumuca, Cuaiwa y Althlayat, en los siguientes términos: «Sin el consentimiento de ustedes nada puedo resolver sobre la oferta de paz que me propone el cacique Walhliralth Pushaina; son ustedes los verdaderos dueños de la sangre vertida de su difunto hermano y los únicos autorizados para dictaminar acerca de la paz o la guerra».
+Los cinco hermanos se levantaron de sus asientos y a una voz proclamaron la venganza, la guerra implacable; «nada hacemos», replicó Rubén, «con esos rebaños que se nos ofrecen, porque lo tenemos de sobra».
+«Nuestro Mayor», recalcó el mayordomo Cawalhlouhle acompañado de cincuenta vaqueros, poniéndose de pie al frente de Talhlua, «queremos que nos conceda una gracia autorizándonos para que exclusivamente venguemos la muerte de nuestro amo». «Tengan un poco más de calma», contestó el cacique, «que para todo ya habrá tiempo, en el momento estamos atendiendo a la exigencia de un caballero, que hasta hoy ha sido un cordial amigo de nosotros».
+Dirigiéndose enseguida a su hijo Joúner le dijo: «Llame a cuatro ancianos caciques neutrales, de reconocida honestidad, para que formen un jurado que estudie y califique el hecho criminal que nos ocupa, a fin de ver si la ley permite algún recurso de conmutación». «Aquí tenemos al frente», contestó Joúner, «al honorable cacique de la casta Woulhliu Petnat, a Matsarawa, cacique de la casta Ulhliana, Germán, cacique de la casta Jayalhliu y Tórria Ipuana, todos de insospechable honestidad».
+Los cuatro caciques tomaron asiento frente a Talhlua en el centro de la enramada.
+La muchedumbre se apretujó a oír el dictamen del jurado. Petnat Woulhliu, el más anciano y versado en leyes fue el primero en tomar la palabra, expresándose de la manera siguiente: «El asunto», dijo, «casi nada tiene que investigársele, está muy claro, el asesino no tuvo discusión, ni desavenencia alguna con la víctima; llamó al heredero de Talhlua en sano estado para exigirle un trago de despedida, este se lo sirvió y aquel lo aprovechó cuando se tomaba el suyo, disparándole un tiro de carabina, con el cual le atravesó el corazón, quitándole la vida instantáneamente y dándose al escape a toda carrera en su caballo, lo que da plena prueba de que fue un asesinato a sangre fría con premeditación. La conmutación es una gracia que la ley concede en un caso de propia defensa; Joúmuna está inexorablemente condenado a muerte».
+Matsarawa Ulhliana, confirmando la tesis de Petnat Woulhliu, manifestó: «Hay en la cuestión una circunstancia grave —y es la de que—, Joúmuna despidió a sus compañeros con un intervalo calculado con anticipación, diciéndoles: “Sigan adelante que ya los alcanzaré, voy a despedirme de Warralhlamatn”, quedándose de esa manera solo en la ranchería, expedito para el previsto escape, haciéndolo todo en su sano juicio, sin borrachera manifiesta, lo que revela en su naturaleza el refinamiento criminal y la bien pensada premeditación, por lo cual queda privado del beneficio de la conmutación».
+El jurado Germán Jayalhliu —robusteciendo las tesis de sus compañeros de comisión—confirmó: «La sana razón que interpreta la ley es la justicia de Dios y los hombres no podemos contrariar ese fallo divino; Joúmuna —a la luz de la ley— está irremediablemente perdido; la pena capital no se le puede conmutar».
+Torria Ipuana dijo: «Nada podemos hacer en favor del infortunado homicida sino lamentar su desgracia».
+«Ya han presenciado mis esfuerzos», balbució Talhlua embargado por la emoción, dirigiéndose a los emisarios del cacique Walhliraltn, «he agotado el último recurso para ver de conseguir la conmutación de la pena de muerte de Joúmuna por la de indemnización y con ello el imperio de la paz de nuestras castas, mas —como habéis visto por vuestros propios ojos— los indeclinables dictados de un jurado honesto han podido más que los deseos de mi corazón. Trasmitid a Walhliraltn ese dictamen sagrado y decidle a mi nombre que la paz sólo podrá sellarla la entrega de la cabeza de Joúmuna y que, en caso contrario, prepare sus huestes guerreras para que reciban las mías en franca lid».
+Los emisarios, cabizbajos, melancólicos, no se atrevieron a importunar a Talhlua, con un ligero ademán de cortesía se despidieron y montaron rumbo a la ranchería de Walhliraltn, a quien encontraron sentado en su chinchorro bajo la enramada, rodeado de toda su familia, amigos y vecinos, con una febril ansiedad que se les reflejaba en sus rostros meditabundos por saber qué habría, si la guerra o la paz.
+«Talhlua», manifestó Cayantouway, «ha hecho todo lo humanamente posible por lograr la conmutación de la pena corporal de Joúmuna por la de indemnización económica y nada ha podido conseguirse; se estableció un jurado y este dictó la sentencia de muerte del homicida. Los hermanos de Warralhlamatn y toda su familia, y aun los esclavos, piden unánimemente la guerra. Talhlua mandó decir que la cabeza de Joúmuna sellaría la paz y evitaría la guerra».
+Dos gruesas gotas de lágrimas rodaron por las mejillas sombrías del venerable anciano Walhliraltn y luego —dirigiéndose a su sobrino Joúmuna— en tono balbuciente le dijo: «¿Ya habéis oído lo que se ha dictaminado en tu contra? Tu muerte. Piden tu cabeza y desprecian mis haciendas. Mi dignidad me impide entregarte; preparé a la gente para que en campo abierto reciban la invasión de Talhlua, que ya viene; quinientos hombres de combate amanecerán al rayar el alba rodeándonos la ranchería. Yo no huiré —moriré tranquilo—, ya que así tú lo has querido. Que se internen las mujeres y los niños hacia los montes».
+TALHLUA MANDÓ LLAMAR AL Oulhlacuy, individuo especie de MAGO que predice los acontecimientos del futuro por medio del humo caprichoso de cierto trozo de madera especial, prendido. «Aquí está», le dijo Joúner a su padre, «el famoso Unuúrralhlaj», refiriéndose al adivino que acaba de llegar de una de las rancherías vecinas.
+«Queremos», dijo Talhlua, «que nos prediga si triunfaremos o no en el combate de mañana; si morirá el asesino Joúmuna y qué peligro nos amenaza». El mago sacó de una mochila que traía terciada al hombro un hazecito de madera color rojizo; lo desenvolvió y extrajo un trozo de veinte centímetros de largo y una pulgada de diámetro, lo prendió y lo puso sobre la pierna derecha con la candela para el cielo, le dio una rociada con la saliva de la enorme mascada de manilla que le llenaba la boca. Empezó a despedir un hilo delgado de humo que hacía curvaturas caprichosas en el aire; el mago —sin pestañar— tenía la vista clavada en el trozo como un jugador de esgrima, distrayéndola con largos intervalos para mirar el cielo. Así se mantuvo por media hora, hasta que apenas le quedaba en la mano un cabo del trozo de diez centímetros, lo apagó entonces y dirigiéndose a Talhlua le dijo: «El combate será sangriento, pero el triunfo lo obtendrán ustedes; Joúmuna no huirá, morirá como valiente; tu hijo Joúner saldrá herido».
+«Pasa revista», le ordenó Talhlua a su sobrino Rubén, «para ver con cuántos combatientes podemos contar». Rubén y Joúner salieron enseguida a reunir a la gente de los ranchos vecinos y luego después de contar los hombres aptos para la batalla volvieron a decirle al cacique: «Contamos con trescientos arqueros y doscientos tiradores de carabina, más un contingente de cincuenta hombres de mi padre y otros cincuenta que espontáneamente nos ofrece el cacique Ipuana Jimaáy, en total seiscientos combatientes». «Con ese número tenemos para pelearle al centenar de Pushainas de Walhliraltn», objetó Talhlua.
+«¿Le has advertido a Jimaáy», observó Talhlua, «los inconvenientes de la ley, que en caso de muerte o herida de uno de sus familiares, no se nos cobrará caro?». «Sí, fue lo primero que le dije», replicó Rubén, «y él me respondió diciéndome que descuidáramos por esa parte». «Reconozco», manifestó Talhlua, «que Jimaáy es un gran caballero y leal amigo de nosotros».
+Más que lealtad era una pasión amorosa lo que lo movía, estaba locamente enamorado de Jiwolhlua, y este amor ardiente lo llevaba hasta el sacrificio de su vida y la de su gente. El amor es el poderoso resorte que mueve con más facilidad las energías del hombre.
+Entre los guajiros, además del Oulhlacuy, que predice las cosas del futuro, existe el lania, especie de talismán, para amparar al individuo del enemigo y de cualquier género de peligro, procedente de las manos del hombre o de las fuerzas naturales. Es un pedacito de madera tallado en forma de una capsulita, bendito y conservado por los indios de la antigüedad, del tamaño de la uña del dedo, empolvado con un colorante rojo que se llama entre ellos «paliíse» y que el civilizado le ha dado el nombre de bija. Proviene ese polvo de un vegetal medicinal de raras propiedades curativas y alimenticias; se le da a los niños recién nacidos, mientras no puedan ingerir la leche materna, como alimento sintético hervido, lo mismo que a los enfermos muy debilitados, así como secante y germicida poderoso para llagas o heridas infecciosas internas o externas.
+El lania o contra —como lo llaman los civilizados— bien embadurnado con el colorante se halla metido en una bolsita de lana o hilo tejido de colores; el indio rico —que es quien exclusivamente lo tiene— en época normal lo guarda guindado en una mochila en el techo del rancho y en momentos de guerra lo lleva en la cintura pendiente de la faja.
+Fue a ese talismán al cual se refirió Talhlua cuando le dijo a su hijo Joúner: «Manda a bajar la mochila del lania para inmunizar del peligro a los combatientes antes de marchar»; a la mochila descolgada del techo del rancho se le hizo arrojar del vientre cuatro lanias: uno con virtud de darle valor y serenidad al combatiente, otro para darle precisión al calibre del fusil o puntería de la flecha, otro para adormecer al enemigo y el último, para conjurar las fuerzas de la naturaleza.
+Alineados los combatientes, el outshi o piache toma el lania en sus manos y uno a uno les va dando golpecitos con él por todo el cuerpo, desde los tobillos hasta la cabeza, soplándoles al mismo tiempo con la espesa salivada del manilla —tabaco—.
+El indio guajiro, como todos los pueblos del planeta, tiene también sus agüeros y supersticiones, que —en el fondo— no son otra cosa que la fe religiosa de que se arma el hombre civilizado contra todo peligro; esa fe es la brújula de orientación en su peregrinar constante en el proceloso mar de las calamidades humanas; confortante espiritual —que vigorizándole poderosamente la voluntad lo capacita para llevar a cabo las más arduas empresas—; ese engaño voluntario que el hombre se hace a sí mismo; mentida ilusión que él conviene en traducirse como verdad, ha sido siempre su poderosa COTA DE MALLA en los combates y su estimulante sugestivo para avanzar al través de todos los obstáculos.
+Confortadas con esa fe sencilla —después de la ceremonia del lania—, en la misma tarde de la revista, marcharon las huestes de Talhlua rumbo a la ranchería de Mastau, en cuya cercanía pernoctaron y desde donde dispusieron el ataque a la hora del alba.
+Rubén, con cien carabineros de a caballo, marchaba ocupando el ala derecha, Joúner con otros cien tiradores cubría la izquierda, en tanto que Talhlua avanzaba por el centro a la cabeza de cien arqueros y cien con proyectiles de fuego; la retaguardia con doscientos hombres de diferentes armas se le confió al joven cacique Ipuana Jimaáy, admirador de la encantadora Jiwolhlua.
+«Hagamos un rodeo general a la ranchería», les ordenó Talhlua a sus lugartenientes. Las tres columnas marcharon al tiempo hacia el punto indicado, pero a tres kilómetros fuera de la ranchería fueron intempestivamente sorprendidas por una descarga de cuarenta tiradores que Joúmuna había emboscado en línea de guerrilla a lo largo de una cañada, en donde amparados por la barranca y guarnecidos por gruesos troncos de árboles ribereños, se hacían invulnerables a las balas y flechas del enemigo, en tanto que este a pecho despierto le propiciaba barata presa. Los valientes guerrilleros estaban de tal manera tan bien apostados que una patrulla que poco antes había venido a inspeccionar la cañada regresó informando al Estado Mayor que allí no se encontraba nadie. Ese descuido —que no fue de Talhlua sino de los patrulleros— le costó a los invasores quince muertos y veinticinco heridos.
+Talhlua mandó a su gente retroceder enseguida para corregir la falla; en una sabana al frente se detuvieron.
+«Joúner», le dijo a su hijo, «toma cincuenta hombres de los cien de mi caballería, agrégalos a los tuyos y con un total de ciento cincuenta jinetes abre rápidamente una media luna por el flanco izquierdo, traspasando por el lado oriental el arroyo estratégico de la línea de Joúmuna y ataca a la ranchería por aquella parte que —al oír él las descargas— se verá obligado a destacar su gente del sitio que ocupa para auxiliar el punto atacado y entonces, nosotros lo aprovecharemos cargándoles simultáneamente por todos los flancos. Mientras tú ejecutas ese movimiento de conversión, nosotros simularemos atacar de frente a los guerrilleros de la cañada, entreteniéndolos con disparos salteados desde lejos, a fin de darte tiempo a ganar la ranchería».
+Los hábiles jinetes de Joúner a rienda suelta corrieron con la velocidad del rayo a la ejecución del plan de su padre; en pocos minutos traspasaron la cañada, con la furia del huracán le cayeron a la ranchería de Mastau, atropellaron y barrieron con los cascos de sus caballos a los centinelas y entraron al poblado a fuego y sangre.
+Como lo había previsto Talhlua —al oír Joúmuna el estruendo de la fusilería— levantó a su gente de la cañada y corrió a la ranchería; lo acuchillearon por detrás y por los flancos, hasta reducirlo a la ranchería a unirse con los setenta combatientes que allí había dejado a cargo de su hermano Juan José. Sitiados pelearon heroicamente, cuerpo a cuerpo, con una desventaja enorme, de uno contra seis y con inferiores armas; Joúmuna y Juan José, juntos a pie firme, combatieron con encarnizamiento hasta lo último; las balas de sus enemigos iban disminuyendo lentamente el número de sus combatientes, hasta que ya apenas le quedaban veinte hombres heridos y extenuados de los cien con que empezaron la batalla. Se les pidió rendición y contestaron que acabaran de una vez; Juan José, herido con siete balazos y dos flechas envenenadas, se desplomó al fin, una turba que le cayó encima lo remató a machete y cuchillo; Joúmuna, con la manta pasada por cincuenta balas y cien dardos, sin rasguñarle el cuero, se mantenía firme y sereno, pero cuando vio que quince esclavos que le quedaban se entregaron, viéndose perdido se destapó el seso con un tiro de su carabina.
+Las huestes vencedoras, aventajadas por la superioridad numérica, y mejores armas, rodearon y tomaron la ranchería; allí, debajo de la enramada —sentado en un chinchorro—, el cacique Walhliraltn como Julio César ante el puñal de Bruto, resignado, impasible, cubierta la venerable cabeza con el rebozo de su manta, esperaba la infalible muerte a que él mismo voluntariamente se había condenado. Uno de los esclavos resentidos que tanto lloraba la muerte de Warralhlamath lo tenía ya apuntado con su carabina cuando Joúner le gritó: «¿Vais a matar al anciano? ¿Te olvidas de la orden de mi padre que nos recomendó que se respetara la vida de los ancianos, mujeres y niños?». El octogenario se descubrió al grito y viendo que se le dispensaba la vida como una limosna no pudo resistir a la humillación, sacó del cinto un revólver, se puso la trompetilla en la sien derecha, apretó el gatillo y se voló el cráneo. El esclavo de la tentativa refunfuñó resentido: «No lo dejan a uno saciar su venganza».
+Los invasores entraron a saco: descolgaron del techo de los ranchos las mochilas repletas de ricas alhajas; destrancaron los corrales hartos de ganados y en el momento en que unos esclavos con los cuchillos afilados en la mano pretendían destroncar la cabeza de los dos caciques muertos y llevárselas como máximo trofeo, les gritó Talhlua, diciéndoles: «Respeten esos cadáveres, que el odio no es para los muertos».
+«Joúner», dijo, «haga que le den honrosa sepultura a esos cadáveres y que arreen los rebaños y los prisioneros, que en esos si nos da derecho la guerra». Ya iba Joúner a ejecutar la orden de su padre, cuando un indio desconocido lo haló por el brazo diciéndole: «¿Se van y dejan lo mejor? ¿Cuánto me dan para llevarlos al sitio en donde se encuentra todo lo que puede indemnizarles sus muertos y recompensarles sus molestias?». «¿A qué cosas te refieres?», contestó Joúner. «Al más rico botín», replicó el denunciante, «sesenta mujeres y niños que están ocultos en esa cañada a través de ese montículo que ves al sur». «Cuatro vacas paridas de esas que están allí serán tu recompensa», le contestó Joúner. «Es muy justo», dijo el indio, «que también me den una chinita de pecho punta brava —en el periodo de formación de doce a catorce años—, porque de haberles callado se les habría escapado ese tamaño bocado —apenas esperaban la noche para marchar a la frontera venezolana— rumbo a Maracaibo». «Bueno», le dijo Joúner, «también se te dará la chinita y vamos allá». Luego dirigiéndose al padre le dijo: «Voy con este hombre a recoger unas mujeres y muchachos que él me dice se hallan por ese monte». «Anda con él», le dijo Talhlua, «y llévate cien tiradores y abre bien el ojo, no sea que se trate de una trampa».
+«Cawalhloulhle», dijo Joúner llamando al esclavo mayordomo, «asegúreme a este hombre, llévelo amarrado para que si acaso tratare de huirse le descargan todas las bocas de fuego».
+Joúner salió y rodeó con su gente el monte de la cañada indicada por el baqueano denunciante y efectivamente estaban allí —como los conejos al aullido del lebrel de caza— aquellos infelices estirados en el suelo a lo largo de la cañada, inánimes reteniendo el resuello. Joúner tuvo el cuidado de dejar apostada la gente a cierta distancia, avanzando tan sólo con unos pocos de sus compañeros de confianza, sin hacer el menor ruido hasta llegar adonde ellos estaban y cuando lo sintieron dieron todos un grito espantoso tratando de correr, pero él les dijo: «No corran, que están rodeados, así los tiran». Temblorosos, con los ojos saltones se quedaron petrificados los desgraciados. Joúner le hizo una señal a sus compañeros para que avanzaran y los condujesen a la ranchería. Al tratar algunos esclavos de empuñarlos prorrumpieron en llanto quejumbroso echándose y revolcándose en tierra desmayados. «Déjenlos libres», gritó Joúner. «Llévenlos por delante sin ponerles la mano». «Hay tres majayuras muertas», dijo Cawalhlouhle, «que no presentan señales de vida». Rubén y Joúner se arrimaron a examinarlas, efectivamente estaban heladas, el susto les llevó la vida; los otros que estaban atontados reaccionaron con baños de aguardiente, sólo les quedó un temblor en todo el cuerpo.
+«Cawalhlouhle», dijo Joúner dirigiéndose a su inseparable mayordomo, «ordena a unos esclavos que rápidamente hagan un hueco cuadrado para enterrar esos muertos aquí mismo». Acatada enseguida esta orden, antes de media hora estaba listo el trabajo, se arrastraron al hueco las tres púberes y se les amontonó arena encima; simultáneamente condujeron a los demás a la ranchería.
+«Con estos que hemos traído», significó Joúner a su padre, «y los que rendimos en el combate, tenemos ochenta prisioneros, entre hombres, mujeres y niños».
+«Hagan una inspección al campo», replicó Talhlua, «y pasen revista a los vivos y a los muertos para saber cómo hemos salido en el juego». Rubén y Joúner salieron con algunos oficiales a cumplir la orden, dando un rápido recorrido por el campo de batalla, inspeccionaron uno por uno a los muertos de ambas partes y contendientes y volvieron a decirle al cacique: «Hay ochenta y cinco muertos de los Pushaina y cuarenta de los nuestros».
+De los Pushaina no quedó vivo ningún herido —porque la soldadesca de Talhlua los remató a todos, aunque no había la orden de consumar tal asesinato—, que los jefes lamentaron más tarde por no haber podido evitarlo.
+Joúner salió con dos heridas leves —una entre cuero y carne— por el brazo izquierdo y otra por una pierna; Rubén con una leve también por debajo de la tetilla derecha; Cawalhlouhle salió con dos costillas mallugadas; de los Ipuas de Jimaáy hubo un muerto de baja ralea y dos heridos; dos esclavos murieron del contingente de los Ulhlianas de Santanawa y tres heridos leves; el resto de muertos y heridos correspondió a la gente de Talhelua, quien, al igual que los Pushainas, también tuvo ochenta bajas.
+«Ochenta y cinco muertos», balbució Talhlau como hablando para sí mismo, «dos mil vacunos y caballares, cinco mil cabras y ovejas, varias mochilas de alhajas y el Walhlaj, constituyen indudablemente una buena recompensa».
+Luego dirigiéndose a Rubén y Joúner les dijo: «Hagan mancomunar bien a los prisioneros, poniendo hombres con hombres, mujeres con mujeres y niños con niños, para que junto con los ganados los arreen». Formaron una mancorna de cuarenta mujeres, una de niños de diez a doce años, otra de infantes de nueve años para abajo —varones y hembras— y la cuarta la constituían los quince hombres que se rindieron en el combate.
+Momentos más tarde marchaba la inmensa muchedumbre camino a Irotsima con los varios RACIMOS de seres humanos apretujados en el centro. Cuando llegaron a la ranchería, «Rubén», dijo Talhlua llamando a su segundo heredero, «aun cuando Jamaáy no nos cobra nada, es muy justo que le indemnicemos los daños y molestias que ha sufrido en nuestra compañía, de su gente hubo un muerto y dos heridos, entrégale de ese ganado de los Pushiana cincuenta vacas, cincuenta caballos, una buena mula para su cabalgadura y trescientos cabríos y lanares, que él distribuirá entre sus compañeros de armas. Del contingente de tu anciano padre Santanawa murieron dos personas y salieron tres heridos, retribúyelo con doscientos vacunos, una cantidad igual de caballos, cuatrocientas cabras y ovejas, dos mulas especiales para su silla y cuatro chinitos —varón y hembra—, a Jimaay también le regalas con otros cuatro de estos; para ti y tus demás hermanos se reservan para su servidumbre una docena de varones y una de niñas impúberes y el resto de las mujeres se las repartes equitativamente a los esclavos, a quienes también das en partes iguales dos mil cabras y ovejas y mil vacas, en remuneración de sus buenos servicios».
+Rubén y Joúner repartieron el botín en la forma indicada por el cacique y todo quedó concluido.
+EL CABALLO PARA EL INDIO guajiro no tiene un valor económico especulativo —hijo predilecto de su esfuerzo—, lo cría y lo forma como el compañero inseparable de sus andanzas, fuerte, incansable, ágil, brioso y entrenado siempre para la carrera y para el drama; se halla a toda hora al alcance de sus manos para los menesteres de la guerra y como el corcel indómito del inmortal Ruy Díaz, arrogante y temerario, no reconoce límites a su arrojo en la empresa peligrosa que el tentador ambiente de la PAMPA LIBÉRRIMA le propicia eternamente con coloridos sugestivos.
+Cuando el caballo Marhlihuna perdió la carrera, Joúmuna fue atacado por un violento acceso de iracundia, se sintió mortalmente herido en su amor propio; los latigazos con que el chinito fustigó el caballo los experimentó en carne viva; su corredor no había perdido nunca, estaba reputado como el campeón insuperable de la llanura; por primera vez perdía la carrera y la fama que tanto honor le había dado a su dueño. Durante los seis días del baile y el torneo hípico, Joúmuna no pudo conciliar el sueño, ni le fue posible ingerir alimentos; una pesadilla inquietante se apoderó de su alma atormentada; no pudiendo hallar remedio a la sangrante herida interior que lo consumía, apelaba en su desesperación al alcohol maldito, cuya enardecida acción en connubio horrible con el ayuno y el insomnio, concluyeron por llevarlo a un estado de enajenación mental.
+Sintió que en su interior se libraba un combate terrible: su naturaleza animal se había revelado en contra de su ser racional; reconocía momento por momento que su frágil personalidad pensante doblegaba miserablemente ante la brutal potencia de aquella, mas no estaba en él resistir al furibundo ataque —la herencia fatal de la sangre indómita del ancestral CARIBE que todo guajiro lleva en sus venas hizo erupción en su cerebro, dislocando, entorpeciéndole sus nobles facultades, con el odio iracundo que lo condujo hasta el paroxismo de la demencia—; cuando maquinalmente esgrimió el arma homicida había perdido ya el uso de la razón; el hecho criminal no fue el homicidio común perpetrado por un hombre, fue el crimen de la RAZA.
+¿Quién será capaz de creerse con la autoridad suficiente para juzgar al hombre en ese estado de conmoción interna, sin temor de equivocarse? ¿Podrá el mísero criterio humano vanagloriarse de penetrar hasta el fondo del tenebroso abismo del corazón y descubrir las íntimas causas que producen el efecto exterior? ¿Podrá dictarse el fallo definitivo que condene a Joúmuna como criminal empedernido? ¿Habrá la razón suprema de creer que el hecho homicida ejecutado por sus manos fue una emanación congénita de su naturaleza salvaje? ¿O fue la resultante importuna y ciega, pero infalible, de las misteriosas cosas del DESTINO? Si el entendimiento humano pudiera despojarse de todo prejuicio, fácil sería creer que Joúmuna no mató por puro apetito animal. Él se sintió ofendido, injuriado en su honor procedió en propia defensa. Cuando el hombre odia no ve, ni oye, ni siente; convulsionadas todas sus facultades físicas y mentales llega a un estado de embelesamiento completo que lo hace insensible al dolor y a la conmiseración, en ese estado de desviación mental la muerte misma no la sentiría.
+Joúmuna fue víctima del odio, más desgraciado que culpable. El odio iracundo, una enfermedad congénita de la naturaleza humana; nadie ha podido sustraerse a su maligno influjo; grandes y pequeños, indistintamente han sido los hombres juguetes miserables de esa pasión terrible. El odio judaico —personificado en Anás y Caifás— llevó a la cruz del calvario a merecer la más afrentosa de las muertes al más puro de los hombres; los magnates de la Judea, creyéndose ofendidos en su amor propio y perjudicados en sus intereses creados con la propagación de la sacrosanta doctrina de Jesús, atacaron inmisericorde al sublime apóstol, escarneciéndolo con la infamante saliva del sayón creían equivocadamente que cortaban el hilo vital del ideal cristiano; enceguecidos por el odio aseguraban que matando a un hombre perecería con él la idea de que a pesar de toda la iracundia humana ha sobrevivido veinte siglos en toda la redondez de la tierra. Así, todos los que odian caminan ciegos al abismo de la perdición y del crimen.
+Joúmuna y Walhliraltn —más dignos que el judío— supieron sostener su orgullo hasta los umbrales de la tumba, tuvieron el heroísmo de morir como prohombres. Como Hitler y como Goering, para no dejarse manchar con las profanas manos del verdugo, buscaron el suicidio como única manera honrosa de morir; su alma, ennoblecida por el martirio voló en las alas del apocalipsis a las regiones inconmensurables de la eternidad; sus enemigos sólo pudieron ensañarse en los despojos gangrenosos de la vil materia.
+Como los héroes de la leyenda mística, prodigaron con largueza la parte corruptible de su personalidad para obtener la glorificación espiritual; compraron con los míseros despojos del barro vil la eterna libertad de su alma grande; dando la materia corroída salvaron el honor y el orgullo de la RAZA.
+El judío abyecto no tuvo nunca el gesto heroico de los indómitos hijos de la Pampa, cobarde y miserable lloró como mujer sobre la ruina de sus templos derruidos el castigo de su necio orgullo y —errante como hoja dispersa por los cuatro vientos del mundo— paga eternamente el tributo de su ODIO maldito.
+Tal es el concepto material que desde el punto de vista jurídico puede emitirse en el proceso de Joúmuna, en cuanto al aspecto moral se nos presenta un abismo; considerado el hecho en su íntima naturaleza hay una incógnita profunda. Los pronósticos del piache Aipiaki con relación al aerolito y las predicciones del mago Unuúrralaj se cumplieron exactamente: el más meritorio de los hombres de la tribu de Talhlua —su sobrino Warralhlamatn—, víctima del asesinato, fue en verdad una desgracia inaudita; el triunfo de la batalla de Mastau lo obtuvo él, su hijo Joúner salió herido y Joúmuna fue muerto. ¿Qué hay en el fondo de la cuestión? La razón humana es impotente para descifrar el enigma. ¿Fueron esas predicciones obra del acaso? ¿Producto de una mera casualidad? ¿O fueron la promulgación de una ley oculta de la DIVINIDAD, para cuyo efecto el piache y el mago sirvieron de médium? Nadie sabe. Pero cualquiera que haya sido la fuente generadora de la fatal tragedia, Joúmuna más que culpable fue el juguete miserable de esa fuerza oculta que se llama DESTINO.
+LA GUERRA CIVIL COLOMBIANA de los Mil Días dejó desangrado al país, arruinado el erario y desacreditada la república. La obstinada intransigencia de los dos partidos políticos tradicionales amenazaba ser indefinida; los hombres representativos con tenacidad fanática se disputaban en el Congreso el predominio del poder público, sin otros miramientos que asegurarse cada cual la hegemonía partidarista, bastardeando los sagrados intereses de la patria y adulterando los fundamentales principios del credo político. Propiciando el dorado verbo altisonante al servicio del histerismo de la pasión enfurecida de la política interna y persiguiendo solamente finalidades de particular conveniencia relativas al partido cuya bandera enarbolaban, se olvidaron de lo más esencial: descuidaron los problemas externos vinculados al alma misma de la nación.
+Existía un tratado público solemnemente celebrado entre Colombia y la gran nación NORTEAMERICANA, relativo a la cuestión ístmica de Panamá. La absorbente república gigante representada por el presidente Teodoro Roosevelt, considerando que la fratricida pugnacidad cruel de los partidos políticos colombianos podría lesionar los intereses de su gobierno, apartando a un lado —con cínico descaro— las consideraciones de alta política que la obligaba a garantizar la soberanía panameña, según las cláusulas perentorias del pacto sagrado subsistente entre las dos repúblicas, atrapó con fruición de fiera avara —con sus monstruosas garras— aquel jirón infortunado de la nacionalidad colombiana.
+Los resplandores científicos de la aurora del siglo XX presenciaron entonces el más repugnante abuso de la FUERZA: a plena luz meridiana y en presencia de todas las naciones civilizadas del orbe, el omnipotente Roosevelt, de la noche a la mañana, sin hacer un tiro, consumó la brutal mutilación, arrancándole a Colombia de su tricolor pendón la estrella de mayor magnitud. Panamá pasó sin fórmula alguna a ser hijastra advenediza de la UNIÓN AMERICANA y desvinculada totalmente de la madre patria, sin que un solo acento de reprobación saliera del seno de la Europa civilizada para vituperar la conducta del inhumano violador y defender los fueros del derecho y la justicia ultrajados en una nación materialmente impotente para defenderlos, antes por el contrario, el bárbaro Atila de los días del avión, el cine y el radio fue aplaudido y glorificado con el Premio Nobel, adjudicándosele el título honorífico de representante de la fraternidad humana y la paz mundial. Tal es la rara psicología de los pueblos: prosternarse de rodillas a reverenciar el ÉXITO, cualquiera que haya sido el medio para alcanzarlo y sea quien fuese la individualidad que tenga la dicha de coronarlo.
+Ante ese sarcasmo del cruel destino que condenaba a Colombia a la quietud y la humillación de la FUERZA BRUTA, los pueblos de Suramérica temblaron de coraje y de impotencia. El presidente entonces de Venezuela, general Cipriano Castro, cerró las puertas al usurpador audaz, rechazando con entereza varonil las proposiciones de las compañías norteamericanas que pretendían explotar el petróleo del lago de Maracaibo, prefiriendo privar a la nación de un hermoso renglón económico que exponerla al despojo y a la humillación. Pero desgraciadamente, dolencias físicas lo obligaron a sustraerse al mando y marchar a Europa; la política taimada del despojador implacable, colándose al través de la cortina de la estancia del vicepresidente encargado, general Juan Vicente Gómez, le sonrió, halagó y sedujo. El vicepresidente desconoció la autoridad del general Castro y reasumió el mando supremo, dando acceso a las compañías de la Tropical y la Goolf para la explotación del petróleo del estado Zulia.
+Establecidas las compañías, solicitaron brazos para la instalación de sus múltiples y pesadas maquinarias; con el estímulo de altos jornales sustrajeron a los campos de la agricultura la masa proletaria, se enmontaron las haciendas y los patronos se vieron en el borde de la quiebra; escaseados los productos sobrevino la carestía de la vida del Estado. Los plátanos que antes se vendían en el mercado de Maracaibo a un ciento por bolívar, se vendieron entonces a diez; el maíz de un centavo el litro subió a ocho; el kilo de panela y azúcar de cuatro centavos alzó a quince y veinte; el frijol, la yuca, la leche, el queso, la mantequilla, la carne, etcétera, etcétera, montaron a diez veces su valor primitivo.
+El pueblo que creía desquitarse y resarcir las pérdidas con el oro de las compañías se vio muy pronto defraudado en sus vanas esperanzas, porque detrás de los petroleros venían las empresas automoviliarias a recoger el dinero y remesarlo al mercado de su origen. Al campesino zuliano —después de todo— sólo le quedó la fiebre automovilística que lo sustrajo de los campos productivos a manejar el automóvil de la urbe.
+Tal era el estado de la atmósfera social y comercial de Maracaibo en la época en que sucedían los acontecimientos que historiamos en esta obra. Para ser fieles a nuestra narración se hacía necesario este recuento, porque el vil comercio de carne humana que más tarde se incrementó en la Pampa con caracteres alarmantes fue una lógica consecuencia del advenimiento de las compañías petroleras. Los hacendados de las regiones de Perijá, Encontrados, Santa Bárbara y La Costa se vieron precisados a buscar en La Guajira los brazos que debían reconstruir sus arruinadas posesiones. Pusieron sus bolsas en las manos de comisionistas que llegaron al puerto fronterizo de Castilletes con la propaganda del pingüe negocio de compra de indios. ¡Mil bolívares por un indio! Corrió la fantástica noticia con la celeridad del rayo por los cuatro vientos de la sabana.
+Un colombiano del departamento de Santander —llamado Francisco Troncoso— integraba la famélica comisión. Soldado del Gobierno conservador en la sangrienta contienda fratricida de los Mil Días, fue herido en el histórico combate de Palo Negro: una bala liberal le rompió una pierna y quedó rengo, pero lo ascendieron a coronel. Terminada la guerra, se hizo el reparto de los puestos públicos, mas —como eran muchos los que habían derramado su sangre— no alcanzaron para tantos, el coronel quedó vacante y marchó a mendigar un pan a la vecina madrastra. Arrimado a la zona agrícola de Encontrados y relacionado con los hacendistas Negrón y Compañía obtuvo de ellos la bolsa para adquirir indios. Fue así como llegó a las Pampas, ostentando pomposamente el grado militar —muy bien ganado, por cierto, porque le costaba la renguera—. Los pueblos han sido siempre los peores amos, desconocen y olvidan con facilidad a sus servidores.
+El coronel Troncoso, representante de la rica Casa Negrón; un tal Juan Colmenares, que era el agente de la Hacienda Colmenares, y un señor Temístocles Falcón, que asumía el cargo de comisionista de la posesión El Chao, del general Juan Vicente Gómez, bajo la administración del coronel Juan José Canelón. Tales eran los tres personajes más visibles que constituían la peregrina comisión que arribó a Castilletes con la rebosante cornucopia de MOROCOTAS. Había otros de menor categoría, que no vale la pena de consignar sus oscuros nombres.
+Aquellos representantes del vil comercio traían un salvoconducto firmado por el cónsul colombiano de Maracaibo —general M. N. Leal—, en el cual hacía constar que el Consulado los facultaba para llevar indios a trabajar en las haciendas a base de remunerador jornal y amplias garantías. Con documento de contenido tan liberal, originario de una alta autoridad oficial y unos pocos centavos con que se sobornaban a los empleados fronterizos, quedaba expedita la vía para la extracción del importante factor humano.
+UNA NOCHE, EN UN BAILE QUE se celebraba en Walhlerpa para graduarse de piache una señorita —Majayut—, un indio de la casta Ulhlewana dio muerte violenta de unas puñaladas a otro de casta Jayalhliu, sobrino del cacique venezolano Cachueroushi. Al recibir este la noticia se marchó a la casa de su primo hermano Luis Fernández, cuya ranchería se hallaba situada en Wincua, en la ribera bulliciosa del Caribe gigante, al pie de un blanco médano de arena que semejaba a un fino brillante montado sobre el anillo de azules ondas marinas que circundan el golfo de Maracaibo. Pintoresca mansión digna del Cacique Supremo de los indios que poblaban la angosta faja de territorio fronterizo que se extiende desde Castilletes —a lo largo de la península— hasta el Alto del Cedro. Centinela de la soberanía venezolana en aquella región, el gobierno del general Juan Vicente Gómez tuvo el acierto de confirmarle oficialmente su jefatura de fronteras, regalándole el título de general y dotándolo con una centena de fusiles máuser, su espada y autocamión.
+Luis era mestizo —hijo de venezolano y de india de pura raza—. Despreciando irónicamente en su progenitor a la civilización no llegó a usarle nunca su traje, a pesar de que le dominaba muy bien el idioma. Tenía predilección por el shei de sus antepasados —manta típica— y la quiara o carratse empenachada, indumentaria con la cual le fue honroso presentarse ante el general Gómez el día que le hizo una visita en Caracas. Asimilando tan sólo los vicios de la civilización era audaz, inteligente, astuto y taimado.
+«Primo, vengo a informarte», le denunció Cachueroushi, «que un indio de la casta Ulhlewana, de Walhlerpa, mató a un sobrino mío y es necesario que estrenemos en esos miserables los máuser que nos regaló el general Gómez, porque ellos no tienen rebaños de ganados con qué pagarnos esa muerte». «No, primo», le replicó Luis. «¿Cómo que ignoras que a Castilletes han llegado unos hombres con las mochilas repletas de morocotas, que pagan mil bolívares por un indio? Si vamos a matar a esos desgraciados no haríamos otra cosa que matar con ellos los miles de bolívares que habrían de ingresar en nuestras bolsas. Ten un poco más de calma y deja ese negocio a mi cuidado, que ya le daremos la solución que se merece».
+«Era eso lo que yo quería, poner en tus manos el negocio y tu reconocida inteligencia hará lo demás», le recalcó Cachueroushi, «yo me voy, tú me avisarás en el momento dado».
+Luis mandó a llamar a una india de la casta Ulhliana, con la cual tenía buena amistad y vivía bastante retirada de su vecindad para no dar lugar a sospechas. «Aquí tienes, hija», le dijo poniéndole en la mano un hermoso collar de oro y corales y doscientos bolívares en dinero efectivo, «y contarás a tu regreso, después de cumplida la comisión, con algo más que te encime. Manda a cargar en unos burros esas garrafas de ron y vete a Walhletpa, a la ranchería de los indios de la casta Ulhlewana prodigándoles fiada esa bebida a condición de que te la paguen en cabras de cría cuando llegue el invierno, y cuando hayan aceptado el negocio, después de que estén hartos y borrachos todos, mandarás entonces, con el mayor sigilo, al peón que tú lleves, que debe ser persona de tu confianza —que también le retribuiremos bien—, para que venga a avisar que los ratones están metidos en la ratonera». «Descuida todo, que quedaréis satisfecho de mi comisión», arguyó la india, aceptando incondicionalmente la empresa macabra. Se marchó enseguida, llegó a la ranchería de su destino, lo hizo todo como se le indicó, y los indios Ulhlewana como moscas hambrientas en un panal se amontonaron sobre las garrafas a beber hasta emborracharse, aprovechando la liberalidad del largo plazo. Cuando estaban todos dormidos, vencidos por la deprimente acción del alcohol, al caer la noche, la vendedora mandó al peón, de acuerdo con lo convenido, a dar la buena noticia de su misión; en la mitad del camino encontró a Luis que ya iba a la cabeza de trescientos jinetes bien armados; le dio la consigna y la caballería redobló la marcha; amparada por la sombra de la noche llegó a Waletpa a las dos de la madrugada sin haber sido vista por nadie. Rodearon la ranchería y simultáneamente aprisionaron a todos sus pobladores, lamentándose solamente la muerte de seis indios, que menos borrachos que los otros saltaron de sus chinchorros al sentir el paso de los invasores; al tratar de empuñar las armas fueron ultimados por las bocas de fuego de los asaltantes.
+«Lástima que se quemaron con la pólvora estos seis mil bolívares», lamentó Luis al contemplar los muertos, que yacían tendidos sobre la arena. «Aseguren bien a los prisioneros», dijo arrimándose a la cuadrilla que se ocupaba en amarrarlos, «mancuérnenlos un hombre con una mujer y a los niños con varón y hembra, a fin de dificultarles la carrera en caso de que se les antoje fugarse; miren que esa mercancía tiene muy buena demanda y alto precio».
+Mientras unos se dedicaban a estos menesteres, otros requisaban minuciosamente los diferentes ranchos descolgando de los techos las mochilas de prendas, en tanto que los demás desalojaban de los corrales los rebaños, y luego, después de todo, marcharon rumbo a Castilletes con las mancornas de seres humanos confundidos con los cabríos y vacunos. Acamparon en la sabana, algo distante del pueblo, desde donde mandaron un emisario a darle aviso al coronel Troncoso. Este vino enseguida con la bolsa repleta de morocotas.
+«Aquí le traigo, coronel», le dijo Luis, «un bonito surtido de la mercancía que ustedes buscan con tanto interés, los tiene al escoger: cuarenta hombres, sesenta mujeres y ochenta niños de diferente sexo y edad». «General Fernández, ¿en dónde se ha armado de tanta mercancía?». «Coronel, le voy a contar lo que ha pasado: nuestras leyes son seguramente más duras que las de ustedes porque es el medioambiente quien las impone. Ustedes, los arijunas o civilizados, tienen sus poblaciones concentradas en puntos dados, en donde cada esquina de la calle la cuida un policía para prevenir los crímenes o aprehender al delincuente, con tribunales especiales para juzgarlo o castigarlo conforme a la sanción de sus códigos. Nosotros no tenemos nada de eso; para imponer la moralidad y el orden social tenemos que valernos de leyes, rigurosas al parecer, pero buenas para nuestro medio. Un indio de esta familia Ulhlewana asesinó a uno de mis sobrinos y se fugó para Venezuela; ellos son de baja clase y nosotros somos de alta categoría; un muerto nuestro vale por un millar de los de ellos. Nuestro deber era arruinarles sus haciendas y darles muerte a todos, pero ya que ustedes le dan un valor económico, le conmutamos la pena capital vendiéndoselos por dinero. Dígame ahora, coronel, si procedemos bien o mal».
+«Muy bien, general Fernández, ustedes al dispensarles la vida a estos desgraciados se han inspirado en un sentimiento eminentemente humano, ojalá que siempre procedieran de ese modo, que yo a mi vez me siento feliz y congratulado con ustedes por rescatar de la muerte a tanta gente infeliz».
+«Pues bien, mi querido general, entremos en materia de negocios: de acuerdo con las instrucciones que traigo de mis patronos, puedo pagarle indios jóvenes y sanos, de 18 años hasta 40, a razón de mil bolívares: de 18 para abajo, hasta 12, a quinientos bolívares; de esta edad para abajo, a trescientos, y en cuanto a mujeres, no tengo instrucciones para comprar». «El señor Temístocles Falcón, agente de la hacienda El Chao, compra las mujeres, puede entenderse con él al respecto».
+Enseguida el coronel Troncoso examinó la edad de los indios, resultando treinta de 18 a 40 años y diez ancianos de 60 para arriba. «Estos», dijo, «no podemos pagarlos sino a doscientos bolívares, a precio de niños, porque apenas servirán para barrer los patios y para cocineros»; de los ochenta niños escogió cuarenta de los más grandes, a quinientos bolívares. Entregó todo el dinero en oro americano, era la época de la inflación petrolera. En Maracaibo corría más el oro que la plata.
+«Anda a llamar a Falcón para las mujeres y el resto de los niños», le significó Luis a uno de sus servidores. Este salió enseguida y al poco rato se presentó el agente de El Chao. «Aquí le tengo sesenta mujeres y cuarenta niños», le dijo el general Fernández, haciéndolos formar a todos en línea como los soldados en una revista. «Hay aquí 15 que no me sirven», objetó Falcón distinguiendo las que pasaban de treinta y cinco años. «Pero mujeres como esas que tú rechazas son relativamente jóvenes», replicó el coronel Troncoso que aún se hallaba presente. «Sí, pero para el fin que las deseamos son viejas, porque la hacienda las necesita para la fecundidad», refunfuñó Falcón. Luis —terciando en el debate— añadió: «Las mujeres indias son fecundas y productivas hasta los cuarenta y cinco años, todo lo contrario de las arijunas o civilizadas que a esa edad de treinta años ya son unos forros resecos que no largan aceite. Bueno, general, para negociar las sesenta hagamos una rebaja, dejándolas a cuatrocientos bolívares y los cuarenta niños, unos con otros, a trescientos bolívares, en total, treinta y seis mil bolívares». «Aquí los tiene, general», dijo Falcón, arrojando el montón de morocotas sobre un pañuelo grande en el suelo. «Queda cerrado el negocio», contestó Luis, procediendo a recoger y contar el dinero.
+«Ahora tienes que llevarnos esta gente hasta el Puerto, general», dijeron los dos comisionistas al tiempo. «¿Y el corregidor no nos pondrá inconveniente?», replicó Luis. «Ya eso lo tenemos perfectamente arreglado con él, a veinticinco bolívares por cabeza». «Si eso es así, vamos», dijo Luis.
+El general Fernández dio a guardar el dinero a su mujer —que era su cajera y lo acompañaba cabalgando en una buena mula—. «Echen por delante esta gente para llevarla hasta el Puerto», le ordenó a los compañeros. Estos cabalgaron enseguida y arrearon a los prisioneros como manadas de carneros. Cuando iban cerca de la Corregiduría, un muchacho, portero de la oficina, vino a darle al coronel Troncoso, por orden del señor corregidor, la consigna de no llegar allá con la gente, que lo esperaba a él solo.
+«Siga de largo con la gente», le dijo a Luis, «que yo voy a inteligenciarme con el corregidor».
+«Coronel», le dijo el corregidor a Troncoso, «no vuelva usted a repetir lo que ha hecho, de venirse con tanta gente a la oficina; siempre que haya de pasar esas cuadrillas, llévelas por allá con más disimulo, porque ese negocio no se puede hacer así tan al público. ¿Cuántos lleva hoy?», le dijo. «Llevamos ochenta míos y ciento del señor Falcón, en total, ciento ochenta». «Aquí tiene usted cuatro mil quinientos bolívares, por el pase, a razón de veinticinco bolívares por cabeza», le replicó Troncoso, poniéndole la bolsa sobre la mesa. «Ya eso estará muy bien contado», refunfuñó el corregidor guardando el dinero en la gaveta del escritorio.
+«Hasta luego, señor corregidor, voy a embarcar la mercancía en las goletas Aura Raquel y Ana Isolina que salen hoy para Maracaibo». Salió para el Puerto y allá encontró al general Fernández con la mercancía amontonada en la playa.
+«Vamos, capitán, a embarcar esta gente de una vez, para que a bordo reposen sin peligro». «¿A qué horas zarparán los barcos?». «A las 11 de la noche, coronel», contestó el capitán. «Entonces todo queda a su cargo, desde luego». «Sí, pero es mejor que no se vayan sino cuando toda la gente esté a bordo, encerrada en las bodegas, bajo candado, porque son muchos y tiene uno que precaverse de una posible sublevación», objetó el capitán. «Vayan desenmancornando, pues, y embarcando simultáneamente, que ya le hemos hecho perder demasiado tiempo al amigo general Fernández».
+Cuatro horas duraron las faenas de embarque a Cayuco, por falta de muelles.
+«Ya volveremos», le dijo Troncoso al capitán, y dirigiéndose al general Fernández le agregó: «Vamos, mi querido general, hasta la tienda del señor José del Carmen Villalobos, para despedirlo con unos palitos de brandy».
+Desfiló la caballería hacia la tienda y el coronel Troncoso iba adelante, a pie, rengueando. «Haga el favor, señor Villalobos», le dijo al de la tienda, «de poner de mi cuenta una caja de brandy a la orden del general Fernández». Este le significó a su secretario Julio Báez que se encargara de ordenar los servicios. Se descolcharon las botellas simultáneamente y se chocaron las copas en alegre camaradería. «¿En Maracaibo no pondrán cebo para el tráfico de esa gente?», balbuceó el señor Villalobos. «Ya eso lo tenemos arreglado; las autoridades de allá saben que la gente se necesita para reconstruir las haciendas, que estaban al borde de la ruina y de la quiebra, yacían perdiéndose por falta de brazos», replicó Troncoso. «Sólo sí, que hay que pagarle al cónsul colombiano por el pase de cada uno cien bolívares».
+Cuando ya habían libado varias copas y excitados los ánimos, el bachiller Julio Báez le dijo a Troncoso: «¿De qué le vino esa renguera, coronel?». «Eso me lo causó una bala de los liberales en el memorable combate de Palo Negro». «Pero, dígame una cosa, coronel», recalcó Báez, «¿qué originó esa sangrienta contienda de hermanos contra hermanos?». «Por la defensa de los principios de nuestro partido», respondió Troncoso. «Pues bien», replicó Báez, «quiero que usted me diga, ¿qué diferencia hay entre los principios de ustedes y los que sustenta el Partido Liberal? ¿No son ustedes todos hijos de una misma república democrática? ¿No los inspira acaso idénticos ideales de superación hacia el mejoramiento de la vida colombiana? ¿Por qué luchan entonces? ¿En dónde está la causa legítima para ofrendar sus vidas caprichosamente en los campos de batalla, abandonando su trabajo honrado, su hogar y su familia, por seguir ciegamente el pendón enarbolado por una loca demagogia?». «Sí, señor bachiller Báez», contestó Troncoso un poco melancólico y casi derrotado por la lógica acabada del secretario del general Fernández, «efectivamente los principios son al parecer iguales en la teoría, pero muy distintos en la práctica. El Partido Liberal es amigo del desorden, la impunidad y su sistema de gobierno es la oligarquía; nosotros, los conservadores, preconizamos el principio de autoridad y con ello el establecimiento del orden y gobernamos con todos los partidos».
+«La historia lo desmiente», contestó Báez, «las guerras civiles colombianas han sido siempre promovidas por el fanatismo de los nombres que las supersticiones han enarbolado como bandera de combate. Cuando un hombre o un reducido grupo de hombres representativos se les ha antojado perseguir un propósito, cazar una particular conveniencia, con la sonoridad de su verbo sugestivo han seducido las masas inconscientes y conducido al sacrificio de la inmolación infructuosa de las revoluciones. Ustedes, coronel Troncoso —perdóneme que tenga que decírselo en sus propias barbas, pero lo hago a título de amigo y en el vivo entusiasmo de la camaradería de los palitos—, nunca han sido los apóstoles del pretendido ideal, ni fueron al combate como soldados de una causa justa, sino como lebreles de caza de intereses bastardos; ustedes consumaron el sacrificio de sus vidas, renunciando a lo que más amaban por defender los intereses y las ambiciones de una casta que se le antojó perpetuarse en el poder, considerándolo como patrimonio exclusivo de su propiedad. Y no es que yo sea apasionado, coronel, ni que sea amigo o admirador del Partido Liberal, no, lo digo porque es la purísima verdad; ambos partidos han sido víctimas de una enfermedad fatal: la voracidad del mando. Más de una centuria de pugnacidad cruel por el predominio del poder público demuestra tristemente la intransigencia de los dos partidos y los señala como idénticamente vaciados en un mismo molde ideológico. ¿Por qué? ¿Qué consiguieron después del obstinado batallar de hermanos contra hermanos? ¿Al través de una lucha encarnizada de tres años alcanzaron alguna conquista plausible? ¿Serenado el cielo de la patria colombiana, disipado el humo de los combates, arruinada la república, cavado el cimiento de la DEMOCRACIA, injuriado el noble ideal de patria que soñaron los libertadores, qué les quedó, digo a uno u otro partido? Sólo les advino un déspota a ocupar el sillón del que antes azotaba sus espaldas con el látigo implacable de sus esbirros; un omnipotente autócrata cien veces peor que su antecesor; que pisoteando con cruel descaro la CONSTITUCIÓN y las leyes de la república erigió el cadalso y condujo a él a plena luz meridiana en urbe capitalina, sin fórmula de juicio, a los mismos ciudadanos que les sirvió de pedestal para alcanzar la omnipotencia de la fuerza bruta de que abusaba. Y llevando el cinismo hasta lo inconcebible, hizo lo peor aún, convirtió el erario de la nación en propiedad particular: los cueros de res recogidos en todos los municipios del país como contribución por el concepto de degüello, exportados para Inglaterra con la doble inicial del nombre del déspota «R. R.», figuraban como «Rentas Reorganizadas», en tanto que su agente de ultramar los recibía y vendía a título de propiedad particular de Rafael Reyes. Despierte, coronel, que ya es anticuada la época nefasta del letargo de ignorancia de los pueblos; incorpórese al movimiento constante del progreso que toca a nuestras puertas; levante airosa la vista hacia el horizonte y verá transparentarse en lontananza los colores risueños del porvenir cercano; nadie podrá detener la marcha vertiginosa de la civilización, pues que con ella pasa lo que a la ola incontenible del mar en invadir la arenosa playa. Desprecie con entereza al ídolo caduco y no vuelva a ser carne de cañón de esos caciques, que en tanto que ustedes pagan con su sangre las copas rotas del festín macabro de Palo Negro, ellos liban en Bogotá en galantes restaurantes el delicioso vino de la glorificación».
+«Bravo, mi secretario inteligente», gritó el general Luis Fernández pidiendo la servida para celebrar la derrota del coronel Troncoso, quien declarándose vencido por el verbo contundente del bachiller Báez, quedó mudo, perplejo. Después de sorber un trago que pidió para rehacerse, dijo en tono balbuciente: «En verdad, nosotros fuimos unos niños incautos que nos dejamos conducir a los campos de la carnicería sólo por la costumbre de nuestros antecesores; ya no volveremos a hacerlo».
+«Basta, bachiller, deje tranquilo al coronel», dijo Luis, «porque sea lo que fuese, con todo lo que habéis dicho, Colombia es un país libre, puesto que lo que estamos ejecutando aquí no habríamos podido hacerlo en el nuestro, porque allá la libertad está limitada por la ley, mientras que aquí el hombre puede hacer y deshacer a su libre albedrío todo cuanto se le antoje, sin más limitación que la que le marque su fuerza».
+«Libemos gordo el palo de la despedida», dijo Luis, «y montaron enseguida, camino a Wincua».
+Cuando iban por el frente del Mojón Internacional de Juyachi, los caballos pararon las orejas y volvieron la vista para el lado del norte. «¡Los CACHACOS!», gritó uno de los jinetes (cachaco llaman al soldado o policía de cualquier país). Todos se volvieron para el lado de donde salía el ruido y detuvieron las cabalgaduras. «Vamos a internarnos para dentro de la línea de Venezuela», advirtió Luis. «Un momento, general», contestó el bachiller Báez, «son los camiones contrabandistas, esperémoslos aquí, en la trilla». Al instante llegaron veinte vehículos cargados de distintas mercancías, procedentes de las islas de Aruba y Curazao, refrenaron al pie de ellos. «¿Qué hay muchachos, de dónde vienen?», les dijo el general saludándolos cordialmente. «Venimos de los puertos de la Alta Guajira», contestaron. «¿Qué carga llevan y hasta dónde van?». «Traemos cigarrillos Lucky, brandy, whisky y algunos otros corotos, y seguimos para la provincia de Padilla, Fundación, Barranquilla y Ocaña». «¿Y cómo pasan con los retenes que hay en la vía?». «¡Ah! Todo eso es solventable, general Fernández, aquí le llevamos a esos hombres de las alcabalas sus litros de brandy, sus cartoncitos de cigarrillos y sus pesos en dineros para las cervezas». «¡Magnífico!», contestó el general. «Véndanos algunos 38 y unas cajas de cápsulas que seguramente deben llevar», les dijo. «Sí, llevamos un poquito de esas frutas. ¿Cómo cuántas necesitan?», contestó uno de los contrabandistas. «Necesitamos veinticinco revólveres y dos mil tiros. ¿Qué precios tienen unos y otros?».
+«A quinientos bolívares los revólveres y cincuenta la caja de cápsulas». «Mándalos a sacar, entonces». El que hacía de director de los camioneros le dijo a los ayudantes que rompieran una caja y sacaran los artículos solicitados, los cuales, entregados al general y previamente examinados, fueron enseguida cancelados en oro americano con la suma de catorce mil quinientos bolívares.
+«Ahora sí podemos comprarle a Talhlua los ochenta indios que cogieron prisioneros en el combate de Mastao», dijo Cachueroushi al general Fernández, «para revenderlos a doble precio al coronel Troncoso en su próximo arribo. El otro día no me los quiso vender por el dinero, pero por armas y municiones sí los venderá enseguida que se le proponga».
+«Hasta la vuelta, general», dijeron los camioneros marchándose por su vía y los jinetes se enrumbaron hacia Wincua.
+AL SIGUIENTE DÍA DEL EMBARQUE en Castilletes, al través de marinas brumas dibujábanse en el horizonte las pálidas siluetas de las dos naves piráticas, zarandeando el tardo andar al vaivén constante de las azules ondas del profundo golfo marabino. ¡Ironías del cruel destino! ¡Esas mismas ondas que acariciaron con su arrullo lisonjero la marina heroica del glorioso almirante José Prudencio Padilla en su empresa temeraria del abordaje sangriento —tornándose inversa la fortuna veleidosa— servían entonces de lóbrego escenario de un drama horripilante! ¡Si aquellos patricios que tiñeron con su sangre generosa las aguas apacibles del gran lago tuviesen el poder de incorporarse desde ultratumba y contemplaran defraudada su obra magnánima y adulterado el grandioso ideal de liberación que los llevó al cruento sacrificio, como el Divino Nazareno, verterían lágrimas de sangre y horrorizados se desplomarían de nuevo al fondo del abismo sin fin de la eternidad!
+Cuando los barcos fondearon en el puerto de Maracaibo, los dueños de la mercancía humana lo tenían todo preparado. La carga fue trasbordada al vapor fluvial Mara. Al poco rato —a la hora del crepúsculo nocturnal— el vapor se deslizaba veloz sobre la tersa superficie de las aguas, rumbo a la desembocadura del río Catatumbo hacia la zona agrícola de Encontrados.
+Los indios yacían tumbados sobre la cubierta del barco, sombríos, macilentos y borrachos del mareo. Algunos pasajeros civilizados que llevaban destino a las ciudades andinas, abrumados por la atmósfera asfixiante de la urbe y hambrientos de aspirar el aire oxigenado del mar, se despojaban de la pesada indumentaria que les impone la vanidad de la civilización; en pecho de camisa abierta y en pantuflas, desembargados de la corbata opresora y libres de la tiranía de las botas, en el salón de la proa de la nave daban rienda suelta a su voluptuosa sensualidad en amena charla juvenil. «Coronel Troncoso», preguntó un joven agente de la casa comercial Boulton y Compañía, «¿de qué modo adquieren ustedes a esos pobres indios?». «Muy fácil», contestó el coronel, en La Guajira son permanentes las guerras entre las castas; las pudientes exterminan a las más débiles y los prisioneros los venden, y nosotros al comprárselos no hemos hecho otra cosa que humanizarles el cruel sistema, rescatándoles con el dinero los que de otra manera habrían de ser consumidos por las balas y el fuego; y cuando no es así, las familias pobres venden los hijos por no verlos morir de hambre, puesto que ellas carecen del medio lícito de ganarse la vida». «¿Y para qué existe entonces el Gobierno de Colombia? ¿No está obligado por derecho y por humanidad a remediar la suerte de esos infelices que son tanto o más colombianos que los mismos que asumen el poder?». «La pugna eterna de los dos partidos políticos disputándose el poder les quita todo tiempo y no le permite acordarse de la vida de estos pobres indios», objetó Troncoso. «¡Caramba!», balbuceó otro de los viajeros, «es más la bulla que la cabuya, se pulula tanto que Colombia es un país avanzado, que es el gran exponente de la democracia, que Bogotá es la ATENAS de América; todo resulta al revés, un Estado que olvida los problemas que están íntimamente vinculados al alma misma de la nación por darle primacía a cosas personales revela síntomas alarmantes de decadencia; nuestra vecina madrastra está tan atrasada como nosotros, porque ella debería por lo menos hacer lo que ejecuta el Gobierno de Venezuela, que se desvela por darle vida placentera a los indios que le pertenecen; desde Castilletes —a todo lo largo de la frontera— les tiene pozos con molinos de vientos, jagüeyes, represas, escuelas con restaurantes, cuerpo de médicos, sanidad, veterinarios y todas las demás comodidades del vivir, inclusive seguridad de vida y hacienda». «En verdad no puedo explicarme lo que está pasando», contestó el coronel Troncoso corrido por la dura réplica que se le hacía en su barba de colombiano.
+«¿Cuándo vuelven ustedes a comprar otro lotecito de esos semovientes humanos?», continuó preguntando el viajero impertinente. «Volvemos enseguida, porque cuando salimos de Castilletes se nos informó que los indios de la casta Woulhliu tenían pelea con los Jitnu y que estos últimos no resistirían a los primeros, y que —además— un tal cacique Talhlua de la casta Epieyú en un combate que libró con los Pushainas de Mastao tomó ochenta prisioneros, para cuya venta nos espera allá».
+«Ya estamos llegando al puerto de Encontrados», gritó el contramaestro señalando la luz del faro enfrente. «Alisten las amarras», advirtió el capitán, «y mucho cuidado con los indios, no vaya a escaparse alguno».
+A las seis de la mañana fueron trasbordados del vapor a los vagones del Gran Ferrocarril del Táchira —en cuya plataforma se apretujaban como una manada de carneros dentro de un corral, pisándose los unos a los otros y profiriendo chillidos lastimeros que herían la sensibilidad de los pasajeros del vagón vecino—. «Acomoden bien a esos infelices», gritó uno de ellos condoliéndose de su miseria. Al tercer grito de la máquina locomotriz arrancó el tren y en el kilómetro 15 —ubicación de la hacienda El Chao— se detuvo para dejar allí a los cien indios del negocio de Temístocles Falcón, y luego siguió hasta el 65 —hacienda de Los Negrón— con los ochenta del coronel Troncoso.
+«¿Cuántos crinudos has conseguido?», le inquirió el coronel Canelón a su colega Falcón, al saludarlo. «El coronel Troncoso me anduvo adelante con ochenta indios buenos, sólo me dejó estas mujeres y muchachos que aquí traigo, pero hay una nueva guerra de los Woulhliu con los Jitnu en la cual deben de haber extinguido a los últimos por más débiles y seguramente serán numerosos los prisioneros que nos tengan guardados, así como también nos informaron que en la Alta Guajira del nordeste un afamado cacique Talhlua tenía para la venta ochenta más, que tomó en un combate que tuvo con los indios Pushaina. Así que interesa que yo regrese a La Guajira lo más pronto para aprovechar unos buenos ejemplares de esa gente. Troncoso ya está convenido conmigo para partir por mitad lo que consiga». «¿No será que ya te untaron la “contra”?», refunfuñó el coronel Canelón en son de chanza. «Yo no creo en esas bobadas», contestó Falcón, «lo que pasa es que —en La Guajira— el hombre anda como el caballo salvaje en el llano, sin jinete, dueño absoluto de sus antojos; haciendo y deshaciendo a su gusto lo que a bien tenga, sin que haya nada que pueda controlar su libre albedrío. Allí no se conoce el principio de autoridad, ni el policía, ni el soldado, ni el cura, ni menos ese fantasma que se llama sociedad llega a perturbar el sueño en esa tierra libertina, en donde el hombre, rebosante de las alegrías del vivir, no se preocupa por temer a la muerte —que lo asecha insomne por todas partes—: una bala, una flecha envenenada o un puñal puede en un instante cortarle el hilo de ese vidón, sin que él lo sienta siquiera».
+«Pero dígame, coronel, ¿en dónde es que no se juega la vida como moneda de cuartillo? Pues bien vale la pena de disfrutarla en los brazos de una hermosa majayura».
+«Bueno, Falcón, dentro de dos días te despacharemos para que goces de todos los deleites de esa tierra bendita».
+El capataz de la hacienda —Ángel Fuenmayor— vino a interrumpir el coloquio de los dos amigos, informando que tres peones se habían fugado en la noche. «Monta enseguida», le ordenó Canelón, «y vete a propagar en toda la vecindad que se pagarán trescientos bolívares por el rescate de cada uno de esos crinados. El capataz cabalgó y se fue enseguida a difundir la noticia de la propina y de la fuga de los indios».
+Al siguiente día, a las nueve de la mañana, seis hombres de machete en mano se presentaban con los fugitivos amarrados con gruesos mecates alrededor del cuello y atadas las manos. «Toma esos bolsudos y sométalos al tormento», le impuso Canelón al capataz, «y reciban ustedes», le dijo a los captores poniéndoles en la mano novecientos bolívares por el rescate.
+El capataz condujo a los prisioneros a un tambo, les mandó a quitar los pantalones a los tres, ordenó que les metieran las dos piernas en los huecos de un cepo montado en dos horcones a un metro de altura, bocabajo con las plantas de las manos en tierra, en cuya macabra posición empezó el verdugo a contarles latigazos en las nalgas desnudas, desde uno hasta veinticinco; al llegar a este número, un muchacho ayudante se apareció con una ponchera de agua de limón con salmuera y una brocha en la mano. «Dale brochazos en las nalgas», le ordenó el verdugo. El muchacho ejecutó la inhumana operación, pasando la brocha varias veces sobre la sangrante nalga; la víctima se contorsionaba como una culebra herida, dando desesperados gritos de misericordia. «Sácalo de ese cepo y mételo en el del suelo», le ordenó el capataz a los verdugos. Estos, obedeciendo la orden, subieron simultáneamente al otro indio al cepo del tormento para recibir el mismo castigo; después de los veinticinco latigazos y los brochazos lo bajaron para subir al tercero, a quien después de castigado lo bajaron también para meterlo en el cepo del suelo.
+«Ya están atormentados los fugitivos, mi coronel», le dijo el capataz a Canelón. «Téngalos metidos por ocho días en el cepo», contestó, «repitiéndoles todos los días el mismo castigo, hasta completarles doscientos latigazos a cada uno, a dos de ellos, y al que hizo de jefe de la fuga, lo llevan ahora mismo al bijagual de la esquina del potrero y lo despacha a San Pedro. A los dos sobrevivientes los racionan diariamente con un bollo de pan y un vaso de agua, de mañana, mediodía y tarde».
+El capataz llamó enseguida a dos hombres de su confianza, se dirigió al cuarto de los cepos, ordenó que sacaran al indio sentenciado y se le proveyera de un cavador y una pala, indicándole que los siguiera a ejecutar unos trabajos en el potrero. Así marcharon al sitio indicado por el coronel Canelón y cuando llegaron al pie del bijagual se detuvo la infernal comitiva, Ángel Fuenmayor trazó con la punta del machete unas rayas en el suelo, ordenándole al indio que hiciera un hueco de esas dimensiones. La víctima empezó el trabajo y cuando el hueco tenía metro y medio de profundidad, en el instante de agacharse para sacar la arena con la pala, le asestó un formidable machetazo destroncándole la cabeza y cayendo ambas piezas divididas en el fondo del hueco. «Colmen de arena la excavación», le dijo a los compañeros, de los cuales, a uno que era de alma sensible se le salieron unas gotas de lágrimas. «¿Como que también tenéis ganas de viajar con ese bolsa?», le replicó regañón el empedernido capataz. Aquel sacó un pañuelo del bolsillo, se limpió las lágrimas y balbuceó retirándose a un lado: «Este es un oficio demasiado duro, al encontrar la oportunidad me libertaré de este martirio».
+Después de llenar la sepultura con el montón de arena excavada, los endurecidos oficiantes regresaron a la casa. «Ya está cumplida la orden, mi coronel», dijo el capataz cuadrándose ceremoniosamente ante Canelón. «Muy bien, queda el escarmiento para cuantos se les antoje fugarse».
+«Provea a los indios que no tengan mujeres con las que acaban de llegar de La Guajira», dijo el administrador dirigiéndose al capataz Fuenmayor, «porque interesa que ellas produzcan a la hacienda».
+«Coronel», informó un sirviente, «acaba de llegar por el tren un caballero con su señora y algunos otros compañeros». «Que pasen adelante. ¡Ah, señora Dorila, señor Montero!», dijo Canelón dirigiéndose afablemente a los visitantes. «¿Qué viento los trae por aquí? ¿De dónde vienen?». «De Mérida, coronel», le contestaron dándole el apretón de manos. «¿Y qué los trae por estas lejanías?». «Ha llegado a nuestros oídos la sensacional noticia de la cría de indios que dicen que usted tiene aquí muy próspera y nosotros estamos urgidos de unos bichitos de esos. ¿Por cuánto tendría la amabilidad de vendernos un parcito?». «No es tanto como les han ponderado a ustedes. Sí es verdad que tengo aquí una pequeña cría y tratándose de la vieja amistad que nos une, ya podría cederles el parcito que necesitan, pero eso sí, un poquito caro, por cuatro mil bolívares (4.000)». «Coronel, eso es muy caro». «¿Veinte años de servicio de un hombre y una mujer les parece caro?». «¿Y cuántos años tienen?». «El varón tiene nueve y la mujercita siete». «Esa es la edad precisa que nos conviene. Mi buen coronel, háganos una rebajita, dejándonos ese par de bichitos por tres mil bolívares». «Está muy bien, señor Montero, yo no voy a discutirles a ustedes una miseria», confirmó Canelón, haciendo llamar y formar en línea sesenta niños de ambos sexos, desde tres hasta de catorce años, de entre los cuales se extrajeron los dos contratados. El señor Montero, previo examen sanitario de la mercancía, entregó la suma convenida y se llevó a las dos infelices criaturas para Mérida.
+Cuando los visitantes acababan de subir al tren, apareció un señor montado en mula. «¿Cómo está el señor Urdaneta?», saludó Canelón apretándole la mano al nuevo huésped. «Muy bien», le contestó. «¿En qué puedo servirle?», replicó Canelón. «Coronel», dijo el recién llegado, «he sabido que le han venido de La Guajira unos indios y encontrándome urgido de uno o dos, me he atrevido a venir hasta aquí, para implorarle me los venda». «Estos indios salen muy caros porque hay que irlos a comprar más allá de la frontera, en territorio colombiano, pagándoseles el pase a las autoridades y luego volverle a pagar al cónsul de Maracaibo, además de los transportes marítimos, fluviales y terrestres». «Coronel, estoy perdiendo la leche de mis ganados por falta de peones; cédame los dos indios a cualquier precio». «¡Fuenmayor!», gritó Canelón llamando al capataz de la hacienda, tráigase a Ricardo, aquel indio que usted me dijo que no pintaba, porque la esterilidad no es inconveniente para Urdaneta, puesto que a él no le interesa que el padrote engendre o no; a él únicamente le bastan los brazos, y también le busca otro de los más haraganes que haya». El capataz salió enseguida a obedecer la orden y al poco rato se presentó con los dos indios. «Ahí los tiene, Urdaneta», dijo Canelón, «dos mozos jóvenes y robustos, por la suma de ocho mil bolívares (8.000)». «¡Muy buenos!», asentó el comprador satisfecho de la calidad de las hermosas bestias humanas que acababa de adquirir rogadas. Enseguida extrajo de uno de los bolsillos del pantalón un paquete de billetes, contó y entregó la suma pedida y luego hizo seguir a pie por delante los indios, hasta su posesión que quedaba no muy lejos de El Chao.
+«¿Ya le diste la consigna a los indios nuevos?», inquirió Canelón dirigiéndose a Fuenmayor. La consigna era que a cada indio se le destinaban dos hectáreas de terreno para cultivarlas en maíz, plátanos, yuca y frijoles para alimentarse con el producto y vender el excedente de los frutos al mismo hacendado, al precio caprichoso que él quisiese comprarle, a fin de revenderlos a precios más altos. También se le daba al indio un cordel y unos anzuelos para pescar los domingos en las horas de la mañana, salar los pescados y con ellos proveerse para toda la semana; del medio día para abajo se les destinaba al laboreo de la parcela donada. Con el raro sistema, el hacendado quedaba exonerado del gasto de alimentación del peón.
+CUANDO TALHLUA REGRESÓ A su hogar —después del combate de Mastao— le dijo a Rubén: «Forma aquí a los prisioneros Pushaina para ver qué hacemos con ellos». El heredero del cacique se encaminó enseguida hacia el tambo en donde yacían atadas de los postes las mancornas de las ochenta víctimas de la fatal tragedia, las hizo soltar de las estacas y conducidas a la presencia de su tío, formáronse en línea de mayor a menor, dejando apartes las del sexo femenino. «Aquí están», dijo dirigiéndose al cacique. «Dale a mi hijo Joúner cuatro varones y cuatro hembras», replicó este, «para que tome él para su servidumbre la mitad y la otra mitad la done a sus padres y tú repartes doce entre todos tus hermanos, y los sesenta restantes los llevas hoy mismo al general Luis Fernández a intercambiarlos por armas de fuego y cápsulas, porque ya tú sabes que entre nosotros es infamante emplear el dinero de esa procedencia en otros menesteres que no sean elementos bélicos. Y en cuanto a los muertos que pertenecen a las castas amigas que fueron al combate, distribuye entre sus deudos o representantes la mitad de los ganados —tornados a la familia extinguida— como justa indemnización».
+Rubén armó enseguida una caballería de cincuenta hombres y cincuenta arqueros esclavos y camino a Wincua se arrearon por delante los sesenta prisioneros para la venta. El general Fernández los recibió con amable cortesía, satisfecho de que la buena suerte le llevaba a sus puertas una ganancia que no bajaría de trescientas «morocotas», cuando él menos lo pensaba.
+«Aquí te traigo por mandato de mi tío Talhlua —y por exigencia tuya— un lote de sesenta hombres, mujeres y niños para que a tu buen criterio los justiprecies y le envíes conmigo representado su valor en armas de fuego y cápsulas», le significó Rubén presentando la mercancía. «Muy bonita cuadrilla», contestó Fernández disimulando su alegría interior, con la presentación de un litro de brandy que puso en manos del distinguido huésped. «Ya te despacharemos a tu gusto por la mañana con las mercancías que desea el amigo Talhlua, por ahora necesitan descanso y alimento, ahí tienes un novillo para que lo mandes beneficiar para la cena y una garrafa de ron para tus compañeros».
+Cenaron y bebieron con fruición avara y durmieron a pierna suelta al abrigo de una hermosa enramada. El general Fernández se les presentó muy de mañana a saludarlos.
+«Ven, Rubén», dijo, «a recibir lo que le mando a tu tío, que creo quedará satisfecho con ello». Lo condujo al cuarto de las armas, acompañado de su secretario bachiller Báez. Le entregó veinte rifles máuser, veinte carabinas, veinte revólveres Smith & Wesson calibre 38, con una dotación de cincuenta tiros por cada arma. «Llévale también el trago a mi buen amigo», dijo entregando una caja de whisky, «y que siempre me prefiera en la venta de esa mercancía, que yo le pago mejor que ninguno».
+Marcharon los de la comisión y Fernández se dirigió a Castilletes con la cuadrilla de prisioneros para venderlos al coronel Troncoso, a quien se los tenía ya anunciados de antemano.
+El luto material —que no es otra cosa que la exteriorización del dolor interno— quedó desvanecido con la venganza colmada a gusto de la familia agraviada; muerto el ofensor se olvidó la ofensa, la paz y la alegría volvieron de nuevo a sonreír en los hogares.
+Sólo el gusanillo inquietante del amor turbaba la paz y el sueño de Jimaáy. Desde el primer instante en que tuvo la dicha de contemplar la hermosura de Jiwolhlua sintió el dolor punzante en su corazón; en la tarde aquella del baile fue víctima de la incurable herida que había de sustraerle su tranquilidad y su reposo; cuando ella se le presentó con la galanura exuberante y la magia arrobadora de sus encantos virginales, experimentó una radical transformación en su naturaleza interna: juguete frágil de la pasión terrible —como la débil encina a la violencia del huracán— le era imposible resistir al cruel tormento de aquel amor.
+Jiwolhlua, a su vez, era presa también del mismo mal; al cruzarse las miradas emocionantes representaron dos nubes cargadas de electricidad contraria que —al chocar— produjeron el rayo fulminante que destrozó el corazón de ambos. Los dos corazones latieron desde entonces impulsados por una misma fibra con igual intensidad.
+El amor es el gran drama de la creación; la síntesis del ideal humano y el máximo anhelo del hombre es el amor a la mujer, en cuya ara santa ofrenda lo que más estima, los bienes, el reposo y aun la vida; tal fue la ciega impulsión que llevó a Jimaáy al sacrificio del combate.
+Pocos días después del drama sangriento, Jimaáy se presentó a las puertas del hogar de Talhlua. Jiwolhlua, rebosante de voluptuosidad, le salió al encuentro prodigándole una acariciadora sonrisa y arrojándose tiernamente en sus febriles brazos. «¿Qué te habías hecho, qué tanto te hacías esperar?», le dijo. «Por ahí estaba», le contestó él, «temía importunarlos en sus luctuosos días». «Por el contrario —le replicó ella—, tu presencia aquí nos es de gran satisfacción». Llamó enseguida a una de sus esclavas favoritas ordenándole que colgara debajo de la enramada una de las mejores hamacas para reposar el noble huésped y le brindara una fresca chicha. «Ahí tienes», le dijo, «para que descanses al aire libre».
+Al poco rato Talhlua y los demás familiares vinieron a dar la bienvenida al distinguido visitante; después de una larga conversación se despidieron y sola quedó Jiwolhlua con él. «He venido», le dijo, «con el propósito de inquirir tu consentimiento para casarme contigo; ya debes haber comprendido que he estado locamente enamorado y la mejor prueba de ello lo demostré cuando fui al combate acompañando a tu tío y tu padre y tus hermanos; fui voluntario a ofrendar mi vida en aras de ese amor, y por lo tanto lo he ganado buenamente y me pertenece». «Muy bien, valiente Jimaáy, aun cuando no hubieras ido a ese sacrificio yo te amaría siempre, pero con tu generoso proceder has adquirido en verdad doble derecho a mi amor. Yo se lo comunicaré ahora mismo a mis mayores, que creo se sentirán complacidos con esa noticia». Salió enseguida a desempeñar la amorosa comisión, comunicándoles a los padres los propósitos del digno visitante.
+Talhlua mandó llamar a su cuñado Santanawa y su hermana Moulhluwanat y los hermanos de Jiwolhlua, ante quienes congregados todos esa misma tarde, manifestó lo siguiente: «Los he invitado para comunicarles que el joven Jimaáy Ipuana, heredero de uno de los más ricos cacicazgos de la casta Ipuana de Siapana, solicita en matrimonio la mano de vuestra hija Jiwolhlua, quien personalmente se ha permitido comunicármelo, recalcando que ama con delirio al joven pretendiente. Quiero saber si todos ustedes estarían contentos con ese matrimonio o tienen algo que objetarle; yo, en lo que me concierne, no tengo nada que tacharle al pretendiente: es un hombre bien nacido, de comprobada honestidad, un cumplido caballero y un leal amigo de nosotros, cuya sinceridad acaba de probarlo exponiendo su vida en un trance terrible, por lo tanto merecedor cien veces de la mano de mi sobrina».
+«Yo tampoco tengo motivo alguno», confirmó Santanawa, «para desviar los deseos de ese bondadoso amigo nuestro, los votos de mi mujer se unen a los míos para que nuestra hija encuentre en él a un tierno marido y amante padre de sus hijos».
+«Todos nosotros estamos también muy complacidos», confirmaron a una voz los hermanos de Jiwolhlua, «de que Jimaáy ingrese en nuestra familia».
+«Jimaáy, hijo», le dijo Talhlua acercándose a la enramada en donde reposaba el pretendiente, «ya me informó mi sobrina Jiwolhlua de tus deseos de matrimonio y estamos toda la familia de perfecto acuerdo para que se cumplan tus anhelos cuando a bien lo tengas, puedes ir a informarlo a tus mayores y allá concertarás con ellos el día de las bodas». «Aquí están las prendas para garantía del pacto», contestó Jimaáy poniendo en las manos del cacique dos hermosos collares de “tuuma”, «dentro de tres días estaremos aquí con los ganados».
+El galán montó enseguida dando rienda suelta a su corcel fogoso a todo viento por la Pampa abierta, rumbo a sus dominios de la ranchería de Siapana. Informó a sus padres del contrato celebrado con Talhlua y luego ordenaron recoger los rebaños y traerlos a los corrales para de ellos entresacar los mejores ejemplares y satisfacer el compromiso conyugal.
+Sesenta novillos, cuarenta caballos de las mejores tallas y diez preciosas mulas fueron los dones con que Jimaáy se presentó en la ranchería de Irotsima para dar cumplimiento al pacto contraído con Talhlua. Con su comitiva de cincuenta jinetes fueron instalados en la amplia enramada, se les colgaron lujosos chinchorros, se les regalaron dos novillos para la cena y varias garrafas de ron, seis esclavas fueron puestas a su servicio e instaurado un baile para celebrar las bodas.
+Los novillos y los caballos fueron recibidos por Talhlua y Santanawa sin objeción alguna, y luego repartidos entre la numerosa parentela paterna y materna de Jiwolhlua. A los padres casi nunca les queda nada de esas dádivas; sólo se toman la molestia de darles una equitativa distribución.
+Los civilizados han tenido hasta hoy un concepto equivocado de esos dones. Se han imaginado, de buenas a primeras, que es una venta real y enajenación perpetua que los padres hacen de la hija, como mercancía común. Si así fuera, el marido tendría el derecho de vender su mujer a un tercero —y pasa lo contrario—, un hombre que se atreva a vender su mujer es condenado a muerte por la Ley Guajira. El padre, el tío o el hermano está autorizado a darle muerte impunemente al violador en defensa de su honor. Esa erogación económica con que el cónyuge consagra el matrimonio no es propiamente un pago; es una especie de caución o fianza para garantizar la estabilidad del matrimonio, sin la cual el lazo conyugal no sería más que un hilo frágil expuesto a romperse al menor soplo de viento. En el momento en que al hombre o la mujer se le antojase decir: «Coge tu camino y vete», quedaría disuelto el vínculo instantáneamente sin derecho a reclamo y la sociedad rodaría al abismo de la inmoralidad. Esa prenda económica es un refreno para sujetar las incontinencias del hombre en su voluptuosa sensualidad y un seguro soporte de la fragilidad de la mujer.
+Cuando la mujer guajira viola el santuario del hogar con el adulterio, el hombre tiene el derecho de repudiarla y entregarla a sus padres, y estos obligados a devolver al marido damnificado el depósito completo e indemnizar con un tanto más su honor herido. Las personas a quienes se les repartió el pago se obligan a su vez, cada cual a pagar lo que tomó. Ley dura y terrible, pero moralizadora, sin que tampoco sea capaz de privar a los cónyuges de su autonomía individual. Tanto la mujer como el hombre puede en cualquier periodo de la unión conyugal pedir el divorcio mediante la exposición de motivos justos y comprobados, entonces, sólo se le devuelve al marido divorciado la mitad del pago o depósito. Y cuando la mujer guajira enviuda, no puede casarse en segundas nupcias sino cumplidos los cuatro años de muerto su marido, con el sobrino por la línea materna del difunto, siempre y cuando que tengan hijos, pero si no tienen, está autorizada a unirse con el que ella quiera, pagando sí a los herederos de su finado marido una pequeña indemnización, que nunca podrá pasar de la décima parte del depósito, y devolviéndosele este completo. Así queda demostrado que lo que a primera vista aparentaba ser un pago, resulta apenas un depósito, reembolsable por el cónyuge al casarse la primera hija o en el agravante caso del adulterio y aun después de muerto, en las segundas nupcias de la viuda.
+Contemplado el caso por el aspecto meramente material, la mujer guajira, sin ese depósito, indefensa, no sería más que un juguete miserable de todas las contingencias, fácil presa del aventurero anónimo, fruta jugosa al alcance de todas las manos y deleite placentero del atrevido Tenorio que más presto anduviese en seducirla. Sin tal requisito indispensable no habría hogar, ni el establecimiento de la familia sería posible; apenas se viviría en un estado degradante, peor que el del salvaje de siglos ya caducos. Ese depósito es la consagración del matrimonio, ha sido su amparo y su seguridad y será siempre su mejor garantía mientras la sociedad guajira no pueda hacer su transición definitiva a un nivel más alto de superación en la vida civilizada, dentro del ambiente colombiano. Más que el individuo es el medio riguroso quien impone esa ley, al parecer grave y severa para el civilizado, benigna y protectora para el indio.
+El hogar y la familia civilizados se creen seguros bajo el amparo de la religión y la salvaguardia del estado civil, aun cuando en la rigurosa realidad no lo fuese así, ellos son optimistas en creerlo por estar connaturalizados con aquel ambiente. Otro tanto le pasa al indio, considerándose dichoso bajo el imperio de sus leyes, no porque sean buenas o malas, sino porque son las suyas.
+Tales eran las condiciones sociales, bajo las cuales celebraba Jimaáy sus bodas con Jiwolhluo. Alcanzada la meta de sus aspiraciones, aquella noche se hallaba satisfecho, rebosante de felicidad en los brazos de la máxima belleza femenina, mientras sus compañeros, en alegre orgía, cantaban y bailaban bajo la sorda monotonía de la caja.
+WOTCONOT, UNA SEÑORITA de la casta Jitnu, de la sierra de Macuira se le antojó un día darse un paseo a la ciudad de Maracaibo. Hospedada en la casa de una parienta suya en Tierra Negra, ubicación de una ranchería indígena en los aleros de la populosa urbe, se le arrimó allí un galán a proporcionarle matrimonio. Interpretadas por la parienta las sugestiones del seductor, respondió que ella no estaba dispuesta a ser presa de ningún advenedizo, que bien podía irse con su música a otra parte. Un tanto herido el pretendiente por la dura réplica, en su maligno afán de desquitarse, llamó aparte a un lado a la parienta, poniéndole en la mano un billete de cincuenta bolívares, le dijo: «Llévame por la mañana a esa mañosa al restaurante de la esquina del mercado para hacerle ver que no es ella quien manda aquí sino nosotros». Tomó el billete y le respondió que a las ocho de la mañana estaría con ella en el sitio indicado.
+«Prima», le dijo a la huésped levantándose muy de mañana, «vamos al mercado a proveernos de algunos víveres para el almuerzo. Apúrate que ya sale el autobús». Se vistieron y peinaron el cabello y se embarcaron. «Se tardaron», dijo el hombre saliendo a la puerta del establecimiento a recibirlas con un par de vasos de Pepsi-Cola. «¡Ah, qué bondadoso!», exclamó taimadamente la traidora prima. Ingirieron con deleite la gaseosa bebida y se sentaron. A los tres minutos, Wotconot se quedó profundamente dormida en el taburete, el hombre se precipitó sobre ella, la levantó en los brazos y la condujo a una alcoba reservada, en donde ya la esperaba una cama, despojándola de su vestidura, tendida bocarriba desnuda como una estatua griega, con la fruición avara de la hambrienta fiera, dando rienda suelta a su voracidad lujuriante se arrojó sobre la presa, devorándola hasta hartarse.
+Unas horas después, la infeliz guajira, desvanecida la maligna acción del narcótico, vuelta del pesado sueño, con dolorosa pesadumbre reconoció que de la fruta capitosa, exprimido el jugo, sólo quedaba el cascarón. «No imaginé jamás», exclamó con las lágrimas derramadas, «que en esta maldita tierra hubiera tanta corrupción». «Toma, hija», le replicó el galán poniéndole en la mano un billete de cien bolívares, «perdónalo todo y sólo ten en cuenta que esa es la vida de la ciudad».
+Wotconot volvió a su tierra, pero al través de un par de meses sintió que en su vientre se movía un ser viviente. Más tarde le nació el fruto del paseo: un hermoso niño de finas facciones, blanco como los médanos de la costa guajira y los ojos azules como el agua del gran lago marabino, le sonreía y procuraba el néctar de su amoroso seno. Lo crio con cariño y con esmero, y cuando cumplió los siete años viajó con él a Maracaibo. Solicitó por el progenitor, lo buscó hasta conseguirlo, luego le dijo: «Aquí te traigo al hijo que sin mi consentimiento tuviste el crimen de engendrar en mi vientre; tu obligación es levantarlo y hacerlo un hombre, vístelo con tu indumentaria y hazte cargo de su educación».
+El padre lo tomó voluntario recordando que pocos días antes había oído decir a una señora vecina que estaba interesada en la consecución de un chinito para el servicio doméstico. Conducido a la casa de la buena señora, le dijo: «Aquí le conseguí lo que tanto deseaba, me costó mil bolívares, sírvase reembolsarme ese dinero y hágase cargo del muchacho, que lo menos que le servirá serán veinte años». La señora quedó altamente agradecida del imprevisto hallazgo y entregó satisfecha el dinero, se hizo cargo del niño, lo crio con benévolo y maternal cariño hasta hacerlo un hombre hábil en todos los menesteres. El padre le regaló el nombre a cambio de la suma recibida por su importe, se llamaba Antonio Echeto.
+Al frente de la casa de la señora había una escuela nocturna, en ella recibía el niño dos horas de clase, de siete a nueve, todos los días después de satisfechos los servicios domésticos. Muy pronto aprendió a leer, escribir y contar, pero cuando llegó a los dieciocho años se acordó de la madre y de la tierra natal, se acercó a la señora diciéndole hasta hoy la acompaño, desapareció y se fue.
+En los días del baile y las carreras de Irotsima dio su aparición en La Guajira, concurrió a la fiesta y fue allí donde nació su tierno idilio con la encantadora Catalina Woulhiu, sobrina heredera del renombrado cacique Petnat, aquel que fue el jurado principal en el proceso de Joúmuna. El muchacho era buenmozo, inteligente, culto y recatado. Catalina, con tres años más que él, más conocedora del mundo, le sonrió primero, le descubrió las encantadoras formas de su belleza física, le clavó en el fondo de su alma pura la incandescente saeta de sus pupilas, removió su inocente sensibilidad, como un poderoso imán lo atrajo hacia sí; él no pudo resistir a la tentación carnal, casto y puro se entregó vencido; ella sensual, libidinosa devoró su corazón; desde entonces él no tuvo más mundo que ella sola. Su amor no fue el producto de una conquista o seducción taimada, fue el justo homenaje rendido al mérito del civilizado por la beldad indígena. Catalina fue una mujer enamorada y no seducida.
+«¿Cómo hacemos?», le dijo él un día. «Aquí la ley es rigurosa, sin poseer cincuenta novillos, cincuenta caballos y mulas, collares de Tuúma, no podemos casarnos, y aun cuando tuviera todos esos menesteres tu elevado rango sería siempre un obstáculo, y si resolviésemos irnos para Maracaibo renunciando a volver a ser indios, para casarnos allá por las leyes civiles de aquel país, entonces tu familia cobraría caro a la mía el inaudito atentado. Mi indefensa casta sería totalmente extinguida por la poderosa tuya, como hace poco hizo la casta Jayalhiu del general Luis Fernández con la Ulhewana y como sucedió con el cacique Talhlua y los Pushainas». Catalina bajó la frente pálida y sombría, llena de infinita congoja no pudo pronunciar palabra alguna, las lágrimas resbalaron a torrentes por la tersura de sus mejillas. Lo que Echeto le decía era la verdad desnuda, severa, sangrante. Él, enternecido, también lloró con ella su desgracia, la estrechó entre sus brazos, la abrumó de caricias y de besos. Luego reaccionando un poco, ella balbuceó, limpiándose las lágrimas con el pañuelo: «¿Qué camino nos queda entonces?». «El suicidio de los dos será nuestro único camino de salvación», exclamó él con palabras entrecortadas, presa aún de la emoción terrible. «Busquemos en el mundo de la eternidad la dicha que aquí se nos niega, que allá ricos y pobres todos seremos iguales».
+«De nada serviría el sacrificio», objetó Catalina un tanto repuesta de la atribulación, «porque entonces mi familia cobraría doble mi honor y mi muerte. Tengamos calma, repósate un poco, que todo tiene remedio en la vida. Mejor hagamos una carta para mis mayores, tú escribes y yo redacto». «Hagámosla enseguida», confirmó Echeto arrebatándole las palabras lleno de ansiedad terrible. «¿Tienes papel y lápiz?». «Aquí tengo en el bolsillo». «Diga a mi tío Petnat: Que yo, Catalina, su heredera, no he podido resistir a los impulsos del amor, que poniendo a Dios por testigo me voy casada contigo para Maracaibo; que renuncio a mi patrimonio económico a favor de mis padres, para que de él sustraigan lo que baste a llenar la fórmula de mi matrimonio, es decir, satisfacer la cuantía del pago o depósito legal; y que pido mil perdones a mi tío, a mis padres y hermanos y que reconozcan todos que yo soy mujer hecha para el hombre».
+Terminada la carta la puso en manos de una sirvienta de confianza, diciéndole: «Entrega esto en propias manos de mi tío Petnat». Montaron enseguida en un autobús de pasajeros, rumbo a Maracaibo.
+La noticia del rapto circuló por todas partes, se comentó en todos los hogares como un suceso extraordinario. Petnat congregó a toda la familia para deliberar sobre el penoso caso. Ante todos hizo leer el contenido de la carta y luego exclamó abrumado por la terrible emoción: «Está bien que Catalina autorice que de su patrimonio se sufrague el depósito de su matrimonio, y la deshonra, ¿cómo se atenúa? El hombre con quien se ha ido es el producto impuro de las aventuras de su madre, no se le conoce padre, ni bienes de fortuna. ¿Cómo queda la reputación de mi casta ante los demás? ¿Ha de quedar mi familia a la intemperie, expuesta al antojo del que impunemente quiera repetir el mismo caso? No, imposible. El precedente no puede quedar impune, vejamen tan inaudito sólo debe lavarse con sangre».
+«Arme a la gente y vamos a reclamar la injuria a la familia del raptor», exclamó colérico dirigiéndose a García, su primo hermano y segundo en la Jefatura de la Tribu. La misma tarde se armó una caballería de cien hombres, que acompañada de doscientos infantes arqueros marcharon al rayar el alba hacia la ranchería de Mekijanau, en donde se hallaba la familia de Echeto, quienes informados de antemano del próximo asalto pudieron internarse en los bosques abandonando el poblado.
+Los invasores encontraron la ranchería desierta, buscaron por todas partes y no encontraron alma viviente, retornaron a los ranchos, saquearon prendas y muebles y cuando ya arreaban por delante los pocos rebaños de ovejas que había, después de incendiar la ranchería, Unuki, tío de la madre de Echeto, ante el incendio de su hogar y el despojo de sus propiedades no pudo resistir la cólera, esgrimió la carabina, a pecho descubierto desafió la caballería, dirigió certero la puntería al pecho del cacique Petnat. Este cayó inánime al suelo atravesado el corazón. Una rápida descarga de la caballería dio por tierra con el homicida y cuatro hijos y sobrinos que lo acompañaron a morir. A la caída de estos los otros familiares salieron del monte, eran apenas quince valientes que estoicamente desafiaban el furor de la numerosa hueste del cacique muerto. Alcanzaron a herir y matar algunas unidades antes de ser barridos por las descargas simultáneas de las balas y las venenosas flechas. Se apearon los jinetes, se unieron a los arqueros y en una sola columna compacta se metieron a los bosques a cazar a los sobrevivientes Jitnus; encontraron y dieron alevosa muerte a unos pocos, aprisionaron cuarenta mujeres y niños y cinco hombres. A estos los pusieron de blanco al tiro amarrados al tronco de un árbol, para que en ellos se entrenaran los menos tiradores, dejando allí atados los cadáveres para pasto de las aves de rapiña; violaron a las impúberes y en las demás infelices dieron rienda suelta al hartazgo de su lujuria, llevándoselas después amarradas en las colas de sus caballos.
+García, rencoroso por la muerte de su cacique primo, y no contento aún con las depravaciones consumadas, hizo montar nuevamente trescientos jinetes —que dispersos por los cuatro vientos de la península— dieran caza al resto de Jitnu sobrevivientes. Requisaron por los sitios más recónditos; llegando a las fronteras de Castilletes pudieron dar alcance a unos cuantos, los acosaron a bestia en plena sabana, cual cuadrúpedos de caza; a tiros de carabina, palos y flechas fueron muertos unos y aprisionados veinticinco mujeres y niños. Los más afortunados lograron llegar al pueblo de Castilletes, en donde el primer aventurero que los tuvo al alcance de sus manos los aprovechó para venderlos al traficante como mercancía averiada, pues nada le había costado. ¡Crueldades del caprichoso destino! Lo que ellos en situación normal hubieran aprobado como un crimen lo bendecían entonces como bienhechora salvación; la ignominia de la esclavitud los libraba de la cuchilla del verdugo!
+Wotconot logró escapar a la requisa, subió a la sierra y reconociendo que ella era la responsable del desastre de su familia, se ató una cuerda al cuello guindándose de un árbol. Su cadáver fue hermoso pasto de las carnívoras aves, y su casta quedó totalmente extinguida.
+Cuando la pobre Catalina fue informada de la tragedia macabra no pudo resistir al dolor, se guindó del tirante de la casa y murió ahorcada en Maracaibo. Echeto, que trabajaba en un taller de mecánica, llegó a la hora de almuerzo, al contemplar el horroroso espectáculo prorrumpió en llanto quejumbroso que alborotó a todo el vecindario. Descolgó el hermoso cuerpo de su adorada, lo tendió sobre la cama, le estampó el último beso en la frente helada y se dirigió hacia una botica que había al frente, pidió una droga, retornó a la casa, preparó un vaso, se tomó la dilución y se acostó y durmió para siempre al lado de Catalina. Su alma se remontó a la infinita inmensidad del mundo del espíritu, a unirse allá en connubio eterno con el de su infortunada amada.
+LOS VERANOS DEL NORTE DE la península guajira hacen recordar la leyenda bíblica del sueño de los FARAONES y la interpretación de José, de las siete vacas gordas y las siete flacas, tal parece que a través del milenio de los siglos la fatalidad importuna y ciega, pero infalible, se ensañara en abatir esta infortunada tierra, reflejando en ella aquella época fatal. Siete años de llover sin escampar y siete de horroroso verano han venido caprichosamente alternando la vida inhóspita de la Pampa.
+Ya pasaron los años de abundancia y ahora vienen los de escasez: los graneros están vacíos; agotados por completo los pastos de la sabana; flacos, macilentos los ganados yacen tumbados en hacinamiento lastimoso alrededor de los jagüeyes resecos y en el contorno de las casimbas que ya no manan, dan vueltas día y noche, hasta caerse desplomados de sed y cruel inanición. El infeliz indígena, bañada la frente en sudor copioso, calcinada la bronceada espalda por los quemantes rayos del sol canicular y destilando lágrimas los ojos, cava y cava sin cesar un hueco aquí, otro allá y otro acullá y ninguno corresponde a sus heroicos esfuerzos. Las fuentes subterráneas de infiltración que almacenaba el subsuelo de la retostada Pampa se agotaron. Desesperado se dispone a cortar y rajar pencas de cardón —cactus— y con la pulpa mitiga un tanto la sed y el hambre del ganado vacuno, cabrío y lanar, pero el caballar y el asnal se resisten a ingerirlo; despreciados estos por el estado de flacura, única moneda con que cuenta para la provisión de víveres y vestuario, se declara en mortal insolvencia. Las familias más pobres, uno por uno van vendiendo al traficante los esqueléticos hijos, hasta agotarlos, no porque deje de amarlos, sino por evitarles una angustiosa muerte, en tanto que otras emigran para el país vecino dejando desiertos los hogares, mientras las demás madres hambrientas, impotentes ya para prodigar al tierno hijo el néctar vital del pezón empobrecido, también se dedican a cortar cardón y comérselos asado en el afán de prolongar unos días más el martirio de su vida; otras con los harapos «reguindados» arriba de la rodilla, lánguidas, resecas, que más parecían espectros de otros mundos que seres humanos, se arriman a las puertas del ORFANATO de Nazaret a implorar un rasgo de conmiseración; no quieren pan ni ropa, sino únicamente que se les admitan los raquíticos niños en el internado antes que ponerlos en subasta pública. Los reverendos misioneros les dicen que no hay dineros con que mantenerlos, que la mísera suma destinada por el Gobierno para el instituto apenas alcanza para los niños que ya están internados.
+¡No hay remedio! ¡El veredicto fatal del infortunio para la desamparada Raza es inexorable! ¡Todo ha de sucumbir bajo el peso del dolor!
+Los reverendos misioneros informan al alto Gobierno del estado agónico en que yacían los indios y piden dinero para admitir a los chinitos desamparados y se le responde que el erario está vacío, que no es posible ninguna erogación. Ciertamente que esa era la realidad nacional del periodo fatal; no primaba un sentimiento de egoísmo en contra de La Guajira por el partido de gobierno, ni los grandes hombres que lo representaban eran insensibles al dolor de sus compatriotas, bien pudieron ellos haber sido liberales o conservadores, para el caso no había distingo de colores. Otras eran las causas que embargaban el ánimo del Gobierno, la lucha sin tregua de los partidos se había recrudecido en ese año, de 1930, debido a la hecatombe de la Zona Bananera, en que fue ametrallada sin piedad la turba indefensa de huelguistas por el Ejército Nacional representado por el general Cortés Vargas. El gobierno del doctor Abadía Méndez languidecía en sus postrimerías abrumado por la responsabilidad de la sangre y las lágrimas cruel e injustamente derramadas; despoblados los campos de trabajo de la zona productiva, enlutados los hogares, enjuiciado el presidente con sus dos ministros principales, el Gobierno de la República estaba declarado en quiebra. Las periferias del país, en completo desgobierno, víctimas de todas las miserias y atropellos sucumbían en aislamiento lamentable. Los infortunados indígenas colombianos de la región amazónica agobiados por la misma suerte de sus compatriotas guajiros, con Tarapacá, Leticia y la Pedrera eran entregados por el dictador peruano Sánchez Cerro a la voracidad codiciosa de las compañías caucheras, quienes a su gusto explotaban ambas cosas: indio y caucho a la vez.
+Tal era el clima de convivencia y el estado de agonía en que se debatía el Gobierno cuando los reverendos misioneros de Nazaret imploraron misericordia en nombre de La Guajira y pedían la limosna que se les negó para salvar a los indios.
+El régimen caduco, impulsado por una fuerza fatal, caminaba día a día hacia al abismo de su inevitable ruina, hasta que, al fin, como el árbol milenario, carcomido por los odios, se desmoronó. Fue entonces cuando el gran colombiano, doctor Carlos E. Restrepo, poniendo «la patria por encima de los partidos» e inspirándose en un noble sentimiento de alto civismo, dio su voto a favor de la candidatura presidencial del doctor Enrique Olaya Herrera, paréntesis glorioso en la viacrucis que por más de una centuria había vivido la república; primera vez que desde la formación de la nacionalidad, los dos partidos antagónicos se daban el abrazo de cristiana confraternidad. El 7 de agosto de ese año, los dos partidos fueron al poder: representado el Liberal por el presidente Olaya y el ministro Restrepo personificando al Conservador, ambos partidos gobernaron al país dentro de las más puras normas de equidad y justicia. La divina palabra de Jesús al decir: «Amaos los unos a los otros», interpretada por los dos máximos gobernantes y llevada al lienzo de la realidad, dieron la paz y el sosiego a todos los colombianos. Bajo ese hermoso clima de reconciliación fueron pacíficamente concluidas las cuestiones fronterizas colombo-peruanas. Todos los hombres de buena voluntad de ambos partidos trabajaron al amparo del ambiente saludable de la democracia en la reconstrucción del Edificio Nacional.
+SE ACENTÚA EL VERANO CON caracteres alarmantes; como una epidemia mortal flagela todos los hogares; van diezmándose día por día los rebaños; la emigración para Venezuela es incontenible. Entre los dos países hermanos no existen fronteras para el indio, hijo común de las dos repúblicas, en ambas patrias entra y sale cuando quiera. Mientras él no haya tenido la desgracia de asimilar los vicios de la civilización es un elemento sano, inofensivo, insospechable. Las autoridades fronterizas de Venezuela le franquean las puertas porque las zonas agrícolas y pecuarias necesitan aprovechar la potencialidad de sus músculos. Las familias pudientes, con sus esqueléticos ganados, se enrumban hacia las fértiles sabanas de Maicao; dejando tendidos a lo largo del camino la mitad de ellos consumidos por la sed, el hambre y la fatiga del penoso viaje, llegan al fin a la tierra promisora.
+El cacique Talhlua fue de los últimos en moverse con su familia y sus rebaños; pensó mucho en resolverse a la emigración para la sabana fantástica de Maicao, no sólo por tener que abandonar su morada apacible de Irotsima, sino por las versiones que se propagaban de que aquella comarca era un tragadero de hombres.
+«Cuñado», le dijo un día a Santanawa, «es menester que marchemos para La Guajira del sur, no nos queda otro recurso que renunciar al amor de nuestra tierra para poder salvar siquiera la mitad de nuestros rebaños; ya es insostenible la mortandad y la merma de nuestro patrimonio es un mal diario; ordena que recojan tus ganados y reconcentren tus familiares para viajar dentro de tres días. Mi sobrino Jimaáy con los míos todos están listos».
+«Tendríamos que repetir lo que el cacique José Dolores hizo», objetó Santanawa, «que en el año de 1860, cuando se resolvió ir a tomar posesión de aquella tierra, limpió primero la brisa para después sembrar». «¿Qué hizo él?», replicó Talhlua un poco sorprendido. «Tuvo que armar tres escuadrones: uno de venezolanos mercenarios, otro de colombianos de la provincia de Padilla y otro de guajiros y con las tres fuerzas combinadas invadió una noche las rancherías de sus malquerientes; arrasó con hombres, mujeres y niños; los muertos se los comieron los gallinazos porque no quedó quien los enterrara y así se hizo respetar de los que quedaron vivos». «¿Y quiénes fueron las víctimas?», balbuceó Talhlua algo nervioso. «Las rancherías de Olhonokiwou, del cacique Epinayú Wimana fueron las primeras que asaltaron», respondió Santanawa que desapareció con toda su familia; «luego invadieron las rancherías de Yamain, Warraralhain, Atruichen y Jepéin, arreando después de consumado los asaltos, los numerosos rebaños de ganados de toda especie, para repartirlos como justa recompensa a los asaltantes mercenarios». «¿Qué razones tuvo José Dolores para ejecutar tan horrorosos crímenes?», objetó Talhlua profundamente conmovido. «Cuenta que cuando él se estableció allá con sus rebaños y sus familiares, amanecieron una mañana tumbados en tierra todos los caballos corredores de su hatajo, clavados con la flecha envenenada; que otro día aparecieron muertas unas vacas paridas y algunos novillos envenenados también con la flecha; más tarde se encontró en el monte, comido de gallinazos, a uno de sus vaqueros, muerto a palos según el reconocimiento que se le hizo; y después hallaron a otro con una docena de puñaladas en todo el cuerpo, igualmente mutilado por las aves de rapiña. Investigado escrupulosamente el caso se descubrió que Wimana y su familia eran los autores de los crímenes repetidos porque subterfugiaban, según las declaraciones, que los rebaños de José Dolores acababan con los pastos de sus sabanas».
+«Hoy son distintas las cosas», replicó Talhua, «porque tenemos una autoridad comisarial, el Ejército Nacional y la Policía ante quien quejarnos en casos de violencias como aquellas, que trataren de molestarnos en alguna forma y por lo mismo no habrá necesidad de que apelemos a medios extremos». «Está bien», dijo Santanawa, «pero debemos tener en cuenta que allá existe actualmente un nuevo tipo de hombres que los arijunas llaman mestizos, que hablan el castellano, saben leer y escribir y que ante las autoridades pueden defender sus conveniencias, en tanto que nosotros no podemos entendernos con el comisario sino mediante el auxilio de un intérprete, que las más de las veces explicará las cosas mal traducidas, bien porque es fácilmente sobornable por la parte contraria o por falta de conocimiento suficiente de nuestro idioma». «Todo eso ya lo tenemos en cuenta», confirmó Talhua, «nuestra emigración es imperiosa, porque si no aquí nos arruinaremos, allá adelante veremos si el tigre es en verdad tan feo como lo pintan».
+A los tres días los habitantes de Irotsima y los rebaños, como las caravanas árabes atravesando el gran desierto, marchaban camino al sur con una lentitud penosa, al paciente andar de las ovejas y los asnos. A lo largo de la Pampa abierta iban divididos en tres hileras zigzagueando el estrecho camino, cual si se contemplara una enorme sierpe en tarda cacería. Adelante desfilaba el hermoso hatajo de cuatro mil yeguas y caballos; detrás se escalonaban seis mil vacunos; y más atrás el apretujado conjunto de diez mil ovejas y cabras cerraban el último eslabón de la larga cadena de semovientes en marcha. Los arrieros de las ovejas, con medio cuerpo desnudo hasta la cintura, indiferentes a los quemantes rayos del sol de la canícula, chorreantes en sudor copioso la broncínea frente y los hombros musculosos, a pie enjuto marchaban al paso acompasado de una procesión fúnebre, mientras los vaqueros del ganado y las bestias, sobre la espina dorsal de sus valientes corceles, adoloridas las caderas y cansado el espinazo doblábanse vencidos por la pereza, soñolientos, hasta tocar con los rostros sudorosos la áspera crin de la asoleada bestia.
+Seis leguas era la máxima distancia que podían ganar en el día los macilentos animales, para acampar y descansar dos días y después continuar el pausado viaje. Así emplearon una semana para llegar a la serranía de Cosina frente a Cojoro, en donde fueron asaltados de improviso por una cuadrilla de indios que se hallaban emboscados en una cañada a un lado del camino que, según después se supo, eran unos restos dispersos de la familia Pushaina del combate de Mastau. Se empeñó allí un pequeño combate, del cual salieron muertos dos vaqueros de Taihua y levemente herido en un brazo su sobrino Rubén; los emboscados se alcanforaron por los montes dejando tendidos tres muertos. Los viajeros siguieron la ruta; acamparon en la tarde en Cojoro para dar sepultura a los muertos y descansar dos días, teniendo montada día y noche su guardia para prevenir un nuevo asalto.
+Continuaron después hasta Murujuichon, frente a Maicao, al norte. Un mes emplearon en el pesado viaje; el estropeo, el hambre, la sed y la fatiga consumieron en el camino la mitad de los rebaños; moribunda alcanzó a llegar la otra mitad, pero al par de semanas ya estaba repuesta, transformada.
+A los tres días de haberse acampado Talhua en la sabana exuberante, llegaron a su tienda veinte indios jineteando gordísimos corceles, entre los cuales traía la delantera uno muy elegante que se distinguía por su rica armadura: carabina wínchester, revólver Smith & Wesson y puñal cacha de plata alemana, lujosa silla vaquera venezolana con pico de perro bulldog incrustado en oro, pellón de lana franjado con pompones de colores, un brillante «shei» franjado también y «quiara» empenachada, sobre el lomo de un brioso moro mosqueado. Se desmontaron y amarraron las bestias. «Es Pompilio», dijo Rubén al reconocerlo, «el rico cacique de Calhashua (Crazua) de la casta Epieyú». Talhua se apresuró a su encuentro, le dio un cordial abrazo y lo condujo hacia la enramada, en donde ya estaban colgados los lujosos chinchorros de hilaza.
+Después de ingerir la fresca chicha de maíz y charlado algunos preámbulos, el cacique visitante le dijo a Talhua: «Me he complacido en venirte a visitar porque supe que habías llegado a estas tierras, para ponerme a tus órdenes y respaldarte con mis fuerzas en caso de un evento, puesto que somos familia por pertenecer a una misma casta. Esta tierra es muy peligrosa; aquí impera la envidia, el odio y la venganza implacables; hay que andar con el ojo abierto, porque al pestañar se cae; mantener el arma en la mano, estar siempre bien acompañado y mañanearle primero al malqueriente gratuito, que lo hay por demás a todo lo ancho de esta sabana. Aquí no se mira bien al rico por los que se creen dueños de esta comarca; cuando menos se piensa le ponen alguna trampa y lo hacen caer fácilmente al hueco, y hoy más que nunca se ha puesto temible la sabana, por estar poblada de una nueva generación de mestizos que no los había antes, y comprenderás que ese injerto une a los vicios de su padre la malicia del indio, es un hombre de doble naturaleza para el mal o para el bien, según que se ejercite para una u otra cosa. Con estas advertencias ya quedarás precavido y no te dejarás sorprender».
+Concluida la lección, manifestó el honorable visitante que traía un novillo de regalo para el pariente, este ordenó a su hijo Joúner que lo mandara recibir. «Te quedo profundamente agradecido, mi querido pariente», dijo Talhlua, «por tus generosos consejos, de los cuales no olvidaré detalle, así como por la oportunidad de tu regalo, porque en verdad de los ganados nuestros no hay uno solo que sirva para comer, apenas son esqueletos».
+Después de presentarle Talhlua a Pompilio, uno por uno, todos los miembros de su numerosa familia, inclusive su cuñado Santanawa y su sobrino político Jimaáy Ipuana, el distinguido huésped arrojando una rápida y escrutadora mirada en su contorno exclamó emocionado: «Este», dijo refiriéndose al esposo de Jiwolhua, «será seguramente tu brazo derecho porque tiene la continencia de ser un hombre completo. Tienes una bonita familia y suficientes unidades de combate para imponerte el respeto de esta tierra alevosa, porque aquí lo que vale es la hombría y nada más».
+Realmente no se equivocaba Pompilio en su conjetura. Talhlua tenía en su sobrino político Jimaáy uno de los más firmes pilares de sus columnas de combate, poseía un valor temerario, distinguido tirador con toda clase de armas, sincero y leal.
+Ensillaron sus bestias, se despidieron de todos y marcharon los honorables visitantes rumbo al río de Carazúa.
+Rubén y Sulhumuca, sobrinos herederos del cacique Talhua.
+LA POBLACIÓN DE MAICAO, diseminada dentro de un perímetro de veinte kilómetros cuadrados, sobre la tersa superficie de la sabana abierta, la integran las rancherías de Cousholhlijunay, Uyatpana, Majayutpana, Casutot, Culhiatchon, Shorolhoma, por el lado oriental; el Salado, Mulhujuichon, Casiíclii, Canásmana, Saima, por el norte; La Paz, Arralhiajuv, Atnamana, Tolhuichirujubay, Mechenay, Marañamana, Walhawalhau, Olhonokiwon y Llamáin, por el occidente; y por el sur, Wosocorolhijunay, Parrantialh y Mojupay, cuyo número total de pobladores monta a cinco millares, el treinta por ciento de los cuales lo constituyen tres grupos de mestizos: uno producto del blanco venezolano; otro, hijo del mulato colombiano; y el último, fruto del antillano negro de Aruba y Curazao. Casi todos usan pantalones, hablan y escriben el castellano, muchos de ellos bachilleres graduados.
+Maicao, providencialmente situada al arrimo del ramal oriental de la cordillera andina es la única faja de territorio guajiro privilegiada por un eterno invierno. Sus hermosas praderas tendidas hasta las estribaciones de la Majayura —por el sur— y por el occidente, hacia las fértiles riberas del Ranchería; bañadas por el Paruachón y el Paradero, y ricamente vestidas por una inmensa alfombra de pastos naturales, alternada a trechos por abundosas huertas de cereales, forman la espléndida cornucopia de sus dones, a donde necesariamente acuden de todas las latitudes de la península hambreadas muchedumbres de aborígenes, y acopio de rebaños, a saciar allí la voracidad de su apetito.
+A diez kilómetros de la línea fronteriza con Venezuela y a dos horas de automóvil con las poblaciones venezolanas de Paraguaipoa y Sinamaica y cuatro con Maracaibo; punto de partida de la carretera de la provincia de Padilla hasta Barranquilla y Santander; se comunica con Uribia, la capital comisarial, en una hora; con Riohacha en tres horas; y en diez salva la distancia que la separa de Puerto López y Puerto Estrella; centro de gravitación comercial de toda la península guajira, se almacenan allí grandes cantidades de mercancías de toda especie, procedentes de las Antillas Holandesas, de Barranquilla, Santander y Maracaibo, así como los productos guajiros procedentes de las distintas latitudes del territorio, de donde salen luego hacia los mercados de consumo, mediante múltiples transacciones, a base del bolívar venezolano, que corre a torrentes como el agua a todo lo ancho de la dilatada Pampa.
+Tales eran los halagos de la tierra, donde el cacique Talhlua llegó a radicarse con su familia y sus rebaños, lleno de optimismo por el pronto restablecimiento de estos y por la felicidad de aquella, sin pensar que los caprichos de la fortuna inconstante burlan a menudo los designios del hombre.
+Durante las primeras semanas de su arrimo fue visitado por muchas familias Epieyús, colmado de honores y regalos como huésped distinguido y aleccionado para que tuviese cuidado en advertirle a los suyos de los peligros que entrañaba la sabana extraña, que no podía juzgarse menos que un misterioso tremedal hecho a tragarse los hombres de manera fantástica, sin saberse cómo ni cuándo.
+Una tarde, a la hora del crepúsculo nocturnal, llegaron cinco hombres de a caballo con seis asnos cargados de abultados sacos de fique. Se desmontaron, amarraron las cabalgaduras de los horcones, tumbaron las cargas y se dirigieron a la enramada y se echaron a los chinchorros, que ya estaban tendidos.
+Talhlua y sus sobrinos Rubén, Sulhumuca, Cuaiwa, Alhayat y sus hijos Joúner y Jimaáy salieron a saludarlos, al tiempo que unas esclavas traían en las manos rebosantes las totumas de fresca chicha de jugo de maíz. Terminando de ingerir la bebida, uno de los cinco visitantes, dirigiéndose al cacique, dijo: «Ahí, dentro de esos sacos te traigo de regalo algunos víveres cosechados en mis huertas de Los Playones del río de Taplamana, en donde de antaño vivo con mi familia; soy de tu misma casta Epieyú y por eso vengo a saludarte y ofrecerte mi apoyo y mis servicios e inteligenciarme contigo para algunas otras cosas del porvenir».
+«Recojan esos sacos», le significó Talhua a las sirvientas, los cuales, al descoserlos, cuatro contenían maíz en grano, cuatro estaban repletos de plátanos y los otros apretujados de yuca.
+Muchas cosas conversó el indio visitante con Talhlua y después de todo, le dijo: «Uno de los principales móviles de mi viaje es ponerte en venta una pequeña posesión que tú podrías ensanchar a tu gusto con el tiempo, hasta donde lo quisieras, porque está situada en las vegas del Ranchería, en los hermosos playones de Taplamana, en donde tendrías terreno fecundo para colmar tus aspiraciones de expansión. Por el momento sólo tiene diez hectáreas cercadas de alambre de púas y cultivadas en yuca, plátanos, maíz y pasto de buena calidad; haciéndola trabajar debidamente podrías hacer de ella una grandísima posesión de verano para tus ganados de leche y establecer allí una quesería en grande; teniendo en cuenta que el queso goza de un alto precio en el vecino mercado de Maracaibo, en donde, si no estoy equivocado, actualmente se cotiza a doscientos bolívares el quintal. Quinientas vacas en plena producción, empotreradas allí te darían una buena renta, en tanto que aquí en la sabana es infructuoso ese negocio».
+«¿En cuánto estimas esa huerta?», respondió Talhua. «Para ustedes, por tratarse de que son mi familia, la daré barata: diez vacas paridas».
+«Mi sobrino Rubén», dijo Talhua, «que está joven y rebosante de porvenir podría fácilmente hacer ese negocio —si es de su gusto—. En cuanto a mí, ya soy viejo y me pesa meterme en esos montes. Habría que ir allá, ver la posesión y conocer esos lugares» —objetó Rubén. «De aquí hasta allá hay apenas tres horas en bestia», recalcó el proponente. «Está bien, pero tendría que consultar eso con mis padres y según lo que ellos me digan, ya tendremos tiempo para resolverlo por la mañana, mientras tanto ustedes pueden reposar tranquilos».
+El cacique Talhua con su hija Jú Waya frente al círculo de baile.
+Retirándose todos dejaron los visitantes gozando a pierna suelta del apacible fresco oxigenado en la enramada.
+El indio guajiro, distinto al civilizado, se recoge a dormir a las siete de la tarde, para estar despierto y levantado a las cuatro de la mañana. A esa hora Talhlua, Santanawa, Moulhuanat y todos sus hijos, inclusive Jimaáy con Jiwolhua llegaron a la enramada de los huéspedes a darles los buenos días. Rodeándolos en contorno empezaron una amena charla sobre distintos tópicos, hasta que ya al amanecer trataron de la hacienda de Taplamana: el primero en tomar la palabra fue el anciano Santanawa, padre de Rubén, diciendo: «Yo no quisiera que mis hijos se radicaran definitivamente en esta tierra, porque aquí no vale nada la vida del hombre; de la noche a la mañana cualquiera se la quita sin saberse cómo ni cuándo, ni por qué y aun sin llegarse a saber nunca quién fue el criminal. Rubén es sobrio, ajeno de parrandas y así tiene más facilidad de cuidarse de los peligros, pero en cambio, a su hermano Cuaiwa le gusta más el aguardiente que el agua, se sale de la casa a beber y dura semanas enteras de parrandas en las distintas rancherías de indios que él no conoce siquiera; temo que de un momento a otro me lo traigan muerto; yo prefiero mil veces la pobreza en mi tranquila morada de Irotsima y no la riqueza y la abundancia en una maldita tierra como esta, en donde el hombre sin haber ofendido a nadie se ve obligado a vivir con cuatro ojos y no quitarse el arma de encima ni para dormir, en espera de un imprevisto ataque».
+«Todo cuanto has dicho es la verdad», respondió el indio de Taplamana, «esta tierra es maldita y bendita a la vez; tiene el raro don de ser buena y mala al mismo tiempo; mala en el sentido que lo acabas de explicar, pero buena en demasía para criar, agricultar y enriquecer. Estas sabanas feraces, que son potreros regalados por la naturaleza, impulsan y prosperan los ganados de una manera asombrosa, sin que el hombre tenga que poner casi nada de sus manos, y proporcionan cereales permanentemente para hartarse toda La Guajira, porque los inviernos aquí no saben fallar y además hay ríos corrientes, en tanto que allá en la región de ustedes nunca llueve, y se muere de hambre y sed la gente así como los animales de cría. El secreto de esto está en cuidarse un poco, no saliendo de la casa solo, sino con una compañía de media docena de hombres muy bien despiertos con el arma a la mano y mañanearle primero al gratuito enemigo, porque es preferible matar que morir miserablemente».
+«Es eso precisamente lo que yo no quisiera», replicó Santanawa, «que mis hijos se viesen en la necesidad de matar por primera vez, porque después les quedaría la gana de seguir matando, pues que al hombre le pasa lo que al TIGRE, que después de probar la presa le queda el gusto en los labios para seguir devorando todo cuanto esté al alcance de sus garras. Así sería muy penoso que después de haber tenido nosotros la fama de hombres pacíficos y laboriosos se propagase por toda La Guajira de que nos hemos vuelto unos comegente».
+«Yo creo que las cosas tengan más de ponderación que de verdad», replicó Rubén al razonamiento de su padre, «porque la muerte ronda insomne por toda la redondez de La Guajira buscando todos los días la víctima que el destino le depare; aquí o allí, el hombre lleva siempre el mismo peligro de que cualquier imprudencia o descuido lo haga morir y por lo tanto, la precaución debe acompañarlo dondequiera que vaya».
+«Estoy perfectamente de acuerdo con lo que dice mi sobrino», confirmó Talhua interviniendo en la conversación, «porque, ¿en dónde y cuándo es que el hombre no carga la muerte detrás de la oreja? ¿Allá en nuestra Guajira del norte, tan ponderada de pacífica y buena, no hemos visto repetirse con frecuencia asesinatos tan horrorosos como los que se consumaron en Bartolo González Jayalhiu, en Macuira, muerto por un miserable Pushaina, con todo y haber sido un cacique de linajuda estirpe? ¿Luego la muerte alevosa del meritorio y nunca olvidado cacique Petnat Woulhiu, ejecutada por un Jitnu de baja ralea, en el mismo Macuira? ¿Más tarde el cruel asesinato de Edilia Epieyú, distinguida dama de la honorable familia de los Iguarán de Puerto Estrella, llevado a cabo en Punta Gallinas, por un indio anónimo? ¿Después la muerte del joven cacique mestizo Pushaina Uribe Palmar, consumada a mansalva en Jarara Central por uno de sus mismos vaqueros? ¿Y, por último, la de mi sobrino Warralhamatn, en Irotsima, perpetrada por un traidor que creíamos amigo, sin la más leve causa? Y así, sería nunca acabar si fuese a contar todas las infinitas muertes que han bañado en un mar de sangre lo largo y ancho de la tierra Guajira. Así pues, que no nos debe sorprender que aquí se mate a los hombres como moscas en un panal, ni que sea imposible vivir en esta sabana; creo por el contrario que si a Rubén le gusta la posesión que se le ofrece debe comprarla».
+«No he dicho tanto que pueda impedir a mis hijos hacer el negocio que a ellos les guste; advertir no es pelear», replicó Santanawa al discurso de Talhua, «que cada hebra de pelo cano que tengo en la cabeza es una experiencia adquirida en los ochenta años que llevo de vivir este mundo; Rubén puede, en buena hora, irse con el proponente a Taplamana, ver y registrar la posesión y cerrar negocio si así le parece bien».
+Cuando Rubén con sus dos hermanos Cuaiwa y Alayat, su cuñado Jimaay y primo Joúner y una decena de tiradores ensillaban las bestias para viajar al río con los visitantes, tres jinetes del lado norte se desmontaban al frente de la enramada, los saludaron, montaron y se fueron.
+TALHUA Y SANTANAWA SE ARRIMARON a la enramada a saludar a los tres indios recién llegados, de quienes su aspecto taciturno y su humilde indumentaria denunciaban en ellos ser simples vasallos de algún cacique norteño. Despojadas de los aperos las cabalgaduras y puestas a pastar en la pródiga campiña, aprisionadas con las maneas, los visitantes se tumbaron a pierna suelta, bocarriba en los chinchorros.
+«¿De dónde vienen ustedes?», le inquirió Talhua. El de más edad, que era un hombre de cuarenta años y que hacía de jefe de la comisión, respondió lo siguiente: «Venimos de Jurhlaj», Jarara del centro, «enviados por el cacique Cañouy, de la casta Epieyú, la misma a la que tú perteneces, a ponerte en cuenta que el indio Wanéjechi Ipuana de Epits (Cerro de la Teta), le dio muerte alevosa a sus dos sobrinos herederos Chirhalja y Juliechep». «¿Qué objeto llevó ese hombre a Jurrulaj y qué causas lo impulsaron al asesinato?».
+«Ese indio se presentó un día montado en mula, solicitando por unas bestias que él dijo se le habían derrotado de Epits y que le habían informado que las vieron por esas sabanas de Jurrulaj. El difunto Chirhalja lo hospedó en su casa prodigándole las más cordiales atenciones, inclusive alimentos y bebida alcohólica; en medio de la animada orgía se le ocurrió preguntar por Peira, un sobrino de Chirhalja, que apenas hacía dos meses había muerto. No pudo el preguntado sufrir tamaña ofensa, agarrando un enorme trozo de madera que tenía al alcance de sus manos, se lo asestó a Wanejechi con tal violencia que le abrió en dos tapas el cuero del cráneo, derribándole a tierra sin sentido y derramando una laguna de sangre. Duró privado una hora y cuando volvió a reaccionar se levantó, ensilló su mula, se montó, sacó de la funda el wínchester, dirigió la puntería al pecho de Chirhalja, soltó el tiro y lo derribó atravesándole el corazón y dándose simultáneamente al escape en su ágil bestia no se le pudo dar alcance». «Dos días después de enterrado el muerto, Juliochep salió con veinticinco jinetes en su persecución, llegaron a Epits y allí le informaron que Wanejechi se había dirigido para la serranía de Cosina. Hasta allá fueron a perseguirlo, pero antes de llegar al sitio en el cual se decía que estaba, ya él tenía aviso de que estos iban en su busca y calculando de antemano el camino por donde debían obligadamente entrarle, se le adelantó emboscándosele dentro de un zanjón al lado del camino. Al verlos venir se les quedó quieto aguantando el resuello y dejando pasar a los compañeros de Juliechep, hasta que se le atravesó este —que era el de último—, le tendió el fusil y le pegó el tiro en el hueco del cerebro, rodando muerto instantáneamente al suelo. Amparado por la tupida maraña, el asesino, como la primera vez, volvió a escaparse sin peligro, burlando una vez más las descargas de los proyectiles».
+«Cuando Wanejechi nombró al difunto Peira», objetó Talhua, «¿lo haría con la premeditación de ofender el honor de Chirhalja o sería que impensadamente se le salió la palabra sin el ánimo de herir la memoria del difunto?». «Wanejechi, después de nombrar al finado Peira, rectificó enseguida diciendo que se le perdonase, que lo había hecho inocente de que aquel sujeto hubiese muerto, que sinceramente lo creía vivo y que por lo mismo preguntaba por él, pero Chirhalja, ciego de la ira, no reflexionó en acatar tales razones, sino que rápidamente le descargó el golpe». «Pues, en eso estuvo el mal, en haberle dado importancia a una simple equivocación, de la cual nadie está libre, muy bien se ve a las claras que Wanejechi jamás tuvo la intención de ofender a Chirhalja, quien en tal caso es más responsable de su propia muerte y la de su hermano Juliechep que el mismo que la ejecutó. Además, esa ley que prohíbe entre nosotros nombrar a los muertos es tiempo ya de que debe acabarse; tenemos mucho roce con el civilizado y algo debemos asimilarle; por lo menos no darle tanta importancia al asunto, que en realidad no es más que una tontería. ¿Y Wanejechi qué rumbo tomó después de matar a Juliechep?».
+«Macep Ipuana, que así se llama el indio en donde buscó asilo Wanejechi, en Cosina, condolido de la desgracia de los muertos y al mismo tiempo queriendo demostrar su imparcialidad, a fin de que no se le juzgase como cómplice, le dijo a Cañouy que él estaba resuelto —si le pagaban bien— a darle muerte al asesino Wanejechi, puesto que lo tenía de puertas adentro».
+Cañouy se quitó enseguida el valioso collar de Tuúma que usaba de gargantilla y poniéndolo en las manos de Macep, le dijo: «Toma esto como garantía del pacto y después de consumada la muerte del asesino puedes contar con cincuenta vacas y cincuenta caballos». «Váyanse tranquilos para su casa», concluyó el proponente, «que en el menor tiempo posible daré ejecución al negocio y ya ustedes quedarán satisfechos de mi conducta».
+«A los quince días de haberse celebrado el pacto, Macep invitó a Wanejechi para una cacería de venados y por más esfuerzos que hizo en que un hermano de él no fuese con ellos le fue imposible hacerlo desistir del propósito de acompañarlos». «Salieron por un montículo no muy lejos de la casa, cada cual con su fusil terciado al hombro trajinaron para uno y otro lado por diferentes puntos del bosque y cuando advirtió Macep que el hermano de Wanejechi se había retirado de ellos un poco, detúvose de golpe, le fulminó un tiro con el Winchester, impactándole la bala en la tetilla izquierda cayó inánime instantáneamente al suelo». Jimaychon —que así se llamaba el hermano— corrió al punto de donde había salido la detonación creyendo que se trataba de la caza de algún ciervo. Ya Macep estaba emboscado y con la puntería preparada lo dejó acercarse y a quemarropa le disparó atravesándole con la bala y cayendo muerto al suelo. Los dejó allí tendidos mientras por un momento fue a la casa en busca de un par de peones y herramientas para hacer la sepultura, hecha la cual acomodaron los dos cuerpos en unas cajas de tosca madera, una encima de otra en un mismo hueco.
+Tres días más tarde, Jamatn Ipuana, tío materno de Wanejechi, acompañado de veinte jinetes, se presentó a la casa de Macep para inquirirle por sus dos sobrinos. «He tenido conocimiento», le dijo, «de que mis sobrinos han sido muertos por tus manos; quiero saber si ello es cierto y, ¿qué razones te impulsaron a beber de tu misma sangre Ipuana?». «Óigame con calma para contarle», le replicó Macep: «cuando tu sobrino Wanejechi mató en Jurrulaj a Chiralja Epieyú le dijiste que tú no le podías dar asilo en tus dominios; que tú estabas resuelto a no respaldarlo en ninguna forma; que bien podía buscar para dónde irse y esperar la represalia de sus criminales hechuras; viéndose él en tal desamparo recordó que yo era su familia por la casta aunque no por consanguinidad inmediata, resolvió venir a buscar mi asilo, el cual se lo prodigué a brazos abiertos, sin reparar cuánta responsabilidad me echaba encima comprometiendo incondicionalmente a toda mi familia, puesto que desde luego, ya yo sería juzgado por la casta Epieyú como cómplice y auxiliador del crimen».
+«Es el caso, pariente mío, de que ese hombre, no contento con haber matado a otro sujeto aquí —dentro de mis dominios—, se le antojó, abusando de mi confianza, enamorarse de mi mujer y de mi señorita hija, no pude de ese modo sobornado resistir al peso de tanta infamia; mi vida estaba en peligro en las manos de aquel tigre carnicero y era menester precaverme curándome en salud, tal fue lo que hice, anticipándome en quitarle a él la vida antes de que me arrebatase la mía. En cuanto a su hermano Jimaychon, mucho bregué para que ese día no fuera con nosotros, interponiéndole varios subterfugios, que él desechó todos, sin poder conseguir quitarle las ganas de ir a la cacería; contra él no tuve nunca ninguna predisposición, mas, después de muerto su hermano, al tiempo que ya me iba a martillar el tiro con su carabina, yo le anduve más presto y fue él la víctima en vez de ser yo».
+«Era eso lo que yo quería saber por tu propia boca», respondió Jamatn, «ya quedo conforme y despreocupado. Las andanterías de ese muchacho no daban reposo a mi ánimo. Pocos días antes de matar a Chirhalja ya había asesinado a un indio de casta Ulhiana, de Maij, a consecuencia de lo cual me apartaron mis rebaños de ganados, dejándome arruinado; y en los primeros días del año pasado mató a su mujer y su cuñado, de la casta Pushaina, las cuales muertes también me costaron la mitad de mi patrimonio. Tales razones prevalecieron en mi ánimo para expulsarlo de mis dominios cuando me llevó la noticia de la muerte de Chirhalja. Así pues, pariente mío, quedo satisfecho de que me has quitado para siempre un dolor de cabeza y un peligro para toda mi familia, así como doy gracias al cielo porque en vez de su hermano no fuiste tú la víctima, porque si ello tal hubiese pasado me habría muerto de la pena».
+Después de todo lo expuesto, Jamatn y sus compañeros fueron al sitio en donde se hallaban enterrados sus sobrinos, y allí, sobre los féretros exhumados, rindieron el tributo de su dolor y de sus lágrimas y cargaron con ellos para Epits, su tierra natal.
+Sobre los robustos lomos de dos mulas gravitaban las pesadas cajas fúnebres, que a una lenta y penosa marcha culebreaban el angosto camino de la serranía enmarañada de Cosina, dos indios tiraban del ronzal las cabalgaduras, a la vez que varios otros por ambos costados servían de soporte a la inmóvil masa, fuertemente atada de la silla. Las bestias, temblorosos los acerados remos, bañadas en sudor, jadeantes, les arrancaba la fatiga desesperantes resoplidos, que de vez en cuando turbaba el silencio profundo de la fúnebre comitiva.
+Apartado de los demás, a un buen trecho atrás, Jamatn, gibado sobre la dorsal de su caballo, inmóvil, cabizbajo, mudo, meditabundo y melancólico semejaba a una estatua. Un torbellino de ideas encontradas se arremolinaba en tropel en su cerebro atormentado; le asaltaban ímpetus avasalladores de revolverse y caerle de improviso encima a Macep y destrozarlo, pagándole con la misma moneda: atacarlo a mansalva, asesinarlo alevosamente como él lo hizo con sus dos sobrinos, y después dormir tranquilo el dulce sueño de la venganza. Estos eran los violentos impulsos a que lo empujaba la rebeldía indómita de su naturaleza animal; arranques terribles del potro cerril que todo guajiro lleva escondido dentro de su envoltura humana; grito salvaje de su amor propio herido; rencor y odio de su negra sangre aborigen. Mas, al fin su ser racional se impone y vence el fiero instinto de la bestia humana sublevada; siente que del piélago de sombras tenebrosas de su alma enferma emerge el Yo íntimo que en lenguaje sonoro le dice al oído: «Tu sobrino Wanejechi era un criminal empedernido; había consumado cinco asesinatos repetidos, inclusive el de su propia mujer, y la Ley Guajira sólo autoriza a la familia proteger al homicida hasta por segunda vez; a la tercera reincidencia, el individuo queda descartado de la sociedad, fuera de toda ley, rebajado a la escala de la fiera bruta, quedando así cada cual autorizado en propia defensa a eliminarlo, haciéndole con ello un bien a la sociedad amenazada. Tal fue lo que Macep hizo, sin el ánimo de ofender tu dignidad, curarse en salud quitándose de encima la amenaza personificada en tus sobrinos».
+Con esta réplica de su conciencia, el ánimo excitado de Jamatn quedó un tanto sosegado y saliendo del ensimismamiento en que iba atontado, apuró un poco la bestia, haciéndose al lado de un hermano que junto a los otros iba, como para desahogarse, le dijo: «Verdad hermano, que nuestro sobrino difunto se había convertido en una temible fiera viciada en beber sangre y comer carne de sus semejantes, su fuerte brazo era una amenaza para la sociedad; mi pariente Macep tuvo más de razón que de capricho para matarlo. Pero en cuanto a su hermano que no se había manchado con el crimen, ha podido buscarle un ardid para retirarlo lejos de su dominio y evitarle la muerte». «Así dice que lo hizo, pero infructuosamente», replicó el hermano, «ya eso estaba para suceder, nadie puede detener la arbitraria mano del destino que lo llamaba a pagar su tributo a la muerte; no nos queda otro remedio que conformarnos con nuestra suerte».
+EL SOL MORIBUNDO COMENZABA a fundir sus violáceos rayos tras los enhiestos picos de la nevada cordillera; el céfiro nocturno con su caricia apacible empezaba a refrescar la calcinada atmósfera pampera, difundiendo en el ambiente el suave perfume de las flores; el manso Ranchería en ondulaciones dilatadas estampaba su ósculo amoroso en la tersa superficie de la arena ribereña. La diafanidad azul del límpido cielo de la Pampa sonreía dulcemente con lisonja de mujer enamorada a la ubérrima floresta de la hoya hidrográfica; la desapacible algarabía de las guacharacas turbaban de vez en cuando la quietud profunda de la selva virgen; el bronco aullido de los macacos y los monos que haciendo coro con el tierno acento de las aves formaban la sugestiva filarmónica salvaje de la inmensidad bravía. Los vaqueros, curtida la epidermis por los quemantes rayos del sol, con el fusil terciado al hombro, transidos por el penoso trajinar en todo el día, regresan conduciendo sus rebaños a los corrales; el toro padre saluda el aprisco con su atronador mugido y la vaca con maternal ternura se precipita desesperada sobre el hambriento becerro a lamerle y prodigarle el confortante licor de su fecunda ubre.
+Fue a esta hora panorámica, a la caída de la tarde, cuando Rubén y sus compañeros se desmontaron al frente de la pequeña ranchería de Taplamana, del indio Cayra Epieyú —que así se llamaba el que le propuso el negocio de la posesión— y quien los conducía hasta las fértiles riberas.
+«¡Ah, tierra bella! ¡Lástima que no haya tenido hombres de empuje que la hubiesen impulsado a la producción!», exclamó emocionado Rubén al contemplar la frondosidad y la rica alfombra de pastos naturales que cubría la campiña.
+Llegó la noche, y la luna, para reemplazar la luz del sol desaparecido, comenzaba a ascender del cénit, serena y radiante por un cielo diáfano, infiltrando sus rayos melancólicos a las casitas achatadas de la ranchería del Playón.
+Después del preámbulo del saludo y tras de ingerir la fresca y jugosa chicha de maíz, Rubén y sus compañeros fueron conducidos a un rancho en zancos, con piso de madera arriba —a una elevación de cuatro metros— para evitar la picada de los zancudos.
+A la hora del crepúsculo matinal llegó Cayra a darles los buenos días y después de largo conversar le dijo a Rubén: «Ahí tienes, primo, un torito para que ordenes a tus compañeros que lo beneficien y hagan temprano el desayuno y después salir a nuestra exploración por los Playones».
+Maniataron y tumbaron enseguida la pequeña res; le clavaron el cuchillo en el hueco de la nuca y simultáneamente lo descuartizaron, y al momento yacían repletas las parrillas en los braseros, de pulpa y costillas, al lado de las arepas de maíz, plátanos y yucas asadas. Una hora más tarde estaba todo sazonado.
+Sobre una larga mesa de rústica madera, sin mantel, alinearon dos docenas de platones de calabaza y cucharas del mismo género, rebosadas unas con la espesa sopa de maíz, otras llenas de carne guisada, varias otras con asados y las demás con plátanos y yuca.
+Visitantes y caseros, en apretujado conjunto, rodearon todos la circunferencia de la mesa, sentados unos sobre banquillos de gruesa tabla y otros de pie empezaron a ingerir la apetitosa comida, terminada la cual, vinieron unas mujeres y barrieron todos los muebles de servicio, reemplazándolos enseguida con hermosas totumas de chicha unas y leche cuajada otras; unos preferían la chicha y otros optaban por la leche, según la variedad de gustos.
+«Haga ensillar las cabalgaduras», insinuó Cayra dirigiéndose a Rubén, «que ya es hora de salir». Rubén dio las órdenes consiguientes y sus compañeros trajeron enseguida las bestias del vecino potrero, en donde las habían puesto en la prima tarde, las cuales aperadas en pocos minutos ya estaban dispuestas para la marcha. «Estamos listos», dijo Rubén, cabalgando al tiempo que sus compañeros hacían lo mismo. «Bueno, síganme los pasos», respondió Cayra dirigiéndose hacia el sur, vega arriba del río.
+A paso lento, apenas habían andado media hora cuando Cayra detuvo la bestia ante el portón de un cercado de alambre. «Es esta la posesión de nuestro negocio», dijo dirigiéndose a Rubén, «tiene cercado solamente diez hectáreas que es lo que tengo cultivado, seis en pastos, dos en plátanos, una en yuca y una en guineo. Los linderos están extendidos con una longitud de diez kilómetros de frente y cinco de fondo, de montaña virgen; por el medio le corre permanentemente el río Paradero. Con doscientos rollos de alambre podrías cercar quinientas hectáreas, hacerlas desmontar y cultivarlas en pastos, y así asegurar tu cría de ganados contra los embates del verano y estabilizar tus queserías durante todo el año. Como ustedes, los guajiros norteños, son ariscos con la montaña, porque le tienen miedo a los mosquitos bravos y al paludismo, yo me prestaría para administrarte la hacienda aquí, y de vez en cuando —por lo menos cada quince días— podrías venir a darle tu visita».
+«Bueno, mi pariente, contando en esa forma con tu generosa colaboración queda cerrado nuestro negocio, puedes ir a recibir las diez vacas paridas cuando a bien lo tengas y ya nos dispondremos a emprender los trabajos de ensanchamiento».
+Después de caminar todos los contornos de la posesión volvieron a salir por el mismo portón, dirigiéndose nuevamente hacia la ranchería.
+«¿No quieres dar una vuelta por los playones del norte, río abajo?», le dijo Cayra a Rubén. Este le respondió que con mucho gusto quería conocer todas esas vegas, que le parecían tan fecundas que convidaban al trabajo. Volvieron a montar, después de refrescarse con un poco de chicha y se dirigieron para el lado indicado.
+Anduvieron algunos ocho kilómetros y pararon de golpe en la orilla de una hermosa laguna circundada de frondosos palmichos, a pocos metros de la ribera del Ranchería. «Fue aquí», dijo Cayra, «en donde se dio la memorable batalla de Carazúa, entre el ejército del Gobierno conservador, comandado por el general Amaya, y los revolucionarios del Partido Liberal, en la guerra colombiana de los Mil Días, que terminó en el año de 1903».
+«Ocho mil hombres de ambos bandos se jugaron aquí la vida bárbaramente con heroicidad fantástica, entre ellos tres mil venezolanos que también pagaron su tributo al odio de los partidos políticos». «¿Y cómo vinieron esos pobres hermanos nuestros», replicó Rubén, «a meterse en un pleito ajeno para perder tan miserablemente la vida?». «Dicen que el general Cipriano Castro, presidente entonces de la República de Venezuela, era muy amigo de los jefes de la revolución y admirador del Partido Liberal, y quien sabe qué otros móviles ocultos tuviese en miras, el todo fue que organizó y despachó de Maracaibo un bien equipado ejército de tres mil hombres, provistos de todos los elementos indispensables de combate, inclusive sesenta carros de mula portando fusiles, proyectiles, cañones y ametralladoras, bajo la dirección del general Dávila, quien en combinación con dos mil combatientes liberales, que aquí lo esperaban, debía tomar la plaza de Riohacha, fortificada por los conservadores».
+«El Gobierno, sabedor de todo lo que se tramaba, fue presto en despachar con un ejército de tres mil hombres al general Amaya para esperarlos aquí. Al avistarse las primeras avanzadas de los dos bandos contendientes se dio comienzo al combate, que después de Palo Negro fue el más sangriento de todos los que se contemplaron en esa guerra de hermanos contra hermanos, según la gente comentaba».
+«Al rayar el alba de ese día, el brutal estampido del cañón y el sordo fragor de la metralla y la fusilería retumbaban en el ámbito de la montaña. A las once de la mañana, al través de cinco horas de incesante y rudo batallar, el ejército conservador estaba reducido a la mitad de sus unidades de combate; la otra mitad de sus mejores hombres se los había engullido las mortíferas bocas de fuego, que eran sesenta cañones y otras tantas metrallas de que el bando contrario disponía, en tanto que el general Amaya, por la precipitación de no dejarse sorprender en Riohacha, a duros esfuerzos sólo pudo traer en el hombro de sus soldados dos cañones medianos. Sus heroicas columnas, unas tras otras eran sucesivamente barridas por la terrible arma; el centro del ejército estaba deshecho, sólo quedaban las dos alas dispersas; una espantosa derrota era ya inevitable cuando Pacho Cotes, guajiro mestizo de nuestra familia Epieyú, que con el grado de sargento primero militaba agregado al Estado Mayor, se le presentó al general Amaya diciéndole: “Mi general, si usted me autoriza a seleccionar cien riohacheros tiradores, me pasaré con ellos a nado el río, por la parte de abajo; circundaremos la ribera opuesta y en frente de los cañones, sin que nos vean, subiremos encima de los árboles y desde allí haremos blanco de los artilleros y silenciaremos enseguida esas destructoras bocas de fuego que nos acaban”. Anda, hijo, y ejecuta enseguida ese plan salvador», le respondió el general emocionado por la idea heroica del guajiro, «y que Dios te ayude».
+«Pacho llamó los cien tiradores, haciéndoles desnudar con los fusiles atravesados sobre los hombros y amarrados por debajo de los brazos y las cartucheras enrolladas en las franelas sobre la corona de la cabeza, se arrojaron al río. Hábiles nadadores con increíble rapidez ganaron en un instante la orilla opuesta, desamarraron las armas y fajándose las cartucheras corrieron hacia el sitio previsto; con la agilidad del mono treparon arriba de los árboles ribereños, y empezaron a mandar las certeras balas, que uno a uno iban derribando a los artilleros, hasta terminarlos en cosa de diez minutos. La gruesa infantería situada a retaguardia de los mortíferos arietes, cuando advirtió el no esperado desastre, creía que un mágico poder había metido la mano en favor de sus enemigos que ya lo creían derrotados, pues en verdad, no podían explicarse de dónde salían esos tiradores que no sabían pelar el blanco. En columnas cerradas embistieron con la furia del huracán, mas cuando pensaron llegar al emplazamiento de los cañones, ya estos estaban tomados por las fuerzas del general Amaya, que rehechas de su anterior desastre habían aprovechado el silenciamiento de los cañones para dar una violenta carga a la bayoneta, barriendo la vanguardia revolvieron la puntería de las temibles máquinas para el frente del enemigo y en media hora exterminaron al ejército liberal y a las invasoras fuerzas venezolanas. Sólo trescientos hombres de estas huestes salieron en derrota con el general Dávila, pero en un arroyo muy encajonado que aquí adelante queda, el cacique José Dolores, que era un conservador de marca K, con quinientos guajiros emboscados los asaltaron y terminaron con ellos, salvándose únicamente el general por haber arrojado a su voracidad codiciosa doscientas morocotas, que llevaba en el vientre de su cinturón de cuero».
+«¿De modo que la mejor página de gloria de esa jornada memorable», objetó Rubén, «le correspondió a un Epieyú nuestro?». «Sin la audacia del hijo de la sabana ya esa batalla estaba perdida para el Partido Conservador, y quién sabe qué repercusiones hubiera tenido para el plan general de la guerra, pero las cosas pasan siempre como son, que el uno siembra y otro recoge la cosecha, Pacho fue el padre de la idea, expuso la vida, y la corona de laurel se la tomó el general Amaya».
+«Bueno, primo Cayra», dijo Rubén. «¿Por qué esos alhijunas que tanto se ufanan en darse el título de civilizados son tan bárbaros en matarse unos con otros? ¿Por qué pelean como perros y gatos discutiéndose una presa?». «Según me han informado los mismos alhijunas que he tenido ocasión de preguntar y que combaten por el predominio del poder público, por obtener la presidencia de la República». «¿Por eso nada más llevan a la inmolación tantas vidas inocentes?». «Los que están bien informados me dicen que tales contiendas no llevan otra causa». «¿Entonces ellos son mil veces más bárbaros que nosotros, y sin embargo tienen el descaro de llamarnos salvajes porque peleamos por la defensa de nuestra sangre y por combatir el principio de la impunidad?».
+Después de esta plática los jinetes se enrumbaron para la ranchería de Taplamana, y no bien habían andado unos pocos pasos cuando uno de ellos, al tropezar la bestia, dijo sorprendido: «Y estas tantas pelotas que ya me iban hacer rodar por tierra, ¿qué son?». «Estos son los cráneos disecados de los soldados muertos, de los que pudieron escaparse al fuego, porque con la mayor parte formaron unas montoneras para quemarlos, pero aún quedan más de dos mil calaveras rodando». «¿Así son tan crueles y salvajes esos civilizados que no respetan a los muertos? ¿Que aún se ensañan en ofender el cadáver de sus enemigos?». «Esa es la práctica de la civilización de ellos».
+«¿A qué grado militar ascendieron a Pacho Cótes», preguntó Rubén, «por tanto ingenio y audacia y qué fin tuvo ese digno consanguíneo nuestro por haber sido el promotor de que tanta gente muriera?». «En el mismo campo de batalla lo elevó el general Amaya a la categoría de capitán de Infantería, y después de muchos años fue asesinado en Popoya en una emboscada que unos indios de la casta Jayalhiu le pusieron».
+«Entonces sí es verdad lo que los alhijunas dicen, que ese hijo de Malheiwa que se llamó Cristo, dijo: “El que a hierro mata, a hierro muere”. ¿En Pacho se cumplió la divina sentencia?». «Sí, así fue». «Y con el cacique José Dolores, que también hizo morir tanta gente, ¿qué pasó?».
+«Con José Dolores hubo muchas versiones, unos cuentan que él y toda su familia murieron envenenados; otros que fue herido con la flecha envenenada en un encuentro que tuvo con unos indios Ipuanas de sus enemigos y que mandó ocultar su muerte fingiendo que era natural; y los más comentan que murió de paludismo, pero el todo fue que él y su numerosa familia desaparecieron de la tierra, de un año para otro, sin que un solo renuevo quedara de su guerrera estirpe».
+«¡Caramba! No se sabe a qué creer», refunfuñó Jimaay. «Lo único positivo fue el cumplimiento de la santa palabra de Cristo».
+De esa manera iban entretenidos los jinetes hasta que llegaron a los ranchos del playón de Taplamana en donde se desmontaron para almorzar un rato, y luego se despidieron dirección a la sabana de Maicao.
+BAJO LA ATMÓSFERA CALDEADA de un sol abrasador dibujábanse las siluetas de diez jinetes que de la serranía de Cosina se dirigían hacia las sabanas de Jurulaj. Enfilados unos tras de otros, a un tardo y penoso andar, obstaculizados por la tupida maraña se les pintaba en los tostados rostros la melancolía y la pereza del pesado ambiente; enrolladas las mantas en la cintura por el calor irresistible, relumbraban las bronceadas espaldas insensibles a los quemantes rayos del astro rey que señorea la Pampa; mudos, meditabundos, avanzaban temerosos de perturbar el majestuoso silencio de la hora angustiosa; los indómitos corceles, hechos a la rudeza de la comarca bravía, jadeantes destilaban sudor copioso, sin perder el brío, apenas manifestaban su desdén con fuertes y repetidos resoplidos.
+Los jinetes hacen una parada en un pequeño valle, el de la cabeza de la comitiva, un hombre de alta estatura, de buen grueso, de mirada penetrante y una manifiesta agilidad física, de buena presencia y aire majestuoso, de cuarenta años, sacando un litro de ron de una de las bolsas del cojín de la silla les dijo a los compañeros: «Tomemos un trago para mitigar la sed, mientras llegamos a unas cacimbas que están aquí adelante, a una hora». Todos se acercaron y cada cual, a boca de litro, fue ingiriendo la alcohólica bebida.
+«Sigamos», dijo el jefe, que no era otro que Macep Ipuana, el matador de Wanejéchi. A los tres cuartos de hora, un poco antes de llegar a las cacimbas volvieron a parar para tomarse el segundo trago, luego siguieron y llegados al abrevadero se desmontaron para darle de beber a las bestias y ellos también; después de cambiar algunas palabras con los indios que allí encontraron y pagarles el servicio del agua con dos litros de ron, prosiguieron la marcha, a Pampa despejada, libres ya de las breñas de La Sierra.
+«¿Qué era lo que por allí se decía», preguntó Macep a uno de los compañeros, «con relación a un indio que mataron los soldados del ejército en Puerto López?»
+«Sí, oí decir por unos indios, que un día venían de Punta Espada varios indios de la casta Jayalhiu, de Wincua, y que se les antojó enfrente de Puerto López, ponerse a tirar un blanco y que en ese momento una de las balas rebotó del sitio en donde el blanco estaba, para el lado por donde venía un camión en el cual unos señores venían de Castilletes; la bala les pasó muy cerca y se imaginaron que los indios les tiraban a ellos, precipitaron el andar del vehículo, llegaron a Puerto López y denunciaron al corregidor que aquellos indios los habían asaltado a tiros.
+«El corregidor llamó enseguida a unos soldados, se embarcó con ellos en el mismo vehículo y salió a perseguir a los indios denunciados, a los cuales alcanzaron enfrente de Castilletes y como ellos estaban inocentes de lo que pasaba, en vez de desviarse y huir de la carretera, se pararon a esperar a los perseguidores, estos se les acercaron a tiro de pistola, sin averiguarles nada les descargaron sus rifles, el jefe de ellos, David Fernández, rodó por tierra acribillado a balas y sus compañeros huyeron, heridos varios de ellos».
+«Entonces lo que ahora dices me contaba un individuo mestizo», replicó Macep, «es todo mentiras. Me decía que esos cachacos los traía el Gobierno para amparar la vida y la hacienda de todos los que por aquí viven, ya fuesen ellos indios o civilizados, y ha resultado todo lo contrario, que vienen es a perseguirnos y asesinarnos impunemente con las mismas armas de la nación colombiana que nosotros tenemos por madre patria, sin causa alguna».
+«Según el informante que me contó, el corregidor estaba embriagado cuando le llevaron la noticia, y que en ese estado de inconsciencia ordenó el fusilamiento del cacique Fernández Jayalhiu y sus compañeros».
+«Está bien que el corregidor estuviese borracho, pero los cachacos o soldados no han debido obedecerle una orden tan bárbara, amén que todos fuesen borrachos».
+«Dicen que todos iban bebiendo ron».
+Engolfados iban los jinetes en esta conversación cuando el ladrido de los perros les advirtió que estaban llegando a la ranchería de Jurulaj, las bestias pararon las orejas, las aguijonearon y apurando el trote llegaron prestos al frente de la enramada, se desmontaron y las amarraron en las estacas y luego se tumbaron en los chinchorros que las activas manos de las indias tenían ya colgados al aire apacible del oxigenado ambiente.
+Con el cortejo de su numerosa familia vino el cacique Cañouy a saludarlos y rendirle a Macep el justo homenaje de su agradecimiento por el invaluable servicio de vengarle la sangre derramada de sus dos sobrinos Chiralja y Julhiechep, ultimándole el asesino Wanejechi y su hermano Jimaychon.
+«Ya estoy informado», dijo Cañouy, «de que tú has dado fiel cumplimiento al pacto que el otro día celebramos; ya daba por seguro el hecho, porque tenía ciega confianza en la dignidad de tu palabra y tu fuerte brazo, aquí tienes a tu disposición lo ofrecido: cincuenta caballos y cincuenta novillos, que puedes retirarlos cuando a bien lo tengas».
+«No es allí», respondió Macep, «adonde llegamos, hemos avanzado un poco más allá de lo convenido, de mi cuenta le agregué un tantico más al negocio. Después de liquidar la vida del asesino Wanejechi me vi obligado a matar también a su hermano Jimaychon, quedando así de una vez vengados los dos muertos de ustedes. Pagándome un servicio, aún me deben el otro».
+«Muy bien, amigo mío», confirmó Cañouy. «Ya se te darán otros cien animales como justa compensación a tu poderoso brazo».
+«Con los cien vacunos y caballares del primer servicio ya quedo conforme, mas, en cuanto al otro, quiero que se me regale con una majayura —señorita—, que sea de la cepa de ustedes, con la cual quedaría por demás bien recompensado».
+«También se te complacerá en eso, pero no será en el acto, porque no tratándose ya de ganados, habrá que buscar y convenir con calma, entre unos y otros de la familia destacar una dama que sea digna de tu valor y de tu estirpe; tú podrás viajar ahora con los ganados y dentro de quince días volver por lo demás».
+«Está bien», confirmó Macep aceptando sin objeción el plazo estipulado.
+«Ahí tienes», dijo Cañouy, «un novillo para la cena y dos garrafas de ron para que tus compañeros entretengan las horas de la noche».
+Mataron y beneficiaron la res, se hizo la cena y bebieron con ellos Cañouy y algunos de su familia hasta la medianoche en cordial camaradería.
+A las ocho de la mañana, los vaqueros de Cañouy que habían madrugado obedeciendo sus órdenes ya tenían encerrados en los corrales los numerosos rebaños.
+«Llamen a Macep para que venga a recibir por sus propias manos los animales», ordenó Cañouy a uno de sus vaqueros. Este trasmitió enseguida la orden y aquel vino a la puerta de los corrales con sus compañeros, en donde uno por uno, a su personal contentamiento fue recibiéndolos escogidos de los mejores ejemplares. Le reemplazaron con otros más nuevos cinco caballos que rechazó por viejos y dos yeguas con porras. Completo el número cien, Cañouy le dijo: «Toma de ñapa esa buena mula, que es la especial de mi cabalgadura y destínala para tu silla. Así queda resuelto nuestro problema en su primera parte, y en cuanto a la segunda, te esperamos dentro de quince días para que también quedes satisfecho».
+Tomaron el desayuno, ensillaron las cabalgaduras, montaron y se echaron por delante el hatajo, rumbo a la serranía de Cosina.
+DE RETORNO A LA SABANA, bajo la agradable impresión del encantador paisaje de la riquísima floresta ribereña de Taplamana, Rubén reposaba en altas horas de la noche sobre los plácidos pliegues de su ancho chinchorro de fina hilaza de colores franjados. Al amparo de la infinita quietud de la dormida noche daba rienda suelta a su soñador espíritu hacia las regiones sin fronteras de la divagación: creía haber encontrado el paraíso risueño de un nuevo mundo lleno de riquezas, que ya lo redimiría pródigamente de todas las pérdidas económicas ocasionadas por los veranos del norte, que ensanchada su posesión y convertida en la primera hacienda del río, con la quesería organizada y el engorde de novillos y marranos, sería desde luego catalogado como el primer magnate afortunado de aquella tierra de promesas halagüeñas; que contando con el rico mercado de Maracaibo, a pocas horas, le permitiría atesorar en bolívares, semana por semana, el producto de la hacienda, hasta formar la caja fuerte, ante cuyo influjo todo mundo le rendiría homenaje de consideración y de respeto.
+Así habría sido en realidad, siempre y cuando que se hubiera tratado de otra tierra que no fuese la sabana terrible, porque el trabajo dignificante, cualquiera que sea el origen o linaje del hombre, es capaz de elevarlo a incalculables alturas pero desgraciadamente aquel optimismo emocional se estrellaría contra la intransigencia del medio desgarrador de la Pampa salvaje, que como «la vaca loca» tira a ciegas, a diestra y siniestra a llevarse por delante todo lo que encuentre, todo lo que sea de peso, todo cuanto represente volumen material. Toda iniciativa generosa, todo esfuerzo laudable, toda actividad heroica habría de ser fatalmente atraída y engullida por el tremedal sombrío de la llanura voraz, insaciable siempre y feroz contra todo el que pretenda elevarse de su putrefacto seno.
+Rubén, al obtener el dominio de las riberas de Taplamana, violaba con sus profanas plantas la virginidad del jardín de la naturaleza que hasta entonces se había mantenido puro, y con ello desafiaba el furor implacable de las DRÍADAS, quienes en su fiera rebeldía habrían de valerse del arma más vil que abruma a la humanidad. Al punzante dardo de la cruel envidia reservaban ellas la terrible venganza del inaudito agravio. Él se vería obligado a luchar a brazo partido, no sólo con el enemigo manifiesto y digno que lo retase a campo abierto, en franca lid, sino con la medianía resentida, taimada y agazapada en traidor asecho, y no sólo él sería la víctima del monstruoso encono, sino que su anciano tío Talhua y su octogenario padre Santanawa y sus hermanos todos serían también blancos del odio y vilmente perseguidos en sus personas y haciendas.
+«¿Qué hacer?», se decía cuando todas estas reflexiones pasaron por su mente, «si yo no he cometido ningún crimen, no he robado a nadie, ¿por qué entonces se me ha de perseguir? ¿Comprar honradamente una propiedad bien habida es acaso un delito? ¿Y no es eso lo que yo acabo de hacer? ¿Adquirir, trabajar y cosechar no son las sanas actividades de todo hombre que aspire a representar algo en la vida? ¿Esta sabana abierta a todo horizonte y la inmensidad de la selva virgen no son campos suficientes para trabajar todo mundo, sin estorbarse los unos a los otros? ¿De dónde entonces la malquerencia?».
+Rubén tornó a serenar su espíritu divagador y se dijo para sí en su monólogo interior: «Si estoy espantándome de mi propia sombra, si no tengo enemigos en esta tierra, ¿por qué suponérmelo? Yo trabajaré sin descanso y me haré inmensamente rico, sin perjudicar a nadie». Satisfecho de sí mismo se entregó tranquilo en los apacibles brazos de Morfeo.
+Al rayar el alba, Talhua y Santanawa ya lo esperaban en la puerta de la estancia.
+«¿Cómo te parecieron esas tierras del Playón?», le inquirió su padre.
+«Esas vegas son un verdadero jardín eternamente regado y cultivado por la bondadosa mano de Malheiwa —ser supremo—, que muy poco tiene que poner el hombre de sus manos para volverlas una permanente fuente de riqueza, estoy locamente apasionado de ellas; si las hubiéramos conocido unos años antes habríamos evitado la ruina de nuestros rebaños y tantas pérdidas económicas que nos infligieron los veranos de Irotsima; ya tengo resuelto vender unos novillos y adquirir alambre para cercar quinientas hectáreas, desmontar y cultivar pastos, engordar ganado de cuchillo y establecer las queserías, que creo el mejor de los negocios».
+«Un primo hermano de Cayra tiene un poco más arriba, a orillas del paradero, un conuco que también lo vende; mi hermano Sulhumuca podría comprarlo muy barato y convertirlo, a poco costo, en una colosal hacienda; espero que ustedes le den su asentimiento a ese respecto, que yo le haré la sugerencia, invitándolo a ser mi vecino del río. Porque, en verdad, ya no podremos pensar en volver a nuestras áridas pampas del norte, tenemos que radicarnos definitivamente en esta región».
+«Muy bien», aprobó Talhua, «pero siempre hay que andar con cuatro ojos, porque de un momento a otro sale del monte un tiro, hace blanco en uno de ustedes y no se llega a saber quién fue el tirador». «Yo también creo lo mismo», dijo Santanawa. «No desmiento mi opinión de creerme más feliz en Irotsima con el hambre de los veranos que con la abundancia de esta tierra, porque, según los decires, que mientras un hombre esté pobre nadie se acuerda de él, pero que al verlo con dinero ya todo el mundo le clava la vista y lo persiguen hasta hacerlo caer al hueco que de antemano le preparan».
+Convencido y optimista Rubén, marchaba a los tres días camino de Maracaibo, acompañado de una docena de vaqueros, con cincuenta novillos para la venta, con cuyo producto compró y transportó hasta Taplamana doscientos rollos de alambre de púa. Contrató brazos, tumbaron la montaña, extendieron la cerca, sembraron pastos y cereales, y a través de un semestre ya habían empotreradas quinientas vacas en plena producción sustentando la gran quesería de Mainñatuy, que así era el nombre de la hacienda. La producción de maíz, plátanos, yuca, frijoles y otros granos daban abasto para mantener a toda la tribu de Talhua.
+Sulhumuca compró la huerta que vendía el primo hermano de Cayra, la ensanchó, la mandó cercar y cultivar, y formó en pocos meses una hermosa posesión tan grande y famosa como la de su hermano. Organizada con sus departamentos para la ceba de novillos, marraneras y queserías, producía al año un rendimiento económico altísimo, sólo comparable con la renta de Rubén. Con el nombre de Piishimana se distinguía esta nueva posesión.
+De uno a otro confín de la sabana y en todos los ámbitos de La Guajira entera repercutió la sensacional noticia de la prosperidad económica y pecuaria de los herederos del cacique Talhua. Todas las familias pudientes de la sabana vinieron a su casa a rendirles vasallaje y merecerles favores de todo orden: unos a exigirle dinero prestado para solventar sus apuros, otros a que les acreditara novillos, caballos y mulas, porque eran ellos los que especialmente poseían los mejores ejemplares de corredores para los hipódromos de Maracaibo y Barranquilla, de donde los pedían con frecuencia, así como para cabalgaduras de paseo en las grandes plazas. Tales préstamos los hacía con pródiga largueza, incondicionalmente, la mayor parte de los cuales nunca le llegaron a devolver.
+De todas partes les venían invitaciones para festejos, bailes y carreras de caballos; las núbiles damas del cortejo de los potentados les prodigaban el regalo de su sonrisa atrayente y sugestiva. Un preponderante cacique del río, de la casta Pushaina, le brindó a Rubén en matrimonio una de sus primeras herederas; se casó con ella y se la entregaron con un dote de cincuenta vacas paridas, otras tantas yeguas de cría y mil ovejas.
+Dos hijas de Sulhumuca fueron inquiridas para la unión conyugal con unos jóvenes mestizos de indumentaria civilizada, de la casta Apshana, quienes cedidas por su padre y por Rubén, aunque contra el querer de Talhua, fueron sustraídas al hogar paterno con ricos dones representados en ganados de toda especie.
+La encantadora Jiíwaya, hija de Talhua, fue solicitada y casada con un cacique mestizo, catalogado como el primer magnate de la casta Epinayú de la sabana. Previo el depósito conyugal acostumbrado de cien novillos y cien caballos, fue también sustraída al hogar de su padre con abundantes dotes.
+Tales fueron los lazos de afinidad que vincularon a la familia del cacique Talhua con los principales de la sabana de Maicao, lazos que él creyó indestructibles como prenda de seguridad para convivir tranquilo en el nuevo estado a que lo empujaba la caprichosa inconstancia de la fortuna.
+AL SIGUIENTE DÍA DE HABER partido Macep para Cosina, el cacique Cañouy congregó su numerosa familia para darle solución al problema que él le dejaba entre manos, ante cuya concurrencia manifestó lo siguiente: «Nuestro amigo Macep ha recibido satisfecho el ganado que se le dio en compensación del servicio que nos prestó matando al asesino Wanejechi, quien tantas lágrimas nos hizo derramar, pero que habiendo ultimado también a su hermano Jimaychon, pide justamente que se le regale con una dama que sea digna de su fuerte brazo».
+«Mis dos sobrinos difuntos, cuya sangre ha vengado Macep, no tienen más hermana que Fidelia, casada con el negro holandés Yon Calatayud, de quien tiene apenas dos niñitas, quiero y así lo ruego, que mi prima hermana Carmelina coopere dando una de sus dos señoritas hijas para que se una en matrimonio con Macep». «¿Por qué Fidelia no pide su divorcio», refunfuñó Carmelina, «y sea ella quien se ofrezca en nuevas nupcias?, porque ella es la que está obligada por ser hermana de los difuntos que Macep ha vengado».
+«El divorcio no puede exigirse, ni concederse sino cuando hay agravio manifiesto y comprobado, y en ese caso, Fidelia no tiene ninguna queja de su marido», replicó Cañouy a la insinuación de Carmelina. «El Negro», interpeló esta, «no depositó más que una miseria de diez vacas de mala muerte, muy lejos de satisfacer las exigencias de nuestra categoría, y por lo mismo, puede cuando quiera su mujer repudiarlo extralegalmente».
+«Está bien que mi pobre negro», intervino Fidelia, «no haya satisfecho las cien reses que nuestro linaje exige para la formalidad del matrimonio, pero yo aprecio al padre de mis hijos, quien nunca me ha dado resentimiento alguno». «De nada nos sirve ese negro aquí», replicó Juan Julio, un menor hermano de ella que apenas tenía catorce años, «es preferible que renuncies a su amor y te cases con Macep, que es un prohombre, que con su valor y sus armas sabe defendernos en cualquier trance». Fidelia se retiró resentida, muda y sombría.
+«Bueno, yo tengo que consultar a mis hijas», dijo Carmelina, «para ver si una de las dos se resuelve al negocio».
+A medianoche retumbó en la ranchería un tiro de carabina, toda la vecindad se levantó alarmada, dirigiéndose a la estancia donde Yon Calatayud dormía con Fidelia y allí la encontraron prosternada, bañada en lágrimas al pie del cadáver de su marido. Su hermano Juan Julio acababa de atravesarlo de un balazo, dormido en su hamaca. Fidelia loca del dolor intentó dos veces suicidarse, tuvieron que montarle guardia para evitarle el criminal designio. Al amanecer le dieron sepultura al negro y todo quedó tranquilo en la ranchería.
+A los diez días, cuando ya iba pasando la pesadumbre se le acercó Cañouy a Fidelia, sentándose cariñosamente a su lado, le dijo: «Sobrina, yo he sentido como propio tu dolor, pero ante la severa verdad tenemos que inclinarnos y reconocer el hecho cumplido, no hay otro remedio más que conformarte, la suerte fatal te ha privado de tu buen compañero, mas al mismo tiempo te ha capacitado para poder cumplir con un deber sagrado, cual es el de recompensar el brazo heroico del hombre que mató el asesino de tus dos hermanos difuntos y aún se presta para ser un baluarte y vengador nuestro en el futuro; es un cacique de méritos reconocidos, digno de nuestra estirpe; te recomiendo, aunque no te impongo reconocerlo y amarlo, él te será bueno y tú con su compañía serás feliz».
+Fidelia, con la paternal reconvención de su tío quedó un tanto halagada en su amor propio y seducida para someterse a la voluntad de Macep, tan pronto él viniese a procurarla.
+La noticia de la muerte de Yon Calatayud circuló con celeridad increíble por toda la extensión de la ancha pampa, clasificándose como uno de los más monstruosos crímenes hasta entonces ejecutado, la península entera lo contempló atónita, aterrorizada. Las autoridades comisariales fingieron investigar el hecho, llenando las vanas fórmulas que siempre hacen en tales casos, sin el ánimo sincero de perseguir, aprehender y castigar al delincuente empedernido, quien día a día, autorizado por la impunidad, ostenta francamente a toda pampa su título de MATÓN.
+El hecho criminal llenó de pesadumbre y luto el hogar del honorable ciudadano riohachero residente en Manaure, con quien a título de padre adoptivo convivía el negro, hasta el día en que se enamoró de Fidelia y se fue con ella. Mandó una comisión a investigar las causas que promovieron el suceso desgraciado y ella declaró que su marido nunca llegó a ofender a nadie, que lo mataron por antojo.
+Macep y Fidelia conversan amorosamente.
+Cumplido el plazo convenido con Macep, este vino a Jurulhaj a recibir la dama ofrecida; entre oscuro y claro, acompañado de una docena de jinetes se hospedó debajo de la misma enramada que en su visita anterior le había servido de estancia. Vino Cañouy con varios de sus familiares a saludarlos y después de cambiar unas pocas palabras, le habló en la siguiente forma: «Aquí hemos convenido que ninguna dama era más digna de tus buenos servicios que la propia hermana de los difuntos, cuya sangre habéis vengado; Fidelia está dispuesta a casarse contigo para dar cumplimiento al compromiso contraído, y para el efecto ya es viuda, su marido es difunto».
+Enseguida Fidelia se presentó en escena, encantadora, seductiva. Ella frisaba en los veintitrés años, los dos partos que había hecho del insular holandés no le restaban nada de su belleza física; esbelta, de color trigueño, cabellos largos, ojos negros como la noche tenebrosa de la Pampa indómita, boca pequeña, dientes blancos y finos; a través de la tela enlutada de su traje de viuda transparentábanse sus pequeños senos como picos de paloma torcaz, incitantes, juguetones; sus piernas musculosas, sus torneados brazos, su cadera estatuaria en armónico conjunto con la sombría palidez de sus mejillas tostadas por el calcinante fuego de sus lágrimas y su mirada taciturna, le daban un realce majestuoso a sus encantos femeniles. Macep la contempló extasiado, con respeto, con amor y con dolor a la vez, y luego dirigiéndose a Cañouy, le dijo: «Si Fidelia me ama voluntariamente yo me creeré feliz».
+«Yo soy tu deudora y tu esclava», interpeló ella en tono melancólico, «estoy dispuesta para acatar tus órdenes». «Si acaso me debes algo», replicó Macep, «esa deuda no será capaz de obligarte hasta la esclavitud, sólo tu generoso corazón te impone la esclavitud del deber, que es la más honrosa de las servidumbres. Nos casaremos, y tú serás la única dueña de mi hogar, yo guardaré tu corazón dentro del mío como una reliquia inviolable; por hoy respetaré tu luto, volveré dentro de cuatro meses para celebrar nuestras bodas, cuando ya estés con el ánimo más tranquilo».
+Se despidieron de todos, montaron sus compañeros y desfilaron camino de Cosina.
+CON LA PRÓSPERA POSICIÓN económica y social de la familia de Talhua, empezó el roedor gusano de la envidia a minar el alma de sus vecinos, impulsándolos en su encono febril a practicar las más bajas ruindades. Un día desaparecieron del hatajo de Rubén dos de los corredores más famosos, sin que nunca se llegara a saber qué rumbo tomaron. Después hubo versiones de haber sido matados y enterrados en sitios desconocidos; otro día se echaron de menos unas mulas; más luego se encontraron muertas a plena sabana unas vacas paridas; más tarde desapareció un vaquero, cuyo cadáver hallaron a los tres días podrido en un zanjón; enseguida otro en análogas circunstancias; y finalmente aparecieron picados los alambres de la cerca de la posesión del río.
+Las versiones, los enredos y los comprometedores cuentos llenaron los ámbitos de la sabana; iban y venían a turbar la tranquilidad de los hogares con la encendida chismografía provocadora.
+Una mañana de primavera, plácida y serena, en que las campanillas blancas llenaban el ambiente sabanero con su perfume delicioso y la brisa tierna con su arrullo cariñoso besaba la curtida frente de los ordeñadores que en vaivén constante se agitaban en los corrales inquiriendo de la vaca el divino manantial de su ubre maternal; hora contemplativa y poética en que el espíritu del hombre renovado y confortado por el descanso nocturnal se torna alegre y satisfecho de sí mismo.
+Talhua y su familia se hallaban congregados contemplando los corrales de sus rebaños y el ajetreo del ordeño, cuando del lado del norte apareció un jinete, que por la agitación y el abundante sudor de su cabalgadura y la nerviosidad pintada en su rostro, podía juzgarse que era portador de una alarmante noticia. Refrenó la bestia al pie de la reunión, y dirigiéndose al cacique, dijo: «Vengo a darte la noticia de la muerte de tu hija». «¡Mi hija!», balbuceó el anciano derramado en un mar de lágrimas. «Sí, tu querida hija ha muerto, el marido la encontró a medianoche ahorcada, guindada del tirante de la casa».
+«¿Mi hija tuvo pleito con su marido?». «Ellos se retiraron al descanso sin haber tenido ninguna discusión», respondió el jinete.
+«¿Cómo puede ser posible que mi hija se suicidase por puro antojo?», se decía en su monólogo interior el inconsolable anciano. «No cabe duda de que hubo algún motivo poderoso o mi hija no ha muerto por sus manos, sino asesinada por otro».
+Cuatro horas después Talhua marchaba con cien jinetes camino al hogar de su malograda hija Jiíwaya. En la mitad del camino encontraron la fúnebre comitiva en que la muerta venía en la caja amarrada sobre el lomo de una mula, conducida por su marido devolviéronse con ella y siguieron hasta el hogar de sus padres. En Murujuichon, en la propia casa de Talhua, sobre una larga mesa fue puesto el féretro, en donde toda la numerosa familia prosternada en contorno derramó el torrente de sus lágrimas.
+Se despacharon mensajeros con la fatal noticia por los cuatro vientos de la sabana, invitando a las familias de distintas castas para que concurrieran al velorio que Talhua dispuso prolongarse hasta treinta días. Durante ese término vinieron parcialidades de todas las regiones a rendir el tributo de sus lágrimas ante el cuerpo yacente de la distinguida dama.
+Hubo versiones y comentarios. «Pero, según dicen, la muerta ha sido matada», decía una buena mujer conversando con otra. «Que una de sus propias sirvientas ha confesado que su marido después de derribarla de un puntapié en los ovarios, la guindó, amarrándole un pañuelo en el cuello, del tirante de la casa, para hacer ver a los demás que la difunta había muerto ahorcada por asuntos de celos». «¿Y qué interés tenía el hombre en darle muerte alevosa a la mujer de su hogar?». «Dice la gente, que tanto escudriña y tanto descubre, que su marido estaba quejoso de la difunta, porque dizque no la encontró en su estado de virginidad cuando se casó con ella y le daba golpes cada vez que se emborrachaba, sacándole en cara la falla del depósito sagrado. Esto cuentan los decires, pero como del dicho al hecho hay mucho trecho, su padre Talhua, que es un hombre de tanto juicio no ha querido adelantarse a los acontecimientos, sino dejar que la fruta se madure; él está recogiendo datos positivos para después resolverse a cobrar el daño».
+«Dicen que Joúner, el hermano de la difunta, le ha pedido autorizaciones a su padre para vengarla, pero le ha dicho que se espere que aclaren las cosas».
+«¿Qué más espera Talhua que no le echa sus huestes a los criminales que le han matado su hija?», le decía Jimaay a Rubén, «porque si va a meterse a tonto y deja pasar por alto este tiro, sería autorizar entonces que le sigan matando su gente impunemente; el que en esta tierra no se avispa se lo tragan; ya deberíamos estar acabando con el enemigo, porque el que pega adelante pega dos veces dice el dicho, y debemos tener en cuenta que somos muchos más que los que nos malquieren». «Mi tío es muy pasivo», respondió Rubén, «y él nunca procede contra nadie sino cuando está rebosado de razones y con todas las pruebas por delante». «Pero ¿qué más razones que la muerte de su hija y qué más pruebas que la confesión de la propia sirvienta que dice que vio con sus ojos cuando el marido de la difunta le dio un puntapié que la mató?».
+Tales eran los comentarios que circulaban alrededor del asunto, pero Talhua, hombre honrado y de conciencia pura, no se conformaba con una sola declaración, y de una esclava, persona fácil de desviar la verdad por algún interés oculto o prejuicio preconcebido; pensó y vaciló muchas veces deteniéndose ante el borde del tenebroso abismo que se le abría por delante. Después de todo resolvió seguir investigando la verdad y esperar pacientemente un resultado cierto.
+Cumplidos los treinta días del velorio, Talhua mandó sacar de la casa el ataúd, llevado a un sitio de la sabana y colocado allí dentro de una bóveda construida al efecto, los cuatro mil jinetes de la fúnebre comitiva le prodigaron los honores póstumos.
+Quinientos novillos, mil doscientos carneros y cuatro mil litros de ron recibieron ellos en compensación de sus lágrimas vertidas y por paga de su congoja infinita.
+El dolor volvió a entenebrecer el hogar de Talhua, lo mismo que en los días de la muerte de su sobrino Warralhamatn en Irotsima. ¡Insondables arcanos de la providencia! ¡Caprichoso y arbitrario destino! Con la muerte de su amada hija se abría apenas el prólogo fatal de su histeria tenebrosa; todavía le faltaba ver las páginas sombrías de sangrientos dramas que habrían de apurar aún más el cáliz de su amargura.
+EL CABALLERO MESTIZO RIOHACHERO, José Barroso, que así se llamaba, padre adoptivo del antillano Yon Calatayud, inconsolable en su dolor por la horrible muerte del pasivo y obediente hijo, cuya filial ternura le había captado todo su paternal amor, conocedor de las leyes del guajiro, se dispuso mandar un emisario ante el cacique Cañouy, representante del asesino, para exigir su cabeza o la conmutación en cien novillos y cien caballos, a fin de que su hijo no figurase en el infamante concepto de «perro que no tiene quien lo llore». Buscó al efecto un abogado indígena, quien con lógica inapelable demostró ante el cacique demandado la inocencia de la víctima, su intachable conducta y su honestidad de padre de familia, así como la sevicia y premeditación del asesino.
+Cañouy interpeló manifestando que todas esas circunstancias las tenía en cuenta, pero que al mismo tiempo había que reconocerse que la víctima estaba en la escala de un individuo advenedizo y anónimo en la sociedad indígena, de procedencia y estirpe desconocidas, concepto que, desde luego, mermaba a una décima parte el valor económico de la indemnización; que de las doscientas cabezas de ganado pedidas sólo podría satisfacer la demanda con veinte, las cuales ya estaban a la orden.
+«Yo no le he mandado a pedir limosnas», replicó Barroso rechazando con energía las veinte reses, «le he reclamado un asunto de honor y de sangre». «Toma ese ganado», le dijeron sus amigos, «y abónalo a la cuenta, que él no te quitará el derecho de pedir más tarde la cancelación definitiva; refrena tu odio y guárdalo para luego, que como dice el indio: “Muchos días van y vienen”, ya te llegará el de tu venganza». «Así es», balbuceó Barroso reservándose el desquite.
+A los cuatro meses de haberse despedido Macep para Cosina, regresó a Jurulaj, con un acompañamiento de veinticinco jinetes, incluyendo seis mujeres de sus familiares, y conduciendo diez novillos para la celebración de sus bodas con Fidelia, como él le prometió a su partida.
+Se le hizo un recibimiento pomposo; Cañouy dispuso ponerse un baile e invitar a todos los vecinos. Retumbó en los ámbitos de la sabana la monotonía de la caja, congregando en torno del Piouy abierto al aire libre a los bailadores con su QUIARA empenachada los hombres, y las mujeres luciendo el rojo coral de sus pulseras sobre la muñeca y contorneando sus tobillos musculosos. Se repartió carne de res para la cena y hubo derroche de bebidas: ron Wayu para los hombres, y vino traído de Maracaibo para las damas.
+Fidelia, desvanecido de su memoria el triste recuerdo del infortunado negro Yon, y vuelta a las dulces alegrías de la vida, se mostraba a la altura de la fiesta, satisfecha y juvenil. El dolor como el placer son destellos fugaces que entenebrecen o resplandecen por un instante el sombrío abismo del alma humana; transitoria fosforescencia espiritual que con relativa intensidad enciende o apaga las facultades latentes emocionales de la personalidad; pasado el relámpago queda la cavernosa obscuridad o la clara y estrellada noche. Así quedó el alma de Fidelia como la serena y despejada noche de la Pampa abierta, después de ido el lacerante dolor que la abrumó por un momento.
+A la medianoche, en medio del bullicio de la alegre orgía, un joven jinete refrenó al pie del cajero. Este silenció la caja, los bailadores y espectadores se volvieron todos hacia el recién llegado, haciéndole un rol. Su hermoso caballo moro-mosqueado, la rica armadura y lujosa manta de fina tela y su imponencia majestuosa revelaban en él una persona de alta alcurnia.
+«¿Ya llegaste?», le dijo Cañouy acercándosele del lado de montar de su cabalgadura y conduciéndolo enseguida a un hermoso chinchorro que ya estaba tendido al amparo de la fresca enramada, se le sentó a su lado. «¿De dónde vienes y qué nuevas nos traes?», le preguntó.
+«Vengo de la sabana de Maicao, soy sobrino heredero de Talhua, y qué contar, les traigo la noticia de la muerte del indio Couwoulhe de casta Epinayú y su hijo Jimaihetay Jusayu quienes fueron fusilados ayer por la policía de aquella localidad». «¿Fusilados por los agentes del Gobierno?». «Sí, fusilados por orden del corregidor Roberto Iriarte». «¿Y ese corregidor tiene la facultad de disponer de la vida de los ciudadanos a su antojo y arbitrio?».
+«La tendrá seguramente».
+«¿Qué causas graves ocasionaron ese fusilamiento?». «Esos indios llegaron borrachos queriendo formar pendencias con un indio de la casta Epieyú de nombre Walherki, que vive en Casiichi, a cinco kilómetros de la población de Maicao. Elvira, una hija de Walherki, al ver que su padre era injuriado por los indios en acalorada discusión, se fue en carrera hasta Maicao para informar al corregidor de lo que pasaba. El corregidor Roberto Iriarte, para complacer a Elvira, que llevaba relaciones amorosas con él, hizo destacar de la guarnición seis agentes de la policía, embarcándose con ellos se dirigieron enseguida al sitio de la pendencia en un autocamión. Couwoulhe y su hijo, que ya se habían aquietado, al advertir que los que venían en el carro eran agentes policivos, tomaron sus fusiles y corrieron a esconderse en un bosquecillo vecino. Al verlos Iriarte que huían con las armas en la mano le ordenó a los agentes que les dispararan, quienes sin más allá ni más acá, les descargaron sus bocas de fuego, cayendo instantáneamente muertos los dos, padre e hijo».
+«¡Caramba! ¡Qué es lo que está pasando! Entonces hay que creer que el Gobierno ha mandado a esa gente para acabar con nosotros», interpeló Cañouy sorprendido del cuento que le echaba Cuwaiwa, que no era otro que el caballero del caballo moro-mosqueado, que en las eternas travesuras de sus incansables borracheras se había dejado rodar hasta Jurulaj, sugestionado por la noticia de las bodas de Macep con Fidelia.
+«Y después de muertos los dos indios, ¿qué más pasó?». «Los mismos policías recogieron los dos cadáveres, los embarcaron en el carro y se los llevaron para darles sepultura en Maicao».
+«De modo que hicieron como los cazadores de venado que recogen la caza para llevársela, sólo que en ellos faltó el apetito de comérselos».
+«Apenas hará tres meses que el corregidor de Puerto López ordenó el fusilamiento del joven cacique David Fernández Jayalhiu; el año pasado los cachacos que estaban de guarnición en San José de Bahía Honda, uno de ellos que dicen que estaba enamorado de una joven india, quien no habiendo querido acceder a sus sugestiones y viéndola después en retozos con el indio Onésimo Epieyú, mordido por el celo, le disparó un tiro con el máuser, rompiéndole un muslo y fingiendo después que había sido un tiro salido involuntariamente; otro cachaco mató en esos mismos días, en la salina de Manaure, a la india Yawalhakir Ulhiana, porque tampoco quiso ceder a su presión amorosa; más tarde otra india fue muerta en la vecindad de Uribia por otro agente; y así por el estilo sería largo contar la sucesión indefinida de crímenes ejecutados por los agentes del Gobierno, sin causa justificativa alguna».
+«Si las cosas siguen así», replicó Cuawaiwa, «no nos quedaría otro recurso que emigrar para Venezuela, en donde sí tendríamos garantías, porque los gobiernos de allá son muy distintos a los nuestros; ellos proporcionan agua para el indio, luz, médico, medicina, escuelas con restaurantes, amparo y seguridad en vida y hacienda. Las sabanas de Perijá, que en extensión y lozanía son como La Guajira, serían propicias para nuestros rebaños».
+«Siempre sería una gran calamidad tener que renunciar a esta tierra, en donde hemos nacido, crecido y vivido toda la vida», objetó Cañouy un poco acongojado por la sugerencia de Cuawaiwa; «creo que más son los abusos que la mala voluntad que pueda tenernos el alto Gobierno, que la más de las veces estará inocente de todo lo que por aquí pasa; lo que debemos hacer es buscar órganos de información que ilustren el criterio del Gobierno sobre la verdad y conseguir que se establezcan autoridades conscientes y honestas que correspondan al magisterio que desempeñan».
+«En eso es que está el secreto», objetó Cuawaiwa, «que desde el comisario para abajo acomodan todos los empleos de acuerdo con el compadrazgo y no con la honestidad; con ese funesto sistema no llegaremos nunca a ningún resultado positivo; siempre estaremos del tumbo al tambo, velándole el sueño el uno al otro, cazándonos mutuamente como el tigre y el león en la montaña. Porque mientras no haya autoridad legítima no podrá haber justicia, ni sosiego, y sin justicia no hay ciudadanos sino fieras, cada cual se ve obligado a cobrar con la fuerza de sus brazos el daño que se le hace, y el que más fuerza tenga dominará a los demás; la hombría y el brazo armado serán eternamente los dioses tutelares de esta tierra, y a nosotros se nos seguirá considerando como tribus salvajes indomables».
+Avanza la noche silenciosa, serena y estrellada de la Pampa grave y severa; sólo la monotonía melancólica de la caja rompe de vez en cuando la infinita quietud del majestuoso imperio de Morfeo, bajo cuyo sugestivo influjo los bailadores dominados y vencidos, taciturnos se retiran al amparo apacible de la mullida hamaca.
+Macep y Fidelia bajo el fresco techo de apartado rancho se entregan al tierno idilio de su naciente amor; allí, al abrigo de la blanca y suave hilaza del típico chinchorro, en besos y abrazos los dos amantes en delirante frenesí se hacen el mutuo juramento de nupcial fidelidad.
+Los cajeros fatigados, soñolientos y medio borrachos también buscan el reposo.
+A los dos días de terminadas las fiestas, después de que los compañeros de Macep se fueron y los invitados al baile, se presentó a las puertas de Fidelia una india que frizaba en los treinta años, de rostro melancólico, macilenta y cubierta hasta las rodillas de mugrientos harapos, que por detrás le dejaban ver las nalgas desnudas y por delante las rajas de la inmunda tela descubrían los duros senos, las cotizas rotas y el pelo empegostado denunciaban claramente la extrema pobreza de la desvalida mujer.
+«¿De dónde vienes», le inquirió Fidelia haciéndola avanzar, «que te presentas en un estado de ruina tan lamentable?».
+«Vengo de Riohacha», respondió la desconocida, «en donde vivía con mi marido del producto de su trabajo; él traía agua del río para vender a la población y con lo que ganaba nos manteníamos tranquilos, pero hace hoy seis meses que se me enfermó y murió de paludismo, y desde entonces vengo dando tumbos para allá y para acá, hasta venir a reducirme al estado en que me ves».
+«¿Durante ese tiempo que llevas de viudez no has podido conseguir trabajo? ¿Ni nadie ha llegado a enamorarse de ti?».
+«Ese pueblo de Riohacha es muy pobre; allí todo mundo está muerto de hambre, nadie tiene trabajo en que ganarse la vida, sólo pueden vivir los empleados con sus sueldos; muchos enamorados tuve, pero reconocí que nadie tenía cómo regalarme nada, a excepción de los cuatro ricos que hay, y tú sabes que el rico no se enamora sino de las ricas; así es que no quise profanar en vano la memoria de mi buen marido, he preferido arrastrar sola esta vida miserable».
+«¿Entonces quieres emplearte aquí de cocinera? Aquí no te faltará comida, ropa y algo más».
+«Eso es lo que yo busco, algo en que ganarme la vida».
+En tales condiciones se quedó la advenediza en la casa de Fidelia; era muy ágil y voluntaria, desempeñaba con suma habilidad todos los quehaceres domésticos, inclusive ser excelente cocinera y aseada en extremo; lavaba la ropa de Macep y de Fidelia, y hacía todas las tardes la mazamorra para la chicha, la cual sabía preparar muy bien. Fidelia la tenía rebozada de todo cuanto se le antojaba, prendas de vestir, aretes, pulseras, sortijas y collares de oro.
+Un día, a medianoche, Fidelia despertó y se levantó mareada. «Corre que me caigo», le dijo a Macep. Este se precipitó del chinchorro y antes de darle la mano ya se había desplomado al suelo, muerta, con una espesa baba en los labios. Corrió al rancho vecino, en donde su hermano Juan Julio dormía y lo encontró revolcándose en tierra con los mismos síntomas mortales, cuando se agachó para levantarlo expiró en sus manos, y al dirigirse al rancho de una tía de su mujer también la halló contorsionada en horrible agonía, y luego oyó gritos desesperados en los demás vecinos ranchos; todas las estancias estaban infectadas del terrible mal.
+«Se trata de un envenenamiento», exclamó Macep. «¿Dónde está la cocinera?». La buscó por todas partes y no pudo encontrarla.
+«Preparen unos mechones de Yotojoro», intervino Cañouy, «y sigan las huellas de esa mujer hasta darle alcance». Macep alistó rápidamente diez hombres y marcharon en persecución de la asesina; caminaron toda la noche sin poderla aprehender; llevaron el rastro hasta las puertas de la población de Manaure, de donde retornaron fracasados.
+Cinco hombres y siete mujeres, inclusive Fidelia, fueron las víctimas del mortal veneno que la cocinera mezcló con la chicha de la tarde y que Macep no quiso ingerir, porque según la superstición indígena, su LANIA de origen guerrero, que eternamente cargaba pendiente de la faja con su atributo sobrenatural, lo mantenía inmunizado de todo peligro.
+DESPUÉS DE LA MUERTE DE Jiíwaya, Talhua se había encerrado en su estancia como la fiera herida en su cubil, envuelto en un mutismo sombrío; no recibía visitas de nadie, apenas cambiaba pocas palabras con su cuñado Santanawa, que era el único que tenía el privilegio de penetrar a su escondite. Hablándole de su hija, le decía: «No puedo creer que mi yerno haya matado a su mujer y que después tenga el valor de revestirse de tanta hipocresía, fingiéndose inocente».
+«Él es mestizo», replicó Santanawa, «y del hombre de sangre revuelta todo puede esperarse. Eso de matar frente a frente, de hombre a hombre o de casta a casta, en franco desafío, sólo lo hacían nuestros antecesores cuando eran de pura sangre india; hoy todo ha cambiado con la penetración de esos alhijunas, que junto con venir a envenenar el cuerpo de nuestras mujeres con enfermedades que antes no conocíamos, también le producen hijos perversos que vienen a provocarnos dolores de cabeza, corrompiendo nuestras costumbres y leyes de antaño. Ya vez lo que acaba de pasar en Jurulhaj, que un mestizo, padre adoptivo del negro holandés Yon Calatayud, en una sola noche extinguió a una familia entera con el veneno, sistema de ataque empedernido, producto funesto de la depravación del civilizado contagiado al indio, que jamás conocieron nuestros padres».
+«¿Es verdad que fue el padre de Yon quien mandó a envenenar esa gente?».
+«Según cuentan, dizque él mandó una sirvienta vestida de harapos a la casa de Fidelia solicitándole trabajo de cocinera, y que de consigo llevaba en su cuerpo guardado el veneno».
+«¿Y por qué se le antojó a ese negro, siendo de tan lejos, venir a convivir con una india, en cuya unión conyugal hay tanta disparidad como la que puede existir entre el burro progenitor y la yegua?». «Pero que en esta unión hay una atenuante, y es que ella ha sido obligada por la cruel y profana mano del hombre, en tanto que aquella es consumada por un acto voluntario».
+«Es la fuerza mágica de la CONTRA», interpeló Santanawa, «con la cual las indias obtienen un dominio completo sobre el hombre, sin respetar nacionalidad, porque colombianos como venezolanos, italianos como holandeses, costeños como andinos, indistintamente envueltos en esa malla misteriosa del WAYUCO, nadie ha podido salir nunca a echar el cuento a otra parte; todos han sucumbido aprisionados como el pez».
+«Tal fue lo que le pasó al infortunado negro Yon, que después que olfateó el perfume sugestivo de la poderosa CONTRA le fue imposible acordarse más de la tierra que lo vio nacer; en cuerpo y alma se quedó para siempre adorando al ídolo profano de pampa indómita, personificado en la beldad indígena».
+El cacique Talhua era de índole benigna, de suave carácter, pacífico y tranquilo, a la vez que era filántropo y popular; buscaba las relaciones sociales con todo el mundo, indios y civilizados, comerciantes y empleados del Gobierno eran atraídos por su poderoso influjo personal. Esas bellas y múltiples cualidades que adornaban su personalidad refrenaban los apasionantes impulsos de su alma febril en los momentos en que era víctima de las convulsiones internas que lo agitaban en la soledad de su estancia, en donde se le presentaban mil problemas insolubles. Hacía comparaciones y deducciones relativas a la situación que lo atormentaba, y concluía con este monólogo: «En mis manos está armar mis huestes, lanzarlas sobre mis supuestos enemigos y destruirlos a todos en una noche, pero después, ¿cómo quedaría ante el público? ¿Qué dirían mis amigos y qué pensarían de mí los representantes del Gobierno? Aparecería como un miserable, bandido, salteador; destruiría en un momento todo un pasado honroso; tendría que huir a los montes con toda mi familia y abandonar el control de mis haciendas, y eternamente martirizado por la secreta voz de mi conciencia no podría dormir, ni comer, ni reposar tranquilo».
+Bajo el influjo bienhechor de esos pensamientos el espíritu racional del venerable anciano vencía siempre la terrible furia de la bestia aborigen agazapada en el fondo de su alma resentida; pasaba noches enteras sin dormir, absorto, contemplativo, delirante, hasta que lo sorprendía el alba sin pegar los ojos, y entonces su mujer, sus hijos y sus sobrinos entraban a consolarlo un tanto con unas pocas palabras lisonjeras y llenas de filial cariño; pero él era inconsolable en su desgracia, la presencia de aquellos seres queridos le reflejaba la imagen de su adorada y perdida hija, y entonces lloraba como un niño sollozando, no de cobardía ni por debilidad afeminada, sino de verse cohibido para desenfrenar su implacable venganza sobre los que lo hacían sufrir. El poderoso brazo de la razón detenía siempre su vengadora mano: el instinto salvaje le decía mata y véngate, y su generoso corazón le replicaba, no puedes proceder contra nadie, y estos contradictorios pensamientos eran los que le hacían apurar el cáliz de su amargura; el dolor de la impotencia voluntaria, como un acusador fantasma, le perturbaba eternamente el sueño.
+Toda su gente lo instaba a la venganza, sus hijos, sus sobrinos y sus leales esclavos le pedían con insistencia la autorización para atacar y destruir a sus enemigos, y él era inflexible en su resolución pacífica; nadie podía contrariarlo en sus designios.
+Fue en ese periodo fatal de abatimiento cuando la mujer de Talhua acercándose a su estancia, le dijo: «Ahí te traen muerto a tu sobrino Cuawaiwa». El anciano, como movido por un resorte eléctrico, de un salto ganó la puerta, miró hacia afuera y se dio cuenta de que una compacta comitiva se aproximaba con un cadáver envuelto en mantas, amarrado sobre el lomo de una bestia.
+«Rubén, Jimaáy, Joúner», gritó ofuscado y ebrio de ira. «Ahora sí, armen a toda la gente, marchen y maten sin compasión a todos los que nos han ofendido; arrasen, arruinen, que ya no hay más tolerancia».
+«Padre, no hay enemigo contra quien proceder», respondió Joúner, «es el alcohol quien ha matado a su sobrino, aquí están los que lo han traído, puede informarse con ellos».
+Uno de los de la comitiva avanzó y, de pie ante Talhua, le dijo: «Nos consta a todos los que aquí estamos que el difunto tenía como diez días de estar bebiendo ron en una ranchería de Jepéin, tomaba día y noche sin descanso y no quería comer nada, hasta que ayer tarde le sobrevino un vómito de sangre; nos confesó antes de expirar que era el ron quien lo mataba, que él era esclavo de ese vicio, que no podía sustraerse a su maligno influjo».
+«¿No se tratará de un envenenamiento o un golpe? —inquirió Talhua, ya un poco más calmado—. Mas, si ello así fuese, tiempo habrá para descubrir todo y castigar a los culpables, porque ya no habrá más contemplaciones con nadie; estoy convencido de que en esta tierra el que no mata no es considerado, ni respetado».
+«Ya yo lo había pronosticado», intervino Moulhuanat, madre del difunto, «que a mi hijo me lo iban a traer muerto, así es que esto no me sorprende; no había remedio de quitarle ese vicio al difunto; sea que lo hayan matado de un mal golpe o que lo hubiesen envenenado, de todas maneras el principal criminal es el ron y nadie más responsable que él mismo de su propia muerte».
+«No creo que persona alguna haya podido atreverse a dañar al difunto, porque todo mundo lo quería y él no sabía pelear con nadie», interpeló el de la comitiva.
+«Precisamente, en eso es que está el secreto», objetó Jimaáy, «que al primero que procuran hacerle mal es al manso, al guapo matón le temen y nadie se atreve contra él; esa es la condición de esta tierra, por eso es que hace tiempo venimos bregando con mi tío Talhua para que nos autorice matar a todos los que tienen fama de guapos por aquí, y él es inexorable en su obstinada terquedad, pasiva, hasta que una por una acabarán con las mejores unidades de su familia».
+«Pero ahora sí, parece que ya ha perdido la paciencia», intervino Rubén, «pues que hace poco se resolvió al fin a darnos esa autorización, porque creía que el difunto había sido asesinado».
+Después de tres días de velorio, la caja mortuoria de Cuawaiwa fue llevada al mismo sitio en donde yacía la tumba de su prima hermana Jiíwaya. En el instante en que el féretro se acomodaba en el depósito de la bóveda, el ruido sordo de un automotor llamó la atención de los circunstantes. «¡Un camión cargado de cachacos!», gritó un indio. Todos clavaron la vista hacia el punto por donde el vehículo venía, refrenó al pie de la muchedumbre, y un indio ayudante se desmontó, dirigiéndose directamente a Rubén, le dijo en voz baja: «Estos cachacos acaban de matar a un indio anciano en Majuyurpana, que sentado en su chinchorro encontraron en la ranchería, a donde fueron con el corregidor de Maicao con el objeto de capturar a los criminales que le dieron alevosa muerte a Juan Iriarte, sobrino del anterior corregidor Roberto Iriarte». «¿Y quienes mataron a Juan Iriarte?», interpeló Rubén. «Lo mataron unos mestizos norteños de la misma casta Epieyú, de ustedes, quienes después de ejecutado el crimen huyeron, y los soldados, no habiéndolos podido aprehender desbocaron su rabia en el pobre viejo, de la casta Jusayú que allí encontraron, matándolo a mansalva, inocente, sin ser parte ni arte de los que mataron a Iriarte».
+«¿Y ahora vienen también a matarnos a nosotros, por ser Epieyús?». «Por lo menos vienen a inquirir si los criminales han buscado el arrimo de ustedes». «¿Qué rumbo ha tomado Roberto Iriarte?». «Después que mandó matar a Couwoulhe y su hijo Jimaalhetay, toda la población de Maicao y las rancherías de la sabana lo denunciaron ante la comisaría como un malhechor asesino, y el comisario por quien había sido nombrado, que era su compadre y pariente, para disimular el caso lo promovió de la Corregiduría, dándole la Alcaldía del distrito capital de Uribia, en donde aún se encuentra gozando de sus arbitrarios designios».
+«¿De modo que fue aplaudido y ascendido por el señor comisario?». «Por lo visto fue glorificado por el horroroso crimen».
+«Pero lo peor no es eso, porque ante el hecho consumado no nos quedaría más recurso que resignarnos, lo grave está en que no tenemos ante quién quejarnos para prevenir la sucesión indefinida de mayores crímenes en el futuro, con el silencio no hacemos otra cosa que autorizar la impunidad como medio lícito de vida; ¿a dónde llegaremos? ¡El cielo no nos oye! ¿Y qué secreto tiene Roberto Iriarte para hacerse adorar del señor comisario?».
+«El otro día le oí diciéndole a otra persona que Iriarte era muy buen conservador, que el Gobierno tenía que complacerlo siempre, porque recogía muchos votos en los pueblos en tiempos de elecciones».
+«Entonces estamos irremediablemente perdidos, no nos quedará otro recurso que viajar para Venezuela y dejarle aquí al Gobierno comisarial la Pampa con sus tuneros y cardonales».
+«No crea, compatriota, nuestro Malheiwa, que a toda hora vela por sus criaturas, no sabe perdonar como los hombres ninguna mala acción, su castigo mudo es implacable. Cuando los soldados regresaron a Maicao después de ejecutado el crimen del anciano indio Jusayú, al desmontarse del camión, en la puerta del cuartel, a uno de ellos, dicen que fue el primero en martillarle el disparo a la víctima, se le soltó un tiro al máuser y se mató instantáneamente atravesándose el corazón; el indio y él fueron sepultados el mismo día».
+«¿Y qué resentimiento tenían de Juan Iriarte esos mestizos norteños?».
+«Según dicen, le contaron a ellos que Iriarte los amenazaba de muerte por alguna otra cuestión vieja, y que queriéndose curar en salud, dijeron: “Vamos a mañanearle primero a ese perro que nos ladra, antes que nos muerda”».
+Los soldados, después de preguntar y requisar, se montaron en el vehículo, este pitó y el ayudante cuentista corrió y montó; los del entierro marcharon camino de la ranchería de Murujuichón.
+EL MESTIZO, HIJO SUBLEVADO de la llanura, es el producto complejo de la lujuriante voracidad del civilizado o blanco en la tenebrosa sensualidad de la india; contagio impuro de una horrible mezcla, trae desde el vientre materno el germen del virus letal de los funestos vicios de su progenitor, que desarrollado en el organismo de su naturaleza salvaje, forma de él un tipo bastardo, nuevo modelo en el conglomerado étnico de la RAZA, enérgico, violento y temible en el libre albedrío de la dramática llanura. Los apasionantes impulsos que lo mueven tienen toda la potencialidad abrumadora del INJERTO y el ímpetu y coraje incontenibles del CERRIL indómito de la Pampa; altanero, orgulloso, iracundo y audaz no reconoce límites a su temeridad combativa.
+Privado de la luz bienhechora de la razón, creado y endurecido a todo viento bajo el calcinante sol de la sabana abierta, en él no se ha desarrollado más que el lado animal en toda su plenitud intransigente; la parte humana encubierta en el velo tenebroso de la ignorancia se mantiene pura, aletargada como una tenue luz latente en el fondo de su alma sombría.
+El observador consciente, al dirigir la escrutadora mirada espiritual hacia el fondo obscuro de la envoltura semihumana del mestizo, podría fácilmente descubrir en él al fiero tigre en transfiguración estúpida, con su felino instinto y sus enormes garras, con cara humana en traidor acecho; pero si encendéis la luz en ese antro humano, si cultiváis su inteligencia con cariño y con esmero desaparecerá la bestia, tornará el hombre, del cual recogeréis óptimos frutos; el raciocinio vencerá al instinto; recoged, encausad y dirigid esas fuerzas dispersas y muy pronto veréis el éxito superar vuestros esfuerzos.
+Tal es en estado de rudeza la individualidad compleja del mestizo, que sin cultura es el terror de la Pampa.
+¡Inteligencias privilegiadas! ¡Estadistas insignes que a la vez que habéis tenido la dicha de otorgaros el cielo el don de la sabiduría, también os ha encomendado la noble misión de conductores! ¡Patriotas y probos gobernantes que con el brillo de vuestras benéficas luces sostenéis la república, obtened la bendición de un pueblo! ¡Conquistad para vuestra esclarecida frente la aureola gloriosa de la redención de una Raza que sucumbe bajo el peso abrumador del dolor, la ignorancia y la miseria! ¡Dirigid una compasiva mirada al corazón de la Pampa que late con violencia en requerimiento de la mano generosa que la levante a un nivel más alto de superación! ¡Estableced escuelas con restaurantes confortables, que a la vez que alimenten el espíritu robustezcan los músculos de la Raza; ¡instituid universidades, fomentad y organizad industrias que la emancipen de la miseria, creándole vida propia!
+¡Imitad el noble ejemplo del altruista Imperio británico que de sus antes salvajes colonias de ultramar, como las Indias Orientales, Australia y Nueva Zelanda, ha formado nacionalidades potentes, que en progreso y civilización han emulado a la metrópoli!
+¡Inspirándoos en cristianos y patrióticos sentimientos podéis hacer un tanto con esta parcela humana bastardeada de la república y abandonada al acaso de su infortunio, pero destinada quizás, en cercano futuro, por su importante posición geográfica y su valiosa reserva humana, a representar un grandísimo papel en el conglomerado mundial. ¡Así podréis hacer del mestizo cimarrón conscientes y dignos ciudadanos, templados soldados para la república y obreros laboriosos!
+Tened en cuenta que el ser humano, como la planta, cultivado con paciencia y con esmero es susceptible de todos los perfeccionamientos; ninguna raza es inferior a otra por razón congénita; la superioridad de un grupo étnico sobre otro es más o menos relativa, según las circunstancias que influyan en su desarrollo o las causas que determinen su atrofiamiento o decadencia. Hechos históricos contemporáneos dan elocuente testimonio de esa severa verdad a propósito de la persona del mestizo. El conde de Breet, de nacionalidad francesa, produjo un hijo con una india guajira de la casta Uriana, ribereña del Ranchería; se lo llevó pequeño para Europa, lo hizo educar en París, siguió la carrera de la aviación, y en la Guerra Mundial de 1914, cuando el terrible cañón alemán Berta bombardeaba la capital francesa, sin conocerse su emplazamiento, después que los más afamados aviadores fracasaron en descubrir el nido de la máquina mortal, fue el atrevido hijo de la Pampa quien ciñó la frente con la corona de laurel, disputándole la gloria a los grandes técnicos de la Europa civilizada. Desde la infinita altura, traspasando con la aguda saeta de sus pupilas la densidad de las nubes, localizó el punto incógnito, le impactó sus bombas, voló el oculto nido y salvó a la Francia.
+En la etapa actual, Leonardo Fernández, hijo del cacique honorable José de la Rosa Fernández, de la casta Uriana con una distinguida dama aborigen de la casta Jayalhiu, sustraído del rudo ambiente pampero en temprana edad y llevado a la Universidad de Caracas, fue graduado médico cirujano. Retornado al Zulia, con su exquisita educación, su cultura científica y su intachable honestidad, honra al cuerpo médico de Maracaibo.
+José Antonio Barroso, hijo del digno ciudadano Rodolfo Barroso, de Maracaibo, con una aborigen de linajuda estirpe de la casta Ipuana, llevado por su progenitor y educado bajo el ambiente cristiano en aquella urbe, ha venido prestándole a su patria venezolana importantes servicios públicos en la frontera; fue honra del viceconsulado de Maicao; dejó huella meritoria en la gobernación del distrito Páez y actualmente dirige el ramo de Agricultura y Cría, donde todos le rinden homenaje a su ejemplar probidad pública y privada.
+Esto prueba que no hay planta improductiva, ni tierra estéril; lo que ha faltado siempre es la voluntad y la mano generosa que impulsen el desarrollo progresivo de los pueblos.
+Los transportes indiscretos de una tierna efusión que nos ha sido imposible controlar nos han sustraído un tanto de la línea de nuestra narración histórica; pedimos excusas al amable lector, y anudemos de nuevo el hilo de los acontecimientos.
+En una noche obscura, jineteando su corcel fogoso, Sulhumuca venía de su hacienda Piishimana con un chinito de once años, que al paso sosegado de su cabalgadura le seguía a la espalda; había salido tarde porque había empleado todo el día en despachar para la plaza de Maracaibo trescientos novillos y cien quintales de queso. A medianoche, cuando ya habían pasado la montaña, un camión refrenó de golpe a sus pies, apagó la luz, saltó un hombre de pantalones, y avanzándole dijo: «Cuñado, ¿de dónde vienes?». Sulhumuca, reconociendo en la voz a un mestizo, primo hermano del marido de su hija Hermelinda, le tendió la mano, aquel se la apretó con la siniestra mientras le fulminaba con la diestra un tiro de revólver, con el cual le atravesó el corazón, cayó derribado sobre la nuca de la bestia, esta dio un salto, y el cuerpo inmóvil rodó por tierra; el hombre montó en su vehículo y le dio viaje, camino de Maracaibo. El chinito compañero de Sulhumuca se precipitó de la bestia, se le acercó, lo examinó y reconoció que estaba muerto; tomó la manta de lana que traía doblada sobre la silla, la desdobló y cubrió con ella el cuerpo yacente y siguió camino de la ranchería de Murujuichón.
+«Acaba de ser muerto mi amo», dijo al desmontarse en la puerta del hogar de Santanawa. «Allí en el lindero de la sabana y monte lo dejé envuelto en la manta». «¿Quién mató a mi hijo?», balbuceó el anciano acongojado.
+«Un mestizo de pantalones, primo hermano del marido de Hermelinda, lo atravesó con una bala de revólver en el momento en que el difunto le tendía la mano para saludarlo».
+«¿Tuvieron alguna discusión?». «Nada, no tuvieron tiempo de entablar conversación, sólo le dijo al difunto al enfrentársele: “¿Qué hay, cuñado, de dónde vienes?”, y le martilló enseguida, sin darle tiempo para defenderse». «Avisen a Talhua de la muerte de su sobrino», profirió el anciano.
+Jimaáy corrió a la estancia de su tío y ahí encontró a Talhua que incesantemente se paseaba de uno a otro rincón de la pieza, el enrojecimiento de los ojos y el rostro abotagado traslucían en él la tormenta que agitaba su alma; ya eran las cuatro de la mañana y sus párpados aún no los había cerrado el sueño; su espíritu herido doblemente con la muerte de su hija Jiíwaya y su sobrino Cuaiwa no le daban reposo a su ánimo; le era imposible resignarse a creer la dura realidad que lo abrumaba, lo martirizaba la idea de que Cuaiwa podía haber sido asesinado y no muerto por el ron como se aparentaba.
+«Ya te mataron a tu otro sobrino», le dijo Jimaáy, «venimos a solicitar tus órdenes expresas para matar a todo individuo que pertenezca al asesino, culpable o inocente, debemos acabar con el enemigo y establecer el terror en esta sabana alevosa; ya yo te lo había dicho cuando mataron a tu hija, que si no te hacías respetar matando, acabarían con tu familia y así ha sido; con la muerte de tu sobrino Sulhumuca te han quitado el brazo izquierdo, en Rubén te queda solamente el derecho, que si te sigues descuidando también te lo quitarán».
+«¿Quién ha sido el asesino de mi sobrino?», profirió Talhua con frases entrecortadas, que casi no se le podía entender por la fuerte emoción que lo ahogaba.
+«Según dice el chinito que acompañaba a tu sobrino difunto, que salieron muy tarde de la hacienda del río, porque emplearon el día en despachar para el mercado de Maracaibo un lote de trescientos novillos y una camioneta con cien quintales de queso, que a las nueve de la noche, en el lindero de la montaña y la sabana, un camión refrenó al frente de ellos, saltó un hombre, saludólo y teniéndole la mano agarrada con la izquierda le fulminó un tiro de revólver con la derecha, atravesándolo y matándolo instantáneamente, y dándose enseguida al escape en el carro».
+«¿El chinito no pudo reconocer quién fue ese hombre?». «Sí, dice que fue un primo hermano del yerno del difunto, llamado Temístocles Passini, hijo de un inmigrante italiano que vive en Maracaibo». «¿Qué ofensas le hizo mi sobrino a ese asesino para que le diera una muerte tan vil y cobarde?». «Según la gente dice que no podía soportar que el difunto sacara de la hacienda los productos, que le daba cosquillas de verle llegar de Maracaibo los montones de morocotas, como si se las hubiese robado a él; que muchas veces le oyeron decir: “Esas morocotas las gozará otro”». «Persigan enseguida a ese bandido y denle muerte». «Ya él seguramente estará descansando en Maracaibo, pero aquí, a pocas cuadras de nosotros tenemos a sus tíos que aún no se han dado cuenta del suceso, podemos sorprenderlos inocentes y darles muerte a todos, y así quedaría vengada nuestra sangre, porque al mismo tiempo que nosotros lloramos ellos también se verán obligados a llorar sus muertos». «Esa era la ley de nuestros antecesores», interpeló Talhua, «porque entonces no había Gobierno, hoy tenemos una Comisaría y el Ejército a quienes respetar y a cuyo encargo queda la persecución del asesino y el condigno castigo, es a él sólo a quien debe perseguirse y dejar tranquilos a sus familiares, que seguramente son inocentes». «Pero si ya él se fue y no volverá más y al Gobierno le será imposible capturarlo y castigarlo, ¿qué hacer entonces? ¿Aceptar la impunidad como regla de conducta y esperar pacíficamente que se nos extermine?». «Ya el Gobierno verá la manera de garantizarnos».
+Un enjambre de jinetes diseminados por los cuatro vientos de la sabana salió en persecución del asesino, no le pudieron dar alcance, regresaron desconsolados, sólo trajeron el cadáver, le hicieron el velorio con las mismas ceremonias que ya el lector conoce, y colocado en un blanco mausoleo en la sabana de Murujuichón, espera ahí eternamente la justicia.
+¿Hubo alguna ofensa manifiesta que impulsó al asesino a consumar el atentado inaudito? ¿Fue pago por algún tercero para la ejecución del crimen? ¿Era envidia y apetito de deber sangre humana? Son interrogantes que aún permanecen en el vacío sin respuesta.
+Jimaáy era uno de los brazos más fuertes con que contaba Talhua; el lector no habrá olvidado que él era Ipuana, miembro de una de las más aguerridas castas de La Guajira; familia allegada del célebre Macep que, a un tiempo, en un pestañar, sabía matar criminales empedernidos como Wanejechi y su hermano Jimaychon, con su temerario valor comprobado habría acabado con los enemigos si se le hubiera dado la autorización que pedía.
+A ese respecto, decía él: «El mono sabe en qué palo sube, nunca busca para encaramarse al espinoso cardón; así es el hombre, siempre procura matar a los tontos, porque tigre no come tigre, si el dueño de la sangre derramada hubiera sido yo, para esta hora no hubieran quedado vivos ni los niños de pecho de esa familia, porque hasta Caracas los hubiera perseguido».
+Tanto Talhua como su sobrino Rubén eran la más viva personificación de la honestidad, nunca consentían nada que estuviese fuera de la línea de la legalidad y la estricta honradez; ellos tenían prohibición rotunda impartida a toda la familia de que nadie hostilizara en ninguna forma a sus enemigos. Cuando dos de sus esclavos más adictos y leales se le arrimaron un día a implorarle como favor que los dejase ir a Maracaibo para perseguir y matar al asesino de Sulhumuca, garantizándole que le darían muerte hasta dentro de una iglesia, aun cuando los fusilasen a ellos después, él les contestó con estas sencillas palabras: «Hijos, no piensen en eso, olviden esa maligna intención, renuncien a ese odio, que la sangre vertida no les pertenece a ustedes». «Este es un tonto y un cobarde», sentenciaron en voz baja los esclavos, retirándose con las lágrimas derramadas. El vulgo lo llegó a bautizar con este mismo epíteto infamante.
+LA ALEVOSA MUERTE DE JUAN Iriarte, cruelmente ejecutada en Majayurpana sin antecedentes visibles que la justificasen, suscitó los más variados comentarios en los círculos hogareños de la sabana y enardeció el encono de su familia, no sólo en las personas que consumaron el inaudito atentado criminal, sino contra toda la casta Epieyú. Desde aquel momento todo individuo que perteneciera a esa parcialidad fue señalado y perseguido como enemigo de la familia Iriarte.
+He aquí las conversaciones que alrededor del asunto sostenían unos indios de diferentes castas, que al calor entusiasta de una camaradería de tragos alcohólicos, daban expansión a su libertino espíritu en una ranchería vecina de Maicao: «La culebra debe matarse por la cabeza», decía un malqueriente de la familia de Talhua, de casta Epinayú. «Rubén es uno de los más pesados jefes de la casta de los matadores de Juan, Roberto Iriarte debe vengarse en él haciéndolo morir, inocente o culpable no encontraría mejor presa para saciar su sed de sangre». «Es cierto que Rubén es Epieyú», interpeló un indio de la casta Pushiana, «pero no es de la familia de los que mataron a Juan Iriarte, y además él es un hombre muy ajeno de ser cómplice de lo mal hecho». «Según afirman personas que presenciaron el hecho», arguyó el codiciado Epinayú, «un hijo de Rubén dizque se encontraba entre los asesinos de Iriarte». «Sí, es verdad que un hijo de Rubén estaba metido en la cuadrilla homicida», intervino un circunstante de la casta Jusayú, «pero me consta que él —Rubén— vituperó la intervención del hijo y protestó enérgicamente en contra del horroroso asesinato».
+«Epieyú la hizo, Epieyú la paga», afirmó de nuevo el cizañador Epinayú, «cualquier individuo de esa casta debe pagar el daño».
+Tales eran las versiones que agitaban el ambiente de la sabana de Maicao, alrededor del sangriento drama, cuando a Roberto Iriarte le llegó la noticia infausta de la muerte de su sobrino Juan. Ciego de la cólera y sediento de venganza solicitó permiso para separarse de la alcaldía de Uribia y perseguir los asesinos; acompañado de algunos agentes de policía marchó en un camión al sitio del acontecimiento trágico, requisó minuciosamente a todas las rancherías vecinas de Majayurpana, con revólver en mano, y no habiendo podido encontrar a ninguno de sus enemigos, porque todos se habían marchado para La Guajira del norte, fue a la casa de Rubén y no lo encontró, preguntó por él y le informaron que estaba en Maicao haciendo el mercado de unos novillos; siguió en su persecución con el propósito deliberado de darle muerte, llegó al pueblo, acuarteló a los agentes de policía y buscó la asociación de dos hijos y dos sobrinos, y se fue con ellos a la plaza del mercado de ganados.
+La quintuplicidad fatal como fantasmas siniestros con fruición asesina avanzaba lentamente hacia el sitio en donde se hallaba la presunta víctima; la inquisidora mirada criminal y el rostro torvo fácilmente denunciaban en los forajidos asaltantes los propósitos malignos que los impulsaban; metidos los revólveres en el bolsillo de los pantalones y agarradas con la diestra las empuñaduras, detuviéronse de golpe a los pies de Rubén, a una señal convenida con el que los capitaneaba esgrimieron a un tiempo las mortales armas, descargándolas sobre las indefensas víctimas. Rubén y un sobrino que lo acompañaba fueron simultáneamente derribados, inánimes, cosidos a bala no pudieron proferir un ¡ay!
+Roberto con sus dos hijos y uno de los sobrinos corrieron a ampararse en el cuartel del ejército, quien conduciéndole hasta Buena Vista les facilitó el camino de la fuga, el otro criminal atribulado marchó hacia el monte, camino de la frontera venezolana, el cual perseguido y alcanzado por sus enemigos fue acribillado a bala en Paraguachón, descuartizados sus miembros por el filo del cuchillo, encontraron en él las carnívoras aves abundante pasto.
+Alarmado el pueblo por los disparos de los revólveres corrió a la plaza y ahí encontró tendidos los cadáveres sobre la arena. «Justicia, ¡alcancen a los criminales!», vociferaba la turbamulta en derredor de los muertos.
+Unas piadosas mujeres se les acercaron, los envolvieron en mantas y les hacían ronda mientras llegaba su familia, que un chinito sirviente de Rubén salió para Murujiuchón a informarles.
+«¡Ha muerto inocente como un ángel el más inofensivo y bueno de los hombres!», decía un anciano de la expectante muchedumbre, que melancólico y lloroso se arrimó donde las mujeres hacían la ronda fúnebre. «¿Qué se le metería en la cabeza a Roberto para hacer morir tan miserablemente a este santo varón?», balbuceaba otro derramado en lágrimas de conmiseración ante el inmóvil cuerpo yacente. «Fue tal la locura que se apoderó de él que ni siquiera tuvo en cuenta su propia conservación», profería otro buen hombre, «porque ha debido reflexionar que al matar a Rubén, donde quiera que se meta lo han de alcanzar siempre las balas de sus enemigos; ha debido pensar una migajita y perseguir solamente a los que le bebieron su sangre y no desfogar su rabia en un inocente».
+«Ahorita no cambiaría mi vida miserable por la de él», intervino un patueco mendigo que a la sazón también se hallaba presente, «él se cree muy seguro porque lo va amparando el ejército, pero luego andará sólo y entonces su vida no valdrá dos cuartillos».
+«Eso de recriminar una casta entera por el delito aislado de un individuo o de un grupo reducido debe ya pasar a la historia», decían varios individuos de la multitud. «¿Para qué entonces están las autoridades civiles, el Ejército y la Policía? ¿No son para amparar al inocente y castigar al perverso?». «Con las autoridades no hay que hacer cuenta», interpelaban otros, «¿no vez lo que acaba de pasar?, que los asesinos, después de consumar el crimen, se metieron al cuartel, ¿y de ahí quién los saca?, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y lo demás son niñerías».
+Con estos y otros términos la turbamulta de la plaza entretenía las horas rondando a los muertos, cuando súbitamente oyóse un ruido sordo como de trueno lejano, la inquieta muchedumbre dirigió la vista al norte, se divisó un compacto enjambre de jinetes que avanzaba con rapidez; Talhua, Santanawa y Jimaáy venían a la cabeza, obtusos por la melancolía profunda que consumía su alma atormentada llegaron a la plaza conducidos más por el instinto de las cabalgaduras que dirigidos por sus sentidos. Se desmontaron a los pies de los cadáveres, Talhua no pudo contenerse, las lágrimas corrieron a torrentes por el surco de sus tostadas mejillas al contemplar la faz lívida de su predilecto heredero; Moulhuanat, precipitándose de la bestia, se arrojó sobre el cuerpo inanimado de su amado hijo, le estampó un ósculo en la pálida frente, fulminada por un síncope y ahogada en el piélago profundo de sus lágrimas quedó muerta abrazada del cadáver.
+«Recojan esos muertos y móntenlos en las bestias», balbuceó Talhua lleno de infinita congoja ante el horroroso espectáculo con que el caprichoso destino se ensañaba en ironizarlo. Cawalhoulhe, su leal mayordomo, llamó una docena de hombres, levantaron los cadáveres, los montaron y amarraron sobre la espina dorsal de las mejores mulas y marchó la fúnebre comitiva rumbo a la ranchería de Murujuichón.
+Durante una semana concurrieron al velorio distintas parcialidades de indios de todas las latitudes; una cuarta parte de la fortuna de Rubén se derrochó en ganados y bebidas alcohólicas repartidas a los veloriantes. Toda La Guajira estaba conmovida ante el suceso infausto; desde las riberas del Ranchería hasta Punta Espada vinieron indios de diferentes castas amigas a ofrecer sus servicios al cacique Talhua para vengar la sangre derramada, y él con serenidad estoica rechazaba esas adhesiones de viva simpatía, diciéndoles a sus amigos y parientes, con palabras llenas de dolor y paternal cariño: «Hoy no podemos hacer lo que hicimos en Irotsima y Mastau en otros tiempos, ya tenemos una Comisaría especial y un Ejército; ellos están encargados de impartirnos justicia y vengar la sangre inocente en nombre de la Ley de la República». «Pero el asesino Roberto Iriarte no debe seguir echando el cuento», objetó uno de sus parientes, «somos muchos hombres y algunos deben resolverse en alcanzarlo donde quiera que vaya». «Ya estudiaremos lo más pronto la manera de que Iriarte no prosiga alabando su hombría», recalcó Talhua satisfecho de sí mismo.
+El cadáver de Rubén y el de su malograda madre fueron puestos en un mismo hueco de la bóveda construida especialmente para ellos.
+Talhua y Santanawa, como Moctezuma ante la pérdida del Imperio azteca, se condenaron al hambre, encerrados en sus estancias no hubo poder humano que los obligara a ingerir alimentos.
+Talhua con la muerte de Rubén y la de su hermana Moulhuanat había llegado al colmo de su desesperación, los días y las noches las pasaba sin pegar los ojos, paseábase sin cesar por todos los rincones de la estancia, se sentaba en el chinchorro, se recostaba, cerraba los párpados, los volvía a abrir, tornaba de nuevo a levantarse y trajinar como un sonámbulo, se resistía a creer lo que le testimoniaban sus sentidos, sentía desfallecerse, la cabeza se le iba y doblegaban sus piernas, el ayuno y el dolor moral consumían lentamente la potencialidad de su fortaleza física, su alma se le escapaba como el hilo tenue de una moribunda luz que poco a poco se apaga en el vacío, le dio un vahído y se echó al chinchorro, permaneció largo rato inmóvil envuelto en el piélago de sombras que lo rodeaban, fingía soñar. Después reaccionaron sus facultades y se puso a divagar: «¿Cómo puede ser posible que todas las fuerzas de la naturaleza se hayan conjurado contra mí?», se decía. «¿Qué males he llegado a ocasionarle a nadie? Por el contrario, siempre he procurado hacer todo el bien posible, ¿por qué entonces mi buen Malheiwa me somete a pruebas tan terribles? La horrorosa muerte de mi hija Jiíwaya, la problemática desaparición de mi sobrino Cuaiwa, el inaudito asesinato de Sulhumuca y el de Rubén, más alevoso aún, no son acaso máximos castigos que sólo puede merecerlos un bandido? ¿Por medio de un proceso de bienes he descendido a esa escala miserable? ¿Por qué Dios invierte contra mí la razón?». No podía darse cuenta qué era lo que en realidad pasaba, por primera vez dudaba de la omnipotencia divina, su fe vacilante, incierta, alternativamente se apagaba y encendía en su pecho como la débil luz de una lámpara de gas que le fallase la mecha. «¿Existe o no en el mundo esa divinidad suprema? ¿Hay o no esa providencia tutelar que guía y ampara los designios del hombre, sin cuya luz oculta navegaría el mundo el mar de las calamidades humanas como la embarcación sin brújula en el inmenso océano? ¿El juez infinitamente justo, inexorable que castiga el mal y premia el bien, ya no existe, no ha existido nunca?», se decía Talhua en el paroxismo de su angustia. Y lo que más le mortificaba aún era la oculta intervención que parecía tener el Gobierno en apurarle el cáliz de su dolor, le parecía aberrante y contrario a toda razón el nombramiento de Roberto Iriarte para la Alcaldía de Uribia después de haber consumado el monstruoso asesinato de Couwoulhe Epinayú y su hijo Jimaaletay, y luego ampararlo el Ejército, facilitándole el camino de la fuga a través del crimen de Rubén, todo eso le parecía un absurdo inexplicable. «¿Premiar el crimen y glorificar al criminal no es traducir a las claras que hubo complicidad oficial en la tragedia?», pensaba el acongojado anciano. «Si Roberto Iriarte era un elemento útil para el partido de Gobierno, porque sabía recoger abundantes votos en las elecciones y siempre se quería tenerle grato, ¿por qué el señor comisario no le buscó un empleo en que ganara harto dinero sin perjudicar los intereses de la sociedad? ¿No estaba en sus manos haberle hecho dar un consulado en el exterior, en vez de investirlo del magisterio de la autoridad y ponerlo en posesión de las armas nacionales para que las utilizara para el crimen? Así se me habría sustraído a tanto dolor y el señor comisario se habría evitado mancharse la conciencia», decía el buen anciano al analizar la situación agonizante que lo tenía como sumido en una cueva oscura, sin salida. Envuelto en ese tenebroso manto de cavilaciones lo sorprendió la aurora, la claridad que penetró por las hendijas de la estancia le hizo ver que ya se aproximaba la salida del sol del séptimo día de su ayuno, sintió flaquear sus fuerzas, las piernas se le doblaron, anublada la vista cayó desplomado en el chinchorro. La sirvienta de guardia corrió a llamar a su familia, un momento más tarde entraba Jimaáy seguido de Jiwolhua y Alhayat, únicos sobrinos sobrevivientes y su hijo Joúner, cuya madre también ya había muerto. «¡Tío de mi alma!», exclamó Jiwolhua precipitándose sobre su convulsionado pecho, estrechó su inmóvil cuerpo entre sus brazos, le estampó un ósculo filial en la pálida frente y con el calor de sus lágrimas que bañaron el lívido rostro del venerable anciano despertó del sueño letárgico, volvió por un momento a la vida, abrió los ojos desorbitados, respiró y en tono balbuciente dijo: «¡Hijos amados, me muero con el dolor de dejaros solos en este mundo corrompido! ¡No puedo sobrevivir a la deshonra de mi casta y al dolor de la impotencia! El Gobierno comisarial y el Ejército no saben hacernos justicia, ni permiten que la ejecutemos por nuestras propias manos; ellos arman a nuestros enemigos y los protegen y a nosotros nos manean las manos para que no podamos vengarnos; cuando el partido de Gobierno es liberal todo asesino que pertenezca a esa agrupación es inmune, y cuando es Conservador, las puertas de la cárcel se le cierran al criminal y goza de todas las franquicias, con uno u otro gobierno estamos perdidos, no podemos vivir sino dentro de nuestro peculiar ambiente y bajo el imperio de las leyes de nuestra tradición. Tomen posesión de todas mis haciendas y márchense para Irotsima, aléjense de la vista del Gobierno, pero no olviden perseguir al asesino Roberto Iriarte, que está gozando de libertad en la provincia del Magdalena, hasta allá deben alcanzarlo».
+«Y mi cuñado Santanawa, ¿cómo está?», profirió Talhua, acordándose en la hora postrera de su compañero de infortunio. «¿Sostuvo su juramento?». «Sí», respondió Jimaáy, «hace dos días el hambre acabó con su vida». «¡Qué bien!», confirmó satisfecho el heroico anciano.
+Cuando el moribundo pronunció estas últimas frases era presa ya de la agonía terrible, de golpe estiró las piernas, llevó atrás la augusta cabeza, puso el morado rostro al cielo, dejaron de brillar sus grandes ojos, cerró los párpados helados y su alma generosa y noble, emancipada de las ligaduras de la vil materia, en vuelo apocalíptico se remontó a las regiones suprasensibles de la inmortalidad.
+La devoradora sabana de Maicao acabó con el cacique Talhua y sus herederos; las haciendas de Piishimana y Mainyatuy volvieron de nuevo a lo que fueron antes: montañas vírgenes. Jimaáy, Jiwolhua, Alhayat y Joúner recogieron sus rebaños y se fueron para Irotsima.
+Tres meses después de estos sucesos vino a Maicao una noticia que daba cuenta de que un transeúnte encontró en un recodo de la sabana de El Banco, provincia del Magdalena, un cadáver con descomposición muy avanzada que no permitía reconocerlo. Denunciando a la autoridad, esta vino a recogerlo, y por el examen que se le hizo se le encontraron varias heridas de bala, entre las cuales una que le perforó el cerebro y pudo identificarse que era el cadáver de Roberto Iriarte.
+¿Quién o quiénes lo mataron? ¡Nunca llegó a saberse!
+¡Lisonjeras PAMPAS guajiras, llanuras promisoras! ¡Fecundas para el crimen, pródigas para el drama y la tragedia, que hasta hoy sólo han vivido para el DOLOR, mañana o pasado, tarde o temprano, al fin ha de sonarles en el reloj del tiempo la hora de su ansiada redención!
+¿Por qué anda Ud. de muletas?
+Porque tengo rota la pierna derecha.
+¿Quién le causó a Ud. ese mal?
+En el año de 1920 algunos compañeros y compatriotas míos me invitaron a huirnos de la hacienda El Chao, de propiedad entonces del señor Onésimo Rincón, al alcanzarnos la comisión armada que él despachó en nuestra persecución, en la montaña y a un lado de la línea ferroviaria que parte del pueblo de Encontrados para El Táchira y Cúcuta, nos saludó con una descarga de tiros de MÁUSER, ocasionándonos tres muertos y dos heridos. Yo fui uno de los heridos, aquí en este brazo llevo la marca y gracias a mi habilidad en correr pude encaramarme en las ramas de un corpulento árbol, ocultándome de la vista de mis perseguidores y salvar la vida, pero costándome otra lesión aún más dolorosa. Cuando a medianoche traté de bajarme para el suelo, después de haberse retirado mis enemigos, se me resbaló un pie de la rama y caí de cogote al suelo, partiéndoseme la pierna.
+¿Cómo pudo salir Ud. de aquella montaña con dos heridas?
+En cuatro patas, gateando como los niños logré llegar hasta la línea y esperar allí que alguien pasase. Al otro día pasaron unos hombres, conmovidos me recogieron y me llevaron hasta Encontrados, en donde permanecí viviendo de limosnas, hasta que un paisano mío me costeó el viaje hasta aquí.
+¿Qué suerte corrieron sus compañeros que pudieron sobrevivir a los tiros de máuser?
+Éramos diez; supe después que tres fueron aprehendidos por la comisión y muertos a látigo en la hacienda y que los otros tres recalaron a Cúcuta, de donde siguieron a Barranquilla y desde allí a La Guajira.
+¿Por qué se huyeron Uds. de la hacienda del señor Onésimo Rincón?
+Nos huimos porque teníamos catorce años de trabajarle y jamás se nos había pagado un jornal y nos pegaban tres o cuatro veces al día y se nos metía al CEPO cuantas veces se les antojara a los capataces.
+Cuando Ud. llegó herido al pueblo de Encontrados, ¿no dio su denuncia a la Autoridad respectiva y qué providencias dictó esta?
+Después de algunos días, cuando logré medio curarme las heridas, con dos pedazos de palo que me servían de muletas llegué hasta la Jefatura Civil del Municipio a declararle al Señor Jefe, que era entonces un tal Abelardo Monasterio, todo lo ocurrido, y por única respuesta me dijo las siguientes textuales palabras: «Eso le pasa a Uds. por vagabundos, por no querer trabajar tranquilos en la hacienda del señor Rincón, ¿qué más pueden ganar Uds. que la comida?».
+¿De qué manera fue a dar Ud. a la hacienda del señor Rincón?
+Un día, a un sobrino mío, limpiando una arma de fuego se le largó un tiro e hirió a un indio de la Casta Jayaliyú, y aunque la herida fue apenas un raspón en el brazo izquierdo, la familia del herido nos despojó de todo cuanto nos pertenecía, ganados, prendas y niños, y cuando vi que le tocó a mi hijo Alberto el turno de ponerle el mecate en el pescuezo para llevarlo a vender a Castilletes, como era huérfano de madre y lo quería tanto, me fui llorando detrás de él, jurando en el delirio de mi desesperación acompañarlo hasta al término del mundo. De ese modo fuimos vendidos en la Frontera a un venezolano y exportados hasta la hacienda del señor Rincón.
+¿Cuántas víctimas fueron Uds.?
+Entre grandes, pequeños, hembras y varones fuimos dieciocho prisioneros, pero a Encontrados nada más que llegamos dieciséis, porque en Castilletes amaneció uno de los chinitos ahorcados y otro se tiró al mar la noche que íbamos saliendo en el barco y se lo tragaron las olas.
+¿Por qué se dejaron amarrar Uds. y no se defendieron de los indios Jayaliyú?
+Porque ellos eran ricos y estaban armados de wínchester y remington, y nosotros pobres y desarmados.
+¿Luego aquí no existen leyes que amparen a los ciudadanos?
+Sí, existen, pero para los ricos únicamente, el pobre no vale nada.
+¿Y al fin qué se hizo su hijo Alberto?
+A mi hijo lo casaron en la hacienda con una india, pero tuvo la desgracia que era infecundo y viendo el hacendado que a los tres años no había producido hijos resolvió cambiarlo por otro peón guajiro de Santa Bárbara de Zulia; más tarde supe que lo habían vuelto a casar y que por la misma causa lo sacaron de allí para otra parte, cambiado también por otro esclavo y que en vista de su extrema desgracia había resuelto últimamente matarse, ahorcándose.
+¿De modo que la esterilidad envuelve allí un delito?
+Sí, y grave, porque daña directamente los intereses del hacendado, pues él hace el gasto de comprar la india con el propósito de utilizar la cría, lo que hace el dueño del burro progenitor, dotándolo de la yegua para producir mulas de carga.
+Pero ¿las autoridades de Maracaibo no han podido darse cuenta de ese estado de inmoralidad?
+Algunos indios que se han huido de Encontrados se han quejado ante las autoridades de allí, pero no hacen caso.
+¿Y luego no hay allí un cónsul colombiano que ampare la ciudadanía colombiana?
+Cuando yo venía de Encontrados estaba allí de cónsul un viejo neurasténico que lo llamaban el General Leal, a quien me le acerqué un día a denunciarle todo lo que pasaba y no me dejó terminar mi relato cuando me dijo colérico estas palabras: «Retírate, necio, que tengo dolor de cabeza; no sé por qué siempre vienen a neciarme estos vergajos».
+¿Qué clase de ración alimenticia les daban a Uds. en la hacienda del Rincón?
+Nos daban dos plátanos, dos onzas de queso y un poco de guarapo de panela, a cada uno, en la mañana; dos plátanos y un pedazo de pescado, en el mediodía, y de tarde, dos plátanos y las mismas dos onzas de queso. Los domingos no nos daban ración, a excepción del que lo pusieran a trabajar ese día.
+¿No sabe Ud. qué interés tuviera el jefe civil de Encontrados en favorecer los intereses del hacendado, patrocinando delitos tan graves?
+De eso lo único que sabemos es que de la hacienda le mandaban todas las semanas el queso, la mantequilla, las gallinas, los plátanos y de vez en cuando una vaca o un novillo, y cuando reemplazaban a ese jefe y venía uno nuevo que no armonizara con los hacendados lo mandaban matar.
+¿Sabe Ud. a qué jefes mandaron matar y qué hacendados fueron los qué consumaron ese delito?
+Allí mataron los hacendados que llaman los Negrones a un jefe civil que le llamaban Luis León y a un hijo de este; otros hacendados llamados los Montiel Negrón mataron otro cuyo nombre no recuerdo, pero que era secretario de un coronel que le decían Canelón.
+¿Cómo mataron a ese Señor León?
+Lo atacaron en gavilla a bala los Negrones de mediodía en punto en plena población de Encontrados y gritaban estas palabras: «Hay que salir de este vagabundo, porque favorece a los Chinos Guajiros que nos quiere arruinar, los manda a dar libres».
+¿Qué hizo en ese crimen la presidencia del estado Zulia?
+La presidencia mandó averiguar el hecho, pero todos declararon que la Autoridad, o sea el señor Luis León, se había sublevado contra la familia Negrón y que esta no había hecho más que defenderse de la agresión; hubo, sin embargo, dos personas que declararon en favor de los muertos y en contra de los Negrones, pero a la siguiente semana amanecieron muertos y hasta hoy no se ha sabido quiénes los mataron. Fue después de estos crímenes cuando hicieron jefe civil a Monasterio y entonces se hizo uña y carne con todos los hacendados.
+¿No sabe Ud. por qué el señor cónsul se disgusta cuando un indio le va a dar denuncios?
+Nada más que se disgusta con los varones, a las hembras las recibe sonriente y le satisface todas las exigencias, porque una vez me contó un pariente mío que un cacique de la Casta Uriana lo había vendido a un venezolano, por asuntos de amores que tuvo con una de las hembras de aquella Casta, y que habiendo sido llevado a Maracaibo a ponerse en subasta pública por el comprador, lo había sorprendido una india llamada Emilia Wouriyú, y que esta había conseguido enseguida con el cónsul su libertad. Pero que la tal Emilia lo había vendido más tarde, por seis morocotas a un hacendado de La Costa de Bobures, llamado Augusto González, quien, según él, lo llegó a querer mucho, porque era muy fecundo; le produjo unos catorce hijos y aun lo dotó de dos mujeres.
+¿De modo que en Maracaibo hay indias que no tienen escrúpulo en vender a sus paisanos?
+Hay la mar, pero entre todas, la más renombrada es la tal Emilia Wouriyú, por ser más experta en el castellano. Desde joven vive de eso; tiene ya ancho el camino del consulado de estar yendo y viniendo, haciendo libertar y vendiendo indios; está rica a costilla de sus paisanos, ostenta mucho lujo en el vestir y tiene valiosas prendas.
+¿Dice Ud. que el señor Onésimo Rincón despachó en persecución de Uds. una comisión armada, y luego, no está prohibido en Venezuela el porte de armas?
+En todos los territorios de Venezuela está rotundamente prohibido el porte de armas, pero para los que no son hacendados, a estos se les permite el uso porque dicen ellos que son familias del Gobierno; digo esto porque una vez presencié que estaban matando a bala a un indio en la hacienda que llamaban La Palmita, por haberse defendido de uno de los mayordomos que lo azotaba y muy bien recuerdo que los amos gritaban las siguientes palabras: «Para que no sean atrevidos y no vuelvan a meterse con nosotros, porque Uds. no valen nada aquí y nosotros sí costamos caros, porque somos de la familia larga del Gobierno, por eso nos permiten usar armas y a Uds. no».
+¿De modo que todos los hacendados están armados?
+Cada uno tiene en su hacienda un parque de wínchesters, máuseres y revólveres, para ellos, sus mayordomos y capataces, con las cuáles no pasan más que aterrorizando diariamente al peonaje; echan el látigo, y si alguno trata de defenderse le caen a bala.
+¿Sí sabe Ud. de seguridad que el Gobierno de Venezuela autoriza al hacendado el uso de armas de fuego para imponer aquel régimen de terror en su hacienda?
+Cada hacendado carga un nombramiento expedido por el Gobierno del estado Zulia, el cual lo inviste del carácter de Policía.
+¿A qué Casta de La Guajira pertenecía Ud.?
+Yo soy de la Casta Girnú, y mi hijo Alberto pertenecía a la Uréguana, por su madre, que era de origen.
+¿Qué representación tienen actualmente las castas de Uds.?
+En los primitivos tiempos nuestras castas tuvieron dignos jefes, pero las guerras de tribus con tribus han ido menguándolas hasta reducirlas a unas pocas familias dispersas que no tienen representación alguna; los indígenas que se hallan esclavizados en Venezuela pertenecen en su totalidad a nuestras castas; de las otras castas hay pocos.
+¿Cómo se llama Ud.?
+En la hacienda del señor Onésimo Rincón me bautizaron con el nombre de Pedro Rincón y mi nombre primitivo era el de Aypiakí; desde hoy renuncio a aquel nombre infame y sigo llamándome por el nombre de mis antecesores…
+[1] La siguiente transcripción, que conforma el epílogo de esta edición de Los dolores de una raza, fue realizada por Miguel Rocha Vivas, por encargo del Proyecto Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Se incluye en esta ocasión por considerarla de sumo interés para los investigadores de la obra de Antonio J. López.
+El manuscrito original de donde fue obtenido el texto se encuentra en el Fondo Gregorio Hernández de Alba, de la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. (Nota de los editores).
+EL SUSCRITO, REPRESENTANTE intelectual de La Guajira, sinceramente interesado por la suerte y la redención de su RAZA, se ha dedicado, desde algunos años para acá, a estudiar los usos y las costumbres, las tradiciones, las leyes, el idioma, la idiosincrasia y el medio ambiente social en que el Guajiro vive y, con tal fin, ha llegado a formar un volumen, que próximamente dará a conocer a la luz pública todos esos detalles, así como los diversos problemas de carácter económico, administrativo y social que confronta la hermosa Península, en cuyo suelo ha tenido la dicha de nacer, detalles que necesariamente han de ser universal utilidad. — En el afán de compaginar el Libro lo más exacto posible, me he dispuesto efectuar una gira en todas las zonas agropecuarias del floreciente Distrito Colón, y he podido contemplar atónito el estado de depresión y de verdadera ignominia en que se encuentran los indígenas Guajiros que sirven en las distintas Posesiones o Haciendas que quedan comprendidas dentro de dichas zonas… Allí son víctimas esos infelices de todo género de infamias, crueldades y vejámenes; son contorsionados por los Amos de una manera increíble; menos que esclavos, son tratados en la denigrante escala de cuadrúpedos: día y noche trabajan sin descanso sin que jamás se les pague el mísero jornal; privándoseles de todas las prerrogativas no son dueños de sus personas, ni les pertenece su porvenir, ni pueden disponer siquiera de la suerte de los desdichados hijos, que nacen esclavos para morir esclavos. — He visto Haciendas en donde el Amo dota al Indígena de la hembra con el solo propósito de adquirir la prole para someterla al eterno yugo de su servidumbre, y en otras, he podido darme cuenta de que, cuando el Indio, viejo y agotado, llega a ser víctima de la muerte o queda físicamente incapacitado por alguna grave dolencia, como la ceguedad perpetua o la parálisis, etcétera, su impagable deuda se transfiere al hijo, a la mujer, al hermano, al sobrino o al primo-hermano, a quien se le obliga hacerse cargo de ella como cuenta propia. — El hecho de estar distanciadas las Haciendas de la vista de las Autoridades y no poder estas, de consiguiente, tener conocimiento de los diarios atropellos con que los Amos afligen a los Indígenas, ni tampoco disponer de las facilidades de controlarles inmediatamente las cuentas, por una parte, y por otra, la excepcional circunstancia de no poseer los infelices el idioma Castellano, constituye, todo ello, conjuntamente, una verdadera barrera opuesta a la bienhechora acción de la justicia. — Cuando hostigado el Indio hasta un extremo inconcebible no puede continuar soportando las tiranías y voluptuosidades del Amo, acude, como desesperado recurso, a la Jefatura Civil, en demanda de sus derechos, tropieza con el grave inconveniente de no poderse explicar más que en media lengua, llegando aún al triste caso de no interpretársele nada de lo que quiere manifestar, mientras que su inhumano opresor tiene la facultad de contradecirle y anularle todo en razonamiento claro y preciso. — Los Hacendados tienen la extrema audacia de formularle al Indio una cuenta ficticia en el Libro de la Hacienda, que presentan ante la Autoridad, haciendo constar que el infeliz debe tal o cual suma que se comprometió pagar en servicio personal, suma eterna que en todos los años de su vida no acaba nunca de cancelar, pues adoptan el sistema ingenioso de ponerle al peón una tarea excesiva que no puede satisfacer en todo el día, a fin de poderle pasmar indefinidamente los jornales. Así se ha contemplado el curioso fenómeno de que un Indio, que en el primer año entrara debiendo cien bolívares, fuese para el siguiente, deudor de trescientos; para el subsiguiente se le montara la cuenta a seiscientos y, en el mismo orden sucesivo, llegar a deber, después de veinticinco años de continuo trabajar, hasta setecientos pesos; cuenta que aún después de muerto el infortunado deudor, sigue pagándola el hijo o cualquier otro pariente. — Esta ascendencia indefinida de la cuenta es perfectamente explicable, en el sentido de que al Indio se le cargan constantemente la ropa, las cotizas, el sombrero, las medicinas y la alimentación cuando se enferma, todo por el cuádruplo de su justo precio, en tanto que los jornales se les pasman casi todos, no llegando a figurar en el Haber más que una mínima proporción. — Como no podrá escaparse a la ilustrada consideración del Excelentísimo General, tales anormalidades vienen a poner las Autoridades Municipales en el penoso caso de verse obligadas a fallar casi siempre en favor del Hacendado, contrariando, quizás, las más de las veces, los impulsos de su corazón, desviando sensiblemente los propósitos de la ley y anulando con ello la acción de la justicia. — Para corregir ese mal de gravedad trascendental sería necesario establecer en cada Municipio un Agente especial, idóneo en el idioma Guajiro y en otros conocimientos, a fin de que pudiese todos los meses recorrer las distintas haciendas, revisar una por una las cuentas de los Indígenas, determinarles las tareas, precisarles las horas de faena, estipulándose sobre bases fijas la efectividad de sus jornales, oír las quejas que tengan del Hacendado, y en general, representarlos en todos sus derechos y acciones. — Sólo así podrían las Autoridades del Estado amparar positivamente el derecho inalienable que la Constitución Nacional de la República le consagra al Indígena, para poder disfrutar entonces de las dulces bendiciones del Régimen actual de orden y de paz que impera en Venezuela como obra constructiva del benemérito General Juan Vicente Gómez y cuyas imperecederas glorias serán siempre el patrimonio de los lugartenientes leales que, como Su Excelencia, saben en todas las circunstancias interpretar los sentimientos generosos del eximio Patriarca. — Esta carta, como podrá apreciarlo el inteligente criterio del dignísimo General, no lleva otro carácter que el de misiva cordial y de saludo atento para el primer Magistrado del estado; ni otro móvil que de portavoz de un Colombiano de nacimiento, Venezolano de corazón e hijo común de la espada de Bolívar, de Sucre y de Páez, y que, obligado como un ciudadano del Mundo, a sufrir como propios los dolores de la humanidad, los inspira únicamente el sentimiento de contribuir en algo a la obra del Bien. — Cualquiera que fuera el nivel social en que la Providencia coloque al individuo y sea cual fuese la bandera que lo cobije, todos estamos solidariamente comprometidos a servir los intereses del género humano, tal es la misión cristiana, que cada quien, en la medida de sus facultades respectivas, debemos y podemos cumplir todos los hombres en la Tierra. — ¡Quiera el Cielo que el Excelentísimo General mire con ojos compasivos la aflictiva suerte del Guajiro, que después de violentos embates aún sobrevive al través de los siglos como un ejemplar eterno del valor heroico del Caribe inconquistable y timbre del legítimo orgullo para Venezuela y Colombia, y dicte las providencias redentoras que lo emancipen del estado de abyección que humilla su frente de hombre nacido en tierra libre! — Con los sentimientos de la más distinguida y alta consideración, me cabe el honor de poner a los pies del digno General los humildes servicios del más adicto y obsecuente servidor, — Antonio J. López. —
+EL 15 DE JULIO DE 2014, MIENTRAS consultaba con guantes y tapabocas en la Sala de Libros Raros y Manuscritos en la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá, encontré la copia mecanografiada de un original atribuido al escritor wayuu Antonio J. López. El documento forma parte del Archivo Gregorio Hernández de Alba, célebre etnólogo, arqueólogo e indigenista colombiano comprometido desde las oficinas gubernamentales con las luchas indígenas, y quien conoció la situación del tráfico de esclavizados wayuu en la frontera colombo-venezolana. Comuniqué sobre el hallazgo a algunos escritores wayuu, y me pareció necesario reservar su publicación para promover una nueva edición de la novela Los dolores de una raza.
+El documento se titula en mayúsculas: Diálogo del suscrito autor de este libro con un indígena guajiro repatriado en Venezuela. La carpeta que contiene el documento copiado, que para esta publicación denominamos epílogo[2], está conformada por dos textos reunidos de naturaleza y cronología diferentes: un diálogo y una carta. El diálogo consiste en la entrevista de Antonio J. López a un wayuu (entonces llamado guajiro) de la casta o clan girnú, de nombre Aypiakí, quien se había fugado recientemente de la hacienda esclavista El Chao en Venezuela. La carta es una denuncia dirigida al presidente del Zulia: general Vincencio Pérez Soto.
+Debido al contenido de los documentos, y particularmente del diálogo en que se menciona al suscrito autor de este libro, es probable que estemos ante un epílogo del texto o proyecto original de Los dolores de una raza. Novela histórica de la vida real contemporánea del indio guajiro. En todo caso, como argumentaré a continuación, la carta, y especialmente el diálogo, son materiales de investigación que fundamentaron la creación de la novela. Con todo, la primera edición conocida de Dolores, publicada en los cincuenta en Maracaibo, no posee un epílogo. En tal sentido no se podría descartar que fuera el epílogo de otro libro, o que hubiera servido como un material anexo dejado de lado a la hora de imprimir el texto literario. Nuevos estudios y futuros hallazgos deberán corroborar si este epílogo pertenece a Dolores, pues aunque se conocen algunos textos de López como el Memorial de agravios, otros textos mencionados por familiares y editores hasta la actualidad no han sido hallados, o no son de conocimiento público, al tiempo que ni siquiera ha sido comprobada su existencia como libros: Pampas guajiras; Calvario de la Guajira; Etnología de la Guajira.
+Una de las pistas que nos permite pensar en que este epílogo formó parte del material de investigación previo a la publicación de Dolores se encuentra justamente al principio de la carta al presidente del Zulia. Allí López se autoafirma como redentor y representante intelectual de su tierra, y particularmente de su raza: término con el cual comunica una heterogénea identidad étnico-racial indígena guajira con costumbres comunes (matrimonio, ley, lengua, etcétera), aunque fragmentada por las luchas de castas (guerras de “tribus contra tribus”) y en permanente atracción/rechazo con los arijunas o “civilizados”. Es sabido que López se consideraba cacique y que pertenecía al clan Epieyu. Sin embargo, la autoridad de su carta se basa ante todo en la investigación que anuncia plasmará en un libro, pues se ha dedicado por años
+a estudiar los usos y las costumbres, las tradiciones, las leyes, el idioma, la idiosincrasia y el medio ambiente social en que el Guajiro vive y, con tal fin, ha llegado a formar un volumen, que próximamente dará a conocer a la luz pública todos esos detalles, así como los diversos problemas de carácter económico, administrativo y social que confronta la hermosa Península, en cuyo suelo ha tenido la dicha de nacer, detalles que necesariamente han de ser universal utilidad. —En el afán de compaginar el Libro lo más exacto posible, me he dispuesto efectuar una gira en todas las zonas agropecuarias del floreciente Distrito Colón.
+La decisión de llamar novela histórica al libro Los dolores de una raza, así como su constante deseo de verosimilitud al contar sobre las costumbres y la situación de quienes llama guajiros, es un argumento a favor de la conexión entre la novela y el epílogo testimonial. Con Los dolores de una raza, Antonio J. López pretende apelar a la sensibilidad pública al ir más allá de la especialidad del documento histórico y etnográfico, al tiempo que se inscribe en una tradición de denuncia literaria para un público amplio, la cual posee antecedentes en la novela indigenista, tal como en La vorágine de José Eustasio Rivera. Con todo, la novela de López no alcanzó ni la resonancia ni el público lector de Rivera. En Dolores, López compara brevemente la situación de despojo de los guajiros con la de los indígenas amazónicos esclavizados a ambos lados de la frontera colombo-peruana por las compañías caucheras: «quienes a su gusto explotaban ambas cosas: indio y caucho a la vez» (82). Aunque en Dolores López realiza una apología del colonialismo británico y hace un llamado a la redención y colombianización del indígena, al mismo tiempo hace notar la conexión entre el colonialismo estadounidense que a través de sus empresas petroleras impactó sobre la economía de las haciendas venezolanas, generando un vacío en la mano de obra que suplirían los esclavizados wayuu importados como mercancías desde Colombia. Por sus sesgos racializantes y progresistas, propios en todo caso de la época, López no se caracteriza como un precursor descolonial, pero algunas de sus interpretaciones y comparaciones sobre las situaciones de contacto colonial pueden considerarse interpretaciones críticas interculturales. Su interpretación sobre el colonialismo estadounidense en Colombia, Venezuela y la Guajira, pueden compararse con las reflexiones que se han generado entre el genocidio explotador de las caucherías y el crecimiento inicial de la industria automotriz estadounidense, particularmente por su demanda del caucho como materia prima para neumáticos.
+El testimonio de Aypiakí es invaluable en cuanto presenta evidencias sobre el trato y la esclavización wayuu en Venezuela tras su venta en la frontera con Colombia con participación de otros miembros del pueblo wayuu pertenecientes a diferentes castas o clanes. En Los dolores de una raza los esclavizados son comprados por traficantes colombianos a wayuu que tienen apresados a otros wayuu a modo de prisioneros de guerra. Con todo, si en Dolores son los intermediarios colombianos quienes trafican en la frontera con los representantes comisionistas de los hacendados venezolanos, en el testimonio de Aypiakí son wayuu del clan jayaliyú quienes apresan a su hijo Alberto del clan uréguana; su captura se debió a un supuesto accidente con arma de fuego, que habría dejado un herido en el brazo, tras lo cual el hijo, y su padre que lo sigue, son vendidos y traficados por los propios wayuu. Aypiakí es claro al denunciar que los abusos responden a diferencias sociales, pues quienes los apresaron eran ricos, mientras que ellos eran pobres. De hecho, la persistencia de tensiones y separaciones sociales semejantes pueden notarse hoy en día cuando se habla sobre wayuu washir (rico) y wayuu mujusu (pobre). También existen marcadas diferencias sociales entre los wayuu pastores del interior y los wayuu de la costa marina (apalaanchi). Además, en algunos relatos wayuu se habla despectivamente sobre los piyuna o sirvientes, así como sobre los cosina o “indios” inferiores.
+El testimonio de Aypiakí, cuya veracidad debe ser corroborada como en todo documento histórico, evidencia también la participación de intermediarios wayuu en el lado venezolano. Es el caso de Emilia Wouriyú, mujer wayuu cercana al cónsul colombiano, quien obtenía la “libertad” parcial de algunos esclavizados wayuu con el propósito de revenderlos a otros hacendados venezolanos. La figura de Wouriyú prefigura en parte la creación de uno de los personajes femeninos más inquietantes en Dolores, la prima wayuu de Wotconot, «señorita de la casta jitnu», quien por cincuenta bolívares permite que un hombre de Maracaibo le dé una bebida adormilante a su familiar para luego llevarla a una habitación y abusar de ella; violación de la cual nacerá el mestizo Antonio Echeto, vendido por su padre a un ama de casa por mil bolívares. El diálogo testimonial entre el novelista y el hombre fugado evidencia el nivel de degradación al que llegó la venta y esclavización de los wayuu, pues no se trata necesariamente de hechos forzados por guerras internas como se cuenta en Dolores, sino incluso por la iniciativa de alguna autoridad tradicional que habría hecho uso de tal estrategia para deshacerse de sus enemigos o imponerse en su territorio. Aypiakí cuenta que un familiar le contó que «un cacique de la Casta Uriana lo había vendido a un venezolano, por asuntos de amores que tuvo con una de las hembras de aquella Casta».
+Son de notar las conexiones entre los personajes y las fechas del epílogo y la novela histórica de Antonio J. López. Tanto Dolores como el epílogo comienzan en 1920. Aypiakí cuenta que él y sus compañeros llevaban catorce años trabajando en la hacienda El Chao, lo cual situaría su captura a mediados de la primera década del siglo XX. Dado que Aypiakí es entrevistado por López cuando todavía se encontraba herido y en muletas, el diálogo tuvo que haberse producido en 1920 o máximo en 1921. En tal orden de ideas, aunque en el archivo de la Biblioteca el diálogo se clasificó con la fecha tentativa de 1935, tal fecha corresponde sólo a la segunda parte del epílogo: la carta al presidente del Zulia, Vincencio Pérez Soto, cuyo periodo como gobernador se extendió justamente entre 1926 y 1935.
+Hasta no hallar nuevos textos, y basándonos en el testimonio de esclavización de Aypiakí y su hijo, se puede afirmar que la investigación mejor documentada para estructurar la trama central del libro de López, anunciado en la carta, corresponde al periodo comprendido entre 1906 y 1935. Esta secuencia coincide, con una diferencia de dos años, al periodo presidencial de Juan Vicente Gómez en Venezuela (1908-35). No es una casualidad, pues Gómez fue un dictador militar y sobre todo un gobernante hacendado. En efecto, Aypiakí testimonia sobre la excesiva autoridad, incluso policiva, que se les había dado a los hacendados en esa época, la cual les permitía usar las armas para esclavizar, así como para empoderar a los comisionistas en el comercio (in)humano en la frontera con Colombia. Aunque en Dolores López resalta que existe un mejor trato para los wayuu/guajiro en Venezuela, y denuncia la frialdad e hipocresía de los traficantes y del cónsul colombiano, también cuenta sobre las crueldades de los hacendados y capataces venezolanos que Aypiakí nombró en su testimonio.
+Consideremos algunas de las conexiones entre el diálogo testimonial y la novela histórica. Cuando Aypiakí se acerca para pedir ayuda al cónsul y general Leal en Encontrados, este lo rechaza: «Retírate, necio, que tengo dolor de cabeza; no sé por qué siempre vienen a neciarme estos vergajos». En Dolores se afirma que para la extracción del factor humano los traficantes contaban con un salvoconducto firmado por el general M. N. Leal, cónsul colombiano: «el cual hacía constar que el Consulado los facultaba para llevar indios a trabajar en las haciendas» (50). La siguiente pieza del engranaje esclavista es el agente comisionista del hacendado. En Dolores aparecen varios con nombre completo: el coronel Troncoso de la Casa Negrón; Juan Colmenares de la hacienda Colmenares; y Temístocles Falcón de la hacienda El Chao. Aypiakí se fuga de la hacienda El Chao, la cual en Dolores es administrada por el coronel José Juan Canelón, cuyo secretario dice Aypiakí fue asesinado por los hacendados Montiel Negrón. En el diálogo de Antonio J. López con Aypiakí se evidencia que todo aquel que quiso denunciar los hechos fue asesinado. Con todo, si en el testimonio de Aypiakí se afirma que la hacienda El Chao era de Onésimo Rincón, en Dolores, publicada al menos dos décadas después de la muerte del hacendado presidente Juan Vicente Gómez, el novelista afirma que la hacienda El Chao le pertenecía a Gómez. Este giro, aunque podría ser alegórico, explica en parte la excesiva autoridad de los hacendados, capataces y comisionistas, dado que detentaban o administraban las tierras de las familias que controlaban el país, incluyendo probablemente las del “presidente”. En efecto, Aypiakí cuenta que una vez presenció: «que estaban matando a bala a un indio en la hacienda que llamaban La Palmita, por haberse defendido de uno de los mayordomos que lo azotaba y muy bien recuerdo que los amos gritaban las siguientes palabras: “Para que no sean atrevidos y no vuelvan a meterse con nosotros, porque Uds. no valen nada aquí y nosotros sí costamos caros, porque somos de la familia larga del Gobierno, por eso nos permiten usar armas y a Uds. no”».
+Aypiakí cuenta que quienes huyeron de la hacienda El Chao fueron cinco, y que tres murieron abaleados. En Dolores, tras la huida de tres esclavizados, Canelón ordena su persecución y tras su captura son torturados; además, a quien tuvo la iniciativa lo hacen cavar su propia tumba y lo decapitan[3]. Imágenes tan horrorosas hacen pensar en el terror padecido por Aypiakí en su huida, así como en el estado de humillación e indefensión al cual fueron sometidos los esclavizados wayuu con la participación de colombianos, venezolanos y wayuu. De hecho, la idea del guajiro repatriado hace pensar en una herida no menos grande: la de su pueblo o raza (en términos de López) partido por la frontera entre Colombia y Venezuela. Es muy diciente que cuando Aypiakí se acerca a pedir ayuda a la Jefatura Civil, el encargado responda: «Eso le pasa a Uds. por vagabundos, por no querer trabajar tranquilos en la Hacienda del señor Rincón, ¿qué más pueden ganar Uds. que la comida?». Al ser tratados como vagabundos los esclavizados son animalizados y desterritorializados. De allí lo particular de la idea de López de dialogar con un “repatriado”, lo que en sus términos equivale a alguien parcialmente redimido en cuanto recupera la dignidad de la pertenencia a una patria, y a una raza, que en su visión podría ser redimida por la civilización.
+Reconsiderar este epílogo, conformado por un diálogo testimonial, y por una carta de denuncia en la que se proponen reformas en la administración y la representación indígena, nos permite repensar el rol de los escritores indígenas como investigadores comprometidos con los procesos de sus pueblos, aunque algunos de sus discursos, como en el caso de López, sean cuestionables hoy en día por los propios movimientos indígenas. Por otro lado, queda en evidencia que Antonio J. López trabajó varias décadas en la investigación y la documentación de su novela Los dolores de una raza, la cual no circuló, ni ha circulado, como se esperaría de una de las primeras novelas escritas por un autor autoidentificado como indígena en Latinoamérica y el Abya Yala. Debe destacarse que para elaborar visiones de cabeza o representaciones sobre los arijunas o no indígenas, López se basó en testimonios y pesquisas in situ. El diálogo, la carta y la novela documentan procesos históricos marginalizados, articulan críticas indígenas y ofrecen autoreflexiones wayuu sobre las guerras entre los wayuu, como lo ha puesto en evidencia pública la película Pájaros de verano (2018) dirigida por Ciro Guerra y Cristina Gallego.
+Tras sufrir los horrores de la esclavitud en pleno siglo XX[4], un wayuu renuncia y se despoja de la cadena del nombre impuesto, Pedro Rincón, y reasume su nombre en lengua propia: Aypiakí. Este gesto desesclavizador anuncia el futuro surgimiento de las voces y las demandas wayuu de principios del siglo XXI, las cuales reclamarán la dignidad de los nombres y la soberanía de los ríos, las imágenes, los territorios y las historias de Woumain.
+PHD MIGUEL ROCHA VIVAS
+Pontificia Universidad Javeriana
+[2] Título del encabezado de su primera página, así como del lugar del texto en esta reedición de la novela.
+[3] La decapitación simbólica es una forma de desarticulación de los tejidos e identidades sociales. Ver la noción de visiones de cabeza en Mingas de la palabra.
+[4] Colombia declaró haberla abolido en 1851 y Venezuela en 1854.
+López, Antonio J. Los dolores de una raza. Novela histórica de la vida real contemporánea del indio guajiro, Maracaibo: La Columna, (s. f.).
+Rocha Vivas, Miguel. Mingas de la palabra: textualidades oralitegráficas y visiones de cabeza en las oralituras y literaturas indígenas contemporáneas. Bogotá: Universidad de los Andes y Universidad Javeriana, 2018.