Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Santa, Eduardo, 1927-, autor
La colonización antioqueña [recurso electrónico] / Eduardo Santa. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2016.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (2,3 MB). – (Biblioteca básica de cultura colombiana. Historia / Biblioteca Nacional de Colombia)
Incluye bibliografía.
ISBN 978-958-8959-77-1
1. Antioquia – Historia 2. Antioquia – Colonización 3. Líbano (Tol.) - Historia 4. Libro digital I. Título II. Serie
CDD: 986.126 ed. 23 |
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ISBN: 978-958-8959-77-1
Bogotá D. C., diciembre de 2016
© Eduardo Santa
© 1994: Tercer Mundo Editores
© 2016, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
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A la memoria de mis padres,
Ezequiel Sania Vanegas
y María Lobo-Guerrero
+CUALQUIERA PODRÍA PREGUNTARSE el porqué de mi insistencia en estos temas relacionados con la colonización antioqueña. Bastaría responderle que soy producto de una de esas migraciones que, a mediados del siglo XIX, partió de la vieja Antioquia, se internó en las selvas inhóspitas, traspasó a lomo de buey las serranías nevadas del Ruiz y penetró en las fértiles vertientes de la Cordillera Central de los Andes, en el departamento del Tolima. Mis antepasados fueron, pues, en su gran mayoría, colonizadores, arrieros, aserradores, mineros, pero, principalmente, sencillos labradores, a través de muchas generaciones de esfuerzos colectivos. Tuve la fortuna de haber nacido en una pequeña aldea, parte de esa constelación de fundos creados por la acción vigorosa de los pioneros antioqueños, y de verla crecer, poco a poco, hasta convertirse en ciudad próspera y fecunda. Tanto mi infancia como mi adolescencia discurrieron por sus calles soleadas y sus campos aledaños, conforme a los preceptos de las más ortodoxas costumbres de sus genitores, escuchando de sus propios labios los múltiples episodios de esa aventura prodigiosa y los relatos relacionados con su fundación. Al calor de la lumbre hogareña, en los viejos fogones de tierra pisada, en las cocinas penumbrosas donde borboteaba el fríjol y se tostaba la arepa, o bajo la sombra de los árboles frondosos, dominando con la vista los extensos territorios colonizados por mis antepasados, cruzados por caminos de herradura por donde desfilaban las recuas de mulas que llegaban a los mercados sabatinos del pueblo, cargadas de frutas y esperanzas, pude saborear lentamente, con deleite inenarrable, la miel de sus leyendas y sus mitos, en los que los fantasmas salían de los bosques umbrosos y de los arroyos cristalinos para poblar la fértil imaginación de los campesinos que habían logrado convertir selvas en ciudades.
+Desde entonces, en un procedimiento inverso al de mis antepasados, pero igualmente ambicioso, me he devuelto por los caminos de los recuerdos colectivos, por las trochas que ellos anduvieron; he vadeado sus ríos torrentosos, cruzado las enhiestas serranías, me he internado en los bosques intrincados, he salvado los abismos y cruzado sus puentecillos de guadua, buscando siempre la huella de sus pies desnudos, tratando de entender plenamente y de explicarme la magnitud de aquella gigantesca empresa. Labor ardua y difícil, pero grata en extremo, porque también ha sido la búsqueda de las más profundas raíces de la estirpe. Así han nacido algunos de mis libros como La provincia perdida y Arrieros y fundadores.
+Pienso, sin arrogancia chauvinista y más bien con modestia, que ningún extranjero podría penetrar profundamente en la interpretación sociocultural del fenómeno colonizador, por cuanto para entenderlo en toda su dimensión telúrica y genética, para comprender a cabalidad su espíritu propio, su auténtico Volkgeist, es necesario sentirlo y vivenciarlo, a través de los tiempos, en los misteriosos y sorprendentes caminos de la sangre. Los investigadores foráneos, que los ha habido muy importantes y acuciosos, además de habernos dado muestras de su admirable rigor metodológico, nos han descubierto muchas facetas del fenómeno, han arrojado gran cantidad de cifras y han tratado de cuantificar y reducir a gráficos, diagramas y estadísticas lo que puede ser cuantificable, dándonos además una cierta perspectiva en la lejanía que le otorga a sus planteamientos un tanto de la objetividad necesaria. Pero como no todo en este tipo de investigación social es cuantificable, especialmente en lo relacionado con su interpretación, por cuanto la vida del hombre no sólo la mueven las cantidades sino las calidades de su espíritu y las cambiantes y complejas motivaciones individuales y colectivas, sus trabajos carecen de ese élan vital necesario para darles vida y acercarlos no sólo al entendimiento sino también al corazón de los hombres, pues con ambos se vive la vida cotidiana y se construyen las gestas de los pueblos.
+Este nuevo libro, nutrido con mayores experiencias, propias y ajenas, constituye una visión de conjunto de este gran fenómeno social que fueron las migraciones antioqueñas del siglo XIX. Aunque sobre este tema tan controvertido se han producido muchos libros, conferencias, ensayos y artículos de prensa, considero que todavía hay puntos por esclarecer y no pocas rectificaciones a algunos planteamientos lanzados un tanto a la ligera, sin mayor consistencia probatoria. Fueron estas, ciertamente, las motivaciones principales para que siguiera rastreando la huella de aquellos arrieros y fundadores que movieron mi curiosidad en los primeros años de mi actividad como investigador y escritor de temas sociales. Sólo que este nuevo trabajo me ha llevado muchos años de reflexiones y quizás la ponderación necesaria para poder entender un hecho tan complejo como el que nos ocupa.
+La obra la he dividido en tres partes que, en realidad, forman un todo debidamente concatenado. La primera, titulada «Dimensión histórica», está dirigida a plantear y demostrar la tesis de que la colonización antioqueña fue un fenómeno de iniciación espontánea en el cual participaron miles de gentes desharrapadas, movidas por la satisfacción de necesidades vitales. Un proceso muy complejo que se inicia desde la época del oidor Mon y Velarde, y que en su desarrollo histórico contempla varias etapas perfectamente diferenciadas, con sus propias características y modalidades, circunstancia esta que, al no ser tenida en cuenta, ha sido motivo para generalizaciones abusivas e interpretaciones demasiado rígidas e inflexibles, no pocas veces tocadas de cierto interés espurio de acomodarlas a conclusiones económicas y políticas reñidas con la realidad misma del fenómeno. Decir, por ejemplo, que la colonización antioqueña, en términos generales, fue una empresa capitalista, así, en forma tan absoluta, no deja de constituir un exabrupto fácilmente rebatible. O seguir sosteniendo que tal fenómeno social fue todo lo contrario, una lucha de gentes miserables, sin apoyo estatal, de espaldas al pensamiento oficial de los dirigentes del Estado, una especie de «lucha del hacha y del machete contra el papel sellado», también constituye una interpretación inexacta y carente de objetividad. Como lo veremos en esta primera parte del libro, si bien es cierto que la colonización fue una fuerza social de gran raigambre popular de iniciación espontánea, su mismo impulso de proporciones gigantescas hizo que a mediados del siglo XIX los poderes centrales del Estado federal, la magnífica generación del año cincuenta, produjeran una buena cantidad de normas legales que, como lo veremos en el curso de la obra, no fueron simplemente letra muerta sino un conjunto orgánico de normas legales que, todas juntas, fueron sustento de esta que nosotros consideramos como la única gran reforma agraria hecha por el pueblo mismo con el apoyo eficaz de los gobernantes de la época.
+En la segunda parte de este libro, titulada «El testimonio de los viajeros», se dan varias muestras muy representativas de ese testimonio inteligente, acucioso y desinteresado de viajeros nacionales y extranjeros que vieron con sus propios ojos el fenómeno colonizador que nos ocupa, que se movieron penosamente por los caminos que los pioneros iban construyendo y vieron nacer sus fondas camineras, sus primeros abiertos en la selva, sus primeros establecimientos agrícolas y sus primeras aldeas. Esos testimonios invaluables son, en realidad, el más importante elemento probatorio para las tesis centrales de esta obra y, muy especialmente, para la que lanzamos ahora en el sentido de que la colonización fue esencialmente, en su estructura orgánica, en su estrategia social y en sus métodos y recursos logísticos, una empresa de caminos. Esos testimonios de viajeros, tan poco consultados por los estudiosos de este fenómeno, constituyen prueba definitiva a todas las tesis que lanzamos en la primera parte de la obra. Complementadas con las normas legales expedidas por los legisladores y los gobernantes de la época, constituyen el piso de casi todas nuestras afirmaciones, interpretaciones y conclusiones.
+La tercera parte del libro, titulada «La gesta de los pioneros», constituye la interpretación general del fenómeno, con base en las dos primeras partes del mismo y en la que se da cabal importancia a los aspectos sociológicos, antropológicos y folclóricos de la colonización. Es en esta parte donde también entran en juego las experiencias personales del autor, sus conversaciones con sobrevivientes de la gesta colonizadora y sus inmediatos descendientes, lo mismo que sus investigaciones personales en archivos de algunas familias pioneras, en archivos administrativos y parroquiales, complementados con fotografías, cartas, documentos y publicaciones periódicas de cada una de las épocas de la colonización. En ella he tratado de reconstruir lo que fue aquel gran movimiento social, de poner a vivir de nuevo aquella sociedad esforzada, elemental y pujante, como un sincero homenaje a todo lo que constituyen las raíces mismas de la estirpe de gran parte de la población colombiana contemporánea.
+Santafé de Bogotá, 1993
+CUANDO SE ESCRIBA LA historia de los grandes movimientos populares en Colombia, aquella que tenga profundas raíces en el alma colectiva, en las instituciones seculares y en el movimiento de la conciencia nacional, seguramente aparecerá que las migraciones colonizadoras que tuvieron su génesis y su aliento en la vieja Antioquia, constituyen la más grande aventura realizada en nuestro suelo durante el siglo XIX. Esos grupos antioqueños, constituidos todos por gentes resueltas, emprendedoras y valientes hasta el propio heroísmo, continuaron la empresa de los conquistadores españoles, quizás con mayor fortuna que estos, y a ese tenaz esfuerzo por construir la patria se debe la existencia de más de cien poblaciones grandes y pequeñas que, en conjunto, constituyen un fuerte núcleo estrechamente unido por un común denominador antropogeográfico. Sociológicamente, esas poblaciones, nuevas todas, hijas del siglo XIX y del hacha antioqueña, forman un conglomerado social étnicamente homogéneo y triplemente unido por la sangre, por la tradición y las costumbres. Tales grupos migratorios que tienen una serie de causas tan variadas como complejas, entre las que se cuentan el espíritu aventurero propio de los antioqueños, estimulado por la pobreza del suelo nativo, por el crecimiento desmedido de las familias, por el afán de hacer riqueza y, particularmente, por la búsqueda de tesoros indígenas o guaquerías y también por el fenómeno del contagio social que movilizó grandes masas en algunas empresas históricas, como sucedió en las Cruzadas, en la Conquista de América y en la colonización de Texas y California, constituyen, sin lugar a dudas, la única gran revolución efectiva en el campo social y económico de la república. Fue un movimiento gigantesco por la numerosidad de las gentes que en él intervinieron, por las penalidades y actos de heroísmo que tuvieron lugar durante su desarrollo y, sobre todo, por sus proyecciones en el campo de la economía. Fue la epopeya del hacha. Y de esa epopeya nace un país nuevo y una nueva economía agrícola. Fue algo superior, en nuestro concepto, a las migraciones de los bandeirantes en el Brasil, y creemos que aún no se ha hecho un enfoque completo sobre este fenómeno que pone en alto el espíritu de lucha de las generaciones colombianas a quienes cabe la honra de haberlo realizado. De un momento a otro se despierta en ellas la fiebre colonizadora: tropillas de hombres ambiciosos y tenaces se internan en la selva, trepan a las cordilleras, vadean ríos torrentosos, inundan los caminos y las brechas y van dejando sobre ellos la huella de sus pies desnudos, con el afán de fundar pueblos y haciendas, es decir, de hacer un país nuevo, diferente al que nos habían dejado los españoles de lanza, de escudo y de gorguera. Y así lo hicieron. A golpes de hacha fueron saliendo, buriladas por el esfuerzo, las poblaciones más prósperas de la república, todas ellas con una vitalidad asombrosa y cuya edad oscila, hoy por hoy, entre los setenta y los ciento noventa años de existencia. Sonsón, Concordia, Turbo, Santa Rosa de Cabal, Victoria, Murindó, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Neira, Manizales, fundadas entre 1797 y 1850; Villamaría, Chinchiná, Palestina, Segovia, Nuevo Salento, Pereira, Filandia, Armenia, Circacia, Montenegro, Valparaíso, Támesis, Andes, Bolívar, Jericó, Jardín, Apía, Santuario, Riosucio, Quinchía, Mocatán, Pueblo Rico, Manzanares, Marulanda, Pensilvania, Líbano, Villahermosa, Herveo, Santa Isabel, Casabianca y Fresno, fundadas entre 1850 y 1900; Cajamarca, Roncesvalles, Calarcá, Sevilla, Balboa, Versalles, Trujillo, Darién, Restrepo, El Cairo, La María, Betania, El Águila, El Porvenir, La Tebaida, etcétera, en lo que va corrido de este siglo. Y como esas, podría citar multitud de poblaciones, aldeas y villorrios, dejados sobre la complicada geografía andina como imborrable huella de la pujanza de una estirpe bizarra. La gran empresa de las migraciones antioqueñas parece tener principio con la fundación de Sonsón hacia 1797[1]; se va extendiendo paulatinamente hasta tomar posesión de lo que hoy son los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda; y parece que cobra singular impulso por las conquistas de las tierras del Quindío, tan ubérrimas y feraces, en donde hay otros estímulos fundamentales como el oro de los sepulcros indígenas codiciosamente violados con un afán desmedido, la abundancia del caucho que entusiasmó transitoriamente a los hombres de empresa, y la facilidad para incrementar la cría de cerdos por los extensos cultivos de maíz, a más de lo estratégica que resultó la topografía ondulada, montañosa y enigmática para evadir el reclutamiento durante las continuas guerras civiles del siglo pasado: secreto escondite, país olvidado, adecuado para sustraerse a la crueldad y a la violencia de nuestras amargas experiencias bélicas o para huir de la persecución política aplicada al vencido después de terminada la contienda. Un considerable número de colonos traspasa la Cordillera Central, penetrando al departamento del Tolima y más tarde, siguiendo la misma cordillera, pasa al Valle y luego al Cauca, dejando la fresca simiente de nuevas aldeas, nuevos fundos y villorrios que con el tiempo fueron creciendo hasta hacerse mayores. La sangre conquistadora no se ha detenido. Pasa de una generación a otra, a manera de antorcha olímpica en un pueblo de atletas. El afán de seguir luchando contra la selva virgen se transmite irrevocablemente de padres a hijos, a manera de culto familiar. Y esa gota de sangre trashumante y emprendedora sigue abriendo la brecha y hoy mismo continúa haciendo nuevas fundaciones en las selvas del Chocó, del Darién, del Caquetá y de otros territorios nacionales.
+Nada importó la topografía arisca, el viento helado de los páramos, la cordillera quebrada en caprichosos abanicos, los cañones profundos, las serranías y las torrenteras y, antes bien, el brazo musculado del conquistador antioqueño se deleitó fundando nuevos centros urbanos y establecimientos agrícolas en lo más escarpado de las cordilleras. Manizales es un ejemplo fehaciente de este agresivo impulso por demostrarle al país que esa nueva estirpe colonizadora era capaz de construir una ciudad en el filo de la cima, sobre la propia cresta andina, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Contra lo que era de esperarse, esa ciudad creció y aunque la adversidad trató de borrarla en varias ocasiones reduciéndola a cenizas o derribando sus casas en movimientos sísmicos, el tenaz pueblo antioqueño volvió a construirla en ese mismo sitio como un desafío a las propias fuerzas de la naturaleza. Con el correr del tiempo, y a medida que la aldea se iba convirtiendo en ciudad, hubo que tumbar grandes barrancas, llenar hoyos profundos, desecar pantanos, en fin, jugar con el terreno como juegan los niños con la ciudad que construyen en la arena[2].
+Cuando el investigador acucioso de nuestra historia logra meterse por estos admirables vericuetos de nuestros archivos parroquiales, casi intocados, o cuando recoge aquello que milagrosamente se ha conservado en la tradición oral o escrita de nuestras gentes sencillas, con cuántas páginas de abnegación, de sufrimiento, de sacrificio y de heroísmo se topa, a veces sin buscarlas, y con cuántos personajes de esos cuyas acciones nos parecen increíbles, mirados con esta perspectiva del día de hoy, cuando esos valores encarnados en ellos han desaparecido para ser reemplazados por la poquedad de una vida fácil y sin metas altruistas. Porque la gesta de los colonizadores está llena de estos individuos, de estos personajes tan fuertes y heroicos, como tallados en roca viva, tal como el legendario Jesús María Ocampo, más conocido con el nombre de «Tigrero», principal fundador de la ciudad de Armenia, y cuyas hazañas están pidiendo a gritos la investigación ponderada de un biógrafo de hombres recios, en este país donde la tinta de imprenta ha solido correr con tanta generosidad para exaltar aquellas mediabas de la política y de la literatura, cuyos precarios laureles no resisten siquiera los escasos veranos de una sola generación.
+Los colonizadores antioqueños tenían una forma peculiar de fundar sus ciudades. Iban con ese objetivo entre ceja y ceja, como si una fiebre, locura o delirio los impulsara a ello, a manera de nuevos quijotes luchando contra endriagos de selvas enmarañadas y de abismos profundos. El distinguido pensador colombiano Luis López de Mesa, en una deliciosa página, nos dice sobre el particular lo siguiente:
+Fue un éxodo afortunado, que va siendo núcleo de futuras leyendas. Dicen que en alguna ocasión un viajero vio en medio de aquella entonces montaña inextricable un grupo de labriegos que iban corriendo al son acompasado de una esquila el contorno de un desmonte. «¿Qué hacen ustedes así?», inquirió, curioso. «Estamos fundando un pueblo», le respondieron ingenuamente, con sencillez que el transeúnte halló irónica. Años más tarde, cuenta el narrador, al regresar por aquella cordillera vio ser verdad el poblado prometido, haberse trocado en plaza amena el bosque derribado, en campana más sonora y grande la esquila de la iniciación.
+Y continúa a renglón seguido el distinguido sociólogo:
+Cuántas de esas que hoy nos parecen enhiestas ciudades, ayer no más las bautizó a golpes de hacha algún labriego de La Ceja, de Rionegro o de El Retiro, de Marinilla o de Sonsón, hallando para muchas, nombres de grata eufonía. De la más encumbrada hoy tenemos todavía testimonio personal de sus comienzos, tan eglógicos que recuerdan a Virgilio, menos el empinado estilo y la fantasía artificiosa. Aún se cuenta que en noches de luna los zapadores de aquel monte se sentaban sobre troncos de árboles recién cortados en lo que ya tenía nombre de plaza dentro de su ambiciosa imaginación, a formar cabildo y a darle normas civiles a la futura ciudad. Y como quiera que a veces se acalorasen en sus sabias deliberaciones, ello fue que de común providencia acordaron presentarse a las sesiones sin hachas ni cuchillos de monte[3].
+Y así fue. Porque la fundación tenía su liturgia y la democracia sus ritos deliberantes. Nuestros abuelos en medio de esa bíblica sencillez habitual, tenían en su espíritu una profunda raíz mística y para ellos la colonización era un sacerdocio en aras de la república. Por eso los pueblos que nos legaron tuvieron un proceso de formación especialísima, un sistema de vida y una evolución completamente diferentes. La colonización española y la antioqueña difieren un poco en su forma y en su sentido. Los conquistadores españoles buscaron las altiplanicies como asiento principal de su colonización. Estaban movidos por la codicia del oro indígena y por el afán de hacer súbditos para catequizar y explotar. En sus construcciones utilizaron por lo general la piedra y el adobe. El antioqueño, en cambio, se adueñó principalmente de las vertientes, buscando siempre la montaña virgen que podía brindarle en abundancia maderas de buena calidad y prodigalidad de aguas. Sus construcciones frecuentes fueron esencialmente de madera y de guadua. Poco le interesó sojuzgar a nadie, ni imponer tributos, y si buscó el oro lo hizo arrancándolo de la montaña, como los propios indígenas, o escudriñando los cementerios de tribus desaparecidas. Además, el colonizador antioqueño tenía una rara intuición para sentar planta en los centros claves del movimiento comercial del mundo que él mismo estaba construyendo.
+¿Cuál era la razón para que el conquistador español buscara la altiplanicie y el antioqueño la vertiente? Don José María Samper, en su magistral Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, nos da la clave cuando afirma:
+Los conquistadores se apoderaron con suma facilidad de los imperios de los aztecas, de los chibchas, y los quichuas; donde reinaba ya la civilización y no tuvieron que luchar con grande energía sino en los valles ardientes, donde las tribus bárbaras, no teniendo más hábitos que los de la guerra, se defendieron con desesperación. En las costas y en los valles profundos, lucha terrible y mortal con tribus belicosas, indomables, desnudas, sin vida civil ni formas determinadas de organización, viviendo a la aventura y eternamente nómadas; tribus sin belleza, sin nobleza, profundamente miserables en la plenitud de su libertad salvaje. Pero al trepar resueltamente a las altiplanicies de México, de los Andes Venezolanos, de Sogamoso, Bogotá, y Popayán en los Andes Granadinos, de Quito, el Cuzco, etcétera, la situación cambia enteramente.
+Y luego agrega en forma certera:
+Allí la dulzura del clima favorece a los conquistadores tanto como la riqueza y el cultivo; donde quiera encuentran vastas ciudades y pueblos y caseríos innumerables que les sirven de asilo contra la intemperie; ejércitos de 40, 80 o 100.000 indígenas sucumben, casi sin combatir, ante algunos centenares de conquistadores temerarios; las poblaciones, en vez de la astucia, la malicia rebelde y la inflexible resistencia de las tribus nómadas, se distinguen por la sencillez candorosa, la ciega confianza, el sentido hospitalario, el amor a la paz, los hábitos de la vida sedentaria, la dulzura y la resignación. Los conquistadores no combaten allí en realidad. Toda victoria es una carnicería de corderos, porque el indio de las altiplanicies no se defiende, sino que se rinde, dobla la rodilla, suplica, llora y se resigna a la esclavitud sin protestar[4].
+Esta fue, según Samper, la razón fundamental para que el conquistador español gustara de la altiplanicie para sus fundaciones. Porque, en realidad, la conquista fue una guerra de sojuzgamiento de un pueblo sobre otro y, por consiguiente, había que atacar y vencer a los habitantes de los centros ya establecidos, donde estaban sus jefes políticos, sus sacerdotes y sus ejércitos y, sobre todo, donde se acumulaban sus riquezas. Los conquistadores españoles encuentran, pues, no solamente selvas vírgenes que, de momento, nada interesan y que, por el contrario, son los grandes obstáculos que hay que vencer y sus principales enemigos en esta guerra de dominación y de exterminio. Encuentran una sociedad indígena organizada en varias tribus, con sus grandes centros urbanos, sus caminos, sus sementeras, sus explotaciones mineras de oro, plata y esmeraldas y sus salinas tan necesarias para la preparación de los alimentos. Llegan, pues, a dominar una sociedad establecida, con sus respectivas estructuras económicas, para superponer sobre ellas su propia cultura. Sobre esos pueblos sojuzgados imponen sus leyes, su religión, sus costumbres, su justicia, su organización política, sus templos, su idioma y, sobre todo, su férrea autoridad de vencedores. Pero también, con todo ello, construyen sobre las ciudades primitivas, pobladas de ranchos pajizos, sus propios edificios de calicanto, su propia e inconfundible arquitectura, con sus plazas, sus cabildos y sus templos, reproduciendo con exactitud el hábitat que habían dejado en sus respectivos pueblos y ciudades españolas.
+En cambio, los colonizadores antioqueños se lanzan sobre un panorama muy diferente, a la conquista de la selva inhóspita y deshabitada, para construir un nuevo sistema económico que ellos tienen que crear, sacar casi de la nada, como si fuera el primer día de la creación. No se trata de dominar a ningún pueblo, ni de sustituir una cultura por otra. Pero los conquistadores antioqueños harán lo mismo que los españoles, en cuanto que van a reproducir en las tierras que le roban a la selva el mismo hábitat que han dejado en los pueblos y ciudades que han abandonado para lanzarse a esta aventura. Construyen los nuevos poblados a imagen y semejanza de aquellos. En el proceso de mestizaje, los antiguos pobladores de Antioquia han logrado crear y desarrollar una arquitectura típica, con base en los materiales de construcción que la tierra les brinda con generosidad. Han llegado, inclusive, a crear un modelo o arquetipo de gran belleza arquitectónica, que obviamente también constituye una especie de mestizaje cultural. Sus casas son de uno o dos pisos, de madera y teja de barro, con aleros protectores de la lluvia, ventanas y puertas de cierta simetría, generalmente con arrequives y adornos abroquelados y torneados, y pintadas con colores muy vivos. Si son de dos pisos, lucen, además, bellos balcones de madera, salidos hacia la calle, como pequeños camerinos, con balaustrada de madera, lo mismo que las barandas de las escaleras. En el interior generalmente tienen huerto cultivado de flores muy vistosas, especialmente de rosas, geranios, novios y las clásicas dalias, que no pueden faltar en ningún hogar antioqueño. Pero, como si esto fuera poco, en muchas casas, especialmente en las del campo, tanto las paredes interiores como exteriores permanecen bellamente decorados con macetas de flores que le dan un aspecto muy alegre y hasta coqueto, como una reminiscencia quizás de las casas andaluzas de otro tiempo.
+Sin embargo, bueno es anotar que este modelo de casa típica solamente aparece cuando la fundación ya está plenamente establecida, por cuanto al principio, en medio de esas selvas inhóspitas, los primeros ranchos que construyen los pioneros, en medio de tantas penalidades y carencias, son armados provisionalmente con palos sin pulimentar y techados con cáscaras de cedro y hojas de yarumo, a juzgar por los relatos orales y las memorias escritas que nos dejaron algunos de ellos, como las muy valiosas de don Manuel Grisales, uno de los más destacados fundadores de Manizales[5]. Con el correr del tiempo, estas rústicas y ordinarias construcciones, hechas para el momento de la lucha tenaz de la selva, son sustituidas por las anteriores. Allí donde no hay barro colorado para confeccionar tejas, estas son hechas con la madera de los bosques, por los aprendices de carpinteros que acompañaron a los primeros pobladores. Hay, además, una variante en la construcción de las casas: los colonizadores aprovechan la boñiga de sus semovientes —vacunos, mulares y caballares— para fabricar una especie de pasta, que, naturalmente, pierde su olor característico al ser cubierta con aguacal, ya que tiene la propiedad de adherirse a las paredes de bahareque, construidas con esterilla, es decir, con delgados y largos fragmentos de la guadua. Este último elemento vegetal, tan abundante en las tierras de la colonización, fue decisivo para la primigenia cultura antioqueña. Los colonizadores lo utilizaron para casi todos los menesteres de su vida cotidiana. Con la guadua hicieron los primeros acueductos, es decir, aquellos que llevaban el agua límpida de los arroyos y los ríos a la casa para el uso corriente de hombres y de bestias; también fue utilizada para la construcción de casi todos los elementos del mobiliario campesino, desde los asientos que confeccionaban con sus nudosas raíces, hasta las mesas, las alacenas y las camillas, elaboradas primorosamente con sus listones relucientes; desde el tarro donde el bobo solía llevar el agua a los ranchos, tomándola de los pozos y las manas, hasta el batidor de la natilla; desde los tupidos cercados de sus huertas y potreros, hasta las varas de premio que se levantaban en las plazas en los días de fiesta y de jolgorio; desde los voladores de fuego que utilizaban sus finísimas y gráciles varillas para elevarse fácilmente y estallar en los aires, hasta las jaulas donde aprisionaban a los pájaros cantores para que alegraran los amaneceres de esperanza; en fin, la guadua fue elemento esencial para el colonizador que la utilizó para lo más necesario en su habitual discurrir, como la construcción de su casa, hasta para lo más nimio, como las cosas ornamentales que podían hacerse con sus canutos y sus flexibles listones. A tal punto fue tan importante esta hermosa gramínea que muchos han dado en calificar la colonización antioqueña como la «cultura de la guadua».
+Otro aspecto interesante en la construcción de sus pueblos fue el sentido de su organización. Tenían casi todos ellos una impresionante simetría, de cuadras rectangulares; de calles tan rectas, tiradas a cordel; de plazas, casi siempre en el centro del poblado, donde invariablemente construían el templo, la casa consistorial, la casa parroquial y a veces la cárcel, que frecuentemente permanecía vacía o con tres o cuatro condenados por delitos menores, en esa vida patriarcal donde no sólo se respetaba la ley, por ser mandato superior, sino por ser la norma que condicionaba y regía la vida misma de la sociedad. Pero, ante todo, por ese sentido de temor a Dios, no sólo como padre que todo podía verlo, hasta los más profundos sentimientos, sino como juez supremo e inflexible de todos nuestros actos, dispensador de premios y castigos más allá de nuestra vida temporal y terrestre. También, en toda fundación de pueblos, lo primero que se hacía era reservar un lote grande para la escuela, que era de todos, sin distingo de rangos y de clases —en esa sociedad de vida igualitaria—, y de amplias reservas territoriales para ejidos y para granjas de toda la comunidad. Porque aquellas eran comunidades con fuertes vínculos de solidaridad, como si todos pertenecieran a una misma empresa y corrieran tanto con los éxitos como con los fracasos. Esto era tan evidente, que en el lenguaje de documentos públicos y privados frecuentemente se habla de «la Comunidad», nombre que se dio inicialmente, por ejemplo, a Manizales, mientras todos de común acuerdo, en junta de colonos, buscaban y acordaban un nombre que sonara bien a sus oídos. La mayor parte de las obras públicas se construían en convites o mingas, en los que participaban desde los más destacados fundadores hasta los más modestos aldeanos. Este profundo sentido comunitario, este espíritu cívico, que ha sido tan característico del temperamento antioqueño, se manifestó no solamente en la organización de bazares para construir, con sus productos pecuniarios, obras de interés común para la organización de fiestas cívicas y religiosas, sino principalmente en la apertura de caminos. Porque para los colonizadores, que estaban construyendo ese mundo nuevo, robándole espacio a las selvas, estos fueron esenciales. A tal punto que la colonización no fue otra cosa que un largo camino que, partiendo desde el sur de Antioquia, seguía por el filo de la Cordillera Central en cientos de kilómetros y penetraba a varios de los que hoy son prósperos departamentos. Por esos caminos, que poco a poco iban construyendo las avanzadas de los pioneros, se fueron volcando las distintas oleadas de colonos, que no solamente eran labriegos, mineros y arrieros, sino también los artesanos y los comerciantes que, detrás de los fundadores, venían a consolidar una forma de vida, a darle movimiento a sus pequeños centros urbanos, con sus herrerías, carpinterías, monerías, fundiciones, talabarterías, sastrerías y tiendas de telas y abarrotes.
+Generalmente esas poblaciones se iban formando en torno a alguna fonda caminera o, al menos, en sus inmediaciones. Tal fue el caso de la llamada fonda de Manuela, que dio origen a Aguadas; o de la fonda de Manuel Grisales, que dio origen a la población de Manizales. Allí se iba estableciendo un precario y minúsculo caserío. Pero bien pronto vendrían los agrimensores a darle verdadera configuración urbana a ese pequeño grupo de ranchos diseminados entre el monte. Era cuando realmente se consideraba fundada la población, cuando se destinaban los terrenos de uso comunitario, como aquellos que ya en la imaginación de los colonos eran la plaza, el parque, la iglesia, la escuela, el hospital, la cárcel, el cementerio. Este era el momento en que la imaginación de todos entraba a funcionar mancomunadamente para discutir en juntas o asambleas los lugares más adecuados para cada uno de ellos, y donde empezaban a barajarse los nombres con los cuales deberían ser conocidas esas poblaciones desde ahí en adelante. Generalmente, cuando ya se habían establecido cinco o seis ranchos en torno de alguna fonda caminera, era cuando solicitaban a los poderes centrales la adjudicación legal de las tierras que ya estaban cultivando y la de los solares sobre los que consideraban tenían derecho dentro del nuevo centro urbano. Como si la petición de las adjudicaciones tuviera más fuerza al ser hecha por un grupo de colonos y no por uno solo de ellos. Hasta en esto se puede ver ese espíritu comunitario, ese espíritu de grupo que fue tan característico de los colonizadores. El Gobierno Central, especialmente a partir de mediados del siglo, al recibir sus solicitudes, no tardaba en dictar el decreto correspondiente ordenando fundar la aldea y hacer la distribución de lotes y solares, para lo cual la misma comunidad solía organizar la junta repartidora encargada de estos menesteres. El decreto fijaba el número de hectáreas que correspondía a cada familia de colonos, según el número de sus integrantes, las condiciones necesarias para hacerse acreedor a ellas, la manera de hacer las probanzas respectivas, al mismo tiempo que señalaba la extensión superficiaria de los solares urbanos, como lo veremos un poco más adelante.
+De tal manera, pues, que cuando decimos que la colonización fue una empresa de caminos, no estamos diciendo nada extraño ni acuñando una tesis de difícil y compleja demostración. Porque eso fue en verdad: un largo camino, con muchas variantes y ramificaciones, para que todo el que quisiera y tuviera suficientes arrestos de hombría, pudiera seguirlo hasta el sitio donde no hubiera nadie en posesión de tierras y pudiera clavar allí las estacas de su rancho y escarbar la tierra fecunda con su azadón y su almocafre. Cada quien iba continuando el camino, rompiendo la maleza con el filo de su machete y derribando el monte con su hacha. Los caminos, pues, fueron el presupuesto básico para el establecimiento de los desmontes y para la fundación de los pueblos. O si no, volvamos a lo que nos dice don Manuel Grisales en sus interesantes Memorias, sobre el particular:
+La primera obra de utilidad pública que emprendimos, antes de la fundación de Manizales, fue la construcción de un camino que debía ponernos en comunicación con Neira, de cuya jurisdicción eran dependientes estos terrenos; dicho camino lo hicimos por «La Linda», bajando al río Guacaica, arriba de «El Guineo», y luego ascendiendo a subir el punto de «Pueblorrico» o «Las Guacas», nombres uno y otro, que tuvieron su origen en que allí se encontraron los pobladores de Neira unas muy ricas guacas o sepultura de indios; sobre el Guacaica construimos un puente por el cual se podía pasar a caballo. Por demás está decir que dicho camino lo construimos a nuestras propias expensas, pues entonces, en empresas de esta clase, no contábamos para nada con el erario público[6].
+O también, si queremos ir a los archivos oficiales, desempolvemos algunos de esos decretos ordenando «fundar pueblos», como aquellos que disponen la fundación de Manizales, por un lado, y la fundación del Líbano, por otro, para la conservación de un camino que debía comunicar a Medellín con Bogotá, pasando por el Nevado del Ruiz, y a los cuales nos referiremos en capítulo posterior.
+Conscientes de que la colonización antioqueña fue ese largo camino, transitado por miles de hombres durante más de cien años en busca de tierras para cultivar, con sus muchas ramificaciones, hemos hecho hincapié sobre el particular en varias partes de esta obra. La civilización y el desarrollo de la cultura, como toda la historia del hombre, no ha sido otra cosa que apertura de caminos. Los caminos son esenciales en la historia, sobre todo porque ellos nos ponen al descubierto las intenciones y las metas de los hombres y de los pueblos que los trazan para luego transitarlos. A través de ellos se han hecho los descubrimientos y las guerras, y a través de ellos también se han movido las grandes innovaciones y adelantos. A través de los caminos del mar se han descubierto continentes; y para ser consecuentes con aquellos caminos del espíritu, a través de ellos se han abierto caminos materiales por donde el hombre ha puesto a caminar los postulados de su fe, las exigencias de su ambición y las avanzadas de su esperanza. Por estos caminos de la colonización transitaron estas tres cosas, no sólo en la mente y en el corazón de los hombres, sino en el propio lomo de sus nobles y abnegados compañeros de lucha, sin los cuales hubiera sido imposible su aventura colonizadora: las mulas y los bueyes, con sus pesadas cargas y su paciencia infinita, sufriendo los azotes y las imprecaciones de los arrieros que, en realidad, fueron la sangre que le dio vida a la colonización, puesto que ellos movieron los elementos necesarios para hacerla. El seguimiento que vamos a hacer, pues, en este estudio de la colonización, va a ser el mismo que hicieron nuestros abuelos, recorriendo los caminos que ellos trazaron con sus pies desnudos o con los cascos de sus bestias.
+[1] Parsons, James, 1961, La colonización antioqueña en el occidente de Colombia, Bogotá: Banco de la República.
+[2] Jaramillo Meza, J. B. (comp.), 1950, El libro de oro de Manizales, Manizales: Imprenta Departamental.
+[3] López de Mesa, Luis, 1930, Introducción a la historia de la cultura colombiana, Bogotá: Editorial Antena.
+[4] Samper, José María, 1861, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición de las repúblicas colombianas, Bogotá: Editorial Centro.
+[5] Morales Benítez, Otto, 1951, Testimonio de un pueblo, Bogotá: Antares.
+ES UN HECHO BIEN SABIDO, por lo protuberante, que los conquistadores españoles penetraron a las intrincadas selvas de la vieja Antioquia, durante los siglos XVII y XVIII, impulsados por el afán de obtener el oro que abundaba tanto en los barrancos de las montañas como en muchos de los ríos que rodaban por las empinadas vertientes. La noticia de este hecho la obtuvieron los primeros colonizadores españoles de labios de los propios indígenas, los cuales condujeron a tan ricos territorios a Juan Vadillo y Francisco César, y más tarde a Juan Graciano y Luis Bernal, y con ellos a sus huestes, quienes a lomo de caballo se internaron en aquel infierno verde, sin caminos ni trochas, movidos por una codicia sin límites y dueños de un valor tan grande que superaba el heroísmo. En verdad asombra cómo estos hombres y sus cabalgaduras, a manera de centauros, salvaron las oscuridades y los abismos de las selvas y cruzaron de un lado a otro el territorio antioqueño, desafiando plagas, combatiendo con fieras y con tribus belicosas, para extraerle a la montaña el ansiado mineral. En esta lucha por obtenerlo en sucesivas generaciones, se fue forjando el carácter de un pueblo. Esa pasión del conquistador español y de sus descendientes antioqueños vino a determinar mucho en su idiosincrasia, en su iniciativa, en su capacidad para las faenas mecánicas e industriales y también explica su actual origen triétnico, pues la base genética de su población es producto de esa mezcla de pueblos involucrados en la Conquista y Colonización, con sus determinantes económicos: blancos, indios y negros. Los dos primeros, en toda la república, y el elemento negro, traído en calidad de esclavo, de las naciones africanas, para coadyuvar al laboreo de las minas.
+Ciertamente esta dura y sacrificada actividad de arrancarle a la tierra sus metales preciosos marca el temple y el carácter del antioqueño, de tal forma que uno de los más destacados estudiosos de ese pueblo y uno de sus más probos gobernantes, el doctor Francisco Cardona Santa, escribió a ese respecto estas interesantes observaciones:
+Esta industria —la minería— les infundió a los antioqueños modalidades propias, imprimiéndoles para siempre espíritu de conquista, empeños de aventura, ilusión permanente, ánimo atrevido, fortaleza y coraje. La ruda labor, tan hosca como las rocas que taladraban, les hizo constantes, temerarios y obcecados. El oro, encontrado al fin tras muchas bregas en la profundidad de las peñas, bajo las aguas del río, o en el centro mismo de las montañas, infundioles un permanente calor de esperanza, renaciente en cada alborada, y les inspiró también una fe profunda en el porvenir de sus empresas. La muerte misma que los acompañara cada día en sus ataques a las corrientes embravecidas, o en incursiones por el socavón mal construido y por el apique deleznable, los hizo desprevenidos e impregnó sus corazones de cierto desapego o indiferencia por la vida, que los conduce confiadamente por campos de peligro y en empresas tildadas de mitológicas. Y fue la industria minera la escuela modeladora que formó esos recios varones e incontenibles invasores que conquistaron después tierras lejanas por el cultivo y el trabajo. Y fue de ella de donde brotaron el arriero y el empresario y el industrial. De los socavones salió ese aliento que los anima, ese perenne anhelar que los mueve y agita. Todos ellos miran el perfil lejano de las montañas como índice de campos abiertos para su actividad creadora, como señal que anuncia oro y riqueza en las tierras que demoran detrás de los ponientes. Los conduce un viejo ardor y aunque se dicen ahora profesional, comerciante, soldado, estudiante, trabajador con el arado, en el telar o en el hato, son mineros todos ellos. Sus cualidades son mineras, sus defectos son de minería; en todos los flancos de la vida presumen encontrar nuevos filones para explorar, y encaran confiadamente, seguros de encontrar al fin el oro de sus propósitos[7].
+Sin embargo, en la colonización antioqueña de los siglos XIX y XX, la minería no fue el principal motor, aunque no puede descartarse su importancia dentro de todo el contexto del fenómeno. Curiosamente, y como antítesis de lo que habían hecho sus antepasados españoles, sus descendientes antioqueños se embarcan en una empresa que tiene todas las características propias de una avanzada agrícola. Antioquia, rica en oro como en otros minerales preciosos, paradójicamente ha sido pobre en tierras aptas para la agricultura. Su misma configuración geográfica de altas y empinadas montañas y profundos cañones, ha sido, en un proceso de milenios, sistemáticamente erosionada por la acción de las aguas, lluvias y posteriormente por la tala de los bosques. De tal manera que, con el correr de los años, aquella población de conquistadores europeos —mezclados con indígenas y negros— fue creciendo en forma sorprendente, lo cual no era raro dada la fecundidad de la raza y por consiguiente la numerosidad de las familias. Este fenómeno, a la larga, impulsó a los primeros colonizadores antioqueños y los lanzó, principalmente hacia el sur, en busca de tierras vírgenes en donde poder establecer fundos que pudieran satisfacer sus necesidades vitales y en donde poder realizar su espíritu posesivo. Cada individuo de este grupo humano, así habite en las grandes ciudades, tiene en su magín una parcela en la que consciente o inconscientemente reproduce el solar de sus abuelos. Porque el antioqueño de verdad, es decir, de puro ancestro, no deja de ser un campesino en donde quiera que esté, y además de confesarlo, remata su confesión con el consabido «a mucha honra».
+Pues bien, fue la necesidad agrícola de su propia subsistencia, al igual que la ambición de tener tierra propia, lo que movió a estas gentes a emprender esta empresa; de ninguna manera su ancestro y vocación mineros, como a veces suele afirmarse. Sin embargo, no puede descartarse que entre los colonizadores algunos fueran en pos del oro, al igual que sus antepasados españoles, puesto que la minería, si bien no fue un factor determinante, sí cumplió un papel importante en esta gesta. También es posible que muchos colonizadores, especialmente del Quindío, se hubieran sentido atraídos por el oro de los sepulcros indígenas. Esa raíz aborigen del antioqueño también era minera, en buena parte. Los indígenas que poblaron lo que hoy es el departamento de Antioquia explotaron con algún éxito tanto las minas de aluvión, que abundaban por aquella época, como el lecho de los ríos auríferos, por el tradicional sistema del mazamorreo, tal como lo observan varios virreyes y gobernantes de la provincia en sus respectivos informes y relaciones de mando[8]. De otra parte, más hacia el sur, en territorios que hoy son parte de los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda, colonizados posteriormente por antioqueños, los indios quimbayas se destacaron por ser extraordinarios modeladores del oro, a tal punto que pueden ser considerados como los mejores orfebres del continente americano. Estas circunstancias son, pues, condicionantes económicos, en un suelo tan rico en minerales preciosos, especialmente en el oro que no solamente brotaba en abundancia de las rocas, sino que bajaba en pepas y en brillantes lentejuelas por el cauce de los ríos.
+En realidad, desde la época de la Colonia española hasta principios del siglo XX, las extensas tierras vírgenes de las vertientes andinas carecieron de valor. Generalmente eran grandes y tupidas selvas deshabitadas, que necesitaban el trabajo duro y casi heroico del hombre. Los conquistadores españoles, ya lo dijimos, se aposentaron principalmente en las grandes mesetas, en las que generalmente ya existían poblaciones indígenas, y en los valles de los grandes ríos que, en realidad, eran los caminos acuáticos de penetración y puntos claves para el intercambio comercial. En sus márgenes fundaron los puertos necesarios para llevar a cabo con éxito tanto sus actividades de conquista como para sostener su vida comercial.
+Los colonizadores antioqueños fueron ciertamente los que incorporaron las vertientes andinas a la economía nacional, primero con sus cultivos de autoconsumo y luego con sus productos de intercambio regional y de exportación, como ocurrió con el café cuando este producto empezó a ser sembrado por colonizadores, a finales del siglo XIX. En un principio los cultivos hechos por ellos fueron los necesarios para la supervivencia, tales como el plátano, la yuca, el maíz y otros que constituyen la base de su alimentación tradicional. El café, en realidad, sólo empieza a ser cultivado en Colombia con alguna intensidad desde mediados del siglo XIX, al ser importado por la frontera con Venezuela. Primero es cultivado en el departamento de Santander, por su vecindad con dicho país, y luego va penetrando en el interior de la república, especialmente en el departamento de Cundinamarca, donde fueron famosas las plantaciones de Viotá. A la región de la colonización antioqueña sólo llegará hacia 1880, cuando el santandereano Antonio Pinzón hace los primeros cultivos de la región en su finca denominada El Águila, en la jurisdicción de Manizales[9]. De aquí se irá extendiendo su cultivo paulatinamente, pero con relativa rapidez, hacia casi todas las zonas colonizadas, incluyendo a Chinchiná y Líbano, regiones estas que en pocos años llegarán a contarse entre los primeros productores del grano en toda la república.
+Con el cultivo del café, que fue desplazando en importancia a todos los demás productos agrícolas del país, hasta llegar a ser el primero en el campo de las exportaciones nacionales y gran fuente de divisas, las tierras de los colonos, dedicadas a la caficultura, alcanzaron una rápida valorización y a su producción y beneficio se vincularon grandes capitales. Pero esto sólo va a ocurrir, como antes se dijo, durante las dos últimas décadas del siglo XIX, cuando el proceso de la colonización ya se ha estabilizado y el descuajador de montañas ha cedido el paso al sembrador del grano. Un poco más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, cuando las tierras de vertiente ya han sido objeto de apropiación y, cultivadas con el precioso grano, han alcanzado altos precios, la colonización toma un nuevo rumbo. En efecto, los nuevos colonos se dirigen hacia los valles del Magdalena y del Cauca, principalmente, y en esas ardientes tierras establecen grandes haciendas ganaderas, como fue el caso de La Dorada. Por la naturaleza misma de la explotación ganadera, que requiere grandes extensiones de pastizales, aquí la colonización se manifiesta a través de considerables latifundios, lo cual ha dado lugar a que algunos autores, en forma muy ligera y superficial, afirmen que la colonización antioqueña fue una empresa de tipo capitalista. Grave error de óptica histórica, puesto que esta es apenas una etapa casi final de la Colonización. Las etapas anteriores, como lo veremos más adelante, corresponden a una colonización esencialmente agrícola, caracterizada por extensiones de pocas hectáreas de terreno, que gentes paupérrimas han logrado hacer suyas en una doble lucha contra las selvas y las Cédulas Reales de las que hablaremos más adelante.
+A diferencia de aquella colonización tardía, que busca las zonas ardientes de los valles para montar en ellos sus establecimientos ganaderos, y que fue empresa de reducidos núcleos humanos, la de los colonizadores agrícolas fue un movimiento multitudinario que tuvo realización, en varias etapas, durante un lapso de más de 100 años, antes de que se presentara la llamada colonización ganadera, en las tierras bajas. Fue una colonización de gentes pobres, de gentes sin tierra y sin peculio, promovida inicialmente por Mon y Velarde y estimulada muchas décadas después, a mediados del siglo XIX, por los grandes reformadores de la república, en su afán de cambiar las estructuras económicas propias de la época colonial. En otras palabras, esta colonización multitudinaria, de más de 100 mil hombres y mujeres, según cálculos aproximados que veremos más adelante, fue la principal ruptura de nuestro país con el engranaje colonial que finiquitó con nuestra independencia de España. Fue, en síntesis, la gran revolución económica del siglo XIX, realizada por la misma generación que había logrado la independencia política, con Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López y José María Obando a la cabeza.
+En verdad, con este movimiento de masas se ponía término a una estructura rural de grandes privilegios, pues la Corona española, con exceso de ligereza y sin prever el desarrollo futuro, había cometido el grave error de adjudicar grandes extensiones territoriales a personas influyentes, de pura raíz peninsular. Al finalizar el periodo colonial, es decir, al expirar el siglo XVIII, gran parte del territorio donde se moverá la colonización antioqueña había sido adjudicado por Cédulas Reales a ciertos latifundistas y acaudalados señores, como Antonio de Quintana, Joaquín Barrientos, Plácido Misas, Nicolás y Antonio Vélez, Felipe Villegas, Francisco y Jacinto Palomino y José María Aranzazu.
+De este hecho aberrante se daría cuenta, en los años finales de la Colonia, el visitador Antonio Mon y Velarde. Inteligente y dinámico, recorrió la provincia de Antioquia para tener una visión directa sobre el estado económico y cultural en que se encontraba y tomar las medidas del caso para sacarla del estado de atraso y miseria que estaba padeciendo; ejemplo admirable de lo que debe ser un funcionario oficial de su categoría, investido de grandes facultades[10].
+Prácticamente no se le quedó aspecto sobre el cual no legislara y tomara las medidas conducentes propias de su misión. Así, pues, según sus admirables relaciones de mando e informes al virrey, dictó cientos de normas precisas sobre agricultura, minería, artesanías, comercio, ejercicio de profesiones y oficios, educación, organización de la administración pública, aspectos de religión y moralidad, hacienda, tributos, administración de justicia, en fin, sobre todo lo que es esencial para el desarrollo adecuado de un pueblo. Mon y Velarde en tales documentos[11] se nos presenta como uno de los más destacados estadistas españoles de la Colonia pues no sólo hace un estudio sobre la realidad social de la provincia visitada, en todos sus aspectos, sino que tiene la capacidad para dictar normas tendientes a solucionar los problemas que se derivan de dicha realidad. Con certero criterio, se da cuenta de que el estado de miseria y atraso que vive la provincia se debe en gran parte a la inadecuada distribución de las tierras, a la existencia de esas aberrantes Cédulas Reales, y sin ningún empacho, entra a desconocerlas de plano e intenta hacer una reforma agraria que, sin lugar a dudas, es un buen antecedente de lo que los patricios que fundaron la Nueva República harían varios lustros después. Obviamente las medidas tomadas por Mon y Velarde suscitaron la inconformidad de los latifundistas quienes, al fin y al cabo, lograron detener los efectos de aquellos impulsos reformistas de nuestro ilustre visitador. Pero en realidad se avanzó mucho en ese campo; se dieron los primeros pasos para las futuras migraciones y, sobre todo, se estableció un principio que luego sería recogido por los reformadores de la república, y que no es otro que aquel según el cual el trabajo es título suficiente para poseer la tierra, por encima de Capitulaciones y demás documentos de propiedad sobre la misma.
+Son muchos los documentos procedentes de Mon y Velarde que se refieren al otorgamiento de tierras a las gentes pobres para que las cultiven en su provecho, y a la fundación de poblaciones por parte de los colonos de esta empresa inicial. Así, por ejemplo, el relativo a la orden dada al teniente gobernador Pedro Rodríguez de Zea para la fundación de dos poblaciones, fechado el 8 de septiembre de 1786, contiene esta declaración tan importante:
+Respecto de hallarse muchos pobres de esta Provincia sin tierras necesarias para su laboreo en lugares de su residencia, cediendo esto en perjuicio suyo, pues se ven mendigando y sus familias del todo abandonadas resultando gran perjuicio al servicio de ambas Majestades y a los intereses de Nuestro Soberano, se hace preciso consultar y remediar este daño y proporcionar terreno donde puedan establecerse y buscar su alimento con el sudor de su rostro. Si fuese lícito y permitido a cada uno elegir el que más le adecuase, se originarían mayores males; pues retraídos a los montes y separados de la Sociedad civil y cristiana, harían una vida feroz y silvestre, olvidando enteramente las pocas máximas que ahora tienen de nuestra religión; para ocurrir a este grave inconveniente he determinado pase Vuestra Merced, cuando el tiempo lo permita, con alguno o algunos sujetos prácticos a los Montes que rodean este Sitio, y reconociendo con prolija curiosidad su clima, y la fertilidad de sus tierras, determine y demarque dos Poblaciones en donde se puedan establecer los dichos colonos y tengan al mismo tiempo las circunstancias que prescribe la Ley que trata de esto. Señalado y demarcado el terreno, procurará Vuestra Merced, por medios suaves, inclinar algunos laboradores honrados a que den principio al nuevo establecimiento, para que de ese modo se haga más asequible y les sea menos horroroso a los que luego se destinen, formándome Vuestra Merced, plano exacto de todo el clima, aguas, tierras, minas y demás[12].
+Así, con este mismo criterio y documentos similares fueron fundadas varias poblaciones, por orden de Mon y Velarde, y fueron repartidas miles de hectáreas a los colonos comprometidos en tal empresa. Tal fue el caso, por ejemplo, de poblaciones como San Luis de Góngora (Yarumal), Carolina del Príncipe, San Antonio del Infante (Don Matías), San Carlos del Priego y San Fernando de Borbón (Amagá). Generalmente para cada una de estas poblaciones, fundadas por orden o bajo el patrocinio de Mon y Velarde, se adjudicaron cuatro leguas cuadradas de tierra, para ser distribuidas a los colonos por un funcionario ad hoc, denominado «juez poblador». Además, cada familia colonizadora recibía un lote urbano y una finca rural, cuyo tamaño era fijado de acuerdo con el número de sus integrantes y su capacidad para laborarla. El procedimiento para obtener esto también fue establecido por el diligente visitador, en algunos documentos, como por ejemplo, en la Instrucción dada al mencionado Pedro Rodríguez de Zea, teniente del Valle de Santa Rosa, para las poblaciones que se intentaba hacer en las montañas de Tenche[13].
+Como algunos de los terratenientes, titulares de las Cédulas Reales a las que nos hemos venido refiriendo, opusieran alguna resistencia a las medidas de Mon y Velarde, este no cejó en su empeño y persistió con energía, por encima de los mencionados títulos. Tal fue el caso, por ejemplo, de don Joaquín Barrientos. Ante su rechazo a las medidas del funcionario citado, este se dirigió al ya mencionado teniente del Valle de Santa Rosa, en Instrucción del tres de noviembre de 1786, para manifestarle, entre otras cosas, lo siguiente:
+Siento que don Joaquín Barrientos, siendo un sujeto adornado de los buenos sentimientos que son propios de un buen ciudadano, y amante del beneficio público, estorbe la consecución de este designio —la fundación de las nuevas poblaciones—, que a todos es útil, pues facilita la mejor comunicación con los minerales, hace fructíferas muchas tierras que ahora no lo son y hace más apreciables las que ya se hallan en labor. Mi ánimo no es perjudicar a nadie; pero tampoco será justo que por comprender un sujeto inmensidad de tierras en un registro o denuncio, acaso por cortísima cantidad que entren en cajas, quede privado su Majestad de conceder tierras a cien colonos que perpetuamente contribuyen a su erario y les sean útiles aumentándose acaso a cien mil[14].
+Admirable criterio de este gran reformador, al cual podríamos señalar como autor de la primera reforma agraria colombiana, desafortunadamente cortada de tajo, justamente en el instante en que estaba llamada a proyectarse profundamente en la vida social de nuestro país. Los terratenientes, con sus Cédulas Reales en la mano, terminaron por vencer los sanos impulsos reformistas del diligente visitador. Su permanencia en la Provincia de Antioquia infortunadamente sólo fue por tres años, teniendo que regresar a Bogotá cuando su obra de reformador estaba tomando verdadero impulso y más urgía su presencia. Sobre sus arrestos de seguir adelante su política, pese a los rechazos de Barrientos, dice más adelante, en el mismo documento:
+Reconocidos estos grandes perjuicios y otros muchos que se ocasionaban de las mercedes ilimitadas que antes se concedían, ha tenido a bien Su Majestad prescribir muchas reglas que los impidan y así se ejecutan en el día, dando a cada uno lo que se considera pueda trabajar según sus fuerzas, en aquel tiempo que se estima necesario, midiéndose, amojonando y evaluando el terreno aunque graciosamente se concede sin interés alguno; pues quiere Su Majestad, como buen padre de familia, repartir entre sus vasallos las tierras de sus dominios; que los unos no tengan que mendigar de los otros y sufran las duras condiciones y precios exorbitantes que muchas veces les han exigido, haciendo un monopolio y estando en perjuicio y agravio de la población[15].
+Y para que no quede duda del espíritu justiciero que anima su reforma, agrega en el mismo documento lo siguiente:
+Han venido observando que en esta provincia ha sido mayor el abuso en estas concesiones que en otra parte alguna, y tanto más perjudicial, cuanto es mayor el número de los que se hallan desamparados, sin terreno que trabajar, pues cada uno ha pedido a su antojo y los que se hallan subdelegados, concedieron sin más conocimiento que el de su condescendencia. Tengo manifestado a su Alteza la Real Audiencia, para que se tome la resolución que se halle por oportuna y corte tan crecido daño en perjuicio de ambas Majestades. En esta inteligencia puede Vuestra Merced, hacer presente esta a Don Joaquín Barrientos, para que sin competencias ni recursos se imponga de lo que es conforme a razón y a las piadosas intenciones de nuestro Augusto Monarca. El mérito que haya contraído en ser descubridor o, a lo menos de los primeros pobladores de esas montañas, siempre deberá ser atendido y remunerado; pero de un modo que indemnizándole de los gastos y costos que se hayan causado, no sirve de embarazo a otros, pues lejos de serle perjudicial ese establecimiento, le hará más apreciables sus posesiones que hoy son montes incultos, yermo y despoblado; y creo que enterado de todo, admita una propuesta tan equitativa y ventajosa al mismo, que al fin siempre se ha de verificar por la utilidad que de ello resulta al erario de los vasallos, y la grave necesidad que estos tienen de tierras[16].
+Como puede verse por los párrafos últimamente transcritos, el visitador Mon y Velarde no se andaba por las ramas y sus propósitos eran bien claros y definidos. De manera, pues, que el terrateniente sabía de sobra a qué atenerse, y cuáles eran las razones de justicia y equidad que asistían al dinámico funcionario. Como era de esperarse, don Joaquín Barrientos terminó por acceder a la solicitud de aquel y, en consecuencia, el visitador ordenó al señor capitán de Santa Rosa de Osos que señalara de inmediato «el marco donde debe colocarse la población, dejando una plaza con la extensión que previene la Ley, mandando hacer las casas a cordel y procurando en todo la mayor hermosura y posible decencia»[17]. Tal era la forma de proceder del visitador Mon y Velarde, en desarrollo de sus planes de fundar nuevas poblaciones en la provincia de Antioquia y, de paso, solucionar el problema de tierras para las gentes sin patrimonio ni trabajo.
+El tratamiento dado por el visitador a don Joaquín Barrientos fue similar al dado a otros terratenientes en iguales circunstancias. Fue tal el celo para que los colonos pudieran gozar de las condiciones elementales para una subsistencia adecuada y pudieran desarrollar plenamente sus capacidades de trabajo y cosechar, en consecuencia, los frutos anhelados, que, para tomar un sólo ejemplo, dispuso con frecuencia normas como esta:
+Deberán exponer estos —los colonos aspirantes a la adjudicación de tierras—, causales de apoyo de su solicitud, pidiendo se les permita el nuevo establecimiento por carecer de tierras en otras partes y ser todos labradores y aplicados al laboreo de las minas. También deberán alegar que los sitios nombrados, a más de ser muy a propósito para el intento, se hallan yermos y desamparados, sin ser útil a nadie en el día. Se servirá igualmente expresar que sus climas son benéficos y sanos. Que tienen buenas aguas, y abundantes para beber. Igualmente si las hay o puede haber, de riego, o que tienen muchas leñas y maderas para edificios, como todo lo demás necesario para su construcción, comodidad y aseo. Que sus terrenos son abundantes y fértiles para sembrar maíz, caña dulce, algodón y cacao; que es —abundante— de muchas y buenas minas de oro corrido; que otros, hallándose en una elevación proporcionada, sin lagunas, ni pantanos que les incomoden; que no se han encontrado animales ponzoñosos, ni tanta multitud de fieras que puedan incomodar a los habitantes o a sus ganados. Que distan de la población más o menos de hasta tantas leguas. Que todas las inmediaciones son despobladas y sin establecimiento alguno[18].
+No se trataba, pues, de adjudicar terrenos sin valor, andurriales inservibles, tierras inhóspitas, pobladas de fieras o de pantanos insalubres. Por el contrario, se pensaba en una veredera empresa que a la vez que solucionara el problema de aquellas gentes pobres —dedicadas al laboreo del campo, a la agricultura o a la minería— también incorporara las zonas colonizadas al desarrollo de toda la provincia, mediante el cultivo de los productos básicos de su sistema económico imperante.
+Algo verdaderamente interesante dentro de esta política agraria, con sus dos aspectos de adjudicar tierras útiles a los colonos y de fundar poblaciones donde ellos pudieran tener su respectiva casa urbana, es la reglamentación elaborada en febrero de 1787 por el propio Mon y Velarde, a manera de Instrucciones dadas al Teniente Gobernador del Valle de los Osos, para la fundación de Yarumal. Aunque tales disposiciones fueron dadas para una población específica, en ellas está contenida toda la política de planificación urbana —en la que el visitador también se nos presenta como precursor— que al parecer sirvió de pauta para los colonizadores posteriores, quienes después de escoger y discutir públicamente el sitio donde deberían fundarse las nuevas poblaciones, procedían a construirlas siguiendo este curioso y útil modelo. La verdad era que los colonizadores llevaban en su mente las nuevas poblaciones y estaban dispuestos a trasplantarlas al mundo de la realidad. Por lo general, ellas no fueron producto de la casualidad ni se fueron formando como por generación espontánea, sino que su construcción, su trazado de calles, plaza, iglesia, cárcel y casa oficial, obedecía a planes concretos, ordenados y sistemáticos, salvo quizás algunas excepciones. Este procedimiento, consignado en las Instrucciones de Mon y Velarde, viene a confirmar lo que anota el profesor López de Mesa cuando nos cuenta aquella anécdota de los labriegos que rondaban un desmonte haciendo sonar una esquila y los cuales, al ser preguntados por algún curioso viajero qué era lo que estaban haciendo de ese modo, habían respondido con inefable sencillez: «Estamos fundando un pueblo[19]».
+De otra parte, conviene observar que algunos principios consignados en tales Instrucciones fueron seguidos por quienes hicieron la gran reforma agraria de mediados del siglo XIX, a la cual nos referiremos en el capítulo siguiente. Por considerar que se trata de un documento de capital importancia para entender la colonización antioqueña, vamos a transcribirlo a continuación:
+1. Nuevamente convocará el Comisionado a todos los que quieren ir a la nueva población, los que se hayan empadronado, como si algunos otros se presentan y les recibirá juramento. Si tienen tierras suficientes donde se hallan, o si por su defecto solicitan la nueva población y en caso de ser así, jurarán el caudal que consideran tener a un juicio prudente.
+2. Procederá a formar un plan del nuevo sitio señalado: primeramente el terreno para edificar; colocará la plaza mayor en el centro de este globo, y medirá ocho cuadras por cada costado, de a cien varas. Señalará terreno capaz y espacioso donde pueda hacerse la iglesia, con suficiente extensión y comodidad aunque se aumente la población. Distante como una cuadra de la plaza Mayor, que quede, si puede ser, algo alta con su altozano correspondiente, sin estar unida a ningún edificio, pero sí muy inmediata, entre terreno destinado para la iglesia y plaza dejará un solar a disposición de su Majestad; se dejará otro para Casa Capitular y Cárcel.
+3. Hecha esta planta, tomando los más seguros informes de sujetos cristianos, prudentes y de toda verdad sobre qué podrá necesitar cada colono para su entable y decente manutención, atendida la fertilidad y buena calidad del terreno, de modo que ni carezcan del premio a que se han hecho acreedores, ni tampoco se les concedan demasías en perjuicio de otros. Pasará a dicho sitio, citando y emplazando día fijo a todos los pobladores para hacer este repartimiento con toda imparcialidad y equitativa distribución, sin inferir agravio a nadie ni tener acepción de personas, pues será responsable a Dios y al rey y al particular que experimente perjuicio si abusare de esta confianza, lo practicarán según viene arreglado a justicia y conforme al conocimiento y ejercicio del labrador que tiene.
+4. Llegado al dicho sitio hará desmontar, arrasar y limpiar el globo donde deba edificarse; medirá la plaza mayor según en la situación que queda dicho, dándole la extensión de doscientos pasos de ancho y trescientos de largo, y se pondrá una gran cruz en el medio, para que todos los fieles la veneren y adoren en reverencia de la pasión y muerte de nuestro redentor.
+5. Luego se procederá a medir las cuadras con la extensión que queda dicho, repartiendo los solares que sean precisos para las familias que van a establecerse, los que deberán tener cincuenta varas de frente con igual número de fondo, para que cada uno pueda tener huerta.
+6. Las calles deberán ser tiradas a cordel de manera que hagan acera derecha con la plaza; y se les dará de ancho, atendida la calidad del terreno que se conceptúa templado, ocho varas.
+7. Atendida la diversidad de calidades y sujetos que van a establecerse, deberá el Comisionado, con atención a las circunstancias de cada uno y según sus facilidades, hacer el repartimiento de los solares, guardando siempre la mayor igualdad.
+8. Verificado esto, se señalará ejido competente para el pueblo, donde sus habitantes puedan recrearse, y pastar los ganados sin incomodidad.
+9. Igualmente se señalará para propios un globo de tierras proporcionada para dehesa y tierras que se destinen a la nueva población, el que deberá confinar con los ejidos para que puedan mantener sus ganados, así los que ahora lleven como los que en adelante puedan multiplicarse.
+10. Hechas estas asignaciones conforme se haya prac- ticado el repartimiento de solares, se procederá al repartimiento de tierras de labor que se consideren precisas para cada uno, según lo que queda dicho en capítulo Tercero —se refiere al punto 3 de este documento—.
+11. Las porciones de tierras que se señalaren, no deberán ser de igual calidad, pues es justo compartir el terreno fértil con secadal o de menos sustancia. Se amojonarán con términos y linderos fijos, clavando mojones de piedra, los que deberán conservar los dueños a su costa con mucha fidelidad y exactitud, sin exceder sus límites ni entrometerse en lo ajeno, pues de lo contrario serán castigados; y si reincidieren por malicia o perversidad, se les privará de su porción y echará del sitio como perturbadores de la paz.
+12. Se avaluará la porción que se señalare a cada uno y le expresará a un juicio prudente qué tiempo se necesita para poner en labor y hacer útil y fructífero el terreno señalado, entendida su calidad aparente o fertilidad y las calidades del sujeto a quien se concede.
+13. Respecto que ya haya algunos nuevos colonos trabajando y desmontando para hacer rocerías de comunidad que puedan servir para la manutención de los demás cuando empiece a verificarse el establecimiento —evacuadas— que sean estas diligencias, y puesto en posesión cada uno de la porción señalada, armarán toldas y ramadas para dar principio a construir sus casas, las que se edificarán como queda dicho en el número sexto, de modo que haga agradable vista y nunca perjudique lo edificado a lo que nuevamente se edifique, aunque llegue la población a mayor número como se espera, procurando asimismo se hagan cómodas, unidas y con capacidad, con divisiones y atajadizos correspondientes a la familia de cada uno, con separación de matrimonios y los hijos e hijas solteros.
+14. Siendo necesarios oficiales prácticos para el nuevo establecimiento, se solicitará particularmente herrero, por ser indispensable su oficio en los principios; y para la consecución de este, pondrá el comisionado todos los medios que le sean posibles por no haber fondos propios, y en caso de lograrse, se les señalará su solar.
+15. Hecha toda la distribución con linderos fijos como queda asentado, se medirá y avaluará todo el globo destinado a la nueva población, haciendo saber a sus dueños y habitantes que las casas y huertas las deben tener construidas, cercadas y plantadas dentro de los primeros seis meses de su posesión, y en los seis restantes verificará sus rocerías y plantados diez árboles frutales; y se hará muy recomendable el que acredite tener este número de los que producen el cacao, dedicándose inmediatamente a construir una iglesia de veinte varas de larga, diez de ancho y cuatro de alta, que es lo que se considera por ahora proporcionado al número y facultades de los pobladores.
+16. Les hará también entender que para adquirir dominio y poder enajenar estas tierras, deben residir en la nueva población por espacio de cuatro años; pues si antes de este tiempo se ausentare perderá su derecho, el que nunca podrán vender ni enajenar, ni traspasar a Iglesia, Monasterio o Mano Muerta, pues por sólo este hecho se volverán a incorporar en la Corona y se declararán por vacas.
+NOTA. Que el capítulo Nono se debe entender para propios y estas tierras deberán arrendar[20].
+Este fue el origen de la fundación de Yarumal y de otras poblaciones antioqueñas, como las nombradas anteriormente. Pero las cosas no se quedaron ahí porque después se realizó la fundación inmediata de otras poblaciones, como fue el caso de Sonsón en 1787, por algunas familias provenientes de las localidades de Marinilla y de Rionegro. La fundación de Sonsón reviste especial importancia en este proceso colonizador porque, con el correr de pocos años, se constituiría en punto de partida para las siguientes migraciones que darían lugar a las fundaciones de Abejorral, Salamina, Aranzazu, Meira y otras.
+En realidad, al finalizar el siglo XVIII la minería en la Provincia de Antioquia había entrado en franca decadencia. De otra parte, la agricultura estaba bastante descuidada, quizás por la atención que los habitantes le habían venido prestando a la primera actividad, por la misma pobreza vegetal del suelo y también por la mala distribución de este, debido a las concesiones de la Corona Real a los terratenientes, los cuales fueron siempre celosos vigilantes de sus extensos dominios, no tanto para cultivarlos ellos, sino para obstaculizar, explotar y perseguir a los colonizadores carentes de títulos y para impedir la fundación de nuevos poblados en ellos. A esto hay que agregar otro factor principalísimo que fue el rápido y notable crecimiento de la población, por la misma fecundidad de la raza, lo cual produjo desempleo y miseria. El fenómeno fue observado por varios gobernantes regionales, quienes así lo expresaron con verdadera inquietud en sus informes a los virreyes. El propio visitador Mon y Velarde se refiere reiteradamente al fenómeno y esa fue, como ya lo hemos expresado, la razón para emprender su política de estimular oficialmente la fundación de nuevos poblados y la adjudicación de tierras a las gentes miserables. Así, por ejemplo, en auto fechado en Marinilla el 29 de enero de 1788, expresa:
+Por cuanto hay muchas personas de uno y otro sexo que carecen de industria y ocupación, por haber crecido excesivamente su número y no haber en estas inmediaciones tierras suficientes, conforme el incremento que han tenido las familias, celará el Juez actual y sus sucesores en procurar su destino, haciendo se establezca donde hay terreno fértil y abundante para que busquen su manutención y sustento, remitiendo a los que le parezca oportuno a la nueva población de San Carlos de Priego con carta para aquel alcalde, a quien se comunicará la orden correspondiente para su admisión y empadronamiento[21].
+Mon y Velarde había dado, pues, el primer impulso a un fenómeno que ya se estaba presentando por las causas anteriormente señaladas. El hambre acosaba al pueblo y era un aguijón para emprender esta aventura colonizadora. Era algo que ya nadie podía atajar, y menos cuando ya contaba con la aprobación y el estímulo oficiales. Los documentos que patentizan estos hechos en forma incontrovertible saltan a la vista del investigador a medida que se va internando en el interesante mundo de los archivos locales. Un memorial dirigido al gobernador de la Provincia, con fecha de 27 de agosto de 1789, es muy elocuente y preciso sobre este particular. Dice así, en su parte pertinente:
+Nosotros, los suscritos vecinos de la ciudad de Rionegro y del valle de San José de Marinilla, venimos ante vos con toda humildad […] y declaramos: Hemos sido llevados a este movimiento por nuestra extrema pobreza en bienes materiales y por la escasez de tierras, ya para cultivarlas como propias o en las cuales construir habitaciones para nosotros y para nuestras familias. Así hemos venido, sin dinero, a estas montañas de Sonsón, donde hay buena tierra, amplios pastos para nuestros ganados, salinas y ricas minas de oro, a hacer nuestras casas y a erigir una nueva población. Esto traerá beneficios, tanto para nosotros como para el Real Tesoro […] como resultado del descubrimiento de dichas salinas y aluviones de oro y por la apertura de comunicaciones entre el nuevo plantío y Mariquita, que está cerca del dicho valle de Sonsón[22].
+Así nace, pues, la población del mismo nombre. Detrás de este hecho estaba la sombra tutelar del visitador Mon y Velarde.
+También vale la pena observar cómo los colonos empezaron a fundar sus poblaciones pensando siempre en los caminos que pudieran articularlos con los grandes centros económicos. En los párrafos transcritos del documento anteriormente citado, de los fundadores de Sonsón, se evidencia este fenómeno. Aquí el deseo y la razón es Mariquita, uno de los núcleos más importantes de la Colonia y ciudad con la que la Provincia de Antioquia tenía muchos nexos de orden político y económico. También es una de las razones, quizá la principal, para la fundación de Neira, Manizales y Líbano, que deberían ser estaciones de importancia para la conservación del viejo camino de Medellín a Bogotá, pasando por el Nevado del Ruiz, tal como veremos en el capítulo siguiente. El sistema de comunicaciones vitales con los grandes centros políticos, económicos y culturales (Mariquita, Honda, Bogotá y Popayán) sigue orientando los pasos de la muchedumbre colonizadora que impulsa su movimiento con certero criterio de expansión y plena conciencia de lo que se desea como adecuado para conquistar un presente y proyectar un futuro mejor.
+El movimiento colonizador iniciado en esta forma, en las postrimerías del siglo XVIII, continuará con algunos altibajos durante todo el siglo XIX y se prolongará durante buena parte del siglo XX. Tal como lo expresa James J. Parsons:
+Sonsón y Abejorral en el sur, Fredonia hacia el oeste, fueron los sitios estratégicos para el avance de los zapadores hacia los actuales Caldas y Tolima, y al poniente cruzando el río Cauca, hacia el occidente de Antioquia. Durante cerca de siglo y medio estas fronteras originales fueron compelidas fuertemente hacia el sur, a lo largo de las vertientes intermedias de la cordillera en tres lóbulos separados, en tal forma que hoy mismo hay porciones de colonias antioqueñas aún más allá de Popayán, en las tierras volcánicas de Moscopán en el Huila, y en los declives de la cordillera de Bogotá. La colonización más reciente —Parsons habla en 1950— se ha realizado en las franjas septentrionales del territorio antioqueño, hacia el Chocó, las tierras del Sinú y el valle del río Nus; pero la región tradicional antioqueña de colonización, continúa siendo hacia el sur[23].
+Pero hay, según Parsons, una época en que la colonización del sur tiende a estacionarse, lo cual lo lleva a afirmar por esas mismas calendas de 1950 —que es cuando publica su conocido estudio La colonización antioqueña en el occidente de Colombia—, lo siguiente:
+Cuando se hubieron llenado todas las tierras vacías del sur y el creciente empuje del poblador antioqueño lo había llevado mucho más allá de Medellín y Manizales, el ritmo de la colonización se moderó. El agrarismo se ha trocado hoy en un urbanismo industrial explosivo que, en gran parte, es un súper crecimiento por una evolución de los transportes. Medellín, de la noche a la mañana, se ha convertido en el centro manufacturero principal del norte de la América del Sur. Las personas adultas recuerdan que la ciudad dependía de los cargueros o de los fardos en rastra en sus relaciones con el exterior, pero hoy, Bogotá se halla a un poco más de una hora por aire, y los aviones de carga de Miami y Nueva York se apiñan en el aeropuerto de Medellín[24].
+Visto lo anterior, cabe anotar que varios estudiosos del fenómeno colonizador antioqueño han pretendido establecer varias etapas históricas del mismo. En realidad, esto podría hacerse con varios criterios, según el grado de su intensidad y pujanza o según las características específicas de cada etapa. Así, por ejemplo, Otto Morales Benítez, en un breve párrafo de su libro Cátedra caldense considera que «la colonización se realizó en tres etapas: una de 1775 a 1810; la segunda de 1820 a 1860, y la tercera, a partir de 1870», y agrega que «tienen características propias y luchas diversas» aunque no nos dice cuáles son estas y aquellas[25], como tampoco nos dice cuáles son los criterios tomados para establecer la división propuesta. De todos modos, es bueno advertir que este movimiento masivo no se detiene y que, aun en las épocas de menor intensidad, la migración ha sido un fenómeno sistemático y sin solución de continuidad. Siempre han llegado a las poblaciones y a los fundos establecidos nuevas gentes, con deseos de avanzar, estimulados por parientes y amigos y con la intención de obtener tierras propias o de encontrar ocupación y mejorar el desempeño para los oficios y artes que profesan. Porque no solamente son campesinos o mineros que se incorporan a las posteriores migraciones, sino también artesanos, comerciantes y aventureros de toda laya, en busca de fortuna. Obviamente, los pioneros son los descuajadores de montaña, los campesinos, los mineros, los arrieros. Pero detrás de ellos vendrán los carpinteros, herreros, pintores de brocha gorda, latoneros, peluqueros, ebanistas y hasta empresarios de casas de juego y otras diversiones.
+Pero, sea lo que fuere, resulta difícil establecer con precisión cada una de esas etapas o momentos históricos en los que se ha querido especificar el fenómeno migratorio. Sin ánimo de establecer divisiones inflexibles y reconociendo que la migración es una sola, un sólo movimiento masivo, lleno de altibajos, de modalidades, de complejidades, de intensidades, de motivaciones, podríamos agruparla en cuatro grandes etapas:
+La primera etapa corresponde a las postrimerías del siglo XVIII. Es la etapa colonial, que arranca desde 1785 —llegada de Mon y Velarde—, hasta principios del siglo XIX. Es la etapa en que el fenómeno se desencadena por el hambre, la necesidad, la desocupación, tal como lo hemos anotado anteriormente. Es, además, iniciada y estimulada oficialmente, como podemos verlo en las disposiciones, órdenes, autos e informes del oidor visitador. Como puede observarse, también aparece el conflicto de este funcionario con los terratenientes poseedores de las Cédulas Reales. Además, se fundan las primeras poblaciones de esta migración y se sientan las bases muy firmes y claras de una política colonizadora, en cuanto a la cantidad de tierra que debe distribuirse, según la numerosidad de las familias, los requisitos y formas que deben llenarse por los colonos para hacer la solicitud correspondiente, el procedimiento para fundar las poblaciones, etcétera. Desafortunadamente el impulso decae cuando, gracias a presiones e intrigas, el visitador es llamado a Bogotá por el virrey y separado de su admirable misión reformadora.
+La segunda etapa se inicia con el siglo XIX. Hasta el año de 1821 las grandes energías de patriotas y realistas son consumidas en la lucha de aquellos por obtener su independencia de España y, en verdad, no hay tiempo ni oportunidad de adelantar ninguna política agraria en ningún sentido. La obra iniciada por Mon y Velarde queda detenida. Consolidada la independencia colombiana en 1819 y reunido el Congreso de Cúcuta, en 1821, que dio vida a la Gran Colombia, se inicia, por parte de la generación libertadora una política en ese sentido, en la cual caben destacar cuatro aspectos: 1. Adjudicación de tierras baldías, para pagar servicios a oficiales y soldados que lucharon en favor de la Independencia. 2. Venta de baldíos a particulares, con el fin de recaudar fondos para pagar deudas contraídas por los empréstitos que demandó la guerra, y para organizar y poner a funcionar la Nueva República. 3. Adjudicación de tierras baldías a los inmigrantes europeos y norteamericanos que quisieran venir a la Nueva República, en su condición de agricultores o artesanos, y con el fin de estimular el poblamiento de una nación diezmada por la guerra. 4. Adjudicación de baldíos a las diversas provincias en que se encuentra dividida la república, para que ellas se arbitren recursos económicos y puedan, también, estimular esa política de poblamiento de las zonas deshabitadas, adjudicando limitadas extensiones de los mismos a los fundadores de nuevas poblaciones. Esta política de los cuatro puntos fue establecida por los diversos congresos de la República, desde 1821 hasta mediados del siglo XIX, y desarrollada por los presidentes de la misma época, empezando por el general Francisco de Paula Santander. De ella nos ocuparemos con mayor detalle en el capítulo siguiente.
+A pesar de los primeros esfuerzos de los legisladores por dar tierras a las gentes pobres, como lo dice la Ley del 6 de mayo de 1834, no se hicieron muchas adjudicaciones en este sentido. Además, la Corte Suprema de Justicia tuvo la debilidad de reconocer como válidas algunas Cédulas Reales, —¡en plena República!—, como en el caso de la sentencia de 1828, reconociendo la Cédula Real de los Aranzazu, seguramente por la influencia de don Juan de Dios Aranzazu, patricio acomodado en la nueva situación política, tan destacado que llegó a ser gobernador de Antioquia, presidente de la República, miembro de la Convención de Ocaña, representante al Congreso, presidente del Consejo de Estado y uno de los más beligerantes sostenedores de la dictadura de Bolívar, por la época en que obtenía el fallo de la Corte, a su favor.
+En cuanto a la política de adjudicar baldíos a los oficiales y soldados que lucharon por la causa republicana, ella tuvo vigencia hasta el 31 de diciembre de 1853. La adjudicación de baldíos a inmigrantes europeos y norteamericanos que vinieran a poblar estas deshabitadas tierras diezmadas por la guerra, fue un verdadero fracaso, por cuanto tales inmigrantes no aparecieron por parte alguna. La adjudicación de baldíos a las diversas provincias sí tuvo aplicación y en virtud de ella se hicieron muchas adjudicaciones a particulares pero, en realidad, el mayor número de leyes en este sentido y su correspondiente aplicación se haría un poco más tarde, a mediados del siglo, cuando la llamada generación de los libertadores —Pedro Alcántara Herrán, Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López, José María Obando— se percata de que para cambiar las estructuras coloniales era indispensable realizar una gran reforma agraria y cuando palpa que, en efecto, en el país que ellos gobernaban se estaba realizando un extraordinario movimiento masivo, una verdadera revolución económica, impulsada por gentes sin tierra, que se han lanzado desde la provincia de Antioquia, con hachas y machetes, dispuestas a derribar montañas y a sembrar lo necesario para el sustento.
+La tercera etapa es, sin lugar a dudas, la más importante de todas y corresponde a mediados del siglo XIX —gobiernos de Pedro Alcántara Herrán, Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López y José María Obando—. El Estado colombiano vuelve por los fueros de los desposeídos, de los desocupados, de las gentes sin tierra, y retomando la huella dejada por el visitador Mon y Velarde, dicta una serie de normas para estimular la fundación de poblaciones en donde ubicar a estas gentes sin trabajo y sin fortuna, y para adjudicar tierras a los colonos que las quieran trabajar y hacerlas suyas por el esfuerzo. Es la etapa de la Gran Reforma Agraria, de la que nos ocuparemos en un capítulo posterior. Gran parte de las poblaciones de la colonización son fundadas en esta etapa de cambios profundos en la economía del país, con reforma tributaria de fondo. La intensidad numérica de los colonos aumenta considerablemente, al igual que la cantidad de hectáreas de tierras adjudicadas. Además, se establecen las normas que definen toda una política de reforma agraria, como lo veremos más adelante. Sin embargo, es un periodo relativamente corto, pues, en realidad, sólo se prolongará hasta 1880, aproximadamente, cuando la empresa colonizadora tiende a hacerse más lenta en sus avances sobre las montañas, aunque el tráfico por los caminos y las poblaciones fundadas sea intenso. Parece que lo que se pierde en empuje se gana en estabilización. Pero también hay que anotar que el interés inicial tomado en los gobiernos mencionados, de mediados del siglo, empieza a decaer. Al ser derrocado el gobierno de Obando para ser sustituido, primero por la dictadura de José María Melo y, posteriormente, por el Gobierno conservador y transaccional —frente nacionalista— de Manuel María Mallarino, la colonización pierde buena parte de su pujanza. Los gobiernos posteriores al de Obando van abandonando paulatinamente su interés por la colonización.
+La cuarta etapa puede ubicarse desde las dos últimas décadas del siglo XIX hasta principios del actual, cuando la colonización toma un ritmo más lento, por las causas anotadas, y también porque las tierras colonizables han empezado a escasear hacia el sur. La colonización, entonces, se vierte hacia el Chocó, Urabá y otros territorios. Además, es un periodo en el que se desencadenan las más sangrientas guerras civiles de nuestro país. Es este un periodo histórico muy convulsionado, en el cual la acción de los bandos políticos contendientes se extiende a los territorios de la colonización —Manizales, Quindío y norte del Tolima, especialmente—, extendiendo el reclutamiento sobre los jóvenes de esas regiones y librando allí también cruentas batallas. Son las guerras de 1876,1885, 1895 y 1899 —esta última durará tres años largos y dejará al país en completa ruina—.
+Pero, a pesar de todo, esta etapa reviste gran importancia y tiene características bien definidas. A partir de 1880 el café empieza a ser cultivado intensivamente en todo el territorio colonizado, como lo vimos en un capítulo anterior. Al convertirse este producto en materia de exportación cada vez mayor, determina una notable valorización de la tierra colonizada y la vinculación a ella de considerables capitales. Empieza a configurarse, pues, una nueva república: la república del café, de la cual los colonizadores antioqueños se convierten en pioneros e impulsores.
+De otra parte, al escasear las tierras de vertiente, se presenta en esta etapa otra modalidad de la colonización. Los nuevos colonos se dirigen hacia los valles de los ríos de las regiones colonizadas, especialmente del Magdalena y del Cauca, para fundar en ellos importantes establecimientos ganaderos. Obviamente aquí ya no se trata de desharrapados, movidos por el hambre, aguijoneados por el desempleo, ni de aspirantes a tener un pequeño pegujal, como en las anteriores oleadas, sino de personas pudientes, atraídas por ese vellocino en que se ha convertido la colonización de años anteriores, donde gentes que antes eran pobres son hoy finqueros acomodados y donde empiezan a moverse grandes capitales, en virtud del cultivo intensivo del café y de su exportación a los más importantes mercados europeos. Esta colonización tardía, de tipo ganadero, requiere de considerables extensiones de terreno, como quien dice, grandes latifundios, y la vinculación también de apreciables capitales. Pero, realmente, no es este tipo de colonización tardía propia del siglo XX, con sus características latifundistas y ganaderas, la que nos interesa en este estudio. Nosotros hemos abordado únicamente la colonización masiva, de gentes desharrapadas, de tipo esencialmente agrícola, que tiene sus oleaos en el siglo XIX, y que enfocamos y destacamos como una gran empresa comunitaria. Tampoco nos vamos a referir a las colonizaciones realizadas por boyacenses y santandereanos, también en este siglo XX, en algunas vertientes de la Cordillera Central, especialmente en las inmediaciones del Nevado del Ruiz, las cuales tienen características bien diferentes.
+Volviendo, pues, a la cuarta oleada de la colonización antioqueña, caracterizada por el cultivo del café y la explotación ganadera, esta última en las tierras bajas, agregamos que en ella el llamado descuajador de montañas ha empezado a perder terreno para ceder el paso al empresario caficultor y al empresario de los grandes hatos. Ya en esta etapa se ha consolidado plenamente la colonización, después de más de 100 años de trasegar por montes, de establecer miles de fincas y establecimientos agropecuarios. También se han fundado ya cientos de pueblos, caseríos y veredas, todo lo cual constituye un verdadero sistema económico, debidamente estructurado, con una red de caminos en todas direcciones, pero articulados todos con aquellas vías que llevan el café al puerto fluvial más importante que tiene la república: la ciudad de Honda, que lleva el grano a los puertos del Caribe; y con la vía terrestre que lo lleva al puerto marítimo de Buenaventura, en el océano Pacífico. Se ha plasmado, pues, económica y geográficamente, lo que se ha llamado la República del Café.
+[7] Cardona Santa, Francisco, s. f., «La minería en Antioquia», El pueblo antioqueño, Medellín: Universidad de Antioquia, pág. 174.
+[8] Giraldo Jaramillo, Gabriel (comp.), 1954, Relaciones de mando de los virreyes de la Nueva Granada; memorias económicas, Bogotá: Banco de la República.
+[9] Palacios, Marco, 1983, El café en Colombia 1850-1870, Bogotá: Editorial Áncora; Nieto Arteta, Luis Eduardo, 1987, El café en la sociedad colombiana, Bogotá: Editorial Áncora.
+[10] Robledo, Emilio, 1954, Bosquejo biográfico del señor oidor Juan Antonio Mon y Velarde, visitador de Antioquia 1785-1788, Bogotá: Banco de la República.
+[11] La obra citada, dividida en dos tomos, contiene 41 documentos numerados sobre todos estos aspectos.
+[12] Ibidem, tomo II, pág. 11.
+[13] Ibidem, tomo II, pág. 11.
+[14] Ibidem, tomo II, pág. 13.
+[15] Ibidem, tomo II, pág. 13.
+[16] Ibidem, tomo II, págs. 13-14.
+[17] Ibidem, tomo II, pág. 15.
+[18] Ibidem, tomo II, pág. 12.
+[19] López de Mesa, Luis, 1984, Introducción a la historia de la cultura colombiana, Medellín: Imprenta Departamental.
+[20] Robledo, Emilio, op. cit., tomo II, págs. 22-25.
+[21] Ibidem, tomo II, pág. 172.
+[22] Parsons, James, 1961, La colonización antioqueña en el occidente de Colombia, Bogotá: Banco de la República, pág. 107.
+[25] Morales Benítez, Otto, 1984, Cátedra caldense, Bogotá: Banco Central Hipotecario, pág. 40.
+CONSOLIDADA LA INDEPENDENCIA colombiana en 1819, se realiza el sueño más grande de Bolívar, que no fue otro que constituir un gran país mediante la unión de la antigua Nueva Granada, Venezuela y Ecuador. Corresponde al Congreso Constituyente de Cúcuta, reunido en dicha ciudad en 1821, plasmarlo y darle un estatuto constitucional y un sistema de normas legales que pudieran organizar su vida como nación independiente. En dicha primera Carta Constitucional, al señalar las funciones que debían corresponder al Congreso de la República, integrado por Senado y Cámara de Representantes, se dijo expresamente que a ese cuerpo colegiado correspondía exclusivamente «decretar lo conveniente para la administración, conservación y enajenación de los bienes nacionales», dentro de los cuales, obviamente, estaban las grandes extensiones de tierras baldías que, aunque nadie sabía a ciencia cierta sus dimensiones, debían ser tan considerables que seguramente excedían la mitad de todo el territorio nacional.
+El problema que se plantearon los primeros constituyentes y legisladores de la Nueva República fue ciertamente el tratamiento que debían darle a tan extensos baldíos. No era nada extraño, por cuanto muchas de las grandes tareas por construir la nueva sociedad tenían que ver necesariamente con estos bienes de la nación: poblar el territorio, especialmente en aquellos sitios completamente deshabitados; fundar nuevas poblaciones que pudieran servir de ejes de una inaplazable política de colonización, y construir muchos caminos que permitieran la comunicación entre los diversos centros urbanos ya existentes y entre los que en el futuro llegaran a establecerse. Estos tres primeros objetivos constituyeron, pues, las bases para diseñar y realizar una nueva política demográfica, con sus naturales proyecciones económicas. Una política que, además, permitiera solucionar el problema del desempleo y de la pobreza absoluta, dándole tierras a los sectores de población que carecían de ellas. Hacia esos objetivos se dirigieron los esfuerzos legislativos de los primeros congresos de la Nueva República, como lo veremos un poco más adelante, con lo cual se desmiente la peregrina afirmación de que nuestros libertadores carecieron de un pensamiento claro en este aspecto y que, además, no tuvieron el propósito de hacer una gran reforma en materia agraria.
+Sin embargo, había de por medio otro problema inaplazable, muy lógico y muy humano por cierto, y era la necesidad de arbitrar recursos económicos para satisfacer los gastos que la Nueva República debía hacer en razón del pago de los empréstitos a Gobiernos extranjeros para sostener su lucha de independencia, los propios de la organización política y administrativa del Estado naciente, el pago de sueldos atrasados a las tropas que habían combatido por la causa libertaria y también las recompensas que desde 1819 se habían ofrecido a oficiales y soldados por sus ingentes sacrificios en pro de la causa que estaban defendiendo. No tenía la Nueva República otro recurso fiscal para ello —sin imponer mayores cargas tributarias a los habitantes, las cuales de por sí ya eran exorbitantes— que los bienes tanto muebles como inmuebles de propiedad de la nación. Unos eran los que le habían pertenecido desde la época de la Colonia; otros eran los expropiados a los españoles como consecuencia de la guerra de Independencia. Todos ellos fueron comprometidos, inicialmente, para saldar esas deudas y atender esos compromisos. En efecto, al repasar las leyes expedidas por el Congreso durante esos primeros años de nuestra vida republicana, encontramos varias sobre el particular. Así, por ejemplo, los legisladores de 1821 expidieron la Ley del 29 de septiembre de tal año, la cual en su único considerando expresó claramente que «siendo una de las más sagradas obligaciones de la república el premiar a sus servidores los grandes sacrificios que han prestado para consolidar su libertad e independencia, y deseando al mismo tiempo que se dé el más exacto cumplimiento a las repetidas promesas que se les han hecho de que oportunamente serán premiados sus servicios», se otorgan determinadas asignaciones —en pesos— tanto a los oficiales, según sus grados militares, como a los soldados. La misma ley, además de establecer los requisitos y procedimientos para hacer efectivo el pago de las recompensas, dispuso que para responder por tales obligaciones se destinaban todos los bienes raíces que se le hubieran confiscado a los españoles, pero que si estos no fueran suficientes podrían hacerse concesiones de terrenos baldíos por el precio que generalmente se fijare a la fanegada[26]. La vía quedaba expedita para que, en el futuro, se echara mano de porciones de las grandes extensiones de baldíos para pagar servicios y recompensas a los militares de la Independencia y, ocasionalmente, para retribuir a las personas que se comprometieran a abrir caminos por su cuenta o por cuenta de la nación, o a realizar determinadas obras públicas, a las cuales nos referiremos más adelante. Otras normas, sobre pago de recompensas a oficiales y soldados de la Independencia, se dictaron posteriormente, tales como el Decreto Legislativo del 25 de julio de 1823; la Ley del 10 de junio de 1844; el Decreto Legislativo del 2 de junio de 1846; la Ley del 29 de mayo de 1849; la Ley del 10 de junio de 1850; la Ley del 27 de mayo de 1852; y el Decreto Legislativo del 16 de junio de 1853, con el cual se cierra el ciclo, por cuanto fijó como última fecha para la reclamación y pago de dichas recompensas, el 31 de diciembre de tal año, fecha a partir de la cual perdían su vigencia todas las normas que servían de base a dichos beneficios[27].
+Tal como antes lo expresamos, los baldíos de la república también sirvieron a los fundadores de la misma para arbitrar recursos económicos, estableciendo la venta de los mismos en pública subasta. Pero seguramente no fue ese el único motivo para hacerlo, sino también abrir la posibilidad de que quienes estuvieran interesados en cultivarlos y explotarlos económicamente pudieran hacerlo fácilmente y a «precios cómodos», como dice la primera norma que se expidió sobre el particular. Había, pues, cierto interés evidente en incorporar esas tierras incultas al desarrollo económico del país y no solamente el propósito de obtener los recursos fiscales tan necesarios y urgentes para poner a funcionar los mecanismos de la administración pública. Así, por ejemplo, la primera ley destinada a estos fines, que es la del 13 de octubre de 1821, expresa en sus considerandos que uno de los primeros deberes del Congreso «es fomentar la agricultura, por cuantos medios estén a su alcance»; que «la enajenación de tierras baldías a precios cómodos y equitativos debe contribuir poderosamente a tan importantes objetos»; y que «los productos de esta enajenación son necesarios para cubrir los inmensos gastos y erogaciones a que están sujetas las rentas públicas». Como quien dice: tres objetivos de interés nacional.
+Que el interés de la nación no era el de especular, como se ha dicho tantas veces, ni prestarse a componendas ni a negociados ilícitos o ventajosos con tales tierras, sino proporcionar dichos baldíos a gentes de escasos recursos económicos, salta a la vista en los artículos Sexto y Séptimo de la ley a la que nos venimos refiriendo, los cuales expresan que «se venderá la fanegada de tierras baldías en las provincias marítimas, a razón de dos pesos moneda corriente; y por uno, en las del interior». De otra parte, la mencionada norma ponía a salvo de tales ventas las tierras propias de las comunidades indígenas y los pastos y ejidos de las villas y ciudades. Además, consagró que las personas que se hallaban en posesión de tierras baldías con casas y labranzas en ellas, sin título alguno de propiedad, serían preferidas en las ventas, siempre que en concurrencia de otras se allanaran a pagar el mismo precio que se ofreciera por ellos. ¿Pretendía el Estado favorecer con esta ley a latifundistas que alegaban títulos sobre ellas? Absolutamente no, por cuanto ya se ha establecido que se trataba de tierras baldías de propiedad exclusiva de la nación. Sin embargo, alguien podría decir que el Estado especulaba con las tierras baldías y que lo correcto hubiera sido adjudicarlas a título gratuito a sus poseedores. Pero en aquel momento, ese Estado naciente, abrumado de compromisos fiscales y asediado de problemas económicos, tenía la necesidad inaplazable de echar mano de su único patrimonio que no era otra cosa que sus bienes, especialmente sus extensos baldíos, para atender tanto a unos como a otros. El precio casi irrisorio de la fanegada es suficiente para apartar toda sospecha de indebido aprovechamiento o de especulación económica por parte del Estado.
+Pero hay algo bien importante en esta Ley de 1821 que venimos comentando, desde el punto de vista de sus proyecciones de interés público en la economía nacional. En efecto, se dispuso que debía crearse en la capital de la república una oficina de agrimensura de carácter nacional —general, dice la norma—, y una particular en cada una de las provincias, y en las cuales debían registrarse las propiedades rurales de todos los ciudadanos colombianos y extranjeros residentes en el país. Dentro de los cuatro años siguientes, contados desde la publicación de tal Ley, todos los colombianos y los extranjeros residentes en el país debían registrar sus propiedades rurales en las oficinas de cada provincia, y desde el vencimiento de tal plazo ningún juez ni escribano podía autorizar contratos de compra y venta de dichas propiedades, sin que se acompañara un certificado del agrimensor de haberlo así verificado. Las sanciones para los transgresores de estas normas eran bien claras. Si pasados los cuatro años los propietarios no habían cumplido con el registro, sus tierras debían pasar al dominio de la república, en caso de que hubieran sido adquiridas por merced o composición. Pero si estas habían sido adquiridas por compras sucesivas u otros títulos, el Gobierno haría practicar los registros a expensas de sus propietarios. Otro aspecto bien importante en los propósitos del Gobierno de organizar debidamente el catastro fue la obligación establecida para los agrimensores, quienes al tiempo de hacer los registros en sus oficinas respectivas, debían agregar el plano que se hubiere levantado de cada propiedad, con la anotación del número de fanegadas, estancias, celemines o cuartillos de tierra de que constara la respectiva propiedad territorial. En cuanto al agrimensor nacional, que debía tener residencia en la capital de la República, debía ser el órgano regular de todas las comunicaciones del Gobierno con los particulares de cada provincia, en todo lo concerniente al buen orden y funcionamiento de sus oficinas[28].
+En lo relacionado con el régimen de tierras baldías, la mencionada Ley del 13 de octubre de 1821 estableció algunas normas de importancia, que conviene señalar. En efecto, se estableció que el agrimensor nacional debía llevar un registro general de tales tierras, a medida que fueran enajenándose sucesivamente, para lo cual los agrimensores provinciales debían de remitirle copias de los planos y declaratorias de los respectivos intendentes. También se dijo en la mencionada ley que el agrimensor nacional estaba en la obligación de levantar, recoger, rectificar y custodiar todos los libros, mapas y cartas geográficas e hidrográficas de las provincias de Colombia, de sus costas, lagos, ríos navegares o propios para establecimientos de utilidad pública[29]. Se estaban sentando, pues, las bases para la elaboración de una nueva carta geográfica del país, lo cual se realizaría por iniciativa de esta misma generación de los libertadores, un poco más adelante, en 1849, cuando el general Tomás Cipriano de Mosquera hizo venir de Venezuela al eminente geógrafo y cartógrafo coronel Agustín Codazzi, y cuando un año después, en 1850, el general José Hilario López suscribió con aquel el contrato para levantar los mapas de la Nueva Granada y de cada una de sus provincias. Ya para esta época se había disuelto la Gran Colombia, y nuestro país había seguido el ejemplo de Venezuela, al preocuparse por tener cartas geográficas completas y actualizadas[30].
+Consideramos, pues, que esta ley constituye un primer paso dentro de esa política agraria que se estaba esbozando poco a poco, y que encontraría su mejor formulación hacia mediados del siglo XIX por parte de esta misma generación de los libertadores. Esta ley es, igualmente, un argumento en contra de lo que se ha dicho en forma un poco superficial y casi siempre con el propósito de demostrar teorías unilaterales, distorsionando la realidad histórica.
+En realidad, las ventas de baldíos a particulares fueron frecuentes, pero en ningún caso fueron tan significativas como para asegurar que fue la principal manera de enajenación de las mismas. Algunas leyes, como la del 30 de marzo de 1843 —aprobada por el Congreso el 27 del mismo mes—, fueron expedidas para pagar con la venta de tierras baldías la deuda interior y exterior de la república, pero también fue frecuente enajenarlas, como antes se dijo, para pagar servicios a particulares, especialmente la construcción de caminos, que fue una de las metas de los primeros gobiernos republicanos. Además, es conveniente señalar que otro criterio de adjudicación de baldíos que afloró en los primeros años de la república fue el consignado en la Ley del 3 de agosto —aprobada por Congreso el 30 de julio—, dictada para que «se auxilie a las tribus indígenas que quieran abandonar su vida errante».
+Dicha ley estableció que el Poder Ejecutivo podía distribuir tierras baldías —no se dijo hasta qué cantidad— a los «indígenas gentiles, que quieran abandonar su vida errante, y se reduzcan a formales parroquias, regidas y gobernadas en los términos que está dispuesto para las demás de la república». Para poder aplicar esta disposición, la misma ley dispuso que se auxiliaría «en cuanto fuere posible, cada una de dichas tribus, con lo necesario para su establecimiento, a proporción de su número y de sus necesidades, haciendo los gastos del tesoro público[31]».
+Una de las permanentes preocupaciones de los primeros legisladores fue la de poblar las grandes extensiones territoriales deshabitadas, máxime cuando en la guerra de Independencia la población del país se había reducido notablemente por el número de bajas causadas en los combates y, seguramente, también por la considerable cantidad de españoles y afectos a la causa realista que habían emigrado, como consecuencia de las victorias de los patriotas y del establecimiento de la Nueva República. Si se tiene en cuenta que el número de habitantes de la Nueva Granada a duras penas se aproximaba al millón y medio por aquella época, y que la Gran Colombia debía estar por los tres, esparcidos en tan vastos territorios, se explica y justifica plenamente esta reiterada preocupación de sus gobernantes.
+Fue por esto que el Congreso de 1823 expidió la Ley del 11 de junio de aquel año, cuya sanción correspondió al general Santander. Los considerandos de esta norma legal constituyen la mejor explicación de esta primera política de inmigración que se establecía en Colombia. Aunque los resultados prácticos de la ley fueron casi nulos, conviene consignarla textualmente, respetando la ortografía de la época:
+1. Que una población numerosa y proporcionada al territorio de un Estado, es el fundamento de su prosperidad y de su verdadera grandeza; 2. Que la población de la República de Colombia, a más de nunca haber correspondido a la vasta estensión de su territorio, en consecuencia del bárbaro sistema que había optado el gobierno opresor, primero esterminando la raza de los indíjenas, y después impidiendo la entrada a todas las naciones del mundo, ha sido por último destruida en gran parte por la guerra de muerte y desolación que ha sufrido por trece años; y 3. Que la fertilidad del suelo, la salubridad del clima, las dilatadas tierras baldías, y las instituciones liberales de la república permiten e ecsijen una numerosa inmigración de estranjeros útiles y laboriosos, que haciendo su propia fortuna aumenten la de esta nación.
+Estas consideraciones justifican y hacen necesaria la expedición de la mencionada Ley. Por medio de ella se estableció que el presidente de la República promovería «eficazmente la inmigración de extranjeros europeos y norteamericanos». Para lograr ese objetivo podría disponer de dos «y hasta tres millones de fanegadas de tierras propias del Estado, empleándolas con las calidades y del modo que crea más conveniente; pero sin que pueda conceder a cada familia más de doscientas fanegadas de tierras». También estableció la mencionada norma que en la distribución de tales terrenos el presidente (Poder Ejecutivo) no estaría sujeto a las disposiciones de la Ley del 11 de octubre de 1821, que establecía el precio y las formalidades sobre la enajenación de tierras baldías. Se expresó, además, que el presidente dictaría las providencias convenientes sobre la «situación local, establecimiento social y demás arreglos definitivos, con los cuales se logre la inmigración de extranjeros; así como también sobre las exenciones que hayan de gozar los inmigrados»[32].
+¿Cuál era la razón para que el legislador hubiera preferido como inmigrantes de nuestro territorio a los europeos y norteamericanos? La razón parece bien clara, si se tiene en cuenta que era con algunos países europeos, especialmente con Inglaterra y Francia, lo mismo que con los Estados Unidos de Norteamérica, que los dirigentes republicanos tuvieron contacto durante los años de la Independencia y algunas décadas posteriores. De los mencionados países recibieron nuestros próceres algunos estímulos para emprender y realizar su tarea libertadora, a más de la literatura política y los modelos de organización republicana que adoptamos desde el comienzo de nuestra vida independiente. De Inglaterra y Francia se obtuvieron algunos empréstitos y fueron los primeros países que reconocieron nuestra independencia y enviaron sus respectivos agentes diplomáticos. La Constitución de Filadelfia de 1777 fue tomada como modelo por nuestros próceres para la elaboración de nuestras primeras cartas constitucionales. De Inglaterra vinieron contingentes humanos a combatir por la Independencia, agrupados en lo que se denominó la Legión Británica, muchos de cuyos integrantes se establecieron posteriormente en nuestro país. Además, algunos de los próceres colombianos eran de origen francés —como Girardot, Soublette y Serviez—, y de origen británico —como O’Leary, Croffton y Fergunson—. De otra parte, Inglaterra, Francia y los Estados Unidos eran los tres países que constituían la vanguardia del liberalismo, bajo cuyos principios se hizo dicha Independencia y se organizó la Nueva República. Los nexos con Alemania pudieron ser menos fuertes pero no del todo escasos. Desde finales del siglo XVIII, en los albores mismos de la Independencia, Colombia fue visitada por distinguidos viajeros alemanes como el barón Alexander von Humboldt, el más ilustre de todos y quien alentó con su valiosa opinión a los precursores de la Independencia. Además, varios alemanes se vincularon, desde principios de la República, al desarrollo económico del país y fundaron establecimientos agrícolas, industriales y comerciales e, inclusive, construyeron importantes caminos, como complemento necesario a sus empresas económicas. Con estas cuatro naciones citadas tuvo nuestro país desde un principio, y sigue teniendo, sus principales intercambios comerciales. Quizás sea esta la razón para que la ley antes mencionada hubiera fijado sus preferencias en los ciudadanos de tales estados.
+Pero a pesar de los estímulos consagrados en la ley para dichos posibles inmigrantes, la verdad es que la norma mencionada no tuvo el éxito deseado. Entre tales estímulos estaba el considerarlos como ciudadanos naturalizados, por el sólo hecho de establecerse en el país, con todas las prerrogativas y derechos propios de los ciudadanos colombianos, a excepción de los derechos políticos. Pero es que, en verdad, la ley pecaba de optimista al establecer que el Poder Ejecutivo cuidaría de que esta anhelada inmigración se compusiera «en su totalidad, o al menos, en gran parte, de labradores y artesanos», cuando, por lo general, lo que venían a estos nuevos países eran comerciantes y aventureros en busca de una rápida y fácil fortuna, salvo muy pocas y honrosas excepciones y, salvo también, el caso de los diplomáticos y agentes consulares, quienes no venían propiamente con el ánimo de residenciarse sino de prestar un servicio a sus respectivos países de origen.
+Sea lo que fuere, la Ley del 11 de junio de 1832 no logró los propósitos y objetivos para los cuales fue dictada. Pero conviene señalarla como parte de una política agraria, diseñada por los fundadores de la república con el fin de poblar el extenso e inculto territorio del nuevo Estado y de fomentar su desarrollo agrícola, y no propiamente para especular o fomentar una nueva clase de latifundistas, como suelen sostener algunos intérpretes de nuestra historia colombiana.
+En realidad, el principal propósito de la generación de los libertadores fue distribuir esas grandes extensiones de baldíos, de propiedad de la nación, entre gentes de escasos recursos económicos. En esto, sin proponérselo quizás, estaban siguiendo las huellas de don Antonio Mon y Velarde, el gran reformador de la Colonia.
+La política agraria de estos primeros gobernantes puede descomponerse en las siguientes medidas que, juntas, constituyen el núcleo central de la misma: 1. Las tierras baldías hay que distribuirlas, principalmente, entre las personas pobres que estén en capacidad de cultivarlas estableciendo en ellas casa y labranza, dentro de un término prudencial. 2. Hay que distribuirlas, también, para fomentar el establecimiento de nuevas poblaciones que sirvan de pequeños centros urbanos, dentro del criterio de conquistar económicamente las regiones más apartadas e incultas del país. 3. Hay que distribuirlas, además, con el criterio de fomentar la construcción de caminos, sin los cuales esas nuevas poblaciones y esos nuevos establecimientos agrícolas no tendrían ningún sentido social ni económico. 4. Hay que distribuirlas en tal forma que sus adjudicatarios puedan explotarlas racionalmente, sin exceder a las capacidades de trabajo de las familias beneficiadas, evitando en todo lo posible la concentración de ellas en una sola unidad familiar. 5. Para facilitar la operación administrativa de las adjudicaciones y su adecuado control, conviene adjudicar a las respectivas provincias en que se divide la república, las extensiones de baldíos que existan en cada una de ellas. Vamos, pues, a referirnos, separadamente, a cada uno de los aspectos de la reforma agraria así concebida.
+Quisieron nuestros primeros legisladores nacionales que la primera norma sobre el particular fuera consignada en la Carta Fundamental del país. En efecto, en la Constitución de 1832 (artículo 166) se ordenó que el Congreso de la República debía «decretar cierto número de fanegadas de tierras baldías en beneficio de los fondos y rentas de cada provincia». En desarrollo de ese principio constitucional, el órgano legislativo de la nación dictó varias leyes sobre el particular. Así, por ejemplo, en la Ley del 19 de mayo de 1834 —que es nuestro primer Código de Régimen Político y Municipal—, bajo el título: «Sobre la organización y régimen de las provincias, cantones y distritos parroquiales» (artículos 175 y 176), se dispuso que el Poder Ejecutivo asignaría a cada provincia un número de fanegadas de tierras baldías que en ningún caso bajaría de 15.000, ni excedería las 25.000 —porque, en realidad, era bien difícil establecer con precisión qué cantidad de tales tierras había en cada una de ellas—. En 1848, cuando se estaba realizando la reforma agraria con mayor celeridad y eficacia, por la misma generación de los libertadores, se dictaron algunas normas concretas sobre la materia. Así, por ejemplo, el Congreso de la República expidió la Ley del 3 de junio de 1848, que en el parágrafo 4 del artículo 59, reitera el principio según el cual a cada provincia, de las que integraban la nación, debían adjudicársele de 15.000 a 20.000 fanegadas, para continuar la política iniciada en 1832. Para poner en práctica la ley mencionada, el presidente Tomás Cipriano de Mosquera expidió el Decreto de octubre 28 del mismo año, adjudicando tierras baldías a las diversas pronuncias del país, «siempre y cuando su extensión no excediera de 25.000 fanegadas, que ellas estuvieran comprendidas dentro de los límites de la provincia, y que por ley no estuvieran destinadas a ningún uso público»[33].
+Un segundo paso, dentro de esta política, lo constituyen las reiteradas adjudicaciones de tierras baldías para la fundación de nuevas poblaciones. También se inicia en 1832, con la adjudicación de 500.000 fanegadas a la provincia de Casanare para dichos fines. Son muchas las normas que se dictaron a este respecto y nosotros sólo nos limitaremos a citar algunas de ellas.
+La ley fundamental, que servirá de base a la gran reforma agraria de la cual nos ocuparemos en el capítulo siguiente, fue la dictada el 6 de mayo de 1834, sancionada por el general Santander, «sobre colonización y repartimiento de tierras baldías», y por la cual «se fomenta el establecimiento de poblaciones y se dan medios de subsistencia a parte laboriosa y desgraciada de la población que por falta de empresas no encuentra ocupación». Se dispone por tal ley que «cuando algunos individuos quieran establecerse en parajes desiertos o baldíos, a propósito o para el establecimiento de nuevas poblaciones, el Poder Ejecutivo podrá conceder, con tal objeto, hasta doce mil fanegadas de tierras baldías para cada población». A cada cabeza de familia se le podían asignar hasta 60 fanegadas, teniendo en cuenta sus recursos y el número de sus integrantes, pero en ningún caso se podían dar tierras a personas que no fijaran su residencia en las nuevas poblaciones —medida esta muy importante para evitar el ausentismo y la especulación con las mismas—. Pero, además de la adjudicación de tales tierras, la ley fijó una serie de estímulos a los colonizadores, tales como el establecido por el artículo 4 en el sentido de que «todas las plantaciones y sementeras de los que fijen su residencia en las nuevas poblaciones, quedan libres del pago del diezmo eclesiástico por veinte años, contados para cada uno de los pobladores, desde el día en que reciban parte de sus tierras». Además, el artículo 5 estableció que «los individuos que fijen su residencia en las nuevas poblaciones estarán exentos (sic) del alistamiento para servir en el Ejército, por el término de doce años y durante el mismo no podrán ser obligados a desempeñar empleos concejiles que no sean de su distrito parroquial». Pero, además de esto, se dispuso en el artículo 8 que quedaban también exentos del diezmo eclesiástico, por el término de veinte años contados desde el día en que cada poblador recibiera parte de su tierra, todos los productos de la agricultura, incluso los de la ganadería, que se cultivaran o criaran en las tierras baldías que en adelante se enajenaran por el Gobierno y que según las leyes existentes debieran pagar el expresado diezmo eclesiástico. La ley, finalmente, dispuso que las cámaras de cada provincia debían expedir oportunamente los reglamentos necesarios «para que el repartimiento de tierras entre los nuevos pobladores se haga del modo más equitativo y conveniente». Además, se dispuso que «los gobernadores fomentarán por todos los medios posibles el establecimiento y prosperidad de estas nuevas poblaciones»[34]. Como puede verse, los fundadores de la república no solamente se ocuparon de pagar deudas y retribuir recompensas merecidas a los oficiales y soldados que hicieron la Independencia, sino también de distribuir tierras baldías a las gentes más pobres y necesitadas del país.
+En cumplimiento de la norma anterior, el Congreso de la República y el Ejecutivo Nacional dictaron una buena cantidad de leyes y decretos, a fin de hacerla efectiva. A muchas de estas normas le deben su existencia algunas de las más prósperas poblaciones del país. Solamente vamos a citar unas pocas, por vía de ejemplo, para demostrar el interés que tuvo la generación libertadora por desarrollar esa política que ella misma se había trazado desde 1834.
+En efecto, por Decreto Legislativo del 29 de mayo de 1835 se dispuso conceder tierras baldías y otros auxilios a los pobladores de un nuevo distrito parroquial en el territorio de La Guajira, en el sitio denominado Bahía-Honda; por Decreto del 6 de junio de 1835 se concedieron baldíos en favor de los habitantes que no tuvieran tierras propias en la provincia de Casanare, de las 500 mil que le habían sido adjudicadas a dicha provincia por el Decreto del 16 de marzo de 1832; por Decreto del 9 de diciembre de 1835 (número 334) se concedieron 18.000 fanegadas de tierras baldías para el establecimiento de dos nuevas poblaciones en el cantón de Zapatoca —9.000 para Betulia y 9.000 para la población de La Fuente—; por Decreto del 17 de diciembre de 1835 (número 336) se concedieron 6.000 fanegadas para una nueva población a orillas del río Dibulla, en la provincia de Riohacha; por Decreto del 23 de noviembre de 1835 se concedieron 12.000 fanegadas en las montañas de Comía, en el cantón de Antioquia, para una nueva población; por Decreto del 17 de junio de 1844 se ordenó conceder tierras baldías —hasta 100 fanegadas— a las familias que se establecieron en los «desiertos de Casanare» y con el fin de «fomentar la creación de nuevas poblaciones»; por Ley del 29 de abril de 1848 se autorizó al Poder Ejecutivo para adjudicar tierras baldías a todo colombiano que las hubiere cultivado y tuviere en ellas casa y labranza; por Decreto del 6 de junio del mismo año se reglamentó la Ley anterior, estableciendo el procedimiento para demostrar los hechos exigidos por la misma; por Decreto del 29 de diciembre de 1848 se ordenó adjudicar tierras baldías para el establecimiento de una nueva población, en el camino de Medellín a Bogotá, la cual tomó el nombre de Manizales; por Ley del 28 de marzo de 1849 se autorizó al Poder Ejecutivo para adjudicar tierras baldías a los pobladores de los caminos nacionales que establecieran también casa y labranza en sus orillas; por Decreto del 10 de abril de 1849 se ordenó adjudicar tierras baldías a los habitantes y nuevos pobladores de la Villa de Buenaventura; por Decreto de 23 de abril de 1849 se ordenó adjudicar tierras baldías y se otorgaron varios beneficios para la erección de una nueva población, en la provincia de Mariquita, en el camino de Bogotá a Medellín, población que tomó el nombre de Líbano; por Decreto de abril 30 de 1849 se ordenó adjudicar tierras a los pobladores de la población de Cabal, en la provincia del Cauca; por Decreto de 18 de diciembre de 1849 se adjudicaron tierras baldías a los pobladores del distrito parroquial de Murindó; por Decreto del 4 de abril de 1849 se adjudicaron baldíos y se dieron otros auxilios para la erección de un distrito parroquial sobre la confluencia de los ríos Magdalena y Carare; por Decreto de diciembre 20 de 1851 se concedieron tierras baldías a los pobladores de la jurisdicción de Villavicencio; y por Ley del 13 de mayo de 1853 se dispuso la adjudicación de tierras baldías a los pobladores de la aldea de Obaldía, en la provincia del Cauca, en cantidad de 80 fanegadas para cada familia, sobre un total de 12.000 que le fueron adjudicadas por la misma norma. Como puede verse, los ejemplos abundan y el estudioso podrá encontrar en nuestra colección de leyes una buena cantidad relacionada con el mismo fenómeno, hasta fines del siglo XIX[35].
+Siendo una de las grandes preocupaciones de esta generación de libertadores la construcción de vías que intercomunicaran las diversas poblaciones y establecimientos agrícolas del país, no es raro encontrar buen número de leyes y decretos que se relacionan con este aspecto del desarrollo social[36]. En algunos casos se adjudicaron por mandato expreso de tales normas considerables extensiones de baldíos —dado su escaso valor—, para pagar a personas o compañías la construcción de caminos de herradura, como por ejemplo, el caso del Decreto Legislativo del 5 de junio de 1833, por el cual se concedieron 2.000 fanegadas a Cosme Hoyos, Braulio Mejía, José Hernández, Sinforoso García, Pedro Sáenz y Emigdio Echeverri, por abrir un camino de herradura, desde el punto de La Bonilla, hasta el de Nus, en el departamento de Antioquia; o como el Decreto Legislativo del 25 de abril de 1834, sancionado, como el anterior, por el general Santander, y por el cual se dispuso que el Poder Ejecutivo quedaba facultado para adjudicar hasta 20.000 fanegadas de tierras baldías, distribuyéndolas entre las personas que quisieran establecer dehesas y casas en las márgenes del camino que conduce del Socorro al río Opón, que desemboca en el Magdalena.
+La construcción de un camino que cruzara la legendaria y tupida montaña del Quindío fue, también, una de las grandes preocupaciones de nuestros primeros gobernantes y legisladores. Dicha extensa montaña, poblada de fieras salvajes y difícil de transitar en cualquier época, según testimonios de los que se habían aventurado a cruzarla, constituía una especie de tapón natural entre el oriente y el occidente colombianos. Era, pues, una barrera casi inexpugnable para el desarrollo económico del país. La primera norma que se dicta ordenando lo concerniente a la construcción del mencionado camino fue el Decreto Legislativo del 26 de mayo de 1835, sancionado por el general Francisco de Paula Santander. En los considerandos de tal norma está contenida, en su esencia, toda una política en la materia. En efecto, en ellos puede leerse: «Que la apertura de caminos es uno de los medios más eficaces para promover la prosperidad del Estado, por cuanto tales empresas extendiendo su benéfica influencia facilitan el comercio, estrechan las relaciones de diferentes provincias, y animan la acción del Gobierno». Así, pues, el Congreso autorizó al Poder Ejecutivo para que, por medio de los periódicos oficiales, invitara a los empresarios que quisieran celebrar un contrato para abrir un camino de herradura desde la ciudad de Ibagué, hasta la de Cartago, por la montaña del Quindío. En otras palabras, el Ejecutivo quedó facultado para abrir la correspondiente licitación pública, pero además fijó expresamente los beneficios que se otorgarían al mejor participante, al que ofreciera mayores garantías a la administración, beneficios que consistieron en: 1. La facultad de cobrar por derecho de peaje, desde el día en que estuviera concluido y recibido el camino, hasta ocho reales por cada carga de efectos extranjeros de las conducidas por las caballerías, y hasta cuatro reales por cada una de los efectos del País. 2. La propiedad hasta de 25.000 fanegadas de tierras baldías en la misma montaña del Quindío. 3. La exención de prestar el servicio militar durante el tiempo que durara la construcción, para los obreros y demás personas que en calidad de trabajadores se ocuparan en la misma[37].
+Cualquiera podría pensar, perdiendo toda perspectiva histórica, que los beneficios otorgados por el Estado eran exorbitantes; pero si tenemos en cuenta la magnitud de la obra, no sólo por su extensión, sino por la cantidad de obstáculos y peligros, y lo poco que valían las tierras baldías, se explica más bien el fenómeno contrario: el poco interés que despertó, en un principio, la mencionada licitación. En realidad se trataba de una obra gigantesca, que requería la inversión de grandes capitales, con riesgos verdaderamente imprevisibles. Por tal razón, pues, la obra demoró algún tiempo en iniciarse en firme y mucho más en terminarse, pues a juzgar por los relatos de los viajeros que hicieron dicho camino 20 años después, aquello seguía siendo una trocha infernal, llena de lodazales donde las bestias se atascaban hasta el cuello, poblada de ríos que se desbordaban con frecuencia destruyendo los modestos puentes de madera, de bosques intrincados y de abismos casi insalvables, tal como lo veremos en la parte en donde consignamos los valiosos testimonios de aquellos aventureros a quienes el país tanto les debe.
+En cuanto a la construcción de un camino entre Bogotá y Medellín, pasando por el nevado del Ruiz, su interés data de la misma época. La importancia que reviste este camino en la gesta colonizadora es fundamental y de ello trataremos en el capítulo siguiente.
+[26] Congreso Nacional, Leyes de 1821.
+[27] Congreso Nacional, Leyes de 1823 a 1852.
+[28] Congreso Nacional, Leyes de 1821.
+[29] Congreso Nacional, Leyes de 1821.
+[30] La disolución de la Gran Colombia fue un proceso que culminó en 1830. Véase M. A. Pombo y J. J. Guerra, 1986, Constituciones de Colombia (4 vols.), Bogotá: Biblioteca Banco Popular.
+Tascón, Tulio Enrique, 1953, Historia del derecho constitucional colombiano, Bogotá: Editorial Minerva.
+[31] Congreso Nacional, Leyes de 1843.
+[32] Por Decreto del 18 de junio de 1823 (número de orden 92), se reglamentó la concesión de tierras baldías a extranjeros y se fijó el procedimiento para las adjudicaciones a estos.
+[33] Decreto del 15 de junio de 1825 (151-N) sobre colonización de tierras baldías en costas y ríos.
+[34] Congreso Nacional, Leyes de 1834.
+[35] Congreso Nacional, Leyes de 1834 a 1853.
+[36] En 1827 Bolívar dictó el Decreto del 6 de octubre —175 de orden— estableciendo en procedimiento para licitar la construcción de caminos y dándole a los gobernantes la facultad de examinar y establecer cuáles son los más «precisos», es decir, los más necesarios. Esto, en desarrollo de la Ley del 29 de septiembre de 1827 que autorizó al Poder Ejecutivo para «conceder gracias y privilegios para los que quisieran abrir nuevos caminos o refaccionar los antiguos».
+LA GRAN REFORMA A LAS ESTRUCTURAS económicas coloniales la realizará la generación libertadora a mediados del siglo XIX. Pero, en realidad, el fundamento legal fue la Ley del 6 de mayo de 1834, expedida por el Congreso de ese año y sancionada por el general Francisco de Paula Santander, de la cual hablamos en el capítulo anterior. En su corto articulado —ocho artículos— ya vemos un verdadero criterio de reforma social. Las leyes dictadas anteriormente —congresos de 1821 y 1832— tuvieron por fundamento la utilización de tierras baldías para pagar sueldos atrasados a oficiales y soldados que lucharon por la independencia, para dar gratificaciones a los mismos, para poblar zonas deshabitadas de la nación fomentando la inmigración de extranjeros y para arbitrar recursos a fin de organizar y poner a funcionar la Nueva República. Pero ya, en esta Ley de 1834, se expresa claramente en sus considerandos que «es de la más alta importancia para la república» fomentar el establecimiento de nuevas poblaciones, especialmente en zonas deshabitadas, y «facilitar medios de subsistencia a la parte laboriosa y desgraciada de la sociedad, que por falta de empresas no encuentra ocupación». En una palabra, el Congreso de la Nueva República retomaba la política iniciada por el Visitador Mon y Velarde. Y cupo al general Santander iniciar y ejecutar decididamente esta política, dictando varios decretos sobre fundación de poblaciones y adjudicación de baldíos a sus primeros moradores. Se dijo en la ley mencionada que «a cada cabeza de familia se podrían asignar hasta sesenta fanegadas, en atención a sus recursos y número de su familia», pero se exigió perentoriamente que los beneficiados debían, de todos modos, fijar su residencia en las nuevas poblaciones. Se otorgaron, también, otros beneficios a los fundadores, tales como la exención del pago de diezmos por 20 años, la exoneración de prestar el servicio militar, durante el término de doce años, y la de prestar servicios concejiles fuera de su distrito, por el mismo término. Además, se expresó en la norma mencionada que «los gobernadores fomentarían por todos los medios posibles el establecimiento y prosperidad de estas nuevas poblaciones». De aquí parte, pues, la gran reforma que impulsarán con entusiasmo gobiernos posteriores, especialmente los de Pedro Alcántara Herrán, Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López y José María Obando.
+Pero es que, en realidad, durante estas cuatro administraciones está en toda su pujanza y su furor ese movimiento multitudinario de colonizadores antioqueños que, arrancando de la población de Sonsón, ha tomado el filo de la Cordillera Central para avanzar por Aguadas, Pácora, Salamina, Neira y Manizales, para cruzar luego las cumbres del nevado del Ruiz, en busca del río Magdalena y de la vía que los comunique con la capital de la república. Es, pues, una reforma agraria de hecho y de derecho; seguramente la más importante realizada en el país, hasta nuestros días, no solamente por la cantidad de personas beneficiadas con la misma, por las proezas humanas realizadas en ella, por la cantidad de hectáreas apropiadas a base de sudor y de esfuerzo, por el número considerable de poblaciones y de establecimientos agrícolas resultantes de la misma, sino también por sus grandes proyecciones económicas, pues al pasar de una economía de autoconsumo a una de exportación con la producción cafetera, se construyó un nuevo país. Ese movimiento humano de tan considerables proporciones que constituyeron los colonizadores antioqueños, encontró su respaldo legal especialmente por parte de los gobernantes de mitad del siglo XIX, que no son otros que aquellos que habían forjado la Independencia. Estos le debían al país una gran reforma agraria, y la hicieron justamente cuando debían hacerla; cuando los hechos se desencadenaron y estrujaron con toda su fuerza vital todas las vértebras de la economía nacional. Tuvieron que luchar contra los señores latifundistas, los cuales, amparados en las Cédulas Reales, quisieron detener el paso de los pioneros, quisieron expoliarlos y venderles las tierras a altos precios, y finalmente destruyeron cosechas, quemaron ranchos y patrocinaron toda clase de actos vandálicos. Pero ni los congresos ni los gobiernos fueron ajenos al conflicto de los colonizadores, y dictaron normas que en la mayoría de los casos desconocían la validez las Cédulas Reales y se ponían de parte de estos. Sin embargo, no siempre fue así, pues buena parte de los baldíos adjudicados eran indiscutiblemente de propiedad de la nación y sobre ellos no pesaban Cédulas Reales ni otros títulos que gravaran dichas propiedades. Fue, pues, en cierto modo, una reforma impulsada por el pueblo mismo, que encontró eco y resonancia en la clase política que regía los destinos del país, y a la cual le debemos no solamente la liberación de los esclavos sino otras reformas básicas que incidieron en las estructuras agrarias de la nación, como la reforma tributaria y la reforma fiscal.
+Aunque, como lo dijimos anteriormente, los principios de esa gran reforma partieron de la Ley del 6 de mayo de 1834, fue bajo el gobierno del general Tomás Cipriano de Mosquera que el Congreso de la República dictó dos leyes fundamentales que, desconociendo Capitulaciones y demás títulos precarios de latifundistas, constituyeron el punto de apoyo de esa gran reforma, tan desconocida en su aspecto legal, y tan importante en sus proyecciones sociales. Vamos a tratar de señalar sus lineamientos principales, con base en las diversas normas que hemos encontrado a medida que hemos venido desarrollando el tema, algunas de las cuales hemos señalado en el capítulo anterior, y otras a las cuales nos referimos en el curso de este capítulo.
+Para empezar, diremos que esas dos normas legales que sirven de base a una nueva política agraria son tan breves pero a la vez tan amplias y ambiciosas, que dentro de ellas caben suficientemente todas las medidas que sobre el particular van a desarrollarse con posterioridad. Admira en ellas su amplitud y a la vez su precisión —términos difíciles de conciliar—, que sólo pueden entenderse si se piensa que fueron redactadas sin retóricas vanas y sin sutilezas jurídicas, para que sirvieran de herramienta eficaz a fin de que el Ejecutivo Nacional pudiera, sin limitaciones ni cortapisas, desarrollar el pensamiento de una nueva clase dirigente que brilló en el panorama de nuestra historia política por su espíritu justiciero y su sentido democrático. La primera de esas leyes —señalada con el número 1834— fue aprobada por el Congreso de la República el 28 de abril de 1848, y sancionada al día siguiente por el general Tomás Cipriano de Mosquera, como presidente de la República. Dice con brevedad perentoria: «El Senado y la Cámara de Representantes de la Nueva Granada, reunidos en Congreso, decretan: Artículo único: se autoriza al Poder Ejecutivo para que pueda declarar pertenecientes hasta diez fanegadas de tierras baldías, al granadino que las haya cultivado»[38]. Nada más. Pero es suficiente lo que allí se dice. La segunda ley —señalada con el número 1879— fue dictada al año siguiente, el 28 de marzo de 1849, y es en cierta forma complementaria de la anterior. Sancionada también por el presidente Mosquera, dice con parquedad y precisión: «Artículo único: queda facultado el Poder Ejecutivo para adjudicar en plena propiedad hasta diez fanegadas de tierras baldas, a la orilla de los caminos nacionales, a cada familia que allí se establezca, bajo la condición de que habite y cultive el terreno adquirido»[39]. Excelente manera de fomentar la creación de nuevos caminos y la conservación de los existentes, de establecer nuevos sitios que pudieran servir de fondas y posadas en aquellos andurriales, a través de los cuales los colonizadores estaban cruzando el territorio nacional, creando una nueva red de intercambios económicos y humanos, a costa de las selvas y de los rastrojos. Ciertamente, de esas dos sencillas y breves normas legales partió esa gran reforma agraria, en sus aspectos legal o normativo, en correspondencia con los hechos que se habían venido originando con el éxodo sistemático de los labriegos paisas, acosados por el hambre, el deseo de tener tierras propias y también por su espíritu de aventura y su vocación de errabundos.
+Ni corto ni perezoso, el general Mosquera, en su condición de presidente de la república, procedió a hacer uso casi inmediato de las facultades otorgadas por las dos leyes citadas, dictando los correspondientes decretos reglamentarios y procediendo sin dilaciones a ejecutar los deseos del Congreso. En efecto, a pocos meses de que este hubiera expedido la primera de dichas leyes, el presidente Mosquera procedió a establecer los requisitos y procedimientos para obtener las adjudicaciones pertinentes. Por el Decreto del 6 de junio de 1848 estableció que mediante cinco «testigos contestes» se podía demostrar plenamente que los interesados habían estado poseyendo el terreno «sin contradicción». Y mediante el Decreto del 28 de octubre del mismo año estableció el procedimiento para adjudicar baldíos de la república a las diversas provincias en que estaba dividido el país, para que los gobernadores de estas a su vez procedieran a adjudicarlas a sus habitantes, siempre y cuando las respectivas tierras baldías cedidas a las provincias no excedieran de 25.000 fanegadas, que ellas estuvieran comprendidas dentro de los límites de las provincias, y que por ley no estuvieran destinadas a ningún uso público. La misma norma estableció el procedimiento para acreditar lo anterior[40].
+La reforma, tal como puede apreciarse, contiene un nuevo elemento jurídico, verdaderamente avanzado para la época: considerar el trabajo y la explotación de la tierra como título suficiente para ser dueño de la misma. Pero el general Mosquera fue todavía más lejos cuando, con admirable criterio sobre el movimiento colonizador que se estaba desarrollando en esos momentos en el país que gobernaba, con mano firme y gran sentido del ejercicio del poder, decidió adjudicar directamente tierras baldías para el establecimiento de nuevas poblaciones, en las diversas provincias del país. Para ello sólo le bastó echar mano de las facultades que también le había dado el Congreso de la República al presidente, dentro de esta política de construir un nuevo país, en la parte 5.ª de la Ley 7.ª de la Recopilación Granadina. Y dictó entonces, un poco antes de terminar su periodo presidencial, varios decretos desconociendo la validez de adjudicaciones hechas por Cédulas Reales, entre ellos el del 29 de diciembre de 1849 —señalado bajo el número 1877—, por el cual se adjudicaron tierras baldías en el sitio donde, en virtud de este Decreto, fue fundada Manizales. La razón aducida por la norma mencionada no fue otra que «la conveniencia de establecer una nueva población en el camino que conduce de la provincia de Antioquia a la de Mariquita, como medio seguro para la supervivencia del mismo»[41]. Con este Decreto se pretendió desconocer los presuntos derechos que alegaba tener la firma González, Salazar y Compañía sobre los terrenos donde se construyó la población citada, los cuales hacían parte de los que la Corona española había otorgado a don José María Aranzazu en 1801, y que comprendían lo que hoy son los municipios de Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Filadelfia, Neira y Manizales. La mencionada compañía, de ingrata recordación, representaba a los sucesores de Aranzazu. Pero, en verdad, sus presuntos derechos sobre dichos terrenos ya habían sido desconocidos, mediante Decreto de 1825, firmado por el general Santander. Sin embargo, lo que había hecho el Gobierno republicano de este dinámico gobernante, lo había echado al suelo, tres años más tarde, la Corte Suprema de Justicia al darle plena validez a la Cédula Real, mediante sentencia de 1828.
+El problema surgido entre los colonos y la compañía mencionada no encontró solución a través del Decreto ya citado sino que, por el contrario, lo agudizó en alto grado y la lucha continuó por varios años, con una serie de episodios dramáticos que culminaron con el asesinato de don Elías González[42], cerca de Manizales, a pocos metros del puente sobre el río Guacaica, a manos de algunos colonos que habían sido víctimas de la acción de la compañía de la que González era representante. La lucha de las «hachas contra el papel sellado», como se ha dicho gráficamente, había llegado a su punto culminante. A raíz de los pleitos y los fallos favorables a la compañía latifundista, de la venalidad de algunos jueces y autoridades administrativas, de procedimientos violentos para obtener el desalojo de los colonos, se había creado una delicada situación social que, en realidad, estaba perturbando el sosiego y la tranquilidad de los ciudadanos. Todos los colonos estaban amenazados, salvo aquellos pocos que habían transado con la compañía en alguna forma. Pero lo generalizado era la resistencia. No en vano aquellos hombres corajudos habían desafiado la selva, el hambre, el paludismo, las fieras, para hacer suyas aquellas tierras incultas y abandonadas por sus dueños que no habían hecho más esfuerzo que escribir un memorial e interponer sus influencias para obtener Cédulas Reales y posteriormente fallos de los jueces que ampararan sus desmedidas pretensiones. Los colonos, pues, prestaban toda clase de resistencias y fueron abundantes los casos en que la fuerza pública tuvo que sacar en forma violenta a los moradores de los fundos o en que los representantes de los latifundistas, amparados en las sentencias y órdenes policivas, incendiaron y destruyeron casas y cosechas. Esa resistencia del trabajo y el esfuerzo contra el papel sellado tuvo un incidente que lo sintetiza todo: cuando los jueces se presentaron amenazantes al rancho de uno de aquellos colonos, y al ser requerido por los títulos, este contestó con arrogancia y decisión: «¿Títulos? Sí, señor; mis títulos los tengo en la enramada del trapiche; son 18 cueros de tigre y 44 de oso que tuve que matar para establecerme aquí»[43].
+A tal grado de pugnacidad llegó la lucha de los colonos contra los herederos de la Concesión Aranzazu con el asesinato de Elías González, y tal grado de perturbación llegó a crearse en Manizales y los terrenos de colonización aledaños, que el Congreso de la República se vio en la necesidad de intervenir en el asunto, expidiendo el Decreto Legislativo del 22 de abril de 1853, por el cual se facultó al Poder Ejecutivo para que transara con González, Salazar y Compañía «la cuestión pendiente sobre la propiedad, posesión y deslinde de los terrenos de Salamina, Neira y Manizales». Pero, además, la norma fue muy clara al establecer que se facultaba, también, al Poder Ejecutivo para que pudiera «disponer, en favor de los pobladores de los expresados distritos, y de los terrenos que correspondan a la república, después de celebraba la transacción con dicha Compañía o su apoderado, o con las personas que se crean con derecho a ellos». Además, por la misma norma se dispuso que los gastos que se causaran, por parte del Gobierno, para efectuar los arreglos consiguientes a la transacción, corrieran por cuenta de la nación[44].
+Esto ya era otro criterio para resolver los conflictos de los colonos con los latifundistas. Ya no estaban solos, abandonados a su suerte, a pesar de que los jueces de la república, motivados por anquilosados criterios jurídicos y absurdos prejuicios sociales, presionados por la influencia de gamonales o inclinados por la venalidad, sistemáticamente venían dando la razón a la compañía latifundista y cohonestaban con su silencio los actos vandálicos de sus representantes contra los colonos. Se sentía, pues, que nuevos vientos corrían por la Nueva República. Sus gobernantes de avanzada, inscritos en el Partido draconiano, el cual alegaba ser defensor de los derechos del pueblo, no podían ser ajenos al conflicto. A la cabeza del gobierno estaba el general José María Obando, y en el Congreso los draconianos, que, aunque eran minoría, no habían perdido su iniciativa parlamentaria ni su capacidad de presionar en las decisiones del Cuerpo Legislativo, ni su voluntad de servir a las clases débiles constituyéndose en sus voceros y defensores.
+En cumplimiento del Decreto Legislativo mencionado, el presidente Obando procedió a comisionar a su secretario de Hacienda, don José María Plata, para que entrara a mediar en el conflicto. Aunque algunos han considerado que su gestión fue un poco complaciente con los intereses de la compañía, no hay que olvidar que el Gobierno mismo tropezaba en esta gestión con las sentencias de la Corte Suprema de Justicia y con las providencias de algunos jueces que, como antes lo expresamos, se atuvieron más al texto de los títulos y Cédulas Reales que a la función social de la propiedad. No podía el Gobierno, de una sola plumada, desconocer la absurda y lesiva sentencia del máximo tribunal de justicia del país, y menos cuando se trataba de construir un estado de derecho. Pero a pesar de todo, sí logró obtener que la compañía cediera en sus pretensiones —a pesar del respaldo judicial— y que los colonos obtuvieran algún beneficio.
+De tal manera que el 8 de junio de 1853, después de muchos ires y venires, de muchas discusiones, examen de papeles, testimonios, amenazas y otras manifestaciones, el nuevo representante de la firma González, Salazar y Compañía, don Jorge Gutiérrez de Lara, suscribió con el representante del Gobierno, don José María Plata, el correspondiente documento de transacción que, en síntesis, contiene los siguientes puntos:
+El convenio, sintetizado en los puntos anteriores, recibió la aprobación del Poder Ejecutivo, el cual obró para ello con el acuerdo unánime del Consejo de Gobierno, el día 18 de junio del mismo año de 1853. Se liquidaba en esta forma un viejo problema social. En esa lucha de las «hachas contra el papel sellado», aquellas habían ganado otra victoria sobre el último, pese a que los jueces de la república, empezando por la Corte Suprema, se habían mostrado celosos defensores de los títulos que habían tenido origen en la época de la Colonia a favor de los indolentes latifundistas. Sin embargo, todo parece indicar que el convenio de 1853 suscitó problemas entre la compañía y el Gobierno y que, además, hubo un nuevo convenio entre estos en 1860. Efectivamente; esto aparece muy claro en la ley que el Congreso de la República se vio obligado a dictar en 1870 —Ley 56 del 14 de junio de ese año— por la cual se autorizó ampliamente al Poder Ejecutivo para que arreglara con el representante legítimo de la Compañía de González y Salazar «las reclamaciones pendientes, relativas al cumplimiento de la transacción celebrada en 1853 y al convenio del 15 de febrero de 1860», quedando dicho arreglo sometido a la aprobación del Congreso. Pero, además, la ley mencionada fue muy clara al expresar que en el caso de que no pudiera verificarse la transacción o de que la compañía no quisiera acudir a este medio, esta quedaría en plena libertad para reclamar ante el Poder Judicial[46]. Pero, en realidad, este ya era un problema entre estas dos entidades —Gobierno y compañía—, en el cual los colonos ya nada tenían que hacer. Gracias al celo de aquel, a su oportuna intervención, los colonos habían logrado una victoria contra el voraz latifundista que ahora la emprendía contra el Gobierno mismo.
+Los primeros gobiernos de la república habían tropezado con el criterio legalista a ultranza de la Corte, tal como había sucedido, primero, con el Decreto de 1825 del general Santander y, posteriormente, con el citado Decreto de 1848, del general Mosquera. Pero, al lado de los decretos y las leyes, había una situación de hecho que no podía desconocerse y que estaba creando un conflicto social de grandes dimensiones: la ocupación masiva de los colonizadores. Bien es verdad que los colonos de Salamina, Neira y Manizales, representados por sus cabildos, ya habían formalizado una transacción con la compañía de González y Salazar, en forma directa. Pero dicha transacción había sido demasiado onerosa para aquellos, puesto que a cambio de unas cuantas fanegadas para iglesia, cementerio, plaza, cárcel, escuela y calles de los respectivos poblados, debían comprar los lotes que estaban ocupando. Además, y esto era lo más grave, según dicha transacción, «Elías González y socios venden las berras […] siempre que el Doctor Manuel María Escovar, el cabildo parroquial y la mayor parte de los vecinos firmen un documento público reconociendo la propiedad de Elías González y socios». Aquí estaba la trampa y la artimaña de los latifundistas. Al reconocer el representante de los cabildos —Escovar— y la mayoría de sus habitantes por instrumento público la propiedad de la compañía sobre tan extensos territorios, quedaba consolidada una situación en favor de los latifundistas y en perjuicio de los demás colonos que se abstenían de aprobar la transacción y de los ausentes que moraban en campos distantes y que por tal razón no habían participado en la habilidosa operación. Por tales motivos, la transacción de 1851 fue desconocida por los colonos, al darse cuenta del veneno que encerraba, agudizándose con ello el conflicto que dio lugar al asesinato de Elías González. En una palabra, los colonos estaban en desventaja frente a los latifundistas, los jueces y las autoridades policivas que configuraban la trilogía de fuerzas en esa lucha contra el trabajo incorporado a la tierra. De ahí la importancia de la intervención directa del gobierno de Obando y de la transacción de 1853, que, en realidad, hacía parte de una política agraria que tenía que luchar no sólo contra el papel sellado, sino también contra las sentencias de la Corte Suprema de Justicia, contra los jueces de la República, contra los curas que se pusieron del lado de los latifundistas y contra los gamonales que manejaban a su antojo a las autoridades policiales sobre las que seguían siendo amos y señores.
+Un caso un tanto similar de pugnacidad sucedió a los colonos del Quindío con la compañía organizada en 1884 por un grupo de notables de Manizales, que compraron por cien mil pesos los inmensos latifundios de cerca de 125 mil hectáreas, comprendidas entre Bugalagrande y el páramo del Quindío, incluyendo los municipios de Sarzal, Sevilla, Calcedonia, Génova, Pijao, Buenavista, Córdoba, Calarcá y Armenia. Dicha compañía, conocida con el nombre de Burila, pretendía hacer valer la Cédula Real que en 1641 había otorgado el Rey Felipe IV de España a los hermanos Juan Francisco y Juan Jacinto Palomino sobre tan extensos territorios, y para ello no escatimó ningún medio, llegando a obtener, como cosa verdaderamente insólita en la Nueva República, una sentencia de la Corte Suprema de Justicia en 1888, favorable a sus intereses. Valiéndose de esta absurda sentencia, la compañía de terratenientes de última hora no se detuvo tampoco ante la intimidación, el despojo, las cárceles, para obtener que los colonizadores de estas tierras compraran sus respectivos fundos por sumas cuantiosas que representaban utilidades exorbitantes para estos notables que hoy llamaríamos avivatos, que desempolvaban títulos coloniales para comprarlos a los descendientes de los Palomino y hacerlos valer ante los máximos tribunales de la república, a la sombra de oscuras intrigas y de jugosas prebendas que el tiempo se ha encargado de poner al desnudo. Dura y larga fue esta lucha del trabajo y del esfuerzo honrado contra los poseedores de estos títulos, sentencias y órdenes de allanamiento, lucha en la cual aparecen vinculados algunos de mis antepasados: Nicolás Santa, uno de los primeros colonos de Calarcá, como lo anota Jaime Lopera en su libro La colonización del Quindío, y José de los Reyes Santa, pionero de los colonizadores, en uno de cuyos abiertos se fundó la ciudad de Armenia, tal como lo registra Benjamín Baena Hoyos en su obra El río corre hacia atrás, datos estos que coinciden plenamente con tradiciones familiares y con documentos que reposan en mis archivos personales[47].
+Es interesante el relato que hace Baena Hoyos sobre la fundación de Armenia en la obra mencionada, en labios de uno de sus protagonistas:
+A Tigrero (Jesús María Ocampo) se le metió en la cabeza fundar un pueblo en este lado del río Quindío. Todo fue por un disgusto que tuvo con Eliseo Ochoa, que era corregidor del caserío de Calarcá. Ellos habían planeado hacer un puente en el paso de San Pedro, para cruzar a la cabecera, porque en invierno el río Quindío no lo vadeaba nadie. Se salía de madre y tronaba como un condenado por ese cañón abajo, arrastrando árboles desraizados, rastrojo y animales; en fin todo lo que ustedes quieran […]. Quedaron convenidos para un convite un día sábado y Elíseo Ochoa le dejó metido. Yo ya le había dicho a Tigrero: «Ese corregidor no me gusta porque es como el que se muerde los dedos cuando se siente atrapado». Nos dejó, pues, metidos con los tabacos, el aguardiente y la carne de marrano para el sancocho del almuerzo que había recogido entre los pudientes Prudencio Cárdenas, que era como el sangrero del convite. Entonces, después de mucho esperar, Tigrero se puso muy bravo y se fue para Calarcá donde Elíseo Ochoa a hacerle el reclamo. Se lo encontró en la cantina de Segundo Henao y le dijo que eso no se hacía, que tuviera palabra, que los hombres eran para eso, para sostener la palabra empeñada y otras cosas así. Entonces se armó la del diablo y lo tuvieron que coger Enrique Nieto y Servando Castaño que estaban allí y todo para evitar una desgracia. Entonces Tigrero mandó llamar a los Suárez a Salento, porque ellos le habían propuesto un negocio de montar una fonda. […] Cuando bajaron los Suárez nos pusimos a echarle el ojo a una tierra para la fundación. Éramos como treinta. Nos llamó mucho un punto que llamaban Potreros y nos pegamos a trabajar, a trabajar en convites todos los sábados, hasta que hicimos el primer desmonte. Los hombres aventando hacha y voleando machete y las mujeres, unas al pie del fogón y otras sirviendo aguardiente. Todo el mundo tenía oficio y lo hacíamos contentos […]. Como al mes volvimos y no nos gustó ya el abierto. Empezamos a verle inconvenientes, que el agua esto, que el agua lo otro, que la humedad por aquí, que el calor por allá, que la pendiente buena, que la pendiente mala, en fin, que no era lo que buscábamos. Yo creo que los pueblos no debíamos fundarlos los montañeros. Uno no ve más adelante y hace muchas pendejadas […]. Pero yo pregunto: ¿Quién los funda? ¡Nadie! Los pueblos se hacen casi solos, por la necesidad. Principia la cosa en una fonda, digamos en un crucero de caminos, después viene una casa al lado, después otra al frente y empiezan a agruparse más casas, a agrandarse el caserío por los dos caminos. Entonces los vecinos dicen: «Hace mucha falta una iglesia», y las mujeres empiezan a recoger para hacerla. Que una escuela, que una casa cural, que un cementerio, que una plaza, y cuando uno menos acuerda eso se vuelve un pueblo. Los antioqueños son los machos para hacer pueblos en cualquier falda. Ellos no buscan sino el agua y dicen: «Donde hay agua, hay pueblo, lo demás sobra» […]. Luego, inspeccionamos una mejora del padre Sebastián Restrepo, un cura que vivía en Medellín y hasta allí le mandamos un propio para que negociara con él y no hubo trato porque pedía quinientos pesos, es decir, esta vida y la otra, y nosotros no teníamos toda esa plata. La finca Armenia no nos gustó por la ardentía del clima y eso que sí tenía buena localidad para poblar. Ya nos estábamos aburriendo con tanto pereque y tanta titubiadera cuando encontramos la mejora que tenían, como colonos pobladores, Juan Antonio Herrera y José de los Reyes Santa. Era poco más de una plaza de abierto y mucho monte. La compramos por cien pesos […]. Cuando se supo la noticia de la fundación, la gente de Antioquia empezó a inventar viaje para acá, y había que ver el camino del Manzano lleno de familias enteras. Era como si se hubieran venido de huida de una peste. ¡Traían de todo! Hasta guitarras y tiples venían en los sobornales. Eran muchos hombres, ¡carajo! ¡Gente empujosa! Porque para meterse uno por esos caminos necesitaba ser de fierro. Y las mujeres… ¿qué me dicen de las mujeres? ¡Esas sí que daban ejemplo! Juerciaban con los animales lo mismo que los hombres, enderezaban las cargas, volvían a liar las flojas, y ayudaban a las bestias en los pasos malos. Porque esos no eran caminos sino tragadales y los animales se enterraban hasta el pecho y muchas veces había que sacarlos con alzaprimas de madera verde[48].
+Así nació, pues, Armenia. En esa pequeña estampa de Benjamín Baena —hijo de colonizadores— está contenida toda la formidable odisea de la fundación: la búsqueda de la tierra adecuada, los convites para el desmonte y la construcción de los ranchos, el trabajo de los hombres, de las mujeres y hasta de los animales. Sin proponérselo quizás, su autor hizo un pequeño cuento maestro de algo que fue realidad, un trozo de historia auténtica que recogió de labios de sus padres, o de cualquier otro sobreviviente de la gesta colonizadora, conservando con fidelidad los nombres de las personas y los sitios y rescatando para la posteridad expresiones típicamente campesinas. Es, ni más ni menos, la incorporación de la historia regional a la literatura. Sin falsear los hechos, pues todo lo que narra tiene un respaldo no sólo en la tradición oral sino en los documentos que han logrado conservarse, pese a la desidia de nuestros pueblos en guardar y proteger el inmenso patrimonio que representan sus archivos.
+Pero, además, en la obra de Baena que es, por antonomasia, la novela de la colonización, se plantea con admirable documentación la lucha de los colonos contra las pretensiones de la compañía de Burila. En ella vuelven a cobrar vida, con nombres propios, personajes como aquel coronel Rodríguez, a quien Baena presenta como símbolo vandálico de nuestras guerras civiles y más tarde como agente represivo de la Compañía de Burila, al mando de una pequeña pero terrible cuadrilla de malhechores y matones a sueldo, cuya sombra de iniquidad se proyectó sobre las trojes y los caneyes de los colonizadores del Quindío, para expoliarlos y robarles su trabajo a nombre de una justicia administrada por jueces venales y obsequiosos[49].
+Volviendo a nuestro punto de vista sobre los aspectos legales de esta gran reforma agraria, conviene agregar algo más, relacionado con la fundación de Manizales. Es preciso decir que el Congreso de la República, lo mismo que el Ejecutivo Nacional, tenían especial interés en conservar y mejorar el camino entre Medellín y Bogotá, por la vía del Nevado del Ruiz, que fue ciertamente lo que motivó la fundación de aquella ciudad, desconociendo inicialmente la Cédula Real de los Aranzazu.
+El mencionado camino, en realidad, estaba marcando la ruta más importante que habían seguido los colonizadores en su formidable gesta, puesto que era la vía de penetración que venía desde el sur de Antioquia, hacia lo que hoy son los departamentos de Risaralda, Quindío y Caldas, y entraba al norte del Tolima, traspasando el Nevado del Ruiz, en busca del río Magdalena, que empezaba a ser surcado por buques de vapor[50]. Se buscaba también contacto comercial con las poblaciones de Lérida y Ambalema, emporios de riqueza tabacalera para conectarse luego con el puerto de Beltrán y seguir hasta la capital de la república por el viejo camino de Tocaima. Pero también se buscaba establecer contacto con la ciudad de Honda, de inmenso desarrollo comercial, doble puerto sobre el mismo río, con sus muelles de Caracolí y de Arrancaplumas, sobre la senda acuática que conducía hacia la costa del Caribe. Como quien dice, ventana de Colombia sobre el mundo, y paso obligado hacia Bogotá, por el viejo y memorable camino de Guaduas, que también ha sido el camino de los virreyes en la Colonia, de los libertadores en la Independencia, y de los factores del desarrollo económico y social, desde la Conquista hasta nuestros días. Por esta razón el Congreso expidió, a los pocos meses de fundada la población de Manizales, y en completa congruencia con el propósito de conservar y mejorar el camino del Ruiz, el Decreto Legislativo del 23 de abril de 1849, por el cual se hicieron varias concesiones para la fundación de otra población, en la provincia de Mariquita, exactamente al otro lado del Nevado en mención, en su vertiente occidental. Como veremos, todo estaba concebido dentro de un plan orgánico, y no simplemente dejado a la topa tolondra, como a simple vista puede parecer si no se tiene un esquema integrado del fenómeno colonizador. El punto para la fundación de la nueva población tolimense fue señalado con cierta precisión por la norma legal en referencia. En realidad, por allí pasaba ese camino de herradura por medio del cual los colonizadores se comunicaban con nuestro río principal, columna vertebral de nuestra economía en ese entonces, y también con la capital de la República, pernoctando en las estribaciones del Nevado en sitios que los abuelos recordaban con espanto como la cueva de Nieto y la cueva del Toro, tenebrosas hendiduras de los farallones donde la ventisca se estrellaba con furia, las fieras asediaban y la nieve penetraba implacable con el huracán nocturno.
+El Congreso de la República estaba tan interesado en esa fundación, como punto clave en el largo camino colonizador, que, en verdad, fue en extremo generoso con los pioneros. En efecto, la ley a que venimos aludiendo dispuso que, con el fin de que se estableciera un nuevo distrito parroquial en el espacio comprendido entre los ríos San Juan y Vallecito, en la provincia de Mariquita, se hacían las siguientes concesiones: a cada poblador se le darían hasta cincuenta fanegadas de tierras baldías, quedando obligado a poner en ellas labranza, dentro de los cuatro años posteriores a la concesión; se le exigiría del pago de diezmos y primicias y también se le eximiría de prestar el servicio militar, en tiempo de paz. De otra parte, en cuanto a la comunidad se refiere, se le auxiliaría hasta con 8.000 reales para la construcción de la iglesia, cementerio y casa cural, luego de que estuvieran establecidas allí por lo menos diez familias, y con 3.000 reales por año, durante cinco, para la congrua del cura, siendo de su cargo los gastos de oblata, tal como lo reza la citada ley. (Conviene aclarar, para evitar equívocos, que la congrua del cura no es otra cosa que sus gastos de subsistencia, y que la oblata son aquellos que demanda el culto). Con esta ley, sancionada por el presidente José Hilario López, sucesor de Mosquera, nace el Líbano, punto clave en este camino de los colonizadores que iban en busca de Lérida, Ambalema y Honda, eslabones necesarios en la comunicación con Bogotá, por dos vías distintas.
+Un viajero muy ilustre, el escritor costumbrista don Manuel Pombo, logró hacer todo ese camino en 1852 a lomo de mula, en su mayor extensión, y a pie limpio —y a lomo de buey, en ocasiones—, cuando estaba en pleno furor la empresa colonizadora, y nos dejó el mejor testimonio de lo que pudo ser la ruta que presuntuosamente podía llamarse camino, cuando no era más que una azarosa trocha donde las bestias y los hombres se consumían en lodazales, se extraviaban por selvas y rastrojales, o se despeñaban por abismos sin fondo. El famoso costumbrista, hermano del poeta de la Hora de tinieblas, e hijo de don Lino, el acucioso ministro de Santander, nos dejó en esas páginas memorables la huella de su penoso y heroico itinerario, que, partiendo de Medellín, siguió por las aristas y vertientes de la cordillera, en sinuosa marcha, pasando por Rionegro, la Ceja del Tambo, Abejorral, Sonsón, Aguadas, Salamina, Neira y Manizales. Llega a esta población cuando apenas tenía tres años de fundada, y todavía se veían en sus calles las raíces y los troncos de los árboles recientemente derribados. Prosigue luego su ruta, atravesando la cordillera, hacia el Tolima, pasando por las nieves perpetuas del Ruiz, pernoctando también muy cerca de la cueva de Nieto, con el temor natural a la chapola o lluvia congelante y a la embestida de los toros salvajes, hasta que por fin llega al Líbano, población un poco menor que Manizales, pues apenas tiene dos años de fundada y de la cual Pombo nos deja la más bella página de su libro, a juicio de Antonio José Restrepo quien, en el prólogo al mismo, la compara por su plasticidad y dinamismo con el cuadro Las tejedoras de Velásquez[51]. En realidad lo que hace don Manuel no es otra cosa que ir tras las huellas, aún frescas sobre la tierra virgen, de quienes estaban trazando ese camino de penalidades, no solamente con el duro casco de sus bestias sino con el pie desnudo y firme de la arriería y con el tesón y la intrepidez propios de esta raza trashumante[52].
+Conviene destacar el hecho de que las fundaciones de Manizales y del Líbano, municipios vecinos, no son casos aislados dentro de este contexto, porque de esta manera, es decir, mediante decretos y leyes como los anotados, fueron surgiendo multitud de poblaciones en todas las provincias de la vieja Antioquia, del Tolima y del viejo Cauca. Así surgieron Neira, Aranzazu, la Villa de María y Chinchiná; y Herveo, Casabianca, Villahermosa, Santa Isabel, Fresno y Murillo; Cabal y Murindó, y tantas otras poblaciones, muchas de las cuales son hoy ciudades de respetable tradición y promisorio futuro. En el gobierno del general López, el gran reformador, la obra iniciada por Mosquera va a continuar con acelerado impulso, y son cerca de 30 normas legales las que hasta ahora hemos encontrado en ese sentido, con lo cual se desmiente la afirmación que tradicionalmente ha sido reiterada por varios autores, según la cual los reformadores de 1850 «no tuvieron un verdadero criterio económico-agrario»[53].
+¡Cómo no iban a tenerlo si al frente de esa empresa transformadora, que se proponía modificar sustancialmente los módulos de la economía colonial, estaba como principal inspirador nadie menos que uno de los más capacitados estadistas, el doctor Manuel Murillo Toro, verdadero innovador y hombre de avanzada cuyo pensamiento político y económico está caracterizado por su claridad y su eficacia, y quien ciertamente aparece firmando, como secretario de Hacienda del general López, los decretos sobre adjudicación de baldíos y estímulos a la fundación de poblaciones! Más tarde, cuando el mismo Murillo fue elevado por dos veces a la Presidencia de la República, continuará la obra que inició con tanto éxito cuando fue el ideólogo y principal inspirador de las reformas de López[54].
+Si miramos con detenimiento esas normas legales, encontramos en ellas cinco directrices que definen claramente toda una política agraria: primera: se adjudican como baldíos tierras sin cultivar, haciendo caso omiso del hecho de que ya hubieran sido adjudicadas por Cédulas Reales en la época de la Colonia, lo cual equivale a desconocer títulos anteriores a la constitución de la república; segunda: la adjudicación de tales baldíos se hace en beneficio de los pobladores que hubieran establecido casa y labranza en las tierras que aspiraban a hacer suyas por el trabajo y el esfuerzo; tercera: la extensión adjudicada generalmente no pasaba de las 60 hectáreas por familia, para evitar grandes concentraciones de tierra en una sola de ellas; cuarta: tales adjudicaciones de baldíos no eran acumulables, por compra, herencia, o por cualquier otro medio, con el fin de preservar el mismo principio, y quinta: si pasado un tiempo relativamente corto —generalmente cuatro años— no se hubieran establecido tales casa y labranza exigidos como requisito para la adjudicación, vendría la reversión de las tierras en beneficio del Estado.
+La reforma agraria, con base en estas adjudicaciones de baldíos, no se detiene en lo que resta del siglo XIX. Por el contrario, sostiene su dinamismo y se va adecuando a las cambiantes circunstancias, pero siempre inspirada por ese soplo de justicia social que consagraba como nueva manera de adquirir las tierras el trabajo fecundo de los hombres sobre las mismas.
+La Ley del 29 de abril de 1848 será levemente adicionada y modificada, años más tarde, mediante la Ley del 9 de marzo de 1863, expedida por los Convencionistas de Rionegro, como quien dice, desde el propio corazón de Antioquia. En esta Ley se dispone que para obtener la propiedad sobre las tierras baldías basta el hecho de establecer en ellas casa y labranza, hasta sobre diez fanegadas, y establece que «los agentes del Ministerio Público tienen el deber de promover, a solicitud de los interesados, ante los jueces competentes, la anulación de las adjudicaciones de tierras baldías que se hagan o se hayan hecho sin observar todas las formalidades prescritas en las leyes y reglamentos sobre la materia, y en perjuicio de los que, habiéndolas cultivado, tuvieren derecho a ellas». Ese mismo año, el 8 de septiembre de 1863, el general Tomás Cipriano de Mosquera, nuevamente presidente de los colombianos, dictó el decreto reglamentario correspondiente, estableciendo los requisitos necesarios para obtener el título de adjudicación, que no eran otros que la comprobación legal de que las tierras a que se creía tener derecho eran baldías, detallándose los límites, ubicación, extensión y nombres de ellas si lo tuvieren y la comprobación, mediante testigos, de que el peticionario tenía la casa o labranza en las tierras que se solicitaban. La petición debía presentarse ante los presidentes, gobernadores o jefes superiores de los respectivos Estados Soberanos, los cuales, tan pronto como les fueran presentados los documentos antedichos, debían ordenar que se practicara por parte de dos peritos, la mensura y el levantamiento del plano topográfico de las tierras, a cargo del interesado; practicado lo cual, debían remitir el expediente al Poder Ejecutivo Nacional para que fuera ordenada la respectiva adjudicación.
+Fue así, pues, como en forma sencilla y práctica miles de colonos obtuvieron cientos de miles de hectáreas, con sus respectivos títulos de propiedad y además pudieron construir sus pueblos y aldeas y tener en ellos los solares adecuados para establecer su casa en el pequeño centro urbano. Estas normas legales fueron el fundamento jurídico de esa reforma agraria que se venía haciendo en la práctica con fuerza incontenible; reforma que ha solido pasar inadvertida para la mayor parte de los historiadores de nuestra economía, incluyendo al más eminente de todos, Luis Eduardo Nieto Arteta, quien en su importe y ya clásica obra Economía y cultura en la historia de Colombia apenas menciona la colonización antioqueña, sin detenerse en sus implicaciones de reforma agraria de hecho y de derecho, y al investigador norteamericano James Parsons, quien en su conocida obra La colonización antioqueña en el Occidente colombiano la estudia como un fenómeno social sin sus implicaciones jurídicas y sus proyecciones de reformismo agrario.
+No es una mera casualidad que esta revolución agraria se realice a mediados del siglo XIX y que, en consecuencia, se dicten normas tan importantes para reconocer situaciones de hecho creadas con anterioridad y para estimular la colonización de territorios baldíos, la construcción y conservación de caminos y la fundación de nuevos pueblos. Es esta una época turbulenta, de gran efervescencia política, de anhelos populares y de grandes presiones colectivas, de inaplazables deseos de transformar las estructuras sociales colombianas, empezando por la abolición de la esclavitud, por el establecimiento de los jurados de conciencia y por la reforma tributaria, con su abolición de las cargas fiscales a la propiedad territorial, de los censos y los diezmos, todo ello impulsado por la mentalidad del doctor Manuel Murillo Toro, el inquieto y talentoso secretario de Hacienda del general López. Es esta la época en que nos vienen de Europa los resplandores de la revolución socialista de 1848, que tanta influencia tuvo en la configuración de nuestros partidos políticos, particularmente del Liberal del general López y de sus llamadas Sociedades Democráticas. Pero tampoco es raro que esa gran reforma agraria coincida con el propósito de lograr el verdadero descubrimiento geográfico de nuestro país, anhelo que vemos expresado en varios hechos, entre los cuales cabe mencionar la elaboración de la carta geográfica nacional por parte del general Joaquín Acosta, en 1847, la cual constituye un verdadero adelanto cartográfico y la base segura para posteriores perfeccionamientos; y también con la famosa Comisión Corográfica, bajo la experta dirección científica de Agustín Codazzi, mediante contrato celebrado entre este y el general López en 1850, y que dio por resultado la elaboración de las cartas geográficas de casi todas las provincias colombianas, la estupenda coacción de acuarelas que nos presentan las costumbres del pueblo colombiano, en sus diversas regiones, al mediar el siglo XIX, a través del pincel de famosos dibujantes, y las magistrales descripciones de las mismas, salidas de la pluma de Manuel Ancízar en su ya clásica obra Peregrinación de Alpha. Lo cual equivale a decir que al descubrimiento geográfico del país hay que agregarle su descubrimiento sociológico.
+Tampoco es una mera coincidencia que en esta etapa, comprendida entre 1850 y 1900, hayan surgido y se hayan realizado plenamente los dos más grandes cantores de la raza antioqueña: Gregorio Gutiérrez González (1826-1872) y Epifanio Mejía (1838-1913). En ellos, en su apreciable obra poética, está presente el fenómeno social que se estaba desarrollando bajo sus propios pies. En Gutiérrez González vemos la exaltación del hombre que descuaja montañas «buscando dónde comenzar la roza», como dice bellamente en la iniciación de su canto titulado «Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia». Y la mejor síntesis poética de lo que fue la colonización antioqueña la hemos topado en esas dos estrofas, entresacadas de su canto de pura estirpe virgiliana, cuando al referirse a esos rudos descuajadores de montañas dice:
+En lugar del ligero calabozo
+la hacha afilada con su mano empuñan;
+miran atentos el cañón del árbol,
+su comba ven, su inclinación calculan.
+Y a dos manos el hacha levantando,
+con golpe igual y precisión segura,
+y redoblando golpes sobre golpes,
+los ecos pueblan de la selva augusta[55].
+Y Epifanio Mejía, el otro gran cantor de su raza, también deja traslucir ese sentimiento andariego de su pueblo, en su poema «El arriero de Antioquia», pero muy especialmente en su «Canto del antioqueño», convertido hoy en el himno oficial de su terruño nativo. Dice Epifanio Mejía, en este último poema, sobre ese espíritu andariego de sus gentes:
+Nací libre como el viento
+de las selvas antioqueñas;
+como el cóndor de los Andes
+que de monte en monte vuela.
+Pichón de águila que nace
+sobre el pico de una peña,
+siempre le gustan las cumbres
+donde los vientos refrescan.
+Amo el sol porque anda libre
+sobre la azulada esfera,
+al huracán porque silba
+con libertad en las selvas[56].
+Consciente de que la colonización tuvo, entre sus instrumentos materiales, el hacha, hace la apología de ella en estos términos:
+El hacha que mis mayores
+me dejaron por herencia,
+la quiero porque a sus golpes
+libres acentos resuenan.
+Yo que nací altivo y libre
+sobre una sierra antioqueña
+llevo el hierro entre las manos
+porque en el cuello me pesa.
+Con el morral a la espalda
+cruzamos llanos y cuestas
+y atravesamos montañas,
+anchos ríos y altas sierras.
+Y es que la literatura no puede sustraerse a las realidades sociales. Por eso, en la misma época en que los colombianos descubríamos nuestra propia geografía, elaborábamos mapas y pintábamos cuadros de la vida social, los colonizadores antioqueños convertían selvas en campos de labranza y en prósperas villas, en tanto que sus poetas cantaban a las virtudes expansionistas de su raza y a los instrumentos de la colonización. Lo cual era muy explicable cuando Colombia era una gran montaña que amenazaba diariamente con invadir sus pequeños establecimientos urbanos. Porque cantarle al hacha, en estos difíciles tiempos, es una ofensa injustificada a la naturaleza y un desafío flagrante a los ecologistas de todo el universo.
+[38] Congreso Nacional, Leyes de 1848.
+[39] Congreso Nacional, Leyes de 1849.
+[40] Congreso Nacional, Leyes de 1848.
+[41] Congreso Nacional, Leyes de 1849.
+[42] Morales Benítez, Otto, 1954, Testimonio de un pueblo, Bogotá: Banco de la República.
+Baena Hoyos, Benjamín, 1980, El río corre hacia atrás, Bogotá: Valencia Editores.
+[43] Benjamín Baena Hoyos, op. cit.
+[44] Congreso Nacional, Leyes de 1853.
+[45] Bonel Patino Noreña, «La concesión Aranzazu» (mimeo).
+[46] Congreso Nacional, Leyes de 1870.
+[47] Benjamín Baena Hoyos, op. cit.
+Lopera, Jaime, 1986, La colonización del Quindío, Bogotá: Banco de la República.
+[48] Benjamín Baena Hoyos, op. cit., págs. 121-125.
+[49] Ibidem, capítulos 6, 9, 15, 16, 17 y 20.
+[50] La navegación del río Magdalena por barcos de vapor la inicia Elbers, por concesión del primer gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849).
+[51] Restrepo, Antonio José, 1914, Prólogo a las Obras inéditas de don Manuel Pombo, Bogotá: Camacho Roldán, págs. XXIII-XXIV.
+[52] Pombo, Manuel, «De Medellín a Bogotá», en Obras inéditas, edición citada.
+[53] Otto Morales Benítez afirma: «En 1850 se realiza una tarea que no ha sido suficientemente ponderada, pues en tal año se busca adelantar la revolución que se le debía al pueblo desde 1810. En lo fiscal fueron efectivos. Pero nosotros seguimos insistiendo en la tesis de que no tuvieron un verdadero criterio económico-agrario, que es lo que nos interesa. Desgraciadamente allí radica una de las fallas del proceso económico nuestro». (Op. cit., pág. 93).
+[54] Murillo Toro, después de haber sido secretario de Hacienda en el gobierno de José Hilario López, ejercerá la Presidencia de la República en dos ocasiones: de 1864 a 1866 y de 1872 a 1874.
+[55] Gutiérrez González, Gregorio, 1954, «Memoria del cultivo del maíz en Antioquia», Nuevo Parnaso colombiano, Bogotá: Ediciones Mundial.
+[56] Mejía, Epifanio, «Canto del antioqueño», Nuevo Parnaso colombiano, edición citada.
+UNO DE LOS ASPECTOS MÁS importantes en el estudio de la aventura de los colonizadores antioqueños es, sin duda alguna, el testimonio que nos dejaron los viajeros que visitaron las regiones ocupadas y transformadas por aquellos. En las páginas escritas por tales viajeros, inspiradas por lo que ellos vieron, sintieron y padecieron, encontramos admirables descripciones de la naturaleza, agudas observaciones sobre los diferentes tipos humanos que fueron encontrando en su difícil peregrinar, sobre las costumbres de los pueblos, sus tradiciones, mitos y leyendas, sus sistemas de transporte y otras peculiaridades sociales y económicas. Por lo general sus relatos tienen el natural interés que despiertan los libros de aventuras, porque estos primeros viajeros tuvieron que moverse penosamente por los caminos de herradura y las abruptas trochas que los colonizadores venían abriendo a golpes de machete a través de cientos de kilómetros por entre los montes, los abismos y los cenegales, plagados de fieras y alimañas. En ellos, que son auténticos testimonios sobre un mundo que está naciendo bajo sus propios pies, podemos ver, en varias dimensiones, el verdadero significado humano de esta aventura que aun hoy tiene capacidad de conmovernos. Sólo vamos a referirnos a los más importantes de estos testimonios.
+Durante la época de la Colonia el territorio antioqueño estuvo cruzado por muy pocos caminos, construidos por los españoles sobre las rutas y las trochas utilizadas por los indígenas en la época precolombina, y para ser transitados a pie, pues estos carecían de bestias de carga hasta la llegada de los españoles, que fueron quienes las trajeron al país. Esos caminos fueron los siguientes. El que partiendo de Santa Fe de Antioquia pasaba por el sitio donde fue fundado Medellín, hasta llegar al Puerto de Nare, en el río Magdalena. Por esta vía penetraron los primeros conquistadores. Tenía una derivación que era la que conducía al poblado de Remedios. Otra vía era el camino que saliendo de Medellín, también conducía al Puerto de Nare, pasando por Marinilla. Otra, el camino que conducía de Salamina al puerto de Honda, sobre el Magdalena. Una más, que partiendo de Medellín tomaba rumbo hacia el sur, para comunicar dicha ciudad —y por lo consiguiente a Santa Fe de Antioquia— con Cartago y Popayán. Era la principal vía de comunicación con que contaba el territorio antioqueño, y la que utilizaron los conquistadores, en uno y otro sentido, empezando por el mariscal don Jorge Robledo.
+En la época de la República fue gran preocupación de sus primeros gobernantes construir nuevos caminos de herradura que lograran la integración económica y social de todo el territorio y facilitaran el comercio entre las distintas provincias de la extensa región antioqueña. De esta forma se fueron construyendo nuevas vías de penetración, sobre todo como consecuencia del fenómeno de las migraciones de miles de familias que engrosaron esta maravillosa aventura de la colonización de la Cordillera Central de los Andes.
+Tales caminos construidos durante la República, especialmente en el siglo XIX, lo fueron por la acción de los pioneros colonizadores directamente, quienes fueron abriendo las primeras trochas, sobre las cuales vendría posteriormente la acción de los condenados a trabajos forzados y la de los peones de las compañías contratadas por el Gobierno para la construcción de los mismos. Entre esos nuevos caminos vale la pena destacar el que partiendo de Rionegro, hacia el sur, siguió por Aguadas, Salamina y Manizales. De aquí se bifurca en un ramal que traspasa la Cordillera Central, por el Nevado del Ruiz, y sale en busca de Ambalema, pasando por el Líbano; y otro ramal que sale de Manizales y sigue hacia el sur, pasando por Chinchiná, Santa Rosa de Cabal y Pereira, hasta llegar a Cartago. Finalmente, el que tomando hacia el occidente conduce de Medellín a Concordia. Estos últimos fueron las rutas de los colonizadores antioqueños en el siglo XIX. En este siglo XX fueron construidos muchos otros, que también fueron rutas de colonizadores, pero nuestro trabajo, como lo expresamos en la introducción, sólo se limita al XIX.
+Para el año de 1840 ya existía un camino que cruzaba la zona del Quindío, si es que camino puede llamarse una trocha enmalezada que iban borrando los inviernos pero que, a la vez, volvía a ser trazada por los pies de los hombres y los cascos de las bestias. Eran caminos que se hacían y se deshacían, en esa permanente lucha del hombre contra las fuerzas inclementes de la naturaleza. Ya para ese año, las primeras avanzadas de colonizadores habían penetrado por aquellos territorios selváticos, pero no dejaban de ser zonas desoladas e inhóspitas donde la vida era casi imposible por el permanente merodeo de las fieras salvajes —tigres, osos, toros cimarrones—, por la abundancia de alimañas venenosas —serpientes, tarántulas, mosquitos de todas clases, zancudos—, por los pantanos y arenas movedizas y, sobre todo, por el desbordamiento frecuente de los ríos torrentosos y turbulentos que arrasaban con los rudimentarios puentes de guadua o de madera que el esfuerzo del hombre lograba construir a fuerza de muchos sacrificios, con lo cual quedaba cortada toda comunicación con los vecinos y con el mundo civilizado.
+Uno de los primeros testimonios de lo que fueron estas tierras, a mediados del siglo XIX, lo encontramos en las páginas de un escritor costumbrista, un hombre culto e influyente en el mundo social y político del país. Se trata de la agradable página que sobre el particular nos dejó don Manuel María Mallarino, presidente que fue de nuestro país, de 1855 a 1857. El señor Mallarino, quien había nacido en Cali en 1808, viajó por aquellas escabrosas regiones del Quindío hacia 1840 —cuando tenía treinta y dos años— y sus emociones las dejó consignadas en una bella página titulada «Tempestad en el Quindío»[57]. En ella nos cuenta cómo salió desde la población de Ibagué, acompañado de algunos amigos, y de una especie de caravana de veinte peones, distribuidos, según sus particulares oficios, entre silleros, lichigueros, bauleros, petaqueros y camareros. Lo cual nos indica, a simple vista, cómo un viaje de estos requería una verdadera tropilla de ayudantes, de hombres baquianos y esforzados, de conocedores avezados de estas trochas, de gentes de gran fortaleza moral y física, capaces de sortear con valor y estoicismo todas las penalidades propias de tales viajes, en los que se ponía en juego la propia vida a cada instante.
+La caravana de hombres, de mulas y de bueyes, salió bien apertrechada de ropas, utensilios y provisiones, pues la jornada era bien larga y lo que no se llevara a lomo de las mulas y los bueyes era imposible de encontrar por el camino. Los expedicionarios, encabezados por el señor Mallarino, salieron a pie de la población de Ibagué, hasta el momento en que tuvieron que tomar la trocha de la Cordillera Central. La ascensión la hicieron a lomo de hombre. Para eso iban los llamados silleros, fornidos mestizos de curtidas espaldas y musculosas piernas, más seguros que cualquier bestia de carga y, sobre todo, más cuidadosos, puesto que además de tener piernas tan fuertes como el acero, tenían la inteligencia necesaria para evitar algún desastre. En casos como estos no bastaba el instinto. Era necesario regular el paso, haciéndolo lento o rápido, según las circunstancias; caminar por las orillas de los abismos y los despeñaderos; penetrar a los pantanos calculando los pasos menos profundos y peligrosos; detenerse oportunamente ante la roca que rueda intempestivamente; agarrarse rápidamente de los bejucos, las raíces y las lianas, para evitar deslizamientos y medir, minuto a minuto, la seguridad y la firmeza de cada paso que se daba. La silla que estos hombres esforzados llevaban a la espalda y la experiencia de viajar sentado en ella, las describe el señor Mallarino en estos términos:
+Está hecha de guadua en figura de ángulo agudo, se sujeta al pecho por dos fajas de la corteza de un árbol llamado cargadera, y por otra en la cabeza. Sentámonos y marchamos por primera vez cargados por hombres. Inmediatamente pasamos el Combeima y empezamos a subir una cuesta larga y pendiente. Al principio nos causó molestia el andar con la espalda al camino; poco a poco fuimos acostumbrándonos y al fin encontramos agradable nuestra manera de viajar.
+Pero volvamos a las características de esta curiosa caravana de peones y de bestias. Además de las mulas, ligeras y tenaces, hábiles para olisquear los peligros, y más recomendables para transitar las trochas y senderos angostos, y de los bueyes lentos y seguros, de pezuña ancha y más adecuada para deslizarse por las pendientes fangosas, iban los hombres de brega, siempre adelante de los silleros, que cerraban el desfile para no verse atropellados, en ningún momento, por sus propias acémilas de carga. Todo el equipaje, consistente en los alimentos necesarios para el diario yantar, en los rústicos utensilios de cocina, en los vestidos y demás provisiones, iba sobre el lomo de los animales. Con estos iban, alternados, los hombres, machete al cinto, cuchillos de monte y escopetas de fisto, amén de algunas hachas, por si había que derribar árboles en el camino. Se distribuían en lichigueros, que eran los encargados de llevar y preparar los alimentos; en bauleros y petaqueros, que eran los dedicados a llevar las mulas y bueyes cargados de estos elementos —baúles y petacas— y de compartir con estos el peso de los mismos y, finalmente, del peón encargado de llevar la cantidad de hojas necesarias para confeccionar, con la ayuda de bejucos, los techos de las cabañas improvisadas donde tendrían que pasar incómodas noches —al pie de las fogatas, para espantar las fieras—, a fin de protegerse de las tempestades, los huracanes y los chubascos, tan frecuentes en estas latitudes.
+El viajero va anotando, con trazos rápidos pero de gran poder descriptivo, los principales sitios y parajes por donde van pasando, como aquel denominado El sentadero de Toche, del cual dice que es «bellísimo» y que «a la izquierda corre el Tochecito por entre un bosque de arrayanes y de mayos que estaban cubiertos de flores; a la derecha, el caudaloso San Juan, cuyas aguas tienen la transparencia del cristal; al frente se levanta, hasta perderse en las nubes, la rama central de la cordillera; en las faldas se mecen majestuosamente las encumbradas palmas de cera[58], cargadas sus copas con una infinita variedad de papagayos».
+Pero si las descripciones de los paisajes tienen tanto colorido y tanta plasticidad, propios de un espíritu sensible a las maravillas de la naturaleza, las narraciones de las penalidades que van sufriendo en el camino adquieren verdaderos visos de dramatismo y angustia expectantes. Veamos algunos de estos pasajes, que nos pintan, por sí solos, la magnitud de la aventura que Mallarino y sus acompañantes habían emprendido. Así, por ejemplo, nos da cuenta de cómo los peones armaron el rancho para pernoctar la primera noche y, acto seguido, nos describe la tempestad y el huracán que dieron al traste con la precaria construcción y casi, casi, con la vida misma de los viajeros que la ocupaban. Dice Mallarino, sobre el particular, lo siguiente:
+Recostámonos a la orilla del Tochecíto, esperando que los cargueros empezasen a hacer el rancho, operación que deseábamos ver. Llegaron a poco rato trayendo varas y bejucos, escogieron el terreno, y con la mayor presteza formaron un enrejado con los mimbres, en los cuales aseguraron las hojas; pusieron luego ramas por ambos lados para evitar que el viento nos dejase al descubierto; cavaron una acequia en derredor, y quedó concluida la obra. A las seis de la tarde el sereno era tan fuerte que nos obligó a instalarnos en nuestro hotel; la noche se acercaba amenazante y lóbrega; oíase a lo lejos el rugido de la tempestad. De repente se rompe la nube que teníamos más cercana. El agua caía a borbotones, el rayo a golpes redoblados, hería las orgullosas palmeras y los humildes arrayanes; el estampido del trueno, repetido por mil ecos, parecía anunciar el desmoronamiento de las inmensas moles a cuyo pie nos hallábamos. Súbito, aparece el huracán: los altos robles perdonados por el rayo, sacudidos fuertemente, se doblan, ceden, vuelven a erguir su cabeza secular; pero nuestro débil rancho, incapaz de resistir el tremendo empuje, voló entero, dejándonos al descubierto sin más amparo que nuestros encauchados ni otro descanso que una gran piedra en que nos sentamos a presenciar aquella terrible lucha. El furioso viento, entre tanto, redobla sus esfuerzos, gira silbando en derredor del macizo tronco de una encina cercana; el árbol se mueve, cruje… cede al fin, y rueda en mil pedazos su hermosa copa por el declive del monte.
+También es admirable, por su fuerza descriptiva, que lleva al lector a los mismos terrenos del suspenso, la narración que Mallarino hace del viaje a espaldas del sillero, de los permanentes peligros que corría este y su carga humana. Hoy por hoy, a más de cien años de distancia, nos parece casi una fábula, algo verdaderamente increíble, la hazaña de estos modestos y sufridos hombres por esos caminos y trochas de la cordillera andina. Los conocidos grabados publicados en el Papel Periódico Ilustrado, de Alberto Urdaneta, las bellas acuarelas de José María Paz y Enrique Price, que hacen parte del Álbum de la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi y muy especialmente, el famoso grabado de Millart publicado con el nombre de «El monte de la agonía», en la Geografía pintoresca de Colombia[59], encuentran en esta página la mejor y más elocuente explicación. En realidad, cuesta trabajo pensar o imaginar que en Colombia, o en cualquier parte del mundo, hubiera existido este sistema de transporte que demandaba un trabajo tan esforzado y a la vez tan inhumano. Pero todo en la colonización antioqueña tuvo toques de inhumanidad. Porque era tarea dura, cruel, esta batalla sin tregua contra fuerzas superiores. Inhumano y cruel fue el tratamiento dado al hombre por la naturaleza. Inhumano el trato dado por el hombre a sus bestias compañeras. E inhumano también el trato que el hombre se daba a sí mismo, exigiendo de su cuerpo y de su espíritu la producción de fuerzas gigantescas, llegando a violentar su propia naturaleza. Aquellos, más que hombres, fueron verdaderos titanes del esfuerzo y del valor. Veamos, pues, cómo describe nuestro viajero esa dura jornada de los silleros. Dice así el insigne costumbrista, en su obra ya citada:
+Acercábase ya la aurora y empezaba a calmar el furor de los elementos; nuestros cargueros, empapados y todavía aterrados, nos instaron para que marchásemos en busca de un lugar más seco para almorzar. A las cinco salimos y comenzamos a trepar una cuesta casi vertical, sumamente resbaladiza, por una senda estrecha y en partes derrumbada. Temíamos nosotros que nuestros conductores diesen un mal paso y rodásemos juntos a inconmensurables profundidades; pero los pies de los cargueros parecían armados con puntas de acero; la más débil raíz les bastaba para apoyarse. Seguros de sí mismos, confiando en su inimitable destreza, salvan sin temor los más horrorosos precipicios; pasan por un borde angosto y deleznable; trepan sobre esos troncos, asidos de un bejuco; se bambolean; toman fuerza; saltan y quedan en pie. Entre tanto el patrón, que como nosotros pasa por primera vez, apenas respira, cree a cada instante perecer y guarda quietud por temor más bien que por reflexión ni porque el carguero se la recomienda como único medio de salud: bastaría un movimiento fuerte para que perdieran el equilibrio y cayeran muchas veces para no levantarse jamás. Domingo Ortiz, mi carguero, inteligente y amigo de hablar, me refirió infinitas desgracias sucedidas a los que no sabían sentarse bien en la silla, y otras mil aventuras que oía yo con sumo gusto para divertir la monotonía de un camino sin variedad. Detuvímonos para almorzar y para secar nuestra ropa, convidándonos el sol que, radiante y despejado, empezaba su carrera. Es necesario pasar una noche tempestuosa sin abrigo, para conocer el precio de un calor vivificante al siguiente día. A las once continuamos nuestra marcha por entre un océano de fango. Los cargueros iban hundidos hasta la cintura, sin encontrar ni una pulgada de terreno seco para pisar con seguridad. Al llegar al Yerbabuenal, encontramos un enorme árbol caído sobre el camino: no llevábamos ni hachas, ni de llevarlas, es costumbre de los cargueros cortar los troncos que los embarazan; el que primero lo encuentra le salva como puede, y lo mismo hacen los otros, esperando que los peones que conducen bueyes y mulas lo destrocen. Mi carguero fue el primero que llegó. Examinó el tronco, midió su altura, reflexionó un momento, afirmó su bordón, y con admirable tino subió y bajó, a pesar de que el tronco estaba resbaladizo y que el fango era profundo de uno y otro lado.
+En todo el relato de Mallarino abundan aventuras peligrosas como esta que acabamos de transcribir. Si no fuera tan corto, diríamos que es algo así como la Odisea de los colonizadores. Pero lo que le falta de extensión le sobra de interés y amenidad. En realidad, en un camino como estos pueden suceder muchas cosas, como las que nos narran a menudo algunos colonizadores, en sus sencillas y descuidadas Memorias, y las que consignaron algunos viajeros perspicaces: la lucha con fieras salvajes, como las que tuvo Jesús María Ocampo, el principal fundador de Armenia, con tigres hambrientos; el enfrentamiento del hombre con toda clase de serpientes venenosas y estrangulantes; el deambular por meses enteros, perdidos en la selva, sin ver el sol siquiera, comiendo carne de sapo, iguana, mico y otros animales; la lucha encarnizada con águilas y cóndores, en la más alta cumbre, al pie de los abismos para robarles los huevos y poder saciar el hambre; la brega angustiosa y mortal con arenas movedizas que terminan por tragarlos; la marcha por entre fangales putrefactos, con el barro a la cintura; el enfrentamiento con toros salvajes, en campo abierto, sin otra defensa que un cuchillo y a veces con alguna rústica escopeta de fisto; el rodar por abismo sin fondo o el ser arrastrados por ríos impetuosos y turbulentos que se salen de madre o que se encajonan entre cauces profundos, en fin, aventuras que sólo pueden ser creídas cuando uno las lee directamente en estos invaluables testimonios o las percibe, en toda su magnitud, mirando los grabados de la época.
+A veces un detalle cualquiera, la estrechez de un camino, por ejemplo, da lugar a una aventura angustiosa, como esta que nos pinta a continuación nuestro ilustre viajero:
+Treinta bueyes bajaban por el mismo cajón que nos servía de camino: cuando oímos los gritos de los arrieros, estábamos muy inmediatos y no había ni posibilidad de regresar. Imposible era que los bueyes contramarchasen, no habiendo espacio bastante para dar la vuelta; aun habiéndolo, sería imposible. Estábamos a oscuras, nuestros cargueros con el barro hasta la cintura; verticales y húmedas las paredes del cajón, y los bueyes avanzado siempre, sin detenerse por los gritos de nuestros peones, que se perdían en el ruido causado por las pisadas de hombres y animales. Difícil era nuestra situación; en cuanto a mí, no le encontraba éxito alguno favorable. Felizmente, mi carguero no perdió su presencia de espíritu: cavó con el bordón un agujero en la barranca, puso un dedo del pie en él y logró alcanzar una rama que caía: me encargó la mayor quietud y quedó casi pegado a la pared del cajón. Yo entretanto, con las rodillas más altas que la cabeza, sin ver objeto alguno y oyendo las pisadas de los bueyes que se acercaban, apenas respiraba, temiendo que el más pequeño movimiento hiciese resbalar el pie de mi carguero y cayésemos entre el fango a ser pisados por los animales que venían: la muerte era segura. Mi carguero, tan sereno y valiente como era, estaba aterrado también y guardaba profundo silencio: yo sentía en mi cuerpo los violentos latidos de su corazón. Llegaron por fin los bueyes y pasaron sin ofendernos: llevaban cargas de poco volumen; el último cargaba un par de petacas grandes, tropezó la una con la pierna de Ortiz —el carguero— y zafó el pie del hueco salvador. La rama de que estaba asido resistió por fortuna un instante, el necesario para que el buey pasase; pero se rompió luego y mi carguero cayó de espaldas, esto es, cayó sobre mí; me sumergí en el fango sin poder hacer movimiento alguno; tampoco podía hacerlo mi conductor, y mucho menos desembarazarse de las cargaderas. Un momento más de demora en el barro, y era inevitable mi muerte, comprada con los más desesperantes sufrimientos; ese momento no fue el de mi destino: un carguero llegó y ayudó a Ortiz a levantarse; entre los dos me despegaron, y limpiaron el fango de mi cara para que pudiese respirar. Dos horas empleamos en aquella angostura, las dos horas más terribles de mi vida, sin duda alguna.
+Finalmente, en lo que se refiere al relato de don Manuel María Mallarino, uno de los más interesantes, por cierto, vale la pena referirnos a la maravillosa descripción que hace de lo que era una tormenta en esas abruptas y tupidas selvas del Quindío. Dice así nuestro ilustre viajero:
+A las ocho de la mañana salimos de Laguneta. La trocha por donde íbamos es sin disputa la peor parte del Quindío y la más lluviosa, en términos que es sumamente raro pasarla con buen tiempo. Al llegar al Roble, el cielo se había oscurecido y el temblor de las hojas presagiaba una tormenta; continuamos, sin embargo. Nuestro camino era literalmente por en medio de un bosque, que con dificultad daba paso a la luz, anegado de fango profundo. A los doce o quince minutos de marcha, el aguacero que nos amenazaba empezó a caer con una violencia desconocida por los que no hayan pasado por la Trocha. Son aguaceros modelos. Paróse mi carguero, porque era imposible caminar, y resolvió esperar a sus compañeros. Entretanto, comenzaron a agitarse las copas de los árboles; a poco rato oímos un zumbido prolongado. «La tempestad de Toche», dije a Ortiz. «Mucho peor, patrón», me contestó: «Es el huracán». Así era en verdad. El terrible fenómeno, paseándose sobre un océano de árboles, bramaba con furia; doblaba las altivas copas, que se bamboleaban, crujían y caían haciendo temblar el suelo. Sobresaltado mi carguero quiso continuar en busca de un sentadero en donde viésemos al menos por qué lado venía el peligro. ¡Inútil afanar! El camino estaba completamente obstruido, toda retirada era imposible. Ni se aplacaba en tanto la furia del vendaval, ni se disminuía el torrente de agua que nos inundaba; deslumbrónos el vivo fulgor de un relámpago, serpenteando a nuestros ojos el rayo, al tiempo mismo que el estampido del trueno nos llenó de terror. La elevadísima copa de un árbol de otoba cayó aplastando los matorrales que crecían a su sombra. El furor del huracán estaba en su colmo. Yo, apoyado en un árbol, contemplaba con profundo recogimiento aquel sublime espectáculo y me disponía a presentarme ante el Supremo Juez, tal era el peligro. Ortiz, sentado sobre un tronco, observaba atentamente los árboles que nos rodeaban. De pronto se levanta y «¡corra patrón!», me dijo: era el momento. Dos ráfagas de viento encontradas diametralmente sobre nuestras cabezas, chocaron con espantosa furia, torcieron los árboles que nos cubrían, los arrancaron, los hicieron girar en la violenta vorágine y los arrojaron a tierra. Sin recurso en lo humano, volví los ojos al cielo: pensé en mis deudos y amigos y me resigné… Cesó por fin la lluvia, el huracán se oía a lo lejos. Ortiz me hizo montar, y venciendo mil dificultades llegó conmigo a Portachuelo.
+Otro viajero muy destacado por estas tierras del Quindío fue el escritor don José María Vergara y Vergara. Bogotano de pura cepa (1831-1872), autor de varias novelas y cuadros costumbristas, profesor, periodista, diplomático, parlamentario, dramaturgo, fue también uno de los fundadores de la Academia Colombiana de la Lengua. Siendo todavía muy joven, a mediados del siglo, cuando estaba en todo su apogeo la gesta colonizadora, resolvió hacer un viaje por estas tierras de colonización y nos dejó una interesante página sobre el particular[60]. Pero como no todo han de ser dramáticas descripciones de peligros, por cuanto también el viajero se deleita con paisajes de belleza incomparable, hagamos aquí una especie de pausa refrescante y cedámosle al poeta la palabra, para que nos cuente cosas admirables de esa naturaleza virgen, que fue el escenario de la colonización. Porque indudablemente una de las más brillantes descripciones del paisaje de ese Quindío de aquellas épocas lejanas, es esta de Vergara y Vergara. Dice así, el distinguido costumbrista:
+A la izquierda tenía yo constantemente la montaña virgen, elevada, majestuosa; a la derecha la bajada rapidísima y no hollada de cuyo fondo desconocido se levanta el ruido que produce el San Juan, que pasa por allí. Los presidiarios, después de anchar e igualar el camino, colmando con tierra seca los antiguos canjilones, habían desmontado en la orilla derecha una zona de seis varas que estaba cubierta de esas elegantes palmas que producen la cera. Sus troncos gruesos y parejos habían sido cortados a la altura del pecho de un hombre y el otro pedazo de tronco con el graciosísimo follaje había sido arrojado al abismo. Los troncos que habían quedado desde la orilla del camino seis varas para abajo, estaban, como he dicho, cortados a la misma altura, formando su primera fila una línea igual a orillas del tortuoso camino; su número pasaba de miles. El corazón de esos troncos de palma es formado de filamentos que la intemperie había destruido, dejando una gran cavidad que se había llenado de tierra menuda. El viento del desierto había traído semillas de diversas plantas, que encontrando buena tierra y abrigo habían nacido entre esos jarrones naturales. Clemátidas, campanillas azules y batatillas de color de aurora, colgaban inclinadas sobre sus troncos. Así, pues, mi camino ancho y limpio tenía a un lado cien mil árboles soberbios, al otro cien mil tazas de flores, todas cubiertas, galanteadas por nubes de mariposas azules, amarillas y rojas. En el fondo de la cañada, junto con los roncos ecos del río, se oían los pasos de las fieras sobre la hojarasca, y los gritos de algún león montañés, de lobos y de dantas. Una miríada de aves de todos los colores atraídas por la luz y por las flores, revolaba sobre las campanillas; el jilguero, ese ruiseñor del Quindío, cantaba melodiosamente. Eran ya las siete de la mañana; el sol había dominado las cimas más altas e hiriendo repentinamente el Tolima que me quedaba al frente y a poca distancia, presentó a mis ojos una pirámide de plata bruñida y brillantísima, cuya cima se perdía en las nubes escarmenadas como algodón en copo. Oh, lo que sentí en ese momento delante del Tolima con mis árboles, mis flores, las aves, el río y las fieras y todo en medio de esa soledad augusta y olorosa, será siempre la más rica de mis impresiones en la mejor mañana de mi vida.
+Después de leer este elogio a la naturaleza, a la exuberancia de su fauna, de su flora, a los paisajes paradisíacos, no deja uno de lamentar que en tan corto lapso de tiempo, todo haya cambiado tanto. Esa extraordinaria y rica variedad de flores, de aves, de animales salvajes, de ríos, de aguas cristalinas, de árboles vistosos y aromáticos, ya está en vías de extinción, en gran parte por la acción de las hachas colonizadoras, de la irresponsabilidad de nuestros cazadores criollos, de la voracidad de los empresarios de la madera, de la acción vandálica de gentes sin escrúpulos y sin sentido de patria. Los árboles milenarios fueron derribados en su totalidad. Parece mentira que los colonizadores hubieran encontrado en muchas de estas tierras cedros y robles cuyos troncos difícilmente podían ser abrazados por seis y más personas. Varios de los primitivos pobladores declararon en sus Memorias y relatos que en algunas fundaciones, como las de Manizales, Armenia y Líbano, habían encontrado árboles cuyos troncos habían servido, ellos solos, como casa para sus respectivas familias.
+Hoy por hoy, buena parte de esas selvas han sido inútilmente destruidas; los ríos torrentosos y abundantes se han convertido en modestos arroyos; de los bellos animales salvajes —como los osos, los tigres, las danta y los tapires— no nos quedan ya sino las pieles; y las aves, las flores y las mariposas, a duras penas sobreviven en los poemas románticos. Todo, gracias a una civilización y a una tecnología hecha para degradar al hombre y a su medio ambiente.
+[57] Mallarino, Manuel María, 1977, «Tempestad en el Quindío», Daniel Samper Ortega, Nuestro lindo país colombiano, Medellín: Bedout.
+[58] La palma de cera o palma del Quindío ha sido consagrada oficialmente como el árbol nacional de nuestro país.
+[59] Véase en Geografía pintoresca de Colombia el impresionante grabado de Millart titulado «El monte de la agonía», donde puede apreciarse un carguero trepando por escarpada trocha, bajo la lluvia, con un viajero sentado en silla sobre su espalda.
+[60] Vergara y Vergara, José María (comp.), 1973, Museo de cuadros de costumbres, variedades y viajes, Bogotá: Banco Popular.
+UN VIAJE BIEN DIFERENTE A los anteriores fue el que hizo don Manuel Pombo en 1852, pues la ruta cubierta por él fue la del viejo camino de Medellín a Bogotá, que por aquel entonces se estaba construyendo oficialmente. Como lo vimos en otro capítulo de este libro, bajo el gobierno del general Tomás Cipriano de Mosquera el Congreso de 1848 dictó una ley que fue la genitora de la población de Manizales, justamente dentro de una política de conservación de ese camino que apenas estaba en ciernes. Sobre el interés que tanto el Ejecutivo como el Congreso tenían por dicha vía, ya hemos insistido lo suficiente en la parte inicial de este trabajo. Don Manuel Murillo Toro, que tanta influencia tuvo en esto de la colonización antioqueña, confirma plenamente este interés, por cuanto en su Memoria de Hacienda presentada al Congreso en 1851, en el rubro destinado a los gastos hechos con dinero del erario nacional para «apertura y conservación de caminos» incluye el «proyecto entre Mariquita y Antioquia, por el páramo del Ruiz»[61].
+Pues bien. Ese proyecto de camino lo recorre todo en 1852, como ya dijimos, don Manuel Pombo. Afortunadamente el notable escritor costumbrista nos dejó el relato correspondiente, el cual fue publicado en 1914, junto con otros escritos del mismo autor, bajo el título Obras inéditas, con un interesante prólogo de Antonio José Restrepo.
+El relato que nos hace Pombo, además de divertido, es bien rico desde el punto de vista sociológico, por la gran cantidad de observaciones sobre las costumbres, el vestido, las leyendas y demás aspectos de la vida social de los pueblos que habitaban las regiones que va recorriendo a lomo de mula, a pie y a lomo de buey, según lo van aconsejando las circunstancias mismas del camino. Solamente vamos a tomar algunas pocas muestras de este extenso relato, con el fin de presentar a nuestros lectores aspectos relacionados con los diferentes tópicos de la vida social y de las condiciones geográficas de los territorios por donde el escritor andariego va pasando y copiando en su memoria con la ayuda de su fina observación[62].
+Para una mejor comprensión de la utilidad del relato de viaje de don Manuel Pombo, vamos a referirnos por separado a sus observaciones sobre la idiosincrasia del pueblo antioqueño y, posteriormente, a algunas descripciones de aldeas y caminos, lo mismo que a algunos detalles de su accidentado transitar. En cuanto a la vestimenta de los campesinos antioqueños, por ejemplo, nos describe uno de las inmediaciones de la población de Medellín en esta forma:
+El que así dialogaba conmigo era un hombre alto, enjuto y moreno, de escasos y rizados cabellos, patillas entrecanas, ojos inteligentes y envidiable dentadura; vestía ruana corta de hilo, camisa rosada de zaraza y pantalón de dril pardo, y eran sus ademanes los del hombre activo y fuerte. En el guarniel, que usaba terciado, cargaba todo un museo: mucha plata, muchos tabacos, muchos utensilios, el recado de candela, frascos con remedios, tarros con ungüentos, paquetes con cebadilla, la cartera rebosando de apuntes y papelitos, cartas particulares, pliegos de oficio y cien baratijas más. El guarniel tenía por apéndice una totumita de coco con la cifra del dueño por lo que se ofreciese beber, y en sus tapas se ensartaban agujas de arria enhebradas, cuyo cáñamo se enroscaba en repetidas vueltas alrededor de sus extremos libres. Un ancho cuchillo de monte pendía del cinto de mi interlocutor[63].
+Sobre las costumbres antioqueñas de aquel entonces y, particularmente, sobre su espíritu cívico, su sentido de solidaridad social, su tendencia hacia la vida comunitaria, bien vale la pena transcribir también lo que el señor Pombo dice sobre los llamados convites, tan frecuentes en los pueblos y campos de la colonización. Dice nuestro ilustre viajero que, después de dejar el pueblo de la Ceja del Tambo y de haber pasado el río de las Piedras por un bello puente «techado de paja» encontraron «unos cincuenta trabajadores [que] reunían sus esfuerzos para rozar un terreno, y mi compañero me dijo que esto se llamaba un convite». Y agrega don Manuel:
+El que quiera hacer con presteza una casa, una sementera, una rocería, etcétera, convoca para determinado día sus vecinos, les proporciona desayuno y almuerzo, natilla, aguardiente y tabacos para los intermedios y al fin les sirve la comida, y ellos en cambio trabajan con ahínco hasta el mediodía y nada más. El mediodía es la hora de comer, y como esta la determina el que los invita, resulta que no llega hasta las cinco de la tarde; estos convites, que en el Cauca llaman mingas, se usan desde el tiempo de los aborígenes[64].
+En realidad esto que sorprende al viajero no fue otra cosa que la institución más frecuente en la colonización antioqueña, que tuvo la característica de ser un movimiento de masas en el verdadero sentido de la palabra, es decir, una empresa comunitaria, donde el natural individualismo de las gentes y afán de las familias, en particular, de hacerse a unas fanegadas de tierra para redimir su miseria, estuvo admirablemente combinado con ese espíritu comunal. A tal punto fue así, que en todas las poblaciones fundadas lo primero que se constituyó fue una junta, que en ocasiones tomó el nombre de Junta Administradora, y en otras el de Junta Repartidora, cuya principal función fue la de distribuir equitativamente las tierras ocupadas o cedidas en calidad de baldíos por el Gobierno Central o por los gobiernos de las provincias. Pero tales juntas no se quedaron ahí: ellas hicieron las veces de ayuntamientos o cabildos, encargados de velar por el orden y el progreso de las respectivas regiones, pero en realidad no fueron siempre creaciones de carácter legal sino que nacieron del pueblo mismo, como manifestación inequívoca del espíritu comunitario al que nos hemos venido refiriendo. Algo más: muchas de esas juntas constituidas en forma tan democrática, con el voto directo de los jefes de familia, se organizaron, entre otras cosas, para obtener del Gobierno de la provincia o del central, según el caso, su reconocimiento legal como aldeas, que no eran otra cosa que una de las divisiones territoriales, administrativas y jurídicas que consagraban algunas de nuestras constituciones, hasta cuando se expidió la de 1886[65].
+Sobre este punto tan esencial del espíritu comunitario de los antioqueños, proyectado a la empresa colonizadora, no olvidemos que los fundadores de Manizales llamaron su aldea, inicialmente, con el nombre de «la Comunidad». Y no fue solamente el caso de Manizales, pues hemos encontrado en nuestras pesquisas ejemplos similares al de la capital del hoy departamento de Caldas. Otro aspecto importante sobre el particular lo constituye el hecho de que esas juntas administradoras dejaban siempre reservadas algunas tierras para obras de la misma comunidad, y otras tantas como ejidos. En cuanto a los convites, todavía hoy, en algunas regiones antioqueñas y en otras de la colonización, subsiste esta forma de cooperación comunitaria. De nuestra infancia recordamos vivamente varios que se hicieron en la población del Líbano, en los años treinta, entre ellos uno muy famoso y que duró varios meses, en el cual toda la población, sin distingo de clases o de colores políticos, participó activamente, y fue aquel para dar comienzo a la carretera Armero-Líbano. Desde los más modestos artesanos hasta los más notables gamonales del pueblo se hicieron presentes con azadones, barretones, machetes, carretillas, palas y demás instrumentos de trabajo, para desbrozar la enmalezada trocha, derribar barrancos y construir el angosto carreteable que, con el correr del tiempo, se convirtió en la carretera mencionada. Y había que ver a las gentes en sus toldas improvisadas a la vera del camino haciendo los relevos necesarios, a los más esforzados varones echando pala y azadón y a las más distinguidas damas cocinando, en grandes fogones al aire libre, el alimento para todos[66].
+Pero volvamos a la narración del viaje del señor Pombo. Otro aspecto propio de la idiosincrasia del antioqueño, observado por él, es el del espíritu de asociación. Sobre el particular dice nuestro viajero lo siguiente:
+Otro rasgo antioqueño es el espíritu de asociación, compañero del de especulación. Aquí todos se asocian, parientes o extraños, ricos o pobres, hombres o mujeres, para lo grande como para lo pequeño, lo mismo que para importar mercancías o explotar una mina que para hacer una sementera o poner una pulpería. Así multiplican sus medios de producción, puesto que a un tiempo hacen valer en diferentes empresas dinero propiedad, industria y crédito[67].
+Pero como no todo son virtudes en ningún pueblo del mundo, el señor Pombo observa que:
+Los sonsoneños y los demás habitantes del cantón de Salamina son notables, además, por dos cualidades: su fortaleza y maestría en las faenas del campo […] y lo aptos que son para el servicio militar, para que el que los prepara su vida acostumbrada a la intemperie y el manejo de las armas con motivo de la caza que abunda en sus bosques. Pero algunos de entre ellos tienen su lado flaco —me añadía un individuo detrás de su mostrador—, dimanante quizás de la misma independencia de su género de vida: son propensos a la riña y al juego. Cuentan que se les ha visto en un combate tender la manta una hilera y decirse unas cuantas paradas mientras la otra sostenía el fuego[68].
+En cuanto a la hospitalidad proverbial del antioqueño, el señor Pombo nos anota lo siguiente:
+Seguimos de Abejorral pasando la quebrada de Chorro Hondo, la cuesta, la quebrada y el alto de San Antonio, y la bajada del Erizo. Al pie de ella, Alejo —mdash;el peón acompañante— me señaló dos bonitas casas; da la una frente al camino y con ella formaba ángulo recto la otra. «Esas casas», me dijo, «son suyas y mías». Bien podía haberlo callado, pues desde que de las casas fuimos vistos, sus frentes se llenaron de chicos que gritaban «¡padre, padre!». Y rebozando de alegría vinieron corriendo a nuestro encuentro, seguidos de una larga escolta de perros, gatos, gansos, patos, pavos, gallinas, palomas, una yegua con su cría y una vaca con la suya, que cerraba la marcha a paso grave sin dejar de rumiar y de azotarse con la cola […]. Se conocía que todos estos seres vivían en familia, formando una sola comunidad[69].
+En cuanto al espíritu religioso del antioqueño, del cual se ha especulado tanto en todas las épocas, el testimonio del viajero es muy valioso cuando dice:
+El pueblo antioqueño me parece creyente, pero no lo he hallado supersticioso, ni gazmoño, ni dado a las nimias prácticas de una piedad intempestiva. Tiene por lo general —no sé si haya excepciones— buenos párrocos, que propenden al adelanto de sus parroquias, viven dando buen ejemplo con su arreglada conducta y se concilian el respeto y el afecto de las poblaciones. En resumen: no creo que el embrutecedor fanatismo sea vicio que se les pueda enrostrar a los antioqueños, y ojalá que nunca se les pueda enrostrar tampoco el contrario, que los desmoralizadores disfrazan entre otros nombres con el de despreocupación. Los males del abuso de la religión no se remedian con renegar de ella[70].
+Abundando en esta materia, ha dicho ya:
+En Antioquia hay apenas los eclesiásticos indispensables para el servicio, y es la única parte que yo conozca en la República en donde, fuera del conventico de monjas de Medellín, no hay ni un convento ni un cuartel. Según el censo levantado en 1851 entre los 244.442 habitantes que tienen las tres provincias en que se ha dividido Antioquia, sólo hay 124 eclesiásticos y 21 religiosas[71].
+Finalmente, en cuanto las características propias de este pueblo, el visitante observa sobre su tradicional fecundidad lo siguiente:
+La esposa de Alejo se llama Ana María Ramírez; es una hermosa mujer de unos treinta años, cabellos negros, aire de formalidad, estilo autoritario cuando dispone, afable aunque concisa cuando conversa; hacendosa, vigilante, metódica; más al corriente que su marido en los negocios de este, negocios cuyo giro y contabilidad lleva en la cabeza sin que olvide un pormenor, equivoque una fecha, ni en un saldo rebaje un cuarto. Ha dado a su marido ocho hijos, todos varones, todos sanos, todos enseñados por ella a leer, rezar, hacer oficio y portarse bien. Los renuevos que ha producido este matrimonio nada tienen de notable en Antioquia, en donde las gentes se casan apenas llegan a la edad núbil, donde las mujeres son muy fecundas y donde es muy leve la desigualdad de la cifra de mujeres y de hombres. Según los datos del citado censo de 1851, por 67.635 personas casadas hay 55.139 solteras, y por 123.283 mujeres hay 121.159 hombres. En cuanto al movimiento de población es tan notable, que el dicho censo comparado con el de 1843 da en los ocho años 54.908 de aumento.
+Después de estos valiosos datos, hace énfasis en la numerosidad de los hijos en los matrimonios paisas, en estos térmicos:
+Conozco en Envigado un matrimonio, el del señor Bautista Uribe y la señora María Antonia Soto, que ha tenido treinta y tres hijos varones y dos mujeres, todos criados por la madre. Vive en buena salud la señora Antonia Ochoa, madre de aquella señora, y sería interesante contar su descendencia, pues los hijos de su hija no solamente están a su vez llenos de hijos sino que tienen nietos[72].
+En cuanto a la devoción por el matrimonio y por la vida familiar, otras de las características de este pueblo, concluye, citando a Juan de Dios Restrepo (Emiro Kastos), con las siguientes palabras:
+La moralidad de sus costumbres débese también a la pasión que tienen por la vida de familia y a lo popular que entre ellos es el matrimonio. Sobre todo en las parroquias, las aldeas y los campos, todo hombre pobre o rico se casa apenas cumple dieciocho o veinte años.
+Pero además de las interesantes y útiles observaciones sobre los rasgos propios de la idiosincrasia del pueblo antioqueño y de las costumbres del mismo, el señor Pombo nos dejó también magníficas anécdotas de las penalidades que sufrieron —él y sus compañeros de viaje— por aquellas selvas y trochas tan difíciles. Sobre cada pueblo por el que va pasando nos va dejando admirables pinceladas que describen con sobriedad y precisión sus aspectos principales. Cada uno de ellos aparece retratado por su pluma, con sus calles, su plaza, su iglesia, su escuelita, sus cerros y hasta el paso de sus nubes y el resplandor de sus estrellas. Veamos algo de este curioso mosaico de aldeas, que ya no existen sino en el recuerdo porque fueron creciendo, con el paso de los años, hasta convertirse, casi todas ellas, en extensos poblados o en ciudades populosas.
+Del Medellín de aquel entonces, nos dice:
+La ciudad, con sus techos rosados y sus blancas paredes, cuyos pies lame mansamente el Aburrá y adornan sus alrededores alegres quintas llenas de huertas y de jardines; el valle, verde y risueño, labrado y dividido como un tablero de damas, salpicado de bosquecillos, caprichosamente recorrido por sesgos amarillos de sus caminos y los hilos argentados de sus aguas, y sobre cuya alfombra de césped en las brisas perfumadas de su dulce clima, se levantan, en diferentes direcciones y distancias, los blancos campanarios de Aná, Belén, Envigado, Itagüí, la Estrella y San Blas. ¡Paisaje encantador, golpe de vista delicioso! Lo contemplé con tristeza largo rato, recorriéndolo en sus pormenores como para fijarlos en mi memoria, hasta que la voz de mi conductor me sustrajo de mi embeleso[73].
+Luego pasa por la población de Rionegro, de la cual dice:
+Es una población de 8.000 habitantes, de calles tortuosas y sin empedrar, y casas bajas y de estilo antiguo en su generalidad; su iglesia mayor es clara, espaciosa y sólida y en ella está colocado el reloj público; tiene también otras iglesias, hospital, espaciosa escuela primaria, buenos puentes sobre el río, caja de ahorros, y me dicen que sus buenos hijos, los señores Montoya y Sáenz, le han regalado una imprenta. Su clima, casi frío, es saludable, produce bellas flores y los más exquisitos duraznos que yo haya comido[74].
+Dejando atrás esta población, sigue hacia San Antonio de Pereira, «de pobres y malas casucas», hasta llegar al pueblo de la Ceja del Tambo, que sin duda alguna es uno de los que deja mejores recuerdos en el caminante. Desde antes de entrar en él, ya lo presiente cuando dice:
+A medida que recorría el valle y avanzaba hacia el pueblo, ¡qué aire de tranquilidad, de sosiego y de paz se respiraba! ¡Qué aspecto de paisaje fantaseado por el pincel o ideado por la égloga, qué especie de Arcadia me parecía encontrar! Ponía el oído para recoger los acordes de la zampoña o del caramillo, buscaba con la mirada las zagalas y los pastorcillos, creía que aspiraba el ambiente de la albahaca y del tomillo[75].
+Hasta que, por fin, llega al propio pueblo y lo describe bellamente en estas cortas frases:
+Pasamos el río por un bonito puente, descendimos con suave declive y entramos al pueblo. Las calles, tiradas a cordel, cortadas en ángulos rectos, regadas por acequias de aguas vivas, separaban casas de tejas nuevas y aseadas, coronadas las paredes de los solares que la dividían por innumerables rosas de madreselva. En su despejada plaza se ostentaba, llena de limpieza y luz, su iglesia mayor; de las rasgadas ventanas de una hermosa escuela desbordaba la algarabía de los muchachos; ese y el ruido de las campanas que tocaban al mediodía, eran los únicos que quebrantaban el pacífico silencio de la población. Era día de trabajo y la generalidad de los vecinos, agricultores o ganadores, estaba en sus estancias: casi todas las puertas se mantenían cerradas, pero por algunas que se abrían sobre las salas, se podía percibir la figura patriarcal de un anciano que leía o de una matrona que se entretenía cosiendo[76].
+No pudiendo contener su entusiasmo al contemplar ese ambiente bucólico, patriarcal y tranquilo, don Manuel escribe, como cualquier clásico de la lengua en el siglo de oro castellano:
+¡Cómo me gustó ese pueblo! ¡Qué bien quedara aquí un filósofo desengañado, que hastiado del diablo y de sus hombres, quisiera vivir con Dios y la naturaleza! Tentaciones me venían también de renunciar a la andante caballería y hacerme pastor como el hidalgo manchego, pero al pasar del idilio a la realidad, fácil me fue vencerlas[77].
+Después de mucho transitar por caminos difíciles, y de pasar ríos torrentosos, de ascender por altos cerros y bajar a profundas hondonadas y cañones, llegó el caminante a la población de Abejorral. De ella dice que «es un pueblo grande, de buenas casas de teja o de teja y paja, según las sinuosidades de su suelo», y agrega que «ni todas sus calles son rectas, ni todas empedradas» y que «por varias de ellas corre el agua en acequias». Complementa diciendo que «su plaza es espaciosa y la cruza un buen acueducto», para rematar afirmando que «su iglesia tiene agradable fachada, pintada de rosado, con tres puertas y una torre», y que también «tiene escuela pública y cementerio». Pero quizás lo que más le llamó la atención fue el elemento humano, del cual dice:
+Me complacía el aspecto de sus moradores, dignos representantes de la hermosa raza antioqueña. Mujeres altas robustas, frescas, de excelentes colores y formas desarrolladas; hombres de gran talla, membrudos, esforzados, de barba cerrada y recia dentadura, y todos, gente despierta, ágil, emprendedora, refractaria a la mugre y a la pereza, esas dos plagas de la tierra fría[78].
+Después de contarnos que hubo un tiempo en que Abejorral se mandó llamar Mesenia y Sonsón Arcadia, y de pasar el famoso río Aures, tan bellamente cantado por Gregorio Gutiérrez González, nos dice cómo llegó al poblado de Sonsón, en donde tuvo la fortuna de encontrarse con él y recordar bellos tiempos juveniles, en que ambos fueron condiscípulos en algún establecimiento educativo de Bogotá. De esta población dice don Manuel:
+Sonsón es un lugar importante, que no tardará en subir al rango de ciudad, porque en Antioquia es rápido el incremento de las poblaciones. Merece especial mención su nueva y elegante iglesia, que sobre un atrio espacioso levanta su gran fachada de tres puertas, rematando en un elevado campanario, en su centro, y en los costados de él una hermosa balaustrada. Es tan minucioso en sus observaciones que agrega, a renglón seguido, que «entre el campanario y la puerta principal está la abertura circular que espera la muestra del reloj público que se ha pedido»[79].
+Luego, con ese mismo espíritu de observación, gracias al cual nos dejó datos tan importantes para la reconstrucción de todo el ambiente provinciano de aquella época, nos dice que «calculé que midiese la iglesia 75 varas de longitud sobre 39 de anchura», y que «su elevado artesonado, que forma tres naves, se sostiene sobre veintidós pilares o sean columnas de madera, de dimensiones bien proporcionadas y formado cada uno por un sólo trozo de árbol, sin remiendo ni ensambladura». No deja de ser admirable esta descripción sobre un templo de madera, como lo fueron todos los que construyeron los colonizadores utilizando esos gigantescos árboles centenarios que ya no existen, y parece complacerse en este tipo de construcción cuando, a renglón seguido, agrega que se escogió para cada uno de tales pilares el llamado quimula, «árbol de madera compacta, fuerte y duradera, y que llega a tal altura, que me aseguraron haber medido uno que alcanzaba a 75 varas, que era justamente la altura de la iglesia»[80]. Cualquiera podría pensar que estas son minucias sin ninguna importancia, pero como por la hebra se llega al ovillo, este es un buen ejemplo para tener idea de lo que pudieron ser los bosques que talaron los colonizadores y una explicación sobre la hermosa arquitectura que nos dejaron estos hombres y que, desgraciadamente, tiende a desaparecer por la acción de otro tipo de colonizadores que son aquellos que derriban el encanto de nuestras plazas provincianas, con sus árboles y sus piletas románticas, y que echan por el suelo ese legado arquitectónico de finos artesonados y balconcillos, para reemplazarlos por fríos y antiestéticos cajones de cemento.
+Siguiendo su complicado y azaroso itinerario, el distinguido viajero traspasó el cañón profundo que sirve de lecho al río Arma, para luego seguir hasta la población de Aguadas, de la cual dice que su iglesia parece «desproporcionadamente baja» y sugiere que es en extremo despoblado pues «las manzanas de su caserío —están— formadas en su mayor parte por una casa aislada en uno de los ángulos de un cuadro de verdura, demarcado por cercas de madera y árboles». Pero, en encontraste con esto, agrega que «aunque de poca extensión y de aspecto pobre, tiene este lugar vecinos industriosos» y «da su nombre a los mejores sombreros de paja que se hacen en Antioquia»[81].
+Infatigable, sin pérdida de tiempo, continúa su itinerario, y anota en su diario: «Las ligeras sinuosidades que siguen a la bajada de Viboral, regadas por los arroyos de San Pablo y Pácora, las pasé en menos de dos horas, hasta llegar a la población de este último nombre», de la cual dice que es «una población de reciente fundación —lo mismo que Aguadas— y de excelentes condiciones para prosperar, tanto por hallarse en la línea que recorre el tránsito en la parte sur de Antioquia, cuanto por la buena calidad de los terrenos que la rodean y lo benigno de su temperatura»[82]. Por fin el viajero llega a la población de Salamina, la cual le produce tanto asombro como para escribir estas líneas:
+El enorme cerro que sustenta a Salamina dibuja el perfil semicircular de su cumbre sobre el horizonte que remotamente limita la cordillera, y aparece como en el fondo de un escenario al que sirvieran de bastidores laterales los abruptos cortes de una serie progresiva de cerros. En la cúspide de esa mole gigantesca, la población exhibe sus casas entejadas y desiguales y sus calles trazadas en declives rápidos. Es un nido de águilas encaramado en un peñasco, desde el que se registran y dominan los alrededores, y al que parece que puede llegarse no escalando paso a paso el peñasco sino de un vuelo cortando los aires[83].
+Después de esta bella descripción topográfica, impresionado por ella y especialmente por el paisaje, describe el poblado en estos términos:
+La importante población de Salamina se ha visto obligada a seguir en la distribución de su caserío la pendiente del terreno; así es que la mayor parte de sus calles son cuestas que van a dar a la plaza. Tiene una regular iglesia, se está construyendo en uno de sus ángulos una casa consistorial alta, y hay en su cuadro tiendas muy abastecidas de telas, granos, licores, etcétera. El agua es escasa, pues hay que tomarla de unos pequeños ojos o vertientes que brotan en las vecinas cañadas, y para bañarse es preciso descender hasta la quebrada de la Frisolera. No obstante la eminencia en que está situada, su clima es suave aunque algo húmedo, y la generalidad de sus vecinos es de la raza alta, vigorosa y sana de este cantón. Su distrito creo que no contará menos de 10.000 habitantes, básicamente dedicados en su mayor parte a la agricultura.
+Desde el momento en que don Manuel Pombo ha pisado Sonsón, se ha internado en la zona de la colonización antioqueña. De allí parte justamente este gran movimiento que estamos estudiando. Por eso resulta tan interesante el paso de este viajero por estas poblaciones que, como Aguadas, Pácora, Salamina, Neira, Manizales y Líbano, apenas se están formando. Don Manuel pasa por ellas cuando en algunas todavía están los troncos de los árboles recién cortados en sus calles. Sin acueducto, sin alcantarillado, sin luz eléctrica, en alguna su alta torre ostenta el hueco donde debe colocarse el reloj que acaba de ser encargado, seguramente de una lejana ciudad. En otra de esas villas las gentes están agradecidas porque alguno de sus vecinos le ha regalado una modesta imprentilla. ¿No resulta esto verdaderamente conmovedor? La descripción que el viajero nos hace de estos poblados en ciernes, coincide con las descripciones hechas en otros capítulos de este libro, las cuales fueron recogidas por la tradición oral o tomadas de los sencillos cuadernos de algunos de sus fundadores.
+Al llegar a la naciente población de Salamina, don Manuel Pombo se encuentra con la Comisión Corográfica, que dirige el esforzado militar, viajero y geógrafo, coronel Agustín Codazzi. El encuentro debió ser emocionante, tratándose de gentes como estas, de hombres superiores, que con su esfuerzo formidable estaban inaugurando una nueva era en la vida de nuestra república. De las andanzas científicas de la mencionada Comisión nos quedaron unas descripciones magistrales, hechas por don Manuel Ancízar y publicadas con título Peregrinación de Alpha. Infortunadamente, este gran escritor, que actuó como secretario de la Comisión durante algunos años, ya había sido designado por esta época como nuestro representante diplomático en varias repúblicas del Sur —Ecuador, Perú y Chile—, razón por la cual abandonó el país privándonos de su inteligente testimonio, en lo que se refiere a estas tierras espléndidas. Pero nos quedaron —además de las láminas del álbum de dicha Comisión, pintadas sobre el terreno por expertos acuarelistas, como Manual María Paz y Enrique Price— las páginas del señor Pombo, que venimos comentando[84].
+Refiriéndose al mencionado encuentro nos dice nuestro viajero lo siguiente:
+Encontré aquí (Salamina) a los miembros de la Comisión Corográfica, señores Coronel Agustín Codazzi, José Triana y Enrique Price, tostados, despellejados, magullados por su campaña en el Herveo, como decía el primero. Se habían detenido para remediar sus personas, hacer lavar su ropa y sus toldos llenos de lodo, reparar sus instrumentos averiados y reponer sus apuntes y diseños empapados.
+Luego, rememorando nuevamente sus ininterrumpidas penalidades de viaje, dice el señor Pombo:
+«¡Qué caminos! ¡Qué caminos!», me repetía el señor Price, «no sabe usted lo que le espera. Es difícil que en el mundo se pueda imaginar una cosa peor. ¡Qué despeñaderos, qué fangales, qué bosques!… ¡Y vientos que son huracanes!… ¡Y lluvias que son diluvios»[85].
+Luego pasa a rememorar lo que sobre esa topografía tan intrincada y difícil expresó otro viajero eminente, el señor Boussingault, quien en 1826 escribió sobre ella:
+Antioquia es una comarca que se distingue por la dificultad de sus comunicaciones. Su acceso es difícil porque está rodeada de montañas ásperas, de tal suerte que por algunas los viajeros tienen que hacerse transportar a espaldas de hombres. Todavía hay memoria de muchos habitantes de la provincia que no pudieron nunca salir de ella, porque siendo ellos muy pesados les fue imposible hallar cargueros bastante fuertes para llevarlos a cuestas.
+Por supuesto, no fue este el caso del coronel Codazzi, tan esforzado y valeroso como ningún otro explorador y científico, que siempre daba ejemplo a sus acompañantes, aun a los más baquianos, de templanza de ánimo y de resistencia física. Tan grande fue su esfuerzo por dejarnos los mapas de casi todas las provincias colombianas —después de haber hecho lo mismo en Venezuela— que agotó su existencia en estas ya legendarias exploraciones, muriendo, víctima de la fiebre amarilla, en la población de Espíritu Santo, la cual cambió su nombre por el de Codazzi, en justo homenaje a su admirable labor científica[86].
+De Salamina el viajero continúa hacia el caserío de Manizales, el cual apenas tenía tres o cuatro años de fundado. Fue el trecho más penoso de todo el itinerario. Ya lo habían advertido los ayudantes del coronel Codazzi. Aunque bien quisiéramos reproducir una buena parte de aquellas peripecias, hoy nos parecen increíbles, apenas nos atrevemos a tomar algunos párrafos para dar una mediana idea de lo que fue aquello, narrado por la pluma del señor Pombo. Veamos que dice de algunos pasos de estas travesías:
+Las precauciones que nos hicieron tomar para la marcha me hicieron comprender que subían de punto las dificultades del camino que nos esperaba. Tan sólo los hombres íbamos en mulas calificadas de prácticas y veteranas en su oficio; las cargas se encomendaron a bueyes, lentos pero seguros en su andar, incesantemente estimulados por las voces y los azotes de tres fornidos arrieros, que iban desembarazados de sus ruanas y con los pantalones enrollados hasta los muslos. En cuanto a nosotros, se nos hizo quedar expeditos en personas y monturas para zafar con presteza el bulto en las caídas y los porrazos y para caminar a pie cuando otra cosa no fuera ya posible: al efecto eliminamos los zamarros y cambiamos los botines por alpargatas bien atadas sobre los pies desnudos. A medida que nos alejábamos del poblado la vereda empeoraba y entrábamos en materia. Desfilábamos pausadamente, dando tiempo a nuestras cabalgaduras para que recapacitasen sobre los pasos que habían de aventurar, cuando el que rompía la marcha dio con el primer resbaladero, liso y perpendicular como un espejo en la pared. La mula se detuvo, vaciló y volvió la cabeza en diferentes direcciones, como buscando otra senda menos abrupta[87].
+Después de unas cuantas caídas espectaculares, con bestia y todo, el señor Pombo continúa:
+Seguimos avanzando por un sendero provisto en abundancia de cuanto malo podía tener en su género, perfeccionado todo por las lluvias, constantes, según parece, en estos bosques. Tomamos la dirección recta que nos quedaba por ensayar y nos resolvimos a seguirla a todo trance, aun cuando nos condujese a la Patagonia. Más o menos era como las otras; profundos barrizales, plagados en su fondo de redes de raíces, que enredaban los casos de las bestias; derrumbaderos empinados, de greda amarilla y brillosa o de tierra negra y deleznable, en donde no se podían afirmar los pies, y en cuyo descenso rodaban confundidos jinete y mula; troncos caídos, maleza que cerraba el paso, púas y estacas por todas partes, árboles que goteaban por todas las ramas, y una atmósfera de niebla y frío, que interceptaba la luz y el calor del sol. Nosotros y nuestras mulas teníamos lodo desde los pies hasta la cabeza y, a pesar del brandy, la humedad nos traía entumecidos. En cuanto a caídas y golpes, cada cual pudo al principio numerar los suyos; mas luego fueron tan consecutivos, que se hizo preciso cortar la cuenta […]. Habíamos avanzado algo y nos debatíamos en la bajada del río Chamberí, cuando el aguacero se nos vino encima, violento y copioso como si pretendiera acabar de aturdirnos entre aquellas soledades que se estremecían a su ruido y por todas partes nos enviaban vientos y torrentes. Las mulas vencían con trabajo la doble resistencia que les oponían los atolladeros del suelo y el ímpetu del chubasco, y a nosotros nos escurría el agua por todo el cuerpo, al que se nos habían adherido los vestidos empapados. En tan lastimoso estado y cayendo y levantando llegamos al río. Venía por las cumbres, arrastrando en su avenida grandes piedras y árboles recién descuajados: era preciso aprovecharnos del puente, antes que la creciente, que casi lo alcanzaba, pudiera arrastrarlo […]. Y poniendo por obra —uno de los acompañantes— entró en el puente con su mula de cabestro, y los demás le seguimos. El angosto piso del puente, resbaloso y lleno de hoyos, cubría apenas a retazos las largas y apartadas vigas que lo formaban, y estas crujían y se mecían al impulso de nuestros pasos, y las aguas estrepitosas distaban ya poco de nosotros. Las mulas se resistían, los pies se nos deslizaban, la cabeza nos flaqueaba y el aguacero nos cegaba casi. Arreando unos y otros cabestreando las bestias, todos ateridos de frío y calados de agua y barro, representábamos un cuadro que en medio del afán nos provocaba a risa: nos asemejábamos a esos espíritus grotescos de las leyendas que, en medio del fragor de los elementos conjurados, aparecen burlándose de la consternación de los hombres. El que primero pasó la margen opuesta con el fango hasta la rodilla, fue el doctor Hoyos, quien nos conjuraba que apurásemos, como si fuera operación corta la de hacer evolucionar a cada mula de manera de desviarla de los agujeros sin exponerla a precipitarse del puente. Más al fin todo lo superamos, pasamos todos con nuestras cabalgaduras, y el ruinoso puente continuó deshaciéndose a nuestra vista […]. Por último cerró la noche lluviosa y quedamos en tinieblas y perdidos en aquel caos de lodo y despeñaderos, sin más guías que las mulas a cuyo instinto tuvimos que confiarnos. Con la oscuridad, las dificultades tomaron las dimensiones de lo fantástico: los árboles parecían sombras, las piedras túmulos, fosas las grietas del terreno, las laderas abismos, cavernas las estrechuras. El don del desacierto nos acompañaba; tomábamos por veredas el cauce de las aguas y nos extraviábamos; por el suelo firme el barro y en él nos hundíamos; nos ocurrían, en fin, todas las complicaciones, sin hallarles mejora ni término […]. Mucho tiempo llevábamos de esta angustiosa brega cuando sorprendió agradablemente nuestros oídos un acento amigo, una voz de auxilio que nos reanimó: el ladrido de un perro. ¿Quién no ha experimentado esa misma grata sensación cuando una noche de insomnio ha oído cantar el gallo anunciándole el día, o tras larga jornada ladrar el perro o relinchar el caballo prometiéndole refugio y descanso? ¿Para quién que haya pasado por algunas vicisitudes de la vida, no son simpáticos estos nobles animales, tipos de la gentileza, la lealtad y el valor, compañeros del hombre, miembros de la familia, centinelas vigilantes del hogar? Siguiendo la voz protectora, que instaba a proporción que avanzábamos, dimos con una casa en donde en rústica algazara se solazaban riendo y cantando al rasgado son de la vihuela unos tantos labradores[88].
+Por fin, después de mucho andar, el señor Pombo y sus acompañantes llegaron a la población de Neira, de la cual dice nuestro narrador:
+Este pueblo, apenas en proyecto, como de nueva creación y que parece recordar con su nombre el del caudillo de Buenavista en 1841, se compone al presente de algunas casas diseminadas sobre un área desigual, y de una mala iglesia pajiza, en la que probablemente habrá de ser plaza. Como trata de establecerse sobre un suelo virgen y agreste, tiene campos feraces propios para dehesas y labranzas, pero su clima húmedo debe de ser malsano y desagradable. Nos dijeron que sus pobladores tenían determinado trasladarse a otro punto, Criaderos, que es más llano y de mejores condiciones de salubridad[89].
+Continuando su viaje, el señor Pombo nos narra cómo pasaron las travesías de Pueblo Rico y bajaron la cuesta que conduce al río Guacaica, pasando el cual, cerca de un platanal, había sido asesinado don Elías González durante el conflicto que los colonizadores tuvieron con la firma de González, Salazar y Compañía, titulares de los baldíos concedidos a don José María Aranzazu, por Cédula Real de 1801, de lo cual ya dimos cuenta en otra parte de este libro. Después de pasar el cerro Morrogacho, por fin llegaron los viajeros al caserío de Manizales, el cual describe el señor Pombo de la siguiente manera:
+Manizales, última población de Antioquia y su baluarte hacia el sur, cuenta hoy (1852) apenas tres años de fundación y todavía suele tropezarse en sus calles con las raíces de los árboles seculares que cedieron su lugar a los hombres. Como las ciudadelas inexpugnables de los antiguos tiempos, corona la población la eminencia de una cuchilla que domina los contornos y está casi perpendicular, cortada sobre el vallecito de Chinchiná, desde donde empieza la poderosa región del Cauca. Los antioqueños han escogido bien este punto y pueden hacer de él una plaza formidable en la guerra o floreciente en el comercio con sus vecinos los caucanos y marquetanos —habitantes de la provincia de Mariquita—: militar y comercialmente se presta a ser posición de primer orden y a seguir un incremento más rápido que el de las demás poblaciones de Antioquia. Hoy, con tres años de edad, exhibe hermoso caserío, iglesia, escuela y cementerio bien construidos y cuenta con tres mil vecinos, todos industriosos y varios de ellos acaudalados. Su clima sano y agradable, sus aires puros, sus buenas aguas y los excelentes terrenos de sus inmediaciones en donde, bajo diversas temperaturas, pueden prosperar casi indefinidamente la agricultura y la ganadería, le asignan grandes ventajas para la vida y el trabajo, que se completan con la importantísima de ser el crucero del tráfico y el comercio de pueblos y regiones de mucha importancia[90].
+Habían llegado —don Manuel y sus acompañantes— con cartas de recomendación para don Joaquín Echeverri y don Marcelino Palacio, dos de los más conspicuos fundadores de la nueva población, quienes con toda solicitud los instalaron satisfactoriamente en una de las casas nuevas, a donde en forma casi inmediata fueron a buscarlos dos caballeros para «invitarlos con instancia a un buen baile que se daba esa noche y en el que se había tenido la galantería de asignarnos el primer puesto en dos contradanzas». Pero infortunadamente los maltratados viajeros no pudieron concurrir, porque, a pesar de las ganas de hacerlo por lo atractivo del convite, no disponían de más ropa que la embarrada y sucia que llevaban puesta. Entusiasmados con la idea de asistir al baile y conocer a las muchachas del lugar, fincaron sus esperanzas en que esa misma tarde les llegaría el equipaje. Cosa que no sucedió sino al día siguiente pues el puente del río Chamberí, que habían dejado atrás bajo torrencial aguacero, se había desbaratado tan pronto como ellos habían pasado, dejando en la otra orilla a los peones que traían dicho equipaje, hasta que lograron rehacerlo con gran dificultad[91].
+Después de un breve descanso en el caserío de Manizales, el señor Pombo se despidió de sus acompañantes en esta primera parte del camino y se preparó para traspasar el Nevado del Ruiz, a más de 5.000 metros de altura. La nueva expedición la integraban trece bueyes, tres perros, un muchacho guía, cuatro arrieros, Dionisio —el nuevo baquiano acompañante— y el propio señor Pombo. Los bueyes iban cargados con el equipaje y los hatillos en los que iban los víveres —chóllate, panela, arroz, tabacos, sal y un poco de carne—, la paila, ollas y olletas para cocinar, el tarro de guadua con las velas, dos grandes toldos para acampar donde se pudiera, y las enjalmas de los que iban sin ellas y que tendrían que regresar cargados con los artículos que los arrieros debían comprar en Ambalema.
+Dionisio —el baqueano acompañante— y el señor Pombo iban cabalgando sendos bueyes, el primero en enjalma y el segundo en galápago. Nuevamente el tremendo deambular por lodazales, bajo la lluvia, por entre tupidos bosques y malezas, temiendo siempre la presencia de los tigres y de los osos, pero muy especialmente de los toros cimarrones, animales salvajes que atacan con furia a los viajeros. Dionisio, el acompañante, los describe como «pequeños pero macizos, de color oscuro, cuernos cortos, robusto y crespo el pescuezo, anchas narices, ojos como ascuas y rápidos como la exhalación», agregando que «andan en partidas y desde lejos se les columbra como una sombra que vuela mugiendo de cólera».
+El acompañante dice que para defenderse es necesario contar con la ayuda de los bueyes, que cercan a los viajeros formando una especie de muralla, y de los perros que los acosan y los ahuyentan. Pero también son cazados con las escopetas, que no han de faltar a los exploradores y viajeros, y es Dionisio quien refiere cómo «nos juntamos buenos tiradores y con bastantes perros los acosamos en puntos a propósito, en donde los fusilamos», para concluir que ha habido veces en que han matado hasta doce de una sola descarga y que también en trampas preparadas los han cogido vivos, pero que la furia los encalambra y los mata, razón por la cual su carne es inservible porque «se pone morada como la de los calenturientos». También, dice Dionisio, «hay otra cosa terrible con estos animales y es el furor con que combaten unos con otros, hasta que muere el vencido y el vencedor cae extenuado de fatiga»[92]. Estos toros son descendientes del ganado cimarrón, escapado de alguna hacienda en la época de la Colonia. Este último trecho por tierras de la colonización antioqueña fue tan penoso como el anterior, aunque el paisaje es diferente, como corresponde a las desérticas zonas paramunas. Veamos algunos breves pasajes de esta desolada travesía:
+Silbaba el viento destemplado, pisábamos barro y nos rodeaba un horizonte estrecho, cargado de nubes cenicientas que anunciaban próxima lluvia. Mientras los arrieros cumplían sus comisiones, Dionisio y yo, estropeados por la jornada y sentados sobre un montón de enjalmas, única cosa seca que se nos presentaba, discurríamos acerca de los víveres con que contaba nuestra proveeduría […]. Sobre dos varas perpendiculares y otra de través entre ellas, se templó nuestra tienda, reforzada en la cumbre con encerados, asegurados sus extremos con estacas en el suelo, y rodeándola de una zanja que recogiese y diese curso al agua de la lluvia. Sobre el lado del piso amontonamos ramas y hojas y sobre ellas encerados; introdujimos como mobiliario mi equipaje, los hatillos y los jotos más importantes, encendimos vela en el farol de papel, preparamos las camas, y hétenos instalados más satisfactoriamente que muchos magnates […]. En nuestra tienda debíamos alojarnos Dionisio, Meregildo y yo, más la guardia de los tres perros […]. Los arrieros alzaron también la suya en la que almacenaron los aparejos y enjalmas, y cerca de su boca de entrada se dieron todos al ímprobo trabajo de hacer fogón y encender lumbre. Sobre la llama de un cabo de vela acopiaron las astillas menos húmedas y encima de estas formaron una pira de leños verdes, cuya corteza manaba agua viva […]. Llegó el momento de plegar el toldo y preciso fue abandonar la cama y entrar de lleno en las vicisitudes del día. Despachamos a soplo y sorbo el agua de panela ahumada, y dispuesta la marcha como la víspera nos pusimos en camino. Había en la trocha pedazos impracticables aun para bueyes, y en ellos teníamos que echar pie a tierra, ya para pasar como maromeros por el corte de un desfiladero, ya para defender mejor la persona en lóbregos callejones. Y, cosa rara y hasta inexplicable, en el barro gradoso en que yo me hundía hasta las rodillas, los arrieros caminaban con la seguridad y el desembarazo con que lo hicieran en la salida de su casa: en donde ellos, pesados y corpulentos, dejaban impresa apenas la huella de sus grandes pies, ponía yo los míos y se iban a fondo como si cargaran a un elefante[93].
+La ascensión a las nieves del Ruiz fue algo verdaderamente agobiador y tremendo. Atrás han dejado ya los caminos fangosos, las zonas desérticas donde el viento se arrastra silbando y donde sólo crecen los frailejones y los cardos, las zonas donde sólo se ve, a trechos, la escarcha que cae durante el día y la noche sin cesar, y los pozos de muchos colores —desde el verde esmeralda, el amarillo anaranjado, el azul celeste, hasta el lila y el morado— que son como respiraderos de los profundos azufrales. Poco a poco se fueron aproximando al inmenso gigante de nieve y ya casi lo presentían en todos sus rigores, cuando nuestro viajero describió paisajes como estos:
+Cuando fue necesario salir de la inacción a que nos reducía el frío glacial de la mañana y determinamos salir del camino, todo lo hallamos cubierto de un manto de escarcha, la lona de las tiendas, los árboles del bosque, la fangosa superficie de la tierra. El agua congelada en los charcos semejaba espejos, y la que se había cristalizado en los extremos de los barrancos y de las ramas, pendía en forma de largas agujas transparentes. Respirábamos niebla helada, sentíamos los miembros ateridos, y patrones, arrieros y bestias tiritábamos todos. Poco nos faltaba para llegar a la cumbre de la cordillera y al pie de los nevados, apurando en el ascenso los rigores del clima[94].
+Una nueva noche de ventisca la pasaron al pie del propio nevado y no fue nada fácil armar el adecuado refugio para ello, según esta descripción:
+En vano fue que pretendiéramos levantar los toldos, porque el viento, hinchando su lona como la vela de un buque, los arrebataba y rompía. Discurrimos entonces el arbitrio de formar una especie de reducto o nido circular con las cargas y los aparejos asegurados con piedras y estacones, y rellenarlo de paja para apiñarnos en su centro por la noche, cubriéndonos en cama franca con cuantos encerados y mantas llevábamos. Preparamos, además, en contorno, grandes hogueras de frailejón, arrasando la paja en un gran trecho para evitar que las sabanas se incendiasen y acaso nos viéramos en conflictos. Bajo la bóveda estrellada, oyendo batallar el viento contra el parapeto de nuestra guarida, en aquella soledad y en aquella altura, pasamos la noche fraternalmente agrupados y revueltos, conversando y tratando de contrarrestar el frío atroz que quebrantaba los huesos colándose por nuestros abrigos. Los perros estaban con nosotros y gruñían vigilantes cada vez que el diapasón del viento subía hasta mugir enfurecido […]. La aurora no se anuncia en estas regiones: como en la mansión de los muertos, nadie la espera, ni la saluda, ni se alegra con ella. En el lejano confín del horizonte aparecen franjas luminosas que se prolongan, se ensanchan, se tiñen de colores, hasta que, rojo y sin destellos, como un globo de fuego, surge a botes el disco solar. La atmósfera se inunda de luz; con lujo espléndido el firmamento se engalana como en el primer día de la creación; pero en la tierra nada tiene vida, ni el hielo impasible, ni el desierto vacío, ni el yerto silencio. Así errarán por el éter esos mundos muertos en los que sólo hay rocas despedazadas, hielos y cráteres[95].
+Es bien interesante el relato que hace el señor Pombo del paso por el Nevado, por sitios tan aterradores como el derrumbe del Lagunilla, por los Cangilones de Bermúdez y la María Pardo, por el punto llamado Chispeadero, hasta llegar al sitio denominado Sabanalarga, donde cuenta la siguiente bien curiosa aventura:
+Sobre el suelo seco y al abrigo del buen empajado del tambo nuevo de Sabanalarga, pasamos una noche que hubiera podido parecernos excelente sin la plaga de ratones hambrientos que se cruzaban en todas direcciones y atentaban hasta contra nuestras orejas y narices: hasta a los perros los mantuvieron en incesante desasosiego, haciéndoles cambiar cada rato de lugar. Cosa rara que en un desierto como este abunden alimañas, que yo creía puramente domésticas. Al atrapar, después de una larga abstinencia, a un viajero solitario, serían capaces estos animalejos de devorarlo, como cuentan las consejas que hicieron en un cementerio con un coronel viudo que quiso despedirse de los restos de su irremplazable mitad, justamente en la noche que había de preceder a sus segundas nupcias[96].
+Del camino de Manizales a Bogotá, por la vía del Nevado del Ruiz, hace Pombo excelentes vaticinios. A pesar de lo nuevo, y de lo poco transitado en épocas de invierno, le augura un gran porvenir por sus implicaciones comerciales. En efecto dice lo siguiente:
+En toda la travesía de la cordillera no habíamos encontrado un viajero, y sin embargo las pésimas condiciones de la ruta si indicaban incuria y abandono en cuanto a su apertura y conservación, también daban a entender que se hacía por ella tráfico suficiente para determinar su mal estado. En realidad, el comercio entre los pueblos del extremo sur de Antioquia y los ribereños del Magdalena, que se hace por esta vía, abierta hace pocos años, es ya de alguna consideración, que acrecentará cada día, tanto por los productos de las tierras cálidas que necesitan los montañeses de Antioquia, tales como el tabaco y el dulce, cuanto por el incremento rápido de las poblaciones y el carácter laborioso, especulador y andariego de las gentes antioqueñas. El invierno crudo que traíamos explicaba por lo demás la falta de transeúntes que notábamos[97].
+Después de tantas penalidades al recorrer esta trocha tan difícil, después de traspasar la Cordillera Central por el Nevado del Ruiz, llegaron por fin a una población que, quizás fue la que más le llamó la atención al señor Pombo, tanto por su ambiente social como por la laboriosidad de sus gentes. Se trata del caserío del Líbano, el cual había sido fundado dos o tres años antes, al igual que Manizales, dentro de esa política del Gobierno Central de conservar el camino de Medellín a Bogotá. La página que el señor Pombo escribió sobre el Líbano es, indudablemente, una de las más bellas, y así lo destaca el prologuista de su libro[98]. Dice así el señor Pombo, sobre este punto:
+Pero, en fin, llegamos al caserío de El Líbano, agasajados por un hermoso sol de la tarde, respirando aire más benigno y recogiendo los ruidos confusos de la vida social: las voces que alternan, el hacha que corta, el perro que ladra, el toro que muge. Algunas familias antioqueñas, vigorosas y diligentes, forman este núcleo de lo que con el tiempo será gran poblado, y están allí como avanzada de sus compatriotas, talando monte, limpiando el terreno virgen y estableciendo sementeras y labranzas. Todas estas faldas de la cordillera, sanas y feraces, serán colonia antioqueña, y esa hermosa raza vendrá a mejorar la desmedrada de esta parte de Mariquita. Nos alojamos en una limpia y espaciosa casa, en donde se trabajaba por todos, en todas partes y de todos modos: en mesas y bancas para despresar marranos; en la piedra y el pilón para moler cacao y maíz; en la hornilla y el horno para cocer arepas y pan, y en una tienda bien abastecida de artículos alimenticios, para atender al consumo de sus locuaces y numerosos parroquianos. La casa de gentes hacendosas es un espectáculo agradable, una colmena en la que cada cual se agita llenando su oficio, risueño, decidor, alegre, con la satisfacción en el rostro y la esperanza en el alma. Animación, vida, progreso hay en ella, disfrutan de bienestar sus habitantes, y el trabajo les despeja los problemas del porvenir[99].
+Conviene observar en los párrafos transcritos cómo el señor Pombo anota que el caserío del Líbano constituye la avanzada de la colonización antioqueña, en esta vertiente de la cordillera, y cómo señala que todas estas tierras —que hoy son el norte del Tolima— serán en un futuro próximo colonización antioqueña. Esto lo escribía en 1852. Sesenta y dos años más tarde, en 1914, Antonio José Restrepo escribiría que se trataba de la descripción de una población nueva, de esas que los colonizadores fueron fundando en la cordillera del Tolima, pero que son «tan antioqueñas, como las del puro plan de Medellín o de la tierra abajo por Zaragoza, Cáceres y Raudal»[100].
+Don Manuel Pombo termina su largo y ameno relato con la descripción que hace del descenso a las llanuras tolimenses, montado en briosa mula, y gozando de la compañía de «varios caballeros montados en mulatos cerreros». Fue, indudablemente, un gran descanso cambiar aquellos lodazales y abismos del Quindío por estas tierras firmes, abrazadas por un sol canicular. Tal vez por eso, con muy buen ánimo dice:
+A medida que descendíamos hacia el valle —del Magdalena—, subían la temperatura y la vegetación y aumentaban los ruidos y el movimiento de la vida animal. En el bosque que cruzábamos con el fresco ambiente de la mañana, los gorriones trinaban alegres, se quejaba la tórtola, lanzaban la pava y la guacharaca su estridente graznido, y en las lejanas copas de los árboles, gruñendo como cerdos veíamos los monos de piel azafranada y blancas barbas, con la cola enroscada y la cara llena de muecas, luciendo su habilidad de volantineros en equilibrios, saltos y cabriolas[101].
+Cuenta también cómo, a medida que iban bajando hacia llanuras del Tolima, aquellos alegres compañeros de viaje, que se les habían sumado en la población del Líbano, tan pronto como salieron de esta, se dedicaron a cantar «interminables estrofas» sobre el tema de los monos, esos graciosos animalillos que jugaban en las copas de los árboles, les tiraban pepas a su paso y hacían todo lo posible por aparecer graciosos ante los viajeros, mostrando siempre sus habilidades de expertos trapecistas. Esas coplas que tanto llamaron la atención de Pombo, fueron muy cantadas en esta región de la cordillera del Tolima, colonizada por antioqueños, y su origen popular parece indiscutible. Pero no solamente eran coplas para ser cantadas sino que, además, solían bailarse en un ritmo similar al de las vueltas[102]. Las estrofas reproducidas por Pombo en su relato de viaje, y que seguramente son de esta región, fueron recogidas posteriormente por el folklorista Benigno A. Gutiérrez en su «Contribución al estudio del folklore de Antioquia y Caldas» y dicen así:
+Allá van los monos
+jugando baraja,
+que ninguno sabe
+para quién trabaja.
+Allá van los monos
+tocando guitarra,
+porque ya no afloja
+nadie lo que agarra.
+Allá van los monos
+tocando bandola,
+como ellos hay otros
+que no tienen cola.
+Allá van los monos
+hechos una pena,
+después de comerse
+Razón tiene el señor Pombo al afirmar, en el texto de su relato, que aquellos alegres acompañantes del Líbano cantaban «monos interminables», estimulados quizás por los de carne y hueso que se columpiaban en sus bosques. Porque, a medida que nos hemos venido interesando por el tema, hemos venido encontrando multitud de coplas, como las que acabamos de transcribir, lo cual nos hace pensar que esta tonada fue la más popular de los colonizadores antioqueños y que, a juzgar por su temática, nació como producto de esta gran aventura social. Quizás muchas de esas coplas brotaron con el calor estimulante del aguardiente de caña, en verdaderos duelos de trovadores regionales, bajo el techo acogedor de los tambos y de las fondas camineras. En ellas se trasluce buena parte de la idiosincrasia de estas gentes que combinaban sabiamente el duro trabajo de descuajadores de montañas con las delicias del juego de dados, el rumor de las guitarras y las vihuelas, el baile cadencioso en las noches de jolgorio y el amor de sus mujeres.
+Benigno A. Gutiérrez en su ya citada obra, además de las coplas recogidas por el señor Pombo en las tierras del Líbano, trae estas otras, bien chispeantes, que confirman, por su contenido, nuestra afirmación de que esos monos fueron, por antonomasia, la tonada de los colonizadores:
+Allá van los monos
+por la travesía
+a alcanzar el baile
+de Juana María.
+Allá van los monos
+por el palo arriba;
+la mona más vieja
+muestra la barriga.
+Allá van los monos
+por un palo abajo
+que el mono más viejo
+se soba el badajo.
+Dicen que los monos
+toman aguardiente,
+y el mono más viejo
+Otras coplas de monos nos trae el folklorista don Benigno A. Gutiérrez, como variantes hechas por Abelardo Gutiérrez, para ser bailadas por el pueblo. Dicen:
+Mi compadre mono
+tiene dos camisas,
+una que li ‘aplanchan
+y otra que li ‘alisan.
+Valiente mono
+tan descarao
+que no respeta,
+por ir a besar la novia
+besó a la suegra
+que alzó la mano
+y le dio en la jeta.
+Mi compadre mono
+tiene dos calzones,
+unos de bayeta
+Como muy bien lo anota el ya citado folklorista Gutiérrez, en estas coplas de monos, como en la mayoría de las coplas antioqueñas, está presente la naturaleza virgen, el mundo ecológico que el hombre estaba haciendo suyo, y también las preocupaciones cotidianas, tomando como personaje de sus trovas a este inquieto y bello animal, que llegó a convertirse en visitante permanente de su casa y, a veces, hasta en miembro de familia. Veamos estas coplas, recogidas por Gutiérrez:
+Por ahí van los monos
+por ahí van los rastros,
+a cortar bejucos
+para hacer canastos.
+Dicen que los monos
+toman chocolate
+y el mono más viejo
+Dejemos, pues, que don Manuel Pombo termine tranquilamente su viaje de Medellín a Bogotá, escuchando estas bellas y chispeantes melodías campesinas. Bien pronto estará pasando por los ardientes y sofocantes llanos de la población de Lérida, para seguir luego al puerto de Ambalema. De ahí en adelante seguirá por el viejo camino de Tocaima, hasta la propia capital de la República.
+Pero lo mejor de su viaje, sin duda alguna, fue su maravilloso testimonio sobre lo que fueron nuestras selvas intrincadas, nuestros caminos escabrosos y nuestras nacientes aldeas de la colonización. No se imaginó jamás don Manuel que su relato iba a convertirse, con el paso del tiempo, en el mejor testimonio de lo que fue esa aventura extraordinaria de construir un nuevo país. Ni llegó a pensar siquiera que no era solamente un viaje lo que estaba narrando, sino escribiendo historia de verdad, historia donde el hombre fuera más importante que el café, que los cuadros estadísticos, que todo lo que su mano iba sembrando para convertir en pesos, porque más que artículos comerciales, estaba sembrando su esperanza para construir su propia vida a base de esfuerzo y sacrificio.
+[61] Murillo Toro, Manuel, 1851, Memoria de Hacienda.
+[62] Pombo, Manuel, 1914, Obras inéditas, publicadas por su hijo Lino Pombo, Bogotá: Camacho Roldán.
+[65] La Ley 8.ª del 3 de junio de 1848, «Orgánica de la administración y régimen municipal», dispuso en el artículo 72 que «el lugar cuya población no pase de seiscientos habitantes, y que a juicio de la Cámara Provincial no pueda sostener las cargas públicas, inherentes a los distritos parroquiales, ni hacer parte de otro distrito por hallarse aislado y a grande distancia de las cabeceras de los distritos contiguos, será administrado de una manera especial, bajo el nombre de aldea». El artículo 73 de la misma ley dispuso que «la aldea será gobernada por un magistrado denominado regidor, que ejercerá las funciones atribuidas por las leyes a los alcaldes y a los jueces parroquiales».
+[66] Santa, Eduardo, 1961, Arrieros y fundadores, Bogotá: Editorial Cosmos.
+[67] Pombo, Manuel, op. cit., pág. 38.
+[84] La Comisión Corográfica, bajo la dirección de Agustín Codazzi, empezó a funcionar en 1850, durante la administración de José Hilario López.
+[85] Manuel Pombo, op. cit., págs. 76-77.
+[86] Agustín Codazzi había nacido en 1793 en la ciudad italiana de Lugo. Murió en 1858 en la localidad de Espíritu Santo, hoy Codazzi. A él le deben, tanto Colombia como Venezuela, sus primeras cartas geográficas hechas con criterio verdaderamente científico. Recorrió el territorio de los dos países en condiciones heroicas. La mejor biografía del geógrafo es la publicada por Hermann A. Schumacher con el título Codazzi: un forjador de la cultura (traducción de Ernesto Guhl).
+[87] Manuel Pombo, op. cit., págs. 81-82.
+[98] El prologuista, Antonio José Restrepo, compara esta página literaria, por su plasticidad y dinamismo, con el cuadro Las tejedoras de Velásquez (Prólogo a las Obras inéditas de Manuel Pombo, edición citada, págs. XXIII-XXIV).
+[99] Manuel Pombo, op. cit., págs. 181-183.
+[100] Antonio José Restrepo, op. cit., pág. XXIII.
+[101] Manuel Pombo, op. cit., pág. 184.
+[102] Sobre el baile de «los monos» dice Antonio José Restrepo lo siguiente: «De todos estos bailes sólo la guabina y los monos son agarrados, es decir, se bailan abrazándose la mujer y el galán convenientemente; los otros se bailan como el bambuco bogotano, en que el hombre saca la pareja al puesto, en el centro de la sala» (El cancionero de Antioquia, Medellín: Bedout, 1955, pág. 63). Y agrega Benigno A. Gutiérrez, en su trabajo «Contribución al estudio del folklore de Antioquia y Caldas», anexo al cancionero mencionado, lo siguiente: «Nosotros creemos que la melodía de este número (los monos) fue de las más socorridas para el de las vueltas» (pág. 462).
+ES CONVENIENTE TENER EN cuenta las interesantes observaciones que nos dejaron escritas los viajeros extranjeros que visitaron nuestro país durante el siglo XIX. En realidad fueron muchos los caminantes de otros países que surcaron el territorio nacional por aquella época, con la curiosidad de quienes descubren geográfica y sociológicamente un nuevo mundo, siempre colmado de sorpresas y dispuesto a ofrecerles las más insólitas oportunidades para medir sus fuerzas físicas y morales, pero, por sobre todo, llamado a producir asombro y perplejidad y a satisfacer su curiosidad científica o la de simples viajeros inteligentes y sensibles. Entre los más destacados, por su sabiduría o por el rango social que ocupaban, podemos mencionar a Edouard André, Joseph de Brettes, George Brisson, H. Candelier, J. Crevaux, F. J. Daux, Pierre D’Espagnat, Louis Enault, C. P. Étienne, Compte de Gabriac, León Gauthier, M. de Kandenole, Gabriel Lafond, Augusto Le Moyne, Julien Mellet, Gaspard Théodore Mollien, François Desiré Roulin, Charles Safray, Soeur Marie Saint Gautier, Henry Ternaux, Charles Winer y, por supuesto, los cuatro más importantes desde el punto de vista científico: Alexander von Humboldt, Jean Baptiste Boussingault, Élisée Reclus y Agustín Codazzi. Todos ellos nos dejaron sus apuntes de viaje que constituyen valiosos testimonios sobre las realidades geográficas, sociales y políticas de nuestro país, en diferentes etapas de nuestro siglo XIX.
+Naturalmente, en la lista anterior no están todos los viajeros extranjeros que nos visitaron por aquella época que, en verdad, fueron muchos. Gabriel Giraldo Jaramillo, uno de los más importantes historiadores y bibliógrafos colombianos, registra más de cien europeos que visitaron nuestras tierras durante el siglo pasado y que nos dejaron escritas sus impresiones. Pero fueron muy pocos los que pasaron por las tierras de la colonización antioqueña, en la época en que esta se estaba realizando. Además, sólo vamos a tomar los testimonios de aquellos que, desde nuestro punto de vista, revisten el mayor interés[107].
+El primero de los viajeros importantes con el que tropezamos, es el barón Alexander von Humboldt. El famoso científico alemán subió por el río Magdalena hasta el puerto de Honda, desde donde siguió a Bogotá. De aquí continuó su viaje hacia Popayán, pasando por tierras del Quindío. Este viaje verdaderamente heroico, por el cúmulo de penalidades, lo hizo en 1801, prácticamente en las postrimerías de la época colonial, cuando aquellas tierras que estaban despobladas eran, ni más ni menos, extensas y casi impenetrables selvas, pues la avanzada de los colonizadores todavía no había puesto en ellas su planta.
+Aunque el viaje de Humboldt es anterior a la colonización de esta rica región, resulta interesante tener en cuenta sus apreciaciones sobre las condiciones geográficas de las tierras que pronto irían a ser conquistadas para la civilización, y poder ver, a través de su pluma de científico, ajena a las emociones del poeta o del artista de la palabra, el estado de primitivismo, de soledad y de abandono en que se encontraban. Basta un trazo rápido, un esbozo verbal, seco y descargado, salido de su pluma sobria, para tener una visión clara sobre la situación de estas tierras vírgenes, que se nos presentan a la vista como si fuera el primer día de la creación. Su testimonio, aunque precario en cuanto a la descripción de costumbres y formas de vida de los pueblos que iba visitando, tiene una gran importancia para entender la naturaleza donde el hombre tendrá que moverse años más tarde para crear y desarrollar su economía y su cultura. Humboldt describe las abruptas tierras del Quindío de la siguiente manera:
+La montaña de Quindío (latitud 4°36’, longitud 75°12’) está considerada como el paso más penoso que tiene la cordillera de los Andes. Es un bosque espeso, completamente deshabitado que, en la estación más favorable, sólo se puede atravesar en diez o doce días. No se encuentra ni una cabaña, ni ningún medio de subsistencia: en todas las épocas del año, los viajeros se aprovisionan para un mes, pues sucede con frecuencia que debido al deshielo y a la crecida súbita de los torrentes, se quedan aislados sin poder bajar a Cartago ni a Ibagué. El punto más elevado por donde pasa el camino, la Garita del Páramo, está a 3.500 metros sobre el nivel del mar. Como el pie de la montaña, hacia las márgenes del Cauca, no está más que a 960, se disfruta de una temperatura suave y templada […]. El sendero que atraviesa la cordillera es tan angosto, que su anchura corriente no es más que de 4 a 5 decímetros y gran parte de su trayecto recuerda una galería cortada a cielo abierto. En esta región de los Andes, como en casi todas las demás, la roca está recubierta de una capa de arcilla. Los chorrillos de agua que bajan de la montaña han formado barrancos de unos 6 a 7 metros de profundidad. Se anda por esas grietas que están llenas de barro y cuya obscuridad se acrecienta por la vegetación espesa que cubre los bordes. Los bueyes, que son las bestias de carga que se suelen utilizar en esa región, pasan con gran trabajo por esas galerías que suelen tener hasta dos mil metros de largo. Si por desgracia se encuentra uno con esos animales, no queda otro remedio que el de volver a desandar lo andado o el de escalar el muro de tierra que forma la grieta manteniéndose agarrado a las raíces que pasan por él, provenientes de la superficie del suelo[108].
+Humboldt, además, nos da su testimonio, que se convierte en protesta, sobre el duro trabajo de los cargueros. Es interesante observar en los párrafos pertinentes, que nos permitimos transcribir a continuación, cómo tal oficio no era denigrante para quienes lo ejercían; cómo tales cargueros no eran indios, sino mestizos y blancos; cómo aun dentro de ellos había categorías sociales, según el color de la piel; cómo en algunas ocasiones quienes utilizaban este servicio actuaban con inmensa crueldad y ausencia de sensibilidad social; y cómo muchos jóvenes preferían ser cargueros, por la aventura misma de atravesar montañas y caminos peligrosos, a llevar una vida monótona y sedentaria en las tranquilas y apacibles aldeas de aquel entonces. Veamos, pues, el testimonio del sabio alemán, tan valioso como autorizado:
+Como entre la gente de posición desahogada hay pocas personas acostumbradas a andar a pie por semejantes caminos, durante quince o veinte días seguidos, suelen hacerse llevar a cuestas por hombres que sostienen una silla sujeta a la espalda; pues en el estado en que está en la actualidad el paso del Quindío, es de todo punto imposible ir en mula. En esta región se oye decir «andar en carguero» lo mismo que «ir a caballo». El oficio de carguero no se considera humillante. Los hombres que lo ejercen no son indios, sino mestizos y algunas veces blancos. Se queda uno sorprendido al oír en medio de un bosque a dos hombres medio desnudos que se han dedicado a un oficio que a nosotros nos parece tan denigrante, reñir porque uno de ellos no ha dado al otro, que pretende tener la piel más blanca, el pomposo tratamiento de don o de su merced. Los cargueros suelen llevar de 6 a 7 arrobas (75 a 88 kilos) y los hay más robustos, que llevan hasta 9 arrobas. Cuando se piensa en la enorme fatiga que esos desgraciados tienen que soportar al andar de ocho a nueve horas diarias en un terreno montañoso; cuando le consta a uno que tienen la espalda magullada como las bestias de carga y que hay viajeros que cometen la crueldad de abandonarles en medio del bosque cuando caen enfermos; cuando se piensa que en un viaje desde Ibagué hasta Cartago que dura 15 días y a veces hasta 25 y 30 y no ganan más que 12 o 14 piastras (60 o 70 francos) cuesta trabajo creer que el oficio de carguero, uno de los más duros a que un hombre pueda dedicarse, sea libremente escogido por todos los jóvenes que viven al pie de esas montañas. El gusto por una vida errante y vagabunda, la idea de cierta libertad en medio de los bosques, les hace sin duda preferir ese penoso oficio al trabajo monótono y sedentario de las ciudades[109].
+Otro testimonio bien interesante fue el que nos dejó el coronel británico John Potter Hamilton, quien viajó por tierras del Quindío en 1824, atravesando la cordillera, en un viaje de Cartago a Ibagué. El coronel Hamilton había sido nombrado, en otoño de 1823, por el Gobierno de su majestad británica, como agente confidencial, junto con su compatriota Patrick Campbell, ante el Gobierno de la naciente República de Colombia. Desde que llegó a Bogotá, en 1824, hasta que abandonó definitivamente nuestro país, se dedicó a recorrerlo, de un lado hacia otro, siempre incansable, con la curiosidad casi insaciable de un viajero seducido por las maravillas y los secretos de la naturaleza. De todos sus viajes —desde Santa Marta a Bogotá, por el río Magdalena; desde Bogotá, hacia el sur de la República, hasta Cartago, pasando por Cali, y luego, de regreso, desde Cartago hasta Bogotá, atravesando la cordillera, por tierras del Quindío, pasando por Ibagué y Tocaima— nos dejó un interesante libro titulado Viajes por el interior de las provincias de Colombia[110].
+De la lectura de esta obra se deduce que el coronel Hamilton era un hombre de alguna ilustración y, sobre todo, de una gran sensibilidad y buen criterio para juzgar acontecimientos y situaciones. Además de las ágiles narraciones de sus viajes, en donde nos da cuenta de sus fatigas y penalidades, de lo intrincado y abrupto de los caminos, también se detiene a consignar en sus notas observaciones inteligentes sobre la población y, particularmente, su asombro ante una fauna para él desconocida. Veamos algunos pasajes de interés, que nos dibuja su pluma desprevenida.
+Lo primero que le sorprende al coronel Hamilton es, obviamente, la existencia de los silleros, sin los cuales un hombre que no hubiera estado acostumbrado a estos duros y peligrosos caminos de herradura no hubiera podido atravesar los Andes, al menos por entre las selvas y los despeñaderos del Quindío. Pero, a diferencia de muchos viajeros, además del asombro, el coronel Hamilton muestra su desagrado y reluctancia de ser conducido en la espalda de un hombre y en aquellas condiciones. Narra cómo la primera operación que tiene que hacer el viajero, para utilizar este degradante sistema de transporte, es el de pesarse, pues la paga al sillero se hace de acuerdo con el número de arrobas de su delicada carga humana. Por eso el coronel dice:
+Se pasaron algunas horas de la mañana en pesarnos escrupulosamente. Yo resulté pesando siete arrobas menos cinco libras, y Mr. Cade —secretario de la misión diplomática— cinco completas. Nos divirtió mucho ver a los dos silleros que creían tener que cargar conmigo por el paso de las montañas, mirarme con fijeza de alto a abajo. Como el juez político —alcalde— les preguntara qué opinaban de mi peso, respondieron que podrían cargarme sin dificultad alguna y que en anteriores ocasiones habían podido con personas todavía más corpulentas. La expedición contaba con cuatro silleros, catorce peones para cuidar del equipaje y tres mulas de remuda, fuera de las que montábamos y una especie de capataz o comandante cuyo ascendiente sobre el personal, si va a decir verdad, no era muy grande […]. Por mi parte, les ofrecí una buena propina si quedaba contento con el servicio y conducían la carga con cuidado. Por lo demás, andan desnudos, con sólo un pañuelo ceñido a la cintura. Las sillas para cargar personas sólo difieren de las descritas arriba en que llevan sostenes para el apoyo de los brazos y los pies del pasajero. El peso que ordinariamente carga un peón es de 100 libras, pero muchos, en ocasiones, llevan uno mayor y algunos han llegado a cargar hasta ocho arrobas; no obstante este impedimento andan ágilmente deteniéndose rara vez a descansar[111].
+El viaje de Cartago a Bogotá lo inicia el coronel Hamilton a lomo de mula, por su rechazo a montar sobre la espalda de un carguero. Así se refiere a esta primera etapa de su itinerario:
+En la mañana del 22 de diciembre —fecha en que se inicia la travesía de la cordillera— habíamos terminado todos los preparativos y nos aprestábamos ya a partir de Cartago, cuando creí oportuno dirigirme a mis criados para decirles que no debían pensar, remotamente siquiera, en hacerse cargar de los silleros a menos de llegar a enfermarse en el camino, orden que tuve la satisfacción de ver estrictamente acatada. Luego de despedirnos del juez político, de M. de la Roche y de otros tres caballeros allí presentes, sin olvidar, naturalmente, a las chicas silbadoras, siendo las nueve de la mañana emprendimos camino hacia las montañas del Quindío, montando nuestras mulas, pues era mi propósito cabalgar hasta donde fuera posible. Encontramos el camino en no muy malas condiciones por espacio de tres cuartos de legua; más adelante estaba tan cenagoso que me vi obligado a apearme para vadear los charcos, calzado como estaba de botas altas y grandes espuelas, con gran diversión para los peones, naturalmente, pero con no menor mengua de mis reservas de grasa. Después de llegar a un alto, la bajada a lomo de mula por las veredas resbaladizas y fangosas era empresa rayana en lo temerario. En estos casos era de ver cómo las mulas, conscientes del peligro, escudriñaban la vía con toda cautela y luego, juntando las patas delanteras, se dejaban resbalar sobre las corvas, en forma tal, que hasta un testigo presencial hubiera vacilado en dar crédito a sus ojos. Lo único que el jinete puede hacer en estos momentos es conservarse a plomo en la silla confiando en que la Divina Providencia y después la mula, lo guarden de estrellarse en el medroso abismo[112].
+Empeñado el coronel Hamilton en no utilizar al sillero como medio de transporte, prefiere desafiar los barrizales y las trochas, dejando a un lado sus botas para lucir sus alborgas —especie de alpargatas—. Veámoslo ahora luchando contra las dificultades del camino, pero siempre atento a las novedades que le va presentando la naturaleza:
+Madrugamos el 24 de diciembre para seguir camino aunque, a decir verdad, no era muy satisfactoria la condición en que me hallaba para caminar por la montaña. Decidí cambiar mis botas altas por unas alborgas que compré en Cartago, especie de sandalias que cubren la planta del pie y parte de los dedos y que se sujetan con dos cuerdas que, prendidas al talón, se atan sobre el empeine. Hube de prescindir de las medias, pues las hubiera dejado pegadas en el barro. Completaban mi atuendo holgados pantalones blancos, camisa y chaleco, sombrero pajizo de anchas alas y un grueso bordón de punta ferrada para apoyarme al trepar por las rocas o salvar los charcos… También ese día encontramos los senderos en el mismo pavoroso estado de los que habíamos transitado el día anterior. Caí en dos o tres fangales, de los cuales sólo pude salir con la denodada ayuda de los peones y comencé a temer que me flaquearan las fuerzas antes de dar cima a mi empresa; pero resolví perseverar tenazmente en mi determinación mientras pudiera conservar aliento siquiera para mover las piernas[113].
+Como puede verse en todo el relato, los esfuerzos que hace el coronel Hamilton para cumplir su propósito de no maltratar las espaldas de los silleros, fue bien grande. Las razones, obviamente, son de tipo humanitario, y no deja de dolerse de que se utilice al hombre en estos menesteres. Pero además de consideración por la dignidad humana, nuestro viajero no oculta su grande admiración por el valor, la serenidad, la abnegación que permanentemente muestran estos esforzados hombres. Así se refiere al trabajo de ellos:
+Causaba pasmo ver a los cargueros avanzando por los peligrosísimos senderos con tan pesados fardos a la espalda; sólo una larga práctica había podido avezar sus cuerpos a trabajo tan rudo y azaroso. Nos dijeron que desde pequeños se les entrenaba haciéndoles cargar livianos bultos cuyo peso se aumenta gradualmente a medida que avanzan en edad. En algunos trechos habían caído grandes árboles a la orilla del camino, sobre cuyos troncos se deslizaban los peones con tanta seguridad y aplomo como si estuvieran actuando en un prado de juegos. Mis dos cargueros, con su talle esbelto y recio, parecían modelos escogidos por un gran artista[114].
+Como quien dice, verdaderas esculturas humanas que todavía esperan ser plasmadas en bronce, para rendir homenaje al estoico valor de nuestras gentes y para perpetuar esta página cruel de nuestras luchas por la conquista de la naturaleza.
+Antes de seguir adelante, es conveniente anotar que todavía en la primera mitad del siglo XX existían los cargueros, aunque con otras modalidades. Porque en casi todos nuestros pueblos, donde todavía no existían vehículos automotores, los trasteos de una casa a otra se realizaban a lomo de hombre. Y era de ver cómo estos fornidos hombres se echaban encima una cómoda —armario— de cedro, de muchas arrobas de peso, una máquina de coser, un trapiche, un piano, para caminar con él a cuestas por muchas cuadras, sin descanso, pues la operación de la cargada, de por sí, era algo complicado. Nosotros recordamos, personalmente, a Enrique —su apellido lo borró la ingratitud— que era, ni más ni menos, el carguero de todos los trasteos en nuestro pueblo natal. Alto, musculoso, fornido, de amplio tórax, grueso cuello, pie descalzo y plano, parecía más bien un gigantón de leyenda, con su barba descuidada y vozarrón de trueno. Lo último que supimos sobre este formidable personaje —apodado El Buey por su fuerza descomunal y su manera de caminar— era que había muerto en un hospital de caridad, completamente desangrado por habérsele reventado las várices que tenía en ambas piernas. Sobre la corta vida de los cargueros, anota el coronel Hamilton:
+Tiempo después, conversando con el juez político de Ibagué, me dijo que los cargueros rara vez pasan de los cuarenta años, pues por lo general mueren prematuramente de alguna afección pulmonar o de la ruptura de un aneurisma y que además, como sucede en general, los que trabajan de manera intermitente pero con buena remuneración en cada caso, se daban a la disipación y a la bebida hasta consumir el último centavo de la paga anteriormente obtenida. Hay entre trescientos y cuatrocientos hombres en Ibagué que viven exclusivamente de cargar personas y fardos por las montañas del Quindío. Es de esperarse que el Gobierno realice el programa de mejorar los caminos que cruzan estas montañas, pues es ciertamente deshonroso para la especie humana verse en el caso de imponer a sus semejantes un trabajo que sólo las bestias debieran realizar. Se me ha dicho que tanto españoles como naturales del país montan a espaldas de estos silleros con tanta sangre fría como si cabalgaran a lomo de mula y que muchos de estos infames no han vacilado en aguijar las carnes de los pobres hombres cuando les viene en gana pensar que no marchan con suficiente rapidez. Yendo de camino uno tras otro, el carguero que va adelante como guía de los demás silba cada cinco o diez minutos para indicarles la ruta que va siguiendo libre de tropiezo[115].
+Agregamos nosotros que la institución de sillero o carguero no fue exclusiva de nuestro país, pues la encontramos en casi todos los países hispanoamericanos, durante los siglos XVI a XIX, y aun durante el XX, a juzgar por crónicas de viajeros y cuadros de costumbres, por más que cierto prurito chauvinista de algunos países les haya llevado a ocultar infantilmente lo que no podrá borrarse de nuestra realidad histórica y social.
+Como lo afirmamos al comienzo de este capítulo, a nuestro viajero británico lo sedujo la variedad y el exotismo de nuestra fauna selvática y tropical. Y es justamente esta una de las características más valiosas de su relato, pues mientras otros viajeros callan sobre el particular o se muestran demasiado sobrios, y no le dan mucha importancia a este aspecto, el coronel Hamilton nos deja uno de los más vivos testimonios sobre los animales salvajes, algunos de gran peligrosidad, que fue encontrando por el camino. Si reunimos algunas de las páginas relacionadas con este tópico, tenemos una especie de curioso y pintoresco zoológico de papel. Al fin y al cabo, los animales también cuentan —y mucho— en esto de la colonización y particularmente del medio ambiente de la época, que dista mucho de parecerse al actual. Ciertamente los colonizadores iniciaron la persecución a esta fauna maravillosa, que hoy decora las crónicas de los viajeros, generalmente para defenderse de esas fieras que constituían uno de los peligros más serios para ellos y sus familias. También lo hicieron para utilizar la carne de algunos de ellos. Pero no puede negarse que el cazador profesional —uno de nuestros grandes depredadores— no pudo refrenar sus instintos sanguinarios y acabó, por puro deporte, con esa fauna cuya extinción hoy lamentamos.
+Entremos, pues, de la mano del coronel Hamilton, a este mundo animal que hoy nos parece de fantasía:
+A la madrugada del 25 de diciembre la expedición estaba lista a partir de Portachito. Habíamos mantenido encendidas grandes fogatas para ahuyentar los tigres y proteger especialmente a las mulas, que muy a menudo son víctimas de los audaces ataques de estos felinos. A cada rato les oímos rugir durante la noche, acompañados del desapacible aullido de los simios rojos; y al añadirse a tan medroso vocerío el áspero graznar de las aves nocturnas, resultaba una infernal serenata no arrulladora de verdad, para el oído inglés de Mr. Cade y el mío.
+Un poco más adelante, agrega a su zoológico de papel las siguientes piezas:
+Continuamos todo el día nuestra marcha por el camino cenagoso bordeado de selvas impenetrables, subiendo poco a poco hacia la cima de este ramal de los Andes. Vimos por allí pájaros muy raros que no conocíamos, de tamaño como un faisán, de brillante plumaje y largo pico; me decían los peones que estas selvas estaban pobladas de aves que no se encontraban en el Valle del Cauca ni en las provincias de Mariquita o Neiva[116].
+Tanta es la emoción de nuestro viajero que exclama, a renglón seguido, esta verdad de a puño: «¡Qué campo de investigación tan amplio y rico ofrecían estas montañas a ornitólogos y botánicos dotados de temple suficiente para arrostrar, eso sí, toda clase de privaciones y penalidades!». Esto no lo decía un científico sino un coronel de un ejército europeo. Pero, ¡cuánto sentido común hay en esas pocas palabras de admiración hacia lo que nuestros antepasados no supieron valorar ni conservar! Continuando con su admirable zoológico del recuerdo, el viajero inglés agrega estas otras piezas:
+Esta mañana un peón mató con su bordón una culebra de piel verde brillante y de ocho pies de largo que yacía dormida a dos o tres yardas del camino. Comentaba después que tal clase de serpientes llegaba a tener gran tamaño y que muchas veces las había visto subidas en un árbol a caza de pájaros y animalillos de toda clase, pero que su mordedura no era venenosa[117].
+¿Se refería el coronel a una de nuestras inofensivas culebras cazadoras? ¿A uno de aquellos vistosos ofidios que, no hace mucho tiempo en algunas haciendas del Tolima y de otras regiones eran cebadas para que acabaran con plagas tales como ratones y comadrejas? En fin, dejando esto a los expertos, el coronel Hamilton continúa su recolección, en el recuerdo de sus viajes, con estas otras piezas, ubicándolas —como en los museos de historia natural— en sus respectivos ambientes:
+Ya habíamos dejado atrás el [río] Trucha y pisábamos un terreno más sólido, desde cuyas alturas se podían contemplar más amplios panoramas. Hasta donde alcanzaba la vista cubría las montañas selva impenetrable, a no ser por el sendero estrechísimo que seguíamos y que a duras penas se podía transitar. Ya por la tarde, al bajar acompañado por dos peones hasta un arroyuelo que corría por el pie de la montaña, uno de ellos me enseño un jaguar de gran tamaño que estaba bebiendo en la orilla a unas 200 yardas de distancia. El felino nos clavó la mirada por espacio de dos o tres segundos, pero luego, volviendo grupas, se internó a paso mesurado por la selva; actitud que recibió mi aprobación irrestricta, como que en el momento nos hallábamos desprovistos de lanzas o de cualquier arma de fuego.
+Como buen observador, continúa registrando estas otras especies, metidas, como todas, dentro de su propio hábitat:
+A las seis de la mañana del 26 de diciembre partimos del alto que nos sirvió de posada y comenzamos a ascender rápidamente. De camino vimos bandadas de pavos silvestres y a buen seguro que, de llevar con nosotros nuestras escopetas y cartuchos, nos hubiéramos procurado, por lo menos, dos o tres buenas comidas, pues la carne se conserva bien en un clima ya tan frío. Pero al fin y al cabo, al viajero que transita por tan abrupta e inhóspita región, sólo le obsesiona la idea de llegar cuanto antes al término de su jornada, más si se ha visto obligado a andar a pie. Uno de los silleros me señaló huellas de tigre y de oso negro, las primeras de las cuales, frescas aún, me indujeron a tener ojo avizor para evitar una sorpresa peligrosa al pasar por los desfiladeros[118].
+Después de traspasar lo más alto de la cordillera y admirar desde allí el imponente cono del Nevado del Tolima, el coronel y sus acompañantes empezaron el camino del descenso hacia la población de Ibagué. Pero, un poco antes, nuestro viajero descubrió la existencia de otro animal, por desgracia —y por la acción de los cazadores— ya casi extinguido por completo. Veamos:
+Llegando ya a la cumbre de los Andes, descubrimos a lo largo del camino huellas de danta —asno salvaje— de pezuña hendida en dos, como la del cerdo. Este animal sólo habita en las alturas de los Andes y es muy raro que los indios logren acercársele lo suficiente para hacer presa en él. Según la descripción de los peones, tiene piel de color leonado oscuro, es muy veloz en la carrera y su tamaño es mayor que el de un asno bien desarrollado[119].
+Pero no todo son animales salvajes, porque nuestro viajero también se va a ver deslumbrado por otra clase de piezas, algunas muy bellas, y otras muy simpáticas. Démosle, pues, la palabra, para que nos diga cuáles son ahora sus hallazgos:
+Habíamos comenzado ya el descenso hacia las llanuras de Ibagué, y el ambiente se sentía más tibio y agradable. Durante la jornada vi una gran variedad de mariposas, algunas de gran tamaño, con alas de color carmelito oscuro con brillantes manchas rojas, y bandadas de micos descolgándose de los árboles y asomándose al camino para mirarnos con curiosidad, haciendo muecas y visajes.
+Aquí también debieron de inspirarse los colonizadores para improvisar sus famosas coplas llamadas monos, pues parece que era el animal que abundaba en las selvas de toda la región colonizada.
+Pero no todo fue admiración por la naturaleza. Porque nuestro coronel también padece lo indecible en estos caminos de miedo. Lo que él nos cuenta en su interesante libro viene a complementar lo que otros viajeros nos han dicho sobre esos caminos y esas trochas donde el hombre se juega la vida. Veamos cómo describe el coronel alguno de los pasos más difíciles en su travesía por los despeñaderos y selvas del Quindío:
+A las seis y media de la mañana del 28 de diciembre, la expedición se aprontaba ya a continuar el viaje. Estaba tan fría el agua que, al tomarla, hacía doler los dientes. Mr. Cade persistía tercamente en continuar la marcha sin apearse de su mula, no obstante haber sufrido peligrosas caídas o de haber sido lanzado de su montura más de seis o siete veces por las ramas de los árboles que interceptaban el camino; porque sucede que, cayendo [los árboles] estos a menudo sobre la angosta senda en los desfiladeros, dejan apenas espacio suficiente para el paso de las bestias, a menos que el jinete se agache hasta formar un mismo plano con el lomo de la mula. Tuvo el tenacísimo caballero la suerte de escapar a todos estos peligros con un rasguño apenas en la cabeza. En algunos trayectos que, en ocasiones alcanzaban hasta dos leguas continuas, el camino se convertía en un verdadero túnel oscurísimo, a lo sumo de tres o cuatro pies de anchura, con vegetación tupida y exuberante a lado y lado. En consecuencia, quien se aventura a pasar por tan estrechos y oscuros pasadizos, debe estar continuamente sobre aviso, para evitar herirse contra los picos de roca que se proyectan sobre la senda, para esquivar las lancetas espinosas de las guaduas que bien pudieran sacarle un ojo, o para ponerse al abrigo de un golpe violento que lo lance lejos de su cabalgadura al chocar con la ramazón de un árbol caído. Es claro que en tales circunstancias resulta mucho más cuerdo andar a pie. En ocasiones, tales desfiladeros se convierten en campo de disputa para los peones de partidas que allí se encuentran viajando en sentido contrario para decidir cuál de las dos debe retroceder dejando paso a la otra, especialmente cuando van con bueyes o recuas de mulas. Aquel día precisamente un pelotón de peones conducía a Cartago una partida de bueyes cargada de sal, y observé que los fardos que llevaba cada animal son más bien pequeños y colocados al lado de las ancas, de manera que no encuentran obstáculos a pasar por los pasadizos que quedan descritos. El buey alcanza a cargar de ocho a diez arrobas de sal, y debido a su mayor fuerza y resistencia, puede salir avante al atravesar los lodazales donde una mula quedaría anegada sin remedio[120].
+Sin embargo, no todo en este viaje fueron tristezas y penalidades. Porque al final —sólo al final— vino quizás la única gran alegría: la de terminar la penosa odisea por tierras del Quindío, para entrar a los llanos del Tolima. En efecto, nuestro viajero dice a este respecto:
+A las dos de la tarde, más o menos [del 28 de diciembre] llegamos a un tambo [ramada o cobertizo] construido especialmente para dar alojamiento a los viajantes, lo que nos causó gran contento, pues esa construcción, con ser humilde, era un mensaje de la civilización. Habíamos comenzado ya el descenso hacia las llanuras de Ibagué, y el ambiente se sentía más tibio y agradable […]. Marchábamos ahora de muy buen humor y contentos con la perspectiva de llegar pronto a Ibagué a descansar de nuestro penoso tránsito por las montañas. Siendo ya casi las doce oí gritar a uno de los peones que ya alcanzaba a divisar un rancho; oyendo lo cual, todas las miradas se dirigieron a escudriñar el horizonte para lograr vislumbrarlo, con la misma ansiedad que los pasajeros aprisionados en un buque durante interminable travesía, buscan con ojos ávidos la silueta oscura de tierra en lontananza. A poco atravesábamos por una extensa plantación de maíz y, a la una, llegábamos a un lugar llamado Morales, ocupado por la cabaña solitaria que a distancia columbrara el arriero. Habíamos caminado ocho leguas españolas y me apremiaba llegar a Ibagué, pues mis alborgas empezaban a gastarse y tenía ya los talones medio desollados con el roce de los ataderos. Tan pronto como tomamos posesión de nuestra posada, Edle le compró dos gallinas a la mujer que en ella vivía y, aderezando además algunas papas que guardaba como preciada reserva, preparó un suculento almuerzo. Esa misma mañana realizó también Edle la hazaña de matar una serpiente coral. Ya por la noche, los pobres peones, más alegres que alondras a la aurora, armaron fiesta, bailando al son de las guitarras y de la estruendosa carrasca, con dos chicas mulatas que vivían también en la posada[121].
+De aquí en adelante, el coronel Hamilton y sus compañeros de viaje van con el corazón rebosante de alegría porque muy pronto llegarán a Bogotá, la meta deseada.
+Otro viajero muy ilustre, también alemán, visitó las zonas de la colonización antioqueña del occidente de Colombia, en 1880. Ya para esta época los territorios que nos describen el barón Von Humboldt y el coronel Hamilton están relativamente poblados, ya se levantan allí prósperos centros urbanos y ya la economía cafetera es el eje de esta empresa colonizadora. Vamos a tener, pues, finalmente, otra visión del fenómeno colonizador y, sobre todo, vamos a ver la pujanza extraordinaria de esta raza antioqueña articulando todos los pueblos que había venido fundando, para construir toda una estructura económica, tendiente a transformar un país entero. Sorprende, en verdad, que esta empresa gigantesca se hubiera realizado durante un siglo de guerras civiles, pero conforta, al mismo tiempo, que mientras unos asolaban al país, destruían pueblos y cosechas, y anegaban en sangre todo el territorio nacional, otro grupo numeroso de gentes, otros ejércitos armados con azadones, hachas y machetes, fueron construyendo las bases de una nación nueva y pujante. Es una verdadera paradoja histórica.
+Ese viajero alemán de fines del siglo XIX es el geógrafo, economista y catedrático Friedrich von Schenck, de quien se ha dicho que «sus obras fueron en aquellos tiempos obligada lectura para quienes quisieron conocer estas tierras, desde las universidades y bibliotecas de la Europa Central». Como casi todos los viajeros europeos del siglo XIX, Friedrich von Schenck penetró al interior del país por el río Magdalena —en este caso por el puerto de Barranquilla— hasta Puerto Nare. Aquí tomó el viejo camino de herradura hasta Medellín y desde esta ciudad siguió la ruta que habían hecho los colonizadores hasta Manizales y luego hacia las tierras del Cauca. De regreso a Bogotá atravesó las tierras del Quindío. Sus experiencias de viajero atento y avizor las consignó en un pequeño libro titulado Viajes por Antioquia en el año de 1880 y, como antes se dijo, tienen un gran valor desde el punto de vista geográfico y económico[122]. Aquí es el científico el que habla, con la objetividad propia de quien procura ser exacto y veraz en sus apreciaciones. Es deliberadamente crítico, y con razones poderosas, al referirse a algunas de nuestras costumbres, como cuando observa el poco respeto que hemos tenido los colombianos por nuestros bosques, por nuestra naturaleza. Así, por ejemplo, cuando navega el Magdalena, se da cuenta de la tala indiscriminada y absurda de nuestros bosques y escribe:
+El guayacán se encuentra en el Valle del Magdalena en muy grandes cantidades; además existe en gran número la palma de vino, cuyo jugo usan los teguas negros como medicina eficaz contra la esterilidad de las mujeres. Cerca de las aguas se encuentra la no muy alta palma de tagua cuyo fruto representa hace años un importante artículo de exportación de Colombia. Desgraciadamente, el instinto natural de destrucción hacia todo lo que es madera y bosque, característico de la raza española y de sus mezclas, está acabando con ella. Los peones acostumbran tumbar la palma apenas por encima de las raíces, para recoger así más cómodamente las nueces, muchas veces no maduras, que se encuentran entre las chamizas de la palma. El mismo procedimiento se aplicó con el caucho, con la quina, y las consecuencias de este método bárbaro de explotación se hacen sentir no sólo desde entonces[123].
+Podríamos agregar nosotros que esta política criminal de deforestación ni era nueva en 1880, ni ha cesado hasta el momento, ya que todo parece indicar que ha sido una de nuestras constantes históricas como pueblo, pues hoy por hoy dicho vicio subsiste en mayor grado a tal punto que son millares de hectáreas de bosques los que logramos arrasar cada año y que, de seguir así, no transcurrirá mucho tiempo para nuestro país se vea convertido en un verdadero desierto por la sequía de los ríos, el arrasamiento de las selvas y la pérdida sistemática de la capa vegetal. Navegando el Magdalena son de verdadero interés las descripciones que él hace del paisaje, tal como esta que nos da una clara idea de las ricas y maravillosas fauna y flora lamentablemente extinguidas:
+El otro aspecto del río es una inmensa superficie de agua, casi sin horizontes, en la cual se encuentran regados islas y bancos de arena, como por ejemplo arriba de Badillo, en la vuelta de Durú, cuya anchura calculo de cinco kilómetros. La extensión de las crecientes periódicas y de sus sedimentaciones, es fácilmente reconocible en la vegetación que se eleva aquí en forma de gradas; detrás de la desnuda arena empieza una tierra de gramíneas completamente limpia y sin arbustos; detrás de esta faja sigue un cinturón de matorrales entretejidos con guarumos, que al parecer se desarrollan especialmente bien sobre tierras aluviales recientes; detrás de esta faja empieza la selva alta y espesa. Legiones de caimanes están descansando sobre los bancos de arena, y desde el barco son saludados con una granizada de balas de revólveres y carabinas Remington. En los matorrales bajos se ven de vez en cuando jabalíes y si el vapor se acerca mucho a la orilla, entonces se ven pequeños monos que miran asustados desde las copas de las ceibas y los cedros. Entre los pájaros se destacan especialmente grandes cantidades de guacamayos de muy vivos colores, y una especie de garzas blancas, que se llaman aquí falsamente gaviotas. En la parte media del río no se encuentran mosquitos en cantidades tan espantosamente grandes como más abajo de Puerto Nacional; pero sí son suficientes para que el maltratado viajero piense con envidia en los viejos y buenos tiempos, cuando el zancudo, Culex cyanopterus, todavía era desconocido en el Magdalena. La invasión de este tigre entre los mosquitos data según Humboldt del año de 1801[124].
+Viajando de Nare hacia Medellín el señor Schenck pudo ver grandes extensiones de cultivos del maíz, lo cual lo llevó a escribir estas interesantes observaciones sobre el tipo de cimentación del antioqueño:
+El maíz es el producto más importante de estas montañas. Donde no se da el maíz, tampoco se da el antioqueño. Del maíz preparan su alimentación básica y preferida: la arepa —son panes o ponqués redondos, sin sal y levadura—, preparada de granos de maíz machacados en un mortero de madera, y la mazamorra —masa de maíz cocida en leche o agua—; choclos —mazorcas viches, tostadas—, estos últimos son el dessert. Si además tienen su tacita de chocolate con queso, y su plato de fríjoles, más su tasajo o carne picada, que es carne secada en el sol y molida entre piedras, entonces es el hombre más feliz del mundo, sin aspiraciones a otra alimentación.
+A renglón seguido, el viajero nos hace algunas observaciones sobre las características físicas de este pueblo, lo mismo que de su vestimenta, de lo que para él representa la familia y de otros aspectos relacionados con sus costumbres. Dice así el señor Schenck:
+Los antioqueños son un pueblo fuerte, laborioso y serio; a ellos pertenece el futuro de Colombia. Ya Boussingault admiró su fuerte constitución. Después de haber visto los mulatos flojos y los gastados habitantes de las tierras bajas, las figuras altas y atléticas de los habitantes de la montaña, y sus mujeres bonitas y de sanos colores, representan un muy agradable aspecto. La vestimenta es sencilla; los hombres llevan pantalón y un saco largo de manta, que es una tela de algodón, sombrero de paja, jipijapa, que se elabora en el país —Aguadas y Sopetrán, entre otros— de la hoja de palma de Iraca, más la ruana —en el resto de Suramérica llamada poncho— y el indispensable carriel. Las mujeres llevan faldas cortas, y los mismos sombreros que los hombres; el pelo les cae en dos largas trenzas sobre la espalda; las que están en condiciones económicas de comprarse el pañolón de merino negro con largas mechas de seda negra, lo tienen. Las muchachas pequeñas con frecuencia usan la montera, que es una cachucha de lana. Todo el mundo anda descalzo. También el rico habitante de la ciudad de Medellín, Antioquia o Manizales, que acostumbra en su casa el cubilete y sacoleva, y su señora, que está contagiada de las modas de París, y que absurdamente usa polvos en su faz bonita, todos ellos se ponen para los viajes y para el campo el traje típico nacional. Sólo los zapatos no los dejan[125].
+Sobre la vida familiar y las costumbres religiosas observa nuestro viajero:
+La corrupción, que ha contagiado ya hace tiempo a todas las clases de la población en los países de América del Sur, aquí todavía no ha entrado, y el forastero está asombrado, de encontrar bajo estas latitudes ardientes, costumbres casi puritanas. Todavía la vida familiar es ejemplar, y el sentido de la familia fuertemente desarrollado. Voluntariamente los numerosos hijos aceptan la autoridad del padre —matrimonios con 15 y 20 hijos no son aquí ninguna excepción— […]. En los campos el rosario de la tarde reúne a toda la familia alrededor de su jefe, y también en las ciudades esa costumbre todavía es muy cultivada. Las relaciones no legítimas son escasas, y en el campo casi desconocidas. Los matrimonios se realizan a temprana edad, quizás demasiado jóvenes, y padres de 17 años y madres de 15 años son muy frecuentes. Solterones caprichosos no existen, y provocan el disgusto de toda la gente de bien, y se niega a estos sencillamente el derecho de la existencia[126].
+Como buen observador de los fenómenos económicos y de las costumbres colectivas, el señor Schenck anota en su cuaderno de viajes:
+La economía es una característica del antioqueño, y sus vecinos la interpretan muchas veces como tacañería, lo mismo que su facilidad para los negocios la atribuyen a una fuerte invasión judía y de moros en el siglo XVII de España. Tal vez es exagerado decir que la economía y el trabajo han proporcionado al campesino antioqueño un elevado bienestar; pero la desnuda pobreza en el campesino es rara, y en algunas regiones con buenos suelos sí existe la riqueza y el bienestar. Así por lo menos en el Valle del Alto Porce, el lindo cañón de Medellín. Fácilmente engaña aquí la apariencia al viajero forastero, que debido a la poca permanencia, no se puede formar un concepto real de la situación. El campesino mal vestido, mal alimentado, y que vive en ranchos infelices en el interior de Colombia, generalmente es acomodado; sólo aquí, en el país de la libertad y de las guerras civiles, tiene toda la razón de aparecer lo contrario, y así le confía los ahorros a la madre tierra. Esta costumbre de enterrar sus ahorros ha vuelto maestros a los indios en el Tolima y Cundinamarca[127].
+Se refiere el economista alemán a la costumbre bastante generalizada en los colombianos de aquella y de anteriores épocas, de enterrar sus fortunas para protegerlas de la codicia humana. Efectivamente, los indígenas acostumbraron, por lo general, enterrar sus objetos valiosos para ponerlos a salvo del saqueo de los conquistadores. Este tipo de tesoros ocultos son denominados, en el lenguaje vulgar, como guacas, para diferenciarlos de otros más recientes, que fueron los que escondían, también bajo tierra, o entre aberturas hechas en gruesas paredes, aquellas familias ricas, en la época de nuestras guerras civiles del siglo XIX, para protegerlas también del saqueo de los ejércitos en pugna. Estos últimos son denominados simplemente entierros —vajillas, monedas de oro, joyas personales y armas— y han dado origen a muchas leyendas regionales. Están íntimamente ligados a los espantos, es decir, a seres de ultratumba, ánimas en pena, que permanecen al pie de esos objetos escondidos, en formas muy diversas según las profesiones que ejercieron en vida —curas, militares, etcétera—, esperando a quién revelar su secreto, para poner fin a los sufrimientos a que dichas almas han sido condenadas.
+Un aspecto muy simpático de las costumbres del antioqueño de esa época, de sus fiestas y diversiones, lo consigna nuestro viajero en esta forma:
+El antioqueño —por una muy rara excepción entre los latinos— es poco dado a los placeres festivos. El número de ferias y fiestas en el año es aquí mucho menor que en los otros estados colombianos. Las familias viven recogidas y por sí solas, y para el rico habitante de las ciudades, el paseo dominical a caballo hacia su quinta, es casi la única distracción. Las señoras de las clases altas casi nunca se ven, excepto detrás de las ventanas enrejadas, o muy de mañana en la primera misa que jamás pierden[128].
+Es curioso que el señor Schenck no haya observado la sociabilidad y locuacidad del antioqueño, de todos los estratos sociales, ni se haya percatado de dos vicios que han sido inveterados en la estirpe y que están tan íntimamente ligados a la vida social, como son la afición por el licor y por los juegos de suerte y azar, de los cuales nos hablan otros viajeros, y que en lugar de desaparecer continúan fuertemente arraigados en el pueblo. Así, por ejemplo, respecto al alcoholismo, nos dice:
+En Antioquia la justicia se ejerce bien, pero no tiene mucho trabajo. La causa de tantos crímenes, el alcohol y su borrachera, no está tan extendida como en los estados hermanos; solamente hace algunas decenas de años se encuentra en las ciudades más grandes —y aquí desgraciadamente entre los cachacos o jeunesse doré— y en las colonias antioqueñas, o en las regiones limítrofes de los estados del Cauca y Tolima[129].
+Sobre la laboriosidad y la abnegación de la mujer antioqueña, sin cuyo espíritu emprendedor y su sentido estoico de vida no hubiera sido posible la empresa colonizadora, nos dice nuestro viajero lo siguiente:
+En contraste con las ciudades de la Costa (Cartagena, Barranquilla), donde la mayoría de las tiendas son atendidas por señoras, en Antioquia estas no toman parte en los negocios. Pero sí la toman en grande escala las mujeres de las clases bajas. Muchas veces he visto ejecutar por ellas los trabajos agrícolas más pesados, y es sumamente triste observar cómo en el camino a Medellín, en las caravanas de peones de carga, al lado de fuertes y atléticos hombres, viejas mujeres y muchachas jóvenes, que llevan cajas y bultos sobre la espalda sujetos con una cincha que pasa por la frente, y que van a través de las montañas y ríos tormentosos de Antioquia. Esta degradación del hombre como animal de carga, que ya hace 80 años provocó las más airadas protestas de Humboldt, en su viaje a través del Quindío, todavía es en algunas regiones de Antioquia bastante común[130].
+En cuanto a la producción agrícola del viejo Antioquia, consigna estos datos de importancia:
+Ha aumentado mucho en estas regiones el cultivo del café, que por su calidad y buen grano está destinado a jugar un papel muy importante en el mercado europeo. El cultivo es aquí de fecha reciente. Al principio, y todavía en la mitad del siglo, la producción total en el Estado se calculó en 3.600 arrobas. En el año de 1877 ya existían mucho más de 3.000.000 de cafetos. La producción aumentaría considerablemente si existiera una mayor facilidad de transportarlo a la Costa. Las alturas frías en la cordillera divisoria entre el río Negro y Porce producen una excelente papa, que no prospera en los valles, porque la mata crece demasiado. La subida desde río Negro hasta el alto de Santa Helena es pendiente, pero mucho más aún la caída hacia el Porce. La vista desde el alto sobre el cañón de Medellín constituye uno de los paisajes más bellos de la parte tropical de Sur América[131].
+Después de hacer estas observaciones generales sobre las costumbres y la economía de los antioqueños, el señor Schenck decide abandonar a Medellín y poblaciones aledañas para emprender su viaje, primero al Cauca, pasando por Manizales y luego, de regreso a Bogotá, pasando por las intrincadas selvas del Quindío. Sobre la iniciación del viaje por estas tierras de colonización dice lo siguiente:
+Apenas las lluvias disminuyeron, en los últimos días del mes de noviembre, salí de Medellín con dirección al sur. El llamado camino real, que comunica la capital del Estado con los distritos del sur, es el mismo que yo tomé en el año 1878 para ir a Manizales, pasando por Abejorral y Salamina. Una vez que termina el invierno, este camino se pone pesado y peligroso para las mulas, porque el lodo se convierte bajo la influencia de los rayos solares en una arcilla pegajosa. El transporte de la carga se efectúa sobre esta ruta en su mayor parte con bueyes y los cascos de estos útiles animales dejan huellas muy profundas en la arcilla, que se está endureciendo. Las mulas pisan de costumbre en estos huecos; pero debido a que la mula pone la mano derecha y el buey junta las dos manos hacia el centro, la mula está obligada a caminar de una manera no natural, debido a que pisa las huellas del buey, cansándose pronto y cayendo con frecuencia. Por esto los viajeros tratan de evitar los caminos de los bueyes en cuanto sea posible al principio del verano. Debido a este hecho, y al deseo de conocer otra parte de Antioquia, resolví tomar el camino poco usado que lleva hacia las minas de oro y plata en Marmato, escogiendo así una ruta más hacia el occidente. Me acompañó el señor Schmidtchen, un botánico alemán que quería estudiar la flora durante el camino entre Caramanta y Filadelfia[132].
+Siguiendo su ruta pasan por los pueblos de Caldas y Santa Bárbara. De la región de Antioquia, al occidente del Cauca, son estas observaciones de gran interés económico:
+Los pueblos en esta parte, especialmente los del departamento del suroeste, son de creación reciente. Hasta hace apenas 40 años entraron los primeros colonos en las selvas de los actuales distritos de Jericó y Caramanta, venidos desde Titiribí y Fredonia. A partir de entonces se asentó en la región norte de Jericó una numerosa población, que se dedica especialmente a la ganadería y tiene fama de ser muy peleadora. En el año de 1880 existían allá más de 50.000 reses, y su rápido aumento recompensa la disminución de esta actividad en otras partes del estado. En esta ocasión quiero anotar, que en Antioquia existían en el año de 1807 solamente de quince a dieciocho mil cabezas de ganado —según Caldas—; según Pérez se contaban en el año de 1852, 115.000 cabezas y según la memoria del presidente del Estado existían en el año de 1879 trescientas sesenta mil cabezas de ganado que representan un valor de $ 6.171.000. Al sur de Jericó, en las regiones boscosas y poco pobladas del río Docato, se encuentran algunas minas de oro con muy buen rendimiento. Todavía muy escasamente poblada está la tierra entre el Cauca y su afluente el río Cartama, que lo había nombrado arriba como distrito de Caramanta. Un día de viaje al sur de Puerto de Caramanta se encuentran únicamente algunos ranchos dispersos en la selva[133].
+Del pueblo de Marmato, que tanto interesó a su curiosidad de economista, hace estas interesantes observaciones:
+El pueblo de Marmato, de bastante importancia, recuerda más a las regiones californianas de oro en Norte América a mediados de nuestro siglo, que a Colombia. La población compuesta de algunos empleados ingleses y alemanes, de muchos negros y aventureros antioqueños, que tuvieron que abandonar el territorio al otro lado de Arquía por una u otra causa, dan una impresión bastante atrevida y temeraria. Llama la atención al viajero el traje de las negras que trabajan en gran número las minas y que debido a un invento especial amarran sus cortos vestidos en tal forma que parecen unos pantalones[134].
+Sobre la intensa actividad minera que desde mucho antes se realizaba en estas tierras, observa lo siguiente:
+En el trayecto de Marmato a Riosucio se encuentran varias pequeñas minas explotadas por particulares no muy acaudalados, y por lo mismo explotadas en forma primitiva. No cabe duda de que los indígenas ejercieron la minería antes de la llegada de los españoles. En una de las minas de Marmato se encontró hace algunas decenas de años un instrumento de trabajo con una aleación de oro y cobre, y con un extraordinario grado de dureza que es prueba de bastantes conocimientos sobre el trabajo de metales entre los indígenas. Desde Chandía se dominan los muy enredados ramales de la cordillera que ocupan el departamento del sur de Antioquia, la tierra entre los páramos y la Cordillera Central, del cañón del río Armas, y del Cauca y Chinchiná. Este territorio fue colonizado más intensamente hace apenas 40 años, especialmente la parte del sur desde la quebrada Pácora. Los pueblos Aranzazu (El Sargento), Manizales y Filadelfia son de fundación más reciente; y en su dirección oriental hacia los páramos, la colonización avanza muy lentamente. Especialmente la región al oriente del camino real que va de Salamina a Manizales, y que en el norte y el sur es limitada por el río Pozo y la quebrada Tapias respectivamente, muestra hace muy poco tiempo los primeros síntomas de la cultura que está penetrando, mientras casi el 95 % de su territorio todavía está ocupado por una maravillosa selva[135].
+De Marmato el señor Schenck pasó a Manizales, por los abruptos caminos ya descritos por todos los viajeros que tuvieron oportunidad de padecer sus malos pasos. Aquí su curiosidad se torna en asombro al comprobar su rápido desarrollo. Y anota en su cuaderno de viajes:
+Desde mi primera visita a Manizales, en el año de 1878, el poblado ha crecido de tal manera que casi no lo reconocí. En la actualidad [1880] tiene 12.000 habitantes y el gran número de sus edificaciones es índice de continuos inmigrantes. No menos de 100 casas y ranchos estaban en construcción. Los frecuentes terremotos de los años 1875 y 1878, causados por el cercano volcán del Ruiz, sólo interrumpieron momentáneamente el crecimiento de la ciudad. Apenas transcurridos algunos meses sin movimientos técnicos [sic] y calmadas ya las mentes, los refugiados, junto con nuevos inmigrantes, regresaron a la ciudad, en cuyas esquinas aparecieron otra vez, dedicados a sus labores los albañiles y carpinteros. El convencimiento de que en Manizales se podía hacer dinero, y el deseo de aprovechar esa oportunidad, dominaron en el aventurero antioqueño el bien fundado miedo ante el intranquilo volcán del Ruiz. La iglesia, bastante averiada por causa de dos terremotos en el año 1878, y solamente en mínimo grado restaurada, desfigura con su estado ruinoso la plaza principal, cosa que interpreto como una disminución del sentimiento religioso de los manizaleños, tan fuerte en el resto de Antioquia. La parte central de la ciudad, incluida la plaza, está edificada sobre una loma, por cuyas vertientes se extiende hacia abajo. En el occidente esa loma está dominada por una estrecha y fuertemente inclinada cuchilla, que aún forma parte del área urbana, y desde donde se ofrece una excepcional vista sobre la pared de Marmato, las montañas de Caramanta, la cadena de los páramos y las montañas nevadas de la Cordillera Central[136].
+En casi todos los relatos de los viajeros de la Colombia del siglo XIX abundan los apuntes simpáticos y hasta jocosos que retratan espléndidamente aspectos de nuestra idiosincrasia. Aquí va uno de ellos, en que se pone de presente nuestro carácter inconstante, el entusiasmo con que emprendemos una obra para abandonarla luego, dejándola inconclusa, o para convertirla en algo muy diferente a lo que habíamos planeado. Veamos estos párrafos que, además, nos transportan, como por encanto, a una época de candidez, muy propia de sociedades primitivas o, al menos, de pueblos que están atravesando por su infancia, que no es otra cosa que la edad feliz en la que se hacen las primeras incursiones al mundo de la tecnología. Dice nuestro viajero, a ese respecto:
+Si anteriormente hablé de las trochas que comunican a Manizales con el mundo exterior, por lo menos es justo hacer aquí mención de un gran trabajo en el arte de la construcción de vías, que estaba destinado a satisfacer el orgullo de los manizaleños y la admiración de los forasteros. Una carretera en construcción, de la que ya se había adelantado una legua, era muestra típica del modo tan precipitado e impensado como el fácilmente entusiasmado hispanoamericano empieza los trabajos más difíciles y costosos, para abandonarlos después de corto tiempo, desilusionado y aburrido. La historia de esta carretera es, en pocas palabras, la siguiente: Un tipo vivo y especulador se consiguió en Barranquilla un coche viejo, que desarmado y sobre las espaldas de los bueyes de carga, fue llevado a Honda, a través de las alturas del Aguacatal hasta Manizales, en donde causó una sensación tan grande como justa, ya que se trataba del primer vehículo de su clase que llegaba a esta ciudad. En el pueblo soberano se despertó el deseo —seguramente fomentado por el dueño del coche, que estaba interesado en el aprovechamiento económico de su adquisición— de ver trabajando el vehículo. La municipalidad, preocupada por su popularidad, dictó una resolución ordenando la construcción de la carretera hacia el páramo del Aguacatal. Más tarde, seguramente, se encontrarían medios para llevarla a través del páramo hacia Honda. La idea era demasiado absurda, pero no dejó de recibir la aprobación total. El mismo Gobierno del Estado no se pudo alejar del entusiasmo por la gran obra patriótica y ordenó una subvención de sus escasos recursos. Media compañía de zapadores y un grupo de presos empezaron inmediatamente la obra, y a fines de 1880 el coche, siempre ocupado, corría de la mañana a la noche sobre la carretera de una larga extensión. Los ricos y los pobres se dedicaron a este nuevo deporte de pasear en coche, y el dueño del mismo tuvo grandes ingresos. Al Estado costó esa diversión muchos miles de pesos, y la continuación de la carretera se aplazó ad calendas graecas[137].
+No sabemos, en realidad, si se trataba de un coche tirado por caballos, de una especie de victoria, o de un automóvil a vapor, eléctrico o de gasolina —pues en 1880 apenas estábamos en la infancia del maravilloso invento—, pero de todos modos el incidente descrito iría a repetirse en gran número de nuestras aldeas, hasta las primeras décadas del siglo XX. Casi todas ellas registran en sus historias regionales la traída del automóvil, desarmado, empacado en turegas y guacales, a lomo de buey, atravesando las cordilleras, por entre los barriales y al borde de los abismos, en medio de toda clase de penalidades y sinsabores, únicamente para que los aldeanos, ricos y pobres, pudieran montar en tan asombrosos inventos. En casi todas nuestras aldeas, carentes en ese entonces de cafeteras de verdad, tales automóviles nunca surcaron otras vías que sus tres o cuatro callejuelas y alguna avenida de pocas cuadras, construida para el caso, en medio de la polvareda, los silbos y la gritería de los chiquillos que corrían detrás, tratando de subirse a la parrilla de los equipajes, siempre vacía, o en anchos estribos. Cuando no, en medio de la piedra y las protestas de quienes consideraban que aquello era la llegada del demonio en forma de máquina rugiente, tal como lo pregonaba cierto cura retardatario desde el púlpito de su iglesia.
+Ese espíritu innovador y progresista de los colonizadores antioqueños se manifestaba en diversas formas, en todas las aldeas que iban fundando, y no era raro encontrar en ellas plazas de toros confeccionadas con guaduas, hipódromos de pacotilla, teatros donde presentaban sus funciones los maromeros ambulantes, peligrosos e improvisados cables aéreos y muchas otras diversiones que iban saliendo de la imaginación de sus gentes con alma de empresarios. El mismo señor Schenck registra en su cuaderno de apuntes este otro esfuerzo, cuando dice:
+El espíritu progresista de los manizaleños, planeó hacia el año de 1879 una tubería para traer aguas calientes conocidas bajo el nombre de Termales, que se encuentran a cuatro leguas de la ciudad en las faldas del Ruiz, sobre el camino de Ambalema. Una parte del acueducto se había terminado en la forma más rudimentaria con un costo de más o menos dos mil pesos ($ 2.000), cuando una revolución acabó con el trabajo. Todavía hace algunos años un ciudadano de Manizales sostuvo una casa en termales —mejor dicho rancho— para recibir bañistas reumáticos. Durante un largo tiempo las visitas eran frecuentes pero luego se abandonó el lugar debido al clima frío[138].
+Todo esto puede quedarse corto si pensamos que en los años veinte de este siglo en una de esas aldeas fundadas por antioqueños (Líbano) se organizó una compañía cinematográfica y se filmó uno de los primeros largometrajes del país con artistas lugareños. La película titulada Los amores de Keliff recorrió una buena parte de Colombia, pero terminó incendiándose en un teatro de Medellín, no se sabe si para bien o para mal de la cinematografía colombiana. En esa misma población, que por entonces carecía de carreteras —años veinte—, se pensó en construir un tranvía eléctrico que la uniera con la población de Armero, aprovechando el potencial hidroeléctrico de la cascada del río Lagunilla —el mismo que destruiría completamente esta última población en 1985, dejando un saldo de 23.000 muertos—. Tan firme fue este proyecto que se alcanzó a fundar una sociedad con ese propósito y se editó un periódico con el nombre de El Tranvía Eléctrico. El inspirador de esta iniciativa fue el general conservador Eutimio Sandoval —de la guerra de los Mil Días—, cuyo hijo Carlos Eduardo acababa de regresar de los Estados Unidos, con el grado de ingeniero electricista[139]. Anécdotas como esta abundan en nuestros anales provinciales y son reflejo de la idiosincrasia emprendedora del colonizador antioqueño.
+Otra observación simpática que trae el señor Schenck sobre las costumbres de los primeros pobladores de Manizales es la referente a la celebración de ciertas festividades. En efecto, nos dice a este respecto lo siguiente:
+Me demoré lo suficiente en Manizales como para ser afectado por una contribución general, que se realiza entre Navidad y Año Nuevo y que se llama Aguinaldos. Este tiempo es bastante parecido a los Entrennes [sic] franceses. No solamente los mendigos, sirvientes y obreros, sino también los muchachos de la calle, los niños de las familias amigas y —cuando la amistad es más íntima— también las damas exigen su aguinaldo, que puede consistir, según las circunstancias, en efectivo, frutas, dulces, cintas, etcétera. La Navidad tiene en esta región poca importancia, y no se acostumbran las visitas en el día de Año Nuevo. Pero otra cosa es una fiesta de los últimos días del año, el día de los inocentes —día de los inocentes niños del 28 de diciembre— que tiene en Colombia la misma importancia que el 1.º de abril en Alemania; en las partes del noroeste de Antioquia, especialmente en la ciudad de Santa Fe de Antioquia, este día reemplaza el día de carnestolendas y es festejado con carnavales y bailes de disfraz[140].
+A renglón seguido el señor Schenck pasa a referirse al tipo de fiestas que no son religiosas y dice lo siguiente:
+Al fin tuve ocasión en Manizales de asistir a unas festividades populares —sencillamente llamadas fiestas— que ahora otra vez han surgido. Mientras la pompa de las fiestas religiosas más y más se empalidece, la de las fiestas populares es cada día mayor. El hecho de que en este año participaron en las fiestas los dos partidos —políticos—, por primera vez desde 1876, se consideró como de gran trascendencia e indicativo de un largo periodo de paz. Tales fiestas no están ligadas a ciertas fechas, ya que estas se determinan con bastante arbitrariedad por comités nombrados por sí mismos.
+En algunas regiones se realizan en el día de San Juan, que es el escogido para ello desde tiempos inmemoriales. Se prolongan por tres y más días y se componen de maestranzas, carreras, toreo, bailes de disfraz y, desgraciadamente, también de encuentros a cuchilla blanca. Los gastos se reparten por días y por grupos o individuos, que en recompensa pueden elaborar el programa para su día, siendo al mismo tiempo los alférez. En Manizales lo eran el primer día los comerciantes y los oficiales del Batallón aquí acantonado; el segundo los propietarios y los arrendatarios del monopolio de aguardiente y el tercero los empleados públicos y los industriales, reuniéndose bajo este nombre los sastres, los carpinteros y los zapateros. El final de todo lo forma un gran desfile del Batallón de los zapadores, que parece bajo el concepto europeo más bien una danza de ballet; sin embargo, debo reconocer que la tropa era bien entrenada e incomparablemente mejor disciplinada de lo que he visto en Venezuela, Guatemala, Costa Rica, etcétera[141].
+La influencia de las guerras civiles también se hace sentir, de vez en cuando, en algunos de estos libros de viajes. En el de Schenck, por ejemplo, encontramos esta muestra de lo que hoy llamaríamos una componenda política. Dice lo siguiente:
+Esta llanura [del Cauca] es demasiado calurosa para los hijos de las montañas, quienes en vez de seguir hacia el sur, trepan y cruzan la Cordillera Central y se radican en la región montañosa del norte del Tolima. El territorio colonizado por antioqueños en el estado del Cauca comprende el municipio del Quindío, en la orilla derecha del río Cauca, con excepción del distrito de Cartago. Tenía este territorio en el año de 1870 aproximadamente 16.000 habitantes, cifra que desde entonces ha debido crecer considerablemente. Así, por ejemplo, tenía en el mismo año todo el distrito de Pereira [el antiguo Cartago viejo] únicamente 633 almas. Seguramente no me equivoco, si digo que en el año de 1880 la sola población de Pereira tiene entre 1.300 y 1.600 habitantes. Con excepción de Pereira y Santa Rosa de Cabal, todas las demás poblaciones en esta tierra fronteriza son de fundación más reciente y de población puramente antioqueña, que no siempre se compone de los mejores elementos de la madre patria; en estas condiciones están Salento, sobre el Quindío, San Julián, Segovia, Palestina y San Francisco. Hace tiempos se había pensado en Antioquia en anexar este territorio colonizado por antioqueños, y efectivamente existió un convenio secreto entre los godos rebeldes del Cauca y el gobierno conservador de Recaredo de Villa en Antioquia, según el cual este último recibiría como recompensa por su ayuda en derrocar el Gobierno del Cauca, todo el territorio al norte del río de La Vieja y una gran parte del territorio del Atrato. Desgraciadamente el contrato quedó como letra muerta y a Antioquia le sigue haciendo falta su salida natural al mar, mientras en el territorio fronterizo impera un régimen sin ley, que es lo normal en el Cauca[142].
+En cuanto a la magnitud de la gesta colonizadora el señor Schenck trae un dato bien interesante sobre la numerosidad de las gentes comprometidas en la formidable empresa, cuando dice:
+En el año de 1873 el señor Moreno, secretario del estado de Antioquia, calculó cerca de 40.000 el número de las personas que han emigrado en los últimos lustros, siendo de advertir que desde entonces han salido por lo menos 20.000 más, lo cual es una pérdida inmensa para un estado cuya población total alcanza aproximadamente a 400.000 habitantes[143].
+Nosotros observamos que si en 1880 el señor Schenck calculaba en 60.000 el número de colonos emigrantes, no es aventurado calcular que para fines del siglo XIX esa cifra podía ascender fácilmente a los 100.000 habitantes, lo cual nos da una idea aproximada de lo que fue la aventura colonizadora.
+Es admirable la capacidad de observación que demostró tener Friedrich von Schenck. Cualquier lector desprevenido que se interne por su libro de viajes se sorprenderá de que este alemán le conceda más importancia a las costumbres, a los fenómenos económicos, a las fiestas, a los vicios, que a los incidentes del viaje y a las dificultades de los caminos. Hasta las plagas merecen su atención, y como estas también cuentan para determinar el estado de la higiene y la salud de los pueblos que recorre, bien vale la pena transcribir estos breves párrafos que también contribuyen a delinear las características de una época:
+En la tarde de ese día, era la nochebuena, nos quedamos en un rancho del camino llamado Quimbaya (1.290 metros); aquí pasamos una noche en unión de numerosos herreros y, desgraciadamente, aún más numerosas pulgas, durmiendo sobre el suelo. Nada hace sentir tanto al viajero el cambio de tierra fría a la templada y caliente, como las diferentes especies de plagas que puso la Divina Providencia en el paraíso de los trópicos para molestia del hombre. Bajando de las montañas de Manizales hacia la llanura del Cauca, desaparecen poco a poco las pulgas (pulex) compañeras del hombre en las regiones frías; ya en Cartago empieza la región de los chinches, que a lo largo de la orilla del Cauca hasta más allá de Quilichao, se reparten con los zancudos la tranquilidad y el sueño de los habitantes. Allí donde la llanura se convierte en altiplanicie, con el clima ya más fresco, la pulga se anima de nuevo y brinda verdaderas orgías en Popayán, conocida como la metrópoli de este insecto en Colombia. Estos son los tipos principales de los malhechores; sus ayudantes son las niguas, que se entierran en los dedos y provocan dolorosas hinchazones y heridas; la garrapata, los alacranes y las desagradables cucarachas, con tamaño hasta de varias pulgadas, y, en fin, las hormigas de diferentes tamaños y colores, que se encuentran desgraciadamente en todas partes y en grandes cantidades[144].
+Después de esa noche de pulgas en la fonda de marras, el señor Schenck y sus acompañantes siguieron hacia el Cauca y visitaron las poblaciones de Cartago, La Victoria, Zaragoza, Naranjo, Tuluá, Zarzal, Bugalagrande, Cali y Popayán. Después de permanecer algunos días en esta última localidad, Schenck regresa a Bogotá, atravesando las montañosas regiones del Quindío, en las cuales la colonización está en pleno apogeo. Volvamos pues, ya para terminar, a estas difíciles trochas y caminos. Es muy poco lo que dice al respecto, ya que su libro, como antes lo expresamos, se ocupa más de las costumbres que de la geografía. Pero lo que él dice confirma plenamente el testimonio de los otros viajeros ya citados. Así, por ejemplo, se expresa sobre el particular:
+Desde Humboldt varios viajeros usaban el paso del Quindío para cruzar la Cordillera Central. Conocida es la descripción que nos hace Humboldt del espantoso estado en que encontró el camino, el cual se atraviesa a pie o sobre las espaldas de los cargueros. Bajo el presidente Herrán (1841 a 1845) se empezó la construcción de un camino de herradura, y hoy día, durante la época seca, sería posible recorrer todo el camino desde Cartago hasta Ibagué a caballo, si no fuera por la vegetación tan tupida —especialmente en la vertiente oriental de la cordillera— que lo cubre. En tiempos de lluvia se impone hacerlo a pie. Entonces los profundos hoyos que producen las pisadas de los bueyes de carga están llenos de una pegajosa arcilla, y la mula más segura tambalea en las pendientes bajadas. De todos modos el Quindío es uno de los pasos más difíciles en Colombia. El viajero está obligado a llevar consigo víveres para varios días, desde Cartago o por lo menos desde Salento[145].
+Sobre el estado de soledad en que se encuentra el hombre en medio de esta naturaleza indómita y bravía nos dice lo siguiente:
+Ya el viaje en dos días desde Cartago a Salento era sumamente pesado debido a la lluvia continua y a los hondos barrizales. Desde el ancho río La Vieja, que cruzamos en una débil canoa cerca de Piedra de Moler, estábamos siempre en el bosque. Solamente pocos ranchos, de aspecto muy pobre, se encuentran aquí; son ellos avanzadas de la colonización antioqueña en esta montaña. En varios lugares del bosque encontramos tumbas marcadas con rústicas cruces. El hombre que, lejos de sus semejantes, pasa aquí su vida como solitario cazador, quiere al menos en la muerte estar en unión con otros; por eso desde muchas millas los colonos llevan a sus muertos a estos sencillos campo-santos en la sombra de la selva. Desde el alto del Roble se ve al otro lado de las quebradas Boquía y Quindío, el pueblo de Salento, una nueva fundación y el último puesto de la colonización sobre esta vertiente del Quindío[146].
+Es notable en el señor Schenck su capacidad de síntesis, volcada en sus frases sobrias y en la diversidad de aspectos que logra captar en tan pocas palabras, como cuando describe la región de Salento. Paisaje, clima, economía, costumbres, todo está comprimido en estas frases finales de su libro:
+Aquí [en Salento] nos quedamos dos días para conseguir alquilados los bueyes necesarios para la carga, y para dar un descanso a las mulas antes de continuar el difícil viaje. El clima de Salento es suave y sano y las noches son frescas. El poblado, que se encuentra a dos mil metros sobre el nivel del mar, tiene una iglesia y cerca de 600 habitantes. Ante la llamada cárcel estaban sentados los señores presos, jugando naipe con su guardián y calentándose bebiendo aguardiente. En el estrecho valle de la quebrada Quindío, las parcelas trepan hasta muy arriba, donde el antioqueño cultiva trigo y papa. Desde la plaza se domina hacia el norte la cordillera hasta muy lejos: el Quindío, el Morrogacho que cae casi verticalmente y el páramo de Santa Rosa. El pueblo está cercado por todas partes de bosques que tienen un raro sombrío provocado por las blanquizcas hojas de los numerosos yarumos. Más allá de Salento empieza el verdadero camino del Quindío. La subida es muy pendiente. Ya sobre este lado se ven muchas de las delgadas palmas de cera (Ceroxylon andicola), que forman en la vertiente oriental y especialmente cerca de Tochecito y Cruces verdaderos bosques. La producción de cera ha disminuido considerablemente en comparación con los años pasados, pero desde hace algún tiempo se busca con éxito la cáscara de quina en los bosques del Quindío[147].
+Eso es todo. El párrafo final lo dedica el señor Schenck a describir rápidamente, con notable economía de palabras y como si quisiera salir de una pesadilla, su paso por el páramo del Quindío y su descenso a la población de Ibagué. Y remata su viaje con una frase tan breve que parece un relámpago: «Después de una permanencia de varios días en Ibagué continuamos nuestro viaje a través del llano monótono y casi sin árboles; en Guataquí cruzamos el crecido Magdalena y el 2 de marzo llegamos a Bogotá». Como quien dice, más de 200 kilómetros en menos de cincuenta palabras. Bueno, así son a veces los viajeros alemanes.
+[107] Jaramillo, Gabriel Giraldo, s. f., Bibliografía colombiana de viajes, Bogotá: Academia Colombiana de Historia.
+[108] Arbeláez Pérez, Enrique, 1959, Humboldt en Colombia, Bogotá, Ecopetrol, pág. 137.
+[110] Hamilton, John P., 1955, Viaje por el interior de las provincias de Colombia (2 vols.), Bogotá: Banco de la República.
+[111] Ibidem, tomo II, págs. 107-108.
+[112] Ibidem, tomo II, pág. 109.
+[113] Ibidem, tomo II, pág. 110.
+[114] Ibidem, tomo II, pág. 111.
+[115] Ibidem, tomo II, pág. 112.
+[116] Ibidem, tomo II, pág. 112.
+[117] Ibidem, tomo II, págs. 112-113.
+[118] Ibidem, tomo II, pág. 114.
+[119] Ibidem, tomo II, pág. 116.
+[120] Ibidem, tomo II, pág. 117.
+[121] Ibidem, tomo II, pág. 118.
+[122] Friedrich von Schenck, 1953, Viajes por Antioquia en el año de 1880, Bogotá: Banco de la República.
+[139] Eduardo Santa, 1961, Arrieros y fundadores, Bogotá: Cosmos (2.ª edición: 1985, Ibagué: Biblioteca de Autores Tolimenses).
+ERA COMO UN HORMIGUERO casi interminable de gentes, que se iba extendiendo poco a poco, de norte a sur, partiendo de la Cordillera Central de los Andes colombianos. Se iban formando tropillas de cuatro, cinco y hasta diez familias pobretonas, ambiciosas y andariegas que, de un momento a otro, resolvían abandonar sus lares nativos impulsadas por la necesidad y la ambición, y quizás un tanto por el contagio social, dejando apenas a alguien que pudiera cuidarlos, por si acaso era necesario el retorno. Llevaban sobre el lomo de sus mulas y de sus bueyes casi todos sus haberes, desde las olletas de cobre hasta las pailas y los taburetes, los catrecillos y los roperos, todo esto embutido en petacas y baúles claveteados o simplemente amarrados con cabuyas y guascas sobre las angarillas improvisadas y esquemáticas. Unas a otras se iban comunicando no sólo el entusiasmo, sino el mismo historial de sus grandes aventuras, de sus insospechados hallazgos, sus golpes de fortuna, sus penurias, sus dolores, sus esperanzas y sus frustraciones. Era igual que en los grandes hormigueros. Corrían los postas con las señales del caso, de un lado a otro, y esas grandes masas humanas cambiaban de rumbo, se devolvían, avanzaban, se concentraban por instantes en algún sitio, se fusionaban, se dispersaban, subían por las lomas, se internaban en los montes, cruzaban por los filos de las serranías, trepaban a las mesetas, se deslizaban por los desfiladeros, cruzaban los abismos, vadeaban los ríos, se descolgaban por los farallones cortados a pico, construían puentes y tarabitas, descuajaban las selvas, escalaban los páramos, traspasaban las nieves perpetuas, pernoctaban a veces en cuevas o bajo la fronda tupida de las selvas, peleaban con los osos y los tigres gallineros, cazaban dantas y tapires, alcanzaban los nidos de las águilas, morían de fiebre o de soroche, pero no dejaban de avanzar buscando dónde establecer su fundo para sembrar en él sus esperanzas.
+Pero cada nuevo fundo era apenas un eslabón necesario para las gentes que venían detrás y tenían que seguir adelante colonizando tierras nuevas. A todos los unía un profundo sentido de solidaridad en esta empresa comunitaria. Compartían penas y alegrías, dolores y sufrimientos, igual que la sal, el cacao y la panela. Era algo difícil de explicar. El fuerte individualismo de estas gentes, expresado en la ambición sin límites, era el núcleo necesario para constituir una familia compacta y unida. Las familias, a su vez, eran núcleos mucho más fuertes para la constitución de esos grupos de avanzada, apenas comparables con las tribus nómadas de otros tiempos. Porque, en realidad, individualismo de los antioqueños, a diferencia del de otras gentes que poblaron el país, no se proyecta en egoísmos excluyentes y cerrados. Por el contrario, el antioqueño es altruista, que es una forma de superar o sublimar su individualismo, y ese noble sentimiento es el que los hace tan serviciales y ayudadores y tan poseídos de espíritu cívico y sentido comunitario. Este espíritu fue ciertamente el que lo llevó a realizar esta empresa gigantesca de colonizar gran parte del territorio nacional; fenómeno social que no hubiera sido posible sino como movimiento masivo con fuertes vínculos y unidad de propósitos. No fueron, pues, movimientos aislados, de familias o individuos, sino más bien una larga cadena de gentes, concatenadas unas a otras, comunicadas entre sí, que constituyeron todo un sistema económico de intercambios mutuos, sistema que se fue estabilizando y fortaleciendo con la fundación de pequeños centros urbanos, que eran ciertamente los ejes comunitarios, los lugares públicos a donde podían llegar las gentes de los diversos fundos y veredas a hacer sus intercambios de productos, de mujeres, de hombres y experiencias. Esos núcleos urbanos estaban permanentemente comunicados entre sí, a través de la institución de la arriería. La demostración palpable de que la empresa colonizadora de los antioqueños constituyó un sistema de notable fluidez y dinamismo está en la misma homogeneidad de propósitos, de procedimientos, de costumbres, de cultivos, de formas arquitectónicas, de configuraciones rurales y urbanas.
+Como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, esas formas de colonización fueron similares en todos los territorios conquistados. Veamos cómo fue aquello, valiéndonos de los relatos y testimonios que nos dejaron los pioneros. Evidentemente las pocas familias que constituían la unidad salían de algún poblado viejo o nuevo, o de alguna vereda —porque eran familias afines, generalmente con vínculos de sangre— el día prefijado, hacia una dirección determinada, donde se mostraba un horizonte amplio y promisorio de tierras baldías o simplemente incultas, de selvas por descuajar, de malezas pobladas de alimañas y de fieras salvajes. Transitaban por trochas silvestres, a veces siguiendo el curso de los ríos, de las quebradas y de los arroyos, que proveían el agua bienhechora, con sus escasos bueyes y mulas, cargados con las viandas para el diario yantar, cada cual, hombre o acémila, con su propia carga. Era un desfilar permanente de hombres y mujeres a pie limpio, pues pocos podían disponer de la clásica alpargata, llevando a la espalda el hacha de acero reluciente para talar la montaña o sobre el hombro el calabozo o el azadón necesarios para el establecimiento de sus cultivos y a veces la escopeta de cacería o el tiple para distraer con sus sonidos los ratos de soledad y de amargura o para cantar la copla montañera. Remangado el pantalón a la altura de la rodilla, el sombrero aguadeño volteado hacia adelante «a la pedrada», el famoso pañuelo raboegallo atado al cuello, con su machete al cinto, embutido en su vaina de varios ramales, su carril terciado a la cintura, lleno de cachivaches necesarios, su mochila al hombro y en ella bastimentos de consumo cotidiano. Algunas de las mujeres llevaban también en la espalda y en talegas las gallinas y demás aves de corral, sus críos de corta edad y quizás también alguna que otra sombrilla desteñida para protegerse de los inclementes rayos del sol. Adelante iban los zapadores y caporales, machete en mano, desbrozando malezas y señalando rumbos. Después venían las mulas y los bueyes y sobre todo los perros avizores, tan necesarios para la caza de conejos silvestres, de dantas y tapires y tan buenos rastreadores de fieras y alimañas.
+Luego de mucho trajinar, bajo el sol y la lluvia, pernoctando donde los sorprendiera la noche, lograban encontrar una buena extensión de terrenos baldíos que reuniera las condiciones necesarias para establecerse, principalmente aquellas cuatro tan importantes: que la tierra fuera buena y en lo posible plana; que tuviera montes cercanos y que estuviera regada por alguna fuente de agua. En tal caso, y después de amplias deliberaciones entre todos los jefes de familia, decidían aposentarse en ella, distribuyéndose todos los trabajos del desmonte y de la siembra. Pero también se distribuían la tierra y cada familia construía su propio rancho de guadua con techo de paja que, poco a poco, a medida que iban talando los bosques y estableciendo los chircales para la construcción de las tejas, iban sustituyendo en casa solariega con amplios corredores y extenso patio, donde pudieran cargar y descargar sus bestias. Así combinaban equitativa y sabiamente el trabajo familiar y el trabajo comunitario. El amplio solar, aledaño a la casa, tampoco podía faltar, pues en él, además de jardín siempre florecido, productor de aromas que embalsamaban el aire, y de colores y de formas que recreaban la vista, cultivaban las plantas para la medicina doméstica de siempre, como la yerbabuena, la mejorana, el riubarbo, el tomillo y el toronjil, plantas que unidas a la fe, hacían curaciones prodigiosas y además contribuían a difuminar en el aire campero ese embrujo de aromas tonificantes de la sangre, los pulgones y el espíritu.
+Los cultivos eran casi homogéneos. Fueron principalmente tres los productos agrícolas. El primero de todos fue maíz, base alimenticia, que proveía la mazorca de granos apretados, similar a los numerosos miembros de la familia antioqueña, con la cual se hacían la sopa de yotas, las arepas, la mazamorra y tanta cosa buena y nutritiva; la caña de azúcar, tan versátil como el maíz, pues con ella se hacía la panela y con esta el aguardiente, dos elementos generadores de energía y optimismo, y más tarde el café, que estimulaba los músculos y avivaba la imaginación, tan necesaria para ir creando un mundo nuevo en donde no solamente eran indispensables las cosechas y los pueblos sino también las leyendas y los mitos. Pero además de estos tres cultivos básicos también se cultivó el plátano y la yuca y se establecieron bellos jardines de rosas, de dalias, de novios, de azaleas y jazmines, a los que los antioqueños han sido tan adictos. Lo demás lo regaló en profusión la naturaleza silvestre que iban encontrando a cada paso: desde los guamos y los zuribios, hasta los chachafrutos y los papayos; desde el fique y las piñuelas, hasta las batatillas y los madroños. Qué no darían estas tierras ubérrimas, pues desde las mejores y más tiernas y nutritivas carnes del guatín y la danta, hasta las mejores y más gustosas frutas como el zapote y la cañafístula, y las más vistosas flores del trópico se encontraban por doquier. Y como muchos buscaban el oro, fácilmente lo encontraron también no sólo en los ricos filones de la montaña sino también en el cauce de las quebradas y los ríos. Sólo bastaba meterse en algunos de ellos, para verlo brillar en el fondo de sus aguas transparentes y para retenerlo en las vasijas mediante el procedimiento de un suave batuqueo, procedimiento este que recibió el nombre de mazamorreo y que tanta importancia tuvo y ha tenido desde aquellos tiempos hasta ahora. Pero como la ambición del hombre nunca suele detenerse, sino que por el contrario va aumentando a medida que obtiene resultados, el colonizador descubrió, en su permanente deambular, que por estas tierras habían existido tribus indígenas, ya extinguidas, y que en sus cementerios y santuarios habían queda sepultadas sus riquezas, representadas en bella orfebrería de pectorales, narigueras, idolillos, jarrones, collares y otras joyas. Entonces se hizo guaquero, violador de sepulcros indígenas, a veces con una codicia apenas comparable a la del conquistador español, con grave detrimento para las mismas joyas que estaba atesorando.
+El proceso del establecimiento fue realmente una obra de pujanza y de valor. Todos madrugaban con el alba a trabajar sin descanso, conscientes de que aquello era una obra colectiva. Desde el amanecer se escuchaba el ruido que producía la lucha del hombre contra la montaña.
+En el sitio escogido se levantaron las primeras casas, reventó la semilla del fríjol, se elevaron las lanzas verdes de los cañaverales, los maizales abrieron sus mazorcas y se vistieron de penachos prusianos, el trigo amaneció un día sobre la esbeltez de la espiga, la arveja infló la cápsula como si fuera una mujer fecundada y luego tendió su hermosa red de zarcillos caprichosos. Hubo entonces pan fresco, se fabricaron pilones de troncos para triturar el maíz, de las cocinas salieron las arepas calientes y en los fogones borboteó el fríjol, a la vez que la caña se convertía en panela y en las ollas fermentaba el guarapo y en los sacatines el cristalino aguardiente que fue el licor animador de estas migraciones heroicas.
+Sobre el lomo de los bueyes que, aunque lentos, son mejores para el camino por su resistencia y seguridad, traían los expedicionarios las petacas y cajas de cuero con víveres. Por entre los claros del bosque brillaban, de cuando en cuando, los machetes rampantes y las hachas bíblicas que, manejadas con destreza y energía, hacían crujir los árboles y silbar el viento a la vez que jugaban con la luz que caía sobre ellas persiguiendo la atractiva y limpia desnudez del acero. A trechos también, detrás de las hachas destructoras, por entre los claros que estas iban dejando, iban apareciendo intermitentemente los bueyes de paso tardo, las mulas resabiadas y maliciosas que se movían al estímulo de las más rudas interjecciones, y alguno que otro carguero que resignadamente tenía que compartir la carga de alguna acémila despeñada o abandonada en el camino a la suerte de sus mataduras incurables. Sobre esos bueyes, mulas y cargueros iban también aquellas sierras potentes, con las cuales los árboles quedarían definitivamente convertidos en casas entre un surtidor de aserrines aromáticos.
+Una vez que se hicieron los desmontes necesarios se hizo la partición de las tierras con cuidadosa equidad, para que fueran cultivadas con amor y eficacia. Luego los colonizadores pensaron en construir el núcleo urbano que ya tenían diseñado en su imaginación. Cada familia integrante del grupo debía tener, además de su fundo, un solar en ese nuevo asentamiento urbano para poder construir su casa solariega. El pueblo, trazado a puro cordel tendido por improvisados agrimensores, debía ser como un pequeño cuadrilátero, como si fuera un tablero de ajedrez, de calles rectas. En el centro debía estar la plaza, con su pequeño parque redondo sembrado con las más bellas flores del trópico y con algunos árboles frondosos, preferiblemente naranjos, mangos y zapotes. En el marco de la plaza debían estar también la iglesia de madera, como todas las demás edificaciones, con sus dos o tres torrecillas forradas en latón y pintadas de blanco, su casa cural de dos pisos con balconcillos salidos hacia la calle, su casa consistorial o ayuntamiento, sus tiendas y almacenes y, naturalmente, su estanco y su herrería.
+Además, en los cuatro costados o esquinas de la plaza debían establecerse las pocetas, de donde los vecinos podían proveerse del agua necesaria para el diario vivir. Gratos lugares a donde nuestras lejanas bisabuelas solían llegar con sus vasijas para recoger no solamente el agua limpia y transparente que brotaba de la tierra, sino también las noticias domésticas o para contarse en medio del silencio bucólico, bajo la luz de las mañanas húmedas, las confidencias del amor montañero que también solían brotar del corazón con la misma temblorosa ingenuidad de las hojas bañadas de rocío. Parlanchinas, coquetas y siempre juguetonas, consumían sus cántaros de arcilla o sus olletas de cobre entre las aguas transparentes del pozo, y mientras los sacaban rebosantes daban rienda suelta a su imaginación, estimuladas por el juego de los lampos del sol sobre el agua tranquila o por el vuelo inquieto de las mariposas sobre los sembrados o las flores silvestres ¡Qué algarabía la que seguramente armaban cuando alguna de aquellas jóvenes contertulias golpeaba su cántaro contra alguna de las piedras que formaban el improvisado y rústico brocal del pozo y reventaba en el aire como un surtidor de tejos y de espumas! Allí, en aquellas pocetas, que fueron el primer acueducto de la aldea, se hizo la vida social más intensa, se comunicó el encanto de la vida doméstica, se tejió la tertulia lenta y morosa en la rueca del tiempo y seguramente se acunaron los primeros amores que vinieron a prolongar los caminos infinitos de la sangre.
+La fundación del pueblo tenía sus rituales. A veces se levantaba un acta, se elaboraban unos planos o se nombraba una junta administradora. Pero siempre, invariablemente, se le buscaba un nombre de grata eufonía y se le bautizaba con apreciables dosis de aguardiente, amorosamente destilado en alambiques domésticos, y con las notas dulces de algunos tiples montañeros. La aldea iba creciendo, poco a poco, llenándose el espacio con casitas de tabla, con guardaluces y cerchas, producto de los bosques derruidos a golpes de hacha, y también con casas de bahareque y esterilla, obtenida con la guadua que abundaba a la orilla de las quebradas o en los terrenos pantanosos, empañetadas luego con la boñiga seca, recogida en potreros y pesebreras, y pintadas de blanco con cal viva, y todas con alegres ventanas y balcones de madera con arabescos y arrequives vistosos y coquetos.
+El crecimiento de la aldea, que era el mismo de la comunidad, traía consigo la división del trabajo y así fueron apareciendo los diversos oficios y artesanías tradicionales, desde los zapateros, sastres, talabarteros, peluqueros, carpinteros y ebanistas, hasta los músicos y pintores de brocha gorda. Los primeros artesanos fueron llegando paulatinamente, a medida que el pequeño núcleo urbano iba creciendo, desde las poblaciones vecinas, atraídos por la leyenda de las tierras ubérrimas y por la sed de aventura. Al comienzo eran llamados generalmente por parientes y amigos ya establecidos, por los pioneros o los hijos de estos, pero luego la misma aldea los fue produciendo en sucesivas generaciones. Como cosa curiosa, los artesanos conservaron las denominaciones y las jerarquías de las antiguas corporaciones medievales, de tal modo que se distinguían con los grados de aprendices, oficiales y maestros.
+Primero fueron los aserradores, que llegaron junto con los colonos, o un poco más tarde, por las mismas trochas enmalezadas y por los mismos desfiladeros, portando sobre el lomo de bueyes y de mulas sus potentes sierras de afilados dientes, con las cuales partirían en trozas los corpulentos árboles derribados por las hachas. Se instalaron en el centro de lo que iba a ser la plaza del poblado y allí pusieron a funcionar sus poderosos músculos y sus brillantes instrumentos, como láminas mitológicas, capaces de transformar selvas en ciudades. De tal manera que de los cedros más enhiestos, de los robles más fuertes, de los yarumos más vistosos, de las encinas más compactas y de los laureles y cominos más aromáticos, fueron saliendo todas las casas del pueblo en prodigioso milagro de sudores y esfuerzos inenarrables, en medio de aquellos abundantes surtidores de aserrín que le dieron un aroma concentrado de siglos, de humedad y de sombra, preparado entre el canto de los pájaros silvestres y el rugido de las fieras hambrientas. Por eso los pueblos así fundados conservaron durante muchos lustros la magia y el enigma de leyenda que les daba aquel aroma de árboles que tenían la savia tan añeja y perfumada como los mejores vinos de las edades bíblicas.
+En este proceso de asentamientos y creatividades de artesanías y de oficios, ocupan lugar especial los músicos que le dieron alas a la imaginación de los aldeanos, para que sus espíritus pudieran volar al igual que las notas. Primero fueron los tiples y las guitarras, hasta llegar a la creación de la primera banda municipal, con la cual se alegraron sus primeras navidades y demás fiestas religiosas, sus desfiles escolares en los días patrióticos y las marchas de antorchas en fechas muy especiales que sólo puede explicar el corazón.
+Finalmente había otros oficios que ya han desaparecido casi por completo o que están en vías de desaparecer, como consecuencia inevitable de los avances tecnológicos; oficios que las nuevas generaciones apenas conocen de nombre y que las futuras ignorarán lastimosamente, algunos de ellos de grata denominación. Así, por ejemplo, los fontaneros eran los encargados de vigilar el nacimiento y la distribución de las aguas, los que conectaban y desconectaban los primitivos acueductos y abrían con sus grandes llaves inglesas los hidrantes callejeros para que el agua saliera de ellos a borbotones, lista a apagar las llamas de los incendios devoradores de casas o a aplacar las polvaredas del verano. Así, también, los herreros que despertaban las aldeas, desde que aparecían las primeras luces del alba, con el sonido metálico de sus yunques y con las diminutas estrellas de sus fogones soplados con las forjas. Y también los leñateros, que recorrían las calles con sus borricos y sus flácidos jumentos cargados de troncos y chamizos, necesarios para avivar el fuego de los fogones de tierra pisada de donde salía la tradicional columna de humo blanco con el aroma delicioso de la madera incinerada; y los carboneros de cara y brazos tiznados que llevaban a cuestas o en borricos el producto de las quemas depredadoras; y los agrimensores que medían parcelas y solares con el único auxilio de una cabuya bien tendida sobre el suelo; y los guaqueros que se internaban entre las oquedades de las selvas buscando fantasmas y tesoros; y los maromeros que llegaban misteriosamente a los pueblos dispuestos a ganarse la vida dando las clásicas funciones, en algún solar, con sus saltos mortales o elevándose en globos que subían hasta el propio dosel de las nubes con sus trapecios colgantes; y los ventrílocuos y culebreros que hacían las delicias de los campesinos y aldeanos en las plazas de los mercados sabatinos; y los vendedores de forcha, con sus barriles que estallaban estrepitosamente cuando el sol con sus rayos inclementes fermentaba demasiado el delicioso y espumante líquido; y los vendedores de amuletos que se aprovechaban de la ingenuidad de las gentes para vender sus monicongos, sus elíxires y sus piedras providentes; y los adivinos, con sus naipes multicolores extendidos sobre mesas ornamentadas con dibujos cabalísticos y signos del zodiaco; y los yerbateros con su abundante provisión de plantas medicinales; y los vendedores de pájaros con sus preciosas jaulas atestadas de sinsontes, turpiales, canarios, ruiseñores y otras aves de agrestes melodías e irisados plumajes; y los afiladores que recorrían las calles solitarias con su piedra de amolar a las espaldas y el sonido de sus caramillos estremeciendo el aire; y los buhoneros, que iban de pueblo en pueblo con su cajón de baratijas; y los organilleros, con sus maquinillas de manivela y sus loritos adivinos, regando en todas las esquinas la ternura de sus maravillosas melodías; y los amansadores de bestias, correteando por las calles sus potros alegres, levantando a su paso aquellos nubarrones de polvo en los que la aldea se escondía para no verlos pasar tan orgullosos; y los arrieros, cargando y descargando sus recuas de mulas y de bueyes, en cualquier esquina, entre una catarata de blasfemias y de malas palabras; y para terminar en forma algo marcial, los alguaciles, obsequiosos y genuflexos, con sus uniformes de azul y rojo, preparando siempre el sonido de sus tambores batientes, para salir con ellos los domingos, redoblando a más no poder, leyendo el bando, algo así como el pregón mismo de la respetable voluntad municipal.
+Así eran aquellas aldeas que nacieron del brazo musculado de los colonizadores antioqueños. Pintorescos retablos de gentes que se movían de un lado para otro, en el desempeño de los oficios más diversos; laboriosas colmenas, con el misterioso rumor de seres que llevaban en sus voces la alegría de vivir; pero, sobre todo, pequeños pesebres navideños que de pronto hubieran despertado de su sueño de siglos para empezar a moverse con la ingenuidad de sus trajes abolidos, la dulce plasticidad de sus bestias y sus pájaros y el encanto de sus hombres y mujeres, caminando por plazuelas luminosas y por desiertas callejuelas donde las casas no pueden ser sino algo así como los refugios inviolados de los sueños de la infancia. Y arriba, muy arriba, el lucero de plata, que todavía brilla en el recuerdo.
+LAS ALDEAS QUE VAN SURGIENDO de esta empresa colonizadora tienen como base de la población tres grandes grupos que la van alimentando, a manera de plasma genético, y de los cuales van saliendo, poco a poco, los escasos artesanos, comerciantes y funcionarios públicos que, como el alcalde, el personero y el estanquero, van a constituir los núcleos urbanos permanentes. Esos tres grandes grupos son: los labradores, algunos de los cuales tienen su familia en la casa que han construido en el poblado; los mineros, que se establecen en las inmediaciones de sus centros laborales, y los arrieros, que son trashumantes, dentro de las rutas fijas que constituyen sus largos itinerarios.
+La casi totalidad de los pioneros de esta empresa colonizadora son obviamente agricultores. La motivación principal ha sido la búsqueda y apropiación de tierras buenas para el cultivo necesario para la subsistencia humana. El antioqueño, por antonomasia, ama la tierra y se aquerencia en ella, para sembrar no solamente los granos, sino para echar las raíces de su sangre y de sus sueños. Porque ama el paisaje y quiere integrarse en él, con devoción panteísta. No hay nada más elocuente y conmovedor que un finquero, que un colonizador de estos, hablando de sus cultivos, de sus montes, sus quebradas, sus árboles, sus caballos, sus pájaros, y escucharlo en las ponderaciones que suele hacer de los amaneceres claros, de los crepúsculos evocadores y de las noches estrelladas, que también son parte de su patrimonio espiritual.
+Esos agricultores, esos buscadores de tierras, tienen mucho que hacer: desde su lucha con las selvas, el descuajar de las montañas, hasta la siembra de los productos básicos de su alimentación. Es un grupo homogéneo en sus ambiciones, en sus costumbres, en sus formas de vida, pero con diversificación de oficios: unos son los hacheros, otros los aserradores, otros los sembradores, y casi todos tienen ribetes de cazadores, de guaqueros y hasta de ganaderos. Las primeras ganaderías seguramente las hicieron aprovechando el ganado cimarrón, es decir, aquel que se había escapado de alguna hacienda tradicional, se había remontado por aquellas tierras vírgenes y que, en esta época de la colonización, pastaba salvajemente por estos riscos solitarios. Era un ganado bravo, que generalmente atacaba al hombre, y de su agresividad se cuentan muchas anécdotas apasionantes.
+Socialmente estos labradores son tradicionalistas, ahorrativos, metódicos, y con una increíble capacidad para sufrir estoicamente todas las adversidades. Su fe en Dios es admirable, no admite la menor duda, y a Él confían su vida, sus haberes, sus esperanzas y su alma. La familia es el primero de sus valores morales y sociales y para ella trabajan sin descanso hasta el día de su muerte. La meta es tener muchos hijos y formarlos, todos unidos, como los granos de la mazorca del maíz, dentro de las disciplinas del trabajo, con la ambición como único gran motor y la salvación eterna como principio inquebrantable. De costumbres patriarcales, no deja de haber excepciones: buscapleitos y matones que rondan por los predios vecinos enamorando a cuanta doncella avizoran en cocinas y ventanas, seduciéndolas en sembrados y rastrojales y estableciendo pleitos en fondas y cantinas.
+Con el correr del tiempo va apareciendo un nuevo grupo humano de desharrapados, de agricultores sin tierra propia, al servicio de los primitivos colonizadores y de sus descendientes. Son los peones, los jornaleros, los arrendatarios. Han venido llegando de otras tierras a ofrecer sus servicios a los descuajadores de montaña que ya son los dueños de las haciendas y las fincas. Algunos trabajan en los hatos de ganado, en las faenas del ordeño, del rodeo, de la castración, del desnuche, de la marcación. Otros laboran en los cultivos de la caña y son expertos en los manejos del trapiche, en la fabricación de la panela y en la confección del buen guarapo, del guandolo, del aguardiente y de todas aquellas bebidas que hacen más alegre la vida y más fértil la imaginación. El trabajo de la molienda, cuando la caña ya está madura y lista para su beneficio, es una de las más alegres actividades y da lugar a reunión festiva de los campesinos en los trapiches donde la miel se transforma en tantas cosas buenas para el espíritu y el cuerpo. La copla popular, nacida seguramente al borde mismo de las calderas donde borbotea humeante el dulce zumo de la caña, ha plasmado algunos aspectos de esta actividad:
+El trapiche está moliendo,
+el guarapo va a salir:
+tome un trago, compadrito,
+pa que se alegre el festín.
+La caña por ser la caña
+siempre se debe moler.
+Mi capricho es trabajar
+y querer a una mujer.
+La caña con ser la caña
+también siente su dolor;
+la meten en el trapiche,
+le parten el corazón.
+Caña dulce, caña criolla,
+caña de mi cañaduzal;
+te daré de la más dulce
+de la que está por sembrar.
+Ya el trapiche está prendido,
+la miel empieza a salir;
+haga pareja, compadre,
+pa que me ayude a exprimir.
+Ya el trapiche está moliendo,
+ya el voleo va a empezar;
+agárrese, compadrito,
+Pero lo más interesante era, indudablemente, el torneo de la caña, que consistía en una competencia de trovadores repentistas, los cuales a medida que las mulas daban vueltas a los brazos del trapiche y los cañeros iban metiendo el vegetal para ser triturado, iban cantando, casi sin resuello, algunas coplas que todos iban celebrando con aplausos. Cada cañero iba recitando la suya, la cual terminaba con la exclamación ¡Caña!, que era a la vez un reto para que el otro respondiera inmediatamente con otra copla alusiva a la generosa planta de la miel y el aguardiente. Veamos tres de las más conocidas coplillas:
+La caña que da el guarapo,
+el guarapo que da la miel,
+la miel que da la panela,
+la panela pa vender;
+la plata que es pa comprar
+una dichosa mujer,
+que me lave bien la ropa
+y me haga a mí de comer. ¡Caña!
+Si quieres que cante caña,
+caña te vengo a cantar:
+caña dulce, caña guate,
+caña del cañaveral. ¡Caña!
+El lunes corté la caña,
+el martes me fui a moler,
+el miércoles hice carga,
+el jueves me fui a vender,
+el viernes me fui a cobrar,
+el sábado me fui a beber
+y el domingo amanecí
+que no me podía tener. ¡Caña![149].
+Además de los ordeñadores, cañeros, aserradores, vaqueros, peones y demás jornaleros, con el cultivo del café, intensificado en grande escala desde fines del siglo XIX, surgió otra actividad laboral campesina: la de las chapoleras, mujeres jóvenes dedicadas a coger el café maduro, contratadas especialmente para estos menesteres temporales. De tal manera, pues, que en la época de la recolección de la cosecha, entre los verdes cafetales, matizados por los bermejos racimos, vemos centenares de rostros femeninos y escuchamos sus risas y sus cantos, a medida que sus manos delicadas van desgranando con destreza el fruto rojo de los aromáticos arbustos. Alternan también, en su trabajo, con hombres de todas las edades, pero son ellas las que le han dado cierta personalidad y prestancia a este oficio tan esencial para nuestra economía. La chapolera suele ser una mujer cuya edad oscila, por lo general, entre los quince y los cuarenta años, y su traje típico se ha convertido en un símbolo del trabajo campesino en los climas cafeteros: morena, por la acción del sol sobre su rostro; en lugar de sombrero la chapolera luce un pañuelo blanco ajustado a su cabeza; y en su esbelto y grácil cuerpo, las clásicas enaguas de percal estampadas en florecillas o en vistosos lunares de diferentes colores y tamaños. Su blusa, de la misma tela, de cuello cerrado, sin escote, y mangas que sólo llegan hasta el codo, apenas dejan insinuar las naturales turgencias de sus pechos. Alegres, vivarachas, de voces cadenciosas, las chapoleras se mueven con agilidad por entre los tupidos arbustos, dejando apenas que los rayos del sol, que traspasan los follajes de los guamos, pisquines y dormilones, hagan brillar en sus rostros risueños el oro de las candongas con las que, por lo general, adornaban el óvalo de sus caras juveniles y coquetas.
+Dentro de esta compleja geografía de paisajes, de tipos humanos y de actividades laborales, el sistema económico que fueron creando los colonizadores trajo consigo una institución fundamental: la fonda. Era y sigue siendo un establecimiento de múltiples servicios y actividades. Estratégicamente situada a la vera de los caminos de herradura, que eran los únicos medios de comunicación terrestre en esas épocas duras de lucha contra el medio, eran especies de tiendas donde el caminante solía encontrar el aguardiente o el guarapo para mitigar la sed —y posteriormente las gaseosas y bebidas de fábrica—, algunas golosinas para aplacar el hambre, y también, si lo quería, una cama dura para pasar la noche, un corral aledaño para dejar su bestia y un poco de pasto, caña y panela para la misma. Pero, además de todo esto, era el sitio a donde llegaban los arrieros a descansar, a comer, a enamorar, a cantar sus trovas, a jugar al dado, a contar sus cuentos de fantasmas y parecidos, a pulsar sus tiples, y a alborotar con sus risas y sus gritos jubilosos. Al frente de la fonda, en algún recodo del camino, en algún potrero vecino, levantaban sus toldas formando una especie de campamento gitano. Los domingos y los días festivos esas mismas fondas eran el sitio de reunión de gran parte de los campesinos que iban allí a mitigar sus penas y dolores, su cansancio de semanas de dura labor, al calor del aguardiente o del guarapo, y al ritmo de los discos que giraban cadenciosos en la vieja vitrola, con su inmensa bocina, como una metálica flor de batatilla. También matizaban con sus tiples y sus guitarras y bandolas. A veces se celebraban los torneos de la copla y casi siempre se jugaba al tejo. Allí iban llegando, desde muy temprano, los campesinos, jóvenes y viejos, con su limpio vestido de drilón, su camisa blanca, sus alpargatas de fique muy bien acordonadas, sus instrumentos musicales y su clásico machete al cinto.
+Como casi siempre, los matones del contorno, los guapetones y los buscapleitos llegaban a estos sitios a exhibir sus condiciones de gladiadores criollos. Se armaban las clásicas riñas, en las que los contrincantes hacían verdaderas proezas de agilidad y de valor. Eran las épocas en que todos los campesinos aprendían, desde niños, el arte de voliar el machete. Era parte de su vida, para lucirse ante los demás, particularmente ante las mujeres jóvenes y bellas, para conquistar su amor, para aumentar su prestigio social, por deporte, para demostrar arrojo y valentía, y también para defenderse de sus agresores, de tal forma que los combates a machete bien podían realizarse en las fondas de aquel tiempo a manera de nuevos y saludables torneos o competencias deportivas. Pero también, con el estímulo del alcohol, podían degenerar en grandes trifulcas que terminaban con muchos muertos y heridos. El valor, la agilidad, la destreza, y sobre todo la crueldad, se daban cita en esas sangrientas luchas cuerpo a cuerpo. Bastaba una pequeña ofensa, alguna alusión desobligante, para que de inmediato se iniciara la pelea. Todo aquello era un rito momentáneo y veloz. Primero el brinco hacia atrás, para tomar la defensiva. De inmediato, cada cual enrollaba su ruana en el brazo izquierdo, para protegerlo y también para atajar los golpes del adversario, mandados sobre el rostro. Y casi simultáneamente, el rápido desenfundar de los machetes, que brillaban al sol como relámpagos de asombro. Luego se escuchaba el silbido de las hojas metálicas cortando el aire, y el chocar de las mismas, produciendo aquellas chispas de fuego y aquellos ruidos destemplados, que eran como los aullidos de la muerte danzando en torno de los ágiles gladiadores. El movimiento de los pies sobre el polvo o sobre el barro sonaba seco y sordo con resonancias de espanto. Todo allí estaba acompasado, cronometrado, calculado con la misma velocidad del pensamiento, con la misma frialdad de las hojas metálicas, todo con la precisión matemática de quien se ha entrenado durante años, esperando esos minutos decisivos en los que se juega la vida. Porque uno de los dos tendrá que caer al suelo destrozado. Por lo general lo primero que cae al suelo es una mano. Todavía aprieta su machete, como un extraño y rojo animal de cinco tentáculos. El hombre que la ha perdido exhibe su roto muñón que bota chorros de sangre con la que salpica a los curiosos. Alguien le pasa otro machete para que se defienda con su brazo izquierdo. A veces todo esfuerzo es inútil. El machete adversario sigue silbando en el aire, chocando con el otro, rasgando músculos y quebrando huesos, produciendo chispas y aullidos. Porque nadie se puede sentir vencido, sino cuando cae sobre el suelo. Como estas trifulcas a veces se convierten en verdaderas batallas campales, los muertos y los heridos suelen ser muchos. Los cuerpos destrozados son colocados en paseras o encima del mostrador de la fonda, entre cuatro velas encendidas, y la fiesta continúa hasta las primeras horas del amanecer, estimulada por el licor y por la música.
+Estas eran las trifulcas de los matones, de los perdonavidas, de los guapetones, de los llamados jubilados que iban de pueblo en pueblo, de vereda en vereda, de fonda en fonda, preguntando quiénes eran los más valerosos campesinos, para desafiarlos a pelear a machete limpio para acrecentar su fama de valientes. Por lo general eran gentes trashumantes, peones y jornaleros, porque los colonizadores tenían costumbres patriarcales y otro tipo de ambiciones diferentes a las que se derivaban de aquellos famosos desafíos.
+Los mineros son rudos, fuertes, agresivos y derrochadores. Parece que el contacto con los metales preciosos, difíciles de extraer, los hace despreciar el dinero, y cuando van a la aldea los sábados y domingos, lo botan a manos llenas en aguardiente, en riñas de gallos, juego al dado o en el amor de las cantineras. La oscuridad de los socavones y el peligro inminente de verse aprisionados por el alud o derrumbe los ha hecho amantes en extremo de la libertad, y cuando salen a recibir la luz del sol y el aire puro, enloquecen y su comportamiento es similar al de un potro cerrero que ha logrado liberarse del jinete o que ha roto las amarras del botalón. Por eso llegan a la aldea, bulliciosos como chiquillos de escuela, y con una agresividad desconcertante, como si con ello quisieran decir: «Soy libre de hacer lo que me venga en gana». El contacto sistemático con el peligro, con la muerte misma que acecha en los túneles de aire enrarecido, les ha hecho perder el sentido de la valoración subjetiva de la vida propia y de la ajena. Después de unas cuantas copas de aguardiente se les sube a la cabeza el endemoniado animal salvaje que llevan en su espíritu y desafían a diestra y siniestra. Les agrada el peligro y lo buscan en la aldea en cualquier forma. Si alguien les sale al paso trazan en el suelo una raya con el cuchillo cachivenao o con el machete de veintidós pulgadas que suelen llevar al cinto. Frente al contendor con quien disputan por cualquier nonada le gritan con altanería: «Píseme esa raya». Y si el osado se atreve a pisarla, la pelea está casada. Esta es la señal del desafío. No hay más que hablar; lo que sigue se hace en silencio. Cada cual desenvaina su acerado cuchillo, y como dicen ellos en su argot belicoso, «vamos a revolar en cuadro». Esto quiere decir que el campo de la lucha queda limitado dentro de un cuadrado convencional, para evitar que la sorprendente habilidad de los contrincantes pueda frustrar la finalidad de la lucha, que es el derrame de sangre.
+Si los contendores son muy hábiles y ya están rodeados de prestigio por su valor temerario, la lucha adquiere caracteres de mayor dramatismo porque el desafío se hace a pañuelo cogido. Uno de los dos desenrosca de su cuello el famoso pañuelo raboegallo y ofrece una punta a su contendor, a la vez que agarra fuertemente de la opuesta. La expectativa en estos lances es verdaderamente extraordinaria porque la defensa está limitada, los cuerpos quedan separados por varias pulgadas apenas; todo al alcance de la punta mortal de los cuchillos. Los dos hombres se miran fijamente, vigilándose el movimiento inicial que puede ser definitivo. A veces basta un sólo movimiento: en segundos el puñal queda clavado en el pecho o en el vientre de uno de los contendores que se desploma pesadamente, lanzando un «ay» lastimero o alguna blasfemia que queda flotando en ese ambiente de angustia. Otras veces la lucha dura varios minutos; los contrincantes son tan hábiles como los gallos de pelea; movimiento acá y movimiento allá; se inclinan simulando algún juego infantil; de repente se levantan y van a estrellarse; caen, ruedan por el suelo, sin soltar las puntas del pañuelo; uno de ellos se levanta primero y vuelve a lanzarse sobre el otro; levanta el brazo homicida y el acero se hunde en el cuerpo enemigo. Luego, los circunstantes de esta danza —porque no es otra cosa— ven nuevamente la hoja metálica en manos del vencedor. Ya no es blanca ni brilla como un espejo a los rayos del sol. Ahora es roja y del pecho del vencido brota una plumilla, como un diminuto surtidor, que en cosa de segundos tiñe de púrpura la camisa y empieza a correr lentamente sobre el polvo reseco de la calle.
+El espectáculo, como se dijo antes, es una imitación de la riña de gallos. Cada cual maneja una espuela mortal, ávida de sangre. Los contrincantes, como los gallos, avanzan y retroceden; en cuclillas, con un hombro levantado y otro caído, corretean y tratan de envolver al adversario con el pañuelo, en veloz movimiento circular; ora se levantan, ora dan un salto, o bien se agachan cuando el enemigo avanza implacable hacia ellos. Esto es cosa que hiela la sangre y que detiene el aliento. Pero la faena sólo termina cuando uno de los dos ha soltado la punta del pañuelo. El vencedor lo recoge, lo guarda como un codiciado trofeo, con todas sus salpicaduras de sangre y todas sus desgarraduras. No es menester que alguno muera; basta que uno de los contendores quede rendido en el suelo o que huya, lo que casi nunca sucede porque el honor para ellos es consustancial e inseparable de la persona.
+Así eran los mineros de otras épocas. Aquellos rudos y belicosos hombres venidos de alguna vereda antioqueña en busca del codiciado metal. Caminaban por las calles del poblado con una sublime despreocupación, las manos en los bolsillos del pantalón, y el sombrero alón echado garbosa y agresivamente hacia atrás dejando ver un mechón de pelo que caía sobre la frente como una crin de potro salvaje. Algunos tenían cicatrices en la cara, recuerdos de una bárbara caricia propiciada con el filo de una barbera rampante. Pero esa cicatriz para ellos, en lugar de incomodarlos, constituía un título de hombría y les daba cierto aire de superioridad y de jactancia. Como si con ella quisieran decir a los cuatro vientos: «Cuidado que ahí va un macho».
+Estos eran los mineros de aquellos tiempos. Los que no murieron en la plaza o en las galleras atravesados por un puñal, acabaron su existencia en algún hospital, carcomidos por la tuberculosis, o encontraron su sepultura en algún oscuro socavón de la mina. Su habitual desprecio por la vida no podía ser otra cosa que un brote de inconformidad contra el destino. Estos mineros rudos, de brazos musculados, blasfemos y escépticos, capaces de danzar con la muerte atada a la punta de un pañuelo, se acabaron muy pronto. Los de hoy son derrochadores y atrevidos, pero sin el salvajismo de sus antecesores. En la aldea hicieron época y los abuelos los recuerdan con terror. Por lo general eran ellos los que causaban la zozobra y la intranquilidad con sus zambras permanentes.
+Pero la verdad es que ellos también aportaron una gota de sangre a las generaciones actuales, gota violenta que a veces aflora a la piel o mueve el corazón con valentía poniéndolo al servicio de causas nobles y altruistas. Y cuando esa misteriosa y secreta gota de sangre de algún antepasado minero hace presencia en el ánimo del pueblo, es como si se dijera de nuevo: «Píseme esa raya pa que vea». Todavía escuchamos entre las gentes del pueblo esa gráfica expresión de desafío. En ella está resumida toda la intransigencia y la firmeza de los momentos definitivos. Porque a la hora de la verdad el hombre que tiene esa gotica de sangre belicosa no sabe retroceder. El minero se la legó a él para que hiciera buen uso de ella, para que defendiera, cuando fuera menester, sus legítimos fueros y derechos. Porque el minero se casó con la hija del gamonal o se amancebó con la dueña de la fonda. Y de ahí para acá la gotica de sangre ha venido caminando por varias generaciones para recordarle al país que el pueblo que la lleva en sus venas es como la guardia francesa en Waterloo que «muere, pero no se rinde».
+El tercer grupo está constituido por arrieros esforzados, valientes también, locuaces en grado sumo, trashumantes, enamorados, amigos de la copla y por lo tanto del tiple, fervorosos oficiantes del aguardiente y del dado. De todos los antiguos moradores son quizás los de más iniciativa y talento. Con la llegada del automóvil los arrieros desaparecieron o se incorporaron a otras actividades, especialmente al comercio y la industria. Rara vez se dedicaron a la agricultura. El arriero desapareció pero nos dejó la cálida vibración de su tiple en los caminos, en las posadas y en las fondas, su carcajada sonora, sus leyendas de duendes o de hombres excepcionales como aquel Pedro Rimales, que es la encarnación del ingenio y la malicia criolla[150]. Algo así como la proyección de un personaje de la novela picaresca española. Porque, en verdad, aquel Pedro Rimales truhán y pendenciero no dista mucho de Periquillo Sarmiento o del Diablo Cojuelo. El arriero quiso verse en él con todas sus mañas y habilidades de hombre de mundo, con sus exageraciones y mentiras, con sus ingeniosas salidas, rabulerías y sofismas.
+La arriería, como actividad, era un punto de convergencia de varias clases sociales. Había arrieros ricos, de más de cien mulas y bueyes, que tenían bajo su comando y dirección a varios principiantes llamados comúnmente sangreros. La máxima aspiración de estos era llegar a ser tan pudientes como su patrón, llamado caporal. Para ello se proponían el ahorro como norma inquebrantable de sus vidas y, cuando podían, compraban la primera mula que incorporaban, muchas veces, a la recua del patrón. Pero luego, a esa seguían otras, y era entonces cuando el sangrero se independizaba para poner empresa aparte. De tal manera, pues, que entre el muchacho que entraba al oficio de la arriería sin otro patrimonio que su arriador, su mulera y su carriel, y el arriero rico o caporal, había toda una escala de situaciones económicas. Claro que, por lo general, a esa escala también correspondía un nivel cultural y social, pues los arrieros ricos generalmente procedían de las llamadas buenas familias, es decir, de aquellas que ya tenían cierta tradición de poderío económico y cierto nivel de educación. Como la arriería llegó a ser una de las actividades más importantes del país —por cuanto fue la industria del transporte terrestre— y fue una actividad próspera y lucrativa, muchos jóvenes lograron ascender y ponerse, en consecuencia, en circunstancias de ser cabeza para el establecimiento de otras estirpes que con el tiempo llegaron a ser consideradas también como buenas familias. Sólo que en esas épocas no bastaba simplemente acumular dinero para poder ostentar este sello de prestigio social y estimación. Se necesitaban, además, otras condiciones como el buen comportamiento en el campo moral y social, mediante la práctica de ciertas virtudes cívicas como la honradez, la hidalguía, el altruismo, la solidaridad y, en especial, el cumplimiento estricto de los deberes y obligaciones familiares.
+De todas formas, había en esta actividad de la arriería dos cosas bien importantes que vale la pena destacar. La primera era el respeto y el buen trato que el arriero rico daba a los arrieros pobres, a quienes trataba de compañeros en todo el sentido de la palabra, de tal forma que la diferencia de clase prácticamente no existía o no se notaba, al menos, en ese complicado mundo de relaciones humanas. El arriero rico sabía que en pocos años ese muchacho de extracción humilde llegaría a ser tan solvente como él. De otra parte, la vida esforzada y hasta heroica en esos caminos azarosos imponía un fuerte sentido de compañerismo que se extendía a faenas tan íntimas como compartir cama, comida, mujer y sufrimientos. La otra circunstancia que vale la pena destacar es el hecho de que el arriero rico, al igual que el sangrero, se sentía verdaderamente orgulloso de su oficio, y así lo pregonaba a los cuatro vientos, con lo cual estaba poniendo de presente algo peculiar en la filosofía misma del antioqueño de aquellas épocas y era el principio de que el trabajo, cualquiera que sea, no es deshonra. Por el contrario, entre más duro fuera el oficio, más timbre de orgullo y de hombría en el espíritu. Vida en verdad sacrificada, pero con grandes satisfacciones para quienes la profesaban, pues eran gentes que botaban energía por todas partes y que escanciaban hasta el máximo los goces naturales. De su dinamismo y de su sentido un tanto hedonista de la vida nos da razón una de sus coplas más conocidas:
+La vida de los arrieros
+es cargar y descargar,
+y en llegando a la posada
+Aquí, el comer parece simbolizar no solamente el cumplimiento de esa elemental función fisiológica sino quizás la satisfacción de las demás, con verdadera exageración, porque todo en su vida traspasaba los límites de la discreta mesura. Exagerado en el hablar, en el caminar, en el reír, en el maldecir, en el ponderar, era natural también que lo fuera en el comer, sobre todo si se tiene en cuenta el desgaste y consumo de energía que implicaba su labor, no sólo de cargar y descargar, como dice la copla, sino en el transitar mismo por esos tortuosos caminos de herradura, al filo de los abismos, que trepaban abruptamente a las más altas cimas para descolgarse luego a los profundos valles, entre los lodazales del invierno o las polvaredas del verano.
+El arriero era un hombre honorable por excelencia. A él podían confiársele cargamentos de oro en polvo con la seguridad de que llegaban a su destinatario sin merma ni menoscabo. Y no había necesidad, como hoy día, de contrato escrito ni estipulaciones de ninguna índole. Su estampa varonil, orgullo legítimo de la raza, es todo un medallón. Veámosle. Por lo general suele ser alto, delgado, frente amplia, nariz aguileña y movimientos graciosos. Descalzo el pie calloso; pantalones de ruda manta, remangados a la altura de la rodilla; camisa de áspero drilón, sombrero aguadeño a la pedrada, mulera de lona gruesa, atada al vientre a manera de pequeño delantal; pañuelo raboegallo enroscado al cuello sudoroso; al cinto una ancha correa con adornos y filigranas de cáñamo y, sujeto a él, el clásico machete en pomposa funda de muchos ramales; y terciado al hombro izquierdo el famoso carriel de piel de nutria, suspendido a la altura de la cadera derecha. En él guarda el arriero todo un pequeño almacén de cachivaches: la aguja de arria; el espejo y la peinilla; un par de dados para jugar el jornal en algún recodo del camino; una dulzaina para enamorar a la ventera o para alegrar la vida en las noches serenas del campo; una barbera de cortante filo para defenderse de los truhanes; un monicongo para protegerse de los malos espíritus y de los maleficios que puedan hacerle; un yesquero y varios tabacos comprados en la fonda; un trozo de panela para tomar alientos cuando el hambre acose, y unas cartas de amor para solaz íntimo, para releerlas cuando la nostalgia trate de apoderarse de su espíritu.
+El arriero es hombre fuerte, estoico, tenaz y forma con la mula una maravillosa ecuación de progreso. Nada debe arredrarle. Ellos mismos cantaban, para dar una idea de lo duro que era el arte de la arriería, esta coplilla que se generalizó en todo el país:
+Arriero que no procura
+a su mula hacerle ayuda,
+deje el oficio de arriero
+Porque el arriero es además un trovador por excelencia. Cuando llega a la fonda lo primero que pide es un tiple. Y si hay con quién combatir a copla limpia, empieza su arremetida con esta trova mordaz:
+El que trovare conmigo
+tiene que saber trovar
+pues tá la cabeza llena
+y un costal por desatar.
+Pero el contrincante, que también es arriero y por lo consiguiente trovador, le responde de inmediato:
+El que trovare conmigo
+a las cumbres lo alevanto
+porque soy gallito fino
+que en toda gallera canto.
+Y como el desafiante comprende que su enemigo es peligroso, pide auxilio a su compañero:
+Arriba mano Manuel
+busté que es tan buena ficha,
+bregue a sostener la trova
+pa que ganemos la chicha.
+Así se van formando los bandos contrincantes. Sólo que ahora Manuel se hace rogar y dice con jactancia:
+Pa que ganemos la chicha
+no se necesita tanto,
+canto si me da la gana
+y si no me da, no canto.
+Entonces el arriero que empezó la batalla, mortificado por la deslealtad de su compañero, arremete contra él:
+Arriba con ese guache
+y ese vigüelón parejo,
+que esta noche hemos de ver
+si el toro revienta el rejo.
+Manuel no se hace esperar mucho y después de apurar un nuevo trago lanza su dardo envenenado contra su compañero de arriería:
+Onde se sacan las niguas
+quedan muchas ventanitas,
+cuando vas a la Sabana
+cuidado con las pajitas.
+Vuelve inmediatamente el castigado con la copla última, y conocedor de algunas debilidades de Manuel, le enrostra públicamente una de estas, a manera de desafío:
+Arrayán de la quebrada
+yo te mandaré a cortar,
+pa que no siás alcagüete
+de las que van a lavar.
+Corre un murmullo por todo el salón. Los asistentes se han dividido en dos bandos. La lucha se agudiza con estas alusiones de carácter personal. De repente Manuel sale hasta la mitad del recinto, se echa el sombrero alón hacia atrás y grita con soberbia:
+Yo soy el Manuel Palacios
+el que nació en Yarumal;
+yo soy el que me paseo
+por el filo de un puñal.
+El duelo ha tomado características de suma gravedad. Todos esperan que el ofendido por esta última copla acepte el desafío de Manuel y automáticamente abren campo para que, si fuere el caso, los contrincantes puedan revolar en cuadro. Pero estos momentos dramáticos los salva Filomena, una mujer vecina de la fonda, quien también sabe trovar con mucha gracia y salero. Filomena le arrebata el tiple a uno de los asistentes y dice:
+En aquel alto mamita
+cantaron unos arrieros
+y si vuelven a cantar
+mamita me voy con ellos.
+Pero Manuel, que ya está en vena y tiene deseos de continuar la lucha, le responde a Filomena su copla apaciguadora, recordando que el amor de las mujeres es fugaz:
+El amor de las mujeres
+es como cierto bichito
+que pica y hace la roncha
+y sigue su caminito.
+Pero Filomena no se da por vencida. Por el contrario, sabe muy bien que el autor de esta copla está herido por un desengaño, quiere refrescarle su herida y hace una alusión mortificante:
+Aquella rosa de arriba
+tiene muy mal jardinero,
+se la dejaron llevar
+de cualesquier pasajero.
+La risa es unánime porque todos saben que a Manuel lo dejaron con los crespos hechos. Pero este no se rinde y explica cínica y socarronamente:
+La chiquita se casó,
+me casaré con la grande
+y si la grande se casa,
+¡me casaré con la madre!
+La carcajada de todos los espectadores que han formado un círculo estrecho en torno de los copleros es estruendosa. Inteligente salida la de este Manuel Palacios. Filomena, su contendora, se siente mohína y maltrecha, y abandona precipitadamente el recinto. Y entonces Manuel, guiñando un ojo con malicia, se dirige socarronamente a uno de sus amigos:
+Decile que no se vaya
+que por la noche se va;
+si no topa quién la lleve
+yo le hago la caridá.
+Y el singular torneo va cobrando mayor animación a medida que el tiempo discurre y se escancia el licor. Así han nacido las mejores trovas del Cancionero de Antioquia, ese hermoso breviario de la poesía popular colombiana, elaborado al calor del aguardiente de caña en las fondas, ventas y posadas de Antioquia, Caldas, Quindío, Risaralda y cordilleras del Valle y del Tolima.
+Arrieros, agricultores y mineros de Antioquia fueron los primeros pobladores de esas aldeas, hijas de la colonización, y si nos hemos detenido en el análisis de esos primitivos pobladores, tronco común de los hombres de hoy, es para explicar la idiosincrasia y las modalidades de la base popular de la población actual. Del minero heredó esa gota de sangre belicosa y rebelde que ha salvado su dignidad en los momentos más difíciles de su historia y que parece decir a cada instante: «Píseme esa raya». Del hachero colonizador heredó su laboriosidad y su espíritu de conquista, su denodado afán de hacer patria, su gran espíritu público y el sentido estoico de la vida. Del arriero heredó la simpatía, la locuacidad y el espíritu del comercio. Estos tres elementos colonizadores construyeron también las bases de un espíritu nuevo, dándole a la mística ecuación psicosomática de los futuros habitantes lo mejor de cada cual, en asombrosa síntesis de virtudes ciudadanas.
+[148] De todo el maíz (tonadas típicas campesinas), 1984, Medellín: Colección Autores Antioqueños, vol. 6, pág. 32.
+[149] Benigno A. Gutiérrez, «Folklore de Antioquia y Caldas», Antonio José Restrepo (comp.), 1955, El cancionero de Antioquia, Medellín: Bedout, pág. 485.
+[150] También se conoce a este famoso personaje con el nombre de Pedro Urdimales o Urdimalas.
+[151] Restrepo, Antonio José (comp.), 1955, El cancionero de Antioquia, Medellín: Bedout.
+[152] Esta coplita fue aplicada más tarde a la carrera del sacerdocio, con una pequeña variación:
+Cura que no procura
+llevar las almas al cielo,
+deje el oficio de cura
+y coja el oficio de arriero.
+A MEDIDA QUE LOS PUEBLOS iban creciendo, aumentando el número de sus casas, tiendas, herrerías, pesebreras y demás establecimientos artesanales y comerciales, también iban llegando toda clase de gentes, atraídas por la leyenda de las grandes riquezas, por la facilidad de adquirir tierras propias, de comerciar o ejercer algún oficio, sin mayor competencia, o simplemente empujadas por la novelería o el espíritu de aventura. Los primeros colonos fueron llamando, poco a poco, y a medida que iban progresando, a sus parientes y amigos más cercanos y estos, a su vez, a los suyos propios, estableciéndose una cadena casi interminable de inmigrantes en busca de fortuna. Desde todas las veredas aledañas, y aun de otras muy distantes, a muchas leguas a la redonda, toda clase de individuos se fueron desgranando por las vertientes de las cordilleras, abriendo nuevas trochas, o por los caminos de herradura que ya se esbozaban por entre los rastrojales y las selvas: agricultores, mineros y artesanos y, más tarde, aprendices de médicos o tinterillos que llegaron a presumir de primeros letrados con el precario auxilio de ciertos latinajos de sacristía. Y no faltarían, entre esos nuevos inmigrantes, muchos personajes típicos, curiosos vendedores de específicos, trovadores desmelenados y bohemios, cacharreros de gracia sin par, organilleros trashumantes, trapecistas, declamadores, empresarios de gallera, aprendices de toreros, filósofos de pacotilla, tahúres desvergonzados, mujeres de vida alegre, cambiadores de bestias, culebreros parlanchines, guapetones perdonavidas y desafiantes, vendedores de novenas de santos y de monicongos prodigiosos, buhoneros impertinentes y rufianes de toda laya. Qué curioso espectáculo de gentes resueltas, de amables y salerosos buscavidas, todas ellas atraídas por el imán de una fama de riqueza y de hospitalidad. Eran mosaicos humanos, hervideros de gentes pobres pero con el fuego de la ambición entre el pecho, que llegaban casi siempre con la esperanza de hacer dinero en poco tiempo. Era la gitanería nacional. Aquí se abría un ventorrillo de telas; allá una nueva pesebrera; más adelante una gallera, una cantina, una venta de amuletos. De pronto llegaba un cambiador de bestias transformando algún jamelgo maltrecho en brioso corcel, merced a ciertos trucos que el aldeano ignoraba. Luego aparecía el fabricante de vermífugos y pomadas curalotodo. Más tarde la otoñal celestina con su cortejo de mujerzuelas perfumadas. Después, el empresario de mentiras traerá la patasola entre un cajón desvencijado; el culebrero enrollará sobre su cuello la serpiente de varios metros; el trovador venderá sus modestas hojillas impresas, a dos por cinco, y fabricará versos a las muchachas del servicio doméstico; otro día el sacamuelas instalará su consultorio ambulante sobre una mesa del mercado; el ventrílocuo levantará también su tolda en compañía de algún muñeco de madera, risueño y narigón; una noche cierto trapecista se dejará caer terriblemente desde las alturas, ante el asombro de los curiosos, en algún solar contratado para el espectáculo; otra tarde cierto aventurero se elevará en un globo de lona, hasta perderse entre las nubes o enredarse entre las copas de los árboles; después vendrá la mujer tragaespadas que llenará de terror a los ingenuos aldeanos con sus proezas en un circo proletario; otro día llegará un mago de las finanzas, con un complicado juego de suerte y azar; frecuentemente llegan organilleros con sus cajas de loritos adivinos y su prodigioso mecanismo musical; menudean, también, los cantantes de pasillos y bambucos con sus lustrosos tiples y guitarras; los galleros rondan haciendo desafíos; los gitanos despiertan la alborada con sus martillos sobre el cobre de pailas y olletas; de cuando en cuando, un boxeador, un torero, un espadachín, un equilibrista, todos en afanosa búsqueda del pan de cada día. Llegaron medrando, detrás del labrador o del minero. Algunos hicieron fortuna. Otros se casaron con la hija del gamonal y se dedicaron a otras actividades, pero todos ellos les dieron a las nacientes aldeas el color y el sabor de lo más típico y amable de esta gesta romántica y bravía, y sobre todo, les dieron la magia y el misterio con los cuales cubrirían por muchos años la precariedad de sus vidas un tanto primitivas y elementales.
+El tiempo iba pasando lentamente sobre esas calles solitarias y esas torres vigilantes. Mientras se estuvo luchando contra la selva indómita, ese tiempo no se sintió correr, porque el trabajo intenso de los hombres y mujeres no permitió que el tedio se aposentara entre sus vidas. Pero ahora la cosa era diferente porque lo principal, que era la lucha contra el bosque, es decir, la fundación misma del pueblo, había terminado. Los hombres marchaban por la mañana a sus sembrados y regresaban por las tardes a sus hogares urbanos. Las mujeres hacían los habituales oficios domésticos, que se reducían a las faenas de la cocina, al arreglo de la casa, al tejer y al bordar todas las tardes.
+Las costumbres, por aquel entonces, eran austeras. Los relojes eran escasos, artículos de lujo, y cuando era menester calcular la hora, el sol y las sombras eran la mejor medida. Como era de suponerse, no había iluminación nocturna en las calles, y dentro de las casas eran las velas de parafina, coronando el pico de un frasco o de una botella, el medio más usual de hacer luz en alcobas, patios y corredores. Las visitas entre los vecinos eran muy frecuentes. En ellas se tejía el chisme, se tomaba chocolate con arepa y se jugaba a la lotería de figuritas, al trique o al parqués. Tal vez el juego más apetecido era el primero y también el que exigía más ingenio y agilidad mental, porque cada ficha, cada figurita de aquellas, requería una copla de la cosecha personal. La persona que «cantaba la lotería» siempre era cuidadosamente seleccionada en atención a sus calidades de locuacidad y capacidad para versificar. Así, pues, todos se reunían en torno a una mesa, generalmente la del comedor, presididos por la luz parpadeante de varias velas o de una lámpara de aceite o de petróleo, cada cual con su cartón al frente, siempre atentos a las fichas que iban saliendo, entre risas y expectativas, de aquella bolsa misteriosa que el cantor agitaba previamente para garantizar la mayor honestidad del juego. Y, a medida que iban saliendo tales fichas, gritaba con estudiado sonsonete: «El martillo tiqui-taque, que hay clavos para que saque»; «la sombrilla protectora, de la tía de Pastora»; «el perro late que late, esperando el chocolate»; «el carro de la basura, que viene misiá Resura»; «la manzana de Susana, si no te la comes hoy te la comerás mañana». Y entre risas, cogidas de mano, guiñar de ojos, etcétera, discurría el juego ante la expectativa de todos los concurrentes.
+Otros juegos, como el escondite, la gallina ciega o el banquillo, requerían más intimidad y confianza entre los visitantes. El banquillo o juego de los secretos, a veces acarreaba disgustos y enemistades porque en él se ponían a flote los chismes de la parroquia o los defectos físicos y morales del sentenciado. El verdugo recogía en secreto los cargos contra aquel, quien mientras tanto permanecía vendado para que no tuviera oportunidad de enterarse de nada. Después de la silenciosa recolección de chismes, soplados al oído del verdugo, se le quitaba la venda. «¿Por qué estoy en el banquillo?», preguntaba entonces. Y el verdugo soltaba el chisme entre la explosión de carcajadas o el asombro de muchos: «Porque eres infiel a Genoveva». Volvía a preguntar el ajusticiado: «¿Por qué estoy en el banquillo?». Y venía la otra bomba, a manera de un poderoso disolvente: «Porque le debes tanta plata —aquí la cantidad— a don Pascual, desde hace más de un año» —bonita manera de cobrar una deuda—. Otras veces eran los defectos y peculiaridades físicas ocultas las que salían a flote en aquel juego, válvula de escape de los rencores, rivalidades y resentimientos. «¿Por qué estoy en el banquillo?», preguntaba la joven vanidosa. «Porque tienes un lunar en tal parte». Y automáticamente venía el rubor a las mejillas, a veces las lágrimas o la terminación intempestiva del indiscreto pasatiempo. Y así el chisme adquiría categoría social y era protocolizado públicamente, delante de su indefensa víctima.
+En algunas de estas poblaciones, paralelamente a estas reuniones sociales, prosperaron ciertas actividades esotéricas, particularmente las sesiones de espiritismo. A pesar de las prohibiciones, anatemas y amenazas de excomunión, muchos aldeanos solían reunirse en algunas de las casas, con el debido sigilo, con el fin de evocar los espíritus de parientes y amigos y preguntarles asuntos relacionados con este mundo y también con la vida ultraterrena. Sobre el particular, nos queda un abundante anecdotario de escenas macabras, relacionadas con espíritus parlantes que imitaban las voces de los muertos, de espíritus escribientes, que imitaban el grafismo de los mismos, y también de espíritus que hacían acto de presencia, ante el terror de todos y el desvanecimiento de muchos, como en el caso de aquel suicida que se presentó una noche ante el grupo de espiritistas, envuelto en una sábana manchada de sangre. En algunas de las poblaciones de la colonización antioqueña sus propios fundadores fueron distinguidos y muy respetables espiritistas y teósofos, como en el caso del Líbano, en el departamento del Tolima, fundada por el general Isidro Parra. Raro caso de un verdadero humanista, poseedor de una gran cultura, filósofo y políglota que, entre otras cosas, tradujo del alemán el Manual de la filosofía del ser de Herreschneider. Este admirable personaje, fundador también de la industria cafetera en la región, llevó al pueblo que había fundado entre aquellas montañas casi impenetrables, a lomo de buey y por trochas increíbles, el primer piano, que todavía conservan sus descendientes, y la primera imprenta, en la cual ciertamente imprimió su libro, en 1874. En estos pueblos donde se practicó el espiritismo, apareció también un nuevo oficio que, aunque no era lucrativo, revistió mucha importancia por el estatus social que confería: el de los médiums, o sea, las personas, generalmente mujeres, a través de las cuales se manifestaban los espíritus en algunas de las formas anteriormente señaladas.
+Muchas veces las visitas se convertían en animadas tertulias intelectuales en las que se ponía a prueba el ingenio y la agilidad mental de los asistentes. Era cuando estos se dedicaban con verdadero entusiasmo, con el ardor que produce cualquier tipo de competencia, y más las que se relacionan con la inteligencia del hombre, a plantear adivinanzas o charadas, generalmente en verso. ¿Quiénes eran los autores de tan divertidos pasatiempos? Es de suponer que, en algunos casos, eran los mismos contertulios que las preparaban de antemano con el fin de sorprender y asombrar a sus compañeros de visita, o bien eran aprendidas en libros o periódicos de la época o transmitidas desde otras latitudes, a través del fenómeno de la tradición oral, tan importante en esos tiempos de pocos recursos culturales. Pero, de todos modos, estas adivinanzas y charadas por lo general eran anónimas, de creación popular, y ese es justamente su gran valor.
+Veamos cómo pudo desarrollarse una reunión de estas. En la sala amplia, aunque penumbrosa, de cuyas altas paredes penden los cuadros de los patriarcas fundadores de la estirpe, pintados a lápiz, y algunas bellas oleografías de ninfas tomando su baño matinal, al lado de lánguidos cisnes blancos, están reunidos varias damas y caballeros y, a veces, sobre la silla de mimbre del rincón el gato pardo que sueña con quesos y ratones o, tendido a los pies de alguno de los contertulios, el perro guardián de la heredad. En el centro de la espaciosa sala debe haber, inevitablemente, alguna sólida mesa de centro, hecha con madera de cedro centenario y, encima de ella, algún jarrón de cristal lleno de rosas o de plumas de pavo real que proyectan las sombras de la tarde sobre alguna de las paredes encaladas. Por turnos, con cierto aire de sabiduría, cada cual va diciendo su adivinanza para que alguien la descifre y pueda dar la respuesta acertada. Van y vienen, a diferentes niveles, sobre diversos temas y con variedad de sabores. Desde la más sencilla y elemental, hasta la más complicada y sibilina. La niña de la casa abre la sesión con una bien simple, pero hermosa:
+Blanco fue mi nacimiento,
+colorado mi vivir
+y de luto me vistieron
+cuando me quería morir.
+Cada cual va dando su respuesta, pero como es difícil acertar rápidamente, aquel que la puso se propone ayudarles dando pistas, diciendo, por ejemplo, «es una fruta pequeña», «hay muchas en la casa de misiá Camila», etcétera, hasta que alguien grita alborozado: «¡Es la mora! ¡Es la mora!». Quien ha dado esta respuesta correcta, no solamente ha sido premiado con salva de aplausos, sino que tiene el derecho a proponer la suya. Estimulado por la ovación familiar, dice así con voz garbosa:
+Largo, larguero
+Martín Caballero,
+los pies colorados
+y el cuerpo ligero.
+Como la adivinanza, por lo abstracta e imprecisa, puede presentar dificultades, las respuestas son muy diversas e inadecuadas. Pero la ayuda del proponente no se deja esperar, a través de varias pistas: «En todas las casas lo podemos ver», «está presente a la hora de las comidas», «nadie puede coger su cuerpo, porque se esfuma», etcétera. Hasta que alguien grita «¡Es el fuego! ¡La candela y el humo!». Seguramente ya sabía la respuesta y se está haciendo el ocurrente, es decir, la persona a quien se le ocurren las cosas con facilidad. Pero, este, a quien obviamente le ha tocado el turno según las clásicas reglas del juego, quiere superar el punto puesto, y lanza esta más complicada:
+¡Soy la redondez del mundo,
+sin mí no puede haber Dios;
+papas y cardenales sí,
+pero pontífices no!
+Después de varias respuestas equivocadas vienen las consabidas pistas. Al rato de exprimirse los sesos, algunos protestan: «Es muy filosófica. Nos está haciendo trampa. ¡Esa no la responde ni el maestro de escuela!». Van y vienen las protestas. El proponente de la adivinanza advierte que es sencilla y que no tiene nada de misterioso ni de filosófico. Aclara que se trata de una letra. Finalmente, nadie puede descifrarla. El adivinador dice jactancioso: Pues es la «O». Como algunos no la entienden, él pasa a explicar. Pero no se libra de la penitencia que le imponen, como castigo, los contertulios. Como todos saben que el pobre no tiene oído y que su voz es dura y áspera, más propia para arriar cerdos, lo ponen a cantar. Sobra decir que todos se desternillan de la risa. En eso está la sal del juego. Y después de los berridos del improvisado cantante, se vuelve a empezar. Ahora le toca al siguiente, en orden de situación. Es una señora muy aconductada, como dicen en su jerga, es decir, toda una matrona. Dueña de la situación, como si estuviera remplazando a la pitonisa de Delfos, recita con voz trémula:
+El que lo hace, lo hace cantando;
+el que lo compra, lo compra llorando;
+y el que lo usa, no sabe por qué ni cuándo.
+Como la respuesta es obvia —pues se trata del ataúd—, la señora recibe la burla aquella de «blanco es, gallina lo pone y frito se come», con lo cual quieren decirle que su adivinanza es tan simple como esta. Y el juego continúa hasta que la tarde cae y todos van a sus casas a tomar la comida, la cual generalmente se sirve a las cinco o seis de la tarde. Porque el horario de comidas, en estas familias, es muy especial: se desayuna a las seis o siete de la mañana, se almuerza a las once y se come a la hora antedicha.
+Esto del juego de las adivinanzas es algo tan generalizado, que hasta los más rústicos labriegos y los arrieros mismos lo practican en fondas y tambos, en la casa de la hacienda, las cocinas rudimentarias, al pie del fogón, mientras se toma la merienda, a las ocho o nueve de la noche, antes de ir a la cama. Sólo que, entre peones y jornaleros, las adivinanzas suelen tener cierta picardía como aquella que dice:
+Oro no es;
+plata no es;
+claro le digo lo qu’es
+y el que no me lo adivine
+muy pendejo es.
+En ocasiones, la adivinanza también tiene alguna inconfesable connotación fisiológica como esta que se refiere a lo que el diccionario define como indiscreta ventosidad:
+Entre peña y peña
+periquito suena.
+O también, cierto ingenio socarrón, capaz de confundir a cualquiera, sobre todo si se acompaña de señas manuales como aquella que dice:
+De largo tiene una cuarta,
+de grueso lo suficiente
+tiene pelos en la punta
+y sirve para hacer gente.
+Con esta ingenua adivinanza apenas se quiere significar el pincel. Pero los malpensados, que quizás lo sean todos, se imaginan cualquier otra cosa diferente.
+En cuanto a las charadas, esto ya es otro cantar, porque ellas requieren un nivel cultural superior al que se estila en estas fondas de la arriería o en estas tertulias de cocina finquera. Hubo personas admirablemente capacitadas tanto para confeccionarlas como para responderlas y de ellas, como de las adivinanzas, podrían hacerse abundantes y ricas compilaciones. Una muestra cualquiera, tomada al azar, nos pone de presente la agilidad mental, tanto de sus autores, como de sus descifradores:
+Mi primera y mi segunda
+componen un animal
+que pica y se remenea
+y que tiene cada cual.
+Entre mi tercia y mi cuarta
+forman un pueblo inmortal
+por el cantor que al infierno
+su mujer bajó a buscar.
+Me da remate una letra
+que es la segunda inicial
+del más infame traidor
+que Colombia vio jamás.
+Mi todo lector discreto,
+mi todo en hallarme está…
+Eran las más elocuentes demostraciones de ingenio de los intelectuales raizales y, obviamente, ya eran para juegos de casas de más alta prosapia, en las que se leía el Almanaque Bristol, especie de pequeña enciclopedia montañera que no podía faltarle al campesino letrado, por cuanto allí estaban claramente señaladas las fases de la luna, los eclipses, los tiempos de lluvia, los signos del zodiaco, además de los consejos al agricultor, las charadas de recibo universal y los chistes e historietas de moda.
+Así discurrían, pues, entre adivinanzas, charadas y penitencias, las más gratas tardes aldeanas y campesinas, cuando la imaginación de los hombres tenía que ser tan amplia corno los mismos horizontes del mundo que estaban construyendo.
+Como en toda sociedad, por primitiva que sea, en esta de los colonizadores antioqueños los bailes hicieron parte importante de la vida social. A veces el pretexto para la realización del baile en alguna de las casas de familia pudo ser el cumpleaños, el bautizo, el matrimonio de alguno de los aldeanos, bajo la permanente vigilancia de las matronas que no solían permitir ni la más leve violación a las rígidas y estrictas normas sociales de la época. Con improvisados conjuntos musicales, las más de las veces integrados por distinguidos jóvenes de la localidad, se bailaban principalmente las tonadas criollas, en especial el bambuco, el pasillo y la guabina, y también los valses, los pasodobles, las cuadrillas y las mazurcas. Todo dentro de la mayor cortesía y formalidad, guardando no solamente las distancias sociales sino también las físicas, lo cual implicaba el no tener mayor aproximación a la pareja.
+Tanto las mujeres como los hombres solían concurrir a estos divertimientos con sus mejores trajes, según la moda, los hombres siempre con su vestido de paño oscuro, camisa blanca, corbata y botines lustrosos, y las mujeres de traje largo, de seda u olán, sin mayores escotes, escarcela de fantasía, generalmente bordada con lentejuelas o mostacillas y zapatos de raso o de charol. El salón destinado para danzar solía ser decorado previamente con flores naturales, festones y cadenetas de papel crepé, en variados colores, y sobre su piso se esparcían pequeños trozos de vela para que, pegados a los zapatos de los bailarines, pudieran resbalar suavemente.
+Pero además de estos bailes familiares, en los que se consumía escaso vino y a veces se servían refrescos y colaciones, también se celebraban los llamados bailes públicos, con fines comerciales, a los cuales, naturalmente, no asistían las damas de sociedad. Estos bailes, a los cuales desde el principio se les llamó de medio pelo o bailes de garrote, a veces solían degenerar en pavorosas zambras, con apagón de vela y mucho garrotazo y en ocasiones barbera, manopla y hasta puñal. Para su realización se organizaron especies de empresas, al igual que para la práctica de los llamados juegos de destreza como los bolos, tánganos, billar y los de damas, ajedrez, etcétera, y los tradicionalmente conocidos como juegos de suerte y azar en los cuales los dados, los naipes y las ruletas ocupaban prominente lugar. A este respecto, hemos tropezado, en nuestras investigaciones, con un famoso acuerdo municipal, expedido hace ya más de cien años, que por sí solo nos retrata de cuerpo entero y en toda su dimensión la época y la sociedad para la cual fue dictado. Es un curioso documento humano, digno de figurar en cualquier antología de curiosidades legislativas. Dice así, en su parte pertinente:
+Acuerdo del 2 de mayo de 1874. La Junta Administrativa de la aldea del Líbano, en uso de sus facultades legales, acuerda: Artículo 1.º Para los efectos de este acuerdo se entiende por baile, toda reunión a que concurren públicamente varias personas de uno y otro sexo con el objeto de divertirse, por más de una hora, danzando al son de cualquier instrumento músico. Cuando la reunión no pase de una hora, siendo de día, no se considerará como baile. Artículo 2.º Las reuniones privadas a que sólo concurren, por invitación expresa dos familias y dos o tres músicos, con el objeto de divertirse en danza, canto, juegos familiares o de pura diversión, lectura, conversación, discusión, etcétera, son tertulias y no quedan comprendidas en las disposiciones de este acuerdo, en lo que hace relación con el gravamen de algún impuesto. Artículo 3.º Por cada baile se pagará por el dueño de casa donde se ponga o por el que lo fomente, el derecho de un peso, ya tenga lugar de día siempre que pasare de una hora, o ya de noche desde el momento en que principie. Este derecho se pagará por anticipado. Artículo 4.º Al jefe de policía toca el conceder permiso para el baile, el que no se concederá, mientras no se pague el derecho que sobre él se establece, y puede rehusarlo, cuando crea fundadamente que pueda suscitarse algún grave desorden. Artículo 5.º Si durante un baile se suscitare algún desorden, podrá cualquier empleado de policía suspenderlo, sin que por esto se pueda recuperar el derecho pagado, Artículo 6.º El que contravenga lo dispuesto en los artículos anteriores, pagará los derechos dobles, y quedará incurso en una multa de uno a diez pesos o de uno a cinco días de arresto. Dado en el Líbano, a dos de mayo de 1874. Entre líneas «lectura, vale». El presidente, Emiliano Echeverri. El secretario, David R. Ceballos. Publíquese y ejecútese, Crisanto Buriticá, alcalde.
+Hemos transcrito el texto anterior porque nos ha parecido que constituye la mejor radiografía sobre los bailes y las tertulias aldeanas, a más de que el texto confirma plenamente la peligrosidad de tales bailes públicos y la bella costumbre de las tertulias de las que ya hemos hablado. Sobre los juegos públicos, es decir, aquellos en que podía participar cualquier persona de la comunidad, y que funcionaban en establecimientos abiertos a todo el que quisiera participar mediante el pago de algún pequeño derecho, también se legisló en nuestras aldeas, siguiendo los principios generales consagrados en los famosos y ya abolidos códigos de Policía provinciales. Este es, sin lugar a dudas, uno de los aspectos más apasionantes en el discurrir de nuestras ingenuas aldeas, pues en esas curiosas disposiciones legales, olvidadas por nuestros investigadores sociales, encontramos el espíritu mismo que las animaba con toda su curiosa mezcla de ingenuidad y turbulencia. Desde sus anacrónicos articulados nos llega cierto aroma de sencillez bucólica, de candor provinciano, pero a la vez de indócil y arisco comportamiento, cuando se tiene el estímulo del alcohol y del sexo.
+Otro aspecto importante en esto de diversiones públicas era el relacionado con la celebración de las festividades patrias. Además de los discursos peyorativamente denominados Veintijulieros, con mucho derroche de adjetivos inútiles y rimbombantes, pronunciados por el alcalde, el político lugareño o algún maestro de escuela con ínfulas de intelectual, era considerable la participación de la juventud. Esta se hacía presente especialmente en dos de los actos de mayor significación. Uno era la marcha de antorchas, en la que participaban todos los muchachos de la escuela portando aquellos cajoncitos iluminados, sostenidos en algún palo de escoba, con los que se daba la vuelta por las calles del pueblo, siguiendo los acordes del himno nacional, y que más parecían ríos de fuego entre la oscuridad de la noche. Otro era la famosa vara de premio o cucaña, que consistía en una alta vara de guadua, sembrada en mitad de la plaza, completamente embadurnada de manteca para que los muchachos aspirantes a subir a ella resbalaran con facilidad, siéndoles casi imposible llegar hasta su cúspide, en la cual se encontraban amarradas multitud de baratijas que constituían el anhelado premio para el que lograra alcanzarlas. Horas enteras luchaban estos muchachos, unos tras otros, tratando de subir por la peligrosa vara, resbalando a gran velocidad, perdiendo en un segundo lo que habían logrado avanzar en horas, ante la expectativa, la risa y las exclamaciones de la multitud que permanecía allí sólo por ver la culminación de la difícil competencia.
+A veces en estas festividades cívicas también se presentaban los atractivos desfiles de carrozas alegóricas. Para ellos los aldeanos se esmeraban en preparar sus carretas, tiradas por bueyes mansos, adornándolas con cuanto elemento decorativo pudieran encontrar a su paso. Trataban de representar en cada una, algún episodio de la historia nacional o alguna deidad, apelando para ello a toda suerte de disfraces. De esta manera, este extraño carnaval que llenaba de regocijo el corazón de todos los aldeanos, solía ser la mayor manifestación de su ingenio y creatividad y no era raro ver a la justicia representada en una bella joven campesina ataviada de túnica blanca y provista de balanza reluciente, ni a la libertad encarnada en otra joven de gorro frigio y de cadenas rotas. Así, multitudinariamente, entre músicas, gritos y sonrisas, solían divertirse estos pueblos llenos de fuerza y de entusiasmo.
+EN TÉRMINOS GENERALES, dado el profundo sentido religioso de los antioqueños, en la casi totalidad de los pueblos fundados por ellos, la iglesia y sus rituales fueron el eje principal de su vida social. Por eso mismo, en lo primero que pensaron al fundar cada uno de esos pueblos fue en dotarlos de un templo amplio y decoroso que sobresaliera sobre todas las demás edificaciones y que pudiera albergar al mayor número de gentes. En su construcción participaron con entusiasmo todos sus habitantes, desde los más ancianos hasta los más jóvenes, llenos de una fe conmovedora. Aquello fue, según las crónicas que nos han llegado, una verdadera empresa colectiva que movilizó voluntades y generó esfuerzos supremos, porque para ellos una aldea o una ciudad sin templo podía ser cualquier otra cosa menos un lugar civilizado. Por eso todos sintieron la necesidad, el imperativo moral, de participar activamente en su construcción, no sólo por razones de orden económico sino principalmente por lo que implicaba espiritualmente participar en la construcción de la casa de Dios. Todo ese proceso de construcción fue una sucesión de actos de fe sin precedentes: quienes cortaron los árboles más altos y de mejor madera, para que las vigas y las tablas fueran las más resistentes y aromáticas; quienes aserraron los grandes troncos con mayor cuidado y esmero para que de ellos salieran las más pulidas puertas y los más delicados arrequives; quienes cavaron la tierra para sembrar en ella los cimientos de cal y canto; quienes se treparon a los altos y peligrosos andamios, haciendo toda suerte de equilibrios, para ir tendiendo esa intrincada telaraña de madera que iba a ser el cuerpo mismo del templo; quienes acarrearon en sus mulas y en sus bueyes los elementos de hierro y de latón; quienes trajeron las piedras desde el lecho de los ríos para que sirvieran de base a la pesada construcción; quienes transportaron el agua en baldes y toneles para que con ella se pudieran hacer las mezclas necesarias; quienes cocieron las viandas que los trabajadores del templo devoraban en la plaza misma, aprovechando los cortos descansos; quienes, en fin, iban alcanzando a los improvisados constructores todos los elementos necesarios para su sagrada empresa.
+Desde el instante mismo en que se pudo utilizar el templo en construcción, la aldea tuvo una nueva dimensión de la vida. Fue su punto necesario e inevitable de reunión, desde el amanecer hasta que las sombras de la noche se apoderaban del pueblo. Tan pronto como se pudo, se mandaron fundir dos grandes campanas de cobre y plata para que la aldea pudiera tener una voz muy bella y sonora con la cual convocar a todos sus habitantes. Desde la madrugada empezaban a sonar, llamando a la primera misa. A mediodía también volvían a sonar para que los labriegos abandonaran el surco, por unos instantes, y volvieran a sus casas a tomar el almuerzo cotidiano. Por la tarde nuevamente sonaban convocando al angelus, para que todos pudieran elevar una oración en medio de las sombras vespertinas. Por la noche sonaban otra vez, para el trisagio o el rosario, al cual debían ir todas las mujeres con sus rebozos negros, sus camándulas y librillos de oír misa y sus catrecillos de paño o terciopelo o sus taburetes de cuero o de madera. Los domingos eran esperados con ansiedad, porque la misa era el principal programa, no solamente desde el punto de vista religioso sino también social. Oportunidad de ver a las mujeres jóvenes bellamente ataviadas con sus mejores trajes, de conversar con amigas y vecinas, de comentar los acontecimientos de la semana y hasta de hacer negocios, una vez terminados los oficios religiosos. Pero lo más anhelado por todos eran las festividades consagradas en el respectivo santoral. En primer lugar, el día dedicado al santo o santa de la mayor devoción, a quien se daba el título de patrón o patrona del pueblo y a cuya protección espiritual y material quedaban encomendados todos sus habitantes.
+El día de la tan esperada festividad se daban cita en la plaza miles de aldeanos procedentes de varias comarcas. Venían desde apartados lugares cargando con la mujer y la prole, el perro guardián de la heredad y el tiple compañero. Cerramos los ojos y automáticamente se nos representa en la imaginación aquel abigarrado conjunto de hombres y mujeres que invadían la plaza y tomaban el pueblo como por asalto, desde las propias vísperas de la solemnidad. El panorama popular tenía una variedad exuberante. Remangado el pantalón, casi hasta la rodilla, y salpicado por el barro de los caminos, los hombres lucían en sus cuellos sudorosos el clásico pañuelo raboegallo. De todo había allí: lujosos carrieles de nutria, tiples adornados con anchas cintas rojas o azules o por delicadas borlas de lana; amplias enaguas de colores detonantes, pañolones y rebozos, manteletas y sombrillas de un verde pálido o de un solferino encendido; talegos con trastos y comisos; zurriagas de fuerte guayacán y alpargatas que dejaban sus huellas estriadas sobre el barro de la plaza; gallinas y pavos para el cura; sombreros de fieltro y paja; banderolas de azul y gualda; cabalgaduras amarradas al mango de la plaza y, sobre ellas, las famosas monturas de mujer, con cuerno al lado, para que las matronas pudieran sostenerse sin peligro. Algún gramófono chillaba sobre una mesa de cacharro ante el asombro y el temor de los campesinos. Risas, saludos en alta voz y alguna que otra riña de compadres que terminaba ipso facto cuando los alguaciles intervenían con sus horquetas de madera, para separar con ellas a los belicosos feligreses. En la plaza los famosos toldos de las tiendas ambulantes desafiaban el viento como si fueran velámenes de diminutas y primitivas embarcaciones. En carretillas acondicionadas se vendía la forcha, el masato, los caramelos y demás golosinas. Por lo general el juego de ruleta, con su inolvidable marcador de madera en forma de serpiente, era colocado estratégicamente frente a la iglesia. Por sólo dos centavos los habitantes podían probar la suerte y los afortunados —si los había— salían con sus bolsillos llenos de confites, canzuisos, bombones y chocolates. Cuando el sol calentaba muy fuerte se corría el peligro de que esos barriles de forcha estallaran con estrépito, rompieran los zunchos ajustadores y lavaran con su contenido blanco y espeso a los curiosos que se arremolinaban a oír la clásica oratoria de algún vendedor de específicos que deleitaba con una serpiente inofensiva enrollada al cuello. Había también cacharros en abundancia, ventas de plantas medicinales y muchas fritangas que le daban sabor y olor al ambiente y teñían de humo buena parte del alegre cuadrilátero. Tampoco podía faltar la música delicada de algún organillero, con caja de loros que adivinaban la suerte en papeletas, verdes para los caballeros y rosadas para las damas, y que venía de alguna provincia distante a la manera de los trovadores medievales, ni el cantante de canciones sentimentales que a la vez vendía «La historia de la mujer que se volvió mula», ni tampoco el vendedor de aguas dulces, coloreadas de anilina, que ensordecía con este conocido estribillo:
+¡A ver… a ver, los frescos!
+¡La piña para la niña,
+la mora pa la señora,
+la menta pa la sirvienta,
+y el limón pal corazón!…
+Y a renglón seguido, aunque nadie hubiera frente a su mesa o a su carretilla, gritaba desaforado: «¡A ver… a todos les vendo! ¡Sí, señor; a todos les vendo pero no me acosen ni me tumben la mesita!». Allí vemos también al indio Rondín vendiendo sus pomadas, tónicos y jarabes y haciendo gala de su elocuencia tribunicia; un poco más lejos a don Baldomero, apodado el «Gobernador del Callejón», vendiendo frutas debajo de su típica tolda y ataviado de clásico chaleco verde y sombrero barnizado de blanco y rojo; al Mono Pirulí vendiendo espumeantes vasos de forcha, dulces y helados raspados. Este maravilloso personaje típico hizo célebre, en el pueblo, el siguiente estribillo, con el que anunciaba sus famosos caramelos y que nosotros recogimos de labios de algunos de los viejos pobladores:
+Caramelos Pirulí
+a la moda de Parí
+curan la catarra
+y matan la lombrí.
+Allí, en aquel ambiente de jolgorio, esperaban los aldeanos la salida de la procesión, que a veces tardaba varias horas. Entre tanto se quemaba pólvora, y los cohetes, requintos y voladores llenaban de estrellas diminutas el cielo azul y ensordecían la aldea con su monótona explosión. Los niños y aun los adultos corrían detrás de la varilla próxima a aterrizar y a veces formaban verdaderos combates de puño y zancadilla para obtener el codiciado artefacto. Las campanitas de cobre, fabricadas con las olletas y las pailas fundidas que habían regalado algunos feligreses, daban sus esporádicos repiques premonitorios. Y por fin… por fin salía la procesión, y el cura bajo el palio y los monaguillos con los desvencijados sahumerios, y el sacristán impartiendo órdenes que sumisamente eran cumplidas por los fieles. Este era el momento más solemne. Los campesinos, que habían llegado desde la víspera, se quitaban respetuosamente su sombrero, y hasta su ruana que, según la clásica definición antioqueña, «es un cuadro de tela provisto de un ojal en la mitad que se abotona con la cabeza».
+Como la iglesia era demasiado escasa en imaginería, durante el siglo pasado y primeras décadas del presente los aldeanos celebraban la Semana Santa a lo vivo, haciendo una presentación escenificada de la Pasión de Jesucristo. Las calles de la aldea tapizadas por el pasto o por un fino pedrusco, veían desfilar a los personajes más conocidos haciendo el papel de Jesús, de Judas Iscariote, del apóstol Juan, de Mateo, de Pedro, de María de Nazaret, de María Magdalena, del Cireneo, etcétera. Esta forma de celebrar una de las más grandes y significativas festividades de la liturgia cristiana a veces tenía sus peligros porque algunos campesinos tomaban muy en serio la comedia y en alguna ocasión quisieron linchar al buen Judas que era un sencillo y católico barbero, en el preciso instante en que le daba el beso traidor al Rabí de Galilea. Otras veces se excedían en los azotes a Jesús motivando las protestas de este, en forma poco comedida: «¿Qué es la vaina, carajo…? ¿Usted está tomando en serio esta vainita?».
+De otra parte, los personajes solían quedar para toda la vida con el nombre evangélico con los cuales eran bautizados para esas simpáticas representaciones. Hasta no hace mucho tiempo sobrevivían algunos actores de esa dorada época de candidez y de añoranza.
+La Navidad era otra de las grandes festividades en aquellas aldeas. Desde un mes antes, por lo menos, empezaban los preparativos. En casi todas las casas se hacía el famoso pesebre, en uno de los rincones de alguna de las alcobas, utilizando para armarlo los viejos cajones y las petacas y baúles que servían para guardar la ropa y otros implementos domésticos, unos sobre otros, en caprichosa topografía, y recubiertos luego con aquellos encerados con los que solían venir protegidos contra el sol y la lluvia los bultos de mercancía que llegaban a lomo de mula desde las más lejanas procedencias. Por cierto, estos famosos encerados impregnaban con su olor característico todo el pesebre, toda la alcoba y a veces toda la casa. Era el olor típico de la Navidad de aquellos tiempos, porque era el olor de los pesebres. Después de esta labor primaria de establecer el terreno donde sería construida la aldea de Belén y el establo sagrado, venía una dispendiosa tarea de construir las altas y corrugadas montañas con sus imponentes nevados de algodón; los valles, cubiertos de húmedos musgos y de gramas secas, donde pudieran pastorear los rebaños de cabras y de ovejas; los ríos y las cascadas de papel de estaño; los tranquilos lagos de espejos bordeados de musgos, donde los cisnes pudieran reflejar su serena inmovilidad; las lejanas y desoladas chozas campesinas, al borde de cualquier despeñadero; los campos llenos de vacas y caballos, también de celuloide pintado; los curvados y caprichosos caminillos que trepaban a las cimas y bajaban a los valles; y luego, el pequeño poblado con sus calles y su plaza de arena, y sus árboles de helechos y quiches y, por último, en el sitio más alto y más visible, el establo de paja donde la Virgen y San José esperaban el ansiado nacimiento. Hacia ese humilde rancho se dirigían, por un camino real, dibujado con cisco y bordeado de palmeras diminutas, tres figurillas vestidas con rica indumentaria. Eran los reyes magos. Iban lentamente, avanzando pocos centímetros al día, en sus altos camellos de piel parda y zancas tan largas como cualquiera de los árboles vecinos. Así iban esos reyes magos, marcando el curso de los días, avanzando poco a poco, acercándose cada vez más hasta el alto sitio en donde debía nacer el Mesías, sitio que estaba señalado desde las alturas por la estrella brillante de papel de estaño que se balanceaba sobre todo el pesebre, colgada de un hilo blanco, casi invisible, del cual también estaban suspendidas todas las ilusiones de los niños. Hasta que por fin llegaban con sus cofrecillos herméticos y sus vistosos turbantes, estos tres jinetes reales moldeados en yeso. Pero el Niño Dios, en realidad, había nacido mucho antes, apenas pasada la medianoche del 24 de diciembre, entre el resplandor de las luces de bengala y el júbilo de todos los presentes.
+Así, pues, frente al pesebre con olor a musgos y encerados, lleno de casitas de cartón y de figuritas de madera, yeso y celuloide, se reunían las familias durante nueve noches, a rezar la novena y a cantar los villancicos que todos conocemos, porque son los mismos que durante más de cien años han escuchado varias generaciones de colombianos:
+Dulce Jesús mío,
+mi niño adorado.
+Ven a nuestras almas,
+ven no tardes tanto.
+O estas otras, tan conocidas en algunas regiones de la colonización y que las gentes solían cantar frente al pesebre o recorriendo las calles, con acompañamiento de tiples, guitarras y maracas:
+Aguinaldo, aguinaldo pedimos
+en el nombre de Dios que nació,
+que temblando entre pajas recibe
+las ofrendas que hagáis por su amor.
+Es el mismo Jesús que en el cielo
+en Belén como pobre nació;
+es el mismo que allá en el Calvario
+aguinaldo de amor nos pagó.
+En realidad el Niño no tardaba tanto, como lo expresa el primero de los villancicos, porque a los nueve días de estar cantando estas bellas tonadas, con acompañamiento de tiples, guitarras, bandolas, fotutos y chirimías, aparecía misteriosamente tendido sobre las pajas secas del establo, en medio de la Virgen y San José. Era el momento más emocionante de la Navidad, porque los niños iban a buscar sus regalos, debajo de sus respectivas almohadas, y venían con ellos en la mano, todavía envueltos en su papel de estrellas, hasta la sala donde los adultos se preparaban para salir hacia el templo con el fin de asistir a la misa de gallo. Bien arrebujados en sus pañolones y ruanas salían, pues, en medio de un frío glacial, de un vientecillo que castigaba las mejillas, al son del repique de las campanas del templo que no cesaban de cantar con sus voces delgadas, y bajo un cielo profundamente azul, lleno de estrellas de oro y plata que iluminaban las cúpulas de los montes lejanos.
+La cena navideña se realizaba un poco antes, para poder asistir a la ceremonia religiosa. Era sencilla y tradicional: buñuelos, natilla y chocolate espumeante. Todo ello confeccionado en la casa, pues era inconcebible no hacerlos en familia, batiendo todos la natilla en las grandes pailas de cobre, y amasando con sus propias manos los buñuelos de harina, huevo y mantequilla, con todo lo cual impregnaban la casa de otros de los olores más gratos de estas navidades aldeanas y campesinas.
+En el templo también había un pesebre, mucho más grande y más hermoso que los pesebres de las casas de familia, y en él también nacía el Niño Dios, pero de manera diferente. Cuando ya toda la feligresía estaba reunida devotamente bajo sus amplias naves de madera, bajaba desde el coro, a través de un tenso cable de alambre, directamente hasta el establo, donde caía maravillosamente, ante el asombro de todos, en medio de sus padres, y al lado del buey manso que parecía estar dispuesto a calentar con su vaho el cuerpecito desnudo del Niño, y de la mula maliciosa que daba la impresión de levantar al máximo sus grandes orejas afelpadas, al sonido de los cánticos celestiales producidos por vírgenes de verdad, desde el desvencijado coro de madera.
+En los campos la Navidad solía ser más sencilla, más simple y elemental. El pesebre sobraba en ambiente tan bucólico, puesto que el campo era de por sí un gran pesebre. Pero la cena tradicional no podía faltar con sus buñuelos, su natilla y su taza de chocolate, a veces complementados con exquisitos tamales. También se cantaban villancicos, por las noches, al pie de los fogones, en las tradicionales y rústicas cocinas. A veces se reunían varias familias vecinas y al son de tiples y bandolas se bailaban pasillos y bambucos, mientras los niños, en los patios, hacían grandes fogatas que iluminaban la noche con sus rojizos resplandores. Al igual que en las aldeas, se elevaban voladores que explotaban en el aire dejando luminosas estelas, se elevaban globos de papel, se quemaban los totes que saltaban por el suelo con su ruido peculiar, se lanzaban buscaniguas que salían a gran velocidad por corredores y patios, causando la inquietud de todos, por el peligro de ser quemados, y también se encendían las famosas luces de bengala. En las fondas camineras la celebración solía ser más animada y quizás un tanto pagana, pues se bailaba hasta altas horas de la madrugada, se bebía el aguardiente de caña en grandes dosis y a veces, también, aquello podía culminar en pavorosa trifulca, como las descritas en otra parte de este libro.
+No podía terminar esta breve estampa navideña sin hablar del juego de los aguinaldos. Consistía en que dos personas, generalmente hombre y mujer, hacían una apuesta para ver quién ganaba esa especie de competencia, en la cual se ponía a prueba la agilidad mental, la memoria y hasta el ingenio. Para ganarle al contendor se recurría a toda suerte de ardides. El perdedor quedaba obligado a pagar los aguinaldos, es decir, a hacer un regalo al vencedor de esa competencia. A veces dicho regalo era convenido previamente, pero por lo general se dejaba a la elección y a la generosidad del perdedor. Se apostaban aguinaldos como al dar y no recibir, al beso robado, a la palmada, a la pajita en boca, al sí y al no, al grito, etcétera. Eran los más usuales. El juego, practicado en todas sus modalidades, en los diversos vecindarios, resultaba algo realmente emocionante y divertido. Todo este ambiente callejero era de risas, de sorpresas espectaculares, de gritos y hasta de desmayos. No era raro, por ejemplo, que para ganar el aguinaldo de la palmada, del beso robado o del dar y no recibir, uno de los apostadores se disfrazara de mendigo, de policía, de lustrabotas, de viejecita, para poder maniobrar más fácilmente, a mansalva y sobreseguro. Aquello era, pues, como un carnaval que se prolongaba durante nueve días con sus noches, desvelos y fatigas.
+Finalmente, había otra clase de actividades con las cuales los aldeanos solían divertirse. Eran muy frecuentes, por ejemplo, en las festividades religiosas, los fuegos artificiales. Consistían en altas varas de guadua, colmadas de rodachines de candela, complejas combinaciones de cohetes de luces multicolores, volcanes que estallaban en surtidores de luces y en muchas otras sorpresas pirotécnicas. En algunas regiones a estos fuegos artificiales se les dio el nombre de castillos, tal vez por la diversidad de figuras que formaban, y por la cantidad de voladores y de saetas luminosas que disparaban a diestra y siniestra, ante el temor y el asombro de todos los circunstantes. Por lo general el sitio escogido para esta clase de espectáculos era la plaza, especialmente al frente de la iglesia. Estos castillos eran también complementados con el juego de la vacaloca, una especie de simulacro de toreo, en el cual podían participar todos cuantos quisieran. La vacaloca no era otra cosa que un armazón de madera, revestido con tela más larga que ancha, con un par de cachos en uno de los extremos y una cola al otro. Las puntas de los cachos estaban provistas de dos grandes pelotas de fuego. Un hombre lo accionaba poniéndose tal artefacto encima de la cabeza y sosteniéndolo con las manos, simulando con ello ser una especie de vaca enloquecida que se lanzaba contra toda la multitud, la cual corría despavorida de un lado para otro, evitando ser alcanzada por aquellos peligrosos cuernos de fuego. Sobra decir que el espectáculo era bastante divertido y que en la faena taurina protagonizada por todos, salían varios heridos y contusos, no tanto por las embestidas de la vacaloca sino por los remolinos y cargamontones de las gentes que, al correr, se atropellaban ellas mismas. En las épocas navideñas también solía elevarse multitud de globos de papel, de diferentes colores, que iban subiendo lentamente por encima de los tejados de las casas, por sobre los árboles más altos de la plaza y de todos los solares, hasta perderse entre la oscuridad y la lejanía. Era verdaderamente emocionante, por lo hermoso que resultaba, ver aquellos globos luminosos, en su lenta ascensión, surcando los aires, balanceándose de un lado para otro, impulsados por el viento, pasando por encima de las copas de los árboles, a punto de estrellarse contra ellos, incendiándose de repente y cayendo sobre los techos del pueblo, o convirtiéndose en pequeños puntos de fuego, al igual que cualquiera de las estrellas que brillaban en el cielo.
+ES UN HECHO CURIOSO QUE los colonizadores antioqueños hayan bautizado muchas de las poblaciones y haciendas fundadas por ellos con nombres bíblicos, y ello ha sido uno de los argumentos que ha servido a algunos cronistas e historiadores para sostener, desde hace más de 100 años, la tesis sobre el origen semita de aquellos, con las consiguientes refutaciones[153]. Obviamente, no se ha aportado una prueba definitiva sobre la misma, la cual se ha basado principalmente en algunos indicios que en ningún caso podemos considerar como concluyentes y sólidos en esta interesante controversia histórica.
+Entre los más destacados defensores de la tesis sobre el origen judío de los antioqueños está, sin lugar a dudas, el doctor Eduardo Zuleta, quien publicó en 1926 un magistral ensayo sobre el particular en el Suplemento Literario Ilustrado de El Espectador de Bogotá, con el sugestivo título «El semitismo en Antioquia»[154]. A este ensayo replicó el erudito sacerdote Félix Restrepo, en una extensa carta publicada en El Nuevo Tiempo, de la misma ciudad, en el año antes mencionado. Zuleta, acucioso investigador en asuntos históricos y sociológicos, respondió al sacerdote con otra documentada página titulada «Antioqueños y judíos», la cual corre publicada en otro número del ya citado suplemento de El Espectador[155]. Zuleta sostuvo el origen judío de los antioqueños con notables argumentos de orden histórico. Señaló, además, la tendencia de estos a utilizar nombres bíblicos o, al menos, orientales, para personas y lugares. Armenia, Jericó, Támesis, La Tebaida, Jordania, Palestina, Mesopotamia, Tauro, La Moka, Jordán, Dabeiba, Líbano, Betulia, Canaán, Sinaí, La Samaría, Belén, Betania son nombres de poblaciones o sitios colonizados por antioqueños. Lo mismo sucede con nombres de personas de estirpe antioqueña. Jairo, Esther, Ruth, Ezequiel, David, Malaquías, Dabeiba, Sara, Bernabé, Jafet, Salomón, Débora, Raquel, Rebeca, Judith, Rubén, Moisés, Jacobo, Elías, Abraham, Isaac, Ismael, Efraín, Simeón, Lázaro, Eleázar, Samuel, Marcos, Benjamín, Neftalí y muchos otros nombres bíblicos son comunes a esta estirpe emprendedora y tenaz, hábil para el comercio, la industria y las finanzas, andariega y creadora, tan amiga del dinero como de las cosas del espíritu.
+¿Que los nombres bíblicos puestos por los antioqueños a sus hijos y a sus comarcas se deben al espíritu religioso de este pueblo? La contraprueba es muy sencilla: la religiosidad de los norteamericanos es mayor, llegando al más profundo fanatismo, fuera de que son permanentes y devotos lectores de la Biblia. La conocen al dedillo, tanto protestantes de todos los matices, como católicos. Hasta en la mayor parte de los hoteles el huésped suele encontrar, junto con las toallas y el jabón, un ejemplar del libro sagrado. Sin embargo, los nombres bíblicos no son muy usuales en tal pueblo, para personas y lugares, como ocurre con los antioqueños.
+Como indicio curioso, aunque no necesario, para sostener el origen judío de los antioqueños se ha traído a cuento el parecido físico entre aquellos patriarcas antioqueños que fueron raíz de las generaciones actuales, con los patriarcas judíos de nariz aguileña y ojos de águila, penetrantes, inteligentes e inquisitivos, además de ciertas similitudes y afinidades en las costumbres, entre las cuales no se deben pasar por alto su espíritu errante, su tendencia a abandonar el solar nativo y, a la vez, su acendrado y tenaz regionalismo y su solidaridad como pueblo.
+A pesar de estos argumentos, sostenidos en forma reiterada, muchos investigadores de nuestros ancestros han negado rotundamente el origen judío de los antioqueños, afirmando que la mayoría de los inmigrantes españoles que se establecieron en Antioquia eran de origen vasco y que en las provincias vascongadas los judíos no tuvieron mucha influencia, tan sensible en otras regiones de España. Esta afirmación es muy relativa, pues entre los pobladores de Antioquia en los siglos XVII y XVIII quizás no hubo más de una cuarta parte de vascongados y no todos eran cristianos viejos, pues había muchos tornadizos. El resto fueron navarros, andaluces, castellanos, murcianos, gallegos, aragoneses, santanderinos, leoneses, extremeños y hasta portugueses e italianos, con gran aporte de judíos conversos. Además, como lo afirma el doctor Manuel Antonio Campo y Rivas —citado por Zuleta— en su Compendio historial, publicado en el siglo XVIII, el mariscal Jorge Robledo trajo de España catorce familias de gitanos que se establecieron en el Valle de Aburrá y de los que afirma el historiógrafo que «son por excelencia más andariegos que los mismos judíos de las demás partes del mundo»[156]. Afirma Zuleta que entre los españoles descendientes de judíos de Sevilla, de Londres, Bayona, París, El Cairo, etcétera, se encuentran muchos apellidos comunes en Antioquia, tales como Sierra, Salazar, Santamaría, López, González, Correa, Álvarez, Rodríguez, Moreno, Delgado, Gutiérrez, Fernández, Soto, Gómez, Flórez, Ríos, Acevedo, Bernal, Navarro, Díaz, Franco, Córdoba, Pardo, Valencia, Martínez, Carvajal, etcétera. Apellidos adoptados o tomados, sin duda alguna, por judíos llegados a España y convertidos al cristianismo. Y frente al argumento de que no era posible que gentes de origen judío llegaran a la América española, por mandato expreso de rígidas disposiciones de la Corona, cabe observar que estas normas también fueron violadas y que en todas las épocas lo prohibido en las aduanas y en los puertos de control pasa haciéndole esguinces a la ley, en virtud de circunstancias que a veces toman el nombre de contrabando y a veces el de venalidad y soborno…, sobre todo aquello del «se obedece pero no se cumple» que parece haber sido la ley suprema de la colonización española en estas tierras de Colón. Nuestro gran cronista Rodríguez Freyle, en el siglo XVII, al hablar de la pragmática de Carlos V según la cual no se permitía pasar a las Indias a judíos sino a españoles y cristianos viejos, afirma que eso ya no se cumple y termina aseverando que «agora pasan todos». Todo lo cual le da fuerza a la afirmación de Campo y Rivas, ya citado.
+Todos aquellos apellidos españoles mencionados anteriormente fueron frecuentemente tomados por judíos que querían permanecer en España, sin ser molestados, y con mayor razón por judíos que querían venir a la América española, ese deslumbrante emporio de riqueza que fulgía en la imaginación de muchos con los lampos del idealismo y la aventura. Sin contar con otros apellidos nuevos, tomados sin duda por judíos llegados a España y convertidos al cristianismo, como Santa, Santamaría, Santágueda, Santacoloma, Sanjuán, Sanmartín, Santa Cruz y otros de santos y santas, para demostrar con ellos la fe en sus nuevas creencias.
+El doctor Zuleta, además de los argumentos ya esbozados, trae a cuento en sus artículos mencionados curiosas anécdotas de antioqueños que en Europa y aun en Asia fueron tratados como judíos. Entre otras, aquella tan conocida de Antonio José Restrepo, de quien se dice que, después de haber rechazado abiertamente la tesis sobre el origen judío de los antioqueños, un día fue tratado como uno de aquellos en alguna tienda de Hamburgo. Desde entonces empezó a dudar y, según confesión hecha a sus amigos, hasta terminó por aceptarla. La anécdota, deliciosamente narrada por el propio Antonio José Restrepo, cuenta cómo al entrar a un almacén de artículos para hombre e insistir en que se le mostrara un par de zapatos que había visto en la vitrina, el dueño del establecimiento le dijo al dependiente, en forma un tanto molesta y desdeñosa: «Atienda ese judío, para que no moleste más».
+Fuera del doctor Zuleta, otros eminentes antioqueños han sostenido la tesis del origen judío, como Carlos E. Restrepo, Epifanio Mejía y Porfirio Barba Jacob. Uno de nuestros más insignes novelistas y poetas, Jorge Isaacs, de verdadero e indiscutible origen judío, también sostenía la misma tesis. Tan judío era Isaacs que, en la hora de su muerte, al ser interrogado por un sacerdote sobre si creía en Jesucristo, respondió: «Es de mi raza». Isaacs había nacido en Cali, de padre judío, pero cuando visitó a Antioquia y pudo conocer de cerca sus costumbres, rasgos somáticos e idiosincrasia del pueblo, escribió en 1893 aquel poema en el cual dice:
+¿De qué raza desciendes pueblo altivo
+titán laborador
+rey de las selvas y de los montes níveos?
+¡Antákieh! Redentora Edissa
+de sierva como Agar
+se hizo libre y madre de prole bendecida
+el cedro fue bellota y el árbol selva es ya.
+¡Y tu fecundo enjambre de pueblo perseguido
+a Girardot tuviste y a Córdoba inmortal!
+Tan convencido estaba Jorge Isaacs del origen judío de los antioqueños que dispuso, como última voluntad, que sus restos mortales reposaran en Antioquia. En el cementerio de Medellín está su tumba, siempre cubierta de flores, a pesar de haber fallecido en Ibagué.
+Pero volvamos al caso de Porfirio Barba Jacob. No solamente estaba convencido de su remota ascendencia judía, sino que se jactaba de ella muy a menudo. Hasta su propio seudónimo, con el cual ha pasado a la posteridad, tiene una rara y enigmática reminiscencia judía. Veamos cómo expresa este eminente poeta antioqueño su idea sobre la tesis que nos ocupa:
+1. En su hermosa página autobiográfica titulada «Fragmentos prologales», la cual debía aparecer en su libro La diadema —libro que nunca fue publicado— nos dice categóricamente: «Soy antioqueño, soy de la raza judaica, gran productora de melancolía, según expresión de Ortega y Gasset, y vivo como un gentil que no espera ningún Mesías, o como un pagano acerbo en la Roma decadente».
+2. En su página, también autobiográfica, titulada «La divina tragedia», tal vez lo mejor que escribió en prosa, afirma lo siguiente: «Yo traía de mis campos nativos, en la aspérrima Antioquia, la fortaleza del cuerpo algo mal proporcionado, la íntegra energía de la voluntad para la faena —¡prez de mi raza judaica!— y una inocencia como cendal de albura sobre la chispa madre de mis futuros incendios».
+3. Más adelante, en la misma página, nos reitera el concepto, cuando afirma: «En mi Antioquia israelita, entraña de mi nativa Colombia, ninfa melódica de mi ideal de América, no había tampoco periódicos, ni libros, ni conciertos, ni bandas».
+4. En su poema titulado «Lamentación baldía», veladamente, con ese simbolismo propio del aludido poema, nos dice:
+Yo venía sin saberlo
+tal vez de algún Oriente;
+que el alma en su ceguera vio como un espejismo
+y en ansia de la cumbre que dora el sol fulgente
+ir con fatales pasos hacia el fatal abismo.
+5. Hasta en el poema «Acuarimántima», la ciudad ideal del poeta, está latente la fuerza de su semitismo:
+Ciudad del bien, fastuosa, legendaria
+ciudad de amor y esfuerzo y ufanía
+y de meditación y de plegaria;
+una ciudad azúlea, egregia, fuerte
+una Jerusalén de poesía.
+6. La idea de ir o venir de algún Oriente parece una obsesión, y su imagen bíblica le llega al poeta hasta en sus propios sueños. Así, en su poema «El son del viento», lo dice bellamente:
+Iba al Oriente, al Oriente
+hacia las islas de la luz
+a donde alzara un pueblo ardiente
+sublimes himnos a la luz.
+Ya cruzando la Palestina
+veía el rostro de Benjamín
+su ojo límpido, su boca fina
+y su arrebato de carmín.
+7. Finalmente, para expresar la belleza de la mujer antioqueña no tiene otra forma más elocuente que esta, donde confirma su creencia ancestral. Es su poema «En la muerte del poeta»:
+A un doncel ciñe la fértil Musa
+y a un bardo espera la blonda niña
+una antioqueña flor de Israel.
+Después de examinar estas expresas manifestaciones que hace Barba Jacob sobre el origen judío de su raza antioqueña, cabe preguntar de dónde tomó el gran poeta la mencionada tesis. ¿Qué fue aquello que lo llevó a tan hondo convencimiento? ¿Qué pudo influir en esa íntima convicción? Veamos: la afirmación hecha por el historiador Campo y Rivas, ya citado, sobre las familias de gitanos traídas por Jorge Robledo, «más andariegas que los judíos de otras partes del mundo», se fue abriendo paso, a través de los años, hasta ser recogida por el notable escritor José María Samper, quien no vaciló en consignarla en uno de sus libros. La tesis cobró así respetable carta de ciudadanía y siguió repitiéndose con insistencia y con ciertos visos de seriedad y de credibilidad, a tal punto que el notable médico y científico Jorge Bejarano la expresó en una conferencia, en Bogotá, hacia 1926, haciéndose eco de lo que habían sostenido en ese sentido personajes como Samper y José María Vergara y Vergara. Durante el siglo pasado y principios del presente se suscitaron ardientes polémicas sobre el particular, en las cuales participaron, además de los ya citados, sus principales impugnadores, entre quienes hay que mencionar a Mariano Ospina Rodríguez, Marco Fidel Suárez, Rafael Uribe Uribe, Antonio José Restrepo, Enrique Otero D’Costa, Gustavo Mejía Jaramillo y Ricardo Uribe Escobar.
+Seguramente Barba Jacob conoció algunos escritos sobre el tema y terminó por aceptar la discutible tesis, desde mucho antes de los artículos publicados en el Suplemento Literario Ilustrado de El Espectador, por su paisano Eduardo Zuleta. Quizás los principales puntos de la ardorosa polémica fueron comentados, desde que el poeta era un niño o un adolescente, entre las gentes de su pueblo, tan dado a esta clase de especulaciones de tipo histórico y sociológico y tan interesado por todo lo que tenga que ver con sus ancestros —¿otro indicio sobre el origen judío?—. La primera alusión que hace el poeta a dicha tesis la encontramos en su poema «Lamentación baldía», escrito en Barranquilla, en 1906. El poeta tenía apenas 23 años y estaba a punto de zarpar hacia las islas del Caribe. La alusión aparece tímidamente y en tono vacilante. Pero con el correr de los años, la tesis va a echar profundas raíces en su espíritu, hasta adquirir la categoría de una radical convicción. En su poema «El son del viento», escrito en 1920, en México, lo mismo que en su autobiografía titulada «La divina tragedia», escrita en el mismo año, la idea es expuesta en forma categórica. Y no tenemos noticia de que hubiera rectificado estas convicciones. Por el contrario, en 1933 un grupo de intelectuales de Guatemala, encabezados por Rafael Arévalo Martínez, publicó una selección de sus poemas con el título de Rosas negras y en él se incluyó, a manera de prólogo, su «Divina tragedia». Barba Jacob no suprimió las alusiones al origen judío de los antioqueños, que expresa en dicha página, ni protestó por el hecho de que sus amigos la hubieran incluido en tal antología, lo cual nos lleva a pensar que el poeta no se había retractado.
+En todo caso, las lecturas de Barba Jacob relacionadas con la tesis sobre el origen judío de los antioqueños pudieron ser la causa de su convicción sobre el particular, al igual que las conversaciones que pudo escuchar, desde niño, sobre el mismo punto, entre las gentes de su pueblo; esas agradables conversaciones que se tienen al pie del fogón, en la cocina aldeana, o en las posadas de la arriería, o en las animadas tertulias de los parques, de las esquinas, de aquellos pueblos inefables en los que, al decir del poeta, las «brisas huelen a azahar». O quizás —de ser cierta la tesis— esa convicción le nació de su sangre aventurera y errabunda que le llevó a convertirse en esa especie de «judío errante, sin paz ni sosiego» y de esa gran capacidad para destilar considerables dosis de melancolía y de angustia existencial en casi todos sus poemas. De todas formas, este es un interesante aspecto en la personalidad de este gran poeta de América que resolvió tomar como nombre definitivo ese que nos trae a la memoria tantas reminiscencias semitas.
+Dejando de lado estos aspectos relacionados con lo que han pensado y expresado públicamente distinguidos intelectuales, vale la pena volver sobre los indicios de origen popular que han servido para fundamentar la tesis del presunto semitismo de los antioqueños. La verdad es que se ha apelado muchas veces a la similitud de costumbres. Así, por ejemplo, se ha dicho que estos suelen tener ciertas características propias del pueblo judío, como su preocupación por el aseo personal, su especial devoción por tener sus casas llenas de flores y el orden admirable que conservan en las mismas y en su propia economía doméstica, su profunda religiosidad y su acendrado regionalismo, como también su exagerado espíritu ahorrativo y su natural disposición para los negocios. También se ha dicho en reiteradas oportunidades que el famoso carriel de los antioqueños, señalado no solamente como la prenda más tradicional de la estirpe y de la que se sienten profundamente orgullosos, no es otra cosa que una deformación del tahalí de los semitas, definido como «estuche, colgado de una banda, en que se guardaban oraciones como amuletos» y también como «caja de cuero pequeña en que los soldados moros solían llevar el alcorán, y los cristianos reliquias y oraciones»[157].
+Todo ello puede ser cierto pero lo que a nosotros nos ha llamado más la atención son algunas proyecciones de su espíritu en la copla popular que, como su nombre lo indica, es aquella que brota espontáneamente del ingenio del pueblo mismo y a través de la cual expresa sus sentimientos, sus emociones, sus prejuicios y sus creencias. En esas breves estrofas, improvisadas en su mayor parte por arrieros y campesinos, cantadas en las fondas y posadas, en las que permanentemente se está apelando a la tradición oral, transmitida a través de muchas generaciones, también hemos encontrado ingenuas referencias semitas. Así, por ejemplo, ese trovador anónimo, que es fiel representación del espíritu popular, hace frecuentes referencias al rey Salomón, a quien justamente considera como el summum de toda la sabiduría, especialmente aplicada maliciosa y picarescamente a los achaques del amor. Leyendo el Cancionero de Antioquia, la famosa compilación de la copla popular de esa región, hecha con tanto cuidado por Antonio José Restrepo, hemos encontrado estas cuatro perlas.
+La primera, señalada con el número DXLIX, tiende a justificar la conducta engañosa del hombre frente a su compañera, poniendo en labios del famoso gobernante israelita alguna sentencia picaresca, como suprema autoridad en estos achaques del amor:
+Dice el sabio Salomón
+qu’el que engaña una mujer,
+no tiene perdón de Dios
+si no la engaña otra vez.
+La segunda, señalada con el número DCCXXIV, vuelve a insistir en el carácter supuestamente conflictivo de la mujer, en estos términos:
+Pobre del rey Salomón
+con sus mil y más mujeres,
+si yo con una que tengo
+me doy contra las paredes.
+Y, finalmente, en la copla señalada bajo el número DCCLIX, vuelve a hacer referencia a la infinita sabiduría del rey semita, especialmente en estos mismos asuntos:
+Estudiante que estudiaste
+en el libro ‘e Salomón,
+Decime: ¿Cuál es el ave
+que no tiene corazón?
+Sin que tomemos estas cuatro referencias de la copla popular como una prueba de valor, ni siquiera como un indicio necesario, sí nos parece verdaderamente curioso que estos trovadores anónimos, producto de una educación campesina y elemental, hayan tenido tan arraigada la imagen del sabio legislador judío en su conciencia, tanto como para ponerlo como máxima autoridad en estos asuntos del corazón, digno de ejemplo, poseedor de la más adecuada filosofía sobre el particular, puesto que en toda la abundante compilación ya citada es el único sabio al que se hace el honor de la cita admirativa[158]. En todo caso, la discusión sigue abierta y la hipótesis en pie, para el análisis y la crítica. La última palabra no se ha dicho. Y tardará mucho en que se ponga término a la discusión que sobre el particular se ha establecido desde hace más de 100 años.
+[153] Entre los principales impugnadores de esta tesis podemos citar a Mariano Ospina Rodríguez, Marco Fidel Suárez, Rafael Uribe Uribe, Emilio Robledo, Antonio José Restrepo, entre otros.
+[154] Zuleta, Eduardo, «El semitismo en Antioquia», Suplemento Literario Ilustrado de El Espectador, Bogotá, octubre 21 de 1926.
+[155] Zuleta, Eduardo, «Antioqueños y judíos», Suplemento Literario Ilustrado de El Espectador, Bogotá, noviembre 4 de 1926.
+[156] Manuel Antonio Campo y Rivas, Compendio historial (citado por Eduardo Zuleta, «El semitismo en Antioquia», edición citada). Observación: los gitanos, en realidad, son de origen incierto. En una época se creyó que eran originarios de Egipto —de ahí su nombre—, pero investigaciones más recientes los hacen proceder de una zona fronteriza entre la India e Irán. Son tan andariegos que Campo y Rivas no vacila en compararlos, en este sentido, con los judíos.
+[157] Definiciones que trae el Diccionario de la Real Academia en su edición de 1970.
+[158] Las coplas transcritas fueron tomadas de El cancionero de Antioquia, compilación de Antonio José Restrepo, en la edición hecha en Medellín por la Editorial Bedout, en 1955.
+Abad Salazar, Inés Lucía, 1955, Los ansermas, Bogotá: Escuela Tipográfica Salesiana.
+Abrisketa, Francisco, 1983, Presencia vasca en Colombia, Servicio Central de Publicaciones, Gobierno Vasco: Vitoria-Gasteiz.
+Aguado, Fray Pedro, 1956, Recopilación historial, Bogotá: Biblioteca Presidencia de la República.
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