Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Palacio, Julio H., 1875-1951, autor
Historia de mi vida / Julio H. Palacio ; presentación, Eduardo Posada Carbó. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017.
1 recurso en línea : archivo de texto ePUB (3,1 MB). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Autobiografía / Biblioteca Nacional de Colombia)
ISBN 978-958-5419-44-5
1. Palacio, Julio H., 1875-1951 - Biografías 2. Escritores colombianos - Biografías 3. Intelectuales – Colombia - Biografías 4. Libro digital I. Posada Carbó, Eduardo, autor de introducción II. Título III. Serie
CDD: 928.61 ed. 23 |
CO-BoBN– a1011974 |
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ISBN: 978-958-5419-44-5
Bogotá D. C., diciembre de 2017
© Cecilia Posada de Ayerbe
© 1942, Librería Colombiana, Camacho Roldán & Cía., Ltda.
© 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura –
Biblioteca Nacional de Colombia
© Presentación: Eduardo Posada Carbó
© Compilación: Lucía Carbonell
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+A Yolanda Mora, mi esposa.
+UNA CARICATURA DE RICARDO Rendón en El Tiempo le retrató de medio lado, con un cigarro que le caía de la boca bajo su nariz aguileña, y con una calvicie avanzada que delataba sus años. Aquello fue en 1928. Que el caricaturista más famoso de Colombia se ocupara de su figura no debería sorprender. Pero hoy su nombre parece ausente de los anales de nuestra historia.
+Julio H. Palacio (1875-1951), sin embargo, era entonces un personaje notable en la política y las letras nacionales. En sus memorias, por ejemplo, el expresidente Carlos Lleras Restrepo lo señaló como uno de sus «amigos» con quienes se reunía «con cierta frecuencia […] para hablar de política y de los libros nuevos, alrededor de una buena mesa» en 1931. «Trató, conoció o fue amigo de prácticamente todos los presidentes de Colombia», anotó el historiador Nicolás del Castillo Mathieu: «desde Rafael Núñez hasta Enrique Olaya Herrera, Alfonso Pumarejo y Eduardo Santos». En la década de 1950 era visitado por un «coro de amigos», entre ellos el historiador Eduardo Lemaitre, «para escucharlo disertar sobre lo divino y humano, y muy especial sobre los sucesos políticos del día». Para entonces, Palacio había avanzado de manera considerable en dejar por escrito muchas de las historias con las que deleitaba a sus contertulios.
+El 2 de febrero de 1941 comenzó a publicar una serie de crónicas en el suplemento literario de El Tiempo que tituló «La historia de mi vida», y que apareció con regularidad hasta su muerte. Este volumen que ha planeado la Biblioteca Nacional cubre el relato de Palacio desde su ingreso como estudiante a la Universidad Republicana en Bogotá, en 1891, hasta los fines de la guerra de los Mil Días, en 1903. En su conjunto, «La historia de mi vida» es quizás la crónica más exquisita sobre el país en los tiempos de Julio H. Palacio.
+Nació en Barranquilla en 1875 —el undécimo hijo del matrimonio de Francisco J. Palacio y Virginia Martínez Salcedo—. Su padre estableció una de las primeras fábricas de jabones en la ciudad, El Porvenir, en 1878, aunque su actividad más notable fue la política, en la que militó con el Partido Independiente de Rafael Núñez. De joven, Palacio sacó provecho de la «abundante biblioteca» familiar: leía «sin orden, ni método, historias, novelas, manuales para el fabricante de licores y jabones», y una variedad de periódicos provenientes de Bogotá, Cartagena, Medellín, Panamá, además de El Promotor, el periódico local.
+A los dieciséis años de edad, en 1891, comenzó sus estudios de derecho en la Universidad Republicana, que siguió dos años más tarde en Cartagena. Muy pronto descubrió que había «errado de vocación»: los códigos le asfixiaban, no les encontraba «vida, calor ni animación». Le animaba en cambio la política, arte que le cautivó aún más tras su llegada a Cartagena en 1893, cuando comenzó a trabajar como secretario privado de Rafael Núñez, entonces presidente titular del país, pero alejado de las minucias del gobierno.
+Fue una experiencia formativa extraordinaria. Palacio, quien vivía bajo el mismo techo presidencial en El Cabrero, «hablaba de todo» con Núñez, asistía a las tertulias con sus amigos más cercanos, incluido el Gobernador de Bolívar, su cuñado Enrique H. Román, y, ocasionalmente, tenía la oportunidad de conocer a otros políticos de talla nacional, como el expresidente (encargado) Carlos Holguín, quien pasó en 1894 una larga temporada en Cartagena. A partir de allí desarrolló cierta habilidad natural para relacionarse con el poder. Su cercanía a Núñez también le sirvió para desarrollar sus capacidades intelectuales y ejercitarse como escritor. En su «retiro» cartagenero, la «ocupación favorita» de Núñez era escribir los editoriales de su periódico, El Porvenir, tarea casi diaria. Y Núñez comenzó a pedirle a Palacio que escribiera notas para sus páginas editoriales. No era su primer contacto con el mundo periodístico. El año anterior, en 1892, de vacaciones en su ciudad natal, iba todas las tardes a los talleres de El Promotor, donde ayudaba a «corregir pruebas, a escribir gacetillas. [… Y] en aquel ambiente, en aquel trabajo que no da espera, oyendo el ruido de las antiguas máquinas y aspirando el olor de la tinta de imprenta, yo alcancé a adivinar cuál era mi verdadera vocación: la de periodista».
+La combinó ocasionalmente con otras ocupaciones. Tuvo puestos diplomáticos: en 1906, el gobierno de Reyes le nombró secretario de la delegación colombiana en la III Conferencia Panamericana en Río de Janeiro. Llegó al Congreso: su voto decidió la elección de Alberto Lleras Camargo como presidente de la Cámara de Representantes en 1931. Pero gozaba más la política en calidad de observador, analista, confidente y buen componedor. Defendió algunas de las gestiones presidenciales desde la prensa. Durante la administración Reyes fue director de El Correo Nacional, periódico de propiedad del presidente, cargo que en sus memorias Palacio definiera, con cierto sentido autocrítico, como «de periodista ministerial». Años después, en 1918, tuvo su propio periódico, El Día de Barranquilla. En 1923 publicó un libro breve en el que relataba su estancia en El Cabrero, con sus recuerdos sobre Núñez y su esposa doña Soledad. Incursionó como historiador en 1936, cuando apareció su libro La guerra civil de 1885, destacado en su reimpresión por la Editorial Incunables, en 1983, por su «gran objetividad» y «acopio documental».
+«Solterón empedernido, y periodista por vocación hasta los tuétanos»: así lo describió Lemaitre, quien almorzó regularmente con Palacio «hacia 1950», cuando aquel preparaba su biografía de Rafael Reyes y lograba en estos encuentros extraer de Palacio valiosa información para su libro. «No era sino ponerle una piedrecita», recordaría Lemaitre, «y el hombre iba de una vez soltando noticias, anécdotas, chascarrillos, de todo cuanto sucedió en la época del quinquenio, un tema que dominaba por completo». Ya entonces había aparecido en forma de libro la primera selección de sus crónicas semanales en El Tiempo, con su mismo título, Historia de mi vida, publicado por la Librería Colombiana de Camacho Roldán & Cía. en 1942. Hubo que esperar casi cinco décadas para que, en 1991, se publicara un nuevo volumen, en una edición financiada por el Senado de la República, de tan pobre confección que hasta el nombre del autor en la portada salió errado. Los dos volúmenes, que ya sumaban más de novecientas páginas, todavía dejaban por fuera mucho de su trabajo. Gracias al emprendimiento perseverante de Diego de la Peña, sobrino nieto de Palacio, la Universidad del Norte publicó un tercer volumen en 1992, La historia de mi vida. Crónicas inéditas. No obstante, aún sigue inédita la tercera parte de aquellos artículos que, semana tras semana, publicó El Tiempo. Con el presente volumen, el equipo editorial de la Biblioteca Nacional ha comenzado a corregir lo que parece una deuda histórica con la obra de Julio H. Palacio.
+La vida de Palacio narrada en este volumen se confunde en buena parte con la del país durante un periodo que sigue siendo relativamente poco estudiado. Cubre los más diversos aspectos de nuestra historia social, económica, cultural y política. Sus observaciones son ante todo urbanas, basadas en sus experiencias en las ciudades donde vivió en la década de 1890, Bogotá, Barranquilla y Cartagena. Pero hay viñetas de otras poblaciones menores en sus regulares travesías por el río Magdalena, algunas de importancia olvidada, como Honda, centro comercial que sirvió «de puente entre la costa Atlántica, Antioquia y el que es hoy departamento de Caldas y Bogotá». Los relatos de sus viajes son además valiosas fuentes para la historia del transporte, con ricas observaciones sobre los capitanes de los buques, las condiciones de navegación fluvial, y hasta de los cambios en el paisaje como resultado de la tala bárbara de la selva. Sus descripciones de la vida cotidiana son amenas y valiosas. Palacio reconocía haber sido «siempre un poco superficial», y muchas de sus anotaciones sobre los hábitos de comer y la vestimenta pueden parecer a algunos banales y de significado marginal; pero retratan con bastante honestidad, creo, ciertas costumbres de los círculos sociales en los que se movía. Si bien su atención parece a ratos enfocada en aquella sociedad burguesa y modesta que comenzaba a disfrutar a fines de siglo del progreso material a ritmos más acelerados, sus crónicas se ocupan también de la esfera pública y de algunos acontecimientos sociales notables, como de las asonadas ocurridas en Bogotá en 1893. Se interesaba en las celebraciones nacionales, y en eventos que en la época parecían extravagantes, como la exhibición de un caimán que llevaron «de las orillas del Magdalena» para mostrar en el circo Nelson de Bogotá y que mantuvieron vivo «rodeándolo de enormes fogatas».
+Igual riqueza de detalles se encuentra en sus descripciones sobre la vida estudiantil, en particular sobre su experiencia en la Universidad Republicana, bastión del liberalismo radical, sobre sus profesores y lecturas, pero también sobre el ambiente en que se movían en Bogotá los estudiantes de provincia, incluyendo sus excursiones a las salas de billar al frente del Capitolio, que invadían «a tropel». Con atinado acierto, Palacio observó el papel que jugaron las universidades y los colegios capitalinos en propiciar la «unidad nacional», al ofrecer espacios donde colombianos de tan diversas regiones pudiesen compartir sus experiencias educativas. Amante de la música y del teatro, sus crónicas ilustran muy bien algunos desarrollos culturales de su época. Conocedor íntimo del mundo periodístico, sus crónicas son también valiosas para conocer la historia del periodismo colombiano y de quienes practicaban un oficio en el que nunca han faltado los autodidactos como el redactor en jefe de El Porvenir, Gabriel E. O’Byrne, «formado en la fecunda escuela de la pobreza y la humildad».
+Su pasión era, sin embargo, la política, cuyo «maldito morbo» le había entrado «muy prematuramente» por culpa de la lectura de periódicos. Palacio se deleitaba en lo que se conoce como «pequeña historia», intimidades de la vida política, de las relaciones personales y humanas que tendrían poder explicativo en algunos acontecimientos. Con ello no desconocía la importancia de las razones económicas y sociales, mucho menos las instituciones, ni los partidos, ni sus líderes. De Núñez aprendió que la paz no quedaría asegurada «sino con ferrocarriles, con el trabajo, con las grandes empresas que dan empleo, ocupación y ganancias a los hombres que sin esas halagadoras perspectivas se dedican a la política y de la política pasan a pensar en revoluciones y guerras». Leídas con detenimiento, las crónicas de Palacio revelan un sistema político mucho más complejo que el simple bipartidismo que tanto ha obsesionado a la historiografía. Su lenguaje lo dice todo: hay protagonistas liberales y conservadores, claro. Pero también los hay independientes, nacionales y republicanos, con sus propias identidades, programas, lealtades y conflictos. La política cubre además un universo más amplio, y Palacio dedicó atención al debate sobre el papel moneda, a los contratos de obras públicas y a la política internacional. No faltan los escándalos, el más destacado quizás aquel conocido como Petit Panamá, donde según Palacio «hubo mucho ruido y pocas nueces». De particular interés son sus relatos sobre las relaciones entre Núñez y Miguel Antonio Caro, cuyas políticas sobre el monopolio del tabaco fueron criticadas por el presidente titular desde las páginas de El Porvenir en Cartagena.
+No hay registros de Julio H. Palacio en Wikipedia. Su nombre tampoco aparece en los dos volúmenes de breves biografías de colombianos notables publicadas en la Gran Enciclopedia de Colombia, aunque en otro de sus volúmenes Historia de mi vida aparece en un listado de Diarios hecho por Mario Jursich Durán. Luis Eduardo Nieto Caballero lo menciona sólo marginalmente en alguno de sus cinco tomos de escritos selectos. Hay más referencias en las memorias de Carlos Lleras Restrepo. Pero con la excepción de contados artículos, como los de Nicolás del Castillo Mathieu y Eduardo Lemaitre, su obra ha permanecido por décadas en el general olvido.
+Julio H. Palacio, lamenta el historiador Juan Pablo Llinás, «no ha contado con suerte». Es difícil dar con una explicación satisfactoria para la falta de interés en su obra entre los editores colombianos. «Su nombre literario fuera otro si hubiera tenido un escenario más generoso», señala Llinás. Paradójico destino para quien fuera tan generoso con su pluma. «Atraer sobre un muerto resentimientos, acaso odios, es algo más vitando y vituperable que atraerlo sobre los vivos», frase de Palacio que refleja el espíritu de sus escritos. Él mismo se quejaba de lo que parecía una actitud nacional dominante, la de ser «muy inclinados a rebajar el mérito de nuestros compatriotas». Es posible que en tiempos de sectarismo (y las luchas sectarias del pasado no han enfrentado sólo a liberales y conservadores) los intelectuales amantes del conflicto hubiesen encontrado a Palacio un escritor poco atractivo por su supuesta falta de consistencia ideológica, en apariencia sin principios, y sin abiertos contradictores ni pujas polarizantes. Creo que sería un juicio equivocado. Es posible identificar una trayectoria siempre moderada, de raíces liberales, en las posturas de Palacio desde su paso por la Universidad Republicana. Fue siempre un gran conciliador, y repetía lo dicho por Renan, «comprenderlo todo es perdonarlo todo». Algunos historiadores despreciarán tal vez sus crónicas, donde verán sólo anécdotas. No así quienes le conceden importancia a la historia de los eventos y agencia a sus principales protagonistas. Pero historiadores como Charles Bergquist, con interpretaciones socioeconómicas sobre la guerra de los Mil Días, han sabido valorar la obra de Palacio por ser una mina de información sobre la vida colombiana de entresiglos.
+Julio H. Palacio, sin embargo, no escribió pensando en los historiadores profesionales sino en colombianos del común. Historia de mi vida es una de las joyas abandonadas de la literatura colombiana que Julio Paredes Castro, José Antonio Carbonell y Mario Jursich, quienes integran el comité editorial de la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, han sabido en buena hora redescubrir en esta valiosa colección. Escribió con placer, para el placer de sus lectores.
+EDUARDO POSADA CARBÓ
Oxford, 15 de mayo de 2018
+LA FAVORABLE ACOGIDA QUE EN el público encontró esta Historia de mi vida, me decidió a recogerla en varios volúmenes de los cuales aparece hoy el primero.
+Séame permitido expresar mi incancelable gratitud a El Tiempo, que abrió sus prestigiosas columnas a mis recuerdos personales y a los comentarios que iba bordando sobre ellos, haciendo gala aquel de una amplitud política, de una tolerancia de que hay, y habrá pocos ejemplos, en este país tan hondamente trabajado por el sectarismo, las mezquinas pasiones y la intransigencia. Recuerdo ahora que cuando leí, antes de entregarlo a las prensas, los capítulos que se refieren a mi conocimiento, trato y relativa intimidad con el doctor Núñez, a un amigo y antiguo copartidario, me dijo: «Eso no te lo publicará El Tiempo». Pues bien, no sólo lo publicó, sin la menor objeción, ni reparo, sino que entonces, ni después, fui llamado nunca para exigirme, siquiera en la forma más cortés, que prescindiera de hacer el elogio, o la defensa de los hombres de la Regeneración. El Tiempo es la más alta y autorizada tribuna de la cultura nacional y su liberalismo de la mejor ley, auténtico, sincero. Prosigue la trayectoria que le trazó el grande y generoso espíritu de quien lo fundara y dirigiera durante muchísimos años: Eduardo Santos.
+Tengo la convicción profunda de que en Historia de mi vida he dicho y seguiré diciendo la verdad según mi leal saber y entender, que a nadie, muerto o vivo, he levantado falso testimonio, que no he novelado y sí contado la realidad de lo que mis ojos vieron y mis oídos escucharon. No incurro en vanidad cuando afirmo que plugo a Dios dotarme de una memoria feliz, que no se ha debilitado con el paso de los años. Mas la memoria no conserva sus recuerdos con la precisa exactitud con que recibe los sonidos el micrófono o la placa fotográfica la imagen. Puedo haberme ligeramente equivocado en mis reminiscencias y seguramente me he equivocado. Pero nunca de mala fe.
+Advertirá el lector a la lectura de pocas páginas, que el autor de este libro es un hombre benévolo, inclinado por temperamento a juzgar bien del prójimo, leal en sus amistades hasta después de la muerte, apasionado por algunos hombres que representaron papel de protagonistas en el drama de nuestra vida nacional en el siglo pasado y los comienzos del presente, sin que ello le obste para reconocer sus errores y faltas, pero que al propio tiempo es un escéptico. Cuando estoy terminando mi jornada conservo poca fe en las cosas de la tierra y sólo téngola, profunda, ardiente, en la virtud de la tolerancia, en la fecunda irradiación de aquellas virtudes esencialmente cristianas que son el consuelo y la dulzura de la vida: el amor, la misericordia, la caridad. Desgraciado, «roído por el cáncer de su pena», considero a quien se alimenta de odios y rencores, así sean ellos actuales o retrospectivos, y se desvela urdiendo ruines venganzas.
+Para terminar esta breve introducción presento también gracias a la casa Camacho Roldán & Cía., Ltda., de dilatada y honesta tradición comercial que ha adquirido la propiedad literaria de Historia de mi vida, dejándome ampliamente satisfecho.
+JULIO H. PALACIO
+NACÍ EL 6 DE SEPTIEMBRE DE 1875. Soy el undécimo vástago de la familia cristiana que fundaron el 25 de septiembre de 1859 Francisco J. Palacio y Virginia Martínez Salcedo al contraer matrimonio aquel día en la iglesia parroquial de San Nicolás, de Barranquilla. Al terminar estos apuntes y memorias alcanzo a los 65 años y cinco meses de mi edad. Paréceme llegada la hora de recoger y poner en orden lo que he venido escribiendo de tiempo atrás sobre los sucesos que me tocó presenciar y los hombres que conocí durante medio siglo de vida. A la posteridad no le importará saber de mi infancia y los dulces recuerdos que de ella conservo, los mantengo como tesoro precioso, celosamente guardados, que extrañas gentes no apreciarían en cuanto yo los aprecio y deléitome en rememorarlos con voluptuosa melancolía. Ante el altar que he levantado a mis padres, a mis hermanos muertos, a algunos de mis tíos, quiero oficiar yo solo, a mañana y tarde, lejos de miradas indiscretas.
+La vida mía que deseo bosquejar a grandes trazos comienza la mañana del 24 de enero de 1891 en el momento preciso en que suelta amarras el vapor Francisco José Montoya de uno de los muelles de la Compañía Colombiana de Transportes con destino al puerto de Yeguas y yo a Bogotá. Terminado el bachillerato, que entonces no era muy extenso, mi padre resolvió que estudiara una carrera profesional e invitóme a escogerla junto con el instituto en donde debería cursarla. Mi selección no fue meditada, ni hondamente reflexiva. Creí que yo podía ser un abogado, y El Relator, que dirigía don Felipe Pérez, me señaló el instituto porque encontré allí el anuncio de la Universidad Republicana, bajo la dirección de José Herrera Olarte y Antonio J. Iregui, con un cuerpo de profesores que me fascinó: Francisco E. Álvarez, Salvador Camacho Roldán, Luis A. Robles, Januario Salgar, Juan Félix de León, Alejo de la Torre, Eladio Gutiérrez, Antonio Vargas Vega… La plana mayor del radicalismo. El Olimpo radical en carne y hueso. La doctrina liberal me atraía irresistiblemente e iba a beberla en sus más puras y caudalosas fuentes. Ninguna objeción hizo mi padre a tal escogencia, pues él era hombre muy amplio y generoso. A más de ello tenía una exagerada idea de mi inteligencia y buen juicio. Había dado muestras de aplicación, no me interesaban casi los juegos y diversiones y pasaba las horas muertas, embebecido en la lectura. A los quince años había leído vorazmente, porque heredé esta pasión de mis padres, que contaban con una abundante biblioteca. Leía sin orden, ni método, historias, novelas, los libros de Flammarion, manuales para el fabricante de licores y jabones —mi padre poseía una fábrica de licores y jabones, El Porvenir— y diccionarios enciclopédicos, La reforma política de Núñez y todos los periódicos que se publicaban en aquel tiempo: La Nación, El Correo Nacional, El Relator, El Diario de Cundinamarca de Bogotá; El Espectador de Medellín; El Porvenir de Cartagena; El Cronista de Panamá, y El Promotor de Barranquilla. De los periódicos conservadores era agente entonces en Barranquilla el señor Pedro Celestino Angulo, y de los liberales don Aristides Voigt, quienes los repartían personalmente a sus suscriptores.
+Yo tengo por orígenes de mi juvenil y romántico liberalismo la influencia de tres escritores que me dominaban espiritualmente: Victor Hugo, Lamartine, Emilio Castelar. Me sorbía los sesos la lectura de cuanto llegaba a mi vista con la firma de estos geniales, pero pomposos paladines del pensamiento liberal. Y en lo que se refiere a la política liberal interna, los editoriales de El Relator me causaban una viva, perdurable impresión. También la lectura de La reforma política, de Núñez, compilación de sus artículos hasta 1884.
+Aprendí la lógica de Balmes, leída en el Colegio Ribón de Barranquilla, con una diáfana claridad por el doctor Eugenio Baena, maestro insuperable, junto con la Retórica, de don José de Hermosilla. Este gendarme de la literatura me inculcó —perdóneseme la vanidad— cierto buen gusto y el sentido que llaman los franceses de la mesure. No obstante, descubría belleza y genialidades en Góngora. Ese buen gusto me hizo detestar las novelas de Pérez Escrich y doña María Pilar Sinues de Márquez. En cambio deleitábanme las de Alarcón, Pereda y Pérez Galdós. Leía el francés y lo traducía muy regularmente. Manjar delicioso me parecían las novelas de Alphonse Daudet y muy interesantes las truculentas de Georges Onhet, que me resultaba un Pérez Escrich, menos trivial, y de maneras más elegantes.
+En punto a filosofía mis conocimientos y lecturas se reducían a la lógica y El criterio de Balmes.
+El atormentador problema de dónde venimos, hacia dónde vamos, no me inquietaba aún. Apenas lo vislumbré, cosa curiosa, en una obra de Flammarion: Urania. Conservaba todavía intactas las creencias religiosas que recibí de mis mayores y sus piadosas prácticas fueron para mí uno de los más gratos y fáciles deberes de cumplir. Oraciones al acostarme y levantarme, puntual asistencia a la misa de los domingos y días de fiesta solemne, confesión y comunión una vez al año; para una inteligencia que despertaba no existía incompatibilidad entre ser liberal y buen católico. No alcanzaba a concebir que mi tío materno, don José Martínez Salcedo, un católico practicante, un devoto ferviente de Nuestra Señora de Lourdes, que en caso de enfermedad grave de los miembros de la familia no encontraba mejor remedio, ni médico más acertado que las aguas milagrosas de su fuente, estaba incurriendo en pecado mortal porque al propio tiempo fuese el liberal más exaltado y vehemente de nuestra tierruca.
+En síntesis, mente y espíritu eran en mí cuando iba a comenzar estudios superiores, una nebulosa en formación.
+Conservo del viaje en el vapor Francisco José Montoya un cariñoso e imborrable recuerdo. El tiempo y la muerte, que no el olvido, se tragaron todo el pasaje y la tripulación de la nave. Vuelvo hacia atrás la mirada y todos, menos dos, han desaparecido: Alfredo Steffens y yo. Era un pasaje de estudiantes, a excepción de mi hermano mayor Ernesto, y de un agente viajero francés de productos farmacéuticos. El 31 de enero, el Montoya amarró en el puerto de Yeguas. En la tarde llegamos a Honda, donde tenía establecidos negocios de comercio mi hermano Ernesto, quien se encargó de contratar las cabalgaduras que me llevaron a Facatativá. Salimos de Honda al día siguiente, 1.º de febrero, y nuestras jornadas fueron las siguientes: pernoctamos ese día en El Consuelo, la célebre posada de Clemente Mejía, el siguiente en Villeta y el subsiguiente en Facatativá; pisé por primera vez tierra de Bogotá el 3 de febrero. Creo que pocos de mis coetáneos hicieron tantas veces, como lo hice yo, el viaje a lomo de mula de Honda a Facatativá. Para mí tuvo siempre un singular encanto la peregrinación. La hermosura y belleza de los paisajes me fascinaban y eran suficientes para compensar las naturales incomodidades del viaje, sobre «malas bestias», escogidas por los fletadores, especialmente para estudiantes. Cansancio ni fatiga podían producir dos jornadas y media en muchachos sanos y fuertes, y algunas cortas de a pie cuando la mula era terca y perezosa. Para los nacidos a orillas del mar o de nuestro gran río, la montaña tiene el sortilegio de lo desconocido y misterioso. Ascender o descender por entre abismos y precipicios, adquiere para el muchacho de las tierras bajas las proporciones de una aventura, casi de una hazaña. El Alto del Trigo, Las Tibayes, Guaduas la pintoresca, la inalcanzable Villeta —viniendo de Honda—, el Alto del Sargento, desde donde se contempla nuestro gran río Magdalena, del que nos despedíamos con tristeza en el ascenso y saludábamos con íntima alegría al descender, son parajes que conserva la memoria de quienes los conocieron y añora el espíritu con saudades.
+A decir verdad, no me fue muy agradable la primera impresión que recibí de Bogotá. Aun cuando aquel 3 de febrero de 1891 era un día claro, luminoso, y el cielo de un azul purísimo —entonces hace cincuenta años sí había estaciones en Bogotá—, todo ello contrastaba con la fúnebre indumentaria de las gentes, con la lentitud de sus movimientos y el tono bajo de sus conversaciones. Era aquella la Bogotá melancólica que oprimió el alma de Fray Candil.
+A la Estación de la Sabana había ido a recibirme don Alejandro Pérez, que habría de ser mi acudiente. La designación no pudo ser más acertada. Siendo liberal el universitario y liberal el instituto que había escogido para hacer sus estudios, lo indicado era que fuese también liberal el acudiente. Un conservador o un independiente, amigos de mi padre, no me habrían llevado de buena voluntad a matricularme en la Universidad Republicana. Concurrían, además, antecedentes que determinaron la elección. Alejandro Pérez fue un íntimo, casi fraternal amigo de mi padre, y nuestra casa de Barranquilla era la suya. Se conocieron ellos en 1876. Pérez fue a la costa Atlántica en importante misión del Gobierno federal durante la guerra civil de aquel año y encontró a mi padre ejerciendo la jefatura civil y militar de la plaza. Dentro de una estrecha colaboración política y oficial, trabaron ellos amistad que duró hasta la muerte y no se quebrantó nunca por diferencias partidaristas. Terminada la guerra del 76, y como surgiera de nuevo la división del liberalismo, Pérez fue radical y Palacio independiente, pero sus relaciones personales no se modificaron, ni en la forma ni en el fondo. El primero estableció negocio de comisiones en Barranquilla y fue hombre que disfrutó de la absoluta confianza del empresario Cisneros. Me había conocido de niño, me demostraba afección, simpatía y predilección; enseñóme a gritar ¡Viva el Partido Liberal!, lo que era motivo de risa para mi padre, que le decía a Alejandro Pérez: lo peligroso no es que me lo vuelvas liberal sino radical. Adolescente, no bastó el «viva» que me enseñara mi futuro acudiente, pues conversaba con él formalmente sobre política y se hacía lenguas de mi precocidad. La primera vez que subí el río Magdalena, en las vacaciones de 1889, lo hice a su cuidado, y el de su mujer, una gran dama, de extraordinaria inteligencia y de refinada cultura, doña Virginia Pérez, hija de don Santiago. Alejandro era sobrino y yerno del ilustre colombiano que se singularizó por sus talentos y virtudes, tanto como por su animadversión a Rafael Núñez. En ese, mi primer viaje por el río Magdalena, conocí a Santiago Pérez Triana, quien se reunió a sus hermanos en Bodega Central. Uno de los hombres más atrayentes, más cautivadores que haya tratado yo en mi larga vida y del que hablaré extensamente en estas a manera de memorias. Bajo el signo de la adversidad, porque hacía pocos meses que fracasara en Nueva York en los vastos negocios que allí tenía establecidos, conservaba un buen humor y un sonriente optimismo, ciertamente envidiables. En las noches subíamos a la cubierta superior del buque y allí, bajo el cielo tropical, constelado de estrellas, Pérez Triana, con una voz magnífica de barítono, cantaba las canciones que aprendió en Alemania de estudiante. Recuerdo perfectamente que refería a sus hermanos que en Cartagena había sido recibido cortés y afablemente por el doctor Núñez, quien le prometió apoyo en alguna de las empresas que prospectaba, gracias a la intervención del doctor José Manuel Goenaga, entonces gobernador del departamento de Bolívar.
+En un landau de punto me llevó Alejandro Pérez hasta la casa de huéspedes, muy modesta por cierto, que se llamaba vanidosamente Hotel La Reina, situada en la calle 14 entre las carreras 8.ª y 9.ª, albergue de estudiantes, especialmente costeños, de pequeños empleados y de viajeros con pequeños recursos, el Hotel La Reina estaba muy bien reputado por la simpatía y afabilidad de la patrona, mujer ya entrada en años, de abundantes carnes y mucho peso y sin embargo de asombrosa agilidad. Se desvivía por atender a su heterogénea clientela. A la posada fui yo porque allí llegarían también los estudiantes compañeros de viaje. Mi acudiente, a quien yo llamaba sencillamente Alejandro, sin la antelación de don o señor, porque él mismo me había acostumbrado a hacerlo así, tuvo la delicadeza de pedir para mí la mejor habitación, recomendando que fuera la más abrigada, pues yo padecía entonces, y los padecí hasta la edad de veinte años, de periódicos y violentos ataques de asma. Y, sin embargo, ¡qué habitación la que se me dio! La única comodidad que ella tenía era la de que me estaba reservada exclusivamente. En aquellos tiempos los estudiantes, aun siendo hijos de padres acomodados y generosos, como fueron los míos, vivían muy modestamente. Se almorzaba entonces en Bogotá a las diez y media, y se comía a las cuatro y media de la tarde; «las onces» se tomaban a las dos, y a las siete de la noche el refresco.
+LA SASTRERÍA DE DON VESPASIANO JARAMILLO — CABALLEROS DE SOMBREROS DE COPA ALTA — LA ALIMENTACIÓN DEL HOTEL LA REINA — UN ILUSTRE ALMÁCIGO DE LIBERALES — LOS PROFESORES DE LA REPUBLICANA — EL RECTOR, DOCTOR JOSÉ HERRERA OLARTE — EL VICERRECTOR, ANTONIO JOSÉ IREGUI. UNA CLASE DE LÓGICA DEL MACHO ÁLVAREZ.
+A LAS DOS DE LA TARDE, MI SOLÍCITO acudiente fue a buscarme a la posada para que escogiera y comprara un abrigo en la sastrería y almacén de don Vespasiano Jaramillo, en la tercera calle Florián (carrera 8.ª), contiguos, si la memoria no falla, al viejo edificio del Banco de Colombia. Creo pertenecer a la última generación que vistió don Vespasiano. Era él un hombre de alta estatura. Magnífico ejemplar de la vigorosa raza antioqueña, no sólo por su físico, sino por su perseverante, tesonera laboriosidad y acrisolada honradez. Lo encontramos inclinado sobre una ancha y larga mesa, tijera en mano, cortando seguramente el traje de alguno de sus numerosos clientes. Como mi abrigo era cosa urgente, dejó su oficio para encargarse del negocio que le proporcionaba Alejandro Pérez. Presto se dirigió a un armario bien provisto de «sobretodos», para usar yo de la típica palabra regional. Me despojé de la ruana y don Vespasiano comenzó a probarme sobretodos. Al fin dio con uno a mi exacta medida y gusto. Ni caro, ni barato, ni lujoso, ni pobretón. Adecuado para el estudiante calentano. Advertí que tenía con Alejandro Pérez amistad cordial y gran deferencia, a la que se unía la compenetración política. Nos concedió rebaja en el precio.
+Por el corto trayecto que mediaba entre el Hotel La Reina y la sastrería de don Vespasiano observé curiosamente a la gente de la calle. La principal, casi toda trajeada de negro y la mayoría con sombreros de «copa alta», o sea, «cubiletes». Un caballero elegante y de recursos no dejaba de usarlo entonces diariamente. La gente moza y la clase media usaban el sombrero duro de fieltro. Las clases trabajadoras el sombrero alto de suaza, del que decía así el doctor Salvador Camacho Roldán: «Contra viento y marea se ha perseverado en la fabricación de esos sombreros altos de copa, anchos de ala, desproporcionados al tamaño de la cara humana, a la que da un aspecto semisalvaje y casi feroz, cuya moda me ha parecido uno de los signos de decadencia de los tiempos presentes». Si no fuera porque los peatones circulaban en direcciones opuestas, aquello presentaba la visión de un cortejo fúnebre y de la masa humana no se levantaba ni siquiera un rumor. Todos ambulaban cual sumergidos en hondos pensamientos y graves cavilaciones. Al despedirse de mí invitándome para almorzar al día siguiente en la casa de su habitación, me explicó que se entraba a una vecina, la de don Felipe Pérez, su tío, quien se encontraba gravemente enfermo, añadiéndome que si lo necesitaba de urgencia podría encontrarle allí hasta las cinco y media de la tarde o en las primeras horas de la noche. La noticia de la grave enfermedad de Felipe Pérez me emocionó. Yo traía a Bogotá la ilusión de conocerlo y conversar con él, el famoso periodista autor de los vibrantes editoriales «La ley del tiempo», «El fanal de la ley apagado», que tanta influencia tuvieron en mi juvenil y romántico liberalismo. Poco después don Felipe entregó su alma al Creador.
+Si sombría y húmeda encontré la «pieza» —el «cuarto» se decía en la Costa— del pretendido Hotel La Reina, mi paladar encontró peor su alimentación.
+Pero bien pronto debiera encontrarle a todo esto acomodo y complacencia. El hombre, y aún más el muchacho, es animal de costumbres. ¡Cuánto no diera yo ahora por retroceder a aquellos tiempos de estudiante! ¡Qué de encantos no echo de menos de la Bogotá de entonces!
+Pero dejaré de lado estas reminiscencias personales e íntimas que un bledo le importarán a quienes tengan la paciencia de leerme, porque mis memorias serán plagio a Jules Simon y Baldomero Sanín Cano: memorias de los otros.
+Matriculado de interno en la Universidad Republicana, entré en el benemérito instituto un domingo de ese mes de febrero de 1891 a las seis de la tarde. Benemérito, digo, porque el liberalismo colombiano tiene una deuda ciertamente impagable con sus directores y profesores, como la tiene con los del Externado, con los del Liceo Mercantil de Manuel Antonio Rueda y con los del Colegio Araújo. Ellos formaron, educaron e instruyeron más de una generación, para llenar claros en las filas del liberalismo, cuyas filas serían más densas hoy y más aprovechable su elemento humano, si en las dos últimas guerras civiles no se hubiesen segado en flor las vidas de muchos miembros de aquellas generaciones que hoy ocuparían puesto prominente en la política, en la administración pública y en todos los campos de la actividad humana. Que sepa yo y que lo experimente yo, la única planta sobre la cual resultaron fallidos su riego fecundante y sus meticulosos cuidados, fue la que representa esta pobre humanidad mía, sometida poco después de mis estudios en la Universidad Republicana a las manos de un jardinero acaso más hábil, sagaz y comprensivo.
+Mi padre, que había sido complaciente, generoso y liberal en el sentido común de la palabra, al dejar a mi elección el instituto en donde habría de cursar estudios universitarios, fue por el contrario exigente y severo en una cosa; yo tendría que estudiar intensamente, sin vagar, con el descanso y las distracciones apenas indispensables. De ahí que no me proveyera de cartas de recomendación para los numerosos amigos personales y políticos que él tenía en Bogotá. Me bastaba con la asistencia y protección de Alejandro Pérez, que ya era mucha, y si él se ausentaba de la ciudad, lo sustituiría accidentalmente el general Nicolás Jimeno Collante, a cuya memoria rindo ahora un emocionado homenaje de afecto y gratitud. Así, pues, complaciente con el padre complaciente, tomé para el primer año de mis estudios ocho cursos, lo que ahora juzgo excesivo: Lógica, Biología, Psicología, Derecho Constitucional, Derecho Internacional Público, Legislación y Economía Política. Fueron mis profesores en estas materias los siguientes, en su orden respectivamente: Francisco Eustaquio Álvarez, Antonio Vargas Vega, Juan David Herrera y como substituto Antonio José Iregui, Salvador Camacho Roldán, Juan Félix de León, Alejo de la Torre, Juan Manuel Rudas y José Herrera Olarte. Puesta la mano sobre el corazón, ¿quién podría dudar del saber y de la ciencia de aquellos eminentes varones, de sus virtudes privadas, de su vocación para el magisterio? De añadidura, sus vidas privadas eran intachables, austeras sus costumbres, y de sus intervenciones en la vida pública habían salido con las manos limpias y tranquilas las conciencias. Pudieron cometer errores, y los cometieron, ciertamente, pero sus intenciones fueron siempre puras y rectas. Eran los representativos de una generación que caminaba hacia el ocaso, que descendía la agria cuesta. Generación de enamorados del ideal, romántica en su intrepidez, altiva, decorosa e incorruptible en la adversidad y el vencimiento. Su característica fue la delicadeza llevada hasta el extremo límite.
+De cada uno de estos profesores hablaré luego; mientras tanto haré un rápido bosquejo de lo que fue la Universidad Republicana hasta cuando abandoné sus claustros en septiembre de 1893. Era ella también un colegio de segunda enseñanza, con admisión de alumnos internos, seminternos, externos y asistentes. A más de un centenar ascendían los primeros en 1891. El edificio que ocupaba la Universidad era la casa ubicada en la carrera 8.ª, marcada hoy con los números 771, 775, 777 y 779, entre las calles 8.ª y 7.ª. La casa siguiente, hacia el sur, fue hasta 1892 la de habitación del doctor José Herrera Olarte, nuestro rector inolvidable, comunicada interiormente con el edificio en que funcionaba la Universidad. El joven vicerrector, doctor Antonio José Iregui, vivía con la turba estudiantil, comía lo que nosotros comíamos, y era el responsable de la disciplina y orden del instituto, que él sabía mantener sin alardes de déspota autoridad, sin castigos corporales, ni regaños o amonestaciones en alta voz. Cuando el doctor Iregui necesitaba regañar o amonestar, nos llamaba a su «pieza», situada en la planta baja del edificio, decente, pero modestamente amueblada. Desbordaba de libros y papeles. Al doctor Iregui acudíamos también para solicitar permisos para salir a la calle por corto tiempo con el objeto de consultar médico o de atender citas del dentista. ¡Qué gran educador Iregui! En 1891 era profesor de muchas materias de segunda enseñanza y sólo de Psicología en la Universidad como sustituto del doctor Juan David Herrera, cuyos deberes profesionales le impedían algunas veces leer su curso. Entiendo que una de las preocupaciones del educador tiene que ser la de llegar a conocer el carácter, la índole y la vocación de los jóvenes que tiene a su cuidado. E Iregui poseía en grado máximo esa cualidad. La ley de gravedad es en lo moral como en lo físico ineluctable; los cuerpos caen hacia el lado a que se inclinan. Conocer el lado a que se inclina un ser humano en formación, será la clave del buen éxito en la misión del educador. Designar a un muchacho que carece en absoluto de dotes oratorias el encargo de pronunciar un discurso en público, y pretender a la fuerza que las tenga, resultará empeño inútil. Imponer al muchacho inquieto, travieso, que nació con horror a la quietud, que se inclina por temperamento a la movilidad, el reposo absoluto, es otra magna equivocación del educador. En los arrestos que decretaba semanalmente el doctor Iregui había un criterio de justicia distributiva. No en vano era profesor de Psicología. En su misión principal de mantener el orden, la disciplina y el espíritu universitario en la Republicana, Iregui contaba con la colaboración del jefe de los bedeles, el doctor Antonio Ramírez, en quien despuntaban ya las privilegiadas cualidades que andando los años hicieron de él uno de los más insignes educadores que haya tenido el país. Para que la Universidad Republicana fuese, como lo fue, un hogar amable para los que en ella buscaban ciencia y buen ejemplo, Iregui y Ramírez contaban con la dirección espiritual óptima y constante, del ilustre doctor José Herrera Olarte, que fue un bienhechor de la juventud liberal, pobre y desnuda.
+Herrera Olarte fue hijo del presidente del estado soberano de Santander que murió heroicamente sobre el campo de batalla, defendiendo los derechos y la autonomía de la sección que a su lealtad confió la voluntad de los electores. Acaso su prematura orfandad, la responsabilidad de llevar un nombre glorioso, hicieron de él un hombre reservado, un solitario casi adusto, sobre cuyo rostro severo imprimió sello indeleble la tristeza. En él todo parecía presagiar el inmediato y trágico fin de sus días. Pero aquel hombre triste, reservado, de pocas palabras en el trato privado, que parecía frecuentemente estar ausente de este mundo y de sus agravios, poseía un corazón de niño, al servicio de la más poderosa inteligencia que en mi vida haya podido yo apreciar. Su progenitor murió en el terreno de la batalla y él murió en el combate por sus ideas, sobre un campo más fecundo que abonó su sangre inocente. Aquel hombre que de primera vista juzgaba uno enigmático y sombrío, meditabundo y triste, mudo ante los extraños, más elocuente y persuasivo en la cátedra, era un poderoso dínamo de energía en permanente actividad. Trabajaba catorce horas diarias, desde las seis le la mañana hasta las ocho de la noche. Si un profesor faltaba, transitoriamente él estaba presto para reemplazarlo, porque su erudición era copiosa y extensa. No figuraba en el elenco de materias y explicación de Los primeros principios de Spencer, y él lo abrió espontáneamente, considerando con hartura de razón, como indispensable para comprender todo el sistema filosófico que iba a estudiar después en Biología, en la Psicología y en la Sociología. La primera conferencia que nos dictó, a manera de exégesis del postulado con que comienzan Los primeros principios: «Hay en el fondo de las cosas verdaderas un principio de falsedad y hay en el fondo de las cosas falsas un principio de verdad». Fue algo maravilloso. Ante quince jóvenes, a lo más, tuvo arranques de elocuencia soberana coma si hablara ante una academia o en un parlamento, mas tal elocuencia no tuvo reñida con la dignidad de la exposición científica. En su cátedra de Economía Política me mostró, al tratar del papel moneda, que no era un sectario apasionado y vulgar. Ni la más leve alusión le oí a su implantamiento en Colombia, ni de invectiva contra quienes se vieron obligados a acudir aquí al tremendo recurso. Sobre el libre cambio y el proteccionismo nos habló con cierto sabio y prudente eclecticismo, pues no sólo era un sabio en toda la extensión de la palabra, sino un intuitivo: adivinaba lo que ha venido después. Y a tan soberbias cualidades de inteligencia añadíase un corazón de oro, una generosidad sin medida. Como por propia experiencia conocería cuán amargo y escaso es el pan de la orfandad, no hubo huérfano que a él acudiera comprobándole que carecía de recursos para educarse y que deseaba ardientemente educarse, al que no le abriera las puertas de la Universidad gratuitamente.
+El profesor de Lógica, doctor Francisco Eustaquio Álvarez, ganó la inmortalidad para su nombre, en resonantes campañas parlamentarias que lo presentaron ante sus contemporáneos como par de Catón el romano. Sus requisitorias y terribles acusaciones contra los falseadores del sufragio en Cundinamarca, contra los hombres de su propio partido que en concepto suyo se apartaban de la severa ética que él practicaba con la rigidez del hierro, al extremo de que en memorable oportunidad dijera desde su curul de senador de la República que los liberales honrados se podían contar con los dedos de las manos y sobraban dedos, aureolaban su ancianidad con la fama de hombre terrible, y sus discípulos tenían que presumir que el doctor Álvarez había de ser no menos severo e intransigente en la cátedra y especialmente en los exámenes finales. Al comenzar el curso se nos ponía la carne de gallina pensando que si el doctor Álvarez, según el decir del retrato instantáneo de Pacho Carrasquilla, había sido el sepulturero del Partido Radical, llevaría también a la fosa común a torpes, desaplicados y «capadores». Capar a clase era entonces, no sé si hoy todavía, faltar a ella sin excusa justificada. Sabido es que al doctor Álvarez le dieron el remoquete de el Macho, dizque porque le encontraban parecido a su fisonomía, muy acentuado, con la cara del cuadrúpedo. Yo no lo encontré, a excepción de las cejas enmarañadas, espesas y en desorden. Debo confesar, porque me estoy confesando ante mis contemporáneos y no tengo la pretensión de decir que ante la posteridad, pues esta poco se ocupará de mí, que siempre me han atraído irresistiblemente los caracteres más antagónicos al mío. Por eso tuve desde el primer momento la más viva simpatía por el doctor Álvarez. Hombre austero y de ideas firmes, inconmovibles, intransigente, feroz en sus acometidas, implacable para juzgar las debilidades y faltas ajenas, yo analista tolerante con todas las ideas, de acometidas estéticas y que para juzgar de las faltas ajenas se inspira en la piedad cristiana y en el lapidario pensamiento de Renan: comprenderlo todo es perdonarlo todo. Mas es que yo he encontrado que los caracteres del tipo Francisco Eustaquio Álvarez son a manera de mi predilecta fruta tropical, la piña: áspera y punzante la corteza, dulce y sabrosa la substancia interior. Hay en todos ellos escondidas fibras de nobles, y altruistas sentimientos.
+Subió de punto mi inquietud y mi temor por el doctor Álvarez el día en que inauguró su cátedra de Lógica. Al pasar lista y pronunciar este nombre, Aldana Joaquín, observé que levantó sus ojos inquisidores del papel y miró con atención al joven que contestó: «¡Aquí!», gesto que repitió únicamente cuando le tocó el turno a Palacio Julio. La explicación del por qué crecieron mi inquietud y temor es muy sencilla. Asaltaron mi memoria episodios del Senado de Plenipotenciarios de 1884, de sesiones tormentosas en que mi padre sostenía la constitucionalidad de la famosa Ley 11, expedida por la Asamblea Legislativa de Cundinamarca poco antes y en virtud de la cual se permitía la reelección del general Daniel Aldana como presidente o gobernador del estado; las feroces acometidas del doctor Álvarez contra la ley y sus defensores. Supuse, injusta suposición, que el doctor Álvarez iba a tomar venganza en los hijos de quienes lo habían vencido con el número en aquellas memorables jornadas que se consideraban como una de las causas más eficientes de la derrota del radicalismo. La juventud y azarada imaginación forjó al instante que Aldana y yo seríamos los corderos emisarios de las culpas de nuestros padres. El primero, que por fortuna vive, era hijo del general Daniel Aldana, y yo, del presidente del Senado en el mes de mayo de 1884. Y la realidad fue otra muy distinta. Yo puedo vanagloriarme de haber sido un discípulo predilecto del doctor Álvarez y amigo hasta donde pueden serlo un muchacho de dieciséis años y un anciano respetable. Concluimos realmente, siendo muy amigos el doctor Álvarez y yo. Sucedió que alguna vez, al salir de la clase, me permití exponerle alguna duda al doctor Álvarez sobre punto concreto de la conferencia que acababa de dictarnos. Me contestó muy afablemente que no podía complacerme en ese momento, pues tenía cita urgente e inaplazable, pero me invitó para que fuera a su casa el domingo siguiente después de las dos de la tarde, en donde podríamos conversar extensamente, dándome la dirección de ella. Atendí a la obligante cita, conversé con el doctor Álvarez tan agradablemente, saqué tanto provecho de la conversación, que me quedaron ganas de repetir, como diría Lenc. Y repetí casi todos los domingos. Vivía el doctor Álvarez en una casa, estilo quinta, en la carrera 5.ª, entre las calles 14 y la hoy avenida Jiménez de Quesada. Oculta a las miradas del viandante por una pared de tapia pisada, con puerta proporcionada a su altura. Un pequeño pero lindo jardín que se veía cuidadosamente cultivado, antecedía a la casa. El cuarto del anciano profesor sobresalía a la izquierda. Las puertas que comunicaban, seguramente con el interior de la casa, al frente. Así él recibía a sus clientes o amigos ocasionales, sin perturbar el trajín diario de ella. Encontraba yo al doctor Álvarez abrigado con un grueso bayetón. Inolvidables pláticas las del maestro con el discípulo. Ante su acerada y contundente dialéctica me inclinaba vencido. Salía a la calle, comenzaba a andar y el pensamiento, roedor incesante, comenzaba a trabajar. Tiene razón, pero probablemente esto no es así, decíame para mis adentros. Ni en esas conversaciones, ni en la cátedra, le oí nunca al doctor Álvarez la más indirecta alusión a la política interna del país. A las gentes se les antojaba que era un clerófobo y jamás le oí tampoco frase alguna mortificante para la más susceptible conciencia religiosa. Exponía la que consideraba su verdad vigorosamente, con acopio de razones en forma escueta, sin personificarla. Refutaba las tesis contrarias con espíritu y método analíticos. Uno era el profesor, otro el parlamentario de feroces acometidas.
+El texto de lógica en que estudiábamos era obra del doctor Álvarez. Escuela diametralmente opuesta la suya a la de Balmes, pero tan claro y diáfano en la exposición como el gran filósofo espiritualista. Ahí me he quedado yo parado en materia de lógica. No he entendido ni lograré entender otros abstrusos y complicados textos, cuya simple lectura, a la vuelta de pocas páginas, me ha aburrido soberanamente. Lo confieso sin empacho, así murmure el filósofo lector: ¡qué bruto es este viejo! La lógica de Álvarez es un producto de la vieja escuela sensualista, fundada en el principio de que todo conocimiento se recibe por los sentidos. La de Balmes, de la escuela espiritualista, hermosa y consoladora, es la más brillante y luminosa defensa de las verdades reveladas.
+LAS CLASES DEL CABEZÓN VARGAS Y DEL DOCTOR JUAN DAVID HERRERA — EL ADMIRABLE CURSO DE SOCIOLOGÍA DEL DOCTOR CAMACHO ROLDAN — DON JUAN FÉLIX DE LEÓN, EL DOCTOR RUDAS, EL DOCTOR DE LA TORRE — LA ESCASA VIDA SOCIAL QUE HACÍAN ENTONCES LOS ESTUDIANTES DE LA PROVINCIA — UN EXTRAÑO MINISTRO DE ALEMANIA — UN BAILE EN EL PALACIO PRESIDENCIAL — LOS BAÑOS DE GÓMEZ — EL BILLAR EN LA CASCADA.
+PRECIOSA ERA LA CONTRIBUCIÓN que los doctores Antonio Vargas Vega y Juan David Herrera —el segundo recientemente fallecido—, preparaban la mente del universitario para la exacta y clara comprensión del sistema filosófico de Spencer. Sin el estudio de la biología y de la psicología resulta, a mi humilde juicio, difícil y empírico el de la sociología. Hombres de ciencia los doctores Vargas Vega y Herrera, fisiólogos eminentes y experimentados por su práctica profesional y, el primero, maestro de muchas generaciones, las conferencias que dictaban carecían en absoluto aun del más ligero matiz doctrinal o político. Estudiaban la vida y sus funciones orgánicas, fría, escuetamente, sin deducir conclusiones que se apartaran de la ciencia experimental. En sus lecciones de Psicología, que no fueron muchas ciertamente, se perfilaba el doctor Herrera como un neurólogo a la orden del día. Conocía a fondo, y las explicaba luminosamente, todas las investigaciones de Claude Bernard. Al doctor Vargas Vega le asignaron desde joven el apodo el Cabezón. Tenía en verdad una enorme cabeza, que requería enorme cubilete. Necesitaba encargarlos a Europa para su medida. Tan colosal remate contrastaba con la mediana estatura de su cuerpo. Mantenía el Cabezón impresa en sus labios, mientras hablaba, una sardónica sonrisa.
+Me incitaban a entrar en el estudio de la sociología los artículos que bajo este mote había leído en La reforma política de Núñez, y su conceptuoso discurso en el acto solemne de clausura de estudios de la Universidad Nacional en 1881. Las obras de Spencer no estaban traducidas todavía al español en 1891, o por lo menos las traducciones no habían llegado a Bogotá.
+Relativamente costosas, no estaban en capacidad de comprarlas los estudiantes pobres y tampoco en la de leerlas quienes no conocían el francés, lengua a la que sí estaban vertidas del inglés. Desde tiempo atrás he oído que Santiago Pérez Triana dijo alguna vez que el único colombiano que había entendido a Spencer fue don Tomás Eastman. Exageración demasiado lisonjera para con el eminente hacendista caldense. La verdad es que antes de Eastman entendieron a Spencer admirablemente Salvador Camacho Roldán, Rafael Núñez y José Herrera Olarte. Y permítaseme un rasgo de vanidad: yo entendí a Spencer gracias, primero, a las luminosas explicaciones de Camacho Roldán y Herrera Olarte, y a la interpretación que del filósofo inglés me dio en conversaciones privadas posteriormente el doctor Núñez.
+En la historia de la Universidad Republicana, que escribo en brevísima síntesis, la presencia de Salvador Camacho Roldán en la cátedra de Sociología es una de las páginas más brillantes. Fue un lujo para el instituto tener un profesor de la talla de Camacho Roldán y un privilegio para quienes tuvimos la oportunidad de oírlo explicando a Spencer. Fluía con espontaneidad su palabra como el agua de caudalosa fuente, en grueso chorro de erudición y elocuencia. Ilustraba sus lecciones con hechos y documentos que era dable verificar al punto, con datos estadísticos y en cuya enumeración admirábase la prodigiosa memoria del sabio profesor. La ciencia de Camacho Roldán no fue avara ni egoísta, ni la guardaba para sí, no era esquivo de sus muestras. Su libro Notas de viaje —desde Bogotá por la vía del Magdalena hasta los Estados Unidos— es uno de los más, si no el más instructivo, jugoso y clarividente que haya escrito y publicado colombiano alguno. Constituye la mejor prueba de que él era un sociólogo que observaba minuciosamente los fenómenos sociales y económicos y que sabía deducir de la observación las conclusiones más acertadas o por lo menos más probables. En lo que se refiere a los Estados Unidos, las Notas de viaje, es a mi manera de ver, y dadas las circunstancias del tiempo, un libro tan previsor, tan sagaz, tan denso como el que escribiera medio siglo después André Siegfried sobre la Unión Americana. Somos, para desgracia nuestra, los colombianos, muy inclinados a rebajar el mérito de nuestros compatriotas. Pero yo invito a quien más cojee por ese lado, a que haga la comparación entre los dos libros, y estoy seguro de que encontrará en el de Camacho Roldán, por lo menos paridad con el del sociólogo francés. Yo lo juzgo superior desde este punto de vista: Camacho Roldán visitó a los Estados Unidos en 1887, cuando comenzaba apenas el formidable impulso de progreso que tomó la Unión Americana, repuesta de los graves quebrantos de la Guerra Civil de Secesión.
+Ha corrido el tiempo y hoy se declara que falló y está en bancarrota la teoría de la evolución, base fundamental del sistema filosófico de Spencer. Sin embargo, para mí que no valgo nada intelectualmente, el que las sociedades, como los organismos individuales, nacen, crecen y se desarrollan y por fin mueren, resulta casi una verdad axiomática. ¿Qué es la historia universal sino un inmenso osario de sociedades y de pueblos que un día fueron y ya hoy no parecen, y acaso no es cierto que periódicamente contemplamos la decadencia, presagio de la ruina definitiva, de pueblos y de instituciones que antes exhibiéranse pletóricos de vida y de pujanza?
+El profesor de Derecho Constitucional —Ciencia Constitucional, como él decía—, doctor Juan Félix de León, era el prototipo del liberal romántico del siglo XIX. Oriundo de Cartagena, había fijado su residencia en Bogotá desde la primera juventud y alcanzaba puesto de notable en la sociedad, en el foro, en la política, por sus virtudes, sus claros talentos y su laboriosidad. Su oficina de abogado tenía una vasta clientela. El doctor Juan Félix era físicamente de gallarda estatura, de recia complexión. Parecía desbordar de buena salud. De una blancura inmaculada que no alcanzara a violar el ardiente sol de su tierra nativa, adornaba su fisonomía una espesa barba blanca. Por ella, por su pulcro y atildado indumento, por sus suaves y acompasadas maneras, de él se pudo decir también que tenía puntas de lord. Leyó Derecho Constitucional conforme a una obra de la cual era autor, que yo hubiese titulado con toda propiedad: «Comentarios a la Constitución de 1863». Más que su comentario, ardiente apología. Quien no le pusiera agua a aquel añejo vino resultaba federalista a ultranza, espantábase de que en naciones que se decían civilizadas subsistiera la pena de muerte para expiación de delitos atroces, y no entendiera nunca que tuviese ni limitación ni responsabilidad la libertad de la palabra hablada o escrita; que el jefe del Ejecutivo gozara de la facultad de nombrar libremente a sus secretarios o ministros. Lo único que aceptaba de la Constitución de 1886 era la unidad de la legislación civil, penal y comercial. Por lo demás nosotros parecíamos ignorar la Constitución de 1886. La considerábamos paréntesis que bien pronto habría de cerrarse, ¡y pensar que sus tres piedras angulares han resistido inconmovibles el paso de más de medio siglo! Cuando alguna vez, en conversación íntima, le hacía amistosamente observaciones al presidente Olaya Herrera sobre la constitucionalidad de un decreto suyo que en mi concepto mermaba la autonomía administrativa de cierta sección de la República, él me contestó sonriente: «Es que tú en el fondo eres más rionegrino que nuestro profesor el doctor Juan Félix de León».
+El primer caballero notable a quien vi trajeado de claro fue a don Juan Félix, con un «saco levita» elegantísimo que me decidió a echar sobre mi cuerpo el domingo siguiente, un vestido claro que traje de Barranquilla, pero con tan mala suerte que el mismo día del estreno, en excursión a Chapinero, al cruzar un arroyo, caí cuan largo soy en el cenagoso fondo y quedó la prenda tan manchada de lodo que hube de ocultarla bajo el sobretodo, que por suerte salió ileso del accidente gracias a que me lo tenía en la opuesta orilla mi condiscípulo y coterráneo Julio Molinares.
+El profesor de Legislación, doctor Juan Manuel Rudas, a quien apodaban el Loco, pues se nos antojaba siempre distraído, como viviendo en las nebulosas, tenía sin duda una poderosa inteligencia y su dialéctica era formidable. Dos años después, en 1893, hablando con el doctor Núñez de mis profesores de la Universidad Republicana, a quienes él conocía mucho, pues de todos había sido copartidario y amigo personal, me definió así a Rudas: «Hombre muy inteligente, pero muy dogmático». Y lo era ciertamente. Las que él creía sus verdades eran sus dogmas. Defendía con pasión, casi con vehemencia, el utilitarismo de Bentham: «Bien es placer o causa de placer; mal es dolor o causa de dolor» era para Rudas un dogma. Antes que a la teoría de la evolución, le pasaron sus bellos días al utilitarismo. En Colombia aun los liberales lo encontraron pasado de moda, porque entre nosotros llevamos la moda hasta donde la moda no debe llevarse. Lo cual no obsta para que frecuentemente estemos, como decía Guillermo Camacho, a la penúltima moda. Es bien sabido que Haldane, antiguo ministro de Guerra de la Gran Bretaña, estaba reputado en su país como uno de los primeros constitucionalistas a principios del siglo en curso. Y yo leí, y lo conservo, un profundo estudio de Haldane, publicado en Contemporary Review, en el que se demuestra cómo el utilitarismo continuaba siendo en Inglaterra el inspirador de la ordenación de sus costumbres públicas, de su legislación. Leyendo a Haldane tuve la impresión de que renacía el sistema que aquí se consideraba caduco, si no muerto.
+«Capaba» con alguna frecuencia el doctor Rudas y lo sustituía Herrera Olarte. Menos dogmático que el titular, en sus intermitentes conferencias exponía el pro y el contra del utilitarismo con relativa imparcialidad. Rudas era costeño; había nacido en Remolino, pequeña ciudad situada a orillas del río Magdalena, a pocas leguas de Barranquilla. Me llamó la atención que, siendo paisanos, jamás se cruzaron un saludo, así fuera de elemental cortesía, él y el doctor Luis A. Robles, y que el negro de alma blanca lo mirara de arriba para abajo con indisimulable desprecio. Me propuse indagar el motivo de tan manifiesta enemistad, y bien pronto la insaciable curiosidad que me ha distinguido siempre estuvo satisfecha. El general Nicolás Jimeno Collante me la satisfizo ampliamente. El doctor Robles, presidente constitucional del estado soberano del Magdalena en 1878, fue derribado por una revolución armada que se tramó en el estado soberano de Bolívar y partió de este. La revolución no hubiera tenido buen éxito, habría fracasado irremediablemente, a no contar con transportes marítimos para movilizar hasta Santa Marta a las fuerzas revolucionarias. Rudas, independiente exaltado, desempeñaba a la sazón el empleo de inspector nacional del Ferrocarril de Bolívar, que así se designaba oficialmente la línea férrea entre Barranquilla y Puerto Salgar. En su afán por derribar al presidente radical del Magdalena, el doctor Rudas asumió la responsabilidad de facilitar a los revolucionarios los remolcadores del Ferrocarril de Bolívar, propiedad nacional, que no podían ser ocupados sin orden del secretario de Hacienda y Fomento de la Unión. No vaciló para comprometerse en la aventura, y los pequeños remolcadores se hicieron a la mar atestados de revolucionarios. Robles no perdonó nunca a Rudas, de quien había sido hasta entonces íntimo amigo personal. Se reconcilió con todos los jefes revolucionarios, pero dizque para negarse a hacerlo con Rudas alegaba que él no podía ser condescendiente con un alto funcionario público que había faltado a sus deberes por la pasión sectaria. Tal versión me fue ratificada después por el general Luis Capella Toledo y su sobrino, el doctor José I. Díaz-Granados, mi condiscípulo en la Universidad Republicana dos años después (1893), a quien Robles trataba como a hijo adoptivo, en memoria a la entrañable amistad que lo unió con el señor padre de José Ignacio, jefe del radicalismo magdalenense. Empero, el doctor Robles no se vengaba de Rudas con miserables pequeñeces. Nombrado después de la muerte de Herrera Olarte rector de la Universidad Republicana, conservó en su cátedra a Rudas, a quien le reconocía sus indiscutibles capacidades para desempeñar el profesorado.
+El doctor Alejo de la Torre, profesor de Derecho Internacional Público, era el más cabal exponente de la alta sociedad bogotana. Con una educación perfecta, cortés sin melosidades, llevaba a su cátedra y al trato con sus alumnos las ceremoniosas maneras del salón, pero sin afectaciones. Dictaba sus conferencias en tono de conversación. En las administraciones liberales desempeñó un alto empleo, la Secretaría de Relaciones Exteriores. Conocía, pues, la historia diplomática del país e ilustraba la teoría oportunamente con ejemplos y hechos. Cuando llegó el turno al estado de guerra, coincidía precisamente el curso con la civil que azotaba entonces a Chile y que ya tocaba a su término, con la victoria de los constitucionalistas y la derrota de Balmaceda, el infortunado presidente que pretendió sobreponer su autoridad a la del Congreso. La materia de neutralidad fue agotada magistralmente por el doctor De la Torre a propósito de un incidente entre los Estados Unidos y Chile, incidente que pocos meses después llevó al borde de un conflicto armado a las dos naciones. Se trataba, como lo recordará el instruido lector, de una refriega entre las fuerzas constitucionalistas y los marineros del crucero Baltimore que dio lugar a procedimientos judiciales que el Gobierno de los Estados Unidos consideraba incompletos e incorrectos. Naturalmente nuestro profesor tomaba como nuestra la causa de Chile. El liberalismo venía combatiendo desde 1889 la política internacional de Núñez, que fue la de franca cooperación con los Estados Unidos y amistad cada día más cordial. Las oposiciones han sido casi siempre en Colombia, ya sean liberales o conservadoras, adversarias a la política internacional de los Gobiernos. Aquí hemos olvidado y dejado de practicar en consecuencia el aforismo de uno de los más autorizados comentadores de la vida diplomática en la última mitad del siglo XIX: «La política interior es un medio, mientras que la política exterior es un fin».
+Al abandonar la galería de mis profesores en 1891, quiero consagrar unas pocas líneas al secretario de la Universidad Republicana hasta cuando yo dejé sus claustros: a Vicente Olarte Camacho. Recuerdo su incansable actividad, su preocupación en cumplir rigurosamente sus obligaciones. Caminaba por prisa, como si fuera a llevarle el viático a algún moribundo. Yo le tomé apego y simpatía, en mucho espontáneamente y un poco por egoísmo. Me ayudaba a obtener permisos para salir a la calle; apenas llegaba a sus manos el correo de la Costa, corría a llevarme mis cartas. La muchachada resolvió ponerle un remoquete: el Chivo Olarte. No pasó de la universidad, porque el apodado desplegó una grande energía para impedir que se propagara. En su corta vida, pues murió muy joven, tuvo buena suerte. Ejerció la profesión de abogado con provecho, intervino en la política y fue elegido miembro de la Cámara de Representantes; publicó libros, hizo dinero y fundó un hogar respetable.
+Terminaban las tareas de 1891. Comenzaron los exámenes y era ya el momento de ir pensando en la vuelta a la casa paterna y a la tierruca. No obstante, cuando abandoné la vieja casona, con sus tres amplios patios, asiento de la Universidad, y dije adiós, o más bien hasta luego, a los condiscípulos de otras regiones de la República, cuando tomé el tren en la Estación de la Sabana y sentí que me alejaba de Bogotá, que tan desagradable impresión me produjera a la llegada, me invadió una rara melancolía. Rara, porque se mezclaba a ella el gozo anticipado de estar con los míos, de tornar a la tierra nativa de la que saliera adolescente, casi un niño, y que habría de verme casi un hombre después de diez meses de ausencia. En el alma, y dijera que hasta en los labios, se me había metido el gusto de Bogotá, gusto que conservo y conservaré hasta el próximo fin de mi peregrinación sobre este valle de lágrimas y amarguras.
+El año no había sido malo para mí. El clima de Bogotá me fortaleció; los ataques de asma se alejaron y disminuyó su intensidad. Mientras que el ambiente espiritual e intelectual en el que había vivido abrió amplios horizontes al pensamiento inquieto, llevó al acervo de la memoria no escaso acopio de conocimientos y limó las asperezas de modalidades y costumbres provincianas. Obtuve las más altas calificaciones, lo suficiente para halagar la vanidad de mis padres y, por último, gracias a la generosidad de estos, llevaba en mi equipaje dos vestidos de última moda confeccionados por don Vespasiano Jaramillo.
+Justo es que si he rendido tributo de admiración y gratitud a mis maestros, evoque el recuerdo de algunos condiscípulos de 1891. Comenzaré evocando a mis paisanos, a los barranquilleros. No fue corto el número, pasaban de diez, lo que es un tanto por ciento apreciable dentro del conglomerado estudiantil. Fueron ellos: Víctor Emilio Sojo, Guillermo y Andrés Salcedo Campo, Nelson H. Juliao, Héctor Manuel Baena, Rafael de la Espriella, Julio y Alejandro Molinares, Manuel del Valle, Alfredo Steffens. Todos sin excepción de las familias más distinguidas de Barranquilla. Vuelvo la mirada hacia el distante grupo y quedan en pie sólo tres: Alfredo Steffens, Héctor Baena y Alejandro Molinares. A los otros se los llevó la muerte. Conservé y cultivé con esmero la amistad de estos queridísimos camaradas y puede dar testimonio de ello el único sobreviviente, el Mono Steffens, que ha luchado con la vida airosamente, en los campos del comercio y de la industria.
+De las otras secciones de la República conservo amable recuerdo de los magdalenenses Aquileo Avendaño y Octavio Gómez; de los bogotanos Joaquín Aldana, Roberto Barreto, Pedro Pablo Delgado y de Justino Cantillo, oriundo de La Mesa; de los hermanos Barrios y de Leonidas Perdomo, del Tolima; del antioqueño, hoy caldense Luis M. Arcila; de un Rengifo del Cauca, cuyo nombre propio olvida la memoria al hacer el largo recuento de amigos y simplemente conocidos. Liborio Cuéllar, Ruperto Aya, Enrique Olaya Herrera, ingresaron a la Universidad Republicana después de 1891 y tendré el placer de hablar de ellos más adelante. Y puesto que un sagaz e inteligente comentador desea que yo reviva en estas memorias —que repito, más que mías son memorias de los otros— la vida social de Bogotá hace cincuenta años, me apresto a complacerle añadiéndole, para hartura de su curiosidad el panorama político de 1891.
+De vida social, de alta vida social, es bien poco lo que tengo que contar. Los estudiantes de provincias no la hacíamos entonces. No pisé los salones de la gente principal, a excepción de los de mi acudiente don Alejandro Pérez. Hacia la mitad del año me enteré por los periódicos de que un grupo de «cachacos» de la crème y de los más ricos iban a dar un gran baile en el Palacio de la Carrera. Aquello fue, al decir de los cronistas, una exhibición de lujo, de refinamiento y de buen gusto. El espléndido baile tuvo lugar un sábado. Solicité y obtuve permiso para pernoctar esa noche en la calle con el propósito de observar desde una esquina —la del Colegio de San Bartolomé— el desfile de los invitados. En la que yo me aposté había apiñamiento de «mirones». Bien poco lo que se pudo mirar. La mayoría de los invitados iba a la fiesta en landaus cerrados, único estilo de carruaje que se usaba en Bogotá. Todos se ocuparon aquella noche; los que tenían dueños y los de punto. Estos últimos iban y venían velozmente transportando invitados. Hacían un ruido infernal las ruedas sin llantas y los cascos de los caballos al chocar con los pavimentos de anchas y duras piedras. De a pie sólo veíamos pasar a los caballeros solteros y solterones, a los elegantes de la época, y a unas pocas familias que tenían sus casas cerca del Palacio de la Carrera. Casi pasó rozándome el ministro residente de Alemania, un prusiano amplio y magro envuelto en alta capa de estilo militar. Lo consumía materialmente una vieja tuberculosis, de tal potencialidad devastadora que según decir de los exagerados contagió a todos los caballos que montaba el diplomático, apasionado del sport de la equitación. El provinciano que llega a las capitales que no son muy populosas bien pronto conoce de vista, y sin saber cómo ni cuándo, a los notables. Hoy, después de cincuenta años, podría yo decir los nombres de los invitados que vi pasar de a pie y los dijera si no temiese cometer la impertinencia de que se calcularan sus edades. Mencionaré apenas al doctor Luis A. Robles. Oí decir el domingo siguiente a los tertulios de un café que al llegar al baile don Jorge Holguín lo invitó a que tomara del brazo a su señora, doña Cecilia Arboleda, entonces en el esplendor de su hermosura. El famoso y sonado baile dio pretexto para una interesante pero curiosa polémica en la prensa política. Un órgano de la oposición censuró al presidente de la República, Carlos Holguín, el que no hubiera asistido a la fiesta, a la que fue invitado personalmente por el grupo de anfitriones. Admira la simpleza de la crítica; el presidente, como cualquier ciudadano, tiene derecho de no asistir a las fiestas estrictamente sociales a que se le invita. Pero el interdiario La Prensa tomó la cosa por lo alto, y en un artículo que he releído después, en el que se adivina la garra de don Miguel Antonio Caro, pulverizó la crítica con fina ironía, cruel sarcasmo y pasmosa erudición. Recomiendo su lectura a los investigadores de la pequeña historia.
+Si no llevaban vida social, cómo se divertían, cómo mataban el tiempo los universitarios los domingos y los días de fiestas solemnes.
+Apenas abierta la puerta de la jaula, los pájaros cautivos durante una semana volábamos hacia los baños de Gómez, en el barrio de Las Cruces. Porque, a decir verdad, lo único malo, lo único intolerable, de la Universidad Republicana, era el baño. Una pieza oscura, sombría, a la que se penetraba por el hueco en donde pensarían colocar la puerta. La puerta no existía. En el centro, una especie de alberca de ladrillos rojos sin revestimiento. Sobre dos toscos maderos, el depósito de agua, casi siempre vacío o con muy escasa provisión. A la regadera conectada con el depósito se la hacía funcionar con un «rejo». Cincuenta años atrás no se conocían ni la bata de baño, ni los pantalones de baño ni las grandes toallas para secarse. Las partes pudendas se tapaban con los primitivos taparrabos. En la Costa, en el baño, a orillas del mar o del río, el sexo fuerte practicaba el nudismo, el débil usaba amplias camisas de vivos colores. Lo contrario de lo que vi en Dinamarca en el verano de 1927; pocos hombres desnudos y casi todas, si no todas, las mujeres en el traje de Eva en el paraíso. Para dormir no se había inventado todavía la pijama, que apareció a principios del siglo. Usábanse para echarse a la cama holgadas camisas blancas de cuello cerrado, con algún discreto adornito. Los viejos, y especialmente los calvos, se cubrían las cabezas con unos gorros «chuscos».
+Tomado el baño donde Gómez, se imponía el ejercicio. Nos dirigíamos a pie al centro de la ciudad e invadíamos en tropel las salas de billar de La Cascada —carrera 8.ª, esquina de la calle 10, frente al Capitolio—, El Leteo de Aquilino Venegas, en las galerías, y El Sena, también en la carrera 8.ª, esquina de la hoy calle 15.
+El maldito morbo de la política se entró a mi espíritu muy prematuramente. Tanto, que a la edad de trece años ya adoraba en los altares de la diosa implacable y cruel. La culpa de la infección la tuvo mi querencia a la lectura y especialmente la de los periódicos. Calcule mi lector, pues, si a la edad de dieciséis, y hallándome en el centro de la epidemia, no me interesaría el curso que tomaba la política nacional y del cual estaba al dedillo porque leía casi toda la prensa capitalina y de todos los matices en las horas de recreo, porque nunca me faltaron los centavos para comprarla cotidianamente. Permítaseme evocar el panorama político de hace medio siglo.
+De intensa agitación, de encendida lucha aquel 1891. No parecía asaz prematuro que desde sus primeros meses planteara la opinión el interrogante de quién sería el jefe del Poder Ejecutivo en el sexenio constitucional de 1892 a 1898. Según el régimen vigente, nuestra república elegía un presidente y un vicepresidente, y conforme al estatuto electoral eran elegidos en forma indirecta. El pueblo elegía primeramente los electores, y estos, reunidos en asamblea, sufragaban para presidente y vicepresidente. La primera operación se efectuaba el primer domingo de diciembre y la segunda en los primeros días del mes de febrero. El partido de Gobierno era el llamado Partido Nacional, alianza de conservadores y de independientes —antiguos liberales—, siendo aquellos la parte principal de la amalgama o alianza, no sólo por el número, sino que también por las posiciones adquiridas en el Gobierno. Ejercía el Poder Ejecutivo, por ausencia del presidente titular, señor Núñez, el doctor Carlos Holguín, elegido sucesivamente designado por los congresos de 1890 y 1892, que fueron homogéneos. En torno a la candidatura para presidente no asomaba discrepancia en el seno del partido de Gobierno; todos aclamarían al señor Núñez, constitucionalmente reelegible, porque no ejercía, ni ejercería el gobierno dieciocho meses antes de la elección. La división no surgiría sino al proclamar el candidato para la vicepresidencia; una presidencia efectiva, ya que el señor Núñez manifestaba repetida y categóricamente que no vendría a Bogotá.
+En el tren que me trajo de Facatativá a Bogotá la mañana del 4 de febrero de 1891 se embarcó en Serrezuela un caballero que recordé vagamente haber conocido de vista hacía bastante tiempo, de alta estatura, fornido, gallardo el continente y de marciales mostachos. Sentóse en asiento delantero del que yo ocupaba con Víctor Emilio Sojo, después de saludar muy cariñosamente a otro caballero, al parecer de mayor edad, cargado de espaldas, y que iba leyendo El Correo Nacional. Sojo, que conocía Bogotá desde el año anterior, me dijo en voz baja: «¿No sabes quién es el que acaba de sentarse?». «No sé», le contesté. «Es Cocobolo», me añadió Sojo creyendo dejarme suficientemente ilustrado. «¿Pero quién es Cocobolo?», preguntó mi insaciable curiosidad. «Pues Cocobolo es el general Rafael Reyes, el que ahorcó en Colón a Cocobolo el 85; así lo llamamos los estudiantes liberales de Bogotá», concluyó Sojo. Espoleada la memoria, recordé al punto la fisonomía del general Reyes, a quien había visto antes de visita en mi casa, cuando terminaba la guerra de 1885 y dos años después, cuando estuvo de paso para Europa comisionado para contratar un empréstito.
+Identificada la personalidad del arrogante caballero que acababa de entrar al vagón, me fue posible escuchar, pues no podía taparme los oídos, retazos de la conversación que sostuvo con su compañero de viaje, que resultó ser, a más de su amigo personal, su copartidario. Hablaron de una junta política que se había efectuado noches antes en las que se acordara lanzar las candidaturas Núñez y Vélez en el siguiente mes de marzo. En la primera carta que escribí a mi padre le conté: «… en el tren donde yo venía viajaba el general Reyes, a quien le oí decir que muy pronto se proclamarían las candidaturas del doctor Núñez y del general Marceliano Vélez». Valiente respuesta la que me llegó a vuelta de correo: «Yo te he mandado a Bogotá para que estudies y no para que te ocupes en política. Te he dejado en libertad para que opines lo que quieras, pero siempre y cuando que no te ocupes de política, que no es cosa propia para mozos de tu edad, ni de la atención que debes consagrar a tus estudios». En muchos y subsiguientes correos acaté la orden severísima, pero fingiendo olvidarla, después volvía a comunicarle a mi buen padre hacia el mes de abril las vitandas noticias políticas.
+Efectivamente, en la primera década del mes de marzo El Correo Nacional proclamó las candidaturas Núñez y Vélez y publicó la primera adhesión firmada en Bogotá. La encabezaban los señores Carlos Martínez Silva, Rafael Reyes, José Joaquín Ortiz, Jaime Córdoba y José Manuel Marroquín, que yo recuerde. Pero en esa misma década el secretario de la Universidad Republicana, que benévolamente se había encargado de comprarme los diarios y bisemanarios, me informó que había aparecido un nuevo periódico que se llamaba La Prensa, y que si deseaba leerlo lo compraría para llevármelo en la tarde. Le respondí que si él consideraba que la hoja era importante, procediera a hacerlo, tomando su valor de los centavos que yo le entregaba semanalmente para ese objeto. «Sí que vale la pena», díjome Olarte Camacho, «pues es voz pública que La Prensa es de los Holguines y proclamará un candidato en oposición al general Marceliano Vélez». Comencé a leer desde el primer día de su aparición muy atentamente La Prensa. El trueno retumbó poco después. Y se lanzó la candidatura para vicepresidente de don Miguel Antonio Caro.
+La historia, como descarnado relato, como simple ejercicio cronológico, no me ha seducido nunca, ni me atrae su lectura, ni sentiré la tentación de escribirla. En el hecho histórico hay que investigar las causas que lo determinaron y entre ellas las hay pequeñas y grandes. Es un lugar común aquello de que las pequeñas causas producen los grandes efectos. Contemplé la lucha electoral de 1891 en calidad de observador lejano e imparcial, ya que ni mi edad, ni mi ocupación preferente, ni mi filiación política me permitían posición distinta entonces. Pero después investigué las causas de la primera y definitiva ruptura del Partido Nacional, las primeras escaramuzas que darían como resultado final su liquidación, y cuáles las que determinaron el lanzamiento de la candidatura Caro cuando parecía acordada unánimemente la del general Marceliano Vélez. Proclamada también en Cartagena por un comité de vigilancia que se organizó y funcionaba bajo los auspicios e inspiración del señor Núñez, sin duda alguna. Digo que de esa lucha fui observador imparcial y debo recortar el concepto. Declaro sin eufemismos ni ambages que mi neutralidad fue muy relativa, pues desde el principio simpaticé con la candidatura de don Miguel Antonio Caro.
+En política, así sea la que se hace platónicamente y con ánimo deportivo, no hay neutralidades absolutas y sin adjetivos. Cierto que a mí me importaba un bledo que triunfara Caro o triunfara Vélez: nada ganaba ni perdía con el resultado de la pugna. Ni siquiera por lo que a mi padre se refiriera, pues él estaba absoluta y al parecer irrevocablemente separado de la política activa, entregado de lleno a sus negocios particulares, a la gerencia de su fábrica de jabones y licores El Porvenir, en creciente prosperidad. Yo mismo era un pichón de liberal con la ambición de figurar en el futuro dentro del liberalismo y no en el Partido Conservador o Nacional.
+En política, como en el teatro, hay lo que ve el espectador y lo que este no alcanza a ver. Ve levantarse el telón, ve el escenario, las decoraciones. Ve y oye a los intérpretes de la comedia o del drama. Pero no ve lo que pasa detrás de los bastidores, ni al tramoyista cuando cambia la presentación material de la escena, ni al traspunte cuando indica a los actores que llega el instante de aparecer. El escenario político de 1891 estaba preparado, casi que en todos sus detalles, para que se representara una obra que concluyese con el triunfo del primer actor, de su protagonista, que sería el general Marceliano Vélez, hombre honrado a carta cabal, recto, sincero, al parecer manso como una paloma, pero sin la astucia de la serpiente. Estoy plagiando una frase de Marco Fidel Suárez en su admirable ensayo sobre Núñez. Adelántome a confesarlo, porque me repugna vestirme con plumas ajenas. Don Marceliano, así le llamaban familiarmente en Antioquia, fue temperamentalmente un inconforme. Yo tuve oportunidad de conocerlo y tratarlo muy de cara diez años después —en 1901—, cuando llegó a la costa Atlántica investido de la suprema autoridad civil y militar del departamento de Bolívar. Hay políticos que nacen para ministerialistas, y los hay que nacen para oposicionistas; es el sino de los unos y de los otros que les imprime carácter permanente e inconfundible. Don Marceliano nació para la oposición y por desgracia suya, o de su candidatura, para las oposiciones que más irritan y mortifican a los gobiernos. Por afinidades electivas, el político oposicionista temperamental es un astro que atrae dentro de su órbita a los oposicionistas ocasionales, a todo el que está caliente o enojado con los gobiernos por razones que pueden ser muy respetables pero no fundamentales. Naturalmente, el oposicionista quand même es el receptáculo obligado de todas las quejas, de todas las críticas que se formulan pública o privadamente contra los gobiernos.
+Refiérese, y me lo refirió testigo de la más alta respetabilidad, que al terminarse la junta de conservadores prominentes de la capital, en la que se acordó adoptar por unanimidad la candidatura de general Vélez, permanecieron conversando íntimamente cuatro o cinco personajes de los más caracterizados. A uno de estos, muy amigo, corresponsal y confidente de don Marceliano, se le salió esta frase indiscreta y reveladora: «¿Qué dirán los Holguines mañana del golpe que les acabamos de dar?». Alguien que estaba allí y que era amigo de los Holguines —del presidente don Carlos y de su hermano don Jorge— le contó lo que había oído, al cuñado de estos, don Julio Arboleda, quien creyó de su deber, y cualquiera hubiese hecho lo mismo, transmitirle la noticia a la mañana siguiente. Lo curioso es que don Jorge había asistido a la junta que había asentido de buen grado a la adopción de la candidatura Vélez. Grande fue su sorpresa al conocer por las vías ocultas y silenciosas de que habla Tertuliano que el movimiento político iniciado era un golpe dirigido al presidente en ejercicio.
+No hacen la política arcángeles ni serafines. La hacen hombres de carne y hueso que tienen pasiones, sentimientos, instintos, entre los cuales sobresale el instinto de defensa. El político que sabe o presiente siquiera que va a ser atacado se apresta para defenderse y escoge naturalmente los medios más rápidos, eficaces y adecuados para la defensa. Pero no eran sólo los Holguín, y en consecuencia los millares de amigos suyos con que contaban, y lo demostraron después con la elocuencia de los números, en el seno del Partido Conservador, sino también un grupo político muy importante todavía que contribuyó al triunfo de la Regeneración, el independentismo, el que comprendió desde el primer momento que la candidatura Vélez era un golpe destinado a eliminarlo, a sacarlo del juego, declarando en liquidación al Partido Nacional. Los independientes no fueron invitados a las juntas en que se acordó tal candidatura, y los términos con que se redactó la primera adhesión de Bogotá eran muy claros e inequívocos. Decían ellos así: «Los infrascritos manifestamos que nuestros candidatos para presidente y vicepresidente de la república en el periodo administrativo 1892 a 1898 son, respectivamente, los señores doctor Rafael Núñez y el general Marceliano Vélez». (El Correo Nacional, marzo 9 de 1891, número 149).
+Una candidatura o un candidato que voluntaria y deliberadamente prescinden de una parte no despreciable de la opinión y se enajenan su buena voluntad colocan ellos mismos los primeros obstáculos en su camino, y si lo hacen así será por arrogancia, profundo desprecio por los grupos o personas a quienes no se invita a participar en el triunfo que se da por seguro, a quienes se considera tácitamente malas compañías. En política no debe haber parientes pobres, y fue error de táctica del velismo incluir entre ellos a los independientes, que poseían aún muy apreciable capital.
+Y fueron los independientes los iniciadores de la candidatura Caro. El tiempo ha venido a demostrar que en ella no tuvo ninguna parte, ni siquiera insinuación, el encargado del Poder Ejecutivo, don Carlos Holguín. El candidato de las íntimas simpatías de Holguín era el doctor José Domingo Ospina Camacho. Así se lo había manifestado al presidente titular, señor Núñez, en carta privada escrita a fines del año anterior (1890), en respuesta a una de aquel en que indicaba al señor Caro como al candidato con mayores probabilidades de ser acogido con entusiasmo por el Partido Nacional, por su saber, sus virtudes y eminentes servicios al régimen que apenas comenzaba a consolidarse. Holguín no podía dejar de reconocer en su hermano político tan eximias cualidades, pero deseaba ahorrarle los sinsabores y las amarguras que él estaba probando en el ejercicio del poder y probablemente prevería que en democracia tan susceptible como la nuestra se opusiera al candidato la tacha de sus vínculos de familia con el encargado del Poder Ejecutivo. Caro tampoco quería ser candidato y los independientes tuvieron que luchar con su resistencia obstinada y tesoneramente. Todo cuanto refiero no son leyendas ni consejas, son hechos registrados en documentos de carácter privado que verán la luz algún día, y en la prensa periódica de aquella época.
+Sin embargo, y a pesar de que todo lo expuesto era más o menos notorio, la candidatura Caro fue motejada de oficial desde el primer momento. A los ojos del grueso público, el eminente polígrafo, el primer jurisconsulto de su tiempo, el supremo artífice de la Constitución de 1886, no era postulado candidato por méritos tan relevantes e indiscutibles, sino por ser cuñado de don Carlos Holguín. Mientras tanto, el Gobierno no ejecutaba acto que pudiera, en justicia, calificarse como de parcialidad en el debate. Don Carlos Holguín, político sagaz y avezado, esperaba a que la opinión de su partido se pronunciara libremente. No destituyó a los empleados públicos que firmaron la candidatura del general Vélez, lo cual no impedía que algunos de entre ellos imaginaran que su congrua subsistencia corría grave peligro. Un sujeto algo tocado que tuvo la manía de decir en alta voz lo que pensaba, en plena calle, que firmó la candidatura Vélez creyéndola oficial, pues era pública voz y fama que la patrocinaba el presidente titular señor Núñez, al leer en La Prensa que había aparecido contendor del calibre del señor Caro, ambuló por el centro de la ciudad gritando a voz en cuello: «Me paso, me paso. Firmo la candidatura de Miguel Antonio», en lo cual no le cabía la menor responsabilidad al encargado del Poder Ejecutivo.
+Que el grueso público, que la galería tachara de oficial la candidatura Caro estaba, hasta cierto punto, dentro de la lógica. Mas lo que comenzó a enardecer los ánimos, agriar el debate, fue un telegrama que vino de Medellín y fue publicado inmediatamente, suscrito por el doctor Abraham Moreno, alter ego y confidente del general Marceliano Vélez, que decía así: «Medellín, 26 de marzo de 1891. Señor doctor Luis Fonnegra: Villeta. Alegría por organización respetable directorio. Aquí indignación por candidatura oficial, que no tiene séquito. General Vélez no renunciará, etc. Amigo afectísimo, Abraham Moreno». (Bogotá, martes 31 de marzo de 1891, El Correo Nacional, número 163). Cuando suena la hora fatal en que a los partidos les toca dividirse, la división comienza por cuestiones adjetivas y personales, pero concluye siempre, con un contenido ideológico, real o aparente. Los pequeños arroyos se convierten a poco en caudalosas y bramadoras corrientes.
+El general Vélez era un político que no sabía disimular sus impaciencias y enojos. Escribía mucho a sus amigos y no en forma reservada y confidencial, y sus corresponsales mostraban las cartas y permitían que se tomaran copias de los párrafos más notables. Nada hay para el político más azaroso, más ocasionado a contratiempos desagradables, que hablar y escribir demasiado. Lo ha sido siempre aquí y en todas partes. Lejos estoy de encontrar cualidad digna de encomio en el político, el hermetismo o el silencio impenetrable, pero la necesaria y franca exposición del pensamiento o de los programas no excluye cierta prudencia, cierto comedimiento razonable, sobre todo tratándose de conceptos estrictamente personales. En las cartas del general Vélez a sus amigos comenzó a hacer críticas y reparos al gobierno de don Carlos Holguín, en los que dejó traslucir sugestiones muy graves. En alguna, especialmente, deslizó la frase de que a la sombra del Gobierno se habían improvisado «grandes fortunas». Que la división se ahondaba y no era necesario poseer aguda perspicacia para comprender que no sería fácil soldar el vaso rajado.
+El presidente titular, viendo cómo se precipitaban los acontecimientos, resolvió envolverse en una absoluta y enigmática neutralidad. Mas era también fácil comprender que no podría conservar por largo tiempo y hasta el fin del debate tal actitud. Puesto que se publicaban las cartas del general Vélez con censuras veladas o francas a la administración Holguín, el jefe de ella, que había sido siempre un intrépido caudillo, un indomable y audaz adversario político, perdió un día la paciencia y dio al país entero este aviso: «No me daré por vencido sino cuando lo sea real y materialmente». Y para demostrar que él tenía también cartas del general Marceliano Vélez, publicó una fechada en abril de 1888 en la que este hacía la más acerba crítica del gobierno que en aquel tiempo presidió el doctor Núñez. En abril de 1888 era el doctor Holguín ministro de Gobierno del presidente Núñez y quedaba demostrado también que había sido un gran caballero y un perfecto discreto, pues jamás antes de entonces le mostró al señor Núñez la célebre epístola del general Vélez, filípica contra los destierros, los confinamientos, la suspensión de periódicos, etcétera.
+¡Allí fue Troya! Pocos días después, el señor Núñez dirigía al general Marceliano Vélez el siguiente despacho telegráfico: «Cartagena, septiembre 9 de 1891. Señor general Marceliano Vélez. Medellín. El lenguaje reciente de ciertos periódicos, juntas y cartas de los que sostienen su candidatura, me indican claramente el desacuerdo de ellos conmigo, y que es deber mío de decoro manifestar que mi nombre no puede ya figurar al lado de usted. Suplícole comunicarlo a los respectivos directorios, pues no dudo que usted habrá de pensar lo mismo. Siéntolo seguramente, porque al iniciarse su candidatura me fue simpática, y aun tuve en ella parte. Sucede, además, como es notorio, que el radicalismo se prepara para reconquistar el poder perdido, de acuerdo, según se palpa, con los partidarios de usted, y la seguridad de la causa a que he consagrado tantos esfuerzos, puede imponerme en adelante obligaciones severas e incompatibles con la neutralidad que he observado escrupulosamente desde que salió a la luz otro nombre distinguido. Nada de esto implica que deje de ser de usted adicto compatriota y amigo, Rafael Núñez». Dijérase que el señor Núñez, con la anterior solemne notificación, quiso por penúltima vez en su larga carrera pública someter su pasado y su futura conducta al espontáneo plebiscito del partido de Gobierno. De la prueba salieron acrecentados su prestigio y su autoridad. El general Vélez perdió el apoyo, adhesión política del general Reyes; de los Martínez Silva y de muchísimos otros prominentes conservadores. Los partidarios que le permanecieron fieles tuvieron que proclamar nuevas candidaturas: la del general Vélez para presidente y la del doctor José Joaquín Ortiz para vicepresidente.
+Verdad es que el Partido Nacional o Conservador podía, sin graves e inminentes peligros, entrar a la aventura de dividirse y hasta de subdividirse. Entonces, y para qué repelar la historia, el adversario común, el Partido Liberal, no estaba en capacidad de llevar el peso de sus efectivos electorales a las urnas. Y el país en 1891 era el terreno menos propicio para la revuelta armada, con la que soñaban entonces sólo los jóvenes románticos e iluminados que, como Pereira Castro, Ospina Sayer y Galofre, pensaban y escribían que «la libertad de los pueblos comienza con los rugidos de la Marsellesa y termina con los estampidos del cañón».
+¿Cuál fue la política del liberalismo en 1891? A mi juicio, la más prudente, oportuna y acertada. Comenzó por darse una dirección. No existió organizada oficialmente después del desastre de 1885. En el mes de abril se reunió en Bogotá una junta o congreso de delegados del Partido Liberal, nombrados por los copartidarios de los diferentes departamentos, que dejó constituido un directorio compuesto de los señores Aquileo Parra, Salvador Camacho Roldán y Sergio Camargo, con sus respectivos suplentes. Del general Camargo lo fue el doctor Luis A. Robles, quien ejerció el cargo de director en ausencia de su principal. Pocas semanas después reapareció El Relator, suspendido temporalmente por la muerte de don Felipe Pérez, bajo la dirección de los señores Diego Mendoza Pérez y Raúl Pérez. De hecho, fue El Relator el órgano oficioso del directorio. Hombres tan experimentados en las luchas políticas, tan inteligentes y comprensivos, como los señores Parra, Camacho Roldán y Robles, no podían hacerse candorosas ilusiones, ni formar fantásticos planes, ni contar con imposibles. Decidieron, y era natural, explotar hábilmente la división que comenzaba y que debía arreciar después, del partido de Gobierno. Vieron clara, diáfanamente, que el grupo o círculo de oposición dentro de este sería la mejor y más explotable cantera contra el régimen. La táctica adoptada fue la siguiente: apoyar al velismo en los municipios en los que tuviera la minoría de sufragios y se permitiera sufragar a los liberales.
+La primera circular del Centro Liberal tenía carácter reservado e ignoro cómo llegó a manos de los periódicos que sostenían la candidatura Caro. Estaba fechada el 2 de mayo y apareció en La Prensa hacia mediados de noviembre. De tan notable documento político tomo los siguientes párrafos: «Los partidos dueños del poder público se descomponen aprisa en las democracias. La parte sensata de ellos y a las veces también LOS CARACTERES INQUIETOS Y AMBICIOSOS NO SATISFECHOS, se desprenden de su tronco y buscan incorporación entre los vencidos. Este procedimiento, a la larga, conduce al triunfo, como sucedió en 1830, a los dos años no más de la proclamación de la dictadura del general Bolívar; en 1848, seis años después de la derrota y aniquilamiento de los liberales en 1842; en 1860, en fin. Y a la inversa el conservador quedó triunfante por la discordia intestina en nuestras filas, en 1837, en 1854 y en 1883 sin necesidad de un tiro de fusil. Todos los movimientos espasmódicos de los conservadores en 1833, 1851, 1865 y 1868, y aun el movimiento revolucionario de 1876, sólo sirvieron para afirmar, temporalmente al menos, la dominación liberal; y al contrario, la DESGRACIADA apelación a las armas en 1885, además de poner el sello a la dominación conservadora, fue ocasión de que se estableciera por primera vez en Colombia un gobierno personal… 7.ª Juzgamos conveniente la neutralidad en materia de manifestaciones o preferencias en el actual debate electoral, HASTA TANTO QUE SE PUEDA JUZGAR MEJOR DEL CURSO DE LOS SUCESOS». El 7 de agosto, el triunvirato Parra, Camacho Roldán y Robles dirigió nueva circular a los centros departamentales, de la cual extracto lo siguiente: «Los hechos han venido a comprobar la exactitud de nuestro plan; y todos los periódicos que sostienen la candidatura del señor Vélez han demostrado mejor que lo hubiéramos hecho nosotros, o por lo menos con más autoridad, la imposibilidad de continuar regidos por estas instituciones, y gobernados por estos mandatarios; y el mismo señor Vélez ha fallado en última instancia en un documento que la historia recogerá como la comprobación más auténtica y definitiva. Por otra parte, las tentativas de avenimiento en Cartagena y en esta ciudad, han fracasado, sin que haya dejado de contribuir a ello nuestro sistemático silencio, y como todavía se intentarán nuevas gestiones entre las fracciones conservadoras, es prudente aplazar toda decisión definitiva. Por ahora lo que podemos aconsejar a nuestros amigos es que deben tomar parte en las elecciones, para lo cual se enviarán próximamente a ese directorio algunos ejemplares del Código de Elecciones y una instrucción sobre el modo de observarlo, para que sean distribuidos en todos los distritos. Este centro dará, en oportunidad, la última palabra, después de haber consultado la opinión de todos los directorios departamentales. Entretanto se permite excitar, desde ahora, a todos los directorios, en general, y particularmente a cada uno de los liberales, a que procedan en la próxima lucha completamente unidos, y con la mayor resolución inquebrantable de un partido que, como el Liberal, ha sido, en la adversidad como en la buena suerte, el alma y nervio de la República. No hay que omitir sacrificio ni esfuerzo alguno, y si se procede con desinterés y patriotismo, podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, que no está muy lejano el día en que podamos coronar la obra de la Restauración Republicana…».
+Fue posteriormente y ya en vísperas de las votaciones para electores, cuando el Centro Liberal aconsejó y no ordenó, que en aquellos municipios en donde la mayoría liberal fuera abrumadora y se contara con garantías para sufragar libremente, se ayudase modestamente y sin mucho ruido a los velistas.
+Sostenían la candidatura Caro en Bogotá tres periódicos: La Prensa, administrada por Guillermo Torres, y visiblemente dirigida por Jorge Holguín, quien escribía los editoriales bajo los pseudónimos San Julián, Maximiliano y El Hermano del Presidente. Don Jorge no fue un humanista, ni un jurisconsulto, ni hombre formado en severas disciplinas mentales, como su hermano el presidente, pero en cambio era el tipo de autodidacta que lee con provecho, asimilando y digiriendo, pues poseía inteligencia viva, chispeante y alertada. Y como era por sobre todo un político sagaz que tuvo, él mismo lo decía graciosamente, «el olfato de las tempestades», supo siempre sortearlas con habilidad. Añádase que era un gran caballero, incapaz de agredir a sus adversarios en forma violenta y descortés. Sin embargo, llegado el caso, era valiente, impetuoso y no vacilaba en contestar los cargos que se le hicieran en forma directa o indirecta. Al publicarse la carta de don Marceliano, en la que se hablaba de fortunas improvisadas a la sombra del Gobierno, algún periódico hizo vagas alusiones a don Jorge y abriéndose él mismo un juicio de residencia explicó desde las columnas de La Prensa el origen de su fortuna, que elevaban al quíntuplo los envidiosos y sus malquerientes, la cuantía de ella, los negocios que le proporcionaron utilidades, el contrato de la sal de que tanto se hablaba sin conocerlo, y que resultó celebrado no por el gobierno de la Regeneración, sino por el del general Trujillo en 1878 y por nadie menos que su secretario de Hacienda, doctor Salvador Camacho Roldán, quien conceptuó que el contratista iba a perder dinero. La mayor parte de la fortuna de don Jorge era herencia de su mujer, doña Cecilia Arboleda, acrecentada por él con laboriosidad y tino. La explicación fue tan clara, tan precisa, tan concluyente, que nadie osó hacerle la más leve refutación, lo cual no obstó para que las gentes continuaran creyendo que era un Creso, un Conde de Montecristo, y en chispeante artículo en forma de diálogo contó que a su casa iban los novios que no tenían medios de contraer matrimonio, los padres de familia que deseaban colocar en buenos colegios a sus hijos y hasta los que creían haber inventado aparatos de movimiento perpetuo, en solicitud de gruesas ayudas pecuniarias.
+El segundo en importancia de los periódicos adictos a la candidatura Caro, y fundado expresamente para sostenerla, fue El Constitucional, que dirigió el doctor Miguel Abadía Méndez e inspiraba el general Leonardo Canal. En las amarillentas páginas de aquella hoja efímera admírase el clásico estilo, la dialéctica invencible y el profundo conocimiento de la historia política del futuro presidente de la República, entonces en la flor de la juventud y de cuando en vez también el fulgurante, el incisivo, el formidable estilo de José Vicente Concha, que consideraba a Caro como a su padre intelectual.
+El Orden existía de tiempo atrás e intervino en el debate cuando su director lo juzgó necesario, en forma más bien prudente y cautelosa.
+Luchaban por la candidatura Vélez y para ello fueron fundados La Paz, bajo la dirección del doctor Enrique Restrepo García, y Los Principios, bajo la del doctor Carlos Albán. Releyendo Los Principios, se advierte que el doctor Albán escribía su pequeña hoja periódica de cabo a rabo, lo cual, después de todo, no era imponderable tarea para inteligencia como la suya, tan genial, y para una imaginación también muy fértil que tocaba con los lindes de la fantasía. No nombro El Correo Nacional porque su director, don Carlos Martínez Silva, aun cuando fue iniciador y continuaba siendo el director supremo del movimiento pro-Vélez hubo de manifestar francamente que él no convertiría su periódico, que en un escaso año de vida había alcanzado la más vasta circulación en el país, conquistando gran fama, indiscutible crédito y la simpatía de tirios y troyanos, por su carácter informativo, su independencia y su relativa imparcialidad en candente hoja electoral.
+Y va como muestra de la serenidad del diario de Martínez Silva, de su sentido de las proporciones y al propio tiempo de la fértil y desmandada imaginación de don Carlos Albán este curioso episodio. Hacia la mitad del debate electoral ocurrió un trágico suceso que conmovió dolorosamente a la sociedad. Los hermanos Horacio y Arturo Sáenz, hijos de don Carlos Sáenz, administrador del Ferrocarril de Girardot, dieron muerte, en circunstancias para ellos muy agravantes, al señor Tomás Quevedo, sujeto muy apreciado, por sus buenas costumbres, su laboriosidad y honradez, en Juntas de Apulo, con el pretexto o causa verdadera —no estoy en capacidad de afirmar lo uno ni lo otro— de haber inferido graves ofensas al padre de los homicidas. Horacio Sáenz, militar en servicio activo, era a la sazón el edecán del presidente de la República, de quien había solicitado permiso de pocos días para atender al llamamiento de su padre que estaba muy enfermo en Juntas. Naturalmente, el crimen cometido por los hermanos Sáenz dio motivo para que la prensa de oposición se adelantara a decir que quedaría impune, añadiendo otras consideraciones muy de tono en casos tales. Pero don Carlos Albán fue más lejos y afirmó con el mayor desparpajo que el verdadero responsable de todo era nadie menos que don Miguel Antonio Caro. ¿Por qué?, se preguntará el lector. Cáigase de la sorpresa. «Porque el señor Caro en el Consejo Nacional Constituyente había abogado para que la pena de muerte fuera conmutable por el presidente de la República sin el previo concepto del Consejo de Estado, como había sido propuesto por otros constituyentes». El primero en protestar enérgicamente ante semejante estupenda trouvaille fue don Carlos Martínez Silva en un razonado y magnífico editorial. Está escrito que es muy fácil pasar de lo trágico a lo ridículo. Un ingenio bogotano improvisó la siguiente décima a la que puso por título «Pruebas judiciales»:
+Es así que en Popayán
+comió don José Acevedo
+empanadas de Pipián,
+luego don Carlos Albán
+fue el matador de Quevedo.
+Mas si don Carlos Albán
+fue el matador de Quevedo
+es claro que en Popayán
+comió don José Acevedo
+empanadas de Pipián.
+Este mismo ingenio, que leía con mucha frecuencia en la prensa velista telegramas de don Rufino Gutiérrez a sus amigos políticos que terminaban así: «Para mi familia abrazos y bendiciones», improvisó esta otra décima:
+Paz, artículo caliente
+en Cauca Abraham Moreno
+Marceliano Amalfi bueno
+mande dinero aguardiente,
+Pedro Nel intransigente,
+Albán descubrió asesino,
+Cartagena nada vino
+a Zuloagas y Cucalones
+abrazos y bendiciones,
+afectísimo Rufino.
+Después del despacho del señor Núñez al general Vélez nadie podía abrigar dudas sobre el resultado del debate electoral. El general Vélez sería vencido y él mismo lo previó, pues en una de sus vibrantes arengas pidió que quedaran unas pocas «almas puras y caracteres incorruptibles que salvaran un jirón de la bandera nacional». Pero continuó siendo Antioquia el baluarte inexpugnable del viejo y respetable caudillo. Ninguno de sus amigos le abandonó y en las votaciones para electores y en las subsiguientes para representantes en 1892 triunfó la caudalosa corriente que él encabezaba. La fidelidad de Antioquia tenía su razón de ser. La vida purísima, patriarcal, del general Vélez, había conquistado el respeto y la admiración de todo el pueblo antioqueño sin distinción de matices políticos. Fue él además un excelente administrador público, progresista, respetuoso de los derechos de sus gobernados, íntegro y probo. Al separarse de la Gobernación de Antioquia no dejó enemigos. Aun cuando su saber no alcanzaba la extensión y profundidad del de Caro, don Marceliano era un hombre instruido, con título de doctor en Jurisprudencia, escribía con elegancia, usando de un estilo muy peculiar suyo, de tono grandilocuente. En 1891 era rector de la Universidad de Antioquia. Y Antioquia, que no había logrado llevar al solio de los presidentes de Colombia uno de sus hijos desde hacía largo tiempo, reclamaba, con justicia, el honor para el más prominente y prestigioso de entre ellos. Pero él mismo puso todos los obstáculos para cerrarse el camino que debía llevarlo a la cumbre ambicionada por sus coterráneos y más que él algunos de sus impacientes amigos y sostenedores. Que el general Vélez se hubiera atraído las simpatías del liberalismo durante el curso del debate electoral es algo tan diáfano que no requiere explicación. Los antioqueños en todo tiempo fueron, y continúan siendo, muy celosos en la defensa de su autonomía administrativa, lo que vale decir también de su autonomía política, pues la una y la otra son en el fondo la misma cosa. No se necesita raspar mucho al antioqueño para encontrar al federalista. Y en 1891 el liberalismo colombiano continuaba siendo federalista, si bien reconociera ya las exageraciones a que condujo el sistema organizado por la Constitución de Rionegro. Y después de todo es muy difícil encontrar, fuera de la cuestión religiosa, una fundamental discrepancia ideológica entre un conservador del tipo y corte del general Marceliano Vélez y un liberal del tipo y corte del doctor Luis A. Robles, por ejemplo.
+Quiero hablar lo menos posible de mí mismo en estos recuerdos de los tiempos idos, pero si dejé consignado que simpaticé con la candidatura Caro in petto, fuerza es que consigne la razón de mi oculta y bien disimulada simpatía, pues no era tan tonto para exhibirla ante mis condiscípulos. Es muy duro que un muchacho de dieciséis años que ama y venera a su padre, como yo amaba y veneraba al mío, se aparte en absoluto, se divorcie totalmente, de sus preferencias políticas. Mi padre era miembro del Partido Independiente; dentro del independentismo estaban sus amigos más dilectos e íntimos y yo comprendí que más o menos tarde él concluiría manifestando públicamente su adhesión a la candidatura Caro. Fue así en efecto, y nombrado elector presidió la asamblea de la provincia de Barranquilla, que lo eligió su presidente, y consignó su voto firmado por los señores Núñez y Caro. Dijo este alguna vez que en Colombia no había partidos políticos sino odios heredados. Me atrevería a añadir: odios y amores heredados. También mi simpatía por Caro era de aquellas que fluyen espontáneamente de la admiración intelectual. Había aprendido gramática latina en Caro y Cuervo, mi maestro de castellano superior en el colegio Ribón, de Barranquilla, Diógenes S. Barrios, citaba a Caro en sus lecciones constantemente como autoridad suprema del buen decir en nuestra lengua, me sabía de memoria la soberbia oda «Al Libertador», que merece grabarse en lápidas de mármol, y en La Nación de Bogotá leí profundos y luminosos estudios sobre temas literarios, filosóficos e históricos del gran pensador, que inquietaban mi mente juvenil. Confieso además ingenuamente que yo he sido en política el hombre que se decide más por el corazón que por la mente. La simpatía o la aversión han sido factores determinantes en mis inclinaciones. De ahí que fuera un tanto veleidoso. No es cinismo, es humildad, es acto de contrición, confesar ahora cuando presiento que mis días son contados, que yo he sido un político a modo de una Magdalena, y lo grave es que no Magdalena arrepentida, porque de nada me arrepiento. Mucho he amado y en gracia de ello mucho me será perdonado. No he tenido odios pero sí aversiones. En ocasiones aversiones súbitas, instintivas, porque yo creo, sin incurrir en inmodestia, que mi espíritu tiene antenas. Capto no sólo el paisaje sino a los hombres que se agitan dentro del paisaje. Amé a Herrera Olarte, amé a Núñez con pasión, amé a Carlos Holguín, tuve hondo afecto por Caro, por Concha, por Jorge Holguín, por Uribe Uribe, por Herrera, por Reyes y por Olaya. ¡Habráse visto hombres más disímiles, más opuestos, más antagónicos! Cuéntese que hablo sólo de los desaparecidos, porque de los vivos, guárdeme Dios de incurrir en el feo pecado de la adulación. Estas veleidades mías para el alimento espiritual las comparo para mí mismo y sonriéndome en las noches de insomnio, con las veleidades para el alimento material. Unas veces me desayunaba con café y concluía «cargándome» el café; resolvía hacerlo con chocolate y concluía cargándome el chocolate; entonces me pasaba al té, hasta que al fin el estómago del viejo soporta ya sólo la infusión predilecta de los británicos. Lo que sí puedo afirmar orgullosa, altaneramente, es que a nadie he traicionado; que no he dormido en campamento alguno que haya abandonado en la oscuridad de la noche, para amanecer con el alba señalando al adversario la senda que lo conduzca para asestar el golpe de muerte a los amigos abandonados.
+No sólo simpaticé con Caro desde el primer momento. Una tarde de aquel 1891 que voy a dejar pronto para comenzar con los recuerdos de 1892, entré al circo de toros de la plaza de Los Mártires y me topé de manos a boca con el excelentísimo señor presidente de la República doctor Carlos Holguín, que asistía a la corrida acompañado de sus hijos menores Carlos, Jaime y Catica. Ver aquel hombre de figura gallarda, faz sonriente y plácida, varonil continente, elegantemente vestido, con un sombrero gris de copa alta y sentir por él una irresistible simpatía, fue cosa del minuto. Mis antenas me avisaban, «tú vas a ser amigo de ese hombre, tú lo oirás conversar en la intimidad, tú aprenderás mucho en sus conversaciones, tú le oirás disertar sobre literatura, sobre artes, sobre historia, tú llegarás al fondo de su corazón noble y generoso, tú apreciarás su ánimo resuelto y valiente, tú comprenderás que Maquiavelo lo habría calificado de mal político, porque aquilatarás su franqueza, enemiga de las medias tintas, del claroscuro, de la intriga torpemente sigilosa». Y mis antenas tuvieron razón. Ya lo verá el lector cuando le toque el turno a 1894. El debate electoral Caro-Vélez fue más ardiente en las provincias que en la capital. Al regresar a Barranquilla a tomar mis vacaciones de estudiante encontré los ánimos en el colmo de la agitación y el encono; habían llegado al rojo blanco. Estaba una mañana yo en la esquina de la casa paterna —antigua calle Ancha, frente a la plaza de San Nicolás— esperando llegara nuestro coche que me llevaría a la fábrica El Porvenir, y me tocó ser testigo de un encuentro personal, a mano armada, entre dos líderes de las candidaturas Caro y Vélez: Aurelio de Castro y don Francisco Carbonell W., se descargaron mutuamente sus pistolas, con un valor y un arrojo ciertamente admirables. Don Pacho Carbonell, como se le llamó siempre cariñosamente en Barranquilla, avanzaba, mientras que su adversario permanecía de pie sobre la acera fronteriza. Era más que valor el de don Pacho, una temeridad heroica. Por fortuna no se hicieron daño. ¡La triste nada de nuestras luchas políticas! Seis años después, en 1897, Carbonell y De Castro eran aliados políticos y aliados para defender la candidatura del general Rafael Reyes contra un supuesto intento de reelección del señor Caro. Y como episodio final de aquel debate, episodio curioso, referiré este. Era pública voz que en las votaciones para electores el liberalismo de Barranquilla ayudaría con sus sufragios a los velistas. Otra mañana cundió la noticia de que el Gobierno estaba armando en guerra el vapor Bismarck, el de mayor tonelaje que navegaba entonces en el servicio del río Magdalena.
+Armar en guerra un barco mercante consistía sólo en colocarle unas cuantas pacas de algodón en la cubierta superior y unos rieles en la inferior, sitio de calderas y máquinas y montar en la casilla de los prácticos una vieja ametralladora. Era a la sazón prefecto de la provincia de Barranquilla mi tío don Diego J. de Castro, padre de mi primo hermano y cuñado del general Diego de Castro. El Gobierno dizque había descubierto una conspiración. Yo tengo que dedicar unas líneas de recuerdo y afecto a este tío mío, prototipo del gentleman, educado en uno de los mejores colegios de Inglaterra en donde le inculcaron hábitos y costumbres que no abandonó nunca y que cumplía rigurosamente cual si fueran ritos religiosos. El tío Diego era un exquisito gourmet. A pocas mesas me he sentado yo como a la suya tan delicadamente servidas. Cotidianamente se cambiaba el vestido de dril; era modelo de pulcritud y aliño. Abusaba del Agua de Colonia y dejaba tras de sí ráfaga de su peculiar perfume. Don Diego se decía poseedor de todos los secretos de la conspiración, conspiración que yo creo, sin faltar al debido respeto a su memoria y a la de sus altos superiores jerárquicos que le transmitían instrucciones, que existió sólo en la imaginación de todos ellos. Dos días después de que se armó en guerra el Bismarck, fueron reducidos a prisión los principales jefes del liberalismo de Barranquilla. Se les embarcó en el Bismarck con rumbo desconocido. Aquel fue un paseo delicioso para los prisioneros. El tío Diego, que no concebía comidas malas, aprovisionó con espléndidos comestibles la despensa del Bismarck: jamones, galletas de soda, mermeladas de Morton, quesos de Holanda, etcétera… La gira de los jefes liberales duró unos tres días y regresaron a Barranquilla el martes siguiente al domingo de votaciones. ¡La conspiración había abortado! El prefecto estaba, sobra decirlo, cumpliendo órdenes de autoridad competente, y sobra también decir que el pueblo liberal de Barranquilla no se acercó a las urnas. El tío Diego, que tenía mucho del humor inglés, le dirigió un telegrama al presidente Núñez y al gobernador de Bolívar en que les decía más o menos esto: «Descubierta conspiración, pero tengo a los liberales entre un zapato». El zapato resultaba muy grande para el pie; nada menos que el Bismarck. He aquí por qué pedía impunemente dividirse y subdividirse el partido de Gobierno, sin la amenaza del peligro inmediato.
+Tan caballerosa, tan gentilmente se manejó don Diego J. con sus prisioneros, que muy lejos de guardarle resentimiento, la aventura fue para ellos motivo de chanza e inocentes «tiraderas». Recuerdo que yendo yo en compañía de mi respetable tío que me llevaba a almorzar a su casa, se acercó a saludarlo Clemente Salazar —uno de los prisioneros trashumantes— y le dijo: «Don Diego, descubra otra conspiración, pero mándenos con nuestras mujeres e hijas, porque así el viaje será más sabroso y divertido». Un inglés revestido de autoridad no admite chanzas, y don Diego le contestó a Clemente: «Recuerde, Clemente, que habla usted con la primera autoridad de la provincia», y le mostraba el bastón de carey con empuñadura de oro y borlas azules. Se separaron con un apretado abrazo.
+No hay que repelar la historia. Cierto que el Partido Liberal había conspirado y que conspiraría después para derrocar el régimen, mas no en 1891, porque sus directores Parra, Camacho Roldán y Robles fueron los más decididos sostenedores de la paz pública. Siempre me ha parecido el materialismo histórico tesis que no tiene arraigo en la realidad, pero no dejo de desconocer la influencia que han tenido en nuestras guerras civiles los factores económicos. Los que actuaban en 1891 no eran propicios para una revuelta armada. El país se encontraba ese año en excelentes condiciones económicas. Lo demuestra la cifra a que alcanzaron sus importaciones y exportaciones. La flotilla mercante del río Magdalena resultaba ya insuficiente para transportar la carga y las compañías de navegación armaban nuevos barcos en los astilleros de Barranquilla y Cartagena. El café alcanzaba un precio halagador, no antes registrado en los mercados extranjeros, y en Cundinamarca y Santander esforzados adalides del trabajo descuajaban la selva para fundar nuevas plantaciones. El papel moneda se había estabilizado y la rata de los giros sobre el exterior se mantenía al 88 por ciento: con 188 pesos en billetes del Banco Nacional se obtenían 100 dólares. La actividad en los negocios era tanta que a iniciativa del doctor José María Quijano Wallis se fundó y abrió operaciones la Bolsa de Bogotá, con más de un centenar de socios. Las acciones de los bancos particulares, Colombia, Bogotá e Internacional alcanzaron magníficas cotizaciones. En consecuencia, las gentes se divertían, llenaban los espectáculos públicos. Basta decir que la compañía de ópera tuvo una temporada de más de siete meses y que ya se había encontrado para el año siguiente una magnífica compañía española cómico-dramática. A pesar de la agitación superficial que había producido el debate para la renovación de los altos poderes públicos, en las capas inferiores dominaba la calma, presagio de la estabilidad. Sólo el divino Jesús tuvo el poder de desatar tempestades sobre los lagos serenos.
+Añádase que en abril la legación colombiana en España cablegrafió que la Reina Regente, doña María Cristina, había dictado sentencia arbitral favorable a Colombia en el viejo litigio sobre límites con Venezuela, poniendo así fin a la dilatada controversia entre las dos repúblicas hermanas. Recibida la noticia, el presidente Holguín se apresuró a dirigir una expresiva carta de felicitación al doctor Aníbal Galindo, autor del documentado y luminoso alegato que Colombia presentó ante el real árbitro. Al contestar a Holguín, Galindo con nobleza y gallardía hizo justicia a los inteligentes servicios que habían prestado a nuestra causa, aquel en su carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario ante la Corte de España, así como también sus sucesores el general Antonio B. Cuervo y don Julio Betancourt y sin olvidar al presidente Francisco J. Saldúa, que dictó y redactó las instrucciones que le sirvieron de guía a Galindo para su alegato. Sea el momento para exaltar la memoria de Aníbal Galindo, que tan señalado e insigne servicio prestó a la patria, no sólo en ese dilatado negocio internacional, sino también poco antes en la comisión mixta internacional reunida en Bogotá para fallar sobre la cuantía de las reclamaciones del súbdito italiano Ernesto Cerruti, cuyo abogado desertó de tal comisión ante la arrolladora argumentación de Galindo y las irrefutables pruebas que llevara para demostrar las inicuas y monstruosas pretensiones del reclamante. La comisión mixta se creó en virtud del protocolo Matéus-Menabrea, firmado en París en 1886. La feroz intransigencia política acusó a Galindo porque aceptó el puesto de abogado de Colombia en la comisión mixta internacional, como lo acusara dos años después por haberle aceptado al vicepresidente Caro el empleo de magistrado de la Corte Suprema de Justicia en 1893.
+¿Cómo podré yo creer en el materialismo histórico si no encuentro ni con el microscopio causas económicas en los tres estelares movimientos que torcieron definitivamente el rumbo de la humanidad: el cristianismo, el Renacimiento, y la Reforma?
+Aquí termina mi evocación de 1891, que comienza con el de la dolorosa impresión que yo encontré en Bogotá, y que se extendió por todo el país producida por una desgraciada ocurrencia estrictamente social: la muerte de Elvira Silva el 11 de enero, en el albor de la juventud, en la irradiación de su belleza, que debió ser incomparable, pues de ella hablan todavía quienes tuvieron la buena fortuna de contemplarla. Para compensar a Bogotá de sus nieblas, de sus días melancólicos y lluviosos, de sus oscuras y tediosas noches invernales, Dios quiso darle el privilegio de sus flores más hermosas y variadas, con todas las gamas del color y un perfume suave y tenue y el de mujeres bellas, de seductoras gracias, de fina inteligencia. Pero ninguna debió ser más bella, más graciosa, más inteligente que Elvira Silva en el pasado, cuando su fama augusta traspasó los lindes de la vida material. Fue una rosa que no vivió como las del poeta el espacio de una mañana, vivió para la inmortalidad. La inmortalidad de las antiguas diosas que sobrevive a la gloria de los guerreros, de los estadistas, de los sabios. Gloria sólo comparable a la de los artífices del pensamiento vaciado en el mármol, en el bronce, en el lienzo y en la nota. Gloria, foco que no se apaga ni se extingue, que irradia una luz suave y tranquila; que vence la del cárdeno relámpago y aleja como a una maldición la tiniebla hosca y sombría. Grecia fue inmortal porque adoró en la belleza.
+Refiriéndose a Barranquilla, dice en su admirable libro Notas de viaje don Salvador Camacho Roldán lo siguiente: «Si el ferrocarril —de Barranquilla a Puerto Salgar— no ha sido todavía lucrativo para sus empresarios, en cambio ha sido beneficioso para la ciudad de Barranquilla, en la cual se ha centralizado el comercio del Magdalena, y cuya población ha subido de 12.000 a más de 25.000 habitantes durante los últimos dieciséis años; no del todo, eso, por causa del ferrocarril, sino también de las líneas de vapores del río ahí estacionadas; pero aquel ha confirmado la superioridad decidida de esta ciudad sobre sus rivales Santa Marta y Cartagena. Barranquilla es hoy un punto de escala comercial importante, todavía no convertido por completo, de pajiza población que era ahora cuarenta años en ciudad moderna con las comodidades que implica la palabra ciudad. Tiene bastantes casas de cal y canto, de más apariencia exterior que comodidad interior tal vez; cómodos escritorios, almacenes extensos, algunas calles anchas, provistas de angostas aceras; muelles y lugares de estación para recibir y refaccionar los vapores del río, regularmente provistos de talleres de carpintería y de maquinaria; acaba de adquirir, debido a la iniciativa del señor Ramón B. Jimeno, un acueducto para repartir a las casas particulares las aguas de río; tiene un mercado cubierto, medianamente cómodo, y empieza a construir algunas quintas semiurbanas, rodeadas de jardines y frutales. Cuenta ya con algunos coches para el servicio de las calles, tirados por caballos pequeños, en lo general mal mantenidos, guiados por postillones hábiles para gobernar sus caballos y no menos para extorsionar al pasajero poco conocedor del precio de sus servicios; tiene dos hoteles principales, bastante concurridos, en uno de los cuales el servicio de mesa no deja nada que desear, pero son muy calurosas las piezas, y otro cuya casa es fresca y sembrada por algunos árboles, pero cuyo servicio no parece digno de entera alabanza, según llegó a mis oídos. Empero, todavía abundan las casas pajizas, que en ese clima constituyen un gran riesgo del incendio; en sus calles sin empedrar o cubrir de otro modo, se hunde hasta el tobillo en la arena el pie de los caminantes, y las nubes de polvo, en los días de brisa, son verdaderamente insoportables. No tiene teatro, carece de baños cómodos en las casas, y no sé que haya un solo baño público. Empieza apenas a plantar árboles en sus plazas y lugares concurridos; no tiene un paseo público, y todavía no se ha pensado en la construcción de cloacas y desagües bien servidos, que den garantía contra la aparición súbita de epidemias destructoras. Necesita salir de la orilla de un caño estrecho y tortuoso en que está edificada, a ostentarse nueva y verdadera reina del río, en el ancho y majestuoso cauce principal de este. Sobre todo, requiere, como base esencial de su futura prosperidad, abrirles paso a los buques de mar hasta el frente de sus calles. El puerto debe pasar de Salgar y del Nisperal a las aguas del Magdalena».
+Esta Barranquilla, pintada a grandes rasgos por Camacho Roldán, era la de 1886, año preciso de su viaje a los Estados Unidos y de su paso por nuestra costa Atlántica. Entonces yo contaba apenas once años y el recuerdo que conservo de mi tierruca coincide exactamente con la rápida descripción de Camacho Roldán. Pero Barranquilla nació con el privilegio de progresar, y de progresar rápidamente. Seis años después, en 1892, otro inteligente observador, con la natural superficialidad de la gente moza que viaja para conocer y divertirse y no se detiene en la contemplación de graves problemas económicos y sociológicos, describió así a Barranquilla:
+«A los cuatro días de navegación llegamos a Barranquilla, la población de Colombia que progresa más rápidamente. Allí, como en las ciudades inglesas, el progreso se debe a la iniciativa y dinero de sus vecinos; se han llevado a cabo obras costosas que en la capital y otras ciudades han recibido auxilio nacional; los servicios públicos están mejor atendidos allí que en Bogotá, y sus empresarios, sin recibir subvenciones, no se han arruinado ni que se quejan; los hoteles son buenos; hay un magnífico club bien amueblado, donde el forastero es recibido con afable galantería; buenos coches americanos hacen el servicio de la ciudad, y no son los vejestorios que después de veinte años de viajes a Zipaquirá o Los Manzanos, cojos y mancos, son destinados por sus dueños, en calidad de pensión de jubilamiento, atendidos sus largos servicios, a arrastrar una vejez más tranquila en las calles de Bogotá.
+«El verdadero encanto de la ciudad es El Camellón, un espacioso andén, vistosamente embaldosado de mosaicos, sombreado a un lado y otro por frondosos árboles. Es allí donde se da cita la mejor sociedad del lugar las noches del jueves y domingo; las señoritas se pasean en filas de tres o cuatro, charlando alegremente; los jóvenes las siguen de cerca y parecen custodiaran el precioso botín defendiéndolas de las suplicantes miradas del deslumbrado forastero.
+«Al ver estas elegantes muchachas, de ojos incendiarios y diminuto pie, se cree estar en plena Andalucía.
+«Agolpóseme a la memoria una descripción que hace Maupassant en sus viajes a España y que interpreta fielmente lo que esta noche vi y sentí. Todas las mujeres se pasean con la cabeza descubierta, y llevan, sin excepción, un abanico en la mano; era encantador aquel mudo batir de alas prisioneras, de alas blancas, pintadas o negras, temblorosas cual grandes mariposas de noche, sujetas entre los dedos. Encontraba en cada mujer que veía, en cada grupo errante o reposado, aquel revoloteo cautivo, aquel vago esfuerzo por echar a volar de las hojas balanceadas que parecían refrescar el aire de la noche, mezclándole cierta coquetería, algo femenino, dulce de respirar por un pecho de hombre.
+«Y he aquí que en medio de este palpitar de abanicos y de todas esas cabelleras descubiertas en torno mío, me puse a fantasear neciamente como en recuerdos de cuentos de hadas, lo mismo que cuando estaba en el colegio, en el helado dormitorio, pensando, antes de dormirme, en la novia, o en la novela devorada a hurtadillas debajo de la tapa del pupitre. A veces también en el fondo de mi endurecido corazón se despierta, durante algunos instantes, mi sencillo corazón de muchacho».
+Lo transcrito hace parte de una correspondencia dirigida a El Correo Nacional por Evaristo Rivas Groot, publicada en el número 623 de El Correo Nacional y fechada en Riofrío en 13 de septiembre de 1892.
+De Evaristo Rivas tendré la oportunidad de hablar a espacio en estos apuntes de mi vida. Fui su amigo y él mi amigo, y a mi memoria acude ahora su fisonomía por lo general hosca y dura sombreada por espesa barba negra, y finjo estarle viendo ante mí con sus manos de boxeador, velludas y fuertes, agitándolas en el aire para reafirmar la palabra irónica, sarcástica casi siempre, ruda en la crítica y parca en el elogio. La manía bogotana del remoquete rebautizó a Evaristo con el de Oso, que no le enfadaba, no sólo por la abundantísima vellosidad que cubría su cuerpo, sino también por el andar lento y seguro. No creo que Evaristo hubiera dado nunca un traspiés. Pocas inteligencias pude catar tan sutiles y sagaces como la suya que abarcaba de un solo golpe de vista las situaciones, los personajes, encontrándole siempre el lado ridículo o grotesco. Si hubiese manejado lápiz, contáramoslo entre nuestros más estupendos caricaturistas. Y poseía una cualidad que sólo pudimos descubrirle quienes gozamos de su intimidad: era un excelente consejero. Volteriano, liberal de rótulo, pues detestaba las exageraciones liberales como las conservadoras, era en el fondo un burgués de sentido práctico que huía de complicarse la vida. La perfecta antítesis de su hermano José María Rivas Groot: católico por fuera y por dentro, de pocas palabras, de ideas autoritarias, y sin embargo soñador y poeta de altísima inspiración. Los dos hermanos se amaban entrañablemente y Evaristo, curado de vanidades literarias como todos los volterianos, no pudo perdonarle nunca a Lorenzo Marroquín que se adjudicara totalmente el magnífico éxito y renombre de la novela Pax, en cuya concepción y ejecución tuvo parte principalísima José Rivas Groot.
+Démonos pues por bien servidos los barranquilleros de 1892 del lisonjero concepto que le mereció a nuestra tierruca y a sus hijos la pluma incisiva del viajero que fue a parar a Riofrío seguramente en busca de tierras apropiadas para el cultivo del banano, industria y negocios de los que se hablaba ya hace cincuenta años y cuyo porvenir entrevieron con clarividencia Santiago Pérez Triana y la familia González Vengoechea, oriunda de Santa Marta, pero establecida en Barranquilla desde hacía veinte años. Porque Evaristo Rivas fue un hombre sincero y franco. No tenía agua en la boca para decir sus verdades, ni tampoco el arte del disimulo para ocultar sus impresiones.
+A esa Barranquilla que evoco y revivo gracias a Camacho Roldán y Rivas Groot volví yo después de mi primer año de estudios universitarios pleno de júbilo y doradas esperanzas. Allí encontré el suave calor del paterno hogar, el cariño de mi numerosa familia, y amistad de los vecinos, la camaradería de los condiscípulos del Colegio Ribón, la noticia de que algunos de ellos se habían empleado en casas de comercio y de que otros se alistaban para emprender viaje a los Estados Unidos y Europa —los hijos de los hombres ricos—, otros pensaban ya en contraer matrimonio y encontré al propio tiempo el mismo pueblo de antes, sano, laborioso, alegre, especialmente a los obreros de la fábrica de mi padre, que se proponían dispensarme la que era para ellos la más cálida muestra de simpatía: que les llevara sus pequeños retoños a la pila bautismal o a recibir del dulce obispo Biffi el sacramento de la confirmación. Estaba seguro de que pasaría muchos días frente a aquella fábrica que era uno de mis más íntimos goces. Dentro de su recinto yo me consideraba hombre hecho y derecho, bajo el peso de grandes responsabilidades. ¡Ah! Si el mundo no hubiera dado tantas vueltas después, si no hubiera equivocado mi vocación, si las dificultades fiscales del departamento de Bolívar no determinaran el establecimiento del monopolio de aguardiente, si mi padre no entrara nuevamente en el torbellino de la política, acaso sería yo hoy, y cuán grande sería mi placer, un modesto fabricante de licores y jabones y en los ratos de ocio el solícito cultivador de la huerta de hortalizas que teníamos en uno de los patios de la fábrica. Allí estaría tranquilo y satisfecho entregado a mi pasión favorita, la lectura. Con avidez me entregué a ella en mis primeras vacaciones, no hubo libro que cayera en mis manos que no leyese desde el título hasta el índice y especialmente me atrajeron entonces los de versos. Devoré a Núñez de Arce, a Campoamor, a Zorrilla, me sorbí el Parnaso colombiano con el prólogo de José Rivas Groot; repasé mis ediciones francesas de Victor Hugo, de Lamartine, de Musset, de Vigny y me hicieron meditar hondamente el Que sais-je? y El mar muerto, de Núñez, por alguna observación que encontré en cierto estudio crítico de don Juan Valera. Y era además que quien anda con la miel algo se le pega. De oírle recitar a mi tocayo Julio N. Galofre sus versos en las horas de recreo en la Universidad Republicana, hermosos ciertamente y muy sentidos varios de ellos, felices imitaciones de los de Salvador Díaz Mirón, y luego encontrar a mi hermano Ernesto en Barranquilla dedicado con toda su alma a trasladar a una leyenda dramática la María de Jorge Isaacs, contribuyeron a que diera de mano serias y enjundiosas lecturas, novelas, cuentos e historias y me tentase el demonio de la vanidad que me preguntaba a menudo «y tú, ¿cuándo pulsarás la lira?». Pero Dios no me llamaba por los floridos caminos que llevan a la cumbre del Parnaso, sino al árido llano de la más pedestre y ramplona prosa. De semejante hartazgo de versos recibí sólo el beneficio de ejercitar la memoria. Todavía recito de un tirón y sin comerme estrofa, «La pesca» y «El idilio» de Núñez de Arce, «El tren expreso» y «El nido», de Campoamor, las más conmovedoras escenas de Don Juan Tenorio, Julia de Gutiérrez González, Todavía de Núñez… La más copiosa antología.
+En los días que corren, cuando Barranquilla ha alcanzado un altísimo nivel de progreso material, cuando desaparece el pajizo poblachón de que hablara Camacho Roldán y puede asegurarse con énfasis que está al presente ya convertida en ciudad moderna; cuando no son ya algunos coches tirados por flacos y pequeños caballos los que cruzan sus calles, sino miles de automóviles de las mejores marcas; cuando sus calles, sin empedrar o cubrir de otro modo, están pavimentadas sólida y científicamente, y no se hunde en la arena hasta el tobillo el pie del caminante y no se levantan en los días de brisa nubes de polvo; cuando tiene teatros y no hay casa medianamente decente que carezca de baño, parece llegado el momento de hacer un sintético análisis de las causas que influyeron decisivamente en el incontenible avance de la ciudad naciente que conocieron Camacho Roldán y Rivas Groot.
+La primera fue, sin lugar a dudas, la que anotó Rivas Groot: la iniciativa de sus vecinos, que para hacer algo en beneficio de la ciudad no se confiaban sólo en las promesas y ayudas oficiales, sino que emprendían la obra concebida, solicitando posteriormente la ayuda oficial y si esta no llegaba o se hacía esperar demasiado, la obra seguía adelante. Barranquilla tuvo siempre un raro privilegio: el de contar no sólo con el amor o la consagración de cuantos en ella nacieron, sino también de cuantos llegaban allí a plantar su tienda. El barranquillero no es egoísta, no mira con recelo y desconfianza a nadie, poseyendo sin embargo un grande espíritu regional y aun nacionalista, no esquiva la colaboración, ni rechaza la iniciativa de nadie si es generosamente prestada y si la encuentra benéfica para el bien común. El míster no fue mirado nunca por los barranquilleros con desvío y mucho menos repugnancia porque tuviera los ojos azules y los cabellos rubios, ni se tuvo el prejuicio de que habría de ser forzosamente un elemento espoliador y abusivo. Nunca encontró, si sabía conducirse, cerradas ni las puertas de la sociedad, ni el alma del pueblo. Muchos de entre ellos llegaron a ser tan populares y tan queridos como los propios y más notables barranquilleros. La ciudad fue absorbiendo y asimilando así a norteamericanos, a ingleses, a alemanes, a italianos, a españoles o venezolanos, a judíos, hasta con la inmigración siria, que comenzó a llegar a principios del siglo, ha sido benévola y acogedora Barranquilla, sabiendo distinguir el elemento indeseable del deseable. Todas las colonias extranjeras, justo es consignarlo, han sabido corresponder a tan cordial acogida. Ninguna, llegado su momento, dejó de contribuir con su óbolo al progreso y engrandecimiento de la ciudad abierta y confiada. La acogida era mucho más efusiva tratándose de los compatriotas de otras regiones del país, especialmente los de la costa Atlántica. Los samarios, muy distinguidos, por cierto, que desde 1870, al inaugurarse el ferrocarril de Barranquilla a Salgar trasladaron la sede principal de sus negocios de la ciudad de Bastidas a la que desconoce el nombre de sus fundadores, que fueron pastores trashumantes, encontraron en esta una segunda tierruca que fue para ellos también una segunda madre. Como la fama del progreso de Barranquilla, de las facilidades y perspectivas que ofrecía como centro de negocios, iba extendiéndose junto con la de la bondad de sus vecinos, que no miraban en el forastero un incómodo intruso fuera extendiéndose, continuó creciendo el aluvión de la inmigración. Los acontecimientos políticos de 1885 llevaron a Barranquilla familias muy respetables de Cartagena de filiación liberal: Baenas, Espriellas, Núñez de Zubiría, etcétera. En tanto que los pudientes de los pueblos circunvecinos trasladaban sus residencias a la capital de la provincia, en donde la vida les prestaba más atractivos y comodidades. Dentro de la población total de Barranquilla, desde el último tercio del siglo pasado, las familias raizales —hablo por supuesto de las prominentes— representan un tanto por ciento muy escaso.
+Sin la pretensión de sentar conclusiones determinadas sobre la conveniencia o inconveniencia de la inmigración judía, simplemente como acto de justicia, debo declarar, seguro de que ningún barranquillero osará desmentirme, que los judíos llegados a nuestra tierruca constituyeron uno de los elementos más apreciables, no sólo de su engrandecimiento material, sino de las buenas y hasta patriarcales costumbres que predominaron en la fisonomía moral de nuestra sociedad. Los judíos que llegaron a Barranquilla procedían de Venezuela, las islas de Curazao y Saint Thomas y Jamaica. Sus apellidos son bien conocidos y se conservan, pues de ellos descienden numerosos vástagos que hoy los llevan muy dignamente: Penha, De Sola, Cortissoz, Correa, Senior, Wolf, etcétera. Esos apellidos están vinculados a todas las obras de progreso de Barranquilla: el acueducto viejo, el primer banco de Barranquilla, las empresas de navegación a vapor por el río Magdalena, las mejores construcciones urbanas de la época, etcétera.
+El judío más prominente en la Barranquilla de 1892 era don David López Penha Junior, por su posición en los grandes negocios, por su inteligencia, por la simpatía que irradiaba de su inquieta personalidad. Director de la Compañía Colombiana de Transportes, miembro de casi todas las juntas directivas de las sociedades anónimas, escritor público admirablemente dotado para la polémica y la crítica literaria, puede decirse sin exageración que no hubo asunto que interesara al progreso cultural y material de Barranquilla en que él no influyera con su consejo y sus vastas influencias. El presidente Núñez lo tenía en grande estimación y fue al único empresario a quien le aceptó un regalo, si no muy valioso, original y llamativo: dos mulas andaluzas exactamente iguales en tamaño y color que tiraban de la berlina del presidente titular. Porque el señor Núñez tenía como regla invariable de conducta privada no aceptar regalos valiosos de nadie, ni aun de sus más íntimos amigos, mucho menos de personas que tuvieran negocios con el Gobierno. La Compañía Colombiana de Transportes fue el primer ensayo de centralización industrial en Colombia y se debió en muchísima parte a la iniciativa y tesonero esfuerzo del genial empresario Cisneros y de David López Penha Junior. Las compañías de navegación a vapor en el río Magdalena eran cuatro: la Internacional, en la que estaban comprometidos capitales holandeses; la Alemana —capitales alemanes—; la United Steam Navegation Company y la del propio señor Cisneros. La competencia las estaba llevando a la ruina, el servicio desmejoraba visiblemente; Cisneros y Penha lograron fusionarlas centralizando el capital representado en barcos, muelles, patios, talleres y material de explotación, y la dirección, que quedó integrada por un triunvirato: Cisneros, Penha y Wessels. En las ausencias del señor Cisneros lo reemplazaba su apoderado general don Vicente Lafaurie. Aquella operación se realizó sin que interviniera la acción oficial y dio magníficos resultados no sólo a las empresas empeñadas en una competencia ruidosa, sino que también para el comercio del país. Fue notoria la mejora en el servicio de transportes.
+El señor Penha era además cónsul de España y los Países Bajos en Barranquilla y desempeñó esos cargos hasta su muerte, que le sorprendió relativamente joven, ocurrida en La Haya en 1893. Fue él un cordial y afectísimo amigo de mi casa, de mi nombre y se me permitirá, por tanto, que le haya consagrado este breve recuerdo.
+Evoco también la grata memoria de otro judío menos brillante que don David López Penha Junior, pero en cambio bueno como el pan bueno, manso y dulce, prototipo del patriarca, a don Samuel de Sola, el rabino de sus correligionarios. Para mí que en los ojos se retratan generalmente las almas de los hombres. En la mirada suave, atrayente, del rabino De Sola se reflejaba una conciencia que jamás debió ser perturbada por tempestades ni borrascas. Conciencia a manera de lago sereno, de aguas claras y diáfanas en las que uno se asoma y puede mirar hasta su fondo. Mantenía el rabino las más deferentes relaciones con monseñor Valiente, sacerdote católico así de bueno como aquel, así de dulce, así de manso. Muchas veces los vi platicar confidencialmente. ¿Qué se dirían esos hombres espejos de santidad, de vidas purísimas, fuentes vivas de amor y de caridad?
+No hay palabras para elogiar y exaltar la labor que realizó monseñor Valiente en Barranquilla de beneficio y prestigio de la religión de nuestros mayores, prestigio venido muy a menos cuando él llegó en 1883 al curato de la parroquia de San Nicolás por la relajación de las costumbres del clero, por la indolencia de este en la propagación de la fe. Encontró el padre Valiente a la iglesia de San Nicolás en ruinas sin ornamentos para el culto, desierta casi en los días de fiesta, pues no acudían a ella sino raros y muy contados fieles. San Nicolás no era ya el templo que exigiera la ciudad pujante, era una iglesia de pobre aldea. El padre Valiente se propuso reconstruirla, ensancharla, embellecerla. De casa en casa, de puerta en puerta acudió solicitando el donativo de los habitantes. Y Barranquilla correspondió generosamente, con una generosidad sin límites al requerimiento del joven sacerdote cuya honestidad resplandecía hasta en los menores detalles de su vida privada. Solicitaba y recibía el dinero de todos: de los judíos, de los protestantes, de sus correligionarios, de conservadores, de liberales, de indiferentes, de las grandes empresas, de los pequeños industriales, del comercio. El milagro fue patente, los trabajos de construcción de San Nicolás no se suspendieron un solo día, ni aun bajo el azote de la guerra civil de 1885 que se hizo sentir tan duramente en Barranquilla.
+Pero no puso límite a su actividad el padre Valiente al terminar la reconstrucción de San Nicolás. La ciudad crecía y se ensanchaba y los nuevos barrios requerían ya templos para el servicio del culto. A él se debe la iglesia del Rosario. Para su construcción sí solicitó y obtuvo auxilios oficiales, del departamento de Bolívar y de la nación, empeñándose para conseguirlos con diputados y representantes. Recuerdo que estando yo en la barra de la Cámara de Representantes en 1892 se discutía en segundo debate un proyecto de auxilio a la iglesia del Rosario, presentado por el representante de Barranquilla, general Diego A. de Castro, y vi y oí cómo un colega suyo tomó la palabra para combatirlo, alegando que cuando le había tocado pasar por Barranquilla en viaje al exterior había podido observar que en Barranquilla nadie iba a misa. Al proyecto lo salvó del fracaso Julio D. Mallarino, que hizo una observación muy sesuda: precisamente para que los fieles vayan a misa se necesita construirles templos decentes y cómodos.
+Monseñor Valiente figura y habrá de figurar en la historia de Barranquilla como uno de los más esforzados artífices de su progreso material y espiritual. Como habrán de figurar también los educadores de su juventud, entre los cuales quiero destacar a don Karl Meisel, director del Colegio Ribón para varones, y a las señoritas Carmen y Tranquilina Santodomingo, hermanas del general Ramón Santodomingo Vila, directoras del Colegio María para mujeres.
+Dejaré a Barranquilla, pues muy frecuentemente volveremos a ella yo y mis lectores, para entrar a Bogotá, a la Bogotá de 1892, y en el segundo año de mis estudios en la Universidad Republicana.
+El 30 de enero de aquel año salí de Barranquilla en el vapor Chile, de la Compañía Colombiana de Transportes. El Chile era un vapor pequeño de poco tonelaje y mínimo calado. El Magdalena, después de las grandes crecidas, tiene periodos de intensa sequía. La crecida de octubre y noviembre de 1891 fue algo excepcional; las aguas subieron hasta la copa de los árboles e inundaron los pueblos, las plantaciones y los potreros. La sequía de febrero hasta abril de 1892 se presentaba con caracteres alarmantes. Precisamente para esas previstas eventualidades había hecho construir el señor Cisneros barcos del tipo del Chile, antiguo Stephenson Clarke, de poco calado y de maquinaria poderosa, tan poderosa que a su empuje los barcos pudieran romper los bancos de arena. Así el servicio de correo y pasajeros no corría el peligro de interrumpirse ni de indefinidas demoras. La pérdida en los fletes de la carga quedaba compensada con la subvención que el Estado concedía a las empresas por el transporte del correo.
+El nivel de las aguas del Magdalena había descendido hasta su extremo límite, pero el Chile venció todas las dificultades e hicimos un viaje relativamente rápido y llegamos al puerto de Yeguas el 8 de febrero. Universitarios de la Republicana salimos sólo en el Chile, Nelson H. Juliao y yo. Otros condiscípulos se nos habían adelantado en el vapor correo del 24 de enero, y no pocos se quedaron para gozar de las fiestas preliminares del carnaval.
+Al llegar a Bogotá, Juliao y yo resolvimos hospedarnos durante los pocos días de solaz que nos proporcionaríamos antes de entrar al internado, en hotel distinto del famoso La Reina, y dando vueltas en el coche que nos trajo de la estación al centro de la ciudad descubrimos en la calle 9.ª uno, no muy caro, con piezas amplias y ventiladas, y su alimentación nos satisfizo desde la primera comida: se llamaba Hotel Cundinamarca y tenía para nosotros la ventaja de estar situado muy cerca de la Universidad Republicana. Si mis recuerdos no me engañan, el Hotel Cundinamarca ocupaba una casa antigua, de dos pisos, en el mismo sitio en donde fue construido después el edificio para la Facultad Nacional de Derecho. Pasamos cuatro días deliciosos en el Cundinamarca, azotando calles, visitando las salas de billares ya conocidas. El Sena, La Cascada y El Leteo, de Aquilino Vanegas, que se mostraba con sus paisanos los costeños muy obsequioso y atento, hasta el punto de abrirnos crédito. En las noches asistíamos a las representaciones del circo Nelson, que actuaba en el amplio solar en donde los señores Echeverri hermanos construyeron después sus residencias. El circo Nelson era entonces algo magnífico, lo mejor que había llegado al país. Contaba con dos equitadoras muy hábiles y sin exageración bellísimas; las hermanas Sofía y Ketty Nelson. Los payasos ingleses, insuperables. La concurrencia siempre numerosísima, muy difícil resultaba encontrar localidades después de las siete de la noche.
+El viaje que hice desde Barranquilla hasta Bogotá con Nelson Juliao y el corto tiempo que pasé junto con él en el Hotel Cundinamarca estrecharon y aquilataron la amistad que tenía con él desde niño, amistad que tenía origen en la de nuestros padres. Nelson era ahijado del mío; como se acostumbraba antes, lo llamaba su padrino. Su padre era el coronel, después general, Abraham H. Juliao, judío de religión, pero casó con una dama católica de familia muy distinguida —la familia Moreno— y naturalmente bautizó y educó a sus hijos como católicos. No sé por qué circunstancias el coronel Juliao llegó a ser un veterano de la guardia colombiana; en la guerra de 1885 él sentó plazas en las fuerzas de Gaitán Obeso. Tal circunstancia no fue motivo para que se quebrantara la amistad personal fundada en vieja camaradería militar que lo unió siempre a mi padre, para quien no dejó de ser su compadre Juliao, el amigo de siempre. A estos vínculos se añadían para afianzar mi amistad con Nelson, una similitud de caracteres. Él era como yo, alegre y optimista, manirroto, generoso a más no poder; un gran corazón que no conoció el torcedor de la envidia. Lo único que nos separaba era su irreductible entusiasmo político. Perdía sentido y cabeza cuando se trataba de que el Partido Liberal reconquistara el poder por medio de las armas. ¡Pobre Nelson! Tomó armas en la guerra civil de 1895, en la de los tres años se embarcó en la noche del 18 de octubre de 1899 en la aventura que debía concluir trágicamente en la batalla naval de Los Obispos el 24 del mismo mes. Allí fue tomado prisionero y mi padre lo puso en libertad tan pronto como llegó a Barranquilla. Volvió a poco a enrolarse en las filas revolucionarias y en 1901 encontró la muerte en el campo de batalla de Carazua. Cuánta vida y cuánta sangre preciosa derrochada inútilmente en nuestras contiendas civiles.
+Derecho Romano, Derecho Español, primer año de Civil, Pruebas Judiciales fueron los cursos en que me matriculé en la Universidad Republicana. No estaría tan agobiado de tareas como el año anterior lo que me indujo a tomar uno de inglés, lengua en la cual andaba muy atrasado. El profesor de Derecho Romano era el doctor Alejo de la Torre, de quien ya he hablado por haberlo sido también antes de Derecho Internacional Público. Para el estudio del Romano sirvióme de mucho el poco latín que había aprendido en el Colegio Ribón de Barranquilla con el profesor Carlos Uttermann, alemán, de los maestros que trajo al país la administración del general Salgar en 1871. Uttermann era un consumado humanista y un políglota; hablaba y escribía correctamente muchas lenguas vivas. En la casa Fergusson Noguera & Cía., de Barranquilla, desempeñaba el puesto de corresponsal extranjero con sueldo muy apreciable. No alcanzo a comprender cómo pueda estudiarse el Derecho Romano a fondo y con provecho sin el conocimiento del latín y en tesis general no concibe el bachillerato sólido sin el estudio de las Humanidades. Grande error el de no haber incluido en el bachillerato que se hacía en la Universidad Republicana el latín dividido en tres cursos.
+Nuestro profesor de Derecho Español fue el doctor Januario Salgar. Exponía con claridad y sencillez y demostraba poseer un profundo conocimiento de la materia y de la Recopilación granadina. Nos hacía una calurosa defensa de ciertas instituciones de origen español como, por ejemplo, las de los resguardos de indígenas. También tenía a su cargo la cátedra de Pruebas Judiciales, en la que daba rienda suelta algunas veces a su vena humorística, presentando ejemplos que nos hacían desternillar de risa. A flor de piel estaba en Salgar el hombre sencillo, bondadoso, curado de las vanidades del mundo y, sin embargo, sardónico y mordaz. Más que modesto, descuidado en su indumentaria; no usaba bastón, paraguas ni zapatones, desafiaba las inclemencias del tiempo. Andaba siempre con las manos entre los bolsillos del pantalón. Era el contraste de su primo el general Eustorgio Salgar, el presidente caballero, quien según decían los que le conocieron, fue uno de los elegantes de su época.
+El profesor de Derecho Civil Primero, doctor Emiliano Restrepo, leía su curso de las seis y media a las siete y media de la mañana y no faltaba a su deber así lloviera, tronara o relampagueara. En sus lecciones exhibía su dilatada práctica de abogado, de conocedor de todos los vericuetos, escapes y aparentes contradicciones del Derecho Civil. Estaba ya bastante entrado en años en 1892 y en cuantos conocíamos un poco la historia política de Colombia, la presencia de aquel viejo alto, fornido pero ya cargado de espaldas, nos traía a la memoria el nombre del gran general don Tomás Cipriano Mosquera, quien no se quitaba jamás el sobretodo para dictar sus conferencias.
+Al iniciarme en el estudio del Derecho Positivo tuve la impresión súbita, pero certera, de que yo había errado mi vocación, no había nacido para la jurisprudencia y muchísimo menos para llegar a ser siquiera un mediano abogado. El Código me asfixiaba. Los artículos y parágrafos se escapaban de mi memoria. No les encontraba vida, calor ni animación.
+Me interesaba más el estudio del inglés y le tomé simpatía al profesor don César C. Guzmán, simpatía que pocos años después se convirtió en una cordial amistad, al calor de suculentos almuerzos a que él me invitaba con alguna frecuencia, pues conocida era su fama de exquisito gourmet y de excelente cocinero.
+Cuando se inician las tareas de un nuevo año de estudios y de internado es interesante pasar revista a los condiscípulos del año anterior. Se indaga por el paradero de los que no han ingresado todavía y no falta quien informe si han pasado a otro instituto, si se quedaron en sus pueblos o si no tardarán en llegar. Muy pequeñas eran las variaciones de personal entre el año inmediatamente anterior y el de 1892. Los barranquilleros de la Universidad Republicana éramos los mismos, faltaban sólo Julio C. Molinares y Guillermo y Andrés Salcedo Campo. El primero había ingresado al Liceo Mercantil, del doctor Manuel Antonio Rueda; allá lo llevó su vocación para el comercio. Guillermo y Andrés Salcedo Campo no volvieron a Bogotá. En cambio, teníamos un nuevo barranquillero; a Emilio Noguera, hijo de don Pedro Noguera, socio de la casa Fergusson Noguera & Cía., de Barranquilla y Bogotá, y sobrino de don Francisco Noguera, jefe de la firma en todo el país y en la capital de la república. Fergusson Noguera & Cía. fue hasta principios del presente siglo la casa de banca y comisiones, si no de mayor capital, sí la de más extenso y sólido crédito y la que movía un mayor volumen de negocios. Su buena reputación se extendía hasta los centros financieros del exterior. El viajero que llevara en su cartera un giro con la firma de Fergusson Noguera & Cía. podía tener la seguridad de que contaba con un valor inmediatamente descontable, así fuera a 60 o 90 días vista. Don Pedro Noguera y su mujer, doña María R. de Noguera, eran nuestros vecinos en Barranquilla; más que buenos vecinos, excelentes vecinos. Don Pedro no faltaba nunca a la tertulia de mi casa, que comenzaba a las siete de la noche y terminaba invariablemente a las nueve. Y yo que me había convertido en propagandista de la Universidad Republicana creo haber tenido mucha parte en su resolución de escogerla para los estudios de su hijo menor. Los mayores, Joaquín y Pedro, se habían educado en Alemania, pero al regresar del Viejo Mundo un síncope cardiaco cortó la vida del segundo en plena travesía y su cadáver fue arrojado al mar. Esta dolorosa tragedia hizo desistir al matrimonio Noguera de un nuevo ensayo de educación ultramarina para sus hijos. Así don Pedro como doña María eran de corpulenta talla y la prole salió del mismo talante. No alcanzaría a los catorce años de su edad Emilio cuando llegó a la Republicana, y creo que sólo le sobrepasaba en longitud Antonio Ramírez, y a la longitud correspondía el volumen. Un muchacho gordo, mas no de carnes flojas y grasosas, que exigía para mantenerse en este estado una alimentación abundante, o para mejor decir, una superalimentación. Como era de preverse, con la del internado comenzaron a decaer las fuerzas de Emilio. Aun cuando él se ayudaba con copiosos «comisos» de que se proveía los domingos en la tarde, su decaimiento aumentaba y debió él así avisárselo a sus padres, quienes resolvieron el problema ordenando que al muchacho se le diera doble alimentación: doble sopa, doble «seco» y doble «melao», con sus correspondientes panes. Es decir, que se pagara doble pensión. La primera vez que se sirvió a Emilio desayuno y almuerzo doble, hubo en el refectorio murmuración, casi ruidosa protesta. El doctor Iregui tuvo que explicar a la comunidad que el alumno Noguera necesitaba por su constitución de alimentarse abundantemente y pagaba desde ese momento doble pensión. Para mí aquello fue un alivio, pues yo me sentía casi responsable de la vida de Emilio Noguera que era, por lo demás, un sujeto de envidiables prendas: bondadoso, como lo son generalmente todos los hombres altos y robustos; generoso, inteligente y hábil en las faenas del comercio. Tenía hermosa letra. Murió joven y así mueren por lo común quienes imponen demasiado ejercicio a los órganos digestivos.
+No puedo precisar con exactitud si fue en 1892 o el año siguiente cuando ingresaron a la Universidad Republicana en calidad de internos Ruperto Aya y Liborio Cuéllar Durán. Presumo que Ruperto cuando entró de interno no era un adolescente, porque exhibía ya una florida barba negra y hablaba de cosas y aventuras de quien ha conocido y corrido el mundo. Les prestaba más atención a los códigos que a las ciencias sociales y políticas. Probablemente en tal predilección les tomó afición a los litigios. Poco ha cambiado de entonces a hoy físicamente Liborio Cuéllar. Hoy son plateados sus cabellos, blancura prematura porque hace mucho tiempo se los veo así. Imberbe casi, muy moreno y de esbelta estatura. Era en la universidad el compañero inseparable de Ruperto Aya. Si me llevaran vendado al primer patio de la casona que ocupó la Universidad Republicana podría yo señalar dónde estaba colocado el banco en que se sentaban durante las horas de recreo Aya, Cuéllar y Luis María Terán —alumno asistente— a conversar animadamente sobre las gentes y sucesos de Bogotá, particularmente sociales. Oyéndolos hablar pude tomar una visión rápida de quiénes constituían entonces el núcleo principal de la sociedad elegante y rica de la capital. Liborio se mostraba siempre suave, discreto y de una perfecta educación.
+Otro condiscípulo de aquel año de 1892 que no olvido, que ya emprendió el misterioso viaje, es a Ismael Noguera Conde, oriundo de Santa Marta, con quien estudiaba la lección de Código Civil. Él sí había nacido para abogado, él sí sabía infundirle vida, no tanto como el profesor Emiliano Restrepo, pero sí bastante, a los artículos y parágrafos, y oyéndolo para mis adentros decía yo: si alguna vez, andando el tiempo, tengo un pleito y a Ismael a la mano, lo tomo de abogado.
+Por lo demás, la vida de la Universidad Republicana corría feliz y tranquila. No tenía problemas, ni siquiera el de las pugnas regionales entre sus numerosos alumnos. La faz taciturna y austera de José Herrera Olarte continuaba presidiendo nuestro hogar espiritual y nos infundía a todos respeto y admiración. A su iniciativa los alumnos de las facultades superiores fundamos una sociedad literaria y de controversia política y filosófica con el nombre de Santander. El centenario del natalicio del prócer se acercaba; caía en el sábado 2 de abril. Teníamos reuniones todas las vísperas de fiestas de siete a ocho de la noche. Tuve el honor de ser aclamado por la Sociedad para que llevara en nombre de la Universidad la palabra ante la estatua del Hombre de las Leyes en el momento de depositar nuestra ofrenda floral el sábado dos de abril. Tenía algunas disposiciones para la oratoria; voz fuerte y bien timbrada, con extensa gama de modulaciones, acción ajustada a la palabra. Aquella fue la primera vez que hablé ante un público numeroso y el demonio de mi vanidad, que siempre ha sido muy chiquito, quedó, no obstante, muy satisfecho. Todavía viven quienes recuerdan la primicia de mi oratoria.
+Fueron muy sobrios, pero muy solemnes los actos con que se conmemoró el centenario de Santander para los cuales se constituyó una junta organizadora integrada por el doctor Salvador Camacho Roldán, que la presidió, y los señores Jorge Holguín, Carlos Martínez Silva, general Leonardo Canal y don Roberto Suárez.
+Nuestros dos grandes partidos políticos se asociaron así en el homenaje a uno de los fundadores de la patria soberana e independiente. Y el Gobierno no fue indiferente al homenaje. Ministros de Estado, el gobernador de Cundinamarca, el general Antonio B. Cuervo, fueron en peregrinación hasta el cementerio a presenciar la exhumación de los restos del general Santander. Allí pronunció su soberbia oración el doctor Camacho Roldán, que fue a poco reimpresa por El Porvenir de Cartagena, con comentarios muy elogiosos de la pluma del presidente titular señor Núñez. Encuentro ahora en una colección de El Correo Nacional la siguiente carta del presidente Carlos Holguín al doctor Camacho Roldán:
+Bogotá, abril 8: 1892
+Señor doctor don Salvador Camacho Roldán, presidente de la Junta del Centenario de Santander. —
+Presente.
+Muy señor mío:
+La atenta nota de usted, de fecha 30 de marzo, en la cual me invita usted a tomar parte en la celebración del centenario del general Santander, no ha llegado sino hasta hoy a mis manos. Enviada a Suesca, junto con varios documentos oficiales, no llegó allá, por un retardo que no me explico sino cuando yo estaba de regreso en esta ciudad, y hoy es cuando me ha sido devuelta de aquel lugar. Yo sabía que la junta había invitado al Gobierno de una manera general, pero no tenía noticia de la nota particular de usted, y a esto se debe que no le hubiera dado oportuna contestación.
+Por lo demás, inútil me parece manifestar a usted cuánto he sentido que circunstancias ajenas a mi voluntad me hubieran impedido tomar parte en la celebración de un acto histórico tan importante como aquel con el cual se conmemoró el primer centenario del ilustre prócer general Santander.
+Con sentimientos de consideración, queda de usted atento y seguro servidor,
+CARLOS HOLGUÍN
+El Correo Nacional comentó así la carta del señor Holguín: «El señor Camacho Roldán ha recordado con este motivo que, cuando en el año pasado se inició la idea de este centenario se dijo, en la creencia equivocada de que el general Santander había nacido el diez de abril, que esta fecha sería la conmemorada. Probablemente a este error —corregido después por el encuentro de la fe de bautismo— se debe la tardanza que el señor presidente Holguín deplora en regresar a esta ciudad en tiempo oportuno para concurrir, como había manifestado desear hacerlo. El señor Jorge Holguín, su hermano, fue uno de los iniciadores del pensamiento de este aniversario, en el cual tomó parte como contribuyente y como miembro de la junta». (El Correo Nacional, Bogotá, jueves 21 de abril de 1892, número 468).
+NOVEDADES Y ATRACCIONES DE BOGOTÁ EN 1892 — UNA INSUPERABLE COMPAÑÍA CÓMICO-DRAMÁTICA — LOS REZANDEROS HIPÓCRITAS Y EL TEATRO FRANCÉS — EL DEBUT DE CACHETA — EL SOLDADO DE LEÓN GÓMEZ — ROBLES EN LA CÁMARA DE REPRESENTANTES — EL ÚLTIMO MENSAJE DEL PRESIDENTE HOLGUÍN
+PARA EL UNIVERSITARIO DE provincias, la capital de la República ofrecía en 1892 interesantes atractivos y novedades. El Domingo de Resurrección, 17 de abril, se presentaría por primera vez en palco escénico del Teatro Municipal la compañía española cómico-dramática que contrató en Madrid el señor Enrique Gracia. Estaba dirigida por el primer actor Luis Amato y venía precedida de muy buena fama. El 20 de julio se instalarían las cámaras legislativas; la de representantes en el Salón de Grados, frente al Palacio de San Carlos, y la de senadores en el Capitolio, en el segundo piso. El 7 de agosto tomaría posesión ante el Congreso de la Presidencia de la República el vicepresidente elegido don Miguel Antonio Caro. El 12 de octubre se conmemoraría el cuarto centenario del descubrimiento de América. Tendríamos también temporada taurina: hacíase calurosa propaganda al primer espada contratado, Leandro Sánchez, alias Cacheta. Como se ve, el programa de esparcimientos y diversiones era variado y novedoso. Había para todos los gustos y aficiones; para el estudiante acomodado y para el que no tuviera blanca en el bolsillo.
+No hubo hipérbole en las alabanzas que se hacían de la compañía Amato antes de conocerla. El Correo Nacional del martes 19 de abril, al dar cuenta del estreno de la compañía, decía así:
+«Hizo su estreno el domingo último con la pieza anunciada, cuyo argumento conocen ya nuestros lectores.
+«La concurrencia fue extraordinaria, tanto de caballeros como de señoras: el patio y los palcos estaban colmados.
+«Viva ansiedad se notaba por saber si la compañía correspondía realmente a los elogios que de ella habían hecho. Desde las primeras escenas de la comedia, la curiosidad quedó satisfecha, y en la conciencia de todos estaba que en nuestro teatro no había habido antes compañía alguna dramática superior a la que empezaba a funcionar. Recordamos muy bien la de la señora Romeral de Iroba, que tan gratas impresiones dejó en esta capital. Y ni esa compañía puede compararse con esta, que ha asegurado de un golpe definitivamente las simpatías del público bogotano. La señora Carmen Valero, que llevó el primer papel femenino, es actriz consumada: tiene voz dulce, maneras distinguidas, volubilidad y gracia inimitables y naturalidad perfecta. El señor Amato está en la escena como en su casa. Habla, se mueve, gesticula, ríe y hasta llora como un caballero educado que no se preocupa para nada de la presencia del público. Lo propio podemos decir del señor Alcón y del joven Olona, que tiene vis comica y talento especial para papeles como el que le tocó desempeñar el domingo. Todas las demás señoras que salieron a la escena con papeles secundarios comprobaron estar a la altura de la compañía como partes muy armónicas de ella.
+«Es justo hacer mención particular del señor La Rosa, quien desempeñó el papel de garçon de restaurante en el último acto de la pieza. Ese es tipo acabado de los individuos de su clase. Su vestido, sus ademanes, su corte de barba, su interesada amabilidad, su discreción, todo indica que ha observado y estudiado muy de cerca a los mozos de los grandes restaurantes en París y en Nueva York. Y luego la cena fue auténtica: la sopa fue sopa, las chuletas chuletas, la ensalada ensalada. Los actores comieron y bebieron de veras, cosa vista por primera vez en nuestro teatro.
+«El entusiasmo del público fue extraordinario: los actores fueron llamados muchas veces a la escena, y al señor don Enrique Gracia le tocó también su parte en la ovación, muy merecida por el esmero con que supo escoger el personal de la compañía.
+«La comedia Divorciémonos es graciosísima y de grande alcance moral, como que tiene por objeto demostrar que el divorcio es contrario a la naturaleza misma del matrimonio y a los más hondos sentimientos del corazón humano. En toda ella domina aquella ligereza, aquel esprit juguetón y travieso propio del pueblo francés, que redime con su espiritualidad y agudeza muchos defectos de otro orden.
+«En toda la citada comedia no advertimos una sola frase que lastime el pudor; lo que no impidió que ciertos asistentes al patio se rieran y aplaudieran con socarronería maliciosa algunos pasajes, como para dar a entender que ellos sí entendían el sentido recóndito y secreto que se escapa a la parte femenina de la concurrencia. Esta costumbre vulgar y grosera es la causa de que muchas piezas dramáticas sean miradas con sospecha por los padres de familia, cuidadosos, como deben serlo, de lo que ofenda el pudor de sus hijas. La expresión más inocente, subrayada así con la risita y la furtiva mirada hacia los palcos, se convierte en una abominación. Nos atreveríamos a suplicar a estos caballeretes, que quieran darlas de muy agudos y de muy sabidos en cosas del mundo, y que probablemente es la primera vez que pisan el recinto de un teatro, que guarden sus expresivos comentarios para la hora de la cena en el figón.
+«Concluimos felicitando muy cordial y calurosamente a la compañía por el triunfo alcanzado en la noche del domingo, y a la sociedad bogotana por contar hoy con un elemento de distracción, que lo es a la vez de cultura y de educación».
+El buen gusto del público bogotano acogió con entusiasmo el nuevo estilo de teatro que nos traía la compañía Amato: la naturalidad en la declamación y en la acción, las comedias y los dramas franceses inspirados en la realidad de la vida. Le había pasado ya la época a los dramas de don José Echegaray. Tan cierto que para la segunda presentación de la compañía fue escogida la obra del genial autor español, Vida alegre y muerte triste, y la inteligente concurrencia la recibió con frialdad. Aun cuando el municipal durante la temporada estuvo casi siempre colmado, los grandes llenos se registraron en las obras francesas: Odette, Frou-Frou, Demi-Monde, Andrea, etcétera, y las nuevas comedias españolas de don Ceferino Palencia. Naturalmente que los rezanderos hipócritas pusieron los gritos en el cielo para protestar contra la inmoralidad del tesoro francés, pero no les hicieron caso los miembros de la junta de censura que la constituían los señores don Carlos Martínez Silva, don José Manuel Marroquín y don Jorge Roa, designados por la Gobernación del departamento de Cundinamarca.
+Un decreto del alcalde de Bogotá, don Higinio Cualla, impuso a las compañías cómico-dramáticas que actuaran en los teatros de Bogotá la obligación de representar dos obras, por lo menos, de autores nacionales, si estos las presentaban oportunamente para su ensayo. En cumplimiento del decreto, la compañía Amato llevó a la escena El soldado, drama en verso de Adolfo León Gómez. Obra de tesis porque estaba destinada a combatir el bárbaro e inicuo sistema del reclutamiento forzoso que databa de tiempo casi inmemorial. Sin embargo, el público que asistió al estreno de El soldado aplaudió furiosamente, creyendo encontrar en el drama mismo y en algunas escenas particularmente alusiones y diatribas contra el régimen político imperante. Por orden de la Gobernación de Cundinamarca se prohibió representar nuevamente El soldado, que, impreso en folleto por su autor, se agotó rápidamente, demostrándose así una vez más los efectos inesperados y sorpresivos de la Anastasia.
+En las cámaras legislativas que iban a reunirse el 20 de julio, tenían el mayor número de sillas los nacionalistas y despertaban en todo el país, una viva, anhelosa curiosidad. La de Representantes, se renovaba totalmente, al terminar el periodo de la que fue elegida para el periodo constitucional comprendido entre 1888 y el 20 de julio de 1892. La de Senadores se renovaba parcialmente, pues las asambleas departamentales elegirían nueve senadores. Hubo pues en 1892 elecciones populares para elegir diputados a las asambleas departamentales y miembros de la Cámara de Representantes. Se llevaron a cabo dentro de la mayor tranquilidad y orden. El liberalismo se abstuvo de concurrir a las urnas en casi todas las secciones de la República, mas obtuvo un espléndido triunfo en la circunscripción de Medellín con el nombre del doctor Luis A. Robles. En las otras circunscripciones del departamento de Antioquia obtuvieron gran mayoría los fieles amigos del general Marceliano Vélez y alcanzaron a ganar un no despreciable número de sillas los nacionalistas, o sea, los amigos del vicepresidente electo, señor Caro.
+Como ocurre siempre y ocurrirá Dios sabe hasta cuándo, las ambiciones electorales amenazaron sembrar la discordia y la división en el Partido Nacional triunfante. Los candidatos y los autocandidatos para diputados y representantes eran numerosísimos y hubo de constituirse una junta que se llamó Junta Electoral Núñez-Caro, integrada por los señores Leonardo Canal, José Domingo Ospina Camacho y Felipe F. Paúl, para que pusiera orden en el cotarro y sofrenara a los impacientes y ambiciosos. Estos eminentes ciudadanos acordaron que los candidatos deberían ser designados por juntas de delegados de las provincias. No bastó tal providencia para restablecer la unidad de acción y pensamiento en la colectividad victoriosa y la Junta Central tuvo que acudir a un árbitro supremo; al propio vicepresidente electo, quien en carta pública refrendó los poderes y autoridad de la Junta Central y de la cual destaco los siguientes párrafos:
+«Presentarnos divididos equivale a abandonar el campo en las elecciones de mayo, por querellas domésticas, emulaciones mezquinas, o por quejas contra algún funcionario público, sería constituir al magistrado electo en domador de fieras, exponer a serios peligros los grandes intereses de la paz, la seguridad y el progreso nacional, y en una palabra, hacer traición a la causa.
+«Unidos debemos concurrir a las urnas si los elementos hostiles al régimen regenerador hubieren de confabularse para disputar la elección, y con mayor razón debemos presentarnos unidos si aquellos elementos se abstienen de votar, porque la política de abstención, fundada en fútiles pretextos no tiene otro verdadero objeto que promover una división en nuestro campo, fomentar las pasiones de los descontentos para hacer de ellos abogados de vanguardia de la causa contraria, y explotar oportunamente semejante situación.
+«He declarado que no recomendaré personas determinadas para representantes, pero no significa eso que haya de abstenerme de emitir concepto sobre sucesos, procedimientos e incidentes que interesan a la marcha de la política general».
+La instalación de las cámaras hasta el año de 1904 era un acto que revestía gran solemnidad. Los senadores y representantes asistían en traje de rigurosa etiqueta: frac, corbata y guantes blancos, zapatos de charol y sombrero de copa. Igual indumentaria el presidente de la República y los ministros de Estado. Muy difícil resultaba obtener boletas de entrada aun para las tribunas destinadas al grueso público. Yo pude hacerme a una el 20 de julio de 1892 para la Cámara de Representantes porque me la dio mi cuñado el general Diego A. de Castro, representante por la circunscripción de Barranquilla. En la barra había tal cantidad de gente y tan apretujada que hacía en el recinto un calor momposino. La gran mayoría la constituíamos los estudiantes liberales que teníamos preparada una formidable ovación al doctor Robles en el momento de su entrada al recinto de las sesiones. La prudencia y la modestia del único vocero del liberalismo en la cámara defraudó nuestro propósito. Él se encontraba allí, sentado en la silla que había escogido, antes de que comenzaran a entrar las barras, abstraído, o fingiendo estarlo, en la lectura de un folleto que encontró sobre su pupitre. ¡Cuán atrayente y simpática la fisonomía y el porte del doctor Robles! Aun en la raza negra existen tipos finos y distinguidos. Y el doctor Robles era uno de ellos. Su cabeza, su nariz, sus labios, su boca en nada diferían de los del hombre blanco. De proporcionada estatura, fornido, al caminar se advertía que era lo que vulgarmente se llama «curvo». Curvo de piernas, como el doctor Laureano Gómez. Con la boca y los labios hacía un gesto muy suyo, casi permanente, como el de quien está probando algo que no le gusta a su paladar. En las fuertes emociones, el color de ébano de su rostro se trocaba en lívida palidez. Palideció en el momento en que tocóle el turno de ser llamado a lista, pues entonces estalló en aplausos y aclamaciones la barra estudiantil. El presidente de la junta preparatoria de la cámara, doctor Miguel Abadía Méndez, agitó la campanilla nerviosamente y suplicó orden y compostura: entretanto yo me preguntaba mentalmente de qué artes, intrigas o cábalas se habían valido mis compañeros para encontrarse allí. Un cómico incidente provocó general hilaridad y colosal carcajada.
+El representante Manuel García Padilla, caballero por cierto muy respetable y acaudalado, al despojarse del gabán, se despojó también del frac involuntariamente, sobra decirlo, y se quedó en mangas de camisa. Se designó comisión para avisar al presidente de la República que la cámara estaba reunida en sesión preparatoria. Como el Palacio de San Carlos, residencia entonces del jefe de Estado, está en frente del Salón de Grados, pocos minutos después entró al recinto el excelentísimo señor doctor Carlos Holguín acompañado de su ministerio. Apuesta y arrogante figura la de Holguín, en traje de etiqueta, cruzado el pecho por la banda tricolor. Fue recibido con urbanidad y respeto por las barras. Cuantas veces me detengo frente al retrato de Carlos Holguín, obra maestra del pintor Garay, encuentro en el lienzo un impresionante parecido con el modelo. De la tela semeja desprenderse el hombre y finge la imaginación oír su palabra armoniosa y cálida. Recuerdo perfectamente que el doctor Holguín dijo apenas esto: «Declaro constitucionalmente instaladas las sesiones de la Cámara de Representantes en la legislatura que hoy comienza y presento a todos los honorables representantes cordial y patriótico saludo, deseando a quienes no residen habitualmente en la capital de la república una grata estadía en ella. El señor ministro de Gobierno presentará a la cámara el mensaje que dirijo al Congreso». El ministro de Gobierno, doctor Evaristo Delgado, pidió seguidamente la palabra para presentar el mensaje. El doctor Holguín bajó del solio después de estrechar la mano del presidente provisional de la cámara y antes de retirarse hizo una elegante venia hacia la derecha y hacia la izquierda. Ciertamente aquel gran señor, como de él dijo Núñez, tenía puntas de lord. Las cornetas y los tambores anunciaron que el jefe del Estado se dirigía a instalar la cámara del Senado que funcionaba en el Capitolio Nacional.
+La elección de dignatarios de la cámara dio el siguiente resultado: para presidente, don Primitivo Crespo; para primer vicepresidente, José María González Valencia, en competencia con Adriano Tribín, y segundo vicepresidente Ignacio Sampedro, en competencia con Isaías Luján; secretario Miguel A. Peñarredonda. El Senado eligió presidente a Jorge Holguín, vicepresidente a José del Carmen Villa y secretario a Enrique de Narváez. Don Jorge Holguín daría, pues, posesión de la presidencia de la República el 7 de agosto al vicepresidente don Miguel Antonio Caro.
+Las vacaciones del mes de julio me permitirían asistir asiduamente a las sesiones de la Cámara de Representantes. Los universitarios liberales suponíamos que íbamos a presenciar debates encendidos y tormentosos; nuestra inexperiencia política nos hacía suponer que el doctor Robles iba a cada «triquitraque» a pronunciar elocuentísimos y vehementes discursos, a consignar protestas contra el régimen. Y tales suposiciones o conjeturas resultaron a la postre muy distantes de la realidad. El doctor Robles era temperamentalmente un hombre frío y sereno; no se forjó la ilusión de que él solo, por arrollador que fuese el poder de su palabra, iba, cual nuevo Sansón, a dar en tierra con las columnas del templo del régimen. El doctor Robles tenía el sentido de la medida, de las proporciones, y no empeñó batallas para experimentar después la amarga desilusión de la derrota. Yo no lo vi ardiente y exaltado sino en una sola ocasión: cuando el ministro del Tesoro del señor Caro, doctor Carlos Calderón Reyes, anunció en la cámara que si esta nombraba una comisión para visitar el Banco Nacional, la comisión sería recibida con las puntas de las bayonetas.
+La primera oportunidad que tuvo el doctor Robles para demostrar su savoir-faire, su moderación, fue al día siguiente no más de la instalación de la cámara el 21 de julio. Terminada la lectura del mensaje del presidente Holguín, que fue en la forma y en el fondo no sólo un papel de Estado, sino un documento político, de propia defensa y de defensa de la administración que él presidió e iba a finalizar, el representante Gerardo Pulecio propuso que la cámara nombrara una comisión para contestarlo. El doctor Robles pidió la palabra para adicionar la proposición y la adición fue la siguiente: «La cámara suplica a la comisión que se encargue de contestar el mensaje presidencial, que al hacerlo tenga en cuenta que los poderes públicos son representantes de la nación, y no de ninguno de sus partidos políticos, y que, en consecuencia, limite la respuesta a los asuntos de administración pública en el lenguaje sereno y severo que corresponde a la dignidad de la cámara». Enorme sensación en las barras; creímos que se empeñaba ya la batalla. Pero el apasionante espectáculo se nos esfumó en un santiamén. El doctor Carlos Martínez Silva, viejo lobo en el mar de la política, pidió la palabra para manifestar que no siendo costumbre contestar esta clase de documentos creía mejor que la cámara se abstuviera de dar su aprobación tanto a la proposición principal —de Pulecio—, como a la adición —de Robles—, como que no juzgaba conveniente principiar las sesiones con una discusión política que, sin duda, pasaría a un terreno ardiente y de la cual no sacarían ningún fruto. El doctor Robles sustentó su proposición en términos respetuosos y prudentes, y terminó diciendo que creía que lo mejor sería, como lo había dicho el doctor Martínez Silva, no aprobar la proposición principal, pues en caso de hacerlo sería inevitable la polémica. Todo terminó con la votación que fue secreta. La adición de Robles fue negada por cuarenta balotas negras contra siete blancas y la principal corrió igual suerte por veintinueve balotas negras contra siete blancas. Inmediatamente después, la cámara se dedicó a elegir comisiones y secretario auxiliar. La barra se dispersó desencantada.
+Han pasado cincuenta años, he leído muchas veces, y acabo de repasarlo ahora, el mensaje del presidente Holguín que fue acremente censurado por su tono y estilo polémico, así en la prensa liberal como en la prensa conservadora velista, y séame permitido dar mi opinión personal sobre ese memorable documento. En naciones de avanzada y sólida cultura política se considera casi siempre al jefe del Estado por sobre las luchas de los partidos, y es muy raro que su nombre sea llevado y traído en los debates parlamentarios y en los de prensa. Y ello pasa así no sólo dentro de los regímenes parlamentarios sino también de los representativos. Desgraciadamente en nuestras incipientes democracias, el Gobierno, para el grueso público y para las gentes instruidas, lo constituye exclusivamente el presidente de la República, a quien se convierte en el blanco de todos los ataques, de todas las críticas y censuras. Cuando se trata de hacerlo, los ministros pasan a segundo plano, desaparecen y se convierten en convidados de piedra. Tal táctica durante el régimen de la irresponsabilidad presidencial era notoriamente descartada e inconveniente. Siendo los ministros los responsables ante la opinión y ante las cámaras de los actos inconstitucionales, ilegales o irregulares, lo natural y lógico hubiera sido enderezar ataques, críticas y censuras al Gobierno en abstracto, que según la Constitución lo forman el presidente de la República y el ministro respectivo. Pero en el último año de la administración Holguín, la prensa de oposición no dio alivio ni cuartel al presidente; lo trató cual no digan dueñas con saña, con impertinencia, sin dejarlo ni a sol ni a sombra. Si no justificable, es muy explicable que un luchador político del temperamento combativo de don Carlos Holguín, arrojado y valiente, se aprovechara de la oportunidad que le presentaba su último mensaje, para iniciar un contraataque sobre sus adversarios de todos los matices y pelambres. Sería de desearse, ciertamente, que de los mensajes presidenciales estuvieran ausentes el tono polémico y la controversia política y se limitasen a lo que la Constitución ordena: un sintético resumen de la marcha de la administración pública. Pero ya he dicho que el hombre público no sale de los coros de arcángeles y de serafines; es el hombre con todas sus pasiones y sus sentimientos, con el sentido de su decoro, con el celo por su dignidad y su buen nombre. La defensa es la consecuencia del ataque tanto más apasionada aquella cuanto haya sido de vigoroso este.
+El revuelo que produjo el mensaje del presidente Holguín lo hizo cesar por ensalmo un editorial de El Correo Nacional, en que el doctor Carlos Martínez Silva puso con su habitual maestría los puntos sobre las íes. El eminente publicista examinó por su aspecto constitucional aquel documento y conceptuó que los mensajes presidenciales sin la firma de un ministro o de todos los ministros no eran un mensaje del Gobierno y que correlativamente las cámaras no estaban facultadas para contestarlos, pues el artículo 103 de la Constitución de 1886, al enumerarlas taxativamente, dice así en su inciso Quinto: «Contestar, o abstenerse de hacerlo a los mensajes del Gobierno». Y el 59 del mismo estatuto reza así: «El presidente y los ministros, y en cada negocio particular el presidente con el ministro respectivo del ramo, constituyen el Gobierno». El doctor Martínez Silva terminaba su editorial con estas palabras: «Se comprende que un mensaje del Gobierno, sobre punto determinado, requiera en ciertos casos contestación de las cámaras, para preparar el terreno a la expedición de una ley o para fijar reglas de conducta en circunstancias difíciles. Los mensajes o informes generales del presidente al Congreso no están, ni pueden estar en este caso».
+Por lo demás, la legislatura de 1892 no fue después del incidente a que vengo a referirme, la administración Holguín que terminó el 7 de agosto, motivo de debates y ni por asomos de actos de fiscalización o severo análisis.
+La oposición al régimen tenía en la Cámara de Representantes no sólo como vocero a Robles, sino también al pequeño y seleccionado grupo de los conservadores velistas que había elegido el departamento de Antioquia, integrado por Pedro Nel Ospina, Francisco de P. Muñoz, Ramón Arango, Juan Clímaco Arbeláez y Rufino Gutiérrez, quienes acompañaron al vocero liberal en los debates y la votación de proyectos de ley de capital importancia de los que hablaré ahora.
+LAS COSTUMBRES ELECTORALES DE ANTIOQUIA — DOS INTERVENCIONES DE ROBLES EN LA CÁMARA — UN CONDISCÍPULO FURIOSO PORQUE ROBLES NO PRONUNCIABA DISCURSOS CALIENTES — EL DISCURSO DE DON JORGE HOLGUÍN COMO PRESIDENTE DEL CONGRESO, AL POSESIONARSE DON MIGUEL ANTONIO — LA RESPUESTA DE ESTE.
+ERA, COMO SE HA VISTO POR LA nómina, una representación de lujo la que mandaba a la cámara el velismo antioqueño y dentro de ella destacábase la figura de Pedro Nel Ospina, en el vigor de la juventud, pues llegaba entonces a los treinta y cuatro años de su edad. Sin mayor esfuerzo comprendíase que la diputación velista lo consideraba su jefe y dentro de ella aun los mayores de edad, pues en los momentos de las votaciones de importancia rodeaban la curul de Ospina para consultarle. Ya diré un poco adelante la circunstancia que me permitió conocerlo y tratarlo personalmente en aquel año de 1892. Él se hospedaba en el hotel de la señora Bawden, frente a la iglesia de La Capuchina (San José), en la casa de tres pisos que aún existe sin modificación alguna. Allí se hospedaban también el empresario Cisneros y mi cuñado el general Diego A. de Castro. El hotel, o más bien pensión, de la señora Bawden era de lo más serio y distinguido que había aquí en aquel tiempo. Se almorzaba y comía a horas fijas: las doce del día y las seis de la tarde.
+La presencia en la cámara de una representación velista y la elección del doctor Robles por la circunscripción de Medellín eran nueva prueba de que en Antioquia ayer, como hoy, las costumbres electorales son modelo de pulcritud y honradez, de que el sufragio de los ciudadanos es respetado sea cual fuere la filiación política de quienes lo emiten. De que en Antioquia no se cometen los escandalosos fraudes y se ejecutan las vergonzosas maniobras que tanto amenguan y desprestigian a otras secciones de la República. Esto permite a Antioquia traer al Congreso selectas diputaciones, porque si era de lujo la representación velista en la legislatura de 1892, también lo era la carista, en la que se distinguían el afamado civilista Fernando Vélez y Pío Claudio Gutiérrez.
+La segunda intervención del doctor Robles fue la de presentar en la sesión del 26 de julio un proyecto por el cual se destinaba la suma de $ 6.000 para comprar ejemplares de los volúmenes que fueran saliendo del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de don Rufino J. Cuervo, que fue aprobado por unanimidad en votación secreta. En tanto que la diputación velista presentaba proyectos de carácter político como uno de ley de imprenta de Francisco P. Muñoz y otro de este mismo derogando todos los artículos transitorios de la Constitución del 86, era notorio que el doctor Robles esquivaba debates ardientes. Y ahora me explico perfectamente esta actitud suya. Iba a inaugurarse una nueva administración ejecutiva y Robles esperaba conocer la política y los rumbos de ella. Si bien es cierto que el 29 de julio presentó un proyecto para que los desterrados o confinados por motivos políticos pudieran volver a sus respectivos domicilios. Habiendo sido interrogado sobre cuáles eran estos desterrados o confinados, citó los nombres de los señores don Carlos Albán, doctor Nicolás Esguerra, Juan de Dios Uribe y algunos individuos de Chocontá y de Girardot que durante el pasado debate electoral habían sido traídos los unos a Bogotá y los otros trasladados a la Costa. El representante Miguel Medina Delgado informó que el señor don Carlos Albán había salido voluntariamente para los Estados Unidos por negocios particulares, después de haber sido confinado a Guapi, cerca de Buenaventura. El representante Manuel José Ortiz Durán informó que sabía de ciencia cierta que Juan de Dios Uribe, condenado a alguna pena por asuntos de prensa, había conseguido permiso del Gobierno, a instancias de su propio padre, para salir del país, y que, en consecuencia, su alejamiento de Colombia no podía considerarse como destierro. Informe semejante se dio respecto del doctor Nicolás Esguerra, confinado primitivamente a Cartagena de donde salió con permiso del Gobierno por gestiones de su familia. El señor ministro de Gobierno de la administración Holguín, presente en la sesión, declaró enfáticamente que las puertas de la patria estaban abiertas para todos los que se creyeran desterrados. El doctor Robles solicitó del ministro que reiterara explícitamente sus declaraciones en nombre del Gobierno y, satisfecha su petición, solicitó permiso a la cámara para retirar su proyecto, exigiendo que quedara constancia en el acta de las palabras del señor ministro. Así terminó el incidente, lo que contrarió mucho a mi condiscípulo Leonidas Perdomo que estaba conmigo en la barra ese día, y me dijo sin disimular su furia: «Van a terminar las vacaciones y no le oiremos el primer discurso caliente a este negro». Robles juiciosamente reservaba sus grandes intervenciones parlamentarias para cuando estuviera más avanzado el periodo legislativo. Sus razones de táctica tendría para ello.
+En los primeros días de agosto fue elegido el designado para ejercer el Poder Ejecutivo. Los conservadores nacionalistas sufragaron por el general Leonardo Canal; los velistas, por el general Guillermo Quintero Calderón. Robles, por el doctor Nicolás Esguerra. El general Leonardo Canal se excusó irrevocablemente de aceptar la designatura y el 6 de agosto el conservatismo unido eligió al señor Guillermo Quintero Calderón; Robles renovó su voto por el general Nicolás Esguerra.
+El 7 de agosto, domingo, tomó posesión ante el Congreso del puesto de encargado del Poder Ejecutivo y, por ausencia del presidente elegido, señor Núñez, el señor don Miguel Antonio Caro. En la mañana había tomado posesión de la vicepresidencia de la República ante la Corte Suprema de Justicia. La ceremonia de posesión ante el Congreso fue muy solemne y tuvo lugar en el Salón de Grados. El presidente de la corporación como presidente del Senado era don Jorge Holguín; después de tomarle a don Miguel Antonio el juramento de rigor pronunció un corto discurso, corto si se le compara con los que hemos oído después en ocasiones análogas. Refiérese que reunidos en petit comité el doctor Carlos Holguín, el señor Caro y don Jorge, noches antes del día de la posesión, don Jorge les leyó su oración para que Caro supiera lo que debía contestarle. Así este como Holguín encontraron irreprochable y muy bien redactada la primera parte, pero encontraron la segunda, o más propiamente el final, de mal gusto literario y aconsejaron al autor que la modificara. Don Jorge se negó rotundamente diciéndoles a los dos humanistas que ese final que ellos encontraban mal sería precisamente la parte de su discurso que recibiría los más calurosos aplausos, una delirante ovación. Don Carlos no quería creerlo y entonces don Jorge le propuso, y aquel aceptó, una apuesta. «Si el final no es aplaudido estrepitosamente yo le obsequio a tu mujer una linda joya; si es aplaudido, eres tú quien debe obsequiarle a Cecilia una joya de mejor gusto que el de mi literatura». «Convenido», contestó don Carlos. Don Carlos perdió la apuesta y cuéntase que la pagó con esplendidez. Resultará interesante para mis lectores conocer la parte del discurso de don Jorge tachada por los dos grandes humanistas Caro y Holguín. Decía así:
+«Los hombres que en tal día como este, entre constelaciones de victorias, pusieron los fundamentos de la República, lucharon por la humanidad y se sacrificaron por el porvenir. El porvenir que ellos veían somos nosotros. Nosotros somos los hijos de sus esperanzas y la ilusión de sus ensueños. Mirando de frente a la posteridad, a nosotros fue a quienes dijeron: ¡Nunca atrás! En Cúcuta dictaron códigos que ha plagiado la humanidad, y del pasitrote de sus legiones salieron los blasones de Colombia, que son la libertad en la justicia.
+«Cuando escucho las descargas con que nuestro ejército saluda el aniversario de este día doy rienda suelta a mi entusiasmo, y me parece ver, entre estandartes y bayonetas, al Libertador dirigiendo a la América estas palabras: “Igualdad ante la ley”.
+«¡Ah! Si pudiera ver a nuestros libertadores, les daría un estrecho abrazo en señal de reconocimiento, diciéndoles: “Benditos seáis: ¡vuestra obra prospera!”».
+Inspirado en el ejemplo de aquellos ilustres varones, ambicionando el triunfo, pero sin abusar de la victoria, borrando del lenguaje, con profunda sabiduría y consumada prudencia, la palabra «vencido», y aspirando sólo a ver la patria feliz, tranquila y poderosa, vos, señor, seréis estimado por las generaciones venideras como un buen colombiano.
+Don Jorge conocía el paño y la mentalidad de nuestro grueso público y no se dejaba influenciar por gramáticos y retóricos. La respuesta del vicepresidente Caro fue aún más breve que el discurso del presidente del Congreso. En ella sobresalen las características del lenguaje y estilo del incomparable publicista. En dos cláusulas apenas logró esbozar su programa político. «Realizada la gran reforma», dijo, «hemos entrado en el periodo en que obliga a conservar los bienes adquiridos y desenvolver sus gérmenes fecundos. Hemos dejado las móviles tiendas y nos hemos establecido. Hemos reformado las leyes; nos cumple ahora atender a la reforma de los hombres, de nosotros mismos, por la educación en el respeto de las cosas serias, por la práctica de mayores virtudes. La prudencia nos cierra el campo de las mudanzas políticas y nos convida a las grandes conquistas del progreso moral; fuera de que la vigorosa opinión que me ha llamado a más activo servicio se caracterizó por la instintiva resistencia a innovaciones imprudentes que, por más que se iniciasen con buena intención, habrían de acarrear nuevas y grandes desgracias; y no sería yo fiel a mis deberes si no respondiese al sentimiento público que exige la estabilidad de lo existente. ¡Oh no! No debemos avergonzarnos de aspirar como pueblo cristiano e intelectual, a la serenidad de los debates, al imperio de la razón; y sí, más bien, el placer que despierta, como otros espectáculos que halagan a las pasiones, el de acaloradas disputas, diatribas y recriminaciones, fácil preludio de tragedias». «La debilidad de los Gobiernos para prevenir las revoluciones se reduce a la misma causa que anoté primero, porque ella nace de ordinario de un estado de desabrimiento y suspicacia, en el que uno de los poderes públicos entregándose a los sueños de la omnipotencia o a las sugestiones del odio y la venganza, abuse de la facultad de legislar que le corresponde, para privar a otro poder igualmente legítimo, los medios de gobernar, colocándolo en la alternativa de una vergonzosa impotencia o de una culpable arbitrariedad». Como era voz pública que el representante liberal doctor Robles, asociado a los representantes velistas, presentaría un proyecto de ley abrogando la 61 de 1888, sobre facultades extraordinarias para prevenir y reprimir los delitos de orden público, en los párrafos copiados se encontraba una modificación indirecta, pero formal, de que el nuevo Gobierno se opondría a la anhelada medida. En el Senado de 1890, los señores Jorge Holguín y Julio E. Pérez habían ya manifestado públicamente que asegurada la paz les parecía oportuno y conveniente la derogatoria de aquella ley, que se llamó «de los Caballos». Cuando el público que asistió a la toma de posesión salió del Salón de Grados encontró en las esquinas fijado el siguiente decreto:
+«Yo, el vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, en uso de la facultad constitucional, decreto:
+«Artículo único. Nombro ministros del Despacho a los señores:
+«Antonio B. Cuervo, general en jefe, gobernador de Cundinamarca, para el Despacho de Gobierno;
+«Recaredo de Villa, para el Despacho de Relaciones Exteriores;
+«Emilio Ruiz Barreto, magistrado de la Corte Suprema, para el Despacho de Justicia;
+«Pedro Bravo, tesorero general electo, para el Despacho de Hacienda;
+«Guillermo Quintero Calderón, general en jefe, comandante general del Ejército, para el Despacho de Guerra;
+«Liborio Zerda, rector de la facultad de Medicina de Bogotá, para el Despacho de Instrucción Pública.
+«Carlos Calderón Reyes, consejero de Estado, para el Despacho del Tesoro;
+«Adolfo Harker, senador por Santander, para el Despacho del Fomento.
+«Dado en Bogotá, en el Palacio de Gobierno, a 7 de agosto de 1892.
+«M. A. CARO».
+El decreto inserto que en su forma no contiene nada de censurable fue tomado por las gentes apasionadas e ignorantes dizque como una prueba de que el señor Caro era monarquista. En el debate electoral la prensa de los bajos fondos dijo lo mismo, alegando como prueba concluyente la oda que el poeta escribió al conocerse en Bogotá la noticia del fusilamiento de Maximiliano, el fugaz e infortunado emperador de México. Yo que desde mozo me acostumbré a situarme en el justo medio y a ejercitar el sentido de la crítica, discutí el punto con algunos de mis condiscípulos y sostuve que de la oda no podía deducirse recta y lógicamente que fuera el señor Caro monarquista. También me ocurrió lo mismo con el decreto, al que le encontré razones constitucionales de correcto lenguaje y hasta de buen sentido. Aquello no era, ni con mucho, soberbio alarde de autoridad y mando, era sencillamente la correlación de un hecho que encontraba establecido el señor Caro. Constitucionalmente no existía Gobierno desde las doce de la noche del 7 de agosto. Todos los ministros del Gobierno que llegaron a su final habían renunciado irrevocablemente y ninguno de los subsecretarios quedó encargado de los despachos respectivos. El decreto sobre nombramientos de ministros de Estado cuando el presidente toma posesión es el único que no necesita ser refrendado por ningún ministro. La forma impersonal «el vicepresidente de la República encargado, etcétera» resulta coja, vacía y al propio tiempo no se anuncia el nombre de la persona que ejerce tal autoridad.
+Me pareció, por lo que oí decir en la tarde del 7 de agosto a varios senadores, que el nombramiento de ministros había sido generalmente bien recibido aun por el grupo velista.
+Antes del 7 de agosto encontré, sin buscarla, la oportunidad de oír conversar a don Miguel Antonio Caro y a don Jorge Holguín. En abril estuvo en Bogotá mi pariente y amigo el coronel Aurelio Castro, quien se alojó en el Gran Hotel, instalado en el edificio de la plaza de Bolívar que hoy ocupa la Tesorería Municipal. Estaba conversando con De Castro en su elegante pieza de habitación cuando entró a visitarlo el señor Caro, atención muy explicable si se recuerda que aquel fue el joven y más aguerrido líder de la candidatura que acababa de triunfar en las urnas. Ni de vista conocía yo hasta aquel día al señor Caro. Me puse de pie a su entrada y como el asiento que yo ocupaba quedaba un poco distante del sofá en que él se sentó con De Castro, dada su exagerada miopía no advirtió mi presencia, y De Castro con muy buen gusto no cometió la tontería de presentar al futuro jefe del Estado a un paisanito suyo de diecisiete años. El señor Caro, a quien debía ya haber visto De Castro, pues así lo entendí por el tono de la conversación, le preguntó cómo le había parecido Bogotá y naturalmente la respuesta fue que una bella y culta ciudad. Don Miguel Antonio le dio entonces forma un tanto mordaz a esta observación que debía ser fruto de sus estudios y experiencias: «Entre los primeros moradores de Bogotá debió haber muchos judíos que se hicieron cristianos. Lo creo así porque casi todas las casas que habita nuestra gente pudiente tienen un pobre y poco llamativo aspecto. Mas en cambio penetre usted a los interiores de esas casas y desde la primera mirada observará el derroche de lujo y de riqueza: tapetes finísimos, mueblajes lujosos, pianos de cola, vajillas de plata, en fin, todas las características del judío que esquiva presentar al público los signos de su riqueza». Oídas tales palabras y comprendiendo que los señores Caro y De Castro se iban a engolfar en una charla política de la que yo no debía ser por elemental delicadeza inoportuno testigo, me despedí de mi pariente y amigo, quien creyó entonces sí llegado el caso de presentarme al señor Caro con los consabidos aditamentos: mi pariente, hijo del general Francisco J. Palacio.
+Ahí paró todo mi conocimiento con el señor Caro. Menos desabrida resultó la iniciación de mis relaciones con don Jorge Holguín. Me lo presentó mi cuñado el general Diego A. de Castro, me preguntó muy afablemente cómo estaba mi padre, de quien me dijo que era muy amigo desde el año de 1891 en que él, Holguín, tuvo la idea de tomar en arrendamiento el Ferrocarril de Bolívar, o sea, la línea férrea de Barranquilla a Salgar. Al informarle mi cuñado que yo era liberal y estudiaba en la Universidad Republicana, lejos de alarmarle la noticia, por lo menos aparentó, si no lo sintió realmente, un gran regocijo: «Naturalmente así tenía que ser; todo joven inteligente y simpático es liberal. Yo quise serlo también pero no lo consintieron los Pérez». Desde aquel momento vi en don Jorge Holguín la más clara, abundante y bienhechora fuente de simpatía. Cuando el 7 de agosto habló del pasitrote de las legiones de Boyacá, de que él desearía encontrarse con los libertadores y darles un abrazo, fui de los que aplaudieron a rabiar y pensaba para mis adentros: este hombre tan simpático tiene que ser en el fondo liberal.
+CAMBIOS EN EL PRIMER MINISTERIO DEL VICEPRESIDENTE CARO — LA VIDA AVENTURERA Y NOVELESCA DEL GENERAL ANTONIO B. CUERVO — MEMORABLES DEBATES — UNA IMPROVISACIÓN DE PEDRO NEL OSPINA — UN DUELO PROYECTADO ENTRE ESTE Y JULIO D. MALLARINO.
+EL PRIMER MINISTERIO DEL vicepresidente Caro tuvo tres modificaciones. No aceptó el de Relaciones Exteriores el señor Recadero de Villa, quien residía en Guatemala desde 1877 y fue nombrado don Marco Fidel Suárez. Este venía manejando los negocios exteriores de la República en su carácter de subsecretario encargado del despacho desde el último año de la administración Holguín con lujo de competencia y acierto. El informe que rindió al Congreso de 1892 es, sin hipérbole, un documento de Estado. Tampoco aceptó el general Quintero Calderón el Ministerio de Guerra, y se nombró en propiedad al presidente de la Cámara de Representantes, doctor Primitivo Crespo. El general Quintero Calderón continuó al frente de la comandancia del Ejército. Se excusó también irrevocablemente de aceptar el Ministerio de Fomento el doctor Adolfo Harker y lo reemplazó el doctor José Manuel Goenaga. La figura más notable del primer ministerio de vicepresidente Caro era el de Gobierno, general Antonio B. Cuervo. Fue Cuervo hombre de agitada y novelesca existencia que reclama un ensayo histórico. Quien lo escribe tiene elementos para interesar apasionadamente a sus lectores. Ningún colombiano paseó tanto mundo como el general Cuervo, ni bajo tan varias accidentadas circunstancias. Más que sonreírle le mimó muchas veces la buena fortuna, otras le volvió las espaldas y sufrió escasez y casi miseria. Testigo y actor en trascendentales acontecimientos históricos de la última mitad del siglo XIX, combatió con el ejército del Norte en la guerra de Secesión de los Estados Unidos por un generoso impulso de su noble corazón que sentía horror por la esclavitud; hizo parte del Estado Mayor del ejército prusiano a las órdenes de Moltke cuando tan poderosa máquina de guerra venció a los austriacos en Sandowa; tuvo grandes negocios en Inglaterra y gozó allá todos los deleites de la opulencia, pero con la ruina de sus socios cayó en la indigencia y tuvo necesidad de emplearse como pinche de cocina en Buckingham Palace, en donde muchos años después fue recibido con los honores y rango de enviado extraordinario y del ministro plenipotenciario de la República de Colombia ante el Gobierno de Su Majestad británica. Residió en el Brasil y allí probó también alternativamente las amarguras de la miseria y los goces e influencias de la riqueza. En la adversidad no se abatió y fue entonces cuando, sirviendo de intérprete a la comisión exploradora enviada de Francia con el sabio Agassiz, exploró el Amazonas, el Casiquiare y el Orinoco.
+Muy raro es encontrar un aventurero que sea como lo fue Cuervo, de procero e ilustre abolengo, de sólida instrucción, de claros talentos, factores que determinan por lo común una vida tranquila y sosegada. Era hijo del doctor Rufino Cuervo, eminente hombre público, hermano de don Rufino y de don Ángel. Hizo sus primeros estudios en el afamado colegio del doctor Ulpiano González, los adelantó al lado de su padre quien, como se sabe, consagró especial cuidado a la educación literaria de sus hijos, y pasó luego al colegio que dirigía en la hacienda de Yerbabuena don José Manuel Marroquín. En el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario hizo los estudios de derecho y recibió el grado de doctor cuando apenas contaba diecinueve años. Fue institutor benemérito y con el presbítero Antonio José de Sucre fundó en Bogotá un colegio que gozó de gran reputación. De entonces data la introducción del texto de Bello en las aulas de gramática y la supresión del Nebrija, reemplazándolo por Burnuf, para el estudio de la lengua latina. En el colegio de Cuervo y Sucre estudió el vicepresidente Caro. Peleó bizarramente en las guerras civiles de 1854, 1860, 1876 y 1885. Emprendió trabajos agrícolas en el río Negro y fundó una fábrica de cervezas en Bogotá, fabricación que había aprendido en Londres en los amargos días de su infortunio. Fue con Carlos y Jorge Holguín de los primeros conservadores que se entregaron sin reservas a Núñez y en Cundinamarca sirvió de lazo de unión entre los conservadores y el general Daniel Aldana.
+Ministro de Guerra del presidente Carlos Holguín, tuvo con este algunas divergencias que motivaron su retiro en 1890, pero al regresar al país en 1891, Holguín le nombró gobernador de Cundinamarca, empleo en que tuvo de secretario de Gobierno al doctor José Vicente Concha, a quien siempre le oí hablar con admiración y respeto del general Cuervo. El liberalismo recibió con simpatía su nombramiento para ministro de la Política, pues recordaba la honrosa capitulación que concedió a las fuerzas que comandaba en Santander don Foción Soto en los estertores de la revolución de 1885, tan honrosa que fue recibida con alguna displicencia por el Gobierno, el que apreció más tarde su alcance político y en premio de tan señalado servicio el presidente Núñez ascendió al general Cuervo al grado de general en jefe.
+Aun cuando nada podía esperar el liberalismo del vicepresidente Caro en materia de reformas constitucionales, y así tuvo él la viril franqueza de manifestarlo, la nueva administración disfrutó, como todas las que se inician, de lo que pudiéramos llamar «luna de miel». La prensa de oposición elogiaba la sencillez y modestia del señor Caro y le hizo estrepitosa propaganda a un pequeño incidente: el jefe del Estado había concedido entrevista a un pequeño limpiabotas que fue a ponerle la queja de que sus compañeros eran reclutados a la fuerza para llevarlos a trabajar en los cafetales de Cundinamarca. El señor Caro investigó el caso, encontró que la queja tenía algún fundamento y ordenó tomar las medidas consiguientes para que se pusiera punto final a aquella arbitrariedad.
+Entretanto, fue presentado a la Cámara de Representantes por el doctor Robles y toda la diputación velista el proyecto de ley por el cual se derogaba la 61 de 1888, de facultades extraordinarias, llamada vulgarmente «de los caballos». Pasado en comisión el proyecto, entró a la discusión en la primera semana del mes de septiembre. Por razones que explicaré después, yo había obtenido el permiso del vicerrector de la Universidad Republicana, doctor Iregui, para salir a la calle todos los días de la una a las cuatro de la tarde, horas en que no tenía clases y así me fue dado asistir a los memorables debates sobre abrogación de la Ley 61 de 1888.
+Hay, a mi juicio, tres géneros de oratoria parlamentaria que yo distingo así: la grandilocuente; la de tono elevado, pero más bien didáctico; la sencilla y en tono menor. La primera conmueve y electriza; la segunda ilustra y convence; la tercera es un solaz espiritual. El doctor Robles no era grandilocuente pero sí un expositor sereno que hablaba a la razón y al entendimiento. Quienes supusieron que él iba a subir sobre la cumbre de un Sinaí para presentarse ante sus adversarios políticos entre truenos y relámpagos, descargando sobre ellos los rayos de su olímpica cólera, probablemente se llevaron gran chasco. El tono y el estilo de Robles en 1894 fueron muy distintos del de Uribe Uribe en 1896. El primero (Robles) hablaba con la moderación y la serenidad que corresponden a una colectividad política que no ha resuelto aún confiar a la suerte de las armas sus reivindicaciones; el segundo (Uribe) hablaba con la vehemencia y la altanería de quien está dispuesto a cortar con su espada el nudo gordiano.
+Prefiero para que mis lectores se den cuenta cabal del discurso del doctor Robles, copiar textualmente algunos de sus más enérgicos apartes. Lo comenzó así:
+«Señor presidente:
+«Los recuerdos de los antecedentes de la ley que se trata de derogar nos dicen que ella fue expedida a virtud de telegramas que vinieron del Cauca, en los cuales se dio noticia de ciertos atentados cometidos contra las propiedades; especialmente, o únicamente tal vez, por medio de la muerte dada a unos caballos de algún notable acaudalado de aquel departamento. La noticia no produjo mayor alarma en la sociedad, pues los hechos que se decían complicados eran propios cuando más, para llamar la atención de los jueces de la circunscripción respectiva; pero el Gobierno quiso ver en tales hechos, síntomas de una conflagración que se hallaba próxima a desencadenarse sobre el territorio nacional, y aunque la Constitución recién expedida lo investía de amplias facultades para reprimir los delitos contra el orden público, quiso aún mayores autorizaciones, que le fueron concedidas por medio de la Ley 61 de 1888. De aquí que esta ley sea conocida con el nombre de Ley de los Caballos.
+«En los cuatro años que van transcurridos desde la expedición de aquel acto legislativo, no se ha verificado ningún hecho que justifique los temores del Gobierno. Y no se debe creer que ha sido por amenazas de la Ley 61. Entre nosotros, donde tan fácilmente se juega la vida por razones políticas, las medidas de rigor excesivo no han sido nunca bastante poderosas para prevenir las revoluciones o para atajar el curso de ellas. En la lucha por la emancipación, la felonía y las crueldades de los representantes de la autoridad real fueron contestadas con la declaración de guerra a muerte; y si se estudian los anales de nuestras luchas civiles, se hallará que los actos de extrema violencia de los bandos contendores han producido las guerras unas veces, y otras han servido para revivir las que estaban próximas a terminar, y quizás también para cambiar el éxito de ellas.
+«Decía que en los cuatro años que van corridos desde la expedición de la Ley 61 no ha habido temores de perturbación del orden público, y esta es la verdad, señor presidente. Dos veces se ha hablado de temores de esa clase y se han adoptado medidas de las que la ley autoriza; pero todos sabemos que esas medidas han coincidido con los periodos electorales que han seguido a la expedición de la Constitución de 1886, y que pasados esos periodos no se ha vuelto a hablar de guerra, como no se ha vuelto a hablar de caballos muertos desde que se utilizó la noticia de los degollados en el Cauca. He aquí el mal, el gran mal señores; he aquí la causa de la perpetua agitación de estas sociedades suramericanas. Hemos adoptado la forma republicana de gobierno, entre otras razones, por una que vale por todas: porque entre nosotros no es posible la forma monárquica que ha prevalecido en el viejo continente; pero no queremos atenernos a las libres manifestaciones del sufragio, sin las cuales es imposible la República.
+«Por regla general, en lo que primero piensan los que en Hispanoamérica suben al poder es impedir que sus opositores escalen la misma altura; y el medio que hallan más expeditos para lograr su intento no es el de conquistar el apoyo de la opinión pública con obras buenas, sino el de falsear el sufragio, unas veces en la ley misma que debiera ser su garantía, otras por medio de triquiñuelas en los diversos actos del proceso electoral, y otras, en fin, so pretexto de conservación del orden público.
+«El señor Luján: —Recuerde el honorable representante que el Partido Liberal ha ejecutado actos de esa naturaleza.
+«El señor Robles: —Le observo al honorable representante que no me he referido, de modo especial, a ninguno de nuestros partidos políticos.
+«He hecho en breve síntesis la historia de todos ellos en Suramérica. Mal haría yo si tratara de sostener en el debate que durante las administraciones liberales no hubo violaciones del derecho de sufragio. Sí las hubo, desgraciadamente; pero es preciso convenir en que a este respecto el régimen actual ha dejado en pañales al régimen anterior. A raíz del triunfo del Partido Liberal en la guerra de 1860, los conservadores tuvieron representación en el Congreso y en las asambleas legislativas; y aunque van corridos ya siete años desde la terminación de la última guerra civil, el Partido Liberal hasta ahora logra hacerse oír en los cuerpos legislativos de esta patria, que nos es común.
+«¡Y cómo ha logrado hacerse oír! Por medio de la única débil voz que turba ahora el silencio de este salón, y por medio de dos voces más en una asamblea departamental. Por otra parte, si no era para extirpar los males que existían, ¿para qué se aclamaba por la necesidad de un cambio?
+«(Ruidos en las barras)
+«El señor presidente: —Para que haya serenidad en el debate les suplico a los asistentes a las barras que se abstengan de hacer manifestaciones, y a los honorables representantes que no interrumpan al orador.
+«El señor Robles: —Siento haber tenido que desviarme de la línea de conducta que me tracé al tomar parte en la discusión. Yo deseo tratar este asunto en el terreno de la justicia y de un modo abstracto, hasta donde esto último sea posible.
+«Hablaba, señor presidente, de los actos de falseamiento del sufragio. Al principio se aplauden estos procederes por los miembros del bando vencedor, porque a la ebriedad de la lucha sigue la ebriedad del triunfo, y entonces se piensa poco en la justicia, y no se tiene fe sino en la propia omnipotencia; pero a medida que la calma se acentúa, los espíritus serenos y justicieros protestan, siquiera sea en forma moderada, contra semejantes iniquidades. Y no importa que por momentos se les haga callar en nombre de la disciplina y evocando el fantasma del enemigo común: el espíritu de justicia, aguijoneado por propios legítimos intereses heridos, adquiere al cabo fuerza formidable.
+«Debilitado por la separación de los que rehúsan ser sus cómplices, y acostumbrado a mirar su conservación en el poder como asunto de orden público, la violencia crece con la debilidad, y el círculo oficial reprime como actos subversivos todas las manifestaciones de la opinión que tiendan a cambiar el personal del Gobierno, aunque sean pacíficas tales manifestaciones. Semejante conducta produce resistencias más o menos poderosas y más o menos tardías, y se produce al fin, cuando no hay enmienda, el gran conflicto de la guerra con su gran cortejo de calamidades infinitas.
+«Acabo de esbozar el cuadro de la dominación y decadencia de los partidos políticos en Suramérica y de señalar la causa de los males que sufren estas nacionalidades. Debo agregar ahora que estos males no se remedian con darles a los que los producen vara de hierro para que con ella rijan a los vencidos. Mientras no nos acostumbremos a mirar como hecho natural la sucesión de los partidos en el Gobierno por medio del sufragio, como sucede en todos los países civilizados; mientras que los que ejerzan el poder no cumplan y hagan cumplir las leyes y los principios que invocaban cuando estaban en la oposición; mientras la oposición no tenga confianza de poder llegar por las vías pacíficas a la dirección de los negocios públicos, o de influir eficazmente en esta dirección, no lograremos ponerle término al malestar social, que se ha hecho crónico, con grave descrédito de hombres y de instituciones.
+«Si los hechos que motivaron la expedición de la Ley de Facultades no tuvieron ninguna gravedad, pues sabemos que los ya históricos caballos fueron degollados por un pobre loco; si después de expedida la ley no ha ocurrido nada que justifique su vigencia, y si, por el contrario, ella es ocasionada a enardecer los espíritus por el uso que se ha venido haciendo de las autorizaciones que ella concede, lo natural es que deroguemos semejante ley. El numeral 10 del artículo 76 de la Constitución autoriza al Congreso para revestir al presidente de la República de facultades extraordinarias solamente cuando la necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen; y no creo que pueda sostenerse ingenuamente que nos hallamos en el caso de la disposición. Nunca nos hemos hallado en ese caso, después de expedida la Constitución; pero admitiendo que sí nos hallamos cuando se expidió la ley, tiempo es ya de que cesen facultades que no han podido concederse sino pro tempore, según la disposición constitucional que acabo de citar a no ser que se pretenda que nuestro régimen normal sea el de las facultades extraordinarias. Disposiciones de la naturaleza de las consignadas en la Ley 61 de 1888 no se promulgan en ningún país civilizado sino para el estado de sitio.
+«Y no se debe creer que derogada la ley el Gobierno quedaría sin facultades para prevenir y reprimir los delitos de alteración del orden público.
+«Para prevenir esos delitos quedará con facultades tan amplias como las que da la ley, con excepción de las de expulsar, confinar y condenar a la pérdida de los derechos políticos. El inciso 2.º del artículo 28 de la Constitución dice que aun en tiempo de paz, habiendo graves motivos de perturbación del orden público, puedan ser aprehendidas y retenidas por orden del Gobierno y previo dictamen de los ministros las personas contra quienes haya graves indicios de que perturban la paz pública. Es ya esto ir bastante lejos en la vía preventiva, y se advierte la necesidad de modificar la disposición constitucional en el sentido de que, si pasado cierto tiempo no se confirmaren los graves indicios, las personas aprehendidas o retenidas sean puestas en libertad. Yo admito que para prevenir delitos de la gravedad de los de perturbación del orden público se adopten ciertas providencias, que no se acostumbran cuando se trata de prevenir otros delitos: pero no sé en qué principios de equidad o conveniencia pública pueda apoyarse la prisión indefinida cuando no se confirman los indicios. En Inglaterra, la persona que en esas condiciones se hallara, obtendría inmediatamente una providencia de habeas corpus en su favor».
+Y terminó con estas proféticas palabras:
+«Y ninguna ocasión más propicia que la presente para establecer la tranquilidad pública sobre otras bases. Aparte de cierta repulsión natural por la guerra en la masa social, los partidos de oposición se hallan actualmente dirigidos por hombres que son notoriamente enemigos de la apelación a las armas. Hay organización y disciplina; pero disciplina y organización obedecen a un programa que cabe dentro del régimen legal. Al Gobierno mismo se le presta un servicio al buscar, por las vías pacíficas, la solución de los problemas políticos. Pero el Gobierno no quiere reconocerlo así, y mira mal a los centros directivos de los partidos de oposición; y no sólo mira mal a tales centros, sino que con sus providencias amengua la fe en la doctrina y en las leyes morales que aquellos tratan de arraigar entre sus parciales. Si los debates electorales continúan siendo una farsa, y si por el ejercicio de facultades extraordinarias se repiten las violencias contra la seguridad de las personas, es indudable que menguarán el prestigio y la autoridad de los directorios que persistan en el empleo de los medios pacíficos, y que los descontentos buscarán la dirección de los que sean partidarios de la guerra. El Gobierno puede sentirse fuerte para sofocarla; pero no hay piedad ni conveniencia en llevar las cosas a semejantes extremos.
+«Una última reflexión. Los que expiden leyes como la 61 de 1888, o no las derogan teniendo facultades para ello, firman, sin pensarlo tal vez, carta de propia esclavitud. Esas leyes se expiden para los vencidos, es verdad; pero las mudanzas de la política no son raras dentro de la propia comunión. ¡Cuántas veces se les niega a íntimos conmilitones de la víspera, la sombra de la bandera que flotó sobre el común campamento! Entonces se esgrime contra ellos también la vara de hierro de las facultades extraordinarias…».
+Al terminar su macizo discurso el doctor Robles, no era difícil interpretar la impresión que había producido en la cámara y especialmente en el seno de la mayoría conservadora. Impresión de alivio de una parte y de otra que la poderosa dialéctica del doctor Robles comenzaba entre ellos a abrirse camino. Pero dicho está que los mejores discursos pueden cambiar la opinión de los parlamentarios pero nunca su voto. ¿Quién podía contestar a Robles con la misma elevación de tono y estilo y llevar el debate a firme terreno de una razonada controversia política y jurídica? Los conservadores tuvieron el tino de escoger al único vocero suyo que estaba en capacidad de hacerlo airosamente: al doctor Carlos Martínez Silva. Para que se juzgue de la réplica copiaré también textualmente algunos de sus más notables apartes:
+«Señor presidente:
+«Al empezarse este debate en la sesión del jueves último, llegué a temer que él viniera a turbar la calma y la armonía que felizmente han reinado en esta cámara desde el principio de sus fecundas labores.
+«Aquel temor se desvaneció desde que oí las primeras palabras del discurso del señor doctor Robles. Nuestro distinguido y culto adversario se mantuvo en una región serena; y si bien es cierto que entró en algunas apreciaciones de carácter político que pudieran lastimar nuestras susceptibilidades, preciso es reconocer que lo hizo con tino y sin descender al terreno de recriminaciones vulgares.
+«Si no he comprendido mal, el doctor Robles tenía necesidad de hacer siquiera un discurso político, en el curso de las presentes sesiones, para cumplir un compromiso tácito contraído con su partido. Quizá no hubiera quedado este satisfecho si, siendo él el único representante del radicalismo en esta cámara, no hubiera alzado su voz en una ocasión cualquiera para formular un pliego de cargos a la Regeneración y al Gobierno. Habrían dicho acaso los radicales que no valía la pena de las circulares, de las suscripciones, de los gastos y de todos los trabajos de la pasada campaña electoral, para elegir un representante tan conspicuo como el señor doctor Robles, que viniera aquí a despachar comisiones, a preparar proyectos sobre asuntos administrativos y a trabajar con todos nosotros, como un camarada y amigo, según lo ha hecho hasta ahora y según seguirá haciéndolo, pasado este debate.
+«Nosotros todos comprendemos muy bien esta posición del señor doctor Robles, y le agradecemos que, al pagar aquella deuda de que he hablado, hiciera visibles esfuerzos para mantenerse dentro de los límites de la moderación.
+«Al tomar yo parte en este debate, no es mi ánimo poner en parangón la conducta de nuestros partidos políticos, ya en el ejercicio del poder, ya en el terreno de la oposición. Tarea esta sobrado ingrata y estéril para acometerla, en este recinto y en estos momentos de calma y reflexión. Reconozco, con el señor doctor Robles, que todos, individual y colectivamente, hemos cometido grandes errores y graves faltas, por las cuales tenemos que pedir perdón a la patria. Más que en recordar el pasado, debemos ocuparnos en pensar en el porvenir; más que en recriminarnos los unos a los otros, debemos tratar de corregirnos de aquel espíritu de feroz intolerancia que hace de la vida política un tormento y que lleva sus funestas influencias hasta romper los vínculos de amistad y perturbar el hogar doméstico.
+«Viniendo ya al proyecto que se discute, sólo tengo que decir que él no tiene, a mi juicio, sino una significación muy relativa.
+«Los autores del proyecto parece que le dan una importancia exagerada, sin duda porque ellos no se fijan en que, en cuestiones de esta naturaleza, significan muy poco las leyes escritas y mucho la condición de las personas encargadas de ejecutarlas.
+«Si no comprendí mal, el señor doctor Robles acepta de buen grado las facultades extraordinarias que la Constitución confiere al Gobierno para el tiempo de paz y para el tiempo de guerra. Esto ya es mucho en boca de un liberal doctrinario, e indica que el buen sentido político tiende a prevalecer, a pesar de las densas nieblas que ha levantado cierta escuela política, que empezó por ser soñadora y utópica para concluir por adoradora de la fuerza. Y esto es lógico. Los constituyentes de Rionegro creyeron candorosamente que no debía preverse el caso de guerra civil o de trastorno del orden público, porque Colombia iba a ser tan feliz con aquella Constitución, que no habría riesgo de volver al trillado sendero de las discordias bélicas. Por esta razón —el señor doctor Robles lo sabe muy bien— aquellos constituyentes no dieron al Gobierno medio alguno de prevenir la guerra. La entidad encargada de conservar el orden público quedó impotente, maniatada, absolutamente ineficaz para cumplir aquel deber primordial. Pero, contra todos los dorados ensueños, la guerra vino, no una sino muchas veces sobre Colombia; y los Gobiernos, en la imposibilidad de defenderse legalmente, pasaron siempre por encima de la Constitución y cometieron todo género de atropellos, aun en tiempos de paz, para mantenerse en el poder. Quizá no deba hacérseles cargo por ello: pero sí es altamente censurable la conducta de los legisladores, de los políticos, de los llamados doctrinarios que engañaron al pueblo con falaces promesas, a sabiendas de que detrás de ellas estaban siempre las facultades extraordinarias, tomadas y ejercidas sin autorización. Por eso dije que el Partido Liberal, que empezó en los tiempos del golgotismo siendo idealista, fantástico, romántico y soñador, terminó por no creer sino en la guardia colombiana, que así arcabuceaba electores en los días de los comicios populares como derribaba Gobiernos de los estados soberanos, de lo cual puede dar testimonio fehaciente el señor doctor Robles, gobernador que fue del Magdalena.
+«Los autores de la Constitución de 1886, aleccionados por la experiencia, no les tuvieron miedo a las palabras; reconocieron los hechos que constituyen nuestro modo de ser social; previeron que aquí pudiera haber nuevas guerras civiles; y, para prevenirlas en lo posible, concedieron al Gobierno facultades extraordinarias. El hecho visible, patente, incontrovertible, es que llevamos ya seis años de paz no interrumpida, y que la confianza en la estabilidad de ella se arraiga más cada día. Posible es que las facultades extraordinarias concedidas por la Constitución y por la ley que se trata de abrogar hayan dado origen a medidas de rigor no siempre bien justificadas; pero, piénsese por un momento en los atropellos, violencias y calamidades que habrían venido con un solo día de trastorno del orden público, y dígase si, hecho el cómputo aritmético de bienes y males que recomienda Bentham, el evangelista liberal, no resulta un gran saldo en beneficio de la sociedad.
+«La ley cuya abrogación se pide no la defiendo yo como absolutamente buena; pero sí estoy convencido de que ella es un dique más puesto al desorden y de que no es aún llegado el momento de suprimirla. Leyes como esta deben ser, más bien que abrogadas, derogadas por el no uso. Sucede con ellas lo que con la pena de muerte: lo que importa no es decir que la pena no existe, cuando los asesinatos se multiplican, sino poder repetir con orgullo lo que manifestaba en cierta ocasión el presidente de uno de los cantones suizos: “Entre nosotros la pena de muerte no se aplica desde hace muchos años, porque no ha habido a quién aplicársela”.
+«De una cosa sí deben estar seguros los autores del proyecto que se discute, y es de que la ley de medidas de seguridad no será una norma ofensiva en manos del actual encargado de Gobierno. Por lo mismo que él es hombre de arraigadas convicciones, se distingue también por su moderación y su respeto por el derecho ajeno. El señor Caro podrá cometer errores de administración, pero jamás ejecutará una alcaldada, un atentado contra la seguridad personal de ningún ciudadano. Como todos los seres dotados de fortaleza de alma, el señor Caro es enemigo, por temperamento y por educación, de la violencia, obra casi siempre de los gobernantes débiles y vanidosos. Derogar hoy esta ley, cuando se inaugura la nueva administración, sería en cierto modo manifestar recelo acerca del uso que de ella pudiera hacer el jefe del Gobierno; y yo no creo que los miembros de esta cámara puedan abrigar semejante ofensivo temor.
+«Se me dirá, sin embargo, que al señor Caro puede suceder mañana un hombre de temperamento agresivo y violento. Si ese caso llegara, nada lograríamos tampoco con derogar la ley de las facultades extraordinarias, y hasta los artículos constitucionales que prevén los casos de trastorno del orden público. A los gobernantes audaces y arbitrarios no se les contiene con restricciones legales, que ellos saben atropellar, cual si fuesen telas de araña, con el filo de la espada. En tiempo de San Luis, rey de Francia, no había constituciones a la moderna, con definidos derechos individuales; y, sin embargo, supo aquel rey gobernar en justicia y conforme a la ley de Dios. Por el contrario, Robespierre y sus compañeros del terror empezaron su execrable dominación pasando por encima de una liberalísima Constitución que reconocía todos los derechos individuales. Tengamos fe en los hombres buenos y no depositemos nuestra confianza en hojas de papel.
+«Nos decía el señor doctor Robles en la última sesión que mientras los partidos políticos no se alternen aquí en el poder por el libre ejercicio del derecho de sufragio, como sucede en todos los países civilizados, no habrá esperanza de tener gobiernos justos, respetuosos por el derecho y empeñados en buscar su apoyo en la opinión pública. Esta aspiración generosa del doctor Robles es también la nuestra; pero habrá él de convenir que para que tal idea se realice, es preciso que los partidos empiecen por aceptar una base constitucional inalterable, en terreno común dentro del cual libren sus contiendas. Para que dos individuos puedan discutir con fruto, han de estar de acuerdo en mucho, así como deben estar cerca dos que se baten en duelo para poder herirse.
+«En los Estados Unidos esa alternabilidad pacífica de los partidos se realiza fácilmente, porque unos y otros respetan, veneran y sostienen la Constitución, patrimonio común, en su conjunto y en sus detalles. Así, si en la próxima campaña electoral triunfa el Partido Demócrata con su candidato Cleveland, se derogará la Ley MacKinley, se introducirán reformas en la tarifa aduanera, se impedirá la libre acuñación de la plata y se cambiará en muchas oficinas el personal administrativo; pero todo el mecanismo político y el orden social permanecerán inconmovibles. Lo propio sucede en Inglaterra, ya sea whig o tory el jefe del gabinete.
+«Pero eso ni sucede ni puede suceder entre nosotros. Aquí, un cambio en el poder, pasando este de un partido a otro, es necesariamente una revolución, que conmueve hasta los más hondos quicios del edificio social. Y si no, díganos el señor Robles: ¿Qué dejaría subsistente el Partido Liberal, de cuanto consagra la actual Constitución, si le abriésemos nosotros paso a la fortaleza gubernamental? ¿Nos garantizaría además el señor Robles que se nos devolvería el poder si lo ganábamos después de una buena lid en el campo electoral? ¿No se nos contestaría entonces con este nuevo aforismo: “Lo ganado a papelitos sólo se pierde a balazos”?».
+Contrastó la serenidad de Robles con los ímpetus y las vehemencias de los oradores del grupo velista. Es un fenómeno común a todos los tiempos que, cuando los partidos se dividen, las fracciones se atacan mutuamente con más acerbía y encono de la que usan en sus luchas con el adversario tradicional. Y naturalmente ya generalizado el debate, se levantaron oradores de la fracción gobiernista que arremetieron con más furia contra sus antiguos conmilitones de la que gastaron para referirse al vocero del liberalismo, a quien se esforzaron por tratar con la mayor consideración y deferencia. El propio doctor Martínez Silva, en un segundo discurso que no fue publicado in integrum, habló de que no se repetiría el caso de 1860, cuando un Gobierno conservador cayó por débil y por exagerada sumisión a los preceptos de la ley escrita. La alusión era clara: el orador señalaba al Gobierno de la confederación granadina que presidió el doctor Mariano Ospina. Entonces me tocó oír la réplica más grandilocuente, más conmovedora que haya oído en el parlamento colombiano. Pidió la palabra Pedro Nel Ospina y defendió a su ilustre progenitor, el presidente de la Confederación Granadina, a quien el doctor Martínez Silva juzgaba víctima de sus debilidades y más que de su respeto por la ley por la que un eminente pensador llama la superstición legal. La elocuencia de Pedro Nel brotó a torrentes de su corazón, perdió su ligera tartamudez habitual y las palabras brotaban de sus labios con la limpidez y armonía con las que brota la fuente de su manantial. Aquel discurso fue un homérico canto de piedad filial. Recuerdo que, puntualizando las causas del derrumbe de la legitimidad en aquel tiempo, hizo graves cargos al Partido Conservador de Bogotá, especialmente a sus clases superiores y pudientes, refiriendo esta anécdota de la cual puso por testigo al senador Juan Antonio Pardo, secretario del presidente Ospina, que estaba presente en la sesión como casi todos sus colegas del Senado: exhausta la Tesorería, el presidente convocó a los conservadores pudientes de la capital para pedirles un préstamo, no muy cuantioso, pues urgía despachar una expedición militar a Honda y la suma que tales pudientes suscribieron fue tan mísera que el más generoso ofreció quinientos pesos «pero de ocho décimos». En el curso de su peroración, Pedro Nel hizo un cálido elogio del presidente don Manuel María Mallarino, de quien dijo que había dejado en el Gobierno «ejemplos de probidad» que no estaba seguro de que hubieran imitado sus descendientes. Y de esta frase surgió la oportunidad que yo tuve de conocer personalmente y de oírlo discurrir, a Pedro Nel Ospina.
+Julio D. Mallarino, hijo del presidente Mallarino, representante por la circunscripción de Bogotá, se sintió personalmente ofendido por la frase de Ospina y comisionó a mi cuñado general Diego A. de Castro para que exigiera de Ospina una explicación satisfactoria, o en su defecto, una reparación en el terreno de las armas, advirtiendo que, llegado el caso, nombraría otra persona que le sirviera junto con De Castro de padrino. Vivían en el mismo hotel —como ya he dicho antes, en el de la señora Bawden, de la plaza de La Capuchina— Ospina y De Castro. Poco después de terminada la tempestuosa sesión, este último llamó a su habitación a Pedro Nel Ospina y le informó amigablemente la penosa misión que había recibido de Mallarino. Me tocó presenciar la escena. Pedro Nel contestó que a su turno él designaba al doctor Robles para que se entendiera con De Castro y quedó fijado el día siguiente a las once y media de la mañana para la primera entrevista de los dos mediadores. Y me tocó también presenciar tal entrevista. Me fue dictada por el doctor Robles el acta que puso término honroso al desagradable incidente, acta que ayudó a redactar el empresario Cisneros, perito intachable en cuestiones y lances de honor.
+Reconstruido por él mismo el discurso de Pedro Nel Ospina y habida consideración de que en este se venía tratando de la conducta del presidente Mallarino en las elecciones que le tocó presidir, el concepto unánime de Robles, Cisneros y De Castro fue que del hilo de la peroración de Ospina y de su preciso texto no podía desprenderse que pusiera en duda la probidad personal de los descendientes del presidente Mallarino y especialmente la de su hijo el señor don Julio, quien se encontraba en grado de exaltación tal que sin los buenos oficios de Robles y De Castro se hubiera batido con Ospina inmediatamente. El uno y el otro estaban firmes y resueltos a que del incidente resultaran ilesos su honor y su reputación de hombres valerosos. Huelga decir a mis lectores que el proyecto de ley por la cual abrogaba la 61 de 1888 fue derrotado por inmensa mayoría en segundo debate y que volvieron las tediosas sesiones de la Cámara de Representantes hasta cuando entró en discusión el proyecto sobre regularización del sistema monetario.
+EL PAPEL MONEDA — LA BESTIA NEGRA — UN MENSAJE DEL VICEPRESIDENTE CARO — LA AMENAZA DEL DOCTOR CARLOS CALDERÓN — LA BATALLA DEL PAPEL MONEDA Y LA REGENERACIÓN — LOS NEGOCIOS DE PÉREZ TRIANA — SURÍ SALCEDO — URIBE URIBE — EL GENERAL CAPELLA TOLEDO.
+NO SE INTERESABA EXCLUSIVAMENTE en 1892 el país en intrigas políticas. Apenas comenzaba el año cuando un distinguido colaborador de El Correo Nacional que firmaba Z. y que resultó ser un liberal de pura sangre, según declaración posterior de don Carlos Martínez Silva, comenzó a publicar una serie de artículos en los que sostenía la tesis de que estábamos frente a una crisis monetaria por insuficiencia del medio circulante y pugnaba por una nueva emisión de papel moneda que se destinara especialmente al incremento de la agricultura con el objetivo determinado de fomentar el cultivo del café. Como El Relator, dirigido, ya lo he dicho, por el doctor Diego Mendoza Pérez, expresara que El Correo Nacional compartía las opiniones de su colaborador Z., el primero rectificó enfáticamente la aseveración o suposición declarando que en ningún caso y por ningún motivo era partidario de una nueva emisión de papel moneda. Terció en la polémica don Jorge Holguín, bajo el seudónimo de Maximiliano, con una serie de artículos bajo el título de La Bestia Negra, en los que hizo una brillante y documentada defensa del papel moneda y publicados también en El Correo Nacional. Don Jorge concluyó sosteniendo con Z. que era de urgencia para resolver la crisis monetaria un prudencial aumento de los billetes del Banco Nacional en circulación. El presidente titular, señor Núñez, después de felicitar a don Jorge por la brillante defensa que estaba haciendo del papel moneda de curso forzoso se declaró también en forma categórica adversario de una nueva emisión aun para el evento de que ella se destinara para una obra reproductiva. Cuando puso término don Jorge a La Bestia Negra, Núñez le dirigió el siguiente telegrama: «Cartagena, junio, 1892. Jorge Holguín. Bogotá. Recibí grata del 25. Magníficos sus artículos menos conclusiones del último. Departamentos necesitan con urgencia combinación fiduciaria contra horca de usura feroz condenada por la Iglesia. Centralismo absoluto es más que crimen. Saludes. Amigo de siempre. Rafael Núñez». El Correo Nacional, en su entrega del 2 de julio, aclaró el sentido y alcance del telegrama copiado en el siguiente suelto editorial: «Emisión. Nos creemos autorizados para comunicar al público que el señor doctor Núñez es decididamente adverso a todo proyecto que tenga por objeto aumentar la emisión de papel moneda de curso forzoso, en cuanto altere la cantidad del actual medio circulante. Cuando él, en el telegrama dirigido al señor don Jorge Holguín, que publicó El Correo Nacional, habló de alguna combinación financiera con los departamentos, en manera alguna quiso referirse a la facultad de emitir papel moneda. El señor doctor Núñez ha hecho extraordinarios esfuerzos para llegar a la unidad monetaria en el país, y no se comprende cómo pudiera hoy romperse esta unidad sin introducir el más peligroso elemento de perturbación y de anarquía en el ramo que requiere más que ningún otro estabilidad y firmeza. Si no estamos mal informados, lo que el señor doctor Núñez desea es que los departamentos puedan emitir bonos sobre sus propias rentas, pero sin que tales documentos tengan curso forzoso. Esa sería una mera operación de tesorería, como las que han hecho siempre entre nosotros los Gobiernos nacionales y locales. Lo dicho bastará, nos parece, para devolver la tranquilidad a los que se muestran alarmados por un posible aumento de emisión». El Porvenir de Cartagena, órgano del señor Núñez, fue todavía más explícito al afirmar que el «dogma de los doce millones» era un compromiso moral contraído con la nación y que violarlo sería «más que un crimen, una falta, según la célebre fórmula».
+Sabía el señor Núñez, gracias a un asiduo y bien informado corresponsal, que dejó de ser asiduo desde los primeros meses de 1893, que en 1889 se había hecho una emisión de papel moneda para recoger la llamada deuda antigua, pero sabía al propio tiempo que tal emisión no había sobrepasado el dogma de los doce millones. El asiduo y bien informado corresponsal al dar la noticia al señor Núñez entró en todos los detalles de la conversión de la deuda antigua, atribuyendo la responsabilidad de lo sucedido al ministro del Tesoro de la administración Holguín, en aquel tiempo don Carlos Martínez Silva. Este es un capítulo de historia secreta al que le tocará el turno en 1893, tercer año de mi vida de razón, voluntad y fiel memoria.
+Era, por tanto, indicado que uno de los primeros actos de la administración Caro fuera el de ocuparse en la regulación del sistema monetario porque el presidente titular continuaba insistiendo en su tesis de que no debía aumentarse la emisión y escribió al representante Manuel José Ortiz D. una carta en la que le decía: «Habrá usted visto que soy en absoluto adverso a toda nueva emisión. Para mí este asunto no es de economía política sino de ética. Un solo centavo más sería tan dañoso como mil millones. Se vuelve el papel oro y diamante, con declararlo inalterable en el sentido de más». El 12 de septiembre presentó el ministro del Tesoro un mensaje del vicepresidente y un proyecto de ley sobre regulación del sistema monetario. El primero, como todos los documentos redactados por el señor Caro, es modelo de estilo castizo y exhibe conocimientos que nadie sospechaba que pudiera poseer el humanista en las ciencias de la economía y las finanzas. Mas se advierte en el texto del mensaje una fundamental discrepancia con las opiniones del presidente titular sobre monto de la emisión. Veámoslo claramente. El mensaje del vicepresidente dice:
+«En el año de 1887 se fijó como máximum de la emisión de billetes del Banco Nacional la suma de doce millones de pesos, aumentada después con nueva emisión destinada al cambio y reacuñación de la moneda de plata de 0,500.
+«No se fijó esa suma caprichosa o arbitrariamente, como pudo haberse fijado la de 6 o 24 o 30 millones, por ejemplo, sino calculando una proporción justa entre ella y el movimiento económico del país, representado por el monto de las rentas públicas. La proporción natural es de equivalencia de la masa del papel moneda con el importe total de las contribuciones públicas. La base que aquí se adoptó fue bien moderada como inferior al precipitado límite. Mas si aquella cifra fue suficiente mientras subsistieron las condiciones que la determinaron, no debe de serlo si varían considerablemente los elementos que sirven para calcular la cantidad de moneda necesaria para los cambios interiores; de donde se infiere rectamente que la promesa que se hizo en 1887, consignada en una ley, reformable por su naturaleza, de no pasar de aquel límite, debe estimarse constante mientras perduren iguales causas, pero no de carácter absoluto o como consagración perpetua para todos los tiempos y circunstancias, cuanto más que ella se refería a un recurso provisional, y en este supuesto se expidieron en la misma época leyes por las cuales se establecían los medios, hasta ahora irrealizables, de “amortizar” el papel moneda. La elasticidad es necesaria condición de la masa de numerario que un mercado necesita, y si es dable al legislador señalar, aunque sin carácter de invariables, las asignaciones de la lista civil o el número de empleados de una oficina, mal podría reducir a perpetuidad los signos de cambio a determinada cifra, que andando el tiempo circunscribiese a estrechos horizontes la actividad industrial, condenando a la inercia los órganos del movimiento económico. La reacción contra las extravagancias del inflacionismo, que es sólo una exageración, no debe pecar por el extremo opuesto. En ningún caso debe desearse ni permitirse la reducción del numerario, porque la historia prueba con abundantes ejemplos que tal reducción, cuando la producción aumenta y el comercio se dilata, envuelve la parálisis de la una y la muerte del otro.
+«En suma, aquella promesa legal, dictada por espíritu de templanza y moralidad política, no bien reconocido por todos, está sujeta a las excepciones que imponga el interés público en que se inspiró, como todo lo que la nación por medio de sus delegados establece en beneficio de ella misma».
+Sin embargo, colocado el vicepresidente en la necesidad de declarar expresamente si era o no partidario de nueva emisión de papel moneda, concluía adoptando la política aconsejada por el presidente titular: «Si todos los colombianos estuviesen bien penetrados del espíritu de rectitud que anima a los miembros del Congreso y a los conductores de la política; si no se temiese por los escépticos o pesimistas, que una nueva emisión puede perturbarle de repente el juicio al Gobierno, corromper los caracteres y conducir a una intemperancia criminal; si no contribuyen a justificar este temor los que, guiándose en su corazón por otros móviles, se empeñan en desacreditar el papel moneda, por ser enemigos de las instituciones y adversos a cuanto les dé fuerza y prestigio, no debe dudarse que una moderada emisión sería acogida con beneplácito general. El interés económico la reclama, la mala voluntad de algunos la impugna; otros, no por razones de opinión, honradamente la temen como preludio de nuevas emisiones. En presencia de esta situación, el interés de asegurar la confianza pública, de acallar pretextos de censura, que responder a la maledicencia o a recelos infundados, con un grande ejemplo de sobriedad, aconseja mantener el límite actual mientras el billete conserve el carácter de papel moneda del Estado. Acaso los efectos morales de una conducta austera compensen con creces los perjuicios materiales, ínterin se conjura la crisis por otra vía. Este aspecto de la cuestión ha inducido a nuestro más eminente estadista a dejar oír su voz autorizada contra todo proyecto de nuevas emisiones».
+El proyecto de ley sobre regulación del sistema monetario optaba por la reconstrucción del capital del Banco Nacional con el producto de las rentas que con aplicación especial estableciera el Congreso en sus sesiones de 1892 «hasta completar el importe de la deuda del Gobierno al banco», que era ya muy crecida y equiparaba los billetes del Banco Nacional a moneda de plata a la ley de 0,835 para el objeto de cambiarlos en las oficinas del banco cuando lo dispusiera el Gobierno, pero este podría equipararlos a moneda de oro o de plata a la ley de 0,500, por moneda del mismo metal a la ley de 0,835. No quiero yo engolfarme en disertaciones económicas y financieras, pero sí quiero registrar un hecho incontrovertible. Así como la Regeneración le ganó al liberalismo colombiano dos batallas, la del centralismo político y la de las relaciones entre la Iglesia y el Estado reguladas por un concordato, el liberalismo le ganó a la Regeneración la batalla del papel moneda. Y hay que dejar expresa constancia de que el jefe que alcanzó la victoria fue el eminente economista don Miguel Samper, que firmaba sus luminosos estudios con el seudónimo XYZ. Dos años después de 1892 —en 1894—, la administración Caro se vio forzada a presentar un proyecto de ley ordenando la liquidación definitiva del Banco Nacional y el papel moneda quedó prácticamente sin respaldo y con el aumento de su emisión y el poder discrecional del Gobierno, este se vio forzado a aumentarla para atender a los gastos de la guerra de 1895, y a la posterior de los Mil Días y a saldar los déficits de tesorería. En 1902 el dogma de los doce millones, había convertido en el Himalaya de los un mil millones.
+Fue en el curso del debate del proyecto sobre regulación del sistema monetario a que vengo refiriéndome cuando el doctor Robles presentó una moción por la cual se disponía que la Cámara de Representantes nombrara una comisión con el propósito de practicar visita al Banco Nacional y cuando el ministro del Tesoro, doctor Carlos Calderón, en elocuente discurso como todos los suyos, hizo la grave declaración de que si esta moción era aprobada y se nombraba la comisión, ella sería recibida con las puntas de las bayonetas del ejército permanente. ¡Cuán grave y funesto error el de Calderón! La inspección del Banco Nacional ordenada y ejecutada por el órgano constitucional de fiscalización de la administración ejecutiva, llevada a cabo dentro de un ambiente de serenidad y legalismo, habría producido menos escandalosos efectos y menos perjuicios morales al régimen que la violenta campaña de prensa desatada dos años después, más con finalidades políticas que con la de sacar a luz una verdad oculta, mantenida en secreto, secreto que, por lo demás, era el de Polichinela. Ante la inusitada amenaza del ministro del Tesoro se levantó Robles airado y desafiador, perdió la serenidad de que había dado tantas muestras hasta entonces, y dijo algo que en un futuro muy próximo debía confirmarse: «Al partido de oposición, mirando el asunto desde un punto de vista egoísta, le convenía más que no se aprobara su moción».
+A pesar de las nubes que comenzaban a oscurecer el horizonte político existía en el país y se manifestaba en cuantas ocasiones le era dable manifestarse, un anhelo de progreso material que realizado hubiese sido la mejor y más firme garantía de la paz pública. El país se debatía por salir del estancamiento y la rutina, del remanso de que hablara más tarde el general Pedro Nel Ospina. La ola de agitación política moría cuando se hablaba de ferrocarriles. Antioquia venía realizando con buen éxito gestiones en el exterior para continuar la construcción del ferrocarril de Puerto Berrío a Medellín; Santander luchaba por salir de su incomunicación con el río Magdalena; el Cauca por comunicar su puerto principal en el mar Pacífico con Cali; Cartagena por reemplazar la incierta y difícil navegación del canal del Dique por los rieles que la llevaran hasta el puerto fluvial de Calamar, y era aspiración unánime de los cundinamarqueses la conclusión de Ferrocarril de Girardot. El general Dávila comenzaba los trabajos del ferrocarril a Zipaquirá. Y el señor Núñez tenía más fe en la eficacia de los ferrocarriles para asegurar la paz que en el ejército y las facultades extraordinarias, y así lo manifestaba en las columnas de El Porvenir, como en su correspondencia con los dirigentes de la política. Bajo este ambiente llegó a Colombia Santiago Pérez Triana, que había pactado en Londres tras negociaciones muy inteligentes y tinosas, con el concurso de una casa constructora de muy buena fama y reconocido prestigio científico que se ofrecía para construir los ferrocarriles de Antioquia y Santander y dar en empréstito a los gobiernos de los dos departamentos el capital necesario para llevar a término tales obras. Un buen día me encontré con Pérez Triana en la casa del señor, su cuñado, mi acudiente don Alejandro Pérez. Reconocióme, a pesar de su miopía, y después de preguntarme cómo iba en mis estudios, si era externo o interno y las horas de mis clases, me dijo: «Palacito, yo estoy necesitado de un joven a quien dictarle y que me haga ciertas diligencias; si usted obtiene permiso tres horas en la tarde sin perjuicio de sus estudios, váyase a mi oficina en el piso alto del edificio Maguin —primera calle Real— y le daré ocupación remunerada». Miré a mi acudiente como implorándole su aceptación a la magnífica propuesta que me hacía el espléndido y generoso Santiago, y don Alejandro dio su opinión favorable si yo podía obtener el permiso correspondiente en la Universidad Republicana, que me fue fácil obtener gracias a la benevolencia que usaron siempre conmigo los directores Herrera Olarte e Iregui. Terminadas mis clases en la Universidad, que eran todas en las horas de la mañana, menos la de inglés, de la que hube de prescindir, yo salía de la Universidad a las once y media, almorzaba con Diego de Castro y en punto de la una estaba en la oficina de Pérez Triana. La dificultad con que tropecé, pero bien pronto fue salvada, era la de que yo no sabía manejar la máquina de escribir. Las dos que tenía en uso Pérez Triana, inglesas de marca Yost, tenían el teclado —las letras— muy bien ordenadas. Me habitué tanto a usar la máquina Yost que la usé hasta 1913. Hoy ya no se traen a Colombia o ha desaparecido la casa que las fabricaba. En la oficina de Pérez Triana di de manos a boca con Tomás Surí Salcedo, amigo mío y a pesar de la diferencia de edades, coterráneo y casi vecino, pues él y yo vivíamos en Barranquilla en la misma calle, acera y a menos de una cuadra de distancia. Ignoraba que estuviese en Bogotá, pues hubiera ido a visitarlo inmediatamente. Yo tenía a Surí como al mentor y guía de mis lecturas, porque llegó a adquirir, desde muy joven, y no exagero, una vasta cultura literaria, esmaltada con un buen gusto que en él era innato en todos los actos de su vida. Era un refinado en su vestido, en su mesa, en su trato social y familiar. Jamás tuvo las exageraciones y los desplantes que suelen ser comunes en las gentes nacidas en las tierras ardientes. Cuando estuve de vacaciones en Barranquilla supe que Surí andaba por Europa. De allá regresó con Pérez Triana, quien le había ofrecido nombrarlo agente comisionista de los constructores del Ferrocarril de Antioquia en la costa Atlántica. Trabajaba pues al lado de Pérez Triana, a quien le prestó inteligentes y muy discretos servicios. Tuve así la feliz oportunidad de estrechar aún más mis relaciones de amistad con este perfecto caballero, a quien recordaré más de una vez en el curso del relato de mi vida. He de repetirlo, las memorias que estoy evocando no son mías sino de los otros.
+En cuanto puede ser apreciado y analizado por un muchacho de diecisiete años, yo puedo afirmar que desde el primer momento vi en la inteligencia de Pérez Triana algo maravilloso, de fenomenal, si cabe el vocablo. En los más nimios detalles se advertía que se estaba frente a un hombre excepcional, muy superior al medio y al tiempo en que le tocaba actuar. Era, como Surí Salcedo, un perfecto caballero, no sólo de maneras, sino en su fondo. Yo no observé en aquella oficina nada incorrecto: se trabajaba recio y con método. Oía hablar al patrón el inglés con el más puro acento londinense con los ingenieros ingleses que vinieron con él de la Gran Bretaña; en inglés con acento y vocabulario saxoamericano, con los yanquis; en francés como un parisiense con los franceses, y le había oído cantar, alegres las unas y melancólicas las otras, canciones alemanas en un viaje por el río Magdalena que ya he recordado. Hay quienes creen que el dominio de las lenguas extranjeras no es signo de inteligencia, sino de memoria y fácil adaptación, cualidad que distingue a los hombres que desempeñan pequeños oficios y menesteres: los mayordomos y porteros de los grandes hoteles, sirvientes de trasatlánticos, agentes viajeros de compañías de seguros, etcétera. El caso de Pérez Triana infirma la arbitraria suposición.
+En aquella oficina, que es para mí inolvidable, conocí mucha gente principal y la oí hablar, pero no la traté, pues Pérez Triana, y así son todas las personas distinguidas, no tenía la manía de las presentaciones. Y qué iba él a presentar a un boy, a un inexperto mecanógrafo. Allá vi por primera vez a Rafael Uribe Uribe en todo el vigor y la plenitud de la juventud, entusiasmado, con un entusiasmo ardiente por los grandiosos proyectos que traía Pérez Triana y que comenzaban a convertirse en realidad. He pensado muchas veces que si no fracasan y se construyera entonces el Ferrocarril de Antioquia no hubiéramos tenido al Uribe Uribe, hombre de guerra, caudillo militar, a la espada fulgurante, al verbo encendido de la revolución, y en cambio de todo ello al ingeniero que desafía la muerte en las inclemencias del clima, en lucha bravía con la selva y el pantano. La marcha del país hacia el progreso y la civilización, la conquista de los ideales democráticos, fuera más lenta pero más segura y firme. Núñez estaba harto de razón: los ferrocarriles eran la mejor garantía de la estabilidad de la paz.
+Terminada la primera quincena de mi ocupación en la oficina de Pérez Triana, tuve una sorpresa muy agradable: el patrón me entregó en billetes de a un peso del Banco Nacional el total de cuarenta; patrón espléndido y generoso que me hizo gozar una fruición que se explicarán mis lectores. Cuarenta pesos en aquel tiempo de mercancía barata era un capital, para el estudiante de diecisiete años, que añadidos a lo que se me enviaba de casa y a lo que me obsequiaba mi cuñado Diego A. de Castro ascendían a más de ciento veinte pesos mensuales. Lo suficiente para ir al teatro y a toros, para darme el lujo de comer una vez por semana en el café Madrid, de Enrique García, y para realizar una ilusión que venía acariciando de tiempo atrás: comprar un traje de Rodríguez y Pombo y exhibirlo en Barranquilla durante las vacaciones para asombro y envidia de los pepitos pueblerinos, aun cuando sudara la gota gorda.
+Otra gente principal conocí y traté en 1892, casi toda del bando regenerador. José Ignacio Díaz-Granados, que no era todavía mi condiscípulo, pues él estudiaba hasta 1892 en el Externado, me llevó a la casa del señor su tío, el general Luis Capella Toledo, a la sazón inspector general del Ejército, viejo amigo y camarada de mi padre, que me recibió con los brazos abiertos, me señaló puesto en su mesa, en la que nos sentábamos casi todos los domingos José Ignacio y yo para saborear los platos más exquisitos de la cocina costeña. Alto, erguido, siempre elegantemente vestido de civil, porque el uniforme militar lo usaba sólo para las paradas y recepciones, era el general Capella Toledo un gentilhombre por los cuatro costados. Se había dedicado a los estudios de la historia nacional con amor y pasión, y fruto de ello fue su delicioso libro Leyendas históricas, en las que narra episodios de la guerra emancipadora dentro del género que se ha llamado después de la pequeña historia. La conversación con el general Capella Toledo no era sólo amena sino instructiva. Le oí referir anécdotas interesantísimas en las que aparecían nuestros próceres despojados con el manto de la leyenda, en carne viva, en palpitante realidad. Varón de mujeres y de amor nos daba sabios consejos que nos sirvieran para sofrenar las pasiones y conocer el corazón del «viejo enemigo del hombre». Era muy popular el retrato instantáneo que hizo del general Capella Toledo, Pacho Carrasquilla:
+Autor de antiguas leyendas,
+dizque no tiene miedo,
+muestra prendas de valor,
+plumaje, caballo, riendas,
+rica espada de Toledo.
+Si quiso ser irónico el epigrama en lo de «muestra prendas de valor», resultó fallido. El general Capella Toledo fue en verdad un valiente y lo demostró en las guerras y en lances personales.
+Otro domingo se le antojó a José Ignacio que lo acompañara a hacer una visita al doctor Julio E. Pérez, de quien me dijo que había sido uno de los más cariñosos y fieles amigos de su padre —el de José Ignacio— aun cuando estuvieron separados últimamente en política añadiéndome que Pérez lo era también del mío, a más de copartidario, pues ambos a dos militaban en el independentismo. Julio E. Pérez, oriundo de Remolino (departamento del Magdalena) había fijado su residencia en Bogotá desde muy joven y en la ciudad capital fundó hogar e hizo una notable carrera pública. Fue por muchos años secretario del Senado de Plenipotenciarios, de Relaciones Exteriores, Tesoro y Fomento en las administraciones de Núñez y Campo Serrano; tenía reputación bien adquirida de orador parlamentario elocuente y escribía con facilidad y elegancia, aun cuando muy raramente, pero al hacerlo sus artículos no pasaban inadvertidos; causaban sensación. Recuerdo haber leído uno en defensa del independentismo cuando alguien comparó a los hombres de su bando con el Thenardier de la hermosa leyenda de Waterloo que compuso Victor Hugo para Los miserables, que es a mi manera de ver un formidable y concluyente alegato. Otro artículo de Pérez que fue publicado sin firma en El Correo Nacional de editorial y que causó no sólo enorme sensación sino que también tuvo hondas repercusiones políticas, es el intitulado «Nuestros progresos», que se atribuyó a don Carlos Martínez Silva porque este acababa de regresar de los Estados Unidos y Europa y contribuyó según me lo refirieron personas bien informadas, a entibiar las relaciones personales y políticas de este con el vicepresidente Caro, relaciones que poco después se rompieron estrepitosamente. Sobra decir que complací gustosamente a don José Ignacio Díaz-Granados visitando en su compañía a Julio E. Pérez. Habitaba él entonces la amplísima casa de planta baja situada entre las carreras 6.ª y 5.ª, calle 11, que después fue ocupada por el Conservatorio Nacional de Música y hoy, si no me equivoco, por una división de la Policía Nacional. Hago memoria de que anunciaron nuestra visita dos niños lujosamente vestidos, muy locuaces y cultos para sus edades, hijos de Pérez, que se llamaban Eduardo y Julio. El dueño de casa nos recibió afablemente, la conversación fue banal y careció de interés para mí, pero cuando me encontraba en la calle se detenía a saludarme y a inquirir noticias de mi padre. Un año después, al fin de 1893, Julio E. Pérez estuvo en Cartagena y yo fui a presentarle personalmente el saludo del presidente Núñez y la invitación para que en la tarde de ese mismo día fuera a conversar con él extensa y confidencialmente. En el pequeño opúsculo que en 1923 escribí y publiqué sobre los recuerdos del breve tiempo en que tuve la dicha de convivir con Núñez, he referido los pormenores e incidentes que conozco de esa entrevista entre Núñez y su antiguo secretario de Relaciones Exteriores y del Tesoro.
+En el mes de septiembre recibí una carta de mi padre avisándome que a tiempo con ella llegaría a Bogotá el doctor Felipe Angulo y ordenándome que en primera oportunidad le hiciera una visita, pues era uno de los amigos a quienes él tenía en mayor aprecio. Cumplí la orden un domingo, por cierto, a hora inoportuna. Me presenté a la casa de don Manuel Uscátegui, en donde se había hospedado el doctor Angulo, antes de las diez de la mañana. El ministro de Colombia ante Su Majestad la reina Victoria estaba dedicado a su toilette. Sin embargo, tuvo la gentileza de hacerme pasar a su cuarto y me recibió con los brazos abiertos. Yo quedé deslumbrado ante la gallardía, casi majestad, de aquel hombre que entraba a la sazón apenas en los treinta y cinco años de su edad: arrogante, vigoroso, con una cara hermosa pero varonil que contribuía a hacer más atractivo su ojo artificial, detalle que no podía descubrirse sino después de muchos minutos de tenerlo uno a su frente. Era entonces el doctor Angulo un arbiter elegantiarum y continuó siéndolo hasta el fin de sus días. Pocas carreras tan fulgurantes y rápidas había tenido la vida pública colombiana como la de Angulo. A los veintiocho años era ya secretario de Estado en el despacho de Hacienda de los presidentes Hurtado y Núñez, a los veintinueve del segundo en el despacho de Guerra, el hombre fuerte del régimen que estranguló la revolución de 1885 y el personaje más discutido, más combatido por el radicalismo y al propio tiempo el de mayor prestigio entre independientes y conservadores en el momento en que iba a culminar la transformación política más honda que se haya realizado en el país desde su advenimiento a la vida soberana. Confieso que en nada de esto pensaba yo cuando veía la complicada toilette del doctor Angulo. He sido siempre un poco superficial y lo era aún más a los diecisiete años. A mí lo que me tenía embebecido eran los trajes del doctor Angulo, su bata, sus vestidos, sus corbatas, la irreprochable distinción de sus modales, su voz de clarín que sabía amortiguar una perfecta educación. Mas todo eso era la envoltura del político, del diplomático, del hombre de gobierno. A poco de conversar con él comprendí que se interesaba por cosas serias. Me pidió informes de mis estudios, de mis profesores, haciéndome un cálido elogio de Herrera Olarte, revelándoseme como un conocedor del sistema filosófico de Spencer, que impugnó con razones que hacían pensar. Fue el doctor Angulo la primera persona a quien oí hablar de El discípulo, de Paul Bourget.
+El doctor Angulo estuvo en Bogotá pocos meses. Elegido en 1892 senador principal por el departamento de Santander, se excusó de asistir a las sesiones de la cámara alta, y ocupó la curul el primer suplente, señor Aníbal García Herreros. Lo visité varias veces a Angulo —y lo veía casi diariamente en las tardes, cuando pasaba yo frente al almacén de Flórez Uscátegui y Angulo, situado en la tercera calle Real, en el local que hoy ocupa el almacén Ley—. Allí se reunía la plana mayor del independentismo: Antonio Roldán, Julio E. Pérez, Juan Manuel Dávila, José Manuel Goenaga. De la habitual tertulia hacía parte sólo un caballero que no era independiente: don Guillermo Vargas. Todos estos señores, incluyendo el viejo Roldán, eran figurines a la última moda. La mordacidad y el humorismo bogotanos dieron un nombre al almacén de Flórez Uscátegui y Angulo: La Playa. El Angulo de la firma social era el doctor Luis Angulo, hermano de Felipe.
+Mi cuñado Diego A. de Castro me exigía que lo acompañara a hacer algunas visitas; fui con él a cumplir ese rito —las visitas eran a manera de rito religioso hace cincuenta años— a las casas del general Antonio B. Cuervo y de don Jorge Holguín. Cuervo era amigo de mi padre y habían sido ellos colegas en el último Senado de Plenipotenciarios, el de 1884. Los unieron estrechamente la defensa que hicieron entre ambos del general Daniel Aldana, gobernador de Cundinamarca, y las peripecias de la tormentosa lucha parlamentaria sobre la Ley 11. Luego en Europa afianzaron más sus relaciones, siendo Cuervo ministro en la Gran Bretaña y Palacio en Alemania. Se daban citas frecuentes para reunirse en París. Como todos los hombres de guerra y de aventuras, el general Cuervo tenía gran memoria para las fisonomías. Tanta como la del general Reyes, que es mucho decir. Fue tenderle la mano y reconocerme. Me había conocido cuando yo tenía once años y en uniforme de colegial. Le pidió a mi cuñado que le refiriera cómo lo había tratado el general Sergio Camargo cuando lo tomó prisionero en 1885 frente a Calamar. No eran muy gratos los recuerdos que conservaba el general De Castro de Camargo. Después de oírle referir a mi cuñado lo que le pasó en su cautiverio, Cuervo hizo este comentario: «Es extraño lo que usted me cuenta, Diego, porque Camargo es uno de los jefes liberales más nobles y generosos». Hablando de política, el ministro de la Política se expresó muy duramente del conservatismo de cierta sección del país en donde las ambiciones y rencillas eran ya un fenómeno inquietante.
+En la casa de don Jorge Holguín encontramos también de visita a don Pablo Arosemena. Había llegado a Bogotá probablemente en su carácter de jefe del liberalismo en Panamá a intervenir en la resolución de la renuncia que había presentado al Centro Liberal y en el nombramiento del doctor Santiago Pérez, anunciado por la prensa, para jefe supremo y único del partido. Don Pablo Arosemena le estaba refiriendo a don Jorge con todos sus pormenores y detalles lo que ocurrió el 7 de marzo de 1849 en la iglesia de Santo Domingo cuando el Congreso de la Nueva Granada, en dramática y tumultuosa sesión, eligió presidente de la República al general José Hilario López. Interrumpida por nuestra llegada, don Jorge excitó a Arosemena para que repitiera el comienzo y pudiéramos oírlo De Castro y yo. El relator había sido testigo de aquellos sucesos desde las barras y como estudiante. Parecióme un delicioso y sagaz comentarista. He podido comprender después, y lo he practicado, el método que siguió don Jorge Holguín para acumular el enorme acervo de conocimientos que llegó a poseer en la historia, así grande como pequeña, de nuestra agitada vida independiente. Él se hacía referir por quienes los habían presenciado los más notables acontecimientos; de los amigos o servidores de nuestros hombres representativos, anécdotas que dieran la clave de sus caracteres y de sus actuaciones más señaladas. El señor Caro me decía alguna vez: «En Colombia no hay quien conozca la vida de Mosquera más que Jorge Holguín; lo peligroso es que remontándose en alas de la fantasía confunde la historia con la leyenda». La afirmación de Caro está respaldada por el incidente parlamentario que paso a referir para solaz y regocijo de mis lectores:
+Hace medio siglo vivían en Bogotá, y llegaron a ser dentro de su ambiente muy populares, un francés y una francesa que tenían establecido un salón de modas en la esquina de la calle 12 con carrera 8.ª: monsieur y madame Devoitine. Pasaba la pareja los umbrales de la ancianidad y seguramente la veían llegar ya con el temor de quien no tiene provisiones suficientes para los helados días del invierno. En sus ratos de ocio veíase a los dos viejos paseando por las calles de la capital amorosamente cogidos del brazo, caminando aprisa, menuditos, todavía ágiles, ella de cofia y él de hongo y gabán. El ingenio bogotano le dio a la pareja el remoquete de Julieta y Romeo. Al salón de la pareja Devoitine —hay quien asegure hoy que la amorosa unión no estaba bendecida por la Iglesia— acudía la clientela más selecta y distinguida. Naturalmente entre ella se contaba don Jorge Holguín. Monsieur Demoitine había sido en su juventud hombre de armas y pelea y ayudante de campo de don Julio Arboleda. Razón de más para que don Jorge fuera su asiduo cliente. Le placería oír los relatos que de las campañas y batallas de don Julio Arboleda, su suegro, de labios de un testigo actuario con aquella gracia y comicidad inimitables que tienen los franceses en su conversación. Espontáneamente o por petición de monsieur Devoitine, movido en todo caso por sus nobles y generosos sentimientos, don Jorge presentó al Senado en las sesiones de 1892 un proyecto de ley por el cual se concedía una pensión vitalicia, por cierto no exagerada, al viejo Devoitine. El proyecto no tuvo tropiezos en el Senado, pasó en los tres debates y llegó a la Cámara de Representantes, en la que fue negado. Su autor no se dio por vencido e hizo aprobar en la cámara de origen la proposición reglamentaria insistiendo ante la que había rechazado el proyecto y se hizo nombrar, junto con algún otro senador que no recuerdo, para defenderlo.
+Yo ardía en deseos de oír hablar a don Jorge Holguín nuevamente pero en improvisación. Mis deseos no fueron defraudados y le oí la más emocionante y al propio tiempo la más graciosa en tal oportunidad. Hizo de su protegido Devoitine y de su Julieta la pintura más gráfica, conmovió a sus oyentes, cuando habló de la santidad de sus costumbres, del entrañable amor que se profesaban, de que sería una crueldad dejarlos en el desamparo y en la miseria cuando se les avecinaba la ancianidad y entró luego a reclamar para quien había prestado a la causa de legitimidad en 1860 los más heroicos y denodados servicios la recompensa debida. En ese momento la fecunda imaginación del orador se remontó a regiones estratosféricas. Enanos resultaban todos los héroes de la historia ante el viejecito que veíamos pasar tranquilo y sonriente por las calles de Bogotá cuando descansaba de su oficio. Según don Jorge, en cierta batalla Devoitine hizo prodigios de valor, audacia y bizarría. Como Arboleda necesitaba enviar una comunicación urgente al general Joaquín M. Córdoba, designó a Devoitine para desempeñar la difícil y arriesgada misión y hubo él de atravesar el torrentoso Dagua a nado llevando en la boca, mordiéndola con sus dientes, la misteriosa comunicación. Don Jorge hablaba y tenía a su diestra al representante general Belisario Losada, que profunda y sinceramente emocionado dijo en alta voz: «Señor presidente, todo lo que dice el honorable senador Holguín es la verdad, yo fui testigo de ese acto de heroísmo». Todos pudimos ver a don Jorge inclinarse hacia el general Losada y hablarle algo que inmediatamente fue motivo para que los vecinos de pupitre estallaran, no exagero, en una colosal carcajada. Súpose después lo que don Jorge había dicho al general Losada: «Pues usted tiene una imaginación más grande que la mía, porque nada de lo que yo he contado es cierto». Pocos discursos he oído yo más divertidos, más sabrosos, más esmaltados de historia auténtica, de chispeantes anécdotas, de apreciaciones más certeras, como el de don Jorge aquella tarde. Su compañero, para sostener el proyecto, no estuvo a la altura suya, y el proyecto fue nuevamente negado por la cámara con una escasa mayoría. Presumo que el mecenas del héroe Devoitine le recompensaría personalmente con algo substancioso.
+A la cámara de 1892 asistió como representante principal por la circunscripción de Santander, Ismael Enrique Arciniegas. No me fue dado entonces tratarlo personalmente. En los días inmediatamente anteriores a la posesión del vicepresidente Caro, «sonaba» Arciniegas como candidato para el secretario privado del jefe de la nueva administración. En aquel tiempo, como en todos los tiempos, las gentes se entretenían en hacer combinaciones para organizar ministerios y proveer altos empleos nacionales, ahorrándoles ese trabajo a los jefes del Estado. El vicepresidente Caro nombró secretario al doctor José Vicente Concha. Muy joven todavía en 1892, Ismael Enrique Arciniegas llegó a Bogotá precedido de la fama que ya había conquistado de poeta de alta inspiración y de castizo publicista. Presentó un proyecto de ley señalándole una pensión a las hijas solteras del doctor José Joaquín Ortiz, que había muerto recientemente. El proyecto fue negado porque la cámara estaba resuelta a hacer economías. Pidió Arciniegas la reconsideración y al sostener su moción pronunció un brillantísimo discurso, obteniendo que fuera el proyecto aprobado. En 1896 conocí y comencé a tratar a Arciniegas en Barranquilla, de paso por Caracas, adonde iba nombrado como secretario de nuestra legación. Me unió a él después una amistad fraternal que jamás se entibió, haciéndose, por el contrario, cada un día más apasionada y comprensiva. Su figura será evocada frecuentemente en los recuerdos de mi vida, pues no se aparta ella de mi memoria ni de mi corazón.
+La conmemoración del 12 de octubre tuvo una severa solemnidad. En la noche se inauguró oficialmente el Teatro Colón, y digo oficialmente porque poco antes había tenido lugar allí una espléndida función de carácter político. El banquete que la mayoría de la Cámara de Representantes ofreció al presidente saliente, doctor Carlos Holguín, el lunes 8 de agosto a las 6 y media de la tarde. De la descripción que hizo El Correo Nacional del suntuoso ágape transcribo los siguientes párrafos:
+«A las seis y media, hora indicada, los concurrentes empezaron a llenar el amplio salón; el señor doctor Holguín entró acompañado del exgobernador de Cundinamarca, general A. B. Cuervo, hoy ministro de Gobierno, y de cuatro honorables representantes que habían sido especialmente comisionados para conducirlo de su casa de habitación hasta el lugar de la reunión.
+«Mientras alrededor de la mesa circulaban el servicio de variados platos y exquisitos licores, los palcos de segunda y tercera fila fueron ocupados por señoras y caballeros que acudieron a contemplar el espectáculo nuevo y una fiesta simpática.
+«Entre las familias que alcanzamos a conocer podemos citar las distinguidas de Arboleda, Piñeres, Pardo, Quijano, Holguín, Mallarino, Ordónez y Cualla.
+«Entre los invitados, los honorables miembros del Senado, los magistrados de la Corte Suprema, el señor gobernador del Tolima, general Manuel Casabianca, el ministro de Colombia en España, señor Betancourt, el presidente de la Asamblea, el alcalde de la ciudad, el doctor José Vicente Concha, el señor Hernando Holguín y el señor Antonio María Gómez Restrepo» (El Correo Nacional, número 562, miércoles 10 de agosto de 1892).
+LAS FIESTAS CON QUE BOGOTÁ CONMEMORÓ LA CLÁSICA FECHA — RAFAEL M. MERCHÁN Y BERNARDO DE J. COLOGAN — LA INAUGURACIÓN DEL TEATRO COLÓN — POMBO Y DIEGO URIBE — ESPECTÁCULOS PÚBLICOS — LA UNIDAD NACIONAL.
+LA CONMEMORACIÓN DEL CUARTO centenario del descubrimiento de América tuvo prólogo: una interesante polémica de promesa. Invitado don Rafael M. Merchán, cubano eminentísimo, que había fijado su residencia en Bogotá desde años atrás, para formar parte del comité organizador de las festividades, se excusó de aceptar el encargo alegando la situación en que mantenía España a su patria y a Puerto Rico. Un escritor, no por cierto tan erudito y diserto como el señor Merchán, que firmaba Juan de la Cosa, le contestó que las festividades no eran especialmente un homenaje a España sino al descubridor de América. Replicó el ilustre cubano con grandeza y elevación de pensamiento diciendo que en justicia no se podía prescindir de España tratándose del grande acontecimiento sin cuyo concurso este no se habría cumplido. Desgraciadamente, Merchán olvidaba que las glorias de un pueblo no pueden eclipsarlas, ni amenguarlas, los errores o las faltas de su gobierno. ¿Quién fue Merchán? Las nuevas generaciones saben más de sus descendientes que del progenitor.
+Merchán llegó a Colombia traído por el audaz e infatigable empresario Francisco J. Cisneros. Era hombre de vasta e inagotable cultura. Cayó en la que entonces se llamaba Atenas de Suramérica, cual el pez dentro del agua. En Bogotá se encontraría dentro de su medio, en acuerdo con sus aficiones, y podría expresar su pensamiento con absoluta libertad. Tan culto, social como intelectualmente, bien pronto se le consideró personaje importante en nuestros cenáculos literarios y en los más aristocráticos círculos mundanos. De una irreprochable discreción, no se mezcló en la política interna, a pesar de que colaboraba en la sección literaria de La Luz, periódico que sostuvo durante su vida, de dos años, la política del señor Núñez. Inteligente y sagaz, comprendió desde el primer momento que Núñez era personalidad y que sobresalía del nivel común; un caudillo civil que no tenía punto de contacto, ni semejanza alguna con los caudillos bárbaros que asaltaban el poder y lo mantenían indefinidamente en estas repúblicas intertropicales para enriquecerse y saciar toda clase de apetitos. Por todo ello y sin ajar su neutralidad, Merchán escribió el proemio de la compilación de artículos de Núñez publicados en La Luz, de Bogotá y El Impulso y El Porvenir, de Cartagena. La amistad personal que ligó a estos dos hombres de letras, Núñez y Merchán, fue en extremo cordial y afectuosa. El segundo no necesitaba anunciarse en el palacio presidencial cuando Núñez ejercía el poder. Era recibido con la confianza, y sin los estiramientos protocolarios, con que se recibe a los amigos íntimos o a los miembros de familia. Yo tengo a Merchán como a uno de los críticos más agudos e independientes, como a uno de los más expertos conocedores de los mágicos secretos de nuestra lengua. Realizado su dorado ensueño de ver convertida a Cuba en nación soberana, ella premió al hijo esclarecido nombrándolo su primer enviado diplomático ante la madre patria.
+Ministro de España en Colombia, el segundo en orden cronológico, era don Bernardo de J. Cologan, diplomático de instinto y vocación que llegó a ocupar, por sus excepcionales dotes, puesto prominente en nuestros círculos sociales y en el mundo político, sin distinción de partidos. Lo apreciaban por igual conservadores y liberales. Los liberales tenían que agradecerle el asilo que brindó a jefes distinguidos suyos en 1885 en la casa de la legación, sus generosos oficios ante el Gobierno para liberar a detenidos o prisioneros. Los conservadores, su constante correctísima actitud ante los encargados del poder público, y sus reservadas pero eficaces gestiones ante la corte, que servía de árbitro en nuestro litigio de límites con Venezuela. El señor Cologan intervino en la polémica promovida por la excusa de Merchán en la forma más notable y prudente. Cumplió el inclinable deber de defender al Gobierno que representaba con elevación de miras y sin la menor ofensa para el señor Merchán. Para dar una idea de las brillantes cualidades diplomáticas que esmaltaban la personalidad del señor Cologan, téngase en cuenta que España le confió al terminar su misión en Colombia su plenipotencia en China, en donde le tocó representar un papel importantísimo como decano del cuerpo diplomático en la insurrección de los boxes a principios del siglo en curso, exhibiendo en tal ocasión un gran valor personal. Todos los ministros europeos le rindieron público testimonio de gratitud. Poco después fue ascendido a cargo de excepcional importancia. El señor Cologan tenía una hija bellísima. Llamábase María y contrajo compromiso matrimonial con un diplomático italiano.
+La sola inauguración del Teatro Colón bastaba para conmemorar dignamente el centenario del descubrimiento de América y era el mejor homenaje a la memoria del gran descubridor. En el Colón tuvo lugar aquella noche un concierto con el siguiente programa:
+1. Obertura Semíramis, por la orquesta. Rossini. 2. Poesía, por Rafael Pombo. 3. Rapsodias húngaras para piano, por la señora doña Teresa Tanco de Herrera. Liszt. 4. Dúo Foscari, solo en violín con acompañamiento de piano, por los señores Ricardo Figueroa y Augusto Azzali. Verdi. 5. «Habanera» de Carmen, cantada por la señorita Ana Bowden y los alumnos y alumnas de la Academia Nacional de Música. 6. Poesía, por la señora doña Valdina Dávila Ponce. 7. Dinorah, valse cantado por la señorita María Pardo. Meyerbeer. 8. Caballería rusticana. Intermezzo por la orquesta. Mascagni. 9. Poesía, por José Joaquín Casas. 10. La traviata. Dúo cantado por la señorita Rosa Calancha y el señor Ravagli. Verdi.
+11. Himno a Colón, letra del señor Alirio Díaz Guerra y música del maestro Azzali, cantado por el gran coro de señoritas y caballeros. Azzali. 12. Poesía, por la señorita María Luisa Dueñas. Verdi. 13. Carmen. Preludio del cuarto acto, por la orquesta. Bizet. 14. Jerezana, canto español, por la señorita Rosa Calancha. 15. Poesías, por la señora doña Dorila Antomarchi de Rojas y señorita Elmira Antomarchi. 16. La fuerza del destino, aria cantada por la señora doña Agustina Tanco de Mancini. Verdi. 17. Poesía, por el señor Alirio Díaz Guerra. 18. Attila, aria cantada por la señorita María Pardo. Verdi. 19. Marcha del diablo, por la orquesta. Suppe.
+En el decurso de cuarenta y nueve años, la muerte se ha llevado a casi todas las señoras y los caballeros que participaron generosa y espléndidamente en aquel concierto. Hasta donde alcanzan mis noticias sobreviven la clarísima dama y gran pianista doña Teresa Tanco de Herrera, preciado ornamento de la alta sociedad bogotana, hija de don Mariano Tanco y esposa del doctor Alejandro Herrera, fallecido pocos años ha, y el doctor José Joaquín Casas, cuyo estro mantiénese con todo el ardor de la juventud.
+Hablando de Rafael Pombo decía Julián Páez, en crónica del concierto publicada en El Correo Nacional, que sus décimas tituladas «Isabel y Colón», eran las hilachas vergonzantes del riquísimo traje recamado de luz que vistió un día. Ante el cadáver del poeta nos detenemos, pero no podemos prescindir de preguntarnos: ¿qué causa ha hecho morir tan pronto las fulguraciones de ese antes divino estro? ¿Por qué tan presto se agotó la rica y abundante savia que bullía inquieta, vigorosa y palpitante en aquel cerebro amasado con sentimiento y melodías? ¿Es quizá, nos contestamos, que el poeta impulsado por su eterna aspiración a lo bello, ha querido abarcar a la vez todos los campos, y este esfuerzo ha agotado su don poético que era el culminante en él? Hoy la musa de la poesía, tal vez por un movimiento de celos, abandona a Rafael Pombo para vengarse quizá de que él se ha entregado a la arquitectura, a la pintura y a la homeopatía. ¡Vuelva él, si aún puede hacerlo, a cultivar la sonora y rica estrofa de sus buenos tiempos, estrofa de la cual brotaba la idea robusta, vigorosa, blanda y sentimental, como a través de apretado cáliz brota la corola de la flor!
+En cambio, saludaba el ascenso de una nueva estrella en el luminoso firmamento de la poesía colombiana con las siguientes justicieras frases:
+«Acabamos de escribir las líneas que anteceden, y dimos con el número 231 de El Heraldo, consagrado a Colón, y en él, en su primera página, hallamos una composición en verso, que leímos, y nos preguntamos: ¿Por qué no se pronunció esta composición en la noche del concierto? Bajamos la vista, y la firma que se halla al pie nos dio la respuesta: es la del modestísimo Diego Uribe. Composición bellísima, que tiene rumoreos callados y tímidos como de americana selva, estrépitos que parecen el golpeteo de las olas sobre la recia roca de nuestras costas; correcta, igual, espaciosa como las llanuras atlánticas: esta es la producción que, para nosotros, tiene mayor belleza entre todas las que hemos oído con motivo de la fiesta de Colón».
+Diego Uribe —¿cómo habría de olvidarlo yo en estas evocaciones?— fue el poeta del amor casto y puro. Brota de sus estrofas el sentimiento de lo bello, la delicadeza de la expresión, dentro de una disposición métrica casi impecable. Y el hombre era en Diego Uribe el exacto trasunto del vate. Alma sencilla y buena, exquisita sensibilidad, sufrió realmente los dolores y amarguras que acendra en los espíritus cristianos la imagen del amor que se lleva la implacable segadora. Fui amigo de Diego Uribe desde 1897 hasta que se fue de este mundo.
+He viajado bastante, conozco los más famosos teatros del Viejo y del Nuevo Mundo, y puedo asegurar que nuestro Colón se puede contar entre ellos sin incurrir en falsa vanidad regionalista. He leído en alguna parte que su hermosísimo telón de boca, obra del pintor italiano Gatti, llegó aquí por casualidad, por una equivocación, pues dizque iba destinado a otra capital de Suramérica. Debo rectificar esta leyenda. El presidente Núñez, que desplegó el más solícito empeño en la construcción del Colón, aun exponiéndose a acerbas críticas, escribió a nuestros representantes diplomáticos en el Quirinal, general Alejandro Posada y don José Marcelino Hurtado, recomendándoles encarecidamente que buscaran uno de los mejores pintores escenográficos para ejecutar aquella obra de arte. El general Posada, que tenía muy buen gusto y no se dejaba engañar, fue quien escogió a Gatti y posteriormente el señor Hurtado ratificó la elección y vigiló, por encargo especial del presidente Núñez, el trabajo de Gatti.
+Otras ceremonias y festividades completaron la conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de América en la capital de la república. Tuvimos marcha de antorchas del Ejército en la noche del 11, tedeum en la catedral con elocuente oración del doctor Rafael María Carrasquilla, luminosos discursos del doctor Camacho Roldán y del ministro de España, en la plaza de Bolívar, distribución de medallas de oro, plata y bronce —las de oro para la reina de España, el presidente y el vicepresidente de la República; las de plata para los miembros del Congreso y las de bronce para otras autoridades y personas distinguidas—, desfile de carros alegóricos y parada del Ejército en la misma plaza de Bolívar a las cuatro y media de la tarde.
+El vicepresidente, encargado del Poder Ejecutivo, pasó un mensaje a las cámaras recomendándoles la expedición de un proyecto de ley que presentaría el ministro de Justicia, por la cual se otorgaba una gracia general a los reos de delitos comunes que sufrían condenas en las cárceles de la República, excluyendo los casos de delincuencia excepcional y los de incorregible reincidencia —quinta parte de la pena—. De tal mensaje tomo el siguiente párrafo: «En el orden legal de Colombia ninguna autoridad puede conceder indulto por delitos comunes. El presidente de la República decreta amnistía por delitos políticos. Hoy no existen, que yo sepa, penados por esta causa; que, si los hubiese, el Gobierno pronunciaría gustoso el “Seamos amigos”».
+El debate sobre los contratos celebrados por la Gobernación de Antioquia para la construcción del ferrocarril, aprobados por la asamblea departamental, y los celebrados por la Gobernación de Santander, aún no aprobados por la asamblea, para la construcción de su departamento, ocupaba la atención del Gobierno central y de la prensa. Esta última, y particularmente El Correo Nacional, combatía el contrato celebrado por la administración Holguín con el señor general Juan M. Dávila, cesionario del señor Juan M. Fonnegra, para la construcción del ferrocarril a Zipaquirá. La crítica que en esta negociación hacía el diario del doctor Carlos Martínez Silva llegó a producir un incidente personal entre él y el señor general Dávila. La construcción de ferrocarriles sobre la base financiera de empréstitos contratados en el exterior era en 1892 una irrealizable utopía, porque la nación tenía suspendido desde muchos años atrás el servicio de su deuda exterior y en la bolsa de Londres —yo lo vi alguna vez— figuraba el nombre de Colombia encabezando con Honduras la lista de Defaulting republics. Pero el empréstito para el Ferrocarril de Antioquia lo lanzaría la casa constructora con la garantía de algunas rentas del departamento que no había usado hasta entonces del crédito exterior. Mas de ahí surgían problemas constitucionales en derredor de la autonomía administrativa de las secciones, problemas a los que dedicó especialísima atención y dilatado estudio un tan calificado experto como el vicepresidente Caro. Caro defendía puntos de vista que a mi manera de ver coinciden sustancialmente con los que sostuvo más tarde el presidente Olaya Herrera cuando dictó su discutido Decreto 602 en 1932. Perdido su crédito en el exterior, la construcción de ferrocarriles por el Estado hacía por fuerza recomendable en aquel tiempo el sistema de las concesiones y en su defecto el de auxilio por kilómetro construido que facilitara al concesionario el uso de su crédito particular como estaba ya comprobado con los contratos celebrados por el empresario Cisneros.
+Aparece en 1892 en Europa el siniestro fantasma del Cholera morbus, que alarma, con razón, a todo el país. El terrible azote había producido la pérdida de millares de vidas humanas allá por los años de 1840, particularmente en nuestra costa Atlántica. De niño oí yo contar en mi casa escenas verdaderamente dantescas sucedidas durante aquella epidemia, de la cual fue víctima, entre muchísimas otras, mi bisabuela paterna, doña Manuela García del Fierro —marquesa del Fierro, y no se tome esto a pretensiones nobiliarias—, casada en Cartagena con el teniente coronel Joaquín María Palacio, del batallón fijo. Se decretó la clausura de los puertos colombianos para naves procedentes de Europa, medida que estuvo en vigencia corto tiempo, pues el cólera en 1892 no pasó de Rusia y sólo aparecieron pocos casos en Hamburgo.
+Si hubo o no hubo crisis monetaria en 1892 es algo que un mozo de diecisiete años no podía discernir fácilmente, careciendo de datos auténticos y precisos. Pero la gente se divertía y gastaba en Bogotá. Miembros de la clase alta y pudiente viajaban a Europa. El almacén de Rodríguez y Pombo, que había inaugurado edificio propio en la calle 12, entre carreras 8.ª y 7.ª, el mismo que después fue vendido a los señores Carlos y Luis Castillo, importaba ropa confeccionada por los mejores sastres de París y de Londres y artículos de lujo para caballeros. Los espectáculos públicos desbordaban de concurrencia. La compañía cómico-dramática de Amato hizo temporada de ocho meses. Al punto de terminarse llevó a escena otra obra nacional: el drama Más allá de Federico Rivas Frade en verso, de argumento y acción, escuela Echegaray. Una verdadera catarata de versos bellísimos que llevan el inconfundible sello del autor de El cuartito azul y de otras composiciones que son relicario para la memoria de quienes vivimos antes del advenimiento de parnasianos y decadentes, de los cuales cabe adelantar que soy también fervoroso admirador. La belleza y el arte caben dentro de todas las formas.
+La plaza de toros del parque de los Mártires se vio también muy concurrida. Despuntaba ya la afición por la fiesta brava en nuestro pueblo. Cacheta resultó un elegante capeador y buena espada cuando no se espantaba. Los toros más bravos, los de la hacienda de Canoas y los que se traían de los llanos del Tolima, cuando no se encalambraban. Pero ni asomos de comparación con los de Mondoñedo y Clara Sierra. El más sabido de los críticos taurinos, algún español que firmaba sus crónicas con el seudónimo El Señor Juan.
+Hasta un caimán que trajeron vivo de las orillas del Magdalena y que exhibían en el solar en donde funcionó el circo Nelson, tuvo espectadores, mientras pudieron conservarle la vida rodeándolo de enormes fogatas.
+Caminaba a su fin 1892. Durante su curso vinculé mi amistad con muchísimos coetáneos de distintas secciones de la República. La mayoría en las salas de billar de La Cascada y El Sena. Es para mí axioma de que la Unidad Nacional tuvo dos factores que la salvaron del desgarramiento en el pasado siglo: el primero, las universidades y colegios de Bogotá, y el segundo, aunque parezca paradójico, las guerras civiles. Creo que la secesión de Panamá se debió en mucha parte a que últimamente eran muy pocos los jóvenes panameños que venían a estudiar a la capital de la República. Las universidades y los colegios contribuían eficazmente a que los colombianos nos conociéramos, a que experimentáramos la sensación de que todos somos hijos de una madre común, a que le cobráramos afecto a la capital de la República, a que conviniéramos de buen grado que en ella, como en todas las del mundo civilizado, se congregan por ley de gravitación los hombres más ilustres, a que se limaran las asperezas que provocan necesariamente las diferencias regionales. Y el caballo de guerra, que iba sembrando a su galope la destrucción y la muerte, también regaba, así parezca increíble, semillas de amor y de mutua comprensión. Quien en paz o en guerra recorre el territorio de Colombia y puede apreciar la majestad de sus montañas, la belleza natural de nuestros paisajes, nuestros feéricos ocasos navegando sobre las caudalosas aguas del Magdalena o del Cauca, quien ha contemplado ensoberbecido, colérico, al mar desde las murallas de Cartagena, quien tuvo posada y descanso en las chozas de nuestros fragosos caminos y convivió con la gente campesina nuestra, laboriosa y hospitalaria, ese siente que la patria es una indivisible, desde el Táchira hasta el Carchi, desde el Atlántico hasta el Pacífico, y que su unidad amasada con sangre, sólo puede disgregarse con la sangre.
+AFICIÓN AL DOMINÓ — CARLOS HOLGUÍN Y CARO — CARLOS N. ROSALES Y OCTAVIO M. GÓMEZ — EL INVIERNO DE 1892 — LA TRAGEDIA DEL DOCTOR HERRERA OLARTE — LA RECTORÍA DEL DOCTOR ROBLES — DON SANTIAGO PÉREZ, JEFE SUPREMO DEL LIBERALISMO — LA POSICIÓN DE DON CARLOS HOLGUÍN ANTE LA REVOLUCIÓN — LOS PRELIMINARES DE LA LUCHA PÉREZ-NÚÑEZ — LOS OBSESIONADOS POR LA ACCIÓN INTRÉPIDA — LA SOMBRA DE LA GUERRA CON VENEZUELA — LA CONJURACIÓN DE ABRIL EN BARRANQUILLA.
+EN EL VIAJE DE SUBIDA A BOGOTÁ, en el vapor Chile, con Nelson Juliao, tuvimos como compañeros desde el puerto de Zambrano a los jóvenes Manuel Angulo, Héctor Arrieta, Abraham Osorio, Luis F. Angulo y Leopoldo Angulo; Manuel Angulo es hermano menor de Felipe Angulo, Héctor Arrieta era su sobrino, y sobrinos también Luis F. y Leopoldo Angulo. A Arrieta volví a verlo hace muchos años en Barranquilla y poco después supe que había muerto. Con Luis Felipe Angulo, que ha ocupado puestos muy importantes en la administración pública interna y en el servicio diplomático y consular y que es hoy visitador fiscal de Aduanas, he conservado siempre las más cordiales relaciones. Me place verlo frecuentemente en la capital cuando viene a rendir informes al Ministerio de Hacienda y Crédito Público. Luis Felipe fue uno de mis colaboradores en El Correo Nacional en 1905, hasta cuando se descubrió la conspiración de diciembre de aquel año, de la que hablaré al llegar su turno. Los Angulos, Arrieta y Osorio, vecinos los unos de El Carmen (Bolívar) y los otros de San Juan, eran en aquel tiempo muy aficionados al juego del dominó. Juliao y yo lo aprendimos con ellos a bordo del Chile y logró apasionarme tanto que muchas veces soñé que me ahorcaban el doble seis. Algún novelista francés anota que el dominó se juega particularmente en las aldeas de vida apacible y tranquila. En el salón de billar La Cascada, poco antes del 12 de octubre, me presentó Joaquín Monroy alumno del Liceo Mercantil, a Carlos Holguín, segundo hijo varón del expresidente Holguín, dos años menor que yo, magnífico «taco» para su edad, como también Monroy, muy cortés, nacido en Zipaquirá. Desde aquel momento una mutua corriente de simpatía nos atrajo a Holguín y a mí. Cuarenta y nueve años de ininterrumpida amistad, afianzada a poco de nuestro conocimiento por afinidades políticas y el grande afecto y la fervorosa admiración que yo tuve por el señor su padre, me hacen pensar que no soy voluble en mis relaciones personales cuando se responde a la lealtad con la lealtad, a las consideraciones con las consideraciones. A pesar de que nos tratamos de tú, Holguín me llama señor Palacio y yo a él Carlitos. ¡Qué iba yo a pensar, ni por soñación, en 1892, que el muchacho ágil, inquieto, chispeante, despreocupado, diera con el tiempo demostraciones tan insuperables de grandeza de alma, de carácter fuerte y recto y de resignación cristiana! Para mí tengo que Carlitos Holguín es el producto de dos razas seleccionadas. Así quiero consignarlo en estas memorias de los otros, pues considero «más difícil de practicar la virtud de honrar a los vivos que la de honrar a los muertos». Holguín me relacionó con algunos de sus amigos, entre los que recuerdo a Santiago Cantillo, el Chino, que fue también, pues ya ha muerto, mata de simpatía y buen humor.
+La memoria es facultad que debe ejercitarse. Si se la deja dormir, bien pronto se agota. Ejercitándola, ocurre que de su templo van surgiendo confusas sombras que pronto se convierten en seres vivos, de palpitante realidad. Al comenzar a escribir la relación con la que estoy fastidiando a mis benévolos lectores olvidé sin voluntad a algunos condiscípulos que, en justicia, no debí olvidar, porque sus vidas no fueron vulgares ni comunes. Sus sombras irán tomando cuerpo a la medida del ejercicio de mi memoria. Recuerdo ahora a Carlos N. Rosales, quien desmintió la falsa creencia de que el óptimo estudiante habrá de ser un mediocre profesional. Los mejores estudiantes de la Facultad de Derecho en la Universidad Republicana fueron, a mi juicio, Carlos N. Rosales y Octavio M. Gómez, el primero oriundo del Valle del Cauca y el segundo del Magdalena, provincia de Riohacha. Rosales en su vida, que fue relativamente breve, intervino en la política y desempeñó brillantísimo papel. Fue elegido por su pueblo más de una vez miembro de la Cámara de Representantes. Yo fui su colega en las legislaturas de 1911 y 1912. Figuraba en lo que se llamó bloque liberal, acaudillado por el general Rafael Uribe Uribe, que junto con los conservadores constituía la oposición parlamentaria al gobierno del doctor Carlos E. Restrepo. Pero pude observar en más de una oportunidad, que Carlos N. Rosales no era en el fondo partidario de la política de su jefe. Mis observaciones quedaron confirmadas cuando al terminar la legislatura de 1912 el presidente Restrepo reorganizó su ministerio y nombró para el del Tesoro a Rosales, que acompañó a aquel hasta el término de su administración. Este nombramiento, y diré a su hora las razones que tengo para creerlo, contribuyó en mucho al movimiento de unión conservadora que se realizó en 1913 y culminó con la reconciliación de los señores Concha y Suárez, quienes fueron por unanimidad elegidos directores del conservatismo.
+Octavio M. Gómez, de cuya inteligencia y talentos tengo hoy la misma opinión que hace medio siglo, incurrió en el error, al terminar sus estudios, de confinarse espontáneamente en el oscuro fondo de su provincia. Dostoievsky compara la inteligencia y el talento encerrados en las pequeñas aldeas al águila aprisionada en una jaula. Tienen gusto por la vida rural y huyen del tráfago de las grandes ciudades. Muchísimos años después de habernos separado en la Universidad Republicana estuvo de paso en Barranquilla, procedente de Santa Marta, en donde desempeñaba magistratura en el Tribunal Superior del Magdalena el óptimo condiscípulo. Lo visité y conversamos largamente. Era el mismo hombre que yo había conocido joven; en la soledad y el aislamiento se había dedicado al estudio de las ciencias jurídicas y estaba al día. En el ejercicio de funciones judiciales estaba en su elemento. No es animal político. Pero en ellas daba la medida de sus capacidades y de su diamantina y rígida probidad.
+Mediado el mes de octubre de 1892 se abrieron las compuertas del cielo y cayó el diluvio sobre la tierra colombiana, más sobre las regiones montañosas. En Bogotá llovía a cántaros; el sol asomaba su faz a cortos intervalos. La estación predisponía el espíritu a la tristeza, a la nostalgia, a la melancolía. Dijérase que sobre la vieja casona de la Universidad Republicana, dentro de sus fríos corredores, se estaba cerniendo la tragedia. Nuestro rector, Herrera Olarte, me parecía más grave, más pensativo, más triste que nunca. Algo que no viera antes me preocupaba. Entraba en las noches al salón de estudio, caminaba de uno al otro extremo, y miraba a todos sus discípulos con aquel dulce mirar de quien se despide y se duele de abandonar los sitios predilectos. Al despertarnos una mañana se nos comunica la noticia fatal y terrible. El doctor Herrera Olarte se había arrojado desde el balcón de su casa, contigua, como he dicho ya, a la Universidad, y había muerto instantáneamente del golpe. Cesó de latir aquel corazón magnánimo y bondadoso, se apagó aquel foco al parecer inextinguible de su preclara inteligencia, enmudecieron los labios elocuentes que nos habían pronunciado sabias lecciones, ya no veríamos más aquella figura enigmática, más cautivante, pasar bajo las arcadas de la vetusta casona. El abrumador trabajo intelectual, el surmenage había roto el resorte de una voluntad indomable y enérgica; el desaliento, el desencanto acaso habían pasado sobre un alma que semejaba ser del más aquilatado temple. Ráfaga de locura entenebreció la razón más luminosa que yo haya conocido. Yo amaba entrañablemente a Herrera Olarte, y porque lo sabían mis condiscípulos me designaron para que llevara en nombre de ellos la palabra en el instante en que devolviéramos su envoltura terrenal a la madre tierra. Cuando escribía mi discurso embargábame sincera y honda emoción. Pensé que si era cierta la ley de transformación de las fuerzas, aquella carne torturada y mártir debía convertirse en las más bellas y perfumadas flores. Que no era posible que ese varón de ciencia y de virtudes dejara en nuestra memoria y en nuestro corazón sólo la estela del barco que se aleja.
+Cuál sería la suerte que corriera la Universidad Republicana con la desaparición de su rector, era preocupación que nos embargaba a todos. Le habíamos cobrado al instituto un inmenso afecto. Del naufragio salvó aquella obra de cultura Antonio José Iregui, quien logró vincular a su estabilidad y prestigio al doctor Luis Robles. Tuve la complacencia de recibir la noticia el mismo día en que tomé el camino de mi casa y de mi tierra nativa. Estaba ya también elegido jefe supremo del liberalismo el doctor Santiago Pérez y acordado que entraría a regir el año próximo el Externado de Colombia junto con su fundador, el doctor Nicolás Pinzón W.
+El tablero de la política, que tiene muchas analogías con el del ajedrez, quedaba formado para 1893. De nuevo iban a enfrentarse dos reyes del pensamiento y de la política en estratégica partida: Santigo Pérez y Rafael Núñez. La partida que comenzó en 1875 se reanudaba. Las reinas, las torres, los alfiles, los peones iban a entrar en movimiento. Dentro del Partido Conservador se alcanzaba a percibir un sordo rumor de celos y rivalidades. El homenaje que la mayoría de la Cámara de Representantes y el que le había tributado espontáneamente la mayoría de su partido al mandatario saliente, doctor Carlos Holguín, las heridas que abrió la lucha electoral de 1891, que no se habían cerrado aún, hacían presentir que se aproximaba una crisis dentro de la colectividad del Gobierno. Seguramente existían en su seno, y recogían ánimo para el futuro, quienes pensaban que el doctor Holguín abrigaba ambiciones de una reelección, o por lo menos pretendía conservar dentro del Gobierno, y junto con el señor Núñez, cierta tutoría o asesoría. Nada más distante de la realidad. Yo puedo dar fe y testimonio, pues pude comprobarlo dos años después, que el doctor Holguín había salido hastiado de la presidencia, que se abandonaba, le oí decir, con el escepticismo y el desencanto que debe invadir a los confesores espirituales después de escuchar durante muchos años el recuento de lo que son las miserias, las debilidades, los pecados de la humanidad. El vicepresidente Caro le había dicho al doctor Holguín el día de la transmisión del mando: «Os conozco íntimamente, y sé que Maquiavelo os habría calificado de mal político porque os gozáis en hacer bien y en perdonar agravios. No cabe el odio en vuestro pecho. Cuando se corran algunos velos de la historia de nuestros días, tendrán que maravillarse los hombres. Más de una vez me habéis hecho pasar en el triste privilegio de hacer ingratos, que parece acompañar a la bondad de corazón». Cuenta la historia que Maquiavelo no pudo consolarse del apartamiento de los negocios públicos a que le condenaron príncipes celosos, y el doctor Holguín, por el contrario, me pareció en 1894 muy complacido de encontrarse fuera de ellos. Gozábase en la risueña vida del campo; en Cartagena añoraba su fundo de Suesca. La placidez y la calma de su casa, en cuyo frontispicio había inscrito verso de Virgilio: Deus nobis haec otia fecit. A más de eso, tanto Núñez como él tenían bien sabido que al frente de los negocios del Estado se encontraba un varón de honda y vasta erudición, de carácter altivo e independiente, y no abrigaban la insensata pretensión de someterlo a curaduría, ni de dar consejos a quien no los había menester. Empero, siempre habrá en política individuos más papistas que el papa, más realistas que el rey, y son quienes vuelven la espalda al sol que declina y adoran en el sol naciente.
+No menos confusa y contradictoria se presentaba la política del liberalismo. Se había elegido director supremo al doctor Santiago Pérez, intransigente en su noble empeño de conservar la paz pública y de conducir al partido por los amplios caminos del derecho y la legalidad. Pero había dentro del liberalismo hombres, y no de escasos méritos e influencias, obsesionados por encontrar en la guerra las anheladas reivindicaciones. Situación difícil y enojosa para el jefe supremo. En suma, el panorama de la política nacional interna presagiaba para 1893 días oscuros y tempestuosos.
+No así el de nuestra política exterior, que pareció nublarse con las declaraciones atrevidas y temerarias que hizo en París el general Guzmán Blanco cuando conoció el fallo arbitral de la Corona de España en el litigio de límites entre Colombia y Venezuela. El opulento dictador, que aún conservaba entonces influencias en la política venezolana, amenazó francamente con la resistencia al fallo. Coincidieron sus declaraciones con la Guerra Civil en Venezuela que terminó después de muchas peripecias, destruyendo toda posibilidad de que volvieran al poder en Venezuela el dictador, o sus apoderados, con el advenimiento del general Joaquín Crespo, quien tuvo el valor civil de desautorizar públicamente a Guzmán Blanco y manifestar en forma categórica que su Gobierno cumpliría la sentencia dictada por el árbitro español. Alejábase el sombrío espectro de una guerra entre dos pueblos hermanos que habría sido guerra civil de los peores caracteres. El impuesto con que quiso gravarse en los Estados Unidos la importación del café colombiano por la administración republicana que expiraba en marzo de 1893, objetado enérgicamente por la nuestra, fundándose en el tratado vigente entre las dos naciones, fue finalmente descartado por las activas y perseverantes gestiones de la Cancillería colombiana. Se acababa de celebrar un tratado de amistad, paz, comercio y navegación con el Imperio alemán, obra maestra del señor Suárez, que se ufanaba en considerarlo, sin falsas modestias, instrumento perfecto. Sometido estaba a la consideración de las cámaras el convenio adicional al concordato sobre cementerios y fuero eclesiástico que devolvía al poder civil, sin quebrantos de los derechos de la Iglesia, fuero a que él no podía renunciar. Aprobado unánimemente por el Congreso, el convenio tuvo, sin embargo, la crítica apasionada de gran parte del clero de Boyacá, más papista en aquella época que el papa.
+Estaban ya para cerrarse los debates sobre el proyecto de ley de regulación del sistema monetario cuando el ministro del Tesoro, doctor Carlos Calderón Reyes, introdujo a su texto el siguiente artículo nuevo: «El Banco Nacional está sometido al Gobierno en todo lo relativo a su organización y sujeto a la inspección del mismo Gobierno y del Congreso en lo concerniente a papel moneda y manejo de fondos nacionales. Conservará completa autonomía en cuanto a las operaciones de préstamo, depósito, giro y descuento». Tardía, pero oportunamente había triunfado el doctor Robles, a quien se amenazara con las puntas de las bayonetas. Carlos Calderón Reyes se había arrepentido de su insolente exabrupto, tomando la alocución latina en su verdadero significado de repente. Mas, asómbrese el lector, el artículo se negó en el Senado, considerándolo inconstitucional, por ocho votos contra siete.
+La paz aparecía tan sólidamente cimentada en 1892, que el país entero recibió como juvenil y loca aventura la conjuración que urdieron en el mes de abril en Barranquilla dos jóvenes de la mayor distinción social, para apoderarse de un cuantioso armamento depositado en la aduana mientras continuaba su destino al interior de la República. Estos jóvenes fueron Rafael Salcedo Campo y Melquíades Osorio P., camaradas inseparables que llevaban una vida alegre, elegante y mundana. Osorio era de familia conservadora, pero bajo la influencia de Rafael Salcedo Campo se había convertido en liberal. El prefecto de Barranquilla los redujo a prisión por pocos días y bien pronto se les concedió libertad incondicional, sin duda por las altas y poderosas influencias del expresidente general José María Campo Serrano, tío carnal de Rafael. Inteligentísimo, tribuno de reuniones populares, apuesto, gallardo, bello como un Apolo y generoso, Rafael fue muy popular en Barranquilla. Pasaba de los más aristocráticos salones a los bailes de «primera» a los de «segunda» y «tercera». Los obreros de la fábrica del señor su padre, don Rafael Salcedo, adoraban en él y por él habrían dado gustosos su vida. Era el tipo antagónico de su hermano Tomás Surí. Este no olvidaba nunca el sentido de las proporciones; carecía, como lo he expresado ya, de arrebatos y entusiasmos tropicales. Rafael era un mosquetero arrojado e impetuoso de los que pintó la pluma de Alexandre Dumas; Tomás Surí, un frío y ceremonioso gentleman.
+Ya Salcedo había atraído la atención de Barranquilla, y del país entero, pues el suceso tuvo repercusiones y dio motivo para una polémica del señor Rafael A. Merchán y El Relator, de Bogotá, con un duelo a espada con el empresario Cisneros a inmediaciones de Barranquilla, el 2 de febrero de 1892. Puedo asegurar enfáticamente que ningún lance de honor se había sucedido en Colombia antes con más estricta sujeción a las reglas del Código de Honor. Vive aún uno de los testigos del señor Cisneros y cuenta ochenta y tres años de edad. Posada, el hijo menor del prócer general Joaquín Posada Gutiérrez, reside en Fontibón. Por la circunstancia de estar uno de sus hijos casado con una sobrina mía, tengo con él muy cordiales y estrechas relaciones, y al solicitarle en días pasados que me diera datos precisos sobre el famoso encuentro me contestó: «Tengo una relación escrita desde hace muchos años, de ese duelo, y voy a entregársela a usted para que de ella haga el uso que a bien tenga». Al leerla me pareció tan interesante, tan vívida, que no quiero privar de su lectura a mis lectores. Ahí va ella con mis rendidas gracias al venerable anciano, digno descendiente del prócer Joaquín Posada Gutiérrez:
+«Hallábame en Barranquilla cuando después de mediodía la ciudad fue sensacionalmente sorprendida con el grave acontecimiento de que entre el señor Francisco Javier Cisneros y el señor Rafael Salcedo, hijo, había surgido una disputa que terminó con el lamentable desenlace de haber recibido el señor Cisneros un golpe en la cara, dado por Salcedo con el puño de su junquillo, produciéndole una herida de alguna consideración.
+«Como dejé dicho antes, el mencionado lamentable acontecimiento tuvo lugar el 2 de febrero de 1892, y la consiguiente consecuencia fue la de que el herido retara al heridor a un serio encuentro personal a mano armada.
+«Tengo mis motivos para haber conocido a fondo ese cuasi olvidado acontecimiento que repercutió en el país entero, dada la alta posición social y calidad de los personajes y, por ello, créome con derecho, más aún en el deber quizá, de dejarlo consignado hasta en sus menores detalles para declarar enfáticamente, como declaro, que en el país puede que haya habido lances como aquel, estrictamente ajustados a las reglas duelísticas, pero ninguno que lo haya aventajado en seriedad, hidalguía, valor sereno y discreción.
+«Cierto día, en las horas de la tarde, circulaba por la casi siempre alegre cuanto atafagada ciudad costeña, portaestandarte del progreso nacional, la emocionante noticia de que el señor Francisco J. Cisneros, representante de The Barranquilla Railway y Pear Co., Ltd., había sido atacado por el joven Rafael Salcedo.
+«De antemano la sociedad tenía conocimiento de que entre el señor Rafael Salcedo, padre del joven susodicho, y la empresa del ferrocarril en Barranquilla, habían surgido algunas diferencias por causa de los fletes de transportes.
+«Don Rafael Salcedo, acaudalado empresario, dueño de grandes fábricas industriales, solía hacer sus importaciones de materias primas en grande; con cuyo fin, si mi memoria no me es infiel, periódicamente fletaba buques para el transporte a Puerto Colombia de enormes cargamentos que debían ser trasladados a Barranquilla por el ferrocarril, y, debido a las diferencias de que me ocupé antes, sus fábricas se hallaban cerradas y en receso.
+«No es mi ánimo, empero, ni tiene por qué serlo, entrar en análisis alguno con relación a los antecedentes que impulsaran al joven Salcedo a esperar en la estación del ferrocarril en Barranquilla la llegada del tren en que venía Cisneros, a fin de tratar con él sobre el asunto de fletes, sino el hecho concreto, culminante, de que de esas aclaraciones surgió el conflicto y el ataque en que Cisneros recibiera un golpe en la cara, dado por Salcedo con el puño de su junquillo.
+«Las oficinas principales del ferrocarril quedaban en la parte alta de la vetusta aduana, a la cabeza del mismo edificio. A dichas oficinas llegó Cisneros acompañado del jefe de estación, otros empleados y algunas personas particulares.
+«Mientras tanto, la sociedad entera de Barranquilla era conmovida con la inesperada cuanto sensacional noticia, y muchas de las amistades de Cisneros fueron apareciendo en carruajes, siendo la primera el señor Vicente Lafaurie, suplente de Cisneros en la representación del ferrocarril.
+«Reconocida y hecha la cura de la herida, discretamente fueron retirándose los visitantes, dejando al fin a Cisneros en la sola compañía del señor Lafaurie y del señor R. W. Towse, secretario de este último en la empresa.
+«Era en aquel entonces contador general y jefe de estadística de The Barranquilla Railway and Pear Co., Ltd. el señor Francisco Posada Serrano, quien, después de la conmoción primera a la llegada del señor Cisneros, habíase tornado al departamento de la contaduría y en sus faenas y escritorio se hallaba, cuando el señor Lafaurie vino a llamarlo de parte del señor Cisneros.
+«Acudió Posada.
+«Cisneros estaba en pie. Al entrar Posada, se dirigió a él para decirle:
+«—Espero de usted, señor Posada, el servicio de representarme ante el señor Rafael Salcedo, ¿hay en ello inconveniente?
+«—Estoy a las órdenes de usted, señor Cisneros.
+«—Gracias. Su compañero, entonces, será el capitán señor Vicente Lombana Barreneche, a quien podrá usted encontrar a bordo del vapor Venezuela. Ojalá se aviste usted cuanto antes con él, y de común acuerdo los dos, procuren entregar sin pérdida de tiempo esta carta en propia mano al señor Rafael Salcedo, para quien va rotulada.
+«—Está bien.
+«—Un momento; en Salgar, mañana por la mañana, podemos vernos para dar más instrucciones.
+«Efectivamente, el capitán Lombana Barreneche se hallaba a bordo del vapor Venezuela. Después del saludo, el capitán se expresó en estos, o parecidos, términos:
+«—Tengo el mayor gusto en servir a Cisneros, pero tú me conoces y mucho me temo que esto termine en zafarrancho, si los padrinos que elija Salcedo intentan imponérsenos.
+«—No lo creas —contestó Posada—, porque la comisión que se nos encomienda es delicadísima, y tanto nosotros como los testigos de Salcedo tendremos y tendrán que obrar con exquisito tacto y prudencia.
+«Salieron.
+«En el tránsito tomaron un carruaje y, dada al postillón la orden de dar un paseo, a pocas vueltas dirigiéronse a los lugares donde pensaban podrían encontrar a Salcedo y donde lo hallaron, en efecto, en la compañía de algunos de sus más íntimos amigos.
+«Cordialmente saludáronse todos y asechada la ocasión de evitar testigos, la carta de Cisneros le fue entregada a Salcedo quien, con la discreción del caso, apresuróse a manifestar que la esperaba y que desde luego los padrinos de Cisneros podían entenderse con los generales Diego A. de Castro y Julio N. Vieco, a quienes tenía prevenidos.
+«En el mismo club donde había recibido la carta de desafío Salcedo, se hallaban los susodichos generales De Castro y Vieco, y allí mismo concertaron su primera entrevista formal para el siguiente día, después de las 12 m.
+«En efecto, dicha entrevista se verificó en sitio solitario aparente, después de haber recibido Posada de boca de Cisneros, en el caserío de Salgar, las instrucciones pertinentes ajustadas a los llamados Códigos del Honor.
+«Debatida fue esta primera sesión. Ciñóse ella al punto que podía llamarse capital, de ofensor y ofendido. Posada, con la aquiescencia absoluta de su compañero, Lombana Barreneche, había asumido la dirección del asunto materia del duelo en relación a su apadrinado.
+«Por razones de precaución, dicha primera sesión formal no pudo revestir sino condiciones de preliminar; y los concurrentes, saliendo de uno a uno, retornaron a sus lares por diversas vías, previa citación para el día siguiente, a determinada hora y en lugar diferente del primero.
+«En esta segunda entrevista quedó definido el punto —después de prolongada discusión— de que el ofendido había sido Cisneros y que, de consiguiente, a él le tocaba, por medio de sus representantes, dictar las condiciones del encuentro.
+«Fuera de la parte técnica, esas condiciones, en su esencia, se concretaron a dos: arma, la espada o el sable; término del combate, hasta que alguno de los dos combatientes quedase en el campo imposibilitado para continuar la lucha.
+«La segunda de esas condiciones no tuvo la menor oposición, pero la primera —el arma de combate— halló una barrera casi inexpugnable de parte del padrino general Julio N. Vieco, el amigo dilectísimo, casi hermano de Salcedo.
+«Pero dicha condición era sine qua non y en ella se mantuvieron inflexibles Lombana y Posada.
+«La sesión, no obstante, fue larga y obstinada, quedando inconclusa para continuar el debate en la que había de seguirla.
+«En esta tercera sesión, Vieco y De Castro agotaron sus esfuerzos en pro de la pistola o el revólver; pero Lombana y Posada rotundamente exigieron la espada o el sable.
+«Débese advertir que los cuatro parlamentarios allí reunidos para concertar tan enojoso como delicado encargo, eran cordialísimos amigos; y De Castro, y Vieco y Posada, camaradas de la más franca y sincera cordialidad, dado además el ítem de ser tanto Salcedo como Cisneros distinguidísimos amigos de todos. Pero la discrepancia de pareceres en la elección de arma para el combate vino a dar lugar a un incidente que trató de agriar las deliberaciones; llegó el momento en que, ante la pertinencia de Vieco por el arma de fuego, Posada hubiera de llamarle la atención de que el asunto podía degenerar en carnaval con la prolongación de las sesiones. Ironía a la cual Vieco, sofocado y con ademanes marciales, contestó:
+«—Es la segunda vez que pronuncias esa denigrante palabra, y la tercera no la toleraría.
+«—La pronunciaré cien veces si fuere necesario, porque estamos a los bordes de que la Policía caiga sobre nosotros y quedemos todos en un ridículo espantoso.
+«Vieco alteradísimo:
+«—Rafaelito se batirá a cañón, si fuere preciso.
+«—Entonces elijan entre la espada o el sable.
+«De Castro:
+«—Sea la espada.
+«De todas las sesiones, Posada llevaba una minuta de la cual formaba un acta que era leída, aprobada y firmada en la sesión siguiente.
+«La última reunión fue a fin de fijar hora y sitio para el encuentro.
+«Se fijó día.
+«Para sitio se optó por una pequeña colina situada en la línea del ferrocarril entre Barranquilla y Salgar, hacia la izquierda, en la cima de la cual había una casa pajiza con un patio o plataforma adyacente apropiado para el combate.
+«Para hora, las primeras de la mañana.
+«Un tren expreso debería conducir, antes de la salida del sol, tanto a Salcedo como a los señores médicos y los padrinos de ambos combatientes.
+«Cisneros acudiría al sitio acordado, viniendo de Puerto Colombia.
+«Barranquilla dormía. Sus habitantes, dados en los días anteriores al tráfago de la infatigable ciudad, sede de los principales transportes y primer centro industrial en el país, seguramente habían dado por terminado el incidente Salcedo-Cisneros, o al menos en todo pensarían menos en desafío por dicha causa.
+«Comenzarían los primeros albores de la mañana cuando por diferentes vías fueron apareciendo los carruajes conductores de las personas que debían partir en el expreso.
+«Al punto suena el agudo y prolongado silbido del pito de atención, al que suceden los de partida, y a estos las sonoras campanadas reglamentarias de alerta, y el rodar lento del tren con rumbo a su destino, o sea, la casita y colina de que se ha hablado antes. Todo como de costumbre, para no llamar la atención.
+«La tragedia que iba a tener lugar se avecinaba.
+«El joven Rafael Salcedo, arrogante por naturaleza, no sólo departía amigablemente con todos, sino que bromeaba y sin alardes de impasibilidad, a pesar de los fatídicos estuches de cirugía de los señores facultativos y del siniestro bulto de las armas de combate, se mantenía real y positivamente tranquilo.
+«Por contraste, todos los demás tenían que hacer esfuerzos de ánimo para no poner de manifiesto su desazón interior.
+«Paró el tren.
+«De él bajaron el señor Rafael Salcedo; el médico doctor Julio A. Vengoechea, elegido por aquel; el doctor Ramón Urueta —si no me equivoco este era el nombre y apellido del médico nombrado por Cisneros—; los generales Diego A. de Castro y Julio N. Vieco; el capitán señor Vicente Lombana Barreneche, y el señor Francisco Posada Serrano.
+«Casi simultáneamente con la llegada del tren aparecía por el extremo opuesto de la carrilera, procedente de Puerto Colombia, un carro de mano, el cual traía al señor Francisco J. Cisneros, quien se destacaba en mitad de él por su vestido claro y su sombrero de casco, estilo inglés.
+«Al saltar Cisneros a tierra, ya estaban los pasajeros del expreso sobre la rambla de la colina o collado donde iba a tener lugar el combate.
+«Emocionantes momentos.
+«Mañana diáfana, transparente.
+«Abajo el tren lanzando de cuando en vez blanquísimos copos de vapor que se perdían entre el verde follaje de los arbustos fronteros. Al frente, a pocas cuadras de distancia, el anchuroso Magdalena corriendo a su destino, tan en silencio como todo el personal de sobre la colina. Hacia el final del curso del gran río, la línea azul del mar Caribe, salpicada como de albísimos rebaños de carneros: Bocas de Ceniza. Y la audición de un rumor sordo que distingue muy bien el costeño colombiano de aquel litoral: el de la barra de Santa Marta, que en las horas de la noche avanzada y en las de la mañana serena permiten dejar oír aún a larguísimas distancias el golpeteo furioso de las inmensas olas siempre agitadas allí pugnando por avasallarlo todo.
+«Cisneros, con su nunca desmentida cortesanía, diose a saludar a todos los presentes, incluso al joven Salcedo, aunque a este con una ligera inclinación de cabeza, llevándose la mano militarmente al sombrero. Saludo que contestó de igual manera Salcedo.
+«Se formaron acto continuo los dos grupos correspondientes.
+«Había llegado el momento de proceder sin tardanza, y de los grupos se destacaron los primeros padrinos, De Castro y Posada, a precisar el campo, el que al instante se demarcó. Cuanto a puntos cardinales, hubo necesariamente que considerarlos también, pero se compartió el sol sin discusión, con todo y la temprana hora, sin acaso haber apuntado el fulgurante astro todavía.
+«Mientras tanto, los protagonistas principales desembarazábanse de saco y camisa y quedaban en sutiles camisetas de seda, descubiertos brazos y cuellos.
+«El momento culminante había llegado; los adversarios quedaron frente a frente; sorteándose las armas, agudísimos floretes, en reemplazo de las espadas, por no haber podido conseguirse estas.
+«Los primeros padrinos, cada cual a la derecha de su ahijado, florete en mano a una distancia no mayor de dos varas. Los segundos a la izquierda, pero desarmados. Los señores médicos discrecionalmente para estar atentos a las contingencias y peligros de la lucha.
+«Dada la señal cruzáronse los aceros; ni el aleteo de un insecto interrumpía el ruido metálico de los agudos floretes en los asaltos y retrocesos de ataque y defensa.
+«La vigilancia de cada grupo, especialmente de los primeros padrinos, constreñíase a su apadrinado.
+«En medio de ese restallar de los floretes, De Castro —atento a su ahijado— tiende de pronto el arma en medio de los otros.
+«Salcedo había sido herido.
+«Cisneros al instante se repliega, cuádrase y tiende la punta de su arma al suelo.
+«Vuela el doctor y general Julio A. Vengoechea al lado de Salcedo y lo examina.
+«La silenciosa expectativa se prolonga hasta hacerse angustiosa: Posada, el primer padrino de Cisneros, rompe por fin el embarazoso silencio para inquirir de los médicos si era llegado el caso de dar por terminado el combate.
+«No aquellos, sino el mismo Salcedo, irguiéndose con arrogancia, levantando su arma y lanzando altiva mirada a su contendor, responde:
+«—Estoy entero: puedo continuar la lucha.
+«—No tal —contradícenle a una Vengoechea y Urueta
+«Dirigiéndose a Posada con cierta cautela:
+«—Salcedo ha recibido dos heridas: una cerca del hombro y otra en la parte alta del abdomen, la primera sin importancia, mas no así la segunda, que al menor esfuerzo podría acarrear una hemorragia interna.
+«Posada dirigiéndose a Cisneros:
+«—El duelo ha terminado.
+«Cisneros, luego de vestirse y de entregar el florete, saluda cortésmente a todos los circunstantes y a paso lento, acompañado en trecho por sus testigos, se dirige al carrito de manos y regresa en él a Puerto Colombia.
+«Entretanto, Salcedo había sido conducido al saloncito de la morada rústica inmediata.
+«Era necesario regresar cuanto antes a Barranquilla, tanto por causa del tráfico, como también por conveniencia del herido.
+«Rafael Salcedo —Rafaelito, como cariñosamente se le llamaba— era un gallardo mozo: bien plantado; de complexión robusta y musculatura armónica, acerada. Blanco, sonrosado, de ojos claros y facciones correctísimas. Poseía en alto grado el don de la simpatía y por ello, y su alegre juventud, era generalmente querido y estimado.
+«Entre los seis amigos que estaban presentes, se le tomó en brazos para conducirlo al tren, bajando con exquisito cuidado y pie firme por las sinuosidades de la loma.
+«Nadie pronunciaba palabra.
+«El arrogante joven, con la cabeza echada para atrás, extremadamente pálido; la correcta nariz afilada y los grandes ojos cerrados causaban honda impresión.
+«El delicado poeta Julio N. Vieco, corazón abierto, hidalgo por abolengos, al ver en ese estado a su amigo dilectísimo, no prorrumpía en lágrimas, merced a su inquebrantable temple de alma.
+«De esta manera se llegó a los peldaños del carro de pasajeros del tren, a pesar de la relativa juventud y fortaleza física de todos, no dejó de costar trabajo subir al herido sin que sufriera conmoción.
+«Una vez dentro, colocósele sobre una banca, el cuerpo horizontal, reposando la cabeza sobre improvisados almohadones.
+«Acto continuo, Posada, arrodillado al pie de otra banca, escribía en firme, con tinta, la postrera acta con la constancia de la hora, sitio y todas las circunstancias y pormenores hasta la finalidad del lance; y firmada esta que fue, el tren enseguida se pone en marcha, previas órdenes de Posada al conductor y al maquinista para evitar toda conmoción.
+«—Se nos muere —dícele De Castro a Posada en la plataforma. Y agrega—: ¿Qué hacemos?
+«Tal realmente la apariencia desencajada del paciente.
+«Posada nada responde, pero en su fuero interno ya había medido para Lombana Barreneche y para él las consecuencias funestas posibles si el doloroso temor de De Castro llegaba por desgracia a cumplirse.
+«Empero, pasado el primer síncope, a poco reaccionó el paciente, con gran contento de todos. Y, como nota de gran significación, no puede dejar de consignarse que de Salcedo partió la idea de dar a las heridas el carácter de accidente casual en un paseo matinal por la campiña.
+«Llegados a Barranquilla, los compañeros de Salcedo lo condujeron en amplio carruaje a casa del famoso médico doctor Antonio Pantoja, y rato después a casa de los padres y familia del paciente.
+«Dos peligros inminentes corría la vida del interesante joven Salcedo, fuera de la ya no acaecida hemorragia interna: tétano o peritonitis. Misericordiosamente nada de esto ocurrió, gracias a la juventud y robustez del valiente joven barranquillero, y algunos cuantos días después de mortal angustia fue declarado fuera de todo peligro, con gran regocijo de todos. Loado sea Dios.
+F. P. S.».
+Los literatos del siglo pasado, y también las literatas, tenían casi todos un genio muy irritable; la crítica, si no era para elogiarlos, les mortificaba y creían que era deber imperativo contestarla. No se suponga nadie, pues, que el príncipe de nuestra poesía, don Rafael Pombo, se mordió la lengua o arrinconó la pluma al leer lo que dijo Juan Páez M. sobre las décimas que recitó el 12 de octubre en el Teatro Colón. El viejo cóndor sacudió las alas y le contestó a Páez en El Telegrama, decano de los diarios de Bogotá, fundado y dirigido por don Jerónimo Argáez, publicación de la que hablaré pronto porque en 1893 y 1894 fue el vocero más autorizado de la política oficial. Pombo reivindicaba la belleza y originalidad de su décima; se enojó con el director de El Correo Nacional, don Carlos Martínez Silva, quien nada tenía que ver con las opiniones personales de Julián Páez, y para salir del paso propuso que se constituyera un jurado literario integrado por los señores doctor Rafael María Carrasquilla, presbítero; doctor Santiago Pérez y don Marco Fidel Suárez, «para el severo examen y calificación» de las dos cortas composiciones en tela de juicio.
+Eran también muy aficionados a la crítica meramente gramatical nuestros hombres de letras, y por los gazapos que unos a otros se descubrían se formaban grandes tremolinas. Recuerdo una, muy sonada, en derredor de un aviso que publicaba en los periódicos la fábrica de cerveza Bavaria: «El señor don Marco Fidel Suárez, actual ministro de Relaciones Exteriores, ha honrado a la fábrica de cerveza alemana, Kopp Bavaria, con el siguiente certificado: Certifico que con el uso de la cerveza Bavaria me he mejorado mucho de una dispepsia que sufro hace algún tiempo. Las cervezas extranjeras, en vez de producirme ese resultado, me producen el contrario. Marco F. Suárez». ¡Quién dijo tal! Al punto salió en El Relator un gramático sosteniendo que no era castizo decir sufro de dispepsia o de otra enfermedad cualquiera, y el ministro de Relaciones Exteriores creyó en peligro su bien ganada reputación de gramático, y replicó inmediatamente en El Correo Nacional en un artículo de tres columnas en el que demostraba con autoridad de clásicos que era correcto decir «sufro de dispepsia».
+Mediado el mes de noviembre, terminados mis exámenes, en los cuales obtuve, como el año anterior, las más altas calificaciones, emprendí viaje de regreso a la tierra nativa y a la casa paterna. Era una íntima satisfacción que me compensaba de las preocupaciones que cargaba mi juvenil espíritu por haber descubierto que no sería un abogado, ni bueno ni malo, sencillamente porque presentía que jamás me dedicaría a ejercer la profesión. Pero ya no era tiempo de variar mi rumbo y volvería a Bogotá en 1893.
+UN VIAJE QUE BATIÓ EL RÉCORD DE VELOCIDAD ENTRE BOGOTÁ Y BARRANQUILLA — HONDA A FINES DEL SIGLO PASADO — LOS CAPITANES DE LA NAVEGACIÓN FLUVIAL — UN CURA QUE PARECÍA CAPITÁN DE HÚSARES — LOS PROGRESOS DE MI CIUDAD NATAL — MI PRIMERA JUERGA — UN TERRIBLE GUAYABO — ESTADO DE SITIO EN BOGOTÁ — EL VERANEO DEL VICEPRESIDENTE EN IBAGUÉ — LA CAUSA DE LOS DISTURBIOS — ATAQUE AL CUARTEL DE POLICÍA Y A LA CASA DE DON HILARIO CUALLA — EL GENERAL CUERVO.
+SÉAME PERMITIDO COMENZAR esta síntesis de lo que oí y vi en 1893, uno de los años de más intensa agitación política que vivió el país al finalizar el pasado siglo, evocando algunos recuerdos personales.
+En 1891, al salir de vacaciones, hice el viaje de Bogotá a Barranquilla batiendo el récord de la velocidad en aquel tiempo. Salí de la capital a la una de la tarde del 6 de noviembre y llegué a Barranquilla a las diez y media de la mañana del día 10. Un conjunto de felices circunstancias me permitió alcanzar aquel récord. Al llegar a Facatativá se me ofreció por cuatro pesos más del precio corriente una magnífica mula, un arriero antioqueño para el cuidado de mi equipaje que caminaba más aprisa que un militar en derrota, y el buen tiempo me favoreció durante la jornada y media de camino por tierra. El crudo invierno resolvió abrir un paréntesis en beneficio mío. Llegué a Facatativá a las dos y media de la tarde, y a las tres, montado en la mula y el arriero guiando con sus peculiares silbidos la del equipaje, emprendíamos la marcha. Cuando comenzaba a caer la noche llegamos a Agualarga. Al desmontarme frente al hotel, el arriero antioqueño, un gañán fuerte, ágil, animoso y valiente, me dijo: «Si mi don quiere que lleguemos mañana en la tarde a Honda, deme licencia para despertarlo a las cuatro de la mañana y le aseguro que pasaremos el río en la última barca». No existía aún el puente Navarro. Y advierto a mis lectores que Agualarga es el Albán de hoy. Yo le di la licencia a mi arriero, permitiéndome expresarle la duda de que pudiéramos hacer en catorce horas una jornada tan larga. «Con esa mula, y si mi don no se cansa, yo me comprometo a ponerlo en la barca antes de las seis de la tarde». «Pero, ¿y el equipaje?», le repliqué. A la pregunta contestó riéndose: «Estas mulas, la de mi don y la del equipaje, son propiedad de don Sinforoso… —no recuerdo el apellido—, de lo mejor que hay en Manizales y yo camino más que las mulas».
+No eran todavía las cuatro, cuando el arriero golpeó a la puerta de mi cuarto, que daba sobre la calle, para anunciarme que estaba listo. Tomé una taza de chocolate y emprendimos camino. Amaneció cuando llegábamos a Chimbe y a las nueve de la mañana pasábamos por Villeta. Almorzamos en las Tibayes y, dicho y hecho, pocos minutos antes de las seis de la tarde entrábamos a la barca. Oscurecía cuando camino del Hotel América pasé frente a la agencia de la Compañía Colombiana de Transportes. Vi las puertas abiertas, luces en la oficina y eché pie a tierra. El capitán José A. Egea estaba despachando en su escritorio el vapor América que en la mañana siguiente saldría del puerto de Caracolí, pues, una enorme crecida del Gualí había arrastrado uno de los puentes de madera de la vía férrea entre Caracolí y Yeguas. Me extendió el pasaje de cumplimiento hasta Barranquilla para el vapor América con camarote de acuerdo con las órdenes que él ya tenía de los directores de la empresa, señores López Penha y Lafaurie. El río Magdalena estaba por sobre los montes, como decían los navegantes en aquella época. El América no era vapor correo, pues este había sido el día antes en uno de los barcos de la compañía del Dique de Cartagena, a la que le tocaba el turno de transportar las valijas dos veces al mes. El América no tendría y lo completaría en Puerto Berrío y Gamarra. Soltó amarras en Caracolí a las ocho de la mañana y a las seis de la tarde arrimaba en Puerto Berrío. La buena fortuna seguía favoreciéndome. Durante la noche completó el América su cupo de carga. A las cinco de la mañana seguimos río abajo y a las siete de la noche saludaba yo en Gamarra a mi cuñado Diofante de la Peña, que administraba las bodegas de ese puerto en aquel entonces. Tenía carga suficiente para el América, pero el capitán le informó que no había en donde colocar ni un saco de café. Condescendió en llevar unos pocos bultos de cebolla de Ocaña por ser carga corruptible que no podía permanecer largo tiempo en bodega, y seguimos aguas abajo. A las siete de la mañana estábamos en El Banco. ¡Y dale paleta!, típica exclamación de los marineros hasta Barranquilla. El América pitaba frente a la ciudad joven y floreciente, cuartos de hora antes de las diez de la mañana del 10 de noviembre. Los despachos telegráficos que dirigí a mis padres avisándoles de mi viaje en Bogotá y Honda llegaron muchos días después del viajero. Salieron a recibirme porque alcanzaron a recibir oportunamente el que puse con carácter de urgente desde Magangué.
+El viaje de bajada por el río Magdalena, y el de salida cuando el río estaba en buenas aguas, era para mí un gran placer. Placer para la vista por la contemplación de los paisajes, de belleza insuperable. Una puesta del sol, una aurora sobre el río Magdalena son una feria de colores. Una noche de tempestad le transmite la sensación a quien no tiene miedo a la muerte, de estar en batalla en que habrá de salir vencido por enemigo omnipotente. La enmarañada selva de las riberas, sus árboles gigantes «que parecen desafiar a las nubes», esmaltados algunos de ellos por flores silvestres. Los bohíos escondidos entre el platanar… Todo eso es para visto y no descrito. Parece que hoy el paisaje ha cambiado. La selva ha sido bárbaramente talada y no queda ya, según informes en lo que propiamente puede llamarse Bajo Magdalena, como telón de fondo, sino el panorama distante de las montañas. Sin embargo, algunos encantos deben conservar el viaje por el río. A los atractivos de la naturaleza se añadían, para hacerlo en mi juventud, los del trato y la comunicación con los tripulantes de los barcos que surcaban nuestra gran arteria fluvial. Todos ellos gente buena y sencilla, franca, servicial, complaciente, sin remilgadas cortesías, que usaba un vocabulario exclusivo del navegante y sus jerarquías: uno era el de los marineros, otro el de los contadores o sobrecargos, otro el de los prácticos o pilotos y otro el de los capitanes. Las palabras que se cambiaban entre sí los tripulantes de los barcos que se cruzaban, o en las regatas de velocidad, eran para oídas y no contadas. De 1889 hasta 1915 no hice yo menos de treinta viajes sobre el río Magdalena y durante ese dilatado lapso tuve la oportunidad gratísima de relacionarme con casi todos los capitanes, contadores, prácticos y contramaestres que sirvieron en aquella época, hoy casi todos desaparecidos. De los primeros conservo imborrable recuerdo de Félix Gonzalo Rubio, de William Brandford, de Juan Glen, de Antonio Galofre, de Vicente Lombana, de Agustín Salcedo, de Eladio Noguera —mártir en el cumplimiento de su deber—, de Tomás Mac Causland, de Teodoro Dejongh, y llegando a los menos viejos, de Luis Felipe de Castro, de Miguel Soto y de Joaquín Restrepo. Yo fui siempre invitado a la mesa de los capitanes y compartí con ellos el apetitoso sancocho. Yo los vi trabajar bajo el sol ardiente y en las noches oscuras y lluviosas cuando el barco se «varaba» a la par de los marineros en la difícil maniobra de ponerlo a flote, exponer sus vidas para salvar los cargamentos confiados a su pericia, aliviar las incomodidades del viajero. Eran los ignorados artífices de la obra que en aquel entonces podía considerarse, sin hipérbole, como la más vital en el desenvolvimiento del progreso patrio.
+Si batí el récord de velocidad en mi viaje de bajada en 1891, el de 1892 fue lento y accidentado. Era regular la mula de silla que me fletaron en Facatativá, mas no así la que llevaba el equipaje y el arriero que la conducía. Llegué a tiempo a Honda para tomar el vapor correo, pero el equipaje no apareció sino dos días después de salido este. Tuve que permanecer en Honda una semana, lo que no me disgustó y antes bien sirvióme para afianzar las amistades que había contraído en esa importante plaza comercial en la que residí durante los últimos meses de 1889 y los primeros de 1890, cuando era apenas adolescente. Quien no conoció a Honda en ese tiempo no puede imaginar lo que fue la intensa, casi febril, actividad de aquel centro comercial que fue a manera de puente entre la costa Atlántica, Antioquia y el que es hoy departamento de Caldas y Bogotá. Las angostas y empedradas calles de la vieja ciudad colonial destruida por el terremoto de 1805 eran un hervidero de actividad y movimiento. El tránsito del peatón muy difícil, especialmente en ciertas horas del día, porque las interminables recuas de mulas en marcha o estacionadas, mientras cargaban o descargaban le oponían barrera que no podía salvarse sin peligro de una coz, de una pisada o de un baño sin perfumes. El comercio estaba representado por casas importadoras y exportadoras de fuerte capital y de amplio crédito, las casas comisionistas eran numerosas, pero no menos respetables. Miguel Samper e Hijos, Pedro A. López, Henri Hallam, Francisco Vengoechea, Gregorio Castrillón, Francisco Navarro, Cardona & Urrutia encabezaban la lista del alto comercio de Honda y seguían después muchos comerciantes costeños que hicieron grandes ganancias, entre los que figuraba en primera línea el capitán Bernardo Botero. De la Costa venían comerciantes ambulantes con lotes de mercancías para vender y que compraban café, cueros y oro en barra o en polvo. La ciudad también tenía sus encantos: el baño en las tardes a orillas del Magdalena, cabe el torrentoso Salto, los paseos por la noche en busca de aire más fresco al Alto del Rosario, la tertulia de los almacenes, la lectura de los periódicos de Bogotá, ver pasar a los viajeros que llegaban de la capital o se dirigían hacia ella, las fiestas religiosas que organizaba el cura, un cura de tierra caliente, liberalote y que por su aspecto semejaba un capitán de húsares. Todo lo mismo que tres años antes cuando me tocó después pasar en Honda una semana en el Hotel América, que todavía existe, según mis noticias, en el mismo sitio y en la misma casa, pero bastante mejorado. La semana me pareció corta. La pasé casi toda ella de la oficina de la Compañía Colombiana de Transportes al almacén del capitán Botero. El agente de la Compañía Colombiana, capitán Egea, era un conversador delicioso, con esa gracia del costeño inteligente que hace colección de cuentos de subido color verde. Entusiasta liberal era el presidente del centro de Honda y se devanaba los sesos preguntándose cómo fueron a parar a manos del Gobierno unas comunicaciones que había dirigido a los directores del partido en Bogotá. Botero, conservador pero velista, y a él lo que le preocupaba con seis años de anticipación era saber cuál sería el candidato del velismo para el próximo periodo constitucional. Pasé la semana también leyendo El discípulo de Paul Bourget, que me había obsequiado Tomás Surí Salcedo en Bogotá. La novela me hizo «dudar de las dudas» y le dio trajín a mi pensamiento.
+Bajé el río en el vapor Francisco J. Montoya, comandado por Eladio Noguera, a cuyo trágico destino estaba ya indisolublemente ligado el nombre del barco, pues siete años después un nuevo Francisco J. Montoya, porque en el que yo viajé naufragó en un choque que tuvo con el Bismarck cerca de Zambrano, se incendió pereciendo Noguera abrasado por las llamas cuando hacía esfuerzos heroicos para localizar el fuego. Y detalle revelador de la fatalidad de los destinos trágicos. En ese viaje de bajada en el viejo Francisco J. Montoya, estuvimos a punto de naufragar, porque en una mañana de espesa niebla, más espesa que las de Londres, el buque se deslizaba lentamente con grandes precauciones haciendo funcionar su silbato constantemente, cuando un poco más abajo de Bodega Central, nos dimos de manos a boca con el Santander que subía y pasamos tan cerca de este que pasaje y tripulación lanzamos un grito de espanto.
+En Barranquilla encontré cosas nuevas, desde su infancia mi ciudad nativa fue una mimada del progreso. Teníamos ya luz eléctrica incandescente en las principales calles de la ciudad y en las habitaciones de quienes estaban en capacidad de pagar el servicio. El de teléfono existía desde antes de 1885. La iglesia del Rosario estaba casi terminada. Proseguían con actividad los trabajos del Teatro Emiliano, llamado luego Municipal, obra en cuya iniciativa y primeros comienzos tuvo muchísima parte por no decir toda, el gran caballero don Emiliano Vengoechea. La luz eléctrica incandescente se debió a los tesoneros esfuerzos del ingeniero Pedro Blanco Soto que logró constituir una sociedad anónima de pequeños capitalistas, entre los cuales recuerdo a Rafael María Palacio. Estaba encargado de la prefectura de la provincia Juan A. Gerlein, que prestaba su atención preferente a las obras materiales, como la canalización del brazo del río Magdalena —el Caño, como se le llamaba en forma diminutiva—, que con sus dos bocas, la de arriba y la de abajo, franqueaba el paso a las embarcaciones mayores y menores que entraban a la ciudad. Esa canalización resultó obra perfecta frente al paseo Rodrigo de Bastidas y el Mercado Público, saneando ese barrio comercial, expuesto antes a las crecidas del río Magdalena. Juan Gerlein se ocupaba, además, en embellecer los sedicentes parques, que no eran en verdad sino pequeños jardines. Cuidaba los árboles, las plantas y las flores con tierna solicitud. Si los adelantos materiales eran notorios, no resultaba insignificante el adelanto cultural. Encontré que teníamos un diario de la mañana: El Comercio, editado en imprenta propia y muy nítidamente, por cierto. Lo dirigía Clemente Salazar M., magnífico escritor y polemista, con un cuerpo de colaboradores, plana mayor del liberalismo barranquillero. Todos los sábados, con matemática precisión, circulaba el viejo y popular semanario El Promotor, al que encontré con apéndice un pequeño diario de la tarde con el nombre de Boletín del Promotor, sin matiz político definido, pues era en verdad redactado por don David López Penha y por Luis de Valdepeñas, seudónimo de mi tío padrino don José Martínez S., en el que había fibra y madera de periodista, pero hacía grandes esfuerzos para contener su hirviente liberalismo y acomodarse al tono de imparcialidad que se le había dado a la nueva publicación en la que figuraba como director responsable don Domingo González Rubio, el mismo de El Promotor, fundado en 1870 con el valioso concurso intelectual de don Ricardo Becerra. Por insinuación obligante de don David López Penha y de José Martínez S., yo iba todas las tardes de las cuatro a las seis y media a ayudarles a corregir pruebas, a escribir gacetillas y dos veces me atreví con artículos de pretensiones literarias. En aquel ambiente, en aquel trabajo que no da espera, de un periódico que va a entrar en prensa, ante el papel humedecido de las pruebas, oyendo el ruido de las antiguas máquinas y aspirando el olor de la tinta de imprenta, yo alcancé a adivinar cuál era mi verdadera vocación: la de periodista. Allí me encontraría como el pez en el agua, en mi elemento. Y esa adivinación me hizo cobrarle más antipatía a los códigos y a la expectativa de encontrarme en los juzgados presentando memoriales y alegatos.
+En mis vacaciones de diciembre de 1892 y enero de 1893 tengo un recuerdo picaresco y agradable: el de mi primera noche de holgorio y absoluta libertad. Me invitaron a comer en el club San Carlos, Rafael Salcedo Campo, Julio N. Vieco y Melquíades Osorio y a correr un trueno después. Acepté la invitación después de haber obtenido permiso de mi padre y los invitantes me dejaron en la puerta de mi casa cerca de la madrugada. Había bebido, y en no escasa cantidad, cerveza, vinos de mesa, champagne; había recitado versos, improvisado discursos, imitado la oratoria de Robles y de Carlos Calderón, hablado de política y conocido a las tres más hermosas cortesanas de Barranquilla. Había oído recitar a Julio N. Vieco, poeta de gran vuelo, sus más atrevidas composiciones eróticas, a Rafael Salcedo Campo referir los preliminares e incidentes de su duelo con el señor Cisneros, improvisar arengas militares cual si estuviera enfrente a un ejército listo a entrar en combate, a Melquíades Osorio contar a sus amigos predilectos que se iba de la tierra para Costa Rica en busca del vellocino de oro. Amanecí con un terrible «guayabo», pastosa la lengua, seco el gaznate y devolví el desayuno tal como lo había recibido el estómago, pero me sentía orgulloso cual si hubiera realizado una hazaña, con ínfulas de hombre hecho y derecho.
+Mal ha de terminar, si continúa como comienza 1893, para la tranquilidad del país. Estaba todavía en Barranquilla cuando se recibieron por la morosa vía telegráfica noticias confusas y contradictorias sobre graves sucesos ocurridos en la capital en los días 15, 16 y 17 de enero. Se hablaba de motines y asonadas de los artesanos, de muchos muertos y heridos, de ataques a la estación central de Policía y de que muy pronto llegarían a la Costa muchísimos confinados a las islas de San Andrés y Providencia. Unos les daban a los sucesos causas políticas, y otros decían que el levantamiento de los obreros y artesanos era algo muy semejante a lo que había ocurrido con los célebres del pan de a cuarto. Los periódicos que llegaron en el correo subsiguiente no daban luz sobre lo sucedido. Se había decretado el estado de sitio en Bogotá y ninguna publicación podía darse a la luz sin la previa censura del Gobierno. Pero que los sucesos no habían revestido la gravedad pretendida por los alarmistas lo demostraba el hecho de que el vicepresidente encargado del Poder Ejecutivo no había interrumpido su veraneo en Ubaque.
+Fue al llegar a Bogotá a principios del mes de febrero cuando pude saber con toda exactitud lo que en verdad había ocurrido, y cuáles fueron las causas de los deplorables y sangrientos disturbios a mediados de enero. El Correo Nacional traía una relación bastante exacta e imparcial, que no fue rectificada, en su entrega número 691 de miércoles 1.º de febrero de 1893, de la cual extracto lo siguiente:
+Desde mediados del último diciembre aparecieron en el periódico Colombia Cristiana unos artículos intitulados «La mendicidad», suscritos con las iniciales del señor Ignacio Gutiérrez Isaza. El periódico circuló en todos los talleres una vez que sobre él llamaron la atención personas interesadas en darle al asunto proporciones desmedidas sin pensar en las consecuencias. Esas personas no pertenecían al Partido Liberal; la mayoría de sus miembros no sabía siquiera que existiese Colombia Cristiana. Los artículos del señor Gutiérrez Isaza eran una severa crítica a la moralidad de los artesanos y se referían particularmente a las consecuencias que el relajamiento —según el articulista— de las costumbres traía. Prodújose así una agitación entre los artesanos, y algunos de ellos, mal aconsejados, resolvieron atacar la persona del señor Gutiérrez y su casa de habitación. La muerte natural de tres artesanos que gozaban de gran prestigio en el gremio dio lugar a que en la tribuna del cementerio se dijesen frases alusivas a lo ocurrido, y estas y algunos fijados en las esquinas de la ciudad hirientes para el autor de los artículos precitados y una protesta de la Sociedad Filantrópica sostuvieron la exacerbación de los ánimos que no logró calmarse con la publicación de una hoja volante del señor Gutiérrez, quien la publicó con el fin de explicar su conducta y satisfacer a los artesanos. En El Orden —periódico conservador, dirigido por el señor Antonio M. Silvestre— apareció una apreciación desfavorable al señor Gutiérrez y el viernes 13 de enero un artesano trató de ultrajar, por vías de hecho, al señor Gutiérrez que se dirigía a su casa acompañado de su hermano don Rufino.
+La casa situada en la carrera Catorce, marcada con el número 83, era vigilada por la Policía, porque don Rufino había dado aviso al jefe de este cuerpo de que varios individuos, en actitud hostil, se habían acercado a ella el sábado y en la mañana del domingo de enero. Sin embargo, la casa fue apedreada el domingo a las cuatro y media de la tarde. Por equivocación, atacaron los asaltantes la casa número 85, contigua a la del señor Gutiérrez. Allí se trabó lucha entre el pueblo que ocupaba la calle y los agentes de Policía, y hubo heridos. Ningún obrero ni artesano conocido tomó parte en la tan baja acción.
+Hubo un ligero interregno de sosiego, pero como a las siete y media de la noche empezaron los ataques a la casa del señor Gutiérrez, violentas agresiones contra los agentes que hacían la custodia del edificio. Hasta las doce de la noche no se pudo restablecer la calma.
+El lunes 16 a la una del día se reunió en el atrio del templo de San Francisco un mitin, presidido por artesanos notables. El mitin tenía por objeto dirigirse a la casa del señor general Cuervo, ministro de Gobierno, con el fin de darle gracias por haber ordenado que se pusieran en libertad a los artesanos que habían sido apresados la víspera por causa del ataque a la familia Gutiérrez y pedirle que el periódico Colombia Cristiana fuese castigado conforme a la ley de prensa. Nombraron una comisión de dos artesanos para que avisaran al general que iban a pasar frente a su casa, y él les suplicó que guardasen orden. Entró a la casa del ministro el señor Félix Valois Madero, que enseguida salió comisionado por el general para decirles a los que estaban esperando que el general Cuervo se excusaba de salir por estar enfermo y que les rogaba que se retiraran en orden. Frente a la residencia del ministro permanecieron largo tiempo haciendo manifestaciones de simpatía al general Cuervo con cohetes y vivas, y luego se dispersaron en orden. Todo quedó tranquilo. Poco después, los pequeños grupos que habían quedado se reunieron en masas considerables, las cuales, sin dirección inteligente, se dirigieron a la plaza de Nariño, o sea de San Victorino. Allí la policía, en corto número, pues apenas alcanzaba a veinte hombres, fue atacada por el pueblo. Los agentes se retiraron huyendo de las piedras por la calle que conduce a la plaza de Capuchinos y en la mitad de la calle hicieron fuego sobre el pueblo, hiriendo a varios con dos descargas. En esos precisos momentos llegó a la plaza de Nariño el general Ignacio Soto, el Cojo, y al momento fue aclamado como jefe del movimiento.
+Cundió la alarma en toda la ciudad. Numerosos grupos, armados con cuchillos, palos y con piedras recorrían las calles gritando mueras a la policía. La masa más numerosa se dirigió a la calle 10, donde estaba situado el cuartel del cuerpo de policía, y se esparció por la plaza de mercado y el camellón de La Concepción. Allí se estableció un verdadero sitio a dicho cuartel, adonde se había retirado la policía; allí también hubo lucha y heridos, cuyo número y condición no pudo precisarse, pues fue imposible recoger datos fidedignos en medio de aquel tumulto indescriptible, ni nos ha sido dado obtenerlos después, pues las versiones son multiplicadas y contradictorias.
+En este momento, hallándose parte de los agentes estacionados frente al local indicado, el jefe del Día del Ejército Nacional previno a la policía se retirara a su cuartel, a fin de evitar un nuevo conflicto; así se hizo, y en el acto en que los amotinados vieron retirarse a los agentes y cerrar la puerta del edificio, creyeron llegado el momento de apoderarse del local.
+Afortunadamente no lograron el intento de entrar al local de la dirección; el fuego empezó a hacerlos disolver, y poco a poco fueron separándose de este sitio para continuar su tarea criminal en otros varios puntos de la ciudad. Poco después paseaban las principales calles, en especial las del comercio, grandes grupos, dando gritos sediciosos, precedidos por una bandera negra. Ya llegaba la noche; entonces el mayor ruido se oía en el camellón de Las Nieves, la circunscripción de Policía, que estaba situada en la calle 24, fue apedreada, rotas las puertas y ventanas, sin respetar las rondas militares que recorrían la ciudad con el fin de hacer guardar el orden, hasta donde fuera posible, sin disparar sobre el pueblo, por lo cual el Ejército se granjeó las simpatías de los amotinados, que vitoreaban la tropa de línea a la vez que insultaban el cuerpo de Policía.
+Todas las inspecciones de Policía, excepto la municipal del barrio San Victorino, fueron atacadas. En la de Santa Bárbara se forzó y rompió la puerta del edificio; despedazaron los muebles y útiles de la oficina y destruyeron casi en su totalidad el archivo que existía. Se volvió a atacar la casa de los señores Gutiérrez. El ataque no pasó a mayores esta vez, porque los asaltantes llegaron a la convicción de que don Ignacio no se encontraba allí. Enseguida los amotinados se dirigieron a la casa del general Cuervo, que había dejado de ser persona grata para ellos en pocos momentos, y la turba, después de forzar puertas y ventanas, destruyó totalmente cuanto en ella había: arañas, espejos, cuadros, y sólo lograron salvarse tres relojes de sobremesa. Despedazaron hasta las cortinas y las piezas de ropa, hasta la loza del comedor; pero los fragmentos de todo se hallaron allí. «Justo es —dice el relato que estoy extractando— hacer constar que entre aquellas furias no hubo rateros ni ladrones». Desgraciadamente una escolta del Ejército Nacional llegó tarde a la casa del general. Al ver a los soldados, los asaltantes se retiraron en desorden y por diferentes vías. Fue atacada también la casa de don Higinio Cualla, alcalde de la ciudad, y las de algunos particulares que nada tenían que ver con las causas y los desarrollos de aquellos salvajes acontecimientos, y asaltado el Asilo de San José. El balance de las refriegas fue el siguiente: un policial muerto y 21 heridos y 31 artesanos heridos.
+Hay que admirar y elogiar la conducta del general Antonio B. Cuervo en tan graves e inusitadas emergencias. Refieren testigos actuarios de la mayor respetabilidad que desde el 15 de enero en la tarde, acudieron al Ministerio de Guerra, en donde él estaba despachando, pues estaba encargado también de esta cartera por ausencia del titular, señor Primitivo Crespo, para pedirle ahincadamente que salvara a la ciudad y al Gobierno, que se iba a caer, si ello no se hacía, que sacara de los cuarteles al ejército para disparar sobre el pueblo. Los hombres valerosos como Cuervo son prudentes y magnánimos. Al individuo que más se empeñaba, me reservo su nombre porque ya ha muerto, en que se procediera en forma tan drástica y breve, le contestó aquel, fría y serenamente: «Saco el ejército y hago lo que ustedes me piden si el señor X me acepta y se posesiona ahora mismo de la comandancia militar de Bogotá». Huelga decir que el sediento de sangre se escapó por una puerta, sin decir hasta luego.
+Mas al general Cuervo no se le escapó desde el primer momento la gravedad de la situación. Se comunicó desde la mañana del 16 de enero por telégrafo con el vicepresidente Caro, que veraneaba en Ubaque y expresamente autorizado por él y previo dictamen unánime del consejo de ministros, dictó el siguiente decreto:
+«Decreto n.º… de 1893. Enero 16, por el cual se declara transitoriamente la capital de la República en estado de sitio. El ministro de Gobierno, en ausencia del excelentísimo señor vicepresidente de la República, expresamente autorizado por él y previo dictamen unánime del consejo de ministros, decreta:
+«Artículo 1.º El orden de la ciudad se conservará militarmente.
+«Artículo 2.º Prohíbese la reunión pública de cinco o más ciudadanos, así como la circulación de publicaciones de todo género sin el previo pase del Ministerio de Gobierno.
+«Artículo 3.º Las contravenciones a este decreto y los ataques a domicilios de particulares, de empleados, y a los edificios públicos, serán juzgados y castigados militarmente.
+«Artículo 4.º Las autoridades ejecutivas y militares, quedan encargadas del puntual cumplimiento de este decreto.
+«Dado en Bogotá, a 16 de enero de 1893.
+«(L. S.). — A. B. CUERVO
+«El ministro de Justicia,
+«Emilio Ruiz Barreto».
+LA COMPLICADA PSICOLOGÍA DEL NEGRO AQUILINO VANEGAS — UN INCIDENTE ENOJOSO CON MI TUTOR ALEJANDRO PÉREZ — LA ANTIPATÍA DE DON SANTIAGO PÉREZ POR LOS COSTEÑOS — LA INICIACIÓN DE TAREAS EN LA UNIVERSIDAD REPUBLICANA EN 1893 — LAS EXEQUIAS DEL GENERAL ANTONIO B. CUERVO — EL TESTAMENTO DEL ILUSTRE Y AUDAZ HOMBRE PÚBLICO DE LA REGENERACIÓN — SU REGULAR FORTUNA — UNA ADMIRABLE EXPOSICIÓN IMPROVISADA DE ENRIQUE OLAYA HERRERA A LOS TRECE AÑOS.
+EN ESE AÑO DE 1893 LLEGUÉ A Bogotá el 12 de febrero. Camino del Hotel Cundinamarca entré a El Leteo para saludar a Aquilino Vanegas y preguntarle en dónde estaban las cosas —cama, colchón, jarra y platón, etcétera— que le había dejado a guardar, y el gentilísimo negro me contestó: «En mi casa, en donde debes hospedarte hasta que entres a la Universidad». Aquilino, soltero todavía, habitaba en una pequeña casa de planta baja, en la calle 11, entre carreras Octava y Novena, frente a la peluquería española. Diciéndolo y haciéndolo. Me tomó del brazo y subió al coche que me había traído de la estación. El aspecto exterior de la garçonnière de mi anfitrión era judío, que dijera el señor Caro, pero su interior lujoso y del mejor gusto. La alimentación magnífica. Me dio llave para que yo entrara y saliera libremente. La psicología del Negro Vanegas era complicada: generoso y espléndido con los clientes que le pagaban las cuentas religiosamente; implacable, feroz con los tramposos. Yo creo que él fue quien estableció la costumbre de poner en vergüenza pública a los deudores morosos, requiriéndolos con pequeños avisos que publicaba en los diarios, primero con las iniciales correspondientes a sus nombres y apellidos, y posteriormente con los nombres y apellidos enteros. Durante su larga residencia en Bogotá, el momposino se había pulido social e intelectualmente. Tenía modales de gran señor y no los del dueño de una taberna elegante.
+El día siguiente al de mi llegada fui a ver a Alejandro Pérez. Mi viejo amigo y acudiente me recibió comunicándome un deseo, al que hube de meterle, como vulgarmente se dice, mucha cabeza. Él quería que yo entrara al Externado, de cuya dirección estaba ya encargado el doctor Santiago Pérez. Le expuse los inconvenientes que le encontraba al cambio de universidad y me los rebatió, debo confesarlo, victoriosamente. Quedamos en que siendo un deseo de él y no una orden perentoria, volveríamos a conversar sobre el asunto. Muchas veces, recorriendo mentalmente el camino de mi vida, he pensado que en mi decisión final de contrariar el deseo del viejo y noble amigo de mi casa y de mi nombre, de mi cariñoso tutor, influyó decisivamente, en su itinerario, mi final determinación. Porque dos o tres días después de nuestra primera entrevista le manifesté a Alejandro Pérez que, sintiendo gran pena por no complacerlo, había resuelto ingresar nuevamente a la Universidad Republicana. Pude advertir en el rostro de Alejandro la contrariedad que le causaba la que él consideraría atrevida rebelión, pero tuvo la delicadeza de no insistir más en su deseo y apenas me dijo que estaba listo para acompañarme al registro de la matrícula, sin señalarme imperativamente día preciso para la diligencia, cual lo hiciera en las dos oportunidades anteriores. Comprendí claramente, pues conocía el carácter de Alejandro Pérez, que su silencio y su frialdad, debía traducirlos así: en lo sucesivo haga usted cuanto se le antoje en lo que sea lícito y tenga la seguridad de que no volveré a aconsejarle.
+¿Por qué me obstiné en continuar estudiando en la Universidad Republicana? No estaba desprovisto de razones y de motivos sentimentales. Las primeras, y así les ocurre siempre a los muchachos, parecíanme más sólidas que las ajenas, pero en la obstinación primaron los motivos sentimentales. Yo les había tomado un grande afecto a mis profesores, a mis más dilectos condiscípulos y a la vieja casona de la Universidad Republicana. Se quiso trasplantarme y no juzgué vanidosamente que iba a desgarrar la tierra en que naciera, mas sí que me agostaría de tristeza y de nostalgia. A más de eso, tener a Robles de rector, me atraía tanto como tener al doctor Santiago Pérez. Por añadidura había oído, repetidamente, la conseja de que don Santiago no simpatizaba con los costeños. Mi padre, a quien ligaba a Alejandro Pérez una amistad fraternal, ya lo he dicho, avisado por cartas mías de cuanto había ocurrido, me improbó suave, pero enérgicamente, que no hubiera complacido a quien tenía su representación. Ya era demasiado tarde.
+Entré al internado de la Universidad Republicana el lunes 20 de febrero en la noche: ese día, a la una y media de la tarde, después de suntuosas y solemnes exequias, había sido sepultado el cadáver del general Antonio B. Cuervo, que murió el domingo 18 en el Palacio de la Carrera. La vida del prócer del conservatismo y de la Regeneración, minada de años atrás por grave dolencia, se extinguió finalmente debido, en gran parte, a las graves preocupaciones y los múltiples quehaceres a que sometieron su espíritu y su organismo físico los sangrientos sucesos de mediados de enero. En el misterioso viaje le había precedido su amante y abnegada compañera, doña María Luisa Amaya de Cuervo, que fue para el bizarro militar e inteligente estadista una Ninfa Egeria. Al unirse a ella, terminaron para Cuervo las alegres y arriesgadas aventuras, y la mujer fuerte, adornada con el maravilloso don del consejo, lo había alejado definitivamente de sus aficiones a la dive bouteille. ¡Qué vida tan extraordinaria, tan apasionante la de Cuervo! Repito que ella está exigiendo un ensayo de vida novelada. En el decreto sobre honores a su memoria dictado por el vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, se lee entre los considerandos el siguiente: «El Gobierno agradece de una manera especial la abnegación, acierto y energía con que el finado, adoleciendo ya gravemente del mal que le ha conducido al sepulcro, supo, hace pocos días, ejercer el Poder Ejecutivo en momentos de dificultades repentinamente suscitadas contra el orden público en esta capital». Transcribo el anterior considerando porque meses más tarde se discutió ampliamente por la prensa la constitucionalidad del decreto que dictó Cuervo, expresamente autorizado desde Ibagué por el vicepresidente Caro, declarando en estado de sitio la capital de la República. A la polémica me referiré más adelante.
+Pocas semanas después del fallecimiento de Cuervo fue publicado en El Correo Nacional su testamento público y solemne, otorgado en Bogotá el 11 de febrero de 1892. En su primera cláusula dice: «Me llamo Antonio Basilio Cuervo. Soy natural de Bogotá, departamento de Cundinamarca, República de Colombia, hijo legítimo del doctor Rufino Cuervo y de la señora doña María Francisca Urisarri, uno y otra ya finados, soy mayor de 58 años, profeso la religión católica romana y tengo mi domicilio en esta ciudad de Bogotá». Cláusula Segunda: «Fui casado con la señora María Luisa Amaya, ya finada; en ese matrimonio tuvimos un hijo varón, llamado Gabriel, que murió en el año de 1878, sin dejar descendientes». Cláusula Tercera: «No teniendo herederos forzosos, es mi voluntad que sean mis herederos únicos los señores Ángel Cuervo Urisarri y Rufino Cuervo Urisarri, hermanos legítimos míos, que residen en la ciudad de París, de la República francesa, y los hijos de mi hermano legítimo Luis Cuervo Urisarri, en representación de su difunto padre, es decir, que los hijos legítimos de mi hermano Luis Cuervo Urisarri heredarán la porción que habría correspondido ab intestato a su difunto padre si hoy viviera». Luego el testamento entra en la enumeración de los legados que hizo el general Cuervo: $ 10.000 para que se establezca en Bogotá una casa destinada a ejercicios espirituales, distinta de la que entonces existía con ese título, con recomendación de que los albaceas al ejecutar la disposición procedan de acuerdo con las instrucciones privadas que ha comunicado a su hermano Rufino Cuervo; $ 2.000 a cada uno de sus cuñados Rafael y Ramón Amaya, y muchos otros legados que demuestran la generosidad del testador, sin olvidar a los criados, «por la buena voluntad con que le han servido». Nombró albaceas a los doctores Nicolás J. Casas y Francisco Montaña (el Gato), a quienes encarga que su entierro se haga «conforme a los ritos de la religión católica romana que ha profesado siempre, siendo entendido que en este no se harán gastos en exterioridad ni pompa alguna». No resultaba enorme la fortuna del general Cuervo. En bienes raíces, una quinta situada en el vecindario de Madrid (Serrezuela) con casa de tapia y teja, parque de recreación, solares y estanques; cien fanegadas de terreno de primera clase en la finca denominada Emporio, en el vecindario de Funza. Semovientes, dos caballos finos, de raza extranjera, que existían en su quinta de Serrezuela. Dos créditos hipotecarios a su favor por la cantidad de dieciocho mil seiscientos pesos, y varios créditos que constaban en documentos privados por cerca de $ 10.000, y la suma de $ 16.693.75 que tenía depositados en cuenta corriente a su orden en el Banco de Colombia, y joyas cuyo inventario reposaba en poder de sus albaceas.
+Al llegar a la Universidad Republicana en la noche del 20 de febrero, encontré en el salón de estudio, de inmediato vecino de pupitre a un muchacho, niño todavía, rubio, de alta estatura, que se levantó para saludarme y darme paso, diciéndome con la seriedad de persona mayor su nombre y apellidos: Enrique Olaya Herrera. A su cordial atención contesté: «Julio H. Palacio, y espero que seremos buenos amigos». Amarga es la vida, pero a veces nos reserva también amables compensaciones. ¡Cómo hubiera yo podido entrever el brillantísimo porvenir que le esperaba al niño que conocí la noche del 20 de febrero de 1893! No me era, sin embargo, ya desconocido, porque en los diarios de Bogotá había leído que redactaba en su pueblo nativo un periódico manuscrito titulado El Patriota, cuyos editoriales llamaban la atención de los buenos catadores por su estilo claro y vibrante y aún más por el buen juicio. Apenas iniciadas las conversaciones que teníamos en la Universidad, yo tuve la certidumbre de que en ese niño, humildemente vestido, había no sólo una maravillosa inteligencia en flor, sino también un carácter austero, enérgico, una voluntad firme, tan firme, que sería incapaz de doblegarse en la adversidad o en los ordinarios contratiempos. El niño era estudioso, aplicado y ordinariamente no salía los domingos a la calle. Se quedaba en la Universidad repasando sus lecciones y escribiendo sobre temas literarios o políticos. Me había tomado confianza y afecto y me mostraba con frecuencia las primicias de su pluma. Asombrábame que un niño de trece años —y no los había cumplido aún cuando entró a la Republicana— tuviera ideas que parecían las de un hombre maduro y que supiera expresarlas con tanta propiedad. Jamás he tenido malas pasiones, y alabado sea Dios que me lavó de ellas. Y la negra envidia nunca ha sido torcedor de mi conciencia, ni obnubilado mi razón. Reconozco el mérito en donde él se anide, así sea dentro de mi más feroz e implacable enemigo o en las personas que me inspiren aversión o antipatía. Por ello reconocí en Olaya Herrera, desde el primer momento, no a uno de esos talentos precoces que se marchitan precozmente; reconocí en él talento que daría mejores y más sazonados frutos con el andar del tiempo. En prueba de esto evoco un recuerdo que él se complacía asimismo en evocar con frecuencia. Mediado el año de 1893, nuestra Sociedad Santander, que se reunía todos los sábados, tuvo una sesión que resultó muy interesante y comentada. Debía recibirse y leer el trabajo reglamentario de un nuevo miembro; tema señalado por la presidencia, que yo ejercía y que era este: el hombre. El recipiendario avisó, con algún retardo, que no había concluido su tesis y no la presentaría sino el sábado próximo. Quedaba prácticamente sin orden del día nuestra Sociedad. Alcancé a ver en la puerta del aula en donde nos reuníamos al Monito Olaya —así le llamábamos sus condiscípulos de 1893— y me levanté de la silla presidencial a exigirle autoritariamente que entrara y nos dijera unas cuantas palabras. «Como mandato no lo acepto», me replicó ásperamente, «pero si es el ruego de un amigo, estoy listo a complacerte». Sobra contar que convertí el mandato dictatorial en cariñoso ruego. Ya en el aula, el niño, de pie, disertó con maestría, con hermosa voz de orador, con acción irreprochable… ¿Sobre qué?, se preguntarán mis lectores. Pues sobre el hombre, lo que por cierto me costó el injusto resentimiento del recipiendario que se había excusado, y que hubo de cambiar el tema de su tesis. El Monito Olaya Herrera había conquistado un sillón en nuestra Sociedad Santander de hecho y de derecho.
+Encontré también en la Universidad a mi queridísimo amigo Ignacio Díaz-Granados, que hasta el año anterior había sido alumno del Externado. Era natural que el doctor Robles le hubiera llevado allí para tenerlo más cerca, pues fue a manera de segundo padre de José Ignacio. Lejos de disminuir, había aumentado el número de estudiantes costeños, como era natural también. Entre los nuevos paisanos recuerdo a Francisco Mogollón Barreto, trasplante del Externado, el que me informó que los mejores estudiantes de ese instituto eran Tancredo Nannetti y Guillermo Camacho Carrizosa. Mogollón vive en Corozal y recibo de él, de cuando en cuando, cariñosas memorias.
+Algunos cambios encontré en la distribución del edificio de la Universidad. Los dos dormitorios de la planta alta, lado derecho, se habían convertido en la sala de recibo y en la alcoba del doctor Robles. Muy elegantemente amueblada la sala. En ella leía el doctor Robles su asignatura de Código de Comercio, que fue, sea dicho de paso, el código que me resultó simpático y al que puse mis cinco sentidos para no desmerecer en el concepto del doctor Robles. El negro de alma blanca era un gran profesor y tenía el recomendable hábito de corregir a sus discípulos las incorrecciones gramaticales del lenguaje. No menos notable que Robles el profesor de Derecho Civil, segundo año, doctor Eladio C. Gutiérrez, jurisconsulto hasta la médula, de merecido renombre y fama, socio de la firma Gutiérrez y Escobar, oficina legal que fue durante muchos años considerada como cátedra infalible. Un concepto jurídico de Gutiérrez y Escobar era tenido en aquellos tiempos por abogados y litigantes como un fallo anticipado de los altos tribunales de justicia. A la ciencia unían Gutiérrez y Escobar una diamantina probidad profesional.
+Después de esta breve visita a la Universidad Republicana, voy a engolfarme, y de grado o por fuerza se engolfarán mis lectores, en el mar de la política de 1893, que no tuvo día de bonanza, ni siquiera de relativa calma.
+Se comentaban y se discutían aún los sangrientos sucesos del mes de enero, cuando llegaron a la capital noticias poco tranquilizadoras del departamento del Tolima, noticias que resultaron, sin embargo, bastante exageradas. El general Manuel Casabianca se había separado de la Gobernación de aquel departamento, alto empleo que ejerció desde el advenimiento del nuevo régimen. Al general Casabianca sucedió el señor José Ignacio Camacho. La agitación en el Tolima tenía por causa una ordenanza expedida por la asamblea en sus sesiones de 1892, por medio de la cual se gravó la producción e introducción de licores con impuestos que se consideraron excesivos, los cuales venían a constituir en el fondo un monopolio, pues quedaban casi excluidos del libre comercio los embriagantes, haciendo imposible toda transacción del artículo. Tal ordenanza fijaba como impuesto máximo sobre cada litro de licores alcohólicos que se destilaran en el departamento, cuarenta centavos,y como mínimo veinte. De acuerdo con lo establecido por la asamblea, la renta de licores fue puesta en remate y adjudicada a los señores Eduardo Vila y Cía. Así las cosas, el día 30 de diciembre de 1892, antevíspera de aquel en que debía principiar a surtir sus efectos el remate, el ministro de Hacienda, don Pedro Bravo, dictó una resolución disponiendo que el gobernador del departamento del Tolima reformara el contrato de arrendamiento de la renta de licores por encontrarlo incompatible con las disposiciones de la ordenanza que aumentó el impuesto y excitando al gobernador del Tolima para que cuanto antes hiciera reunir la asamblea del departamento, a fin de que sometiera a la decisión de ella la aprobación del contrato referido o lo rescindiera para sacar la renta a nueva licitación por cuanto el contrato adolecía del vicio de ilegalidad. La agitación del Tolima se debía exclusivamente a esta resolución y, convocada la asamblea a sesiones extraordinarias, surgieron incidentes que no importa conocer a mis lectores. Lo que sí importa es la deducción que se desprende de todo este imbroglio: la autonomía administrativa de los departamentos era muy limitada y el Gobierno nacional decidía por sí, y ante sí, sobre violación de las ordenanzas y de las leyes, interviniendo espontáneamente o a petición de los gobernadores, en los negocios administrativos de las secciones. Bien es cierto que fundado en normas constitucionales.
+Un eminente expositor francés de Derecho Público ha dicho que las constituciones son órganos que suenan conforme a las manos de quienes los tocan. El estatuto fundamental de 1886 estaba sonando bajo la ejecución de quien lo había inspirado y construido: el señor Caro. A un razonado memorial que sobre la intromisión del ministro de Hacienda en el remate de la renta de licores del Tolima le dirigió al vicepresidente Caro el doctor Fabio Lozano, le contestó a este con el siguiente telegrama, en el que está contenida la doctrina del encargado del Poder Ejecutivo en lo referente a la autonomía de las secciones:
+Ubaque, enero 25, 1893
+«Señor D. Fabio Lozano. —Bogotá.
+«He estudiado su memorial. No puedo dictar resolución sin firma de ministro. Sírvase ver artículo 122 Constitución. Sólo puedo contestar a usted, privadamente, y así lo hago por carta, a fin de que usted vea que no desatiendo ningún asunto, menos siendo grave. Hay problemas, como dije a usted otra vez, que no admiten solución plenamente satisfactoria, porque vienen torcidos desde su origen y con gérmenes de conflicto inevitable de intereses. En estos casos se busca un temperamento. Dos puntos contiene su memorial: incompetencia del Gobierno e injusticia del procedimiento adoptado. Anticipo resumen carta. Autonomía departamental administrativa no es independencia absoluta.
+«Gobierno no tiene iniciativa en inversión rentas departamentales, pero sí derecho de inspección y vigilancia para que sean bien administradas, por ser él quien nombra jefes de administración departamental. Gobernadores como agentes gobierno, suspenden ordenanzas por infracción leyes, y Gobierno decide en definitiva (Constitución, artículo 195-7). Por la misma, y con mayor razón, Gobierno interviene en caso de discordancia entre ordenanzas y reglamentos ejecutivos. En el remate de Aguardientes Cauca, Gobierno hizo diferir día, por muerte gobernador, en interés de la renta; reformó contrato Ferrocarril de Antioquia, en interés de la ley y de la renta. En el presente caso, resolución no ha sido de oficio, sino por consulta gobernador y en mérito de lo que expuso. Tampoco ha sido definitiva, sino provisional, remitiendo asunto al fallo de la asamblea departamental. Gobierno no ha hecho sino autorizar al gobernador a reproducir lo que hizo el Gobierno mismo en el asunto Chita: nuevo contrato, sometido en lo nacional al Congreso, en lo departamental a la Asamblea. La Asamblea va a reunirse; allá debe debatirse el asunto; el Gobierno no tiene otro interés sino el de que esa corporación actúe con plena libertad, y al efecto la rodeará de garantías. Contra lo que resuelva por ordenanza, quedan todavía los recursos legales. Espero satisfagan a usted estas explicaciones.
+M. A. CARO».
+Efectivamente, en el caso del Ferrocarril de Antioquia el Gobierno nacional modificó el contrato celebrado por el gobernador de Antioquia y aprobado por la asamblea del departamento, principalmente la cláusula que daba como garantía del empréstito que se contratara en el exterior la renta de aguardiente. Con tal modificación comenzó el viacrucis del contrato, que debía rescindirse poco después, entre el estrépito y el escándalo de lo que se llamó Petit Panamá, y de los que hablaré pronto.
+Mediado febrero, la prensa conservadora anunció que el vicepresidente de la República había nombrado magistrado de la Corte Suprema de Justicia al doctor Aníbal Galindo. Su aceptación produjo en el liberalismo, con muy pocas y contadas excepciones, un extraordinario desagrado, que se tradujo en improbación pública unánime a la conducta política del doctor Galindo. La nota más alta, más sonora, la dio en El Espectador, de Medellín, que al comentar la aceptación del doctor Galindo concluía así, si no es infiel mi memoria: «Un empleado más y un liberal menos». De su parte, El Correo Nacional, en editorial en el que se adivina el estilo y la manera del doctor Carlos Martínez Silva, asumió la defensa del doctor Galindo y dijo:
+«¿Y qué tuvo el Gobierno en mira al nombrar al doctor Galindo? Pues comprar su conciencia, dicen los más; y los otros afirman, que con el fin de poder decir mañana ese Gobierno que dio participación a los liberales en los empleos públicos. Dejemos a un lado lo de la compra de conciencias, que si por desgracia nos hallamos en un siglo venal por excelencia, por fortuna también tenemos la honra de estrechar frecuentemente manos de caballeros que se estiman en más de lo que un gobierno puede dar por ellos, y entre estos está el doctor Galindo.
+«Dejemos esto como pepitoria de mostrador, y vamos a lo de que el Gobierno quiere hacer creer que dio participación a los liberales. Si los llamó, en efecto, ¿no es esto una voz de reconciliación? Y su mismo anhelo de tenerlos cerca, ¿no es una prenda, un reconocimiento tácito de que el exclusivismo en el mando mata las repúblicas? ¿Por qué ha de ser malo que un gobierno, cuando a bien lo tenga, cuando vea la paz asegurada, diga a los oposicionistas: “Venid, señores, que ya podéis ayudarnos”? Y si los llama y no aceptan, ¿cómo quieren luego tener razón para acusar a ese mismo gobierno de exclusivista?
+«Ya vemos reír con desdén a los extremados de uno y otro partido, porque esos señores no creen en asimilaciones, ni en concesiones, ni en unificaciones. Ellos creen que, en la política, la lucha es un fin, y no un medio; que el modelo del gran carácter se halla en la inconsciente inflexibilidad de las estatuas; para ellos “hacer política” es vivir en guerra. Lo que se separe del rudo batallar es excomulgado al instante; no sólo en el campo de las ideas, sino hasta en las meras fórmulas de urbanidad, la más simple concesión, una palabra de galantería, son anatematizadas. Hoy el doctor Galindo es acusado de conservador porque aceptó un puesto a que le han llamado sus luces, su patriotismo y su probidad; pero ayer el director de este diario era acusado, a su vez, por algunos de sus copartidarios, de haberse vuelto “rojo” porque, como miembro de la Comisión del Centenario de Santander, dijo que este personaje histórico mereció bien de la patria! Esta aberración es disculpable en el Partido Conservador, porque en su bandera no figura como lema la “tolerancia”; pero es un contrasentido, una ridiculez, en el liberal, que predica tanto esa sonora palabra.
+«Se nos dirá que el aceptar un puesto en la Corte envuelve la aceptación de la pena de muerte. Convenido. ¿Y qué? La aplicación de dicha pena ¿es acaso punto divisorio entre los dos partidos? No: conocemos muchos y muy conspicuos maestros del liberalismo colombiano que aceptan la pena capital y que la instituyen en los códigos si se les dejara legislar, y conocemos también muchos conservadores, sin tacha por otros lados, que miran con horror la citada pena.
+«Como esta, existen muchas otras ideas, verbigracia la de la federación, aceptadas por miembros de uno y otro partido, y que se ha apropiado uno de los dos, como canon de su credo, porque nuestras guerras continuas no nos han dado tiempo de hacer un programa claro, terminante y bien definido de las ideas esenciales que nos dividen. Aquí nos apellidamos liberales los unos, conservadores los otros, por mera tradición, porque nos pareció sonoro un nombre o nos deslumbró una idea, y nada más».
+El señor Caro, en admirable frase, expresó, más tarde, que en Colombia no había partidos políticos sino odios heredados.
+Atacado, injustamente, a mi ver, el doctor Galindo se defendió con energía desde las columnas de El Telegrama y El Correo Nacional.
+LA FE DE LOS HOMBRES DEL SIGLO PASADO EN LAS CAMPAÑAS DE PRENSA — LA SITUACIÓN ECONÓMICA DEL PAÍS EN 1893 — LAS OBJECIONES DEL GENERAL OSPINA AL CONTRATO DE CONSTRUCCIÓN DEL FERROCARRIL DE ANTIOQUIA — TEMORES Y ESPERANZAS — ERRORES DE TÁCTICA Y DE APRECIACIÓN DEL JEFE SUPREMO DEL LIBERALISMO — LOS ATAQUES AL DECRETO SOBRE DECLARACIÓN DE ESTADO DE SITIO — UN EDITORIAL DE DON CARLOS MARTÍNEZ SILVA — OSPINA CAMACHO — EL ZARPAZO DEL LEÓN — LA CRISIS DE AGOSTO.
+DE UNA Y OTRA PARTE, ASÍ en liberales como en conservadores, los hombres del siglo pasado tenían fe de carboneros en la eficacia de las campañas de prensa. Para todos era hecho histórico, comprobado, indiscutible, que el artículo de Murillo Toro en El Tiempo, «Alea iacta est», desató la guerra federalista en 1859. Se desdeñaban los factores económicos que influyen más, a mi ver, que los artículos y discursos, en las revoluciones. Cuando tales factores confluyen para determinar, añadidos a causas políticas, profundas perturbaciones del orden público y social, entonces sí que se puede exclamar: la suerte está echada. En los primeros meses de 1893 la situación económica del país no era de hinchada prosperidad. Pero tampoco desesperante. Había fundadas esperanzas en que los trabajos de construcción de los ferrocarriles de Antioquia y Santander, próximos a emprenderse, darían ocupación a muchísimos brazos y cebo a aquellas pequeñas industrias que viven y se alimentan con el trazado y la construcción de las vías férreas. A las de Antioquia y Santander se añadía el prospecto de la continuación del Ferrocarril de Girardot, contratada con una casa norteamericana de la que se tenían muy buenas referencias. El ferrocarril de Cartagena a Calamar seguía construyéndose con febril actividad, tanto que se juzgaba muy probable terminarlo antes del plazo señalado por los contratistas. Sólo dentro de un reducido círculo de personas informadas del movimiento financiero no se creía posible obtener empréstitos cuantiosos sin previo arreglo de la deuda externa. Para confiar en la paz existía, además, otra circunstancia: la de que en 1893 y en el año siguiente no habría elecciones. El papel moneda no registraba la vertiginosa depreciación que fue el preludio de la guerra de los Mil Días. El presupuesto para el bienio de 1893-1894 se había equilibrado, si bien es cierto que, con una emisión de cinco millones de pesos autorizada por la ley sobre regulación del sistema monetario, que no causó, como se temiera, sensible alarma, y el Gobierno estaba en capacidad de atender puntualmente al servicio de tesorería. Existían, sí, ciertas causas de malestar económico, producidas, particularmente en ciertos departamentos, pues entraba en vigencia la ley expedida por el Congreso de 1892 que creaba como arbitrio fiscal y para destinar su producto a un fondo de amortización del papel moneda, la renta del tabaco. El país miraba con horror, hace cincuenta años, el establecimiento de los monopolios fiscales, y el de aguardiente sólo había podido establecerse en Antioquia. El del tabaco lo miraban con espanto, que se hizo notorio cada vez más, en Tolima, Santander, Cauca y Bolívar, cultivadores de la hoja.
+Al contrato celebrado por el Gobierno de Antioquia con la casa Punchard, McTaggart, Lowther & Co., de Londres, y aprobado posteriormente por el Gobierno nacional con algunas modificaciones, le habían surgido muy autorizados y respetables censores. La diputación velista de Antioquia dirigió al Gobierno nacional, y lo publicó en la prensa, un razonado y extensísimo memorial, en el que se hizo la crítica del contrato. Basta leerlo para comprender que lo redactó persona entendida en el negocio de construcción de ferrocarriles y sus finanzas. Para mí no cabe la menor duda de que fue su autor el general Pedro Nel Ospina. Produjo indudable efecto en la opinión antioqueña, que comenzó a ver con recelo y desconfianza el contrato, que al principio fue saludado con aplausos.
+Pero, lo repito, la confianza en la estabilidad de la paz hasta el mes de junio de 1893 no desfallecía. No marcaba decadencia el ritmo de las importaciones, aumentaba la exportación del café, y de su precio no se quejaban los cultivadores. En Bogotá, en Barranquilla, en Medellín, en Cali, las gentes se divertían y gastaban, lo cual, por cierto, era motivo de las acerbas censuras de un austero economista, incluyendo en los gastos la construcción de nuevas y elegantes habitaciones y la compra de artículos de lujo. El malestar, la inquietud, no pasaban de los altos círculos políticos y de las gentes que recibían sus directas inspiraciones. Para los conservadores era artículo de fe que el radicalismo, todavía llamaban así al Partido Liberal, estaba preparándose para hacer la guerra y que esta sería hecho consumado en pocos meses, en semanas para los más alarmistas. Y a su turno los radicales no disimulaban su delirante entusiasmo por la campaña que venía haciendo en El Relator don Santiago Pérez, y elevaban su entusiasmo hasta vaticinar que en seis meses el jefe supremo liquidaría a la Regeneración.
+Concepto exclusivamente personal mío es el de que conservadores y liberales exageraban. No eran para tanto el temor de los unos, ni las risueñas esperanzas de los otros. Gran escritor, temible periodista, fue don Santiago Pérez, mas la Regeneración pudo resistir sin graves quebrantos para su estabilidad interna la oposición que le hiciera durante tres años, con menos acerbía y vehemencia, don Felipe Pérez, menos brillante y castizo escritor que el señor su hermano don Santiago, pero con más instintos y dotes de periodista. La prueba de toque del periodista genial la proporciona, no el régimen de absoluta libertad de prensa sino el restrictivo. Censurar con energía, con independencia, a un gobierno sin tropezar con los escollos de las multas y las suspensiones, es la mejor demostración de que se posee una inteligencia ágil, flexible y el don de los matices.
+Otro de los motivos en que los conservadores fundaban sus alarmas era el hecho de que entre los liberales se estaba haciendo una cuestación, voluntaria pero muy cuantiosa. Cuando fue suspendido El Relator en agosto, y el Gobierno extrañó del país a don Santiago Pérez, el monto de la cuestación no pasaba de $ 21.000 papel moneda, lo que equivalía aproximadamente a $ 8.000 oro. Ciertamente con tan pobre suma no se hubieran alcanzado a hacer ni los preparativos de una guerra de «tres meses». Echábase de ver que la cuestación tenía por objeto ayudar al sostenimiento de la prensa liberal y señalarle un sueldo, como era de equidad y justicia, a quien iba a dedicarle todo su tiempo, todas sus energías, al jefe supremo del partido, que no era un hombre rico.
+Vuelvo con mi cantilena de los conceptos exclusivamente personales. Yo considero que, en el calor de la lucha que empeñó don Santiago Pérez desde las columnas de El Relator, cometió algunos errores de táctica y de apreciación. Todo para él resultaba abominable, odioso y merecedor de los mayores vituperios en lo que él llamaba concierto de la Regeneración, dirigido «por batutas enlodadas» de sueldos y contratos. Y así lo vimos aplaudir la resistencia que opusieron el clero de Tunja y el de Nueva Pamplona a la convención adicional al concordato que redujo a términos compatibles con la dignidad del poder civil, el fuero eclesiástico. A nadie asiste el derecho, honestamente interpretado, para dudar de la religiosidad de don Santiago Pérez. La Iglesia tenía contraída con él deuda de gratitud por la desinteresada y valerosa defensa que hizo de sus derechos en épocas inolvidables de escandalosa persecución, pero asimismo a nadie podía hacerle creer sinceramente don Santiago que la Regeneración había inferido cruel agravio a la Iglesia y al clero suprimiendo un fuero desueto en países civilizados que se presupone han de tener un poder judicial digno y respetable.
+Censuró también don Santiago el decreto por el cual el ministro de Gobierno, autorizado expresamente por el vicepresidente de la República, declaró en estado de sitio a Bogotá a consecuencia de los sangrientos y vergonzosos motines del mes de enero, y la censura, vuelvo con la cantilena, fue, a mi juicio, más de un abogado parroquial, que de un jurisconsulto de su talla y nombradía. Y esto más envolvía la censura: daba asidero a los jefes del Gobierno para que pensaran que el jefe supremo de la oposición pretendía impedirles el ejercicio de los medios constitucionales para prevenir y reprimir los motines y asonadas y poder pescar en río revuelto. La censura iba enderezada directamente a mostrar al pueblo el cadáver de un reo rematado del panóptico que fue fusilado por la autoridad militar durante los breves días en que estuvo la capital bajo el estado de sitio. Según don Santiago, la facultad que tenía el encargado del Poder Ejecutivo para declarar en estado de sitio todo el territorio de la República o una parte de él no era delegable en los ministros de Estado. Replicó en El Correo Nacional don Carlos Martínez Silva, en un corto editorial, mordaz e irónico, titulado «Mosquera no perdió su tiempo». Dice así:
+«… El sistema de citar las leyes que iba a violar era regla general del procedimiento administrativo del gran General. Ejemplo: decreto en ejecución de la ley tal de tal año. Considerando que la ley tal en su artículo tal prohíbe la importación de alcoholes extranjeros, decreto: Artículo. Desde el 1.º del mes entrante las aduanas dejarán pasar libres de derechos hacia el interior los alcoholes que se importen de Francia y Alemania. —Firmado, T. C. de Mosquera.
+«Perfeccionando aquel sistema, los discípulos de Mosquera citan las disposiciones constitucionales que suponen violadas por el Gobierno y las transcriben literalmente para probar que tratan, como su maestro, de burlarse del buen sentido de la nación.
+«Ejemplo: dijo el señor Caro al general Cuervo en telegrama fechado en Ubaque el 16 de enero último: “Al efecto, hago a usted, con arreglo al artículo 135 de la Constitución, especial delegación de facultades presidenciales, para que convoque el consejo de Ministros y consulte al de Estado, según lo dispone el artículo 121 de la Constitución, a fin de declarar en estado de sitio la capital de la República”.
+ M. A. CARO.
+«Comentario. —Juzgamos que la delegación que contiene este telegrama “no está” dentro de las facultades del artículo constitucional en que se pretendió fundarla.
+«Para que esto se perciba con toda claridad, reproducimos el artículo 135 de la Constitución.
+«Artículo 135. Los ministros, como jefes superiores de administración, pueden ejercer en ciertos casos la autoridad presidencial, según lo disponga el presidente.
+«Ahí termina el comentario. Lo que sigue son consideraciones sobre la constitucionalidad del procedimiento que se siguió para hacer la declaratoria del estado de sitio.
+«¿Qué tal la inconstitucionalidad de la delegación de funciones presidenciales? Juzgue del contenido del telegrama y del artículo constitucional el colombiano que quiera, y diga qué especie de lógica o de buena fe es la de estos republicanos. Para que no digan que los calumniamos, véase El Relator, número 848, del 19 de mayo de 1893, artículo editorial titulado “Estado de sitio”, columna segunda, de donde hemos copiado al pie de la letra lo que precede».
+Pocos días después de publicado este editorial, el doctor Carlos Martínez Silva siguió para los Estados Unidos como comisario del Gobierno de Colombia en la exposición de Chicago, dejando encargado de la dirección de El Correo Nacional al señor don Luis Martínez Silva, su hermano.
+En error de apreciación incurrió don Santiago Pérez al observar con poca atención los actos y las palabras del Gobierno del vicepresidente Caro y al no estudiar la psicología de este. El señor Caro fue el autor, en gran parte, de las instituciones de 1886, y lo fue aún más que el propio señor Núñez. Todas las disposiciones del estatuto fundamental sobre estado de sitio, facultades extraordinarias, inmunidad presidencial, eran la obra del señor Caro. En él tuvieron su más elocuente y vigoroso defensor. Atacada su obra era forzoso y lógico que si por su posición, no saliera personalmente a defenderla, en los periódicos, sí procurara preservarla y hacer uso de los medios que la Constitución había puesto en sus manos para acreditarla como instrumento eficaz e impedir que sobre ella cayeran manos reformadoras y más aún manos que intentaran destruirla. Los hombres como Caro son fríos e inexorables en el cumplimiento de lo que ellos entienden deberes primordiales; van contra quienes atacan sus ideas y sus doctrinas, sus sistemas, no con crueldad, mas sí con imperturbable energía. No entran en consideraciones secundarias ante las consideraciones que conceptúan superiores. No saben de justos medios, no usan de las intervenciones privadas y conciliadoras con el adversario. El señor Caro permanecía callado, inmutable, frente a la encendida campaña de El Relator. Al general Cuervo había sucedido como ministro «de la Política» el general José María Campo Serrano. Desgraciadamente renunció a principios del mes de julio para aceptar la Gobernación del Magdalena, privando así al jefe del Gobierno de la valiosa colaboración de un elemento moderador que hubiera podido, es de presumirlo, suavizar las medidas draconianas que tomó el vicepresidente al comenzar el mes de agosto con el jefe supremo de la oposición y El Relator. Tanto más desgraciada fue la separación del general Campo Serrano del Gobierno, si se recuerda que entró a reemplazarlo en el Ministerio de la Política el doctor José Domingo Ospina Camacho, pues el señor Primitivo Crespo había pasado desde principios de 1893 a la Gobernación del Cauca. Ospina Camacho encarnaba el prototipo del conservador autoritario, impermeable, que se asociaba sin miedo ni vacilaciones a los actos preventivos y represivos más severos. He oído referir a personas respetables, que gozaron de la intimidad del señor Caro, que años más tarde él se expresaba así: «Los conservadores me aconsejaron que llevara al Gobierno a Ospina Camacho, porque él aportaría mucha luz a los consejos de Gobierno. Y yo no le vi más luz que la de su tabaco». Amargo sarcasmo o acaso hiperbólica ironía. Evidente que Ospina Camacho careció de la inteligencia y los singulares talentos del señor Caro, de su inagotable saber —los hombres como Caro no se dan por docenas—, mas no fue tampoco una figura sin relieve intelectual y un huérfano de conocimientos. Sus intervenciones en los debates de la Constitución de 1886, casi siempre apoyando las tesis del señor Caro, no fueron deslucidas. Cuando el doctor Carlos Holguín se lo insinuó a Núñez como el candidato más indicado para la vicepresidencia de la República, algunas cualidades le habría descubierto a Ospina Camacho. Pero Núñez, ese sí que «no podía» con Ospina Camacho.
+A pesar de todo, lo repito, nadie podía presentir hasta principios de julio que se produciría una crisis política espectacular originada por maquinaciones políticas del liberalismo contra el orden público. Las hubiese, en realidad, y con vastas ramificaciones, y ya sintiéramos su reflujo dentro de los colegios liberales, repletos de una juventud impaciente y deseosa de exhibir sus arrestos y su valor en los campos de batalla. Allá, dentro de aquellos colegios, la vida se deslizaba tranquila, sin la sombra de bélicas preocupaciones. Quienes íbamos a recibir nuestros grados al finalizar el año teníamos la convicción de que el anhelado coronamiento de nuestros estudios no se pospondría por la terrible ocurrencia de una guerra civil.
+Recuerdo, para reafirmar lo que vengo diciendo, que en el mes de mayo el liberalismo, a propósito del aniversario del natalicio de don Santiago Pérez, le hizo una manifestación espontánea y calurosa, de acatamiento y simpatía. Justiniano Cantillo y yo, y un estudiante de ingeniería cuyo nombre se me escapa de la memoria, fuimos los encargados de presentarle al jefe supremo el saludo y las felicitaciones de la Universidad Republicana. Se nos anunció que seríamos recibidos a las cinco de la tarde. Cuando llegamos a la casa de habitación de don Santiago, él se encontraba comiendo. Su sobrino, Raúl Pérez, nos recibió amablemente, hízonos sentar y a poco entró don Santiago. Era la primera vez que yo lo veía frente a frente. Estaba convenido que la corta alocución de saludo la dijera Justino Cantillo. Don Santiago la escuchó de pie y, al terminar Cantillo, nos invitó a sentarnos. Sentado, el benemérito maestro de tantas generaciones contestó en breves palabras y en tono sencillo y familiar. Agradeció el saludo de la Universidad Republicana, hizo un elogio de su rector Luis A. Robles, concluyendo por advertirnos que ellos, los mayores, trabajaban para que cuando nos tocara el turno de sucederlos, lo hiciéramos dentro de una patria regida por instituciones republicanas, pero que mientras tanto nosotros no debíamos hacer otra cosa que consagrarnos al estudio y vivir alejados de la política, que sólo contribuiría «a envenenarnos el alma prematuramente». Palabras textuales. Don Santiago fue siempre enemigo de que los estudiantes intervinieran en la política. Es muy popular aquella amonestación suya a varios alumnos de la antigua Universidad Nacional que habían sido elegidos diputados a la asamblea de Cundinamarca: «Honorables legisladores, siento mucho deciros que no os habéis aprendido la lección». Mientras hablaba pude observarlo con alguna atención. Apenas comenzaban a encanecer sus cabellos y su barba, estaba muy bien aliñada, no era la barba copiosa arreglada en óvalo de Camacho Roldán y Juan Félix de León. La tez bronceada, en la que predominaba el rojo de las personas sanguíneas. Mirada de hombre precavido, ojos inquietos que se clavaban fugazmente en el interlocutor y con más fijeza en el suelo. E iluminando el rostro una sonrisa entre paternal y burlona muy propia de quienes han vivido largo tiempo enseñando y aconsejando muchachos.
+En las vacaciones de julio fui a pasar unos pocos días a La Mesa de Juan Díaz. Justino Cantillo me ofreció cabalgaduras para el viaje de ida y regreso. Me tentaba la excursión porque yo había oído hablar a mi padre con mucha simpatía de ese pueblo. Y me pareció encantador; muy limpio, muy animado, muy industrioso. Tiene una recta y amplia avenida, sembrada de naranjos, que en las noches tibias perfuman sutilmente la atmósfera. Dejó La Mesa en mi espíritu un tan grato e inolvidable recuerdo que no bien salió a luz el pequeño y delicioso libro de Pedro Alejo Rodríguez sobre su tierruca, me apresuré a adquirirlo para revivir tiempos idos. En excursiones a la hacienda de don Ceferino Cantillo, a Anapoima, baños en el río Bogotá, se fue, para no volver, una semana que hubiera deseado convertir en un mes. Evoco este recuerdo personal porque estando en La Mesa leí la alocución que el vicepresidente Caro dirigió a sus conciudadanos el 20 de julio, publicada en El Correo Nacional y El Telegrama. La alocución me hizo cavilar. Comprendí que el león estaba en acecho para dar un zarpazo. Sin aludir directamente al jefe supremo del liberalismo y a El Relator, el vicepresidente rechazaba como vitando todo intento de reforma a las instituciones vigentes, enfáticamente en lo que se refería a facultades extraordinarias y restricciones a la prensa, y con claridad meridiana revelaba que el Gobierno sí tenía la preocupación de que se estuviera maquinando contra el orden público. Me llamó particularmente la atención el siguiente párrafo: «El Gobierno, que posee medios de información extensos y seguros, sabe que le apoya la gran mayoría del país, y tiene el poder necesario para reprimir toda tentativa de perturbación, pero no desconoce los graves males que causa la agitación que ha tratado de producirse con sistemático empeño ni el peligro que podría venir más tarde de la indolencia de los buenos, de la ciega confianza en la continuación mecánica del orden público. La República está constituida sobre base sólida, pero lo que ocurre demuestra que puede reaparecer la epidemia revolucionaria, y debemos tomar medidas preventivas contra el contagio. El Gobierno no puede mirar sólo a lo que aparece en la superficie, porque ve también lo que se medita en la sombra». Lo que comentó Santiago Pérez en El Relator con burla y sorna así: «El Gobierno», agrega la alocución, «no puede mirar sólo a lo que aparece en la superficie, porque “ve también lo que se medita en la sombra”; esto lo subrayamos nosotros, porque, en efecto, ven lo que apenas está en estado de meditación, y ni siquiera a la luz del día, sino de meditación a oscuras, es ya más que doble visión, es visión elevada al cubo». Entre académicos esta clase de cuchufletas ni se olvidan, ni se perdonan.
+No fue, por tanto, inesperada la sorpresa que me causó una mañana en los primeros días de agosto, la noticia de que la noche anterior había sido reducido a prisión don Santiago Pérez y ver luego salir acompañado de un agente de la Policía secreta a nuestro rector, Robles, a quien se llamaba a rendir una declaración. Vimos regresar al caer de la tarde al doctor Robles y supimos por informes del vicerrector Iregui que después de rendida su declaración se le había dejado en libertad condicional, pues no podía salir fuera de la universidad hasta nuevo aviso.
+A la mañana siguiente los diarios conservadores publicaban noticias de Barranquilla sobre una conspiración descubierta en la que figuraban como principales gestores los generales Ramón Santodomingo Vila y Ramón Collantes, y de la incautación de documentos que comprobaban un vasto y meditado plan de rebelión armada en los que se incluía el nombre del señor Modesto Garcés, tesorero de la dirección suprema. Coincidiendo con lo que había leído en los periódicos algún condiscípulo y coterráneo, me informó que en las esquinas estaba fijado, impreso en grandes cartelones, un telegrama dirigido por mi padre al vicepresidente Caro ofreciéndole, en su carácter de militar inscrito en el escalafón nacional, y amigo de las instituciones, sus servicios en defensa de ellas. Comencé a creer, lo confieso, en la conspiración, pues yo tenía por cierto que mi padre estaba resuelto irrevocablemente a no intervenir en la política activa y sabía además que no era sujeto asustadizo ni alarmista. Yo le había visto reír, hacerle chacota a mi tío don Diego J. de Castro, cuando dos años antes, en diciembre de 1891, aseguraba haber descubierto una conspiración tramada por los más inofensivos y pacíficos liberales de Barranquilla, abogados con numerosa clientela y comerciantes con próspera situación en sus negocios.
+Vale la pena transcribir la resolución del ministro de Guerra, encargado del despacho de Gobierno, suspendiendo El Relator y otros periódicos de Bogotá:
+«Resolución número 142. República de Colombia. Ministerio de Gobierno. Bogotá, agosto 4 de 1893. El ministro de Guerra, encargado del despacho de Gobierno, en ejercicio de las facultades que le confiere el decreto número 151 de 1886, sobre prensa, y las demás disposiciones que regulan la materia, y considerando: que es deber primordial del Gobierno la conservación del orden público y que varios periódicos de esta capital han venido coadyuvando la acción del director y del bando anarquista, agitando el país y preparando una guerra civil por medio de ataques continuados a las instituciones vigentes, resuelve: 1.º Suspender indefinidamente, hasta nueva orden de este Ministerio, las publicaciones periódicas editadas en esta ciudad con los nombres de El Relator, El Contemporáneo y El 93. 2.º Prohíbese en absoluto hacer, sin permiso del Ministerio de Gobierno, publicación alguna de carácter político, ya sea en periódico, ya en folleto u hoja volante. 3.º Los que infrinjan en todo o en parte la presente resolución, serán considerados como perturbadores del orden y de la paz pública y tratados de acuerdo con lo prevenido en el artículo 1.º de la Ley 61 de 1888. Comuníquese a los directores de los enunciados periódicos y a todas las imprentas de la ciudad. —José Domingo Ospina C».
+El 12 de agosto, el Diario Oficial (número 9.234) publicó una «Relación de antecedentes y datos relativos a tentativas recientes de perturbación del orden público». Releyéndola ahora con frialdad y sin los prejuicios con que deben leerse los documentos históricos, saco en conclusión que sí existió realmente una conspiración que debía estallar en Barranquilla en el mes de agosto; conspiración que se tramaba de acuerdo con el viejo y conocido sistema de seducción de unidades del Ejército, que en ella estaban comprometidos Ramón Collante, Zoilo Urrea, Inocencio Cucalón, etcétera. De los documentos no aparece establecida suficientemente la participación del general Santodomingo Vila. Aparece además que el doctor Modesto Garcés se dejaba escribir sobre tentativas de subversión del orden público, con lo que contrariaba la política del jefe supremo del partido, a quien no le daba aviso de la correspondencia revolucionaria que mantenía con Cucalón, Avelino Rosas y otros copartidarios. Pero en ninguna parte, ni en carta, ni en referencia aparece, ni por asomos, que don Santiago Pérez tuviera ni la más vaga noticia de lo que a espaldas suyas se estaba haciendo, exponiéndolo a quedar ante el Gobierno, ante la sociedad y ante la historia, como a un hombre doble y farsante. Y he aquí por qué me creo en el deber de dar mi personal opinión sobre el destierro de Santiago Pérez, no obstante el respeto y la veneración que tengo por la memoria del señor Caro, que lejos de amenguarse acrecienta con el paso del tiempo. Esa opinión es que el gran Caro se equivocó al castigar en la cabeza de Santiago Pérez una conjura de la cual este no fue responsable, ni siquiera como inspirador intelectual, de que incurrió en deplorable injusticia. Y diré las razones en que me fundo para pensarlo así.
+EL GOBIERNO CONFISCA LOS FONDOS DEL PARTIDO LIBERAL — LA INCAUTACIÓN DEL PAPEL DE LA EMPRESA DE EL RELATOR — EL ESCÁNDALO DE PANAMÁ EN LA REPÚBLICA FRANCESA — LAS GESTIONES DE PÉREZ TRIANA EN EUROPA — SU INTERVENCIÓN EN EL CONTRATO DEL FERROCARRIL DE ANTIOQUIA — LA IGNORANCIA QUE TENÍA DON SANTIAGO PÉREZ DE LAS MAQUINACIONES REVOLUCIONARIAS DE ALGUNOS DE SUS COPARTIDARIOS — SU INDAGATORIA, CLARA EXPRESIÓN DE LA VERDAD — LOS PLANES DE REVUELTA — LA DETENCIÓN Y LA LIBERACIÓN POSTERIOR DEL GENERAL SANTOS ACOSTA.
+PRECEDÍAN A LA «RELACIÓN de antecedentes y datos relativos a tentativas recientes de perturbación del orden público», publicada en Diario Oficial, número 9.234 del sábado 12 de agosto de 1893, las siguientes líneas:
+«Los conspiradores no hacen actas y rara vez dejan prueba escrita de sus maniobras. Los documentos que contiene la siguiente relación demuestran súper abundantemente qué es lo que ha estado preocupando a la parte activa del radicalismo en la República, y adónde se encaminaba». Sin embargo, los conspiradores de 1893 fueron una excepción y hay de admirar en ellos o su candidez o la absoluta seguridad en que estaban de no ser sorprendidos o descubiertos. No sólo conservaban en las gavetas de sus escritorios las cartas que recibían sobre la conspiración, sino también las copias de aquellas que dirigían a sus corresponsales. A tal punto llegaron en su inconsciente empeño de sembrar las pruebas de su conjura que enfáticamente puede asegurarse esto: no hay en la historia de la República antecedente de conspiración más burda e imprudentemente maquinada. El Gobierno publicó, pues, todos los documentos que cayeron en sus manos, y en su propio interés de justificación, no conservó ningún secreto. Yo invito a quien quiera convencerse de ello a que lea y relea el Diario Oficial tantas veces ya citado, seguro de que no encontrará documento, declaración o referencia que lo induzca a sospechar que don Santiago Pérez tenía participación en la conspiración, o siquiera vaga noticia de ella. Lo indicado hubiese sido, por tanto, que el ministro de Gobierno llamara a su despacho al jefe supremo del liberalismo y le dijera, mostrándole la correspondencia revolucionaria:
+«Aquí tiene usted, señor don Santiago, las pruebas originales, irrefutables, de que algunos de sus subordinados están dispuestos a lanzarse a la guerra civil y entre ellos figura nadie menos que el tesorero general del partido, doctor Modesto Garcés. De modo que a usted le han estado haciendo representar el papel de rey de burlas. El Gobierno espera de la buena fe de usted que desautorizará pública y solemnemente a quienes tienen el propósito de llevar el país a la guerra. El Gobierno, de su lado, procederá a castigarlos».
+Yo no podía confiar —y eso sí se lo oí decir al señor Caro— en las protestas de paz de Santiago Pérez, porque eran las mismas que hizo desde El Mensajero en 1867 cuando se disponía a amarrar al general Mosquera. En 1867 la cosa era muy distinta. Entonces se trataba de una conspiración de una parte del liberalismo contra el Gobierno que lo representaba en el poder y había asumido la dictadura. Para reducirlo, se contaba con el comandante en jefe del Ejército, a la vez primer designado para ejercer el Poder Ejecutivo. En la conspiración de 1893 apenas se había hablado con un sargento que hacía la guarnición de Barranquilla. Aun cuando el señor Caro nunca había sido conspirador, sí era un hombre lo suficientemente inteligente y sagaz para comprender, en vista de los documentos incautados por el Gobierno, que la conjura de 1893 no presentaba un plan uniforme, conexo y realmente serio. Conspiraba Avelino Rosas en el exterior y se entendía con Inocencio Cucalón, y este a su turno con el doctor Modesto Garcés; conspiraba Ramón Collante en Barranquilla; conspiraba Domingo Castro en Santander; conspiraba Jesús María Lugo en el Sinú; se conspiraba en Cali sobre la oferta que un revolucionario internacional había hecho de conseguir un buque y armas en el Perú, pero todos los conspiradores procedían independientemente, sin ajustarse a plan fijo, determinado, sin concierto previo. Lo único que resultaba claro, protuberante de los documentos publicados, es que el doctor Modesto Garcés debía señalar la fecha del movimiento revolucionario, especialmente del que debía estallar en Barranquilla. Ramón Collante le escribe desde Barranquilla:
+«Va la carta del señor Cucalón; nada tengo que agregar: de acuerdo en todo con usted. Para indicar la fecha decisiva, usted pondrá con anticipación un telegrama así: Señor Demetrio Dávila. Compromiso letras hasta el día (tanto). Diga si compró Eduardo Sawyers. Nada que agregar. Su amigo y seguro servidor, R. Collante. La fecha indicada en el telegrama será la decisiva».
+¿Se le exhibieron o mostraron a don Santiago Pérez las cartas encontradas en casa del tesorero Garcés? ¿Se le mostraron las cartas que comprobaban los manejos revolucionarios de sus agentes o delegados en Bolívar y Santander? Apenas consta en la relación publicada en el Diario Oficial que interrogado don Santiago así: «Si el Gobierno no hubiera ocurrido a prevenir estos planes revolucionarios, consecuencia necesaria de la organización que se ha dado al Partido Radical, de la confianza que han adquirido sus partidarios y de la agitación producida por una prensa incendiaria, ¿de qué medios habría podido valerse el director del pueblo para impedir esas consecuencias?», contestó: «En mi concepto, lo que el Gobierno llama prensa incendiaria ha sido en realidad prensa calmante, prensa pacificadora, por cuanto ha uniformado la opinión liberal en el sentido de la protesta legal. Mas, claro está que, si a pesar de esa prensa y de la organización netamente pacífica que ella ha procurado dar al partido, y que cree haberle dado, se hubiera producido alguna revolución, entonces el director nada habría podido hacer, como nada puede hacer un Gobierno cuando todos sus esfuerzos y todas sus buenas intenciones le dan un resultado diametralmente opuesto al que buscan». La respuesta transcrita revela que a don Santiago Pérez no se le mostraron originales las cartas dirigidas a su tesorero, pues fuera así y él (don Santiago) no incurriera en la tontería de afirmar que había logrado uniformar al liberalismo en el sentido de la protesta legal. Yo tengo sabido, por conductos muy respetables, que cuando don Santiago Pérez supo a ciencia cierta que subalternos suyos conspiraron haciéndole representar el papel de farsante, fue presa más que de indignación, de una profunda amargura, y lanzó su queja en carta dirigida a un amigo personal suyo, fechada, por cierto, en Elberfeld.
+Insisto en creer que si el señor Caro tiene a su lado en aquella crisis política de ministro de Gobierno a un hombre como el general Campo Serrano, otro fuera el curso y la culminación del proceso administrativo sobre la conspiración de 1893 y no el decreto que a la letra dice: «Artículo Primero. Extráñase del territorio de la República a los señores Santiago Pérez y Modesto Garcés, etcétera». Decreto que equivale a hacer pagar al justo las culpas de los pecadores.
+El destierro del doctor Santiago Pérez duró muy poco, apenas el tiempo necesario para que el espíritu de justicia distributiva, que fue una de las normas de la conducta pública y privada del señor Caro, restableciera su imperio en el carácter del grande hombre pasada la exaltación del momento. Don Santiago no quiso regresar a la patria y murió en voluntario ostracismo en los comienzos del presente siglo, cuando se había desatado sobre Colombia la tempestad de hierro y fuego que él quiso conjurar.
+La resolución del ministro de Gobierno que suspendió indefinidamente El Relator se apartaba de la práctica establecida por la administración Holguín en lo relativo a penas y castigos a la llamada prensa subversiva. En efecto, era de práctica ya consuetudinaria que, al multar o suspender un periódico, se expresara en la resolución o decreto respectivo cuál era el artículo, gacetilla o noticia que se consideraba subversivo. Mas no ocurrió así con El Relator. El contraste era aún más notorio, porque acababa de suspenderse por tiempo determinado —seis meses— el periódico titulado El Conservador —del cual no apareció sino la primera entrega— por un artículo titulado: «Exposición preliminar». Al día siguiente, se aplicaba la misma pena por tiempo indeterminado a El Relator, considerando sencillamente «que era deber primordial del Gobierno la conservación del orden público y que varios periódicos de esta capital habían venido coadyuvando la acción del director del bando anarquista, agitando el país y preparando una guerra civil por medio de ataques continuados a las instituciones vigentes». Calificar de bando «anarquista» al partido que dirigía don Santiago Pérez era, por lo menos, una exageración.
+También fue reducido a prisión e incomunicado por varios días el señor general Santos Acosta, quien fue luego puesto en libertad después de que firmó el siguiente documento: «Santos Acosta, general en jefe del Ejército, hago constar: 1.º Que acogí la manifestación que me dirigieron varios militares que no están en servicio, como documento de aprobación a mi conducta en el 23 de mayo de 1867; pero en ninguna manera como manifestación contra el Gobierno y que, en este sentido, si lo ha tenido, la repruebo y condeno. 2.º Me comprometo bajo mi palabra de honor a no tomar parte en ningún acto o proyecto que propenda a la subversión del orden público. 3.º Hago constar, además, que yo he extrañado el procedimiento de ponerme preso e incomunicado por muchos días, puesto que yo no he hecho otra cosa que hacer publicar la manifestación de los militares a que me he referido en el primer artículo de este documento. Bogotá, 13 de agosto de 1893. Santos Acosta». ¿Por qué, se preguntará el lector, no se hizo firmar a don Santiago Pérez un documento semejante?
+Desde el primer momento preocupó al Gobierno, al descubrirse la conspiración, averiguar quién manejaba los fondos del Partido Liberal, quién o quiénes los tenían en su poder, hasta que el viernes 18 de agosto apareció en el Diario Oficial, en primera página y en gruesos caracteres, la siguiente comunicación del tesorero general de la República dirigida al ministro de Guerra: «República de Colombia. Tesorería General. Número 260. Bogotá, 17 de agosto de 1893. Señor ministro de Guerra. Presente. Tengo el honor de manifestar a S. S. con referencia a los oficios de ese Ministerio de fecha 9 de los corrientes, números 3.616 y 3.619, que los señores Eduardo Pérez Triana y Eustasio de la Torre Narváez han consignado en esta Tesorería los fondos que como director del Partido Liberal había recaudado el señor don Santiago Pérez. He dado recibos pormenorizados a los expresados señores de las consignaciones dichas. De S. S. atento servidor, Jacobo de la Parra».
+El Relator había importado, para su impresión, una regular cantidad de papel, que fue también confiscada por el Gobierno. El balance de las descabelladas andanzas revolucionarias de los subalternos y correligionarios de don Santiago Pérez no pudo ser más desastroso. Huérfano de dirección quedaba el liberalismo, su prensa de la capital de la República reducida a Diario de Cundinamarca, sin fondos para los gastos ordinarios de la colectividad. En suma, el desconcierto y las tinieblas. ¿Quiénes saldrían victoriosos de todo lo ocurrido? Los amigos de la guerra, quienes desde entonces adquirieron una preponderancia indiscutible no sólo en la masa del partido de oposición, sino también entre sus elementos más destacados. El civilismo liberal había sido derrotado. La apelación a las armas podía demorarse, pero resultaba inevitable.
+Algo pasaba en el mundo que iba a tener, proporciones guardadas, reducida copia en la política colombiana. En Francia, que siempre había influido poderosamente en nuestra vida política, social y literaria, estaba llegando a su apogeo el escándalo de Panamá, o sea la investigación de los delitos cometidos por parlamentarios, políticos y periodistas influyentes, en el lanzamiento y la suscripción de los empréstitos que emitió la compañía del Canal para evitar la catástrofe que vendría sobre ella con la suspensión de los trabajos de la colosal obra iniciada por Lesseps. Los periódicos de Bogotá, siempre bien informados, aun en aquella época, llenaban sus columnas con las noticias del célebre y ruidoso proceso. Era el escándalo de Panamá el segundo en la lista de los que pusieron a prueba la ética y la estabilidad de la Segunda República. Los nombres de los políticos, parlamentarios y periodistas, comprometidos real o aparentemente en el tráfico de influencias, eran familiares para los asiduos lectores de la prensa. La hermosa, la elocuentísima oración pronunciada por monsieur Barboux ante el tribunal del Sena en defensa de Ferdinand de Lesseps, traducida y publicada por los grandes diarios bogotanos, se la sabían casi de memoria nuestros abogados e intelectuales. Las declaraciones de Floquet, Clemenceau y de Freycinet eran el objeto de todos los comentarios y tema obligado de discusiones que a veces terminaban en apasionadas disputas. Amigos como somos de generalizar, se llamaban ya «panamistas» a cuantos tuvieran negocios con el Gobierno, y se creía descubrir un Panamá hasta en los modestos contratos de alcantarillado y aseo. Y resultó, para colmo y solaz de los que se regocijan y experimentan morbosa delectación con las faltas, indelicadezas, imprudencias o errores ajenos, aún más cuando de ellos resultan ajadas reputaciones y honras, que entre los papeles tomados por el Gobierno en la casa de don Santiago Pérez se encontró una copiosa correspondencia, sostenida con varios personajes de la política y los negocios sobre los contratos de construcción de los ferrocarriles de Antioquia y de Santander, que se encontraban muy mal vistos ya por la opinión pública. El presidente titular, señor Núñez, cuando anunció al vicepresidente encargado del Poder Ejecutivo que la correspondencia tomada a los conspiradores de Barranquilla era muy grande, la calificó de «nido de serpientes». A su turno, el vicepresidente, cuando conoció por sobre peine la correspondencia de Pérez Triana, dijo en despacho telegráfico al presidente titular que se trataba de otro nido de serpientes, pero de distinta especie.
+La atención pública se desinteresó casi por completo de la conspiración, del destierro de don Santiago Pérez y se concentró en el escándalo apenas esbozado.
+Nadie, fuera de los miembros del Gobierno, sabía exactamente los nombres de las personas comprometidas en las negociaciones de los ferrocarriles de Antioquia y Santander; nadie sabía, fuera también de los miembros del Gobierno, si se habían cometido actos que merecieran sanción penal, pero el público se apresuró a bautizar el misterioso escándalo con este nombre: el Petit Panamá. Y así pasó a la memoria de los hombres de fines del siglo XIX hasta que de ella se borró. Serán pocos los que recuerden hoy qué fue y en qué consistió el sedicente Petit Panamá. Circulaban listas con los nombres de los supuestos comprometidos en las sumas que habían recibido por conducto de Santiago Pérez Triana en pago de las influencias ejercidas en pro de los contratos de los ferrocarriles de Antioquia y Santander, hasta con los detalles insignificantes de chelines y peniques.
+Es irreprochable y digna de alabanza la conducta del Gobierno en aquella emergencia. La misteriosa correspondencia llegó a sus manos sin que hubiera mediado el propósito deliberado de incautarse de ella. El vicepresidente Caro la entregó al examen de su ministro de Justicia, doctor Emilio Ruiz Barreto, quien empleó cuatro meses en estudiarla y emitir un concepto sobre las responsabilidades que de su contenido podían deducirse. Al salir yo de Bogotá, a fines del mes de septiembre, carecía en absoluto de informaciones auténticas, autorizadas, de lo que era en realidad el «molote» descubierto. Al llegar a Cartagena y preguntarme el señor Núñez qué se decía en Bogotá del Petit Panamá, apenas pude transmitirle los ecos de la chismografía que envenenaba la atmósfera política de la capital, de la que apareciera mi amigo y patrón Santiago Pérez Triana como un tentador y corruptor de conciencias. Verán más adelante mis lectores cómo a fin de cuentas el ruido resultó en mayor volumen que las nueces.
+Santiago Pérez Triana, que fracasó ruidosamente en los negocios que tenía establecidos en Nueva York en 1889, hombre de recia voluntad, de grandes energías y de poderosa inteligencia, no se resignó con su adversa suerte, ni a llevar en el futuro una oscura vida de privaciones y miseria. Conocía como ninguno las que pudiéramos llamar posibilidades de este país, el suyo, del que le había visto nacer. Convencido de que Colombia había entrado con pie firme y resuelto en el camino de la paz, se ocupó de los negocios y empresas que podían planearse con buenos resultados. Así fue el primero, y nadie puede disputarle este título, que concibió y prospectó el cultivo en grande escala del banano en el departamento del Magdalena. Le interesó el establecimiento de plantas eléctricas en las principales ciudades del país, descubriendo horizontes más vastos con la construcción de vías férreas que pusieran en comunicación el interior de la República con el río Magdalena y el mar. Andando por el mundo con sus ambiciosos proyectos, tropezó en París con el señor Alejandro Barrientos, comisionado del Gobierno de Antioquia para negociar en Europa la construcción del ferrocarril de Puerto Berrío a Medellín, ferrocarril que se encontraba a la sazón tendido hasta la estación de Pavas. Había que conocer y tratar personalmente a Pérez Triana, como yo lo conocí y traté, para medir hasta dónde alcanzaban el poder de sus innatas dotes de consejero y orientador de grandes negocios. Poseía en grado superlativo el don de convencer y de arrastrar a sus interlocutores. Su conocimiento de los idiomas extranjeros, el de la organización y el mecanismo de los más importantes centros financieros, la subyugadora simpatía que emanaba de su atractiva personalidad, todo se reunía en él para señalarlo como asesor insustituible en el planeamiento y desarrollo de empresas necesitadas de capital extranjero. Enterado por el señor Barrientos de la misión que lo había llevado a Europa, le ofreció su ayuda y fue esta tan valiosa, inteligente y oportuna que Barrientos concluyó entregándose sin reservas a su dirección y le dio carta blanca para gestionar todo lo relacionado con el Ferrocarril de Antioquia. Prácticamente Pérez Triana pasó a ser el verdadero agente del departamento, gobernado todavía por el general Marceliano Vélez. Resultaron tan eficaces las gestiones que realizó en representación de Barrientos, que obtuvo el compromiso de la casa Punchard, McTaggart, Lowther & Co., de mandar representantes suyos a Antioquia para firmar dos contratos: uno para la construcción del ferrocarril y otro sobre empréstito con el mismo objeto. La firma Punchard, McTaggart, Lowther & Co. era de primera calidad. No se trataba de segundones. Los contratos de construcción y empréstito fueron firmados el 24 de septiembre de 1892 por el gobernador de Antioquia, señor Abraham García, y refrendados por sus secretarios de Gobierno y Hacienda. Una y otra negociación fueron enviadas por el gobernador al Ministerio de Gobierno el 3 de octubre, para la revisión del excelentísimo señor vicepresidente de la República encargado del despacho Ejecutivo.
+Que Pérez Triana, después de sus dilatadas y laboriosas gestiones, de sus viajes, aspirara a obtener una comisión o, mejor dicho, un pago equitativo de los servicios prestados, no era en verdad pretensión ilícita ni que cayera dentro de las redes del código penal. Él no era empleado del departamento de Antioquia, el carácter verdadero dentro del cual obró fue el de mentor o consejero del señor Alejandro Barrientos. De la correspondencia «superabundante», según el vocablo usado por el ministro de Justicia, que se le incautó, resultaba que él venía ocupándose desde el año de 1890 en obtener concesiones del Gobierno de Colombia para el establecimiento de vías férreas, alumbrado eléctrico, colonización de la Sierra Nevada, arreglo de la deuda exterior y otros servicios públicos de naturaleza análoga. Propósitos semejantes planeaba en Venezuela, Salvador y México. Todo, en grande, como lo concebía su fértil imaginación. Hombre de extensas relaciones sociales y políticas, Pérez Triana resolvió solicitar el concurso de ellas para la mejor y más pronta realización de sus proyectos, y en consecuencia mantenía constante correspondencia sobre estos con políticos destacados de todos los partidos que eran sus amigos personales y naturalmente deseaban que tuviera buen éxito en los nuevos negocios a que se había dedicado. Entre la «superabundante» documentación tomada a Pérez Triana figuran muchas copias de cartas y telegramas a esos notables políticos, pero ninguna de los políticos a él.
+Como compendio y quinta esencia del «molote» se sacaba en conclusión que Punchard, McTaggart, Lowther & Co. habían ofrecido a Pérez Triana «un tres por ciento sobre el total del contrato hasta la suma de 1.250.000 libras, pagadero en cuotas proporcionales a los pagos que se les fueran haciendo, y cuando estos se verificaran. Calculamos esta suma en 37.500 libras». Pérez Triana había distribuido, anticipadamente la comisión que le correspondía en esta forma: para los señores De Grelle, Houdret y Co., 18.750 libras; a los mismos, 1.000 libras; a H. V. Shaw, 3.550 libras; a E. Schluter y Co., 4.500 libras; a E. P. Triana, 9.700 libras.
+Al avisar recibo de la distribución, los señores Punchard, McTaggart, Lowther & Co. dijeron en carta a Pérez Triana lo siguiente: «Por esto verá usted que no sólo se halla hipotecado el monto total de su comisión, sino que en el caso de que usted pudiera entrar en arreglos con E. P. Triana no podríamos hacerle pago alguno durante tres años, etcétera».
+Suponiendo, pues, que el contrato de construcción y empréstito celebrado por Punchard, McTaggart, Lowther & Co. hubiera culminado en el mejor de los éxitos, la ganancia de Pérez Triana ascendiera a la suma de $ 187.500, distribuida por lo menos en tres años, lo suficiente para despertar la envidia de las gentes a quienes marea una cifra de tal magnitud en países pobres.
+Desde que Pérez Triana resolvió ocuparse en obtener concesiones de algunos Gobiernos en Centro y Suramérica, había escrito a uno de sus corresponsales lo siguiente: «Permítame manifestarle antes de concluir esta que los negocios que le propongo son de vasta importancia y ningún peligro, y que no pueden apreciarse como los negocios ordinarios, siendo así que no están sujetos a competencia, dependiendo en gran parte y desde su principio de influencias políticas, en donde estriba el secreto de las inmensas ventajas que presentan. Si hubiera de mencionárselas todas, sería esta carta interminable; confío sinceramente con todo, en que usted dará al asunto la atención que merece». Las influencias políticas no son en sí mismas vitandas de utilizar, ni punible solicitarlas, cuando se piden honestamente y se obtienen por la amistad personal o sencillamente porque el negocio o empresa que se proyecta, hábilmente explicado, resulta benéfico para los intereses del país. Así debió entenderlo Pérez Triana porque comenzó a llegar a Colombia con los contratos y empréstitos del Ferrocarril de Antioquia, visitando al presidente titular señor Núñez en su residencia de El Cabrero (Cartagena), quien lo recibió con deferente atención y cortesía. El señor Núñez era un perfecto caballero y juzgó que no era correcto de su parte cerrarle las puertas de su casa a un compatriota eminente que era hijo del más intransigente y feroz de sus enemigos políticos y personales. Y era la segunda vez que el señor Núñez recibía con la mayor amabilidad a Pérez Triana, pues ya había estado este en El Cabrero en 1890. De su entrevista con el doctor Núñez escribía a uno de sus corresponsales Pérez Triana desde Barranquilla, el 30 de junio, lo siguiente: «Estuve en Cartagena, vi al doctor Núñez, expliquéle el contrato, hallólo bueno, prometió escribir al gobernador directamente. Estuvo amabilísimo, entrevista duró casi tres horas, expresóse de usted con cariño. Preveo lucha en Antioquia, pues los velistas harán guerra y tienen ocho votos en asamblea. Tocará a los radicales decidir, veremos qué puedo hacer».
+Presentada así en síntesis la intervención de Pérez Triana en los contratos tantas veces mencionados no se alcanza a discernir cuál era el delito que había cometido y cuál la sanción penal que le correspondía. En el concepto que el ministro de Justicia, doctor Emilio Ruiz Barreto, emitió a virtud de resolución ministerial de 9 de septiembre, referente al asunto de los contratos celebrados para los ferrocarriles de Antioquia y Santander, se lee lo siguiente, que no contiene una afirmación categórica, sino más bien una deducción hipotética que se dejaba al criterio de jueces y magistrados: «Como Santiago Pérez sustituyó al señor Alejandro Barrientos, comisionado del Gobierno de Antioquia, en las negociaciones preliminares de ciertos contratos, en Londres, y ya desde antes de hacérsele la sustitución, lo mismo que durante la época en que estuvo investido de ella —por ausencia temporal de Barrientos—, y también después de reasumir este sus funciones, celebró Pérez Triana pactos en su propio provecho, y en el de otras personas representadas por él, con la misma casa ante quien tocó representar al departamento, este despacho estimó que acaso pudiera existir una responsabilidad criminal relativa a Pérez Triana. —El artículo 65 del Código de Comercio dice: “Son corredores los agentes intermediarios entre el comprador y el vendedor, que, por su especial conocimiento de los mercados, acercan entre sí a los negociantes y les facilitan sus operaciones”; y el artículo 90 dice: “Los corredores serán juzgados criminalmente cuando cometan algún fraude o dolo en los negocios en que intervengan y además de la pena que merezcan por el delito, serán inhabilitados perpetuamente para ejercer el oficio de corredores”— y creyó de su deber dar cuenta a la Gobernación del departamento de Antioquia, entidad a cuyo nombre se hizo la sustitución, para que, como representante directo de los derechos departamentales, especialmente encargados a ella por la Constitución y las leyes —a cuyo fin estas le han conferido expresamente la personería jurídica— promoviese, por medio de los órganos respectivos, una investigación especial para establecer la verdad de los hechos y el castigo de ellos si resultaban punibles». Sin que yo presuma de jurisconsulto, se me hace muy cuesta arriba que si hubiera proseguido la investigación judicial pudieran aplicarse a Pérez Triana las disposiciones precitadas del Código de Comercio que son especiales, a más de que aquel no sustituyó oficialmente en ningún momento al señor Alejandro Barrientos, ni constaba la sustitución en la forma acostumbrada en casos tales. Las dudas que asaltaron al ministro de Justicia, señor doctor Ruiz Barreto, le habrían asaltado también a cualquier juez ilustrado e imparcial. Con todo, el Tribunal Superior de Antioquia dictó auto de prisión contra Santiago Pérez Triana y él resolvió salir del país por una vía desusada. Fruto de ese viaje, verdadera odisea, fue el libro De Bogotá al Atlántico, que se lee con delectación por la belleza y elocuencia del estilo, por sus admirables descripciones y por la sincera exhibición del estado de alma del incógnito viajero, cuando salía de la patria para nunca más volver a ella. Empero, tuvo con el correr del tiempo una honrosa rehabilitación: Pérez Triana fue nombrado por el presidente Concha enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en la Gran Bretaña, lo que equivalía a una absolución decretada por magistrado de la más alta integridad moral y del más puro y ardiente patriotismo.
+El concepto del ministro de Justicia dividía por grupos a las personas que figuraban en la correspondencia tomada a Pérez Triana, junto con las disposiciones penales que pudieran aplicarse una vez comprobados judicialmente los hechos en que aparecían envueltas.
+TEMPESTAD SOBRE LAS CABEZAS DE FELIPE ANGULO, JUAN MANUEL DÁVILA Y CARLOS Y CLÍMACO CALDERÓN — LA ACTITUD DEL PRESIDENTE TITULAR, SEÑOR NÚÑEZ — LA MUERTE LENTA Y SILENCIOSA DE UN SONADO AFFAIRE — FRANCIA Y COLOMBIA — LAS RELACIONES ENTRE PÉREZ TRIANA, RAFAEL URIBE URIBE Y ANTONIO JOSÉ URIBE.
+Y AL DIVIDIR EN GRUPOS LAS personas mencionadas en la correspondencia de Pérez Triana, decía el ministro de Justicia, doctor Emilio Ruiz Barreto, en su concepto al excelentísimo señor presidente de la República lo siguiente: «Antes de entrar en disquisición de los papeles y calificación de los actos que en ellos aparecen, se permite, excelentísimo señor, hacer presente, el encargado de este Ministerio, una circunstancia puramente personal, y es la de que en la ya larga aunque modesta carrera judicial que le ha tocado en suerte recorrer, nunca pretendió ni quiso aceptar, ni aun ofrecidas, funciones del Ministerio Público, que requieren grandes virtudes sociales acompañadas de una iniciativa que, para establecer las debilidades o miserias humanas, está muy lejos de poseer». Pero no se necesitan sólo «grandes virtudes sociales» para ejercer funciones del Ministerio Público y muy especialmente en lo que se refiere a asuntos como los de los contratos de los ferrocarriles de Antioquia y Santander, sino, aun más que ellas, una absoluta imparcialidad, una total ausencia del criterio de simpatías o de antipatía por grupos o personas, lo cual es harto difícil de encontrar en un ministro de Estado que interviene y ha intervenido antes en la política activa. Quien estudia y examina hoy, después de cincuenta años, los grupos seleccionados por el doctor Ruiz Barreto siente la impresión —y debo expresarlo con franqueza— de que él debió tenerle muy poca simpatía a los hombres del partido que se llamó liberal independiente y entró a formar parte, después de 1885 del Partido Nacional, cuya liquidación final querían provocar algunos conservadores de los que es justicia excluir al vicepresidente Caro. Los «grupos» del ministro de Justicia estaban integrados casi exclusivamente por los corifeos del antiguo independentismo: los señores Felipe Angulo, Juan Manuel Dávila, Clímaco y Carlos Calderón, o sea, los más leales, esforzados e inteligentes colaboradores del señor Núñez en la obra de la Regeneración. A su turno, el velismo, y la cosa era por demás natural, tenía empeño manifiesto en que saliera lo peor librado posible de la sonada investigación el señor Abraham García, gobernador de Antioquia, cuando se celebró el contrato del ferrocarril.
+¿No habría, además, el propósito oculto de «meter», como vulgarmente se dice, «entre los palos» al señor Núñez, o por lo menos la curiosidad de saber qué reacciones produciría en su espíritu, la exhibición de quienes habían sido y continuaban siendo sus más íntimos amigos personales y políticos y fueron sus más eficaces colaboradores? ¿No se pretendió colocarlo en el disparadero de salir a la defensa de ellos o de dejarlos entregados a la adversa suerte? Poco conocían la psicología del señor Núñez quienes eso pensaron y si tal pensaron. Suertes más peligrosas había logrado sortear el señor Núñez sin faltar a los deberes de la amistad personal, ni comprometer su prestigio y autoridad moral. Hombre de mundo, el señor Núñez comprendía las debilidades humanas y no se escandalizaba farisaicamente ante ellas.
+Hubo también, entre la «superabundante» correspondencia incautada a Pérez Triana, mucha paja y poca mies. El protagonista del escándalo era, vuelvo a repetirlo, hombre de extensas relaciones políticas y sociales que deseaba aprovecharlas en beneficio de los planes que vino a desarrollar en Colombia. Así, por ejemplo, se dirigió al general Juan Manuel Dávila para informarle que la casa Punchard, McTaggart, Lowther & Co. lo había facultado para hacer propuesta por el Ferrocarril de Santander y le rogaba que llegado el caso le ayudara y obtuviera la ayuda de sus amigos para vencer cualquier dificultad que respecto del contrato antioqueño pudiera presentarse, pues a este quedaba ligada la suerte del que se celebrara posteriormente en Santander. Al propio tiempo le decía: «Ferrocarril de Zipaquirá. Es sabido que tiene usted esta concesión. Le recomiendo la casa citada de Punchard, McTaggart, Lowther & Co. Para arreglos puede usted entenderse con míster Ridley y conmigo, escribiéndonos a Medellín. Míster Ridley tiene todos los planos, presupuestos y detalles minuciosos relativos no solamente a la parte entre Bogotá y Zipaquirá, sino los de la línea entera hasta el Carare, pues fue él quien, hace cosa de veinte años, hizo por cuenta de nuestro Gobierno el trazado del entonces proyectado Ferrocarril del Norte. Estos documentos pueden ser de enorme utilidad a usted; por otra parte, si se entra en combinación con la casa (P. M. L. y Co.) para Antioquia y Santander, creo que le conviene a usted hacer lo propio respecto a Zipaquirá. La casa en cuestión es el centro de un sindicato poderosísimo capaz de acometer empresas de cualquier magnitud y sería difícil el obtener la formación de una agrupación tan poderosa como esta».
+Pura paja, tratándose tanto de Pérez Triana como del general Dávila. El primero solicitaba al segundo que le ayudara con sus amigos para vencer cualquier dificultad que respecto del contrato antioqueño pudiera presentarse, sin ofrecerle nada en retribución, y le insinúa que la casa constructora representada por él podría encargarse del ferrocarril de Zipaquirá. Apareció sólo una respuesta del general Dávila. Aun exagerando hasta lo infinito el criterio investigador o fiscalizador, no se encuentra en lo copiado nada censurable desde el punto de vista moral, y mucho menos del penal. Vuelve a dirigirse Pérez Triana al general Dávila en despachos telegráficos pidiéndole que los amigos del contrato de Bucaramanga apoyen el que acaba de celebrar el gobernador de Antioquia, señor Abraham García, «sobre el cual hacen circular especies calumniosas» sus enemigos políticos —los velistas—, y en un segundo telegrama le dice a Dávila: «Antiguos enemigos políticos velistas del gobernador García hacen todo esfuerzo para impedir su reelección. Asunto ferrocarril está estudiándose detenida y cuidadosamente. Telegrama del señor Caro definió esa cuestión. Importa mucho que todos los amigos trabajen para que el nombramiento del señor García en propiedad venga cuanto antes». En el mismo sentido se dirige al doctor Carlos Calderón Reyes, a Bogotá, ignorando que este se encontraba desde meses atrás en el exterior y que había dejado de desempeñar la cartera del Tesoro. El Gobierno lo había enviado a Europa de agente fiscal.
+La respuesta del general Dávila, muy lacónica, ofrece a Pérez Triana ayudarlo en cuanto pueda. Respecto del ferrocarril de Bucaramanga, le informa que con mucho trabajo ha conseguido del Gobierno una prórroga para entregar los planos y que sin ella el negocio estaba perdido. Respecto del ferrocarril de Zipaquirá, le dice que compró por $ 360.000 la concesión y la parte construida y que hizo un contrato adicional con el Gobierno, el que fue publicado en el Diario Oficial de 25 de junio. «Creo», añade, «que en rigor no necesitamos por ahora de ocurrir a nadie en solicitud de recursos, etcétera. Pero como la concesión no se limita a Zipaquirá sino que va al norte, hasta donde sea necesario, creo que podríamos pensar en alguna combinación con la casa de Punchard, en cuyo caso me prometo que usted ideará alguna forma y me avisará oportunamente».
+La tempestad se formó sobre la cabeza del doctor Angulo, más que sobre ninguna de las otras, por la abundancia y el contenido de la correspondencia que le dirigió Pérez Triana. Varón de un excepcional valor civil, que no esquivó nunca sus responsabilidades políticas ni personales, el doctor Angulo regresó al país para hacerle frente a la tormenta y defenderse. Consciente de lo delicado de su situación, al llegar a Barranquilla no torció el rumbo hacia Cartagena, cual lo acostumbraba para visitar al presidente titular, señor Núñez, no buscó ala protectora, ni instaló el pararrayos fuera de su propio radio. Cuando el año anterior estuvo en Colombia, no ocupó el cargo de senador principal por el departamento de Santander, y vino en uso de la licencia que se le concedió para separarse del empleo de ministro de la República en la Gran Bretaña. Antes de dirigirse a Bogotá, el doctor Angulo estuvo en su pueblo natal durante algunos meses.
+También tuvo capítulo aparte en el concepto del ministro de Justicia, formó grupo el doctor Clímaco Calderón. Se defendió de una manera brillante, en concepto de un colaborador de El Porvenir, de Cartagena, a quien el señor Núñez cedió las columnas editoriales del antiguo bisemanario. Fue la única referencia que en ella se hizo del concepto del ministro de Justicia que recibió del presidente titular el siguiente despacho telegráfico: «Cartagena, 4 de diciembre de 1893. Señor doctor Emilio Ruiz Barreto. Su informe es honor para usted y para el Gobierno. Lo felicito muy sinceramente. Amigo sincero, Rafael Núñez». Telegrama al que contestó así el felicitado: «Bogotá, 7 de diciembre de 1893. Excelentísimo señor doctor Rafael Núñez. Cartagena. Altamente agradecido su felicitación. En el desarrollo del grandioso ideal de la Regeneración, concebido por su genio, y realizado con su prestigio, tocó al señor Caro, precursor de aquel Nuevo Testamento para Colombia, lavar con sus “puras manos” las miserias que el elemento humano pudo imprimir. Los que orientados por cariñosa protección, desde la adolescencia hemos recogido sus enseñanzas, sus consejos, sus ejemplos y más tarde lo hemos acompañado como el humilde pescador de Galilea, sin desmayos de fe, participamos del reflejo de la gloria que a la patria está dando el modesto cuanto ilustrado jefe del Gobierno con su enérgica prudencia y serena justicia. La Regeneración fue siempre grande. En manos del señor Caro, depositario y arqueólogo de todas nuestras buenas tradiciones, era noble como su tradición y estirpe, e inmaculada como sus limpios antecedentes. La felicitación de vuestra excelencia será fresco bálsamo para la conciencia nacional que, grande como el pueblo colombiano, no pide, estoy seguro de ello, expiaciones, sino sanción moral y propósitos levantados. La autorizada voz de vuestra excelencia impedirá acaso el ergotismo que aspire a oscurecer con leyes las bases de todas ellas: la moral, cuyo perfume es la delicadeza. La cordura indicará a los hombres patriotas de todos los matices, que gobernantes como el señor Caro, que, con valor estoico, consuman tan dolorosas amputaciones, merecen decidido e incondicional apoyo para llevar a cabo la redención económica que nos incorpore en el movimiento universal. ¡Feliz Colombia que tan excepcionales conductores se ha dado! Adicto compatriota y admirador de vuestra excelencia, Emilio Ruiz Barreto».
+En medio de toda esta literatura de fin de siglo se transparenta la intención política, con algún eufemismo en ciertos párrafos, pero muy categóricamente en aquello de las «dolorosas amputaciones». El señor Núñez se dio por entendido en las alusiones a sus amigos, y el doctor José Manuel Goenaga, ministro de Fomento, renunció poco después y recibió una certificación muy honrosa de su conducta pública y privada del vicepresidente Caro. Pero en el Ministerio no quedó por entonces ningún representante del antiguo independentismo.
+El escándalo del Petit Panamá tuvo en Colombia, como lo tuvo en Francia el gran escándalo de Panamá, una muerte lenta y silenciosa. Henri Robert cierra con estas palabras, en su admirable serie Los grandes procesos de la historia, la síntesis de lo que fue el escándalo de Panamá:
+«El negocio de las condecoraciones, el escándalo de Panamá, el proceso Dreyfus, señalan las tres grandes crisis sufridas por la República.
+«Gracias a su maravillosa vitalidad, Francia pudo curar sus enfermedades, de las cuales la última especialmente pudo serle mortal. Francia demostró que de ella salía sana y fuerte.
+«Estamos en 1914. El 2 de agosto estalla la guerra querida por Alemania. Todos los franceses, reconciliados y unidos, pensaron sólo en la salud de la patria.
+«Después de cuatro años de una lucha sangrienta durante los cuales la suerte de nuestro país pareció por instantes amenazada, en la hora más trágica de la Gran Guerra, un hombre reanima las voluntades desfallecientes, reafirma el valor y galvaniza las energías nacionales. Ese hombre era el antiguo amigo de Cornelius Herz, el compañero de Jacques de Reinach y de Maurice Rouvier durante la jornada histórica de Panamá… Es casi octogenario. Su vida tan agitada conoció horas tormentosas y angustiadoras… Georges Clemenceau saboreará las dulzuras de una apoteosis. Es con nuestros grandes jefes y nuestros heroicos soldados, uno de los salvadores de la patria…».
+Las luchas políticas internas no pueden compararse con las que un país sostiene contra sus invasores y enemigos. Y, sin embargo, a veces adquieren alguna semejanza, si quien hace la comparación entre las dos guarda el sentido de las proporciones. Cuando muchos años después del Petit Panamá —en 1911— el Partido Conservador de Colombia sintióse amenazado en su hegemonía sobre los poderes públicos por el advenimiento al Gobierno de la Unión Republicana, buscó, encontró en los independientes a quienes se quiso «amputar», los más eficaces, inteligentes y valerosos aliados. Angulo, Goenaga, Carlos Calderón conocieron si no las dulzuras de la apoteosis, sí el reverdecer de sus prestigios, y a los mismos hombres que habiendo abandonado definitivamente las toldas del liberalismo contribuyeron a levantar el edificio de la Regeneración.
+El radicalismo de Antioquia también ayudaba con sus influencias, sus mejores plumas y sus consejos a Pérez Triana no sólo para colaborar en la obra de construcción del ferrocarril, considerada como redentora para la montaña, sino también por simpatía y afecto personal al ilustre hijo del jefe supremo del partido. En la «superabundante» correspondencia tomada a Pérez Triana figuraban cartas de Antonio José Restrepo y Rafael Uribe Uribe. El primero era abogado de Punchard, McTaggart, Lowther & Co., y lo fue hasta después de 1893. A Uribe Uribe le escribía en términos confidenciales y amistosos como los siguientes: «Bogotá, noviembre 15 de 1892. Señor doctor Rafael Uribe U. Medellín. Mi querido amigo: Le escribo —perdone usted la gallegada— para decirle que no le puedo escribir; ítem más para desearle a usted y a todos los suyos, cumplida dicha y salud. Por fin salió aquello, y el señor Caro le puso la firma. Estamos terminando los detalles menudos, pero ya con ánimo tranquilo, pues que el paso decisivo hace días se tomó. La lucha aquí fue violenta; senadores y representantes antioqueños henchidos de patriotismo, que piden no se les arruine su departamento, un expresidente que más bien no ayuda, un hermano de ese que ataca, un ministro de Guerra hostil, un otro de lo exterior (antioqueño) energúmeno, y así en adelante, con que ya ve que no era fácil salir adelante. No tengo tiempo para más. Lo abrazo y me repito su afectísimo amigo y seguro servidor, S. Pérez Triana. Le ruego haga esta extensiva a Antonio José. Le escribiré dentro de cuatro días».
+¡Las vueltas que da el mundo! Amigos tan íntimos y fraternales como lo fueron Santiago Pérez Triana y Antonio José Restrepo concluyeron de enemigos irreconciliables. Hablaba yo en 1906, en Madrid, con Pérez Triana, de los ataques que le hacía en la prensa Antonio José Restrepo, y aquel me dijo con la filosofía y la experiencia que proporciona un largo y agitado vivir: «¿Qué quiere usted, Palacito? Quien tiene muchos amigos es algo así como el que tiene una bolsa repleta de libras esterlinas. Si alguna sale falsa, no hay para desesperar. Se la aparta y no se vuelve uno a acordar de ella. Se perdió una libra, pero quedan otras legítimas».
+Ratifico mi concepto personal de que en el Petit Panamá hubo mucho ruido y pocas nueces. Después he sabido, por boca de un amigo de insospechable veracidad y muy memorioso, que la culpa del escándalo la tuvo un cierto señor, bastante locuaz y enredista, a quien se encomendó la traducción de algunas cartas escritas en inglés por Pérez Triana y que salió a las calles a manera de pregonero, contando lo que había leído y exagerándolo, naturalmente. Ya en ese fermento el escándalo, el Gobierno tuvo que publicar toda la correspondencia incautada a Pérez Triana para resguardar su buen nombre y su responsabilidad moral. No podía aparecer como encubridor de delitos si se habían cometido, ni ver tampoco con indiferencia que se mezclara en el asunto, por odios o venganzas políticas, a ciudadanos que nada tenían que ver con el negocio de contratación de los ferrocarriles de Antioquia y Santander. Porque las listas de supuestos comprometidos y frente a sus nombres las sumas por ellos recibidas continuaban circulando por todo el país. La fraguada por los enemigos del expresidente Holguín y del señor su hermano don Jorge los hacían aparecer con sus conciencias gravadas con £ 9.876.16s-5d, y un notable médico velista de Medellín «comenzaba sus visitas distrayendo el ánimo de sus pacientes con la lectura de las listas consabidas, y luego las transcribía fidelísimamente a Abejorral a sus parientes». La carta de Pérez Triana a Rafael Uribe Uribe que hemos transcrito textualmente demostraba que el expresidente Holguín no había querido ayudar en nada para la celebración del contrato del Ferrocarril de Antioquia y que don Jorge Holguín lo había atacado, a pesar de que el último tenía relaciones personales cordialísimas con Pérez Triana. El expresidente, en artículo que publicó —por cierto en El Porvenir de Cartagena— el 7 de marzo de 1894, daba su concepto varonil y franco sobre el escándalo del Petit Panamá con estas elocuentes palabras:
+«Se despiden, finalmente, los escritores de Las Novedades indignados con que yo haya llamado “errores” los “delitos” cometidos en la contratación de los ferrocarriles, y presentando como motivo fundado de duda respecto de mi inocencia el que yo haya dicho que en este desgraciado asunto ningún partido puede lavarse las manos. Siento mucho haber suministrado estas nuevas pruebas de mi culpabilidad; pero ni a mí me constan los hechos ni me toca calificarlos técnicamente antes de que lo hagan los que tienen ese deber por ministerio de la ley. Respecto de algún caso concreto podía uno, juzgando por notoriedad de ciertos hechos, calificar tan duramente como se quiera ciertos manejos; mas hablando en general de todos los acusados o sindicados me parece que basta el término “errores”. Yo no creo que todo el que haya intervenido en estos contratos, por fatal que haya podido resultar su intervención, sea un especulador criminal, destituido de todo deseo patriótico de hacer el bien. Tengo una experiencia muy amarga y muy larga de lo que son los juicios de los hombres y de las armas que esgrime la política, para ir engullendo a granel cuanto dicen y escriben todos los que salen a representar algún papel.
+«Y voy más lejos todavía. Aun sabiendo de ciencia cierta que se han cometido tales faltas o delitos, me limitaría, cuando más, a decirlos a quien tuviera el deber y el poder de corregirlos, castigarlos o prevenirlos. Es casi seguro que no saldría por las calles a rasgar mis vestiduras y a demandar al cielo rayos o al pueblo piedras para anonadar a los culpables. Yo envidio a los que están seguros de no tener nada que se les perdone, que pueden ser inexorables como el destino con las faltas ajenas. Y si Dios me concediera la gracia de no estar sujeto a las leyes de la fragilidad humana, todavía vería con lástima y pena las caídas de mis compatriotas, más bien que con delectación morbosa y ruidoso júbilo.
+«Aun a los que por la naturaleza de sus funciones están obligados a intervenir en estos asuntos, como son los empleados públicos y los periodistas, les obliga tener moderación, discreción y cordura. En las diligencias que practiquen, en los fallos que emitan y en las opiniones que sustenten pueden y deben ser inflexibles en exigir el cumplimiento de la ley; pero hasta a los fiscales les prohíben las leyes humanas y divinas mostrar satisfacción y gozo al descubrir o creer descubrir que han descubierto cabezas que deben caer bajo la cuchilla de la ley. A ese envilecimiento del noble sentimiento de la justicia no arrastran sino los bastardos intereses de la política y el villano odio de partido.
+«Si algo enseña la experiencia de la vida y el ejercicio del poder es a no escandalizarse uno de nada. Los confesores, aun los más virtuosos, oyen con la mayor tranquilidad y calma cosas bien fuertes; y ya en carta de 25 de noviembre de 1890, que él publica ahora, decía yo a don Marceliano Vélez: “Yo vine a la presidencia inocente, y termino como me figuro que acabarán los confesores que se han pasado decenas de años viendo conciencias por dentro”».
+Por lo que hace a don Jorge Holguín, tuvo el más escrupuloso cuidado en no intervenir directa ni indirectamente en negocios que tuvieran conexión con el Gobierno y rehusaba recomendar a quienes los tuvieran y solicitaban su apoyo y protección. Acudió para cerrar oídos a todas las pretensiones, a un recurso muy gracioso y original como todos los suyos: «Yo soy oposicionista; si quieren convencerse de ello vayan al Senado a oír los discursos que pronuncio combatiendo al Gobierno». Don Jorge tenía la costumbre de describir en sus libros de contabilidad todos los negocios y operaciones que realizaba. Quería evitarse pleitos, de los que detestaba. Y como no fue codicioso, en sus negocios particulares usaba de la mayor limpieza y prefería una merma de sus legítimas utilidades a enredos y camorras. No sacrificó jamás afectos ni amistades al dinero y menos aún su delicadeza personal.
+No engañó a sus corresponsales Pérez Triana en lo referente a la actitud del señor Caro con él. A todos les comunicó que el vicepresidente se había negado a recibirle alegando que los negocios con el Gobierno se trataban por medio del ministro respectivo. Al propio doctor Emilio Ruiz Barreto, a quien conocí en 1904 por presentación de Joaquín de Mier (Marqués de la Coa) y del que fui después bastante amigo, me refirió que como insistiera Pérez Triana en ser recibido por el vicepresidente no para conversarle de negocios sino con el propósito de hacerle una exposición sobre asuntos financieros y económicos, se lo endosó al doctor Ospina Camacho, ministro de Guerra encargado del despacho de Gobierno. Y efectivamente tuvieron este y Pérez Triana, en la casa de habitación del primero, una larga entrevista. Dizque Ospina Camacho quedó aturdido, deslumbrado por la elocuencia y sabiduría de su interlocutor, y la procesión de cifras que puso en marcha. Para darse una idea aproximada de lo que pudo ser aquel coloquio precisa exhumar del vasto panteón de la historia a dos célebres personajes: a Torquemada y a Law, situarlos quebrantando todos los anacronismos el uno frente al otro y fingir que estamos oyendo a Law explicar «su sistema» al gran inquisidor. De fijo que don Tomás quedaría en ayunas, pues su paladar no está hecho para tales manjares y gusta sólo de la carne achicharrada. Ya diré adelante el concepto que me formé y tengo de Emilio Ruiz Barreto.
+Ahora tocárame el turno de hablar de mí mismo muy brevemente y del ambiente literario que yo dejé en Bogotá en 1893. Por circunstancias que he explicado en el librito que escribí y publiqué en 1923, rememorando el tiempo que permanecí al lado de Rafael Núñez, y en íntimo contacto con él, librito que ampliaré en Historia de mi vida, vime precisado a abandonar la Universidad Republicana, el hogar intelectual que tanto amara y cuyo recuerdo es para mí fuente abundosa de las más dulces memorias, y me ausenté de Bogotá con rumbo a Cartagena.
+ESTRATAGEMA POCO CORRECTA — UNA CORTA ENTREVISTA CON ALEJANDRO PÉREZ — SU VATICINIO — UN SUEÑO DE CLARIVIDENTE — LA AMABILIDAD DE JOSÉ MANUEL GOENAGA — NOSTALGIA — CONVERSANDO EN HONDA CON SANTIAGO PÉREZ TRIANA — EL ENCANTO DE LA CONVERSACIÓN DEL GRAN FINANCISTA — SU OPINIÓN SOBRE LA POESÍA DE SILVA — LA DECADENCIA DE POMBO.
+ABANDONÉ LA UNIVERSIDAD Republicana, huelga decirlo, con la licencia y el asentimiento de mi padre, a quien había comunicado en carta las razones que determinaban mi resolución. A ella me contestó, en despacho telegráfico muy lacónico, diciéndome que podía proceder en consecuencia y que le avisara mi salida de la Republicana para darme instrucciones sobre lo que debería hacer posteriormente. Todo ello sería cosa de algún tiempo, pues medio siglo atrás un telegrama de Bogotá a Barranquilla y viceversa, aun encontrando hilos muy favorables, no llegaba a su destino en menos de tres días. Ocurrí a una estratagema que no tuvo nada de correcta, lo confieso, para romper el arresto a que estaba sometido con flagrante injusticia; injusticia que comentaba graciosamente mi inolvidable condiscípulo Leonidas Perdomo, diciendo a quien quería oírselo: «Palacio está siendo víctima de la Ley de Facultades Extraordinarias que combatió el doctor Robles en el Congreso». Pedí y obtuve del bueno y magnánimo doctor Iregui permiso para consultar a un médico, el doctor José Gómez, un sábado en la tarde, y el cautivo no volvió más a la jaula. Naturalmente que de la ocurrencia se dio aviso a mi acudiente, quien no salió a buscarme, pues bien me conocía él desde niño y presumió que pronto estaría en su casa explicándole el motivo de la escapatoria. Así lo hice efectivamente el lunes siguiente. Me oyó con aparente indiferencia, y después de leer el telegrama autorización de mi padre, me dijo ya con visibles muestras de mal humor: «¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Entrar a un colegio godo? Pero eso no podrá ser sino el año entrante, porque ya está terminando este». Le respondí que estaba en espera de lo que me ordenara mi padre. Ni siquiera tuvo la curiosidad de preguntarme en qué hotel o posada estaba viviendo. Bastantes preocupaciones tenía el excelente e inmejorable amigo Alejandro Pérez, para ocuparse de las mías. Ahí concluyó la penosa escena y yo pasé muy inquieto toda la semana sin recibir noticias de mi padre. Estaba alojado en la casa de asistencia de donde era también huésped Leonidas Perdomo, en la calle de San Miguel, entre carreras 8.ª y 9.ª. Patrona de la casa, una señora de apellido francés que tenía bajo su amparo a tres nietecillas huérfanas que andando los años se dedicaron al culto del amor libre y descollaron en su templo por la hermosura, la belleza y la inteligencia. Desmintieron a Renan, quien afirma que la belleza es tan excelsa cualidad que casi siempre se encuentra solitaria.
+El domingo de la semana de expectativa me acosté algo preocupado. El dinero comenzaba a escasear y yo no me atrevía a pedírselo a Alejandro Pérez que, si bien no me había recibido despectivamente, ni cerrándome las puertas de su casa, tenía que considerarlo embargado de atenciones por las circunstancias en que se encontraba su cuñado Santiago Pérez Triana, en quien él adoraba. Y me ocurrió, durante el sueño, una cosa extraña que me hizo creer ingenuamente que yo estaba dotado de una visión sobrenatural. Soñé que había recibido un telegrama de mi padre cuyo texto era, más o menos, este: «Acude al doctor José Manuel Goenaga, quien te dará dinero para viaje e instrucciones». Debo advertir que yo no había tratado personalmente al doctor Goenaga. Lo conocía de vista y sabía que era ministro de Fomento. Ignoraba en absoluto de la estrecha amistad personal que lo ligaba con mi padre. ¡Maravilla de la telepatía! Serían las ocho de la mañana del lunes cuando me desperté y abrí la puerta del cuarto para llamar a la criada que, por más señas, se llamaba Desposorio, y pedirle el chocolate. Desposorio acudió al llamado y antes del chocolate me llevó un telegrama. Nerviosamente rasgué el sobre y, ¡oh milagro!, el texto del telegrama era exactamente el mismo que yo había leído en sueños. Ni palabra más, ni palabra menos. Tuve que averiguar en el curso de la mañana la dirección de la casa particular del doctor Goenaga. Estaba situada en la calle 15. Cerca de la una de la tarde me presenté ante él y me recibió con aquella afabilidad, aquella cortesía que fueron los distintivos de su atrayente y simpática personalidad. El doctor Goenaga no parecía costeño. Hablaba en tono bajo, no se comía las eses y fue la suma y compendio de la discreción. Me recibió en su cuarto escritorio, espacioso, claro, situado en la planta baja de la casa. Las paredes estaban decoradas con lienzos de cuyo mérito artístico no pude darme cuenta por lo rápido de la visita, y porque yo era entonces —hoy no lo soy por fortuna— un lego en materia de estética. Admiróme su rica biblioteca. Fumaba un grueso cigarro mientras conversaba con un señor a quien tuvo la atención de presentarme: su cuñado, don Nicolás Laignalet, a quien yo había visto en las oficinas del Acueducto cuando iba a visitar al general Nicolás Jimeno Collante. Entregué al doctor Goenaga el telegrama de mi padre y me dijo: «Sí, tengo uno del general en el que me dice que usted debe bajar directamente a Cartagena lo antes posible, que en Honda le entregará el capitán Egea su billete de pasajes y yo aquí la suma de $ 200, que están a sus órdenes y voy a entregárselos». Diciendo y haciéndolo. Abrió un cajoncillo de su escritorio y de él sacó dos billetes de a $ 100, haciéndome la oferta, muy gentilmente de que, si algo más necesitaba, estaba a mi disposición. ¡Qué iba a necesitar! Aquella era una suma fabulosa para un viaje de Bogotá a Honda, pues el del río Magdalena no habría de costarme nada. Me despedí del doctor Goenaga, prometiéndole volver tres días después, antes de mi salida.
+Me quedé cavilando sobre las razones que mi padre tuviera para que yo me fuese directamente a Cartagena sin ir antes a Barranquilla y sobre en qué iría a hacer yo a la Ciudad Heroica. A poco di con la clave del enigma. Mi hermano mayor, Ernesto, residía en Cartagena y era secretario y profesor de la Universidad de Bolívar. Por motivos especiales e íntimos, mi padre lo había colocado bajo el «control» del doctor Núñez. Y yo cavilaba en la situación enojosa en que me encontraría yo, liberal, liberal que me creía irreductible, frente al padre de la Regeneración. Se me antojaba que si tenía oportunidad de tratarlo habría de encontrarlo huraño, desconfiado y muy mal prevenido.
+Iba a dejar, quién sabe por cuánto tiempo, a Bogotá, a la Universidad Republicana, a sus ilustres profesores, a los condiscípulos dilectos con quienes había compartido horas de alegría y de solaz, juveniles esperanzas, ambiciones de un porvenir de luchas políticas en la prensa y en la tribuna. Tuve instantes de vacilación, quise arrepentirme, pero comprendí el ridículo —y yo le he tenido siempre un santo horror al ridículo— en que caería al desandar el camino que ya tenía andado. Y terminé por entregarme a los fuertes, apretadores brazos del destino.
+Preparado ya para viajar, fui a despedirme de mi viejo amigo Alejandro Pérez, de cuya bondad y condescendencia no tenía quejas, y en justicia reconocía que él sí tenía razones para tenerlas de su pupilo, ya porque no atendí a su deseo de pasar al Externado, ya también porque no le había consultado previamente mi determinación de abandonar la Republicana. Me recibió cariñosamente y preguntóme, como era natural, si me dirigía a Barranquilla. Le informé que había recibido orden de ir directamente a Cartagena. Al oírmelo casi lanza una carjada y comentó: «Es que Pacho (mi padre) te va a colocar bajo las influencias de su primo Núñez y desde ahora me despido de ti como liberal; el viejo te volverá godo». Creí deber de amistad preguntarle por Santiago Pérez Triana, a quien le había cobrado mucha simpatía y afecto. Me dijo que había sido detenido en Honda; que hiciera la diligencia de entrevistarme con él y, si alcanzaba buen éxito, le telegrafiara discretamente si estaba todavía detenido o en libertad. Al llegar a Honda cumplí con el mayor placer y facilidad la recomendación de Alejandro Pérez. Cuando me apeaba de la mula en el hotel América, tuve la satisfacción de ver sentado en la terraza, rodeado de amigos, a Santiago Pérez Triana. Había obtenido que se le pusiera en libertad con fianza y estaba listo a tomar el camino de Bogotá la mañana siguiente. Así se lo comuniqué por el alambre a Alejandro Pérez. Cuando se fueron las visitas que recibía Santiago, me entregué a las delicias de su conversación. No parecía preocupado; más bien jovial, efusivo y charlista. Enterado del objeto de mi viaje y de mi destino, me recomendó que saludara en su nombre al doctor Núñez, en quien reconocía un hombre civilizado, incapaz de persecuciones como de las que estaba siendo víctima él (Santiago) «injustamente». Comí esa noche en la envidiable compañía de mi primer patrón. Refinado gourmet y excelente cocinero, no encontraba muy apetitosas las viandas que servían en el América y se dedicó a darme lecciones sobre los platos que podían prepararse con la yuca, la arracacha y el plátano. De ese tema pasó al de la música y al de la poesía. Nos despedimos para no volvernos a ver hasta trece años después en la coronada villa, capital de España, en donde lo encontré de encargado de negocios de la República de El Salvador.
+La formidable inteligencia de Pérez Triana hacía de él un clarividente. Adivinaba las nuevas maneras, las nuevas escuelas que vendrían para la poesía colombiana en breve lapso. Recuerdo, casi palabra por palabra, que me dijo: «En Bogotá se burlan de José Asunción Silva; la otra noche, en un salón, eran motivo de hilaridad unos versos suyos publicados en Revista Literaria, “Los maderos de San Juan”. Dentro de poco Silva se impondrá y los que vengan detrás de él imitándolo o imitando a los parnasianos franceses se impondrán. Las maneras literarias cambian; primero llaman la atención y no se ven en ellas sino los rasgos caricaturescos; se parodian las composiciones para ridiculizarlas, luego se aprenden de memoria y se concluye por encontrarles belleza y arte. Nuestro lirismo romántico llegó ya al cénit y ha entrado en el ocaso. Se ha discutido en Bogotá si está o no en decadencia Rafael Pombo. No creo que Pombo esté en decadencia; lo que está en decadencia es su género, su manera, o para expresarme mejor, lo que está es en desacuerdo con el espíritu de los nuevos tiempos». Oyendo a Pérez Triana aquella noche, bajo la sofocante atmósfera de Honda, sentí la melancolía de haber dejado a Bogotá. ¿En dónde podría oír yo en mis tierras de la Costa un crítico, un comentador de la vida literaria, tan fino y sagaz? Sin embargo, lo oiría bien pronto para mi consuelo, pues yo me asfixiaba y me asfixio dentro de los ambientes mercantilistas y saturados de politiquería, permítaseme el neologismo.
+Sin embargo, presentía que la ausencia de Bogotá iba a costarme muchas saudades. Me había habituado a vivir dentro de la que se llamaba Atenas Suramericana. Todo dentro de esta me era ya familiar: el paseo de los políticos y hombres de negocios en las tardes sobre el atrio de la catedral; las figuras de sus médicos eminentes, de Juan Evangelista Manrique con sus luengos cabellos, caballero en hermoso corcel que lo esperaba a la puerta de sus clientes; de Arístides V. Gutiérrez, abrigado con gabanes elegantísimos por lo común de un color azul oscuro; de Josué Gómez que caminaba de prisa, como sorbiéndose el viento, cubierta su cabeza con el sombrero de copa, jamás de americana y continuamente de sacolevita; del viejo profesor José María Buendía detrás del mostrador de su botica del camellón de la Concepción, enmarcado el rostro risueño con una copiosa barba blanca; de mis profesores el Cabezón Vargas Vega y Juan David Herrera. Faltaríame el alimento intelectual que me proporcionaban cotidianamente El Relator, El Correo Nacional y El Telegrama. Echaría de menos hasta las caricaturas de El Zancudo. Tarde o imperiódicamente llegarían a mis manos las entregas de Biblioteca Popular de Jorge Roa, de contenidos tan bien e inteligentemente seleccionados, con páginas dignas de antologías de la literatura nacional y de la extranjera, y Revista Literaria. No tendría en dónde adquirir los libros recientemente publicados en Europa, hábito que yo había adquirido teniendo a la vuelta de la esquina librerías tan bien surtidas como La Colombiana, La Americana y La Nueva, de Jorge Roa. Si fuera a las iglesias de fijo que no oiría oradores como Rafael María Carrasquilla y Carlos Cortés. Tarde llegarían a mi vista y a mi razón los macizos y severos documentos de Estado del vicepresidente Caro, Dios sólo sabía cuándo volvería a verle ambular por las calles de la capital de a pie, modesto y democrático dentro de su férreo autoritarismo, y a todos los representativos de la brillante generación que marchaba hacia su fin; a los generales que ganaron sus entorchados en victoriosas campañas que torcieron el rumbo civil de la República y revolucionaron sus instituciones: a Leonardo Canal, a Manuel Casabianca, a Rafael Reyes, a Juan N. Matéus, a Santos Acosta, a Sergio Camargo, a Venancio Rueda. Pensaba que dejándolos de ver dejaba de estudiar también la parte más dramática de la historia nacional. Continuaría leyendo a los escritores más notables del uno y del otro partido político: Santiago Pérez, Carlos Holguín, Teodoro Valenzuela, Carlos Martínez Silva, Salvador Camacho Roldán, Jorge Holguín… Continuaría leyéndolos, mas no me sería posible estudiarlos en sus gestos, en sus trajes, en su andar. Perdiendo de vista a los viejos príncipes de la vieja poesía colombiana acaso también moriría ella en mi memoria y en mi corazón, y despertarían sólo sus recuerdos cuando al fondo de la provincia llegaran tardíamente las noticias de que los príncipes habían pagado su tributo a la madre tierra antes de que les desciñeran sus coronas, afortunados herederos del numen y la gloria.
+Yo creo, con Saint-Évremond, que no todo tiempo pasado ha de ser forzosamente mejor; no cierro las ventanas de mi espíritu a los nuevos vientos, no he permanecido nunca inmóvil y absorto sobre una piedra de mi camino para sumergirme en estéril contemplación del que llevo recorrido. Así, esta admiración mía por la literatura, el periodismo, la política y aun la ciencia en la Colombia del siglo XIX es sincera y apasionada. Y añadiría, sin reato, que también de su sociedad. Entonces la familia, célula de las sociedades, era una institución sagrada, respetable y respetada y sus vínculos no se relajaban fácilmente. Había más cultura, más delicadeza, más refinamiento. En los salones se ejercitaba el arte exquisito de la conversación. Hoy tenemos cosas mejores, así en lo intelectual como en lo material, y ya enumeraré cuáles a mi torpe juicio.
+Yo no había tratado personalmente a todos los hombres representativos de la cultura social e intelectual en 1893, mas ocurre que para el habitante de las grandes capitales, todo en ellas, el conjunto, el conglomerado, las partes y las individualidades, llega a considerarlas aquel como algo suyo, como algo propio, de los que no puede separarse sin que le invada una tenue nostalgia. En verdad a las tierrucas no nos atan sino los padres, la familia, los amigos íntimos, los primeros amores, el paisaje. A las grandes ciudades nos ata todo, y el hombre que ha trotado sobre el globo es un ciudadano del mundo.
+Mi tozudo e impaciente lector me encuentra ahora, quiero decir a fines de septiembre de 1893, sin que pueda precisar fecha exacta, porque la memoria no da para tanto, a bordo del vapor México, de la Compañía Colombiana de Transportes, de pasajero hasta Calamar en donde tomaré otra embarcación que me conduzca a Cartagena. Comanda el México Félix González Rubio. En el mismo barco, y con el mismo capitán, hice mi primer viaje de subida del Magdalena hasta el puerto de Yeguas, en diciembre de 1889, y el segundo en febrero de 1890, este último desde el Brazo de Loba. Entonces el México se llamaba Inés Clarke; el capitán sí no había cambiado de nombre, ni de carácter, ni de métodos para dirigir su nave, manejar a sus subalternos y conducirse con sus pasajeros. Era bueno, como el pan bueno, tanto como el señor su padre, el venerable y venerado don Domingo González Rubio, propietario y editor de El Promotor, dueño de la imprenta de Los Andes, inamovible contador de la aduana de Barranquilla, por su probidad e insuperable competencia. Pero la bondad de Félix, como la de don Domingo, tenía un límite: el que le marcaba su deber, que él cumplía rigurosamente. Era de los capitanes más jóvenes en la navegación del río Magdalena y había ganado su puesto por sucesivos ascensos. De Barranquilla a Caracolí, el indómito y caprichoso río no tenía para él secretos ni misterios. De pie, sobre el puente, cubierta la cabeza con un ancho sombrero de paja usiacurí, escrutaba las revueltas aguas del Magdalena y si él aseguraba que el río iba a subir, subía el río, que si bajaba, bajaría de fijo. Cuando el buque comenzaba a tocar fondo, recorría con los ojos la extensión de las aguas y después de breve inspección los alzaba hacia la casilla del piloto y le decía en alta voz: «Echa para la izquierda o para la derecha, que la corriente ha cambiado en esa dirección». Con los pasajeros era afabilísimo, servicial, cortés sin amaneramientos y sabía compensarles las incomodidades del viaje con una conversación amena interesante, o recitando en las noches en que el barco no viajaba, un sartal de lindos y escogidos versos. Yo le había tomado durante mis dos primeros viajes, y por las cariñosas, solícitas atenciones que me dispensó, un vivo y cálido afecto. Viajaba, pues, con mi dilecto capitán de entonces, lo que entonaría el ánimo bastante decaído.
+Pasan las siete vueltas de Yeguas, las rocas de Cuartos Nuevos, que semejan de lejos las almenas y torres de castillos medievales, la pintoresca Buenavista, Nare y la Angostura. Comienza a caer la noche cuando el México amarra en Puerto Berrío. Tengo allí un amigo, Eugenio Montoya. Desembarco para saludarlo y conversar. Eugenio Montoya me hizo simpatizar con los antioqueños y me enseñó a beber cerveza alemana copiosamente, sin embriagarme. Pasadas las doce me acompaña hasta el México; despertamos al capitán González Rubio y libamos otros vasos de cerveza. La madrugada nos sorprende hablando del Petit Panamá y de Pérez Triana. Montoya y González Rubio, ambos a dos, eran amigos y admiradores del audaz hombre de negocios, doblado de genial hombre de letras. Precisamente en aquella mi primera subida del Magdalena, sobre el Inés Clarke y con Félix de capitán, tuvimos de compañero a Santiaguito —así le llamaban sus íntimos— y sobre el mismo puente en el que apurábamos cerveza alemana le oímos cantar armoniosa y dulcemente. En mi juventud comienzo ya a conocer las alternativas, los cambios que nos va presentando la vida y a experimentar cómo no hay mayor dolor que el de recordar el tiempo feliz en la desgracia. Porque yo me considero bajando el Magdalena y ante un incierto porvenir, un desgraciado que ha perdido su bien.
+Pasan, como en caleidoscopio, Barrancabermeja, Puerto Galán, Sogamoso, Paturia, Puerto Wilches, en donde veo cierto movimiento y animación porque se han iniciado los trabajos del ferrocarril que han de paralizarse luego para reanudarse Dios sabe cuándo. Bodega Central, Gamarra, Puerto Nacional, La Gloria y Tamalameque. Y entramos el tercer día de viaje al Brazo de Loba; pasan Magangué, Tacamocho, Zambrano y en la madrugada del cuarto, es obligatorio dejar el México y desembarcar en Calamar. Busco posada, indago si está en el puerto el pequeño barco que ha de conducirme hasta Cartagena de Indias, la ciudad que no conozco y de la cual tengo la imagen de una ciudad muerta, la cantada en sus Trofeos por Heredia; Trofeos, que compré en Bogotá la víspera de mi partida. El barco no ha llegado, ni hay noticia de cuándo llegará, según el decir de los mozos que llevan mi equipaje y me encaminan a una posada —la mejor que hay en el puerto—, de mísero y sucio aspecto a cuya puerta toco pidiendo alojamiento. Sobre un catre de tijera desenvuelvo el ajuar de cama que traigo liado en el «petate». Un mozo negro y maloliente me ayuda a colgar el toldillo; revolotean y zumban los mosquitos. Duerme a pierna suelta con la tranquilidad del justo un huésped vecino cuyas facciones distingo confusamente a la vacilante luz de la esperma que alumbra en la estancia. Y al llegar a mis oídos el silbato del México, que arranca del puerto, un sueño piadoso, el sueño de la gente joven y sana, cierra mis párpados.
+Me despierta el sol reverberante de la tierra baja. Pregunto si ha llegado el buque de Cartagena. La patrona me responde que ya está avistado. Pido el desayuno y saboreo una taza de café con leche, pan y buñuelos calientes. La posada queda a orillas del dique; veo pasar el buquecito, se llama Ecuador, no le aparto la vista hasta el momento en que su proa moja en las aguas del Magdalena.
+Salgo de Calamar a las once de la mañana, hora del almuerzo. El capitán del Ecuador es un viejo lobo de la navegación fluvial, muy entendido también en vientos marinos, como lo comprobaré después. Encuentro interesante, pintoresco, el viaje por el Dique. A canales angostos suceden vastas ciénagas, tan vastas que el horizonte semeja ilímite; las ondas se ocultan bajo la tupida vegetación acuática inmóvil, que forma una malla apretada, tan apretada, que la proa del barco, «a todo vapor», pugna inútilmente por traspasarla. Pienso que la proa debiera estar provista de un espolón cortante, de un «rompebatata». En la boca de la ensenada de Barbacoas, a la que llegamos después de larga y accidentada jornada al despuntar el alba, el capitán Mac Causland ordenó echar ancla porque soplaba un viento fuerte que, según él, iría arreciando hasta la salida del sol.
+VISIÓN DE CARTAGENA — FRENTE A FRENTE CON EL SOLITARIO DE EL CABRERO — ¿QUÉ DICE EL JOVEN RADICAL? — LA OPINIÓN DE LA CALLE REAL Y EL PADRE DE LA REGENERACIÓN — EL HOMBRE EN LA INTIMIDAD — CÓMO SE FABRICABA UN DOCTOR — LA PRODIGIOSA MEMORIA DEL GRAN POLÍTICO — EL PUBLICISTA — EL CONDUCTOR — EL ESTETA — HOMBRE DE HOGAR — LOS NEGOCIOS DE DOÑA SOLA — LA USURA DE RAFAEL NÚÑEZ GALLEGO.
+RAZÓN TUVO EL CAPITÁN MAC Causland al echar ancla en la entrada de Barbacoas. Momentos después de la maniobra, sopla viento fuerte y comienza a caer grueso chubasco que arrecia a medida que asciende el sol. Tripulantes y pasajeros me dicen que la travesía de Barbacoas es traidora y peligrosa. Allí naufragó ha pocos años el vapor Cartagena. Cerca de las once son cuando sonríe el buen tiempo. Se leva ancla y entramos en Barbacoas. El oleaje de la ensenada es el que los marinos llaman oleaje «bobo», que transmite al pequeño Ecuador balanceo de tangage, que mareara de fijo a los biliosos. Es muy lento el andar del buquecito y tardamos más de una hora en dar con la boca que comunica a la ensenada con la verdadera bahía de Cartagena. Aproximadamente tendremos que navegar veinticinco millas hasta la terminación del accidentado viaje. La abrigada, la mansa, la vastísima bahía, cabe la cual pueden buscar cómodo refugio las más numerosas escuadras del mundo va presentándose ante mis asombrados ojos en toda su espléndida belleza. El panorama, cuando en la lejanía comienza a dibujarse la ciudad monumental, como si fuese el telón de fondo de un enorme escenario, es impresionante. La bahía semeja inmensa llanura verde sobre la que se reflejan los rayos del sol tropical con reverberaciones de plata. No de la península, sino de las aguas parecen surgir la techumbre rojiza del caserío, la cúpula de San Pedro Claver, las torres de los templos, el castillo de San Felipe, el amurallado cinturón con sus garitas. Sólo el cerro de La Popa, su convento y su ermita dan muestra de tierra firme. Cierra de un lado la bahía y la separa del mar libre, ancha faja de amarillas arenas que va angostando al acercarnos al muelle recientemente construido para los grandes trasatlánticos. Y frente ya al fondeadero de los vapores fluviales, al que se llama muelle de la Aduana, aparece en toda su magnificencia la Ciudad Heroica, la de la leyenda y la historia, la codiciada presa de bucaneros, a quien el poeta parnasiano, remoto descendiente de su fundador, supone muerta. Dormida estuvo, sí, pero la despertó el vigoroso aliento del progreso moderno. A cortos pasos del muelle de la aduana, el del Mercado, que es un enjambre de embarcaciones menores; blancas velas latinas esmaltan el paisaje y préstanle sombra los altos cocoteros que se balancean en ritmo loco sacudidos por la brisa marina.
+Cambio aquí el tiempo del verbo. De intento coloqué en presente el relato de un viaje que por sus motivos y circunstancias vivo realmente al evocarlo y desearía vivir nuevamente arrancando del libro de mi vida todas las páginas que ella ha escrito después.
+En el muelle esperábame mi hermano Ernesto, que tenía entonces apenas veintitrés años. En vía para su casa, después de las naturales efusiones fraternales, le pregunté qué se iba a hacer conmigo. Al rápido paso del tílburi, Cartagena tenía su tipo especial de coches, y recorriendo las angostas calles de la ciudad, alcanzó a decirme que nuestro padre, en acuerdo con el doctor Núñez, había resuelto que entrara inmediatamente a la Universidad de Bolívar a terminar estudios, añadiéndome que esa misma noche a las siete iríamos a visitar a nuestro ilustre y poderoso pariente, el presidente titular de la República. Mi hermano Ernesto vivía en una pequeña y modesta casa, frontera al parque Fernández Madrid. Él era entonces feliz; el cruel destino le reservaba un amargo porvenir y muerte prematura.
+En punto de las siete emprendimos de a pie la marcha hacia El Cabrero. El recorrido era muy corto, si se tomaba la vía del lienzo de muralla para salir al barrio residencial por una galería subterránea conocida con el nombre de La Mina, angosta, de día y de noche negra y oscura como boca de lobo. Al salir de la galería, la altura de la muralla está casi al ras de tierra y de ella se descendía por una escalera de madera. Iluminado por los focos de la luz eléctrica aparecía ante el caminante el barrio residencial de El Cabrero, la blanca casa del presidente titular, medio escondida entre los cocoteros, la graciosa ermita de Las Mercedes. Cuando llegué a la puerta de la casa, me embargaba una intensa emoción, emoción de temor, de incomodidad espiritual, algo semejante a la que debe experimentar el arribista que penetra la primera vez en un salón de la alta sociedad. Iba a representar el enojoso papel de intruso político y la vanidad juvenil me hacía creer que el doctor Núñez había leído mis discursos en el centenario del natalicio de Santander y ante el cadáver de Herrera Olarte. Me sentía haciendo el viaje a Canosa. Tanta vanidad y tan pueril orgullo se iban a esfumar rápidamente. Subimos la escalera y al dar unos pocos pasos sobre la antesala —hall, como ahora se dice—, la puerta que comunicaba esta con el salón principal me dejó ver al doctor Núñez y a doña Soledad sentados frente a frente al borde de una mesita ensimismados en un juego de cartas. Al ruido de nuestros pasos dejaron su entretenimiento y se levantaron para recibirnos. No había lugar a presentación. Sobraba y hubiera sido ridícula. Tanto el doctor Núñez como doña Soledad me abrazaron paternalmente y él me preguntó: «¿Qué dice el joven radical?». Para el doctor Núñez no existía el liberalismo colombiano, radicales y no liberales eran sus adversarios políticos y para mí tengo que él se consideraba como el último sobreviviente de la generosa agrupación política que había dado libertad a los esclavos, al pensamiento y a la conciencia. De sus labios, ni de su pluma salió jamás palabra de agravio para el verdadero liberalismo, al que había acaso levantado un templo en el fondo de su alma y de su memoria dentro del cual oficiaba sólo él. Probablemente doña Soledad no se sentía con la confianza del viejo pariente para hacer alusión directa, ni indirecta, a mi filiación política. La conversación fue haciéndose animada y espontánea. Núñez me preguntó sobre los estudios que hice en la Universidad Republicana, sobre mis profesores, especialmente por Salvador Camacho Roldán y Juan Manuel Rudas. Cuando le hablé de José Herrera Olarte, me dijo que lo había conocido y tratado en Le Havre, lamentó sinceramente su trágico fin, comentando que era una de las inteligencias más poderosas que él había catado. Se me antojó singular esta pregunta suya: «¿Qué dice la calle Real?». Él mismo se encargó de proporcionarme la clave interpretadora de tal pregunta. La calle Real era para Núñez el comercio de Bogotá en su conjunto, sin excepciones, así el comerciante radical como el conservador; una institución cuyos miembros además de su oficio tenían el de criticar todos los actos del Gobierno, fuere el que fuese ese Gobierno, gente egoísta y no poco envidiosa. Advertí que estaba ávido de conocer detalles sobre el escándalo del Petit Panamá y no pude darle otros que los chismes de la calle, no sólo de la Real sino de todas las calles de Bogotá, y contarle que había visto a Pérez Triana en Honda. Doña Soledad intervino poco en la conversación y tenía mientras tanto clavados sus ojos en mí, o mejor dicho sus lentes. Cuando nos disponíamos a despedirnos, pues iban a sonar ya las nueve, sus tertulios habituales sabían que pasada tal hora las visitas se convertían para Núñez en algo insoportable, el doctor Núñez me dio su primera orden: «Debes venir aquí mañana a las ocho; voy a darte una carta para el doctor Luis Patrón, rector de la Universidad, para que te matricule en los cursos de Derecho Civil, Derecho Comercial y algún otro que tú mismo debes escoger». Doña Soledad adicionó la orden; debía quedarme a almorzar con ella. No hubo otras visitas aquella noche. La pareja presidencial había salido de un ataque de gripa y el oficial de órdenes tenía instrucciones de no recibir sino a Enrique Román, José María Pasos y a mi hermano Ernesto. Se entretenían jugando al tute y seguían a la par el juego y la conversación. Eran muchas «las cuarenta» que le acusaba Sola a Rafael. Él jugaba maquinalmente, su pensamiento estaba muy lejos de las cartas. El médico le había ordenado absoluto reposo intelectual y no escribía desde dos semanas atrás los editoriales de El Porvenir. Me pareció la primera vez que lo vi de cerca más viejo, más flaco de lo que en realidad era, pues apenas pasaron los funestos efectos de la gripa, funestos aun para los organismos jóvenes, se me presentó fuerte, ágil, animoso. Preferiré relatar en estas memorias, y deliberadamente, la intimidad de la vida de El Cabrero, incidentes graciosos, que revelan la sencillez, la modestia, de los hábitos y costumbres del matrimonio Núñez-Román. Hablaré poco y brevemente del conductor de hombres, del político, del gobernante en vacaciones, porque consideraré acto de deslealtad y de traición a la amistad y a la confianza que él me dispensó refiriendo a la posteridad lo que él pensaba sobre hombres y sucesos, y especialmente sobre hombres a quienes tenía cariño, estimación, pero en los que reconocía graves defectos personales y el haber cometido errores, equivocaciones o faltas en el manejo de los negocios públicos y de la política. Si Núñez con aquella noblesse du coeur, que fue una de sus más atrayentes y subyugadoras cualidades, destruyó toda la correspondencia privada que recibía, para que después de muerto él no apareciera comprometiendo a persona alguna, ¿qué derecho tendría yo para divulgar hoy lo que le oí en el seno de la intimidad de los políticos que le acompañaron en su fundamental evolución y de los que entraron después a servir bajo sus órdenes? Atraer sobre un muerto resentimientos, acaso odios, es algo más vitando y vituperable que atraerlos sobre los vivos. Como todo político de raza y de instinto, Núñez era un gran simulador. Sabía hacer al mal tiempo buena cara, estrechar, como vulgarmente se dice, muchas manos que, si no deseaba ver cortadas, por lo menos le daban repugnancia; fingir conformidad con ciertos actos, cuando comprendía que oponerse a ellos eran esfuerzos y trabajos inútiles, o que de hacerlo le sobrevinieran dificultades y peligros insalvables. Tenía, como lo dijo tan acertadamente el señor Suárez, la astucia de la serpiente junto con la mansedumbre de la paloma. O como lo dijo después en admirable paradoja Guillermo Camacho, era prudente e imprudente. No se dio entero, todo él, sino a pocos hombres, a quienes amó devotamente con sus defectos, con sus debilidades, porque con Renan pensaba y practicaba que comprenderlo todo es perdonarlo todo.
+Puntual a la cita me presenté en la quinta de El Cabrero a las ocho de la mañana del día siguiente al de mi llegada. Me sorprendió no encontrar como en la noche anterior, guardia militar en la planta baja. Sólo en una pieza adyacente al zaguán, el oficial de órdenes del presidente titular a quien ya me había presentado Ernesto: el mayor Secundino Londoño. Le pedí que me anunciara y él me dijo que había recibido instrucciones de dejarme pasar cuando yo quisiera, pues era, como Ernesto, persona de la casa. Después advertí que la guardia militar se montaba a las cinco de la tarde y se despedía a las seis de la mañana. El doctor Núñez no tenía el temor ni la superstición de los atentados personales. El oficial de órdenes estaba allí de día para impedir que subieran al piso alto personas que no habían sido citadas previamente, o importunas. Subí la escalera y apenas oyó mis pasos en el salón, el doctor Núñez se asomó a la puerta de su cuarto escritorio, contiguo a aquel, y me hizo entrar. Frente a él y a la luz de un claro día pude observarlo atentamente. Era su estatura exactamente igual a la mía; ni un milímetro más ni uno menos. Blanco, tan blanco que se transparentaban sus venas azuladas, de ese azul de las razas finas. Sus cabellos abundantes, de color castaño, que contrastaban con el de escasas canas. Barba y bigotes espesos. Los ojos azules, con un brillo metálico de acero, se clavaban en su interlocutor como escudriñando su pensamiento y sus intenciones. Era inútil mentirle, lo descubría en las miradas del que pretendía engañarle. Frente amplísima y tersa, no surcada aún por las arrugas. Grandes orejas, grande la boca. Viéndolo de cerca y a la luz solar lo encontré menos magro, menos pálido que al resplandor de la luz artificial. La flacura suya habíase concentrado en las manos, unas manos largas y huesosas, mas no tan feas como las encontraba el camafeo del Alacrán Posada. Nariz también larga y aguileña. La voz ligeramente nasal. Vestía habitualmente de blanco y usaba zapatos muy bajos con un lazo sobre el empeine. Cuando se paseaba dentro de la casa mantenía las dos manos en los bolsillos de la americana. Antes de escribirme la carta para el rector de la Universidad de Bolívar, me permití observarle respetuosamente y con cierta timidez que, si bien encontraba fácil estudiar en ese instituto el Derecho Civil y el Comercial y todos los códigos, encontraba muy difícil, en cambio, que pudiera obtener allí el grado de Doctor en Ciencias Políticas y Jurisprudencia, porque los textos de Economía Política, Derecho Constitucional y en general la orientación filosófica y política, tomando la política en su acepción elevada, no eran los mismos en la Universidad de Bolívar que en la Republicana. Al escucharme con atención sonrióse irónicamente y cortó mis reflexiones, más o menos, con estas palabras: «No te preocupe eso; yo arreglaré todo y te graduarán en la Universidad de Bolívar». Declaro sin ambages ni rodeos que yo soy un «doctor» fabricado por Rafael Núñez. Lástima grande que su poder, su noble generosidad, no alcanzaran a hacer de mí un docto.
+Como no viera en la casa a doña Sola, le pregunté por ella. «Está en sus ocupaciones», me contestó; «ahora estará en el jardín o en el barrio, visitando a los parientes que viven cerca de la casa, o a sus pobres si están enfermos, porque es una hermana de la caridad vestida con el traje del mundo. Pronto estará aquí y la verás en su escritorio ocupada en el despacho de sus negocios personales. Tiene una cigarrería en Cartagena y ella dice que le deja buenas utilidades. Yo no lo creo y me comprometería a comérmelas en estricnina. Si eres fumador pronto te abrirá cuenta». Toda esta charla salpicada con la muletilla sabe. Cuando Núñez hablaba de doña Sola iluminábase su fisonomía y exhibía los tesoros de amor y de ternura que para ella guardaba un corazón desencantado del mundo y de los hombres. Me previno que para estar en gracia con doña Sola era necesario asistir todos los domingos a misa en la Ermita de las Mercedes. Yo, lo confieso, había dejado de cumplir con este deber religioso en Bogotá. Se acercaba el domingo y no olvidé el consejo de Núñez. Y no porque resolviera convertirme en cortesano, sino porque creí un deber de buena educación no causar contrariedad ni disgusto a quienes me habían acogido con tan espontáneo y desinteresado afecto.
+—Doctor, ¿usted no tiene que escribir? —le dije a Núñez—. Pues yo puedo dar un paseo mientras tanto en el jardín.
+—Absolutamente —fue su respuesta—. El dengue me ha dejado molido, por eso lo llamaban en mis tiempos el trapiche, ¿sabe? Estoy descansando y además leo muy poco. Mi correspondencia es muy escasa; les escribo a pocos amigos, sabe, y muy lacónico soy en mis cartas. Sola abre la correspondencia que recibo, la lee y selecciona la que tiene algún interés, pero, Deo volente, pronto estaré con fuerzas y ánimo para volver a mi ocupación favorita que es, como lo sabrás, la de escribir los editoriales de El Porvenir.
+—Y mientras usted está imposibilitado, ¿quién lo reemplaza en El Porvenir?
+—Es que yo escribo todos los días menos los domingos y tengo siempre una reserva de artículos que pueden publicarse en cualquier momento, sobre temas literarios, sobre política extranjera y sobre cuestiones sociales y filosóficas, sabe, pero ahora está escribiendo los editoriales políticos de actualidad Joaquín Vélez. (Se refería Núñez al general Joaquín F. Vélez, ministro de Colombia ante la Santa Sede, que estaba en Cartagena en uso de corta licencia).
+Regresó doña Sola de su excursión matinal y nos fuimos ella y yo a pasear su propiedad, porque El Cabrero, es decir, la quinta y su parque —este sí verdadero parque por su extensión— eran de su exclusiva propiedad. La había adquirido cuando estaba soltera. Los jardines, muy bien cultivados, con un rosal hermosísimo, rodeaban la quinta. El resto del terreno, sembrado de árboles frutales y especialmente de cocos. Diseminadas pequeñas casas de madera dentro del parque: la del cochero, la del jardinero y los servicios sanitarios para la planta baja, a más de la cochera y la cuadra. Inmediatamente después, la propietaria me paseó por la planta baja y la alta de la quinta. En la planta baja había tres habitaciones: la que servía de sala y dormitorio del oficial de órdenes, la destinada a Eduardo Román hijo y una tercera para huéspedes. En el ala opuesta, la cocina, los cuartos de criadas con sus servicios sanitarios. El piso alto estaba distribuido así y miraba hacia el pequeño parque Apolo y la Ermita; en el centro una antesala, un salón de recibo, a la derecha el gabinete escritorio del doctor Núñez y a la izquierda su cuarto dormitorio. El ala izquierda distribuida así: cuarto de baño, cuarto dormitorio de doña Sola, cuarto de la señorita Teresa Polanco, tía materna de la propietaria, que había permanecido célibe y ya bastante entrada en años, y una gran despensa. De la antesala arrancaba un pasadizo techado y al final de este un comedor octagonal con ventanas que daban al mar. A ellas solía asomarse Núñez para contemplar el imponente espectáculo del mar enfurecido, del golpe de sus olas sobre las obras de defensa. El del mar tranquilo no parecía atraerle. Todas las dependencias de la quinta muy limpias, muy ordenadas, pero no había en ellas exhibición de lujo. El moblaje de tierra caliente, que no es costoso, en el salón cuatro espejos de proporcionado cuerpo, un piano de cola, retratos al óleo de los dueños de la casa, sobre dos columnas un busto en yeso de Núñez, de exacto parecido y otro de doña Sola, que debió ser tomado cuando era más joven; pequeñas fotografías de miembros de la familia, entre las que recuerdo una de Aura María Román en todo el esplendor de su juventud y de su belleza, en traje de corte. En el estrado, como se decía entonces en la Costa, cómodas mecedoras que daban asiento a diez visitantes. En torno de las paredes, sillas, y en el centro del cielo raso una hermosa araña de cristal. Me sorprendió no encontrar en esa visita que pudiéramos decir de inspección ni estantes con libros, ni archivadores de cartas, ni nada que demostrara que allí se trabajara en negocios de administración pública.
+Apenas alcancé a ver en el escritorio de Núñez tres libros y tuve la indiscreción de ojearlos: Imitación de Cristo, de Kempis; Vida de Jesús, de Renan; Azul, de Rubén Darío, con una dedicatoria del autor.
+Después supe por boca del mismo Núñez que él se había desprendido de todos sus libros, obsequiando unos a Enrique L. Román, y los más a Darío A. Enríquez, sujeto muy cultivado que tenía la bondad de traducir del francés, del inglés y del italiano para El Porvenir. Núñez podía darse el capricho de no almacenar libros, pues el que leía anotaba, se le quedaba grabado, con fidelidad prodigiosa, en su memoria. Yo le oí muchas veces llamar por teléfono a Darío Enríquez: «En el libro tal de tal autor y en tal página hay un párrafo marcado con lápiz azul, cópielo, que yo mandaré por la cita». Generalmente iba yo a pedirle a Darío la copia y quedaba maravillado de aquella exhibición de memoria sin pose ni pretensiones. En cierta ocasión, Darío Enríquez me dijo: «Esto es prodigioso, la obra de la que me pide una cita el doctor Núñez tiene tres tomos y véalo usted con sus propios ojos; me ordenó buscar el tomo segundo, página tal, y aquí la tiene».
+El que no hubiere en El Cabrero ni colección de diarios oficiales, ni tomos de leyes, ni códigos, ni siquiera un ejemplar de la Constitución me demostraba que no era una farsa, un truco que el presidente titular de la República no interviniera en ninguna forma en los negocios públicos, que estaba separado totalmente del Gobierno, que no era cierto que nada se hiciera en Bogotá sin su conocimiento. Que tanto el doctor Holguín como el señor Caro habían gobernado con su cabeza, con iniciativas propias, aun cuando, naturalmente en casos graves el primero, Holguín, solicitara espontáneamente la opinión del presidente titular. Como el hombre de la calle venía a tener noticia de los nombramientos de ministros y altos funcionarios públicos cuando se le comunicaban telegráficamente por deferente atención. Tan sólo se le pedían candidatos para llenar las vacantes que iban produciéndose en los más importantes empleos civiles y militares de la costa Atlántica. Así lo hizo invariablemente el presidente Holguín.
+El almuerzo del día siguiente al de mi llegada a Cartagena a que me invitó doña Sola fue servido un poco después de las once. Y precisamente en este momento puedo fijar con exactitud la fecha de mi llegada a la Ciudad Heroica. Revisando una colección del Diario Oficial encuentro el siguiente telegrama: «Honda, 23 de septiembre de 1893. Señor ministro de Gobierno. Hoy a las diez y media salió de Yeguas el vapor México, conduciendo 70 toneladas y pasajeros: Guillermo A. Barney, Clodomiro Lara, Montes Cuan, V. Isaza, Augusto Hernández, Estanislao Jiménez, José A. Egea, Castro Rada, R. A. Niebles, Julio Palacio. El Inspector, Gregorio Rodríguez B.». (Diario Oficial del lunes 2 de octubre de 1893). Yo llegué a Cartagena el 28 de septiembre de 1893. A la mesa nos sentamos: doña Sola, la señorita Teresa Polanco, Eduardo Román hijo, Lorenzo Solís, el oficial de órdenes y yo. Desde el momento en que nos conocimos y tratamos, Eduardo Román hijo simpatizó conmigo y yo con él, y fuimos más que amigos, camaradas. Éramos coetáneos. A mis oídos llegó el rumor de que Eduardito, así se le llamaba en El Cabrero, adolecía de una enfermedad incurable y que moriría joven. Razón de más para consagrarle cariño y afectuosas atenciones. Y no salió fallido el triste vaticinio; Eduardito, como los elegidos de los dioses, no pasó de la vida en flor. Era el sobrino predilecto de doña Sola, su enfant gâté. Procuraba rodearlo de mimos y maternales cuidados. Creo que la camaradería que se estableció entre él y yo fue la causa determinante de que doña Sola me pidiera reiteradamente instalarme de un todo en El Cabrero.
+También conocí aquella mañana al hijo que en su primera mujer tuvo el doctor Núñez, a Rafael Núñez Gallego. De notable parecido físico con su progenitor, pero más alto y de más carnes, era un retardado mental de cuya inteligencia saltaban sin embargo algunas chispas. Iba cotidianamente a visitar a su padre. Cuando no lo hacía era señal de que estaba enfermo y entonces el doctor Núñez se inquietaba y ordenaba a Lorenzo Solís que fuera a verlo y le preguntara si necesitaba de asistencia de un médico o cualquiera otra cosa. En el fondo de su alma, Núñez tenía para su infortunado hijo amor mezclado de piedad. Estaba pendiente de que no le faltara nada y Rafaelito vivía en la casa de un miembro de su familia paterna, Federico Núñez, que era, por cierto, profesor de la Universidad de Bolívar. Por lo menos en apariencia, las relaciones hasta la muerte del doctor Núñez eran cordiales entre Rafaelito y su madrastra. En esta alentaba un corazón tan noble que se preocupaba tanto como el padre por la suerte y el bienestar de Rafaelito, hombre hecho y derecho por la edad, un niño por el intelecto y sus conocimientos. Pero, cosa extraña, inverosímil, y que sí entristecía y casi indignaba al doctor Núñez: Rafaelito había resultado usurero. Se había dedicado a dar en préstamo dinero a las revendedoras del mercado, a real en peso por semana, y él iba en persona todos los sábados a cobrar sus réditos. No valieron regaños ni la amonestación de que si seguía haciendo negocio tan feo se le disminuiría la mesada abundante que recibía con puntualidad todos los meses de manos de quien tenía el derecho y la autoridad para regañarlo y amonestarlo. Interrumpía el negocio si el regaño había sido muy fuerte, pero pronto volvía a las andadas. Y ya cansado de la brega, el doctor Núñez concluyó por resignarse y nos decía melancólicamente: «Dios tendrá que perdonarlo porque no sabe lo que hace».
+Lorenzo Solís había sido un fiel amigo, un servidor constante y adicto de la señora madre del doctor Núñez. De humilde clase social, casi de color, pues era un negro —café con leche—, era como un miembro de familia en la casa de doña Dolores Moledo de Núñez y fue a manera de brazo derecho de la venerable y severa matrona. En las ausencias de sus hijos Rafael y Ricardo, Solís los reemplazaba con una delicadeza y un desinterés que el doctor Núñez no se cansaba de elogiar. En vida de doña Dolores ella le había exigido que la acompañara siempre a almorzar, y cuando murió el doctor Núñez, en muestra de gratitud incancelable, le exigió a Solís que nunca dejara de ir a almorzar en El Cabrero. Pocos años menor que el presidente titular de Colombia, pero habiéndose formado y crecido bajo su protectora sombra, lo trataba con respeto, mas con cierta confianza y desenfado, con franqueza y a veces brusca. Se permitía hacerle observaciones al doctor Núñez, no, ocioso decirlo, sobre política y negocios públicos, sino sobre la vida doméstica, la salud, lo que podía hacerle daño, etcétera.
+Refiero todos estos detalles e incidentes que el futuro historiador podrá tenerlos en cuenta para apreciar cómo era de sencilla, de tranquila, añadiría, sin incurrir en hipérbole, de patriarcal, la vida del hombre a quien sus adversarios políticos pintaban, muchos de ellos sin haberlo visto siquiera, como ogro feroz, empedernido, huraño, retraído y rumiando odios y rencores.
+Desde seis años atrás, el doctor Núñez no se sentaba a la mesa. Tomaba los alimentos en su cuarto escritorio. Mientras picaba, comía muy poco, hacíale la conversación una persona de la casa. El turno del almuerzo le tocaba fijamente a Solís, quien desempeñaba un modesto empleo en la aduana y le informaba de los trasatlánticos que entraban y salían del puerto, de la carga de importación recibida y reconocida, de la exportación en tránsito y también le contaba los chismes y enredos de la heroica villa. Mi turno era el de la comida, que tomaba Núñez a las cinco de la tarde, y comía, si comida podía llamarse, un plato de sopa, una taza de té y galletas de dulce. Cometí la indiscreción de preguntarle por qué comía solo y me contestó sardónicamente: «Es que como muy feo». La verdadera causa era su dieta especial. Después de comer y de almorzar se dirigía al comedor; daba vueltas en derredor de la mesa, bromeaba con los comensales y ofrecía a los hombres cigarros habanos. Abría una de las ventanas y contemplaba el mar…
+Pasaban los días, las mañanas y las tardes, vivía ya bajo el mismo techo con Núñez, dejó de llamarme el joven radical y admirábame de su delicadeza, de su tolerancia, de su decoro espiritual. Ni la más ligera alusión a mis ideas políticas, ni la más indirecta invitación a que las abandonara o modificara, ni asomo de tentación. Hablábamos de todo, de literatura, de filosofía, de sus viajes, de su larga residencia en Europa, hasta de sus aventuras amorosas. Me exponía sus conceptos sobre hombres y sucesos, pero más sobre hombres y sucesos de la política europea que de la colombiana. Y puedo declarar, la mano sobre el corazón e invocando a Dios como testigo, que nunca le oí palabra, frase o expresión que no estuviera ajustada a los preceptos que rigen las relaciones entre hombres civilizados y cristianos. No hablaba como los santos, ni había llevado vida de santo, pero estaba curado, radicalmente curado de las vanidades del mundo. Aborrecía a los dogmáticos y detestaba de los dogmatismos. De ello que prefiriera al emitir sus opiniones decir: «Esto es probablemente así, esto es acaso así», y nunca usar de formas categóricas e impositivas.
+Restablecida su salud, reanudó Núñez su labor de editorialista de El Porvenir. Tengo para mí que los mejores, más sazonados y más intensos artículos de Núñez fueron escritos en 1893 y 1894. La antorcha alumbra más cuando va a apagarse. Cuando leo y releo a Núñez, más me cautivan su estilo y sus maneras, que parecen inspirados en aquel hondo y certero juicio del crítico francés monsieur Caro: «Hay una afinidad natural entre las opiniones extremas en política y los espíritus exagerados. Una inteligencia dominada por las palabrotas y las frases retumbantes no acertará a emplearlas sino como natural expresión de ideas exorbitantes. El jacobinismo era la política del énfasis, el buen gusto en todo terreno consiste en el sentimiento de la justa medida, y un escritor que en su estilo y en su modo de pensar carece de este sentimiento, tampoco podrá tenerlo en la vida pública. Todas las exageraciones se dan la mano, y la violencia de una teoría es indicio seguro de un modo de pensar desordenado cuando no lo es de malas pasiones». De ahí provino que Núñez esquivara polémicas de prensa con los escritores que pinta con mano maestra monsieur Caro. No contestaba panfletos, ni invectivas, ni miserables calumnias. Siguiendo el aforismo del duque de Osuna, él se batía sólo con sus pares y no rehuía la polémica con Santiago y Felipe Pérez, con Felipe Zapata, con Salvador Camacho Roldán, con Miguel Samper. Más bien placíase en ella y hasta la provocaba. Un conservador velista de Magangué publicó hoja volante virulenta e irrespetuosa contra Núñez, y ordenó reimprimirla en El Porvenir con este breve inciso comentario: «¿Quién es Julián Pianeta?».
+Muy recientes estaban las visitas de Rubén Darío y José Asunción Silva a El Cabrero. Al comentarlas me hizo Núñez una brillante exposición de las que pudieran llamarse sus ideas estéticas y sobre el futuro de la poesía en el mundo y en Colombia, particularmente. Coincidían en mucho con las de Pérez Triana, pero eran más profundas, más penetrantes. Según Núñez, casi todos nuestros poetas, a partir de 1845, habían bebido su inspiración en la desbordada fuente de Zorrilla —fuente española—; en los románticos franceses Victor Hugo, Lamartine y De Vigny —fuentes francesas—; en Lord Byron —fuente inglesa—; en Leopardi y Manzoni —fuentes italianas—. La influencia clásica era menos honda que la romántica, y los viejos moldes del verso comenzaban a romperse en todo el mundo y se romperían pronto ineluctablemente en estas tierras indohispánicas y en Colombia, semillero de poetas y de soldados. Núñez había encontrado en Silva el afortunado precursor de la nueva poesía y en Rubén Darío el más audaz revolucionario de la gaya ciencia.
+CONFIDENCIAS DE NÚÑEZ — COMPLICACIONES DOMÉSTICAS DE RUBÉN DARÍO — EL PADRE DE LA REGENERACIÓN Y JOSÉ ASUNCIÓN SILVA — EL DESCUBRIMIENTO DEL GRAN POETA BOGOTANO — VIDA DE JESÚS, DE RENAN — UNA ANÉCDOTA DE LEÓN XIII — RIVALIDADES ENTRE CARTAGENA Y BARRANQUILLA — LA SOLUCIÓN DEL PROBLEMA — ELOGIO DE CISNEROS — UNA CONFERENCIA MEMORABLE CON JULIO E. PÉREZ — DON MIGUEL SAMPER Y EL PAPEL MONEDA — EL INCIDENTE DE LA COCAÍNA — TERRIBLE TEMPESTAD.
+AL HABLARME DE RUBÉN Darío, me contó el doctor Núñez que pocos días antes había recibido una carta de Nicaragua firmada por mujer que se decía esposa del poeta, quejumbrosa y llorona. Se decía abandonada por su marido y sin la asistencia pecuniaria de este. La carta terminaba suplicando que el doctor Núñez interpusiera sus influencias ante Darío para que le enviara recursos. «¡Qué me voy yo a meter en eso!», exclamó Núñez. «Si eso es cierto», añadió, «se trata de la eterna tragedia de casi todos los poetas. El amor presente, el que han logrado, les hastía y siempre andan en busca de nuevos deseos».
+Sin que él (Núñez) me lo dijese, he venido a saber con el tiempo que él vio en las primicias de Silva, antes que ningún otro, la revelación del poeta genial y de maneras nuevas. Hame referido mi excelente amigo Daniel Arias Argáez que hacia 1884 su hermana María de Jesús Arias Argáez, después señora de Pasos, que fue por cierto una de las muchachas más encantadoras, espirituales y mimadas de la alta sociedad bogotana, tuvo un álbum para el que solicitó la colaboración de los más notables poetas de aquella época y de los que no eran conocidos todavía; de sus amigos íntimos. Con este carácter y sin pretensiones de vate escribió Silva en el álbum de la señorita Arias Argáez unos versos a los que puso por título «Triste». Poco después, la gentil coleccionadora envió el álbum al presidente Núñez, quien prestó gustosamente su colaboración, pero con tan mala suerte en la caligrafía que sobre la página por él usada cayó una gota de tinta. Núñez, que era un hombre galante y bien educado, devolvió el álbum a la señorita Arias Argáez con carta pidiéndole rendidas excusas por el involuntario borrón y concluía rogándole que presentara felicitaciones en su nombre al autor de los bellos versos «Triste». El álbum, como todos los más caros recuerdos materiales de su inolvidable hermano, lo conserva cuidadosamente Daniel Arias Argáez.
+Mis dieciocho años me permitían ser indiscreto. No había leído en 1893 la Vida de Jesús, de Renan, pero sí sabía que era obra condenada por la Iglesia y que figuraba en el Index. Me intrigaba que el doctor Núñez, que ya vislumbraba el rayo de Damasco, tuviera la Vida de Jesús como libro de cabecera junto con la Imitación de Cristo. Y tuve la audacia de preguntarle la causa de tan paradójica predilección. Si mal no recuerdo, Renan había muerto en 1891 y el gran papa León XIII, al enterarse de la noticia, preguntó a uno de sus prelados: «¿Antes de morir no se reconcilió con la Iglesia?». El interpelado contestó que no. León XIII comentó melancólicamente: «Quiere ello decir que sus blasfemias y sacrilegios (los de Renan) eran sinceros». Esta anécdota me la refirió el doctor Núñez. La había leído en la prensa seria de Europa, no en la prensa amarilla. «Yo», hablaba Núñez, «admiro en Renan al estilista y en sus blasfemias y sacrilegios se alcanza a entrever que fue educado en un seminario. Por eso deben ser más peligrosas las suyas que esas otras blasfemias torpes y vulgares de ateos y materialistas. Hay en ellas perfume de incienso. Es un apóstata que se comprende que sufre siéndolo. Tal vez la Iglesia, acá para los dos, fue demasiado severa con la Vida de Jesús. Porque Renan pretende destruir la divinidad de Jesús, pero la figura del hijo de Dios nos la pinta él tan idealizada, tan pura, tan hermosa que por fuerza hubo de concluir su obra afirmando, y no categóricamente, que si Jesús no fue Dios, merecía serlo. A un espíritu independiente, desprevenido y sin prejuicios, lejos de alejarlo en la creencia de la divinidad de Jesús, lo aproxima, y casi que convence. Tiene párrafos hermosísimos». Y tomando la Vida de Jesús entre sus manos, me leyó los que más le cautivaban.
+«Este ejemplar», continuó, «de la Imitación de Cristo, que es, como lo ves, una edición de arte y de lujo, lo compré en Rouen antes de embarcarme para Colombia, después de mi larga residencia en Europa. Lo he leído y lo releo muchísimas veces. Este libro único, incomparable, enseña al hombre que es un dulce consuelo el de creer y esperar. Es, además, el único lenitivo de todas las injusticias, de todas las maldades, de todas las ingratitudes, de todas las persecuciones de que somos víctimas en esta tierra. Nos enseña a ser humildes, nos aprende a considerarnos lo que somos efectivamente: átomos imperceptibles, despreciables, en el reino de la creación. Yo he logrado dominar mis pasiones en este admirable evangelio. Me ha servido de refugio de paz en la lucha política y en los tormentos del Gobierno».
+Siempre he deplorado que la inexperiencia de los dieciocho años, y de otra parte mi imposibilidad material de hacerlo, me hubiera impedido llevar diariamente una minuta de las conversaciones que tuve con el doctor Núñez. Mas todas las tengo grabadas en la memoria. Naturalmente puedo, y sería pueril vanidad afirmar lo contrario, dar a la substancia, y la esencia de sus ideas, una expresión más o menos acomodada a mi imperfecto estilo y asistiéndome la convicción de que hay un más allá y de que en ese más allá nos encontraremos a su hora con los muertos bien amados, estoy tranquilo y seguro de que cuando vuelva a encontrarme con Núñez no me reprochará haber falseado sus ideas, desfigurado sus pensamientos y forjado leyendas y consejas valiéndome del privilegio de su confianza y espontaneidad.
+Permítaseme ahora rendir nuevo tributo de admiración, de gratitud y de cariño a doña Soledad Román de Núñez, a la mujer que por sus virtudes, sus talentos y sobre todo su carácter, en medio superior al nuestro y en cualquier momento de la historia, habría sobresalido del nivel común y ocupado el puesto prominente que ocupó en Colombia desde 1877 hasta 1894. ¿Cuál era la vida íntima de doña Soledad en El Cabrero, de compañera del presidente titular de la República? Una vida sencilla, modesta, consagrada al bien de sus semejantes, a la caridad, a las prácticas religiosas, sin hipócritas mojigaterías, y al solícito, casi maternal cuidado del hombre a quien entregó su mano, su corazón y su nombre con abnegación y altruismo de que no hay acaso comparable ejemplo en las vidas de los amantes célebres.
+Intentaré el bosquejo físico de doña Soledad en 1893, comparándolo después con el que pude hacer de ella en los tres últimos años de su luenga existencia. Cuando conocí a Núñez en 1893, este había cumplido los sesenta y ocho años de edad y no podría precisarlo con exactitud, pero supongo que doña Soledad andaría por los cincuenta y seis. Debió ser en su primera juventud no una linda mujer, ni una Venus Citerea, pero sí muy graciosa y atractiva. Ya en el dorado otoño de la vida no había nada en ella de feo ni de inelegante. Aun cuando en aquella época las mujeres no se preocupaban por «conservar la línea», de enflaquecer, doña Soledad no tenía propensión a la obesidad. Tampoco era extremadamente enjuta. Estatura mediana. Su rostro no tenía la blancura del de Núñez; el sol de los trópicos habíalo ligeramente bronceado. Después de sus largas caminatas por el barrio de El Cabrero, sus mejillas adquirían un suave tinte rojizo. Sus negros cabellos comenzaban a encanecer. Las orejas perfectas y desde la frente hasta la boca había en su cara ese gesto que distingue a las personas de carácter altivo y recia voluntad; gesto de dominio que inspira respeto. Sus manos carnosas pero pequeñas semejaban formadas para manejar ágilmente las riendas y sofrenar los ímpetus de un brioso corcel. Su tocado era siempre muy discreto y terminaba con una larga trenza en círculo sobre la parte más alta de su cabeza. Cuando picaba el sol y salía a recorrer el parque y el jardín, se la cubría con un sombrero de anchas alas de paja muy fina, sin cintas ni adornos. Los pies denunciaban su ascendencia andaluza, casi diminutos. Voz gratísima en las conversaciones, de mando en las faenas diarias y cuando se enojaba. No la vi usar jamás joyas, a excepción del anillo matrimonial, y sin embargo las poseía muy apreciables y valiosas. Entre sus trajes diarios y los de las mujeres de más humilde condición no se advertía otra diferencia que la de la calidad de la tela, de algodón los de aquellas y de hilo los de la linajuda dama. No tenía la preocupación de la moda y su aspecto general era el de una burguesa acomodada que se ocupa exclusivamente de su casa y de su hacienda. Al entrar en la intimidad de su vida, al conocer su historia, que ella refería sin ínfulas de mujer célebre, era cuando el interlocutor apreciaba junto con las bondades y ternura de su corazón el temple de su carácter, su indomable voluntad. No era una bas-bleu, mas había leído mucho y con provecho y estaba acostumbrada a oír los comentarios que hacía su marido de los últimos libros y de las nuevas corrientes del pensamiento filosófico y literario. Ya en 1893 leía muy poco, sólo la prensa nacional y sus tomitos de oraciones. No era tampoco una «política» impertinente. De política hablaba estrictamente lo necesario y procurando siempre que sus opiniones no comprometieran al doctor Núñez. La mirada de sus ojos verdes era inquisitiva. Observaba atenta y prolijamente a su interlocutor cuando le interesaba la conversación, y decía después: «Fulano es un hombre franco, sincero; es amigo de Rafael», o «Este es un hombre falaz, hipócrita, no es amigo de Rafael». De la política se ocupaba sólo cuando llegaba el correo de Bogotá y leía y clasificaba las cartas dirigidas al presidente titular, y era insuperable clasificadora. Bajo su absoluta responsabilidad rompía las cartas que según ella iban a causarle enojos y mortificaciones inútiles al doctor Núñez, y mantenía en suspenso otras que no debía leer en horas en que pudiera hacerle daño a su salud. Y este no solicitaba jamás la correspondencia recibida. Sabía que llegaría a sus manos en el momento oportuno y conveniente. Lo mismo ocurría con la correspondencia telegráfica. Los telegramas permanecían cerrados mientras doña Soledad estaba fuera de la casa. Tan sólo una vez, puedo precisar la fecha más adelante, el doctor Núñez, curioso e impaciente, abrió en ausencia de su mujer las cartas que había recibido de Bogotá, pero no todas, sino las que contenían cubiertas con la dirección de caligrafía conocida. Todo el resto de la semana, fuera de los días de correo, se consagraba doña Soledad a sus negocios particulares. Tenía en El Cabrero unas pocas y pequeñas casas arrendadas de cuya conservación y buen estado se preocupaba minuciosamente; ayudaba a las personas amigas que estaban construyendo en El Cabrero y visitaba con puntualidad de médico pagado a sus pobres enfermos y les llevaba los remedios que requerían sus dolencias. Era gracioso ver cómo cuando en alguno de estos surgía una complicación, tomaba de la mano al doctor Núñez para conducirlo a la choza del enfermo como médico de consulta. Si el caso era grave y no se comprometía a atenderlo Núñez, él llamaba por teléfono al doctor Lascario Barbosa. Tampoco le oí nunca a doña Sola que recomendara al doctor Núñez algún candidato para empleo público de importancia o buen sueldo. Recomendaba sólo a los necesitados de puestos muy modestos y de escaso sueldo. Pero sí daba su opinión franca y categórica al presidente titular cuando este le consultaba si creía bueno para tal o cual empleo a fulano o a zutano. Las influencias que doña Soledad ejercía sobre Núñez eran para cosas más altas y trascendentales y sabía ejercerlas con maravillosa discreción y muy fino tacto. De ahí que la mujer superior no se hubiera resuelto a afrontar una tremenda crisis social y religiosa, sino exclusivamente por un amor que tenía mucho de fraternal, de amistad, de admiración y en el anhelo de ver realizados ideales que le eran carísimos desde su juventud. Doña Soledad conspiró con osadía para liberar a don Mariano Ospina de su prisión del castillo de Bocachica y en la nefanda noche del 8 de diciembre de 1876 demostró valor personal de heroína.
+Un buen día, el doctor Núñez me habló extensamente de las rivalidades, entonces muy enconadas, entre Cartagena y Barranquilla. Lo que me dijo, de intento no lo conté en el pequeño opúsculo que escribí y publiqué en 1923 (Núñez, memorias y recuerdos, editado por J. V. Mogollón y Cía.), porque no lo creí acertado en los momentos en que mi tierra nativa luchaba denodadamente por ver realizado su ardiente anhelo de la apertura de las Bocas de Ceniza y de convertir a Barranquilla en terminal marítimo y fluvial. Hoy el anhelo está realizado y las opiniones retrospectivas nada pueden ante el hecho cumplido. Me parece estar oyendo a Núñez:
+«En tu tierra creen que yo me valgo de mi posición para hacerle daño, que yo no quiero a Barranquilla, que estoy listo y pronto para oponerle obstáculos a su desarrollo y progreso. Sería indigno e impropio de un hombre como yo tenerle odio, antipatía o animadversión a una región determinada del país, sea cual fuere ella. Tampoco es admisible que se pretenda que yo no ame a la tierra en donde vi la luz del mundo, la cuna de mis padres y de mis abuelos y en donde confío que reposarán mis mortales despojos. Es un torpe prejuicio de los pueblos incipientes y todavía desorganizados creer que una nación no puede progresar armónica y conjuntamente, que el adelanto de una sección tiene que reflejarse necesariamente en perjuicio de otra. Si yo fuera enemigo de Barranquilla, me habría opuesto a que la nación vendiera el ferrocarril a Cisneros; me habría opuesto a la celebración del contrato de prolongación de la línea hasta un puerto menos incómodo y seguro que Salgar; me habría opuesto a la construcción del muelle de Puerto Colombia. Y cuenta tú que tenía medios para hacerlo. Lejos de eso, ayudé en cuanto estuvo a mi alcance y de ello puede darte testimonio tu propio padre, que era senador en 1884, cuando se aprobó el contrato de venta del ferrocarril a Cisneros. Están ya a la vista los resultados; el ferrocarril prolongado hasta Puerto Colombia e inaugurado y en servicio el muelle. Hace poco se empeñaron Mainero Trucco y Cisneros en una necia discusión, en la que no intervino El Porvenir: Cisneros cometió la tontería de sostener que la bahía de Cartagena no prestaba seguridades al acceso de los buques de gran calado, lo que él no podrá demostrar nunca, porque contra la realidad no hay argumento, y Mainero sostuvo a su turno que la rada de Puerto Colombia es insegura y que el muelle construido “es una jaula”. La polémica degeneró en disputa personal bastante agria. Yo lamentaba que Cisneros, de quien he tenido siempre un alto concepto, a quien vengo defendiendo infatigablemente en el Gobierno y en la prensa y considero un empresario honrado, de grandes energías y capacidades, incurriera en tamaña tontería, cayendo en la red que le tendía Mainero con el propósito de enemistarlo conmigo. En Barranquilla hostilizan ahora el ferrocarril de aquí a Calamar, que es un hecho, pues el año entrante será inaugurado. El sol debe alumbrar a todos. El tráfico se dividirá entre los dos puertos, proporcionalmente a las facilidades y modicidad de tarifas que le presten al comercio del interior. Sobre la apertura de las Bocas de Ceniza, que considero una utopía por hoy, expresé un juicio franco en La Nación, de Bogotá, en artículo que publiqué y que puedes leer en La Reforma Política. Continúo creyendo que es un peligro para la soberanía del país remover la barrera natural que impide la fácil entrada de los buques de alto bordo en el río Magdalena. La solución de estas mortificantes rivalidades estaría en el proyecto que me propuso el ingeniero Sossa después de un ligero estudio del problema. Tiene él un concepto original que merecería estudiarse si lo permitieran los intereses en conflicto. Me escribió que la naturaleza estaba indicando la solución del problema, que ella haría de Cartagena el mejor puerto de la costa Atlántica y de Barranquilla el mejor puerto sobre el río Magdalena; que bastaría unir a las dos ciudades con un ferrocarril de corta extensión sobre un terreno plano, de poco costo, que sería factible a la nación construir con sus propios recursos. ¡Pero fuera uno a proponerle a cartageneros y barranquilleros tal cosa! Por igual se echaría encima la odiosidad de las dos ciudades. Que todo continúe como va hasta hoy. Está escrito que el sentido común es el menos común de los sentidos. Que las dos ciudades progresen sin rivalidades de pueblos pequeños e incultos».
+Como remate de esta conversación, me hizo Núñez el más férvido y caluroso elogio de Cisneros, añadiéndome que recientemente un juez de Barranquilla lo había arraigado por el pago de una deuda que él tenía con la Casa Muñoz & Espriella de Nueva York. «Yo censuré públicamente el procedimiento y hasta con cierta vehemencia en suelto editorial de El Porvenir, en atención a las condiciones morales de Cisneros y a los servicios que le debe el país. A más de ello, el procedimiento legal parece que no era del todo correcto. Finalmente, se le permitió seguir viaje. La usura es implacable. Yo lamento muchísimo», concluyó, «que vayan a fracasar los contratos de los ferrocarriles de Antioquia y Santander. La paz no quedará asegurada sino con ferrocarriles, con el trabajo, con las grandes empresas que dan empleo, ocupación y ganancias a los hombres que sin esas halagadoras perspectivas se dedican a la política y de la política pasan a pensar en revoluciones y guerras. ¿Tú sabes cómo llamaba yo a Cisneros cuando comenzó a desarrollar sus planes en Colombia? Lo llamaba el Pacificador, porque era llegar él y calmarse la agitación política. Les daba oficio a abogados, a ingenieros. Lo que atrofia y empobrece al país es el leguleyismo revolucionario. Al pobre hombre Otálora le intentaron acusación en las cámaras por haber comprado un coche y una pareja de caballos; aquí a Disraeli, que compró la mayoría de las acciones del canal de Suez, lo habrían condenado a presidio, y lo que hubiera sido aún peor, a perpetua difamación y deshonra».
+No haría dos semanas que convivía con Núñez cuando una mañana me mandó llamar con el comandante Londoño a su escritorio.
+—Llegó anoche —me dijo— Julio Pérez, a quien tú me has dicho que conociste en Bogotá. Vive en casa de la familia González Carazo, en la plaza de los Mártires. Inmediatamente después de que desayunes ve a saludarlo en mi nombre y dile que lo espero esta tarde aquí a las tres. Malicio que ha venido expresamente a hablar conmigo.
+Cumplí el grato encargo. Julio E. Pérez había llegado a Cartagena acompañado de su joven hijo Enrique, que casó, andando los años, con doña Mercedes Sierra. El antiguo secretario de Núñez agradeció de manera especial la forma íntima y amistosa del saludo que le enviaba el presidente titular, y me recomendó que le dijera que en punto de las tres estaría en El Cabrero.
+He referido ya en el opúsculo (Núñez, memorias y recuerdos) lo que yo pude saber de la memorable entrevista, muy larga, por cierto, que tuvieron el presidente titular y Julio E. Pérez. He referido cómo paseándome por uno de los corredores de la casa y fingiendo por momentos que tenía concentradas todas mis facultades en el estudio del Código Civil, miraba de soslayo los rostros de los dos interlocutores. Comprendí que hablaban de asuntos graves, especialmente en la fisonomía de Núñez. Cuando a él le interesaba lo que alguien estaba diciendo, abría la boca y cerraba los ojos. Serían las cinco de la tarde al despedirse Pérez de Núñez y entregarle unos papeles que este guardó en el bolsillo interior de su americana. Acompañó hasta el comienzo de la escalera a su visitante y se dirigió con paso rápido y visiblemente preocupado a un cuarto diminuto, contiguo a su escritorio, en el que guardaba Núñez drogas y remedios, a más de un frasco de agua de azahares del cual vertía casi un chorro sobre un vaso de agua azucarada que apuraba antes de su comida. Y ocurrió aquella tarde que por su preocupación, equivocó el frasco de agua de azahares con uno de cocaína. Al darse cuenta de su equivocación Núñez gritó: «¡Me he envenenado!». Al grito acudió doña Soledad y yo, y le preguntamos angustiosos con qué se había envenenado. Nos contó rápidamente lo que le había ocurrido y mientras doña Soledad me ordenaba que saliera a paso de huracán a buscar a su hermano Henrique o al doctor Lascario Barbosa, Núñez se acercó al escritorio, tomó la pluma de ganso con la que escribía habitualmente y se la introdujo en la boca. Al regresar yo con Henrique Román supimos que había trasbocado íntegramente el agua de azúcar y la cocaína. Encontramos a Núñez riendo del incidente y su comentario fue el siguiente: «Ya verán ustedes la leyenda que se va a formar en derredor de mi involuntaria equivocación». Fue así en efecto. En el término de la distancia llegaron a Cartagena periódicos de Nueva York con la noticia a grandes titulares «de que la situación política de Colombia era tan grave que el presidente Núñez había intentado envenenarse». El doctor Núñez reía y bromeaba; sin embargo, a mí se me antojaba que tenía alguna preocupación. Se despidió de Henrique Román, no hizo indicación alguna a no ser que el envenenado podía comer lo de costumbre. Le trajeron la sopa, la taza de té y las galletas. Doña Sola se dirigió al comedor y yo me quedé haciéndole compañía al doctor Núñez. Entre cucharada y cucharada de sopa me habló así: «Lo que me ha referido Julio Pérez, los papeles que me ha traído y que examinaré mañana temprano, me tienen realmente confundido y preocupado. Me ha expuesto la verdadera situación del Banco Nacional, me ha contado con todos sus detalles ciertas operaciones que en él se realizaron en el año de 1889 y me ha suministrado, garantizándome que es dato exacto y auténtico, a cuánto asciende hoy el monto de las emisiones de papel moneda. El dogma de los doce millones se ha ido a la porra. Cuando se sepa todo esto, porque nada hay oculto entre el sol y la tierra, Miguel Samper se va a bañar en agua de rosas».
+Repito que este memorable incidente fue referido ya por mí en el opúsculo ya citado, que publiqué en Barranquilla en 1923. Y sea la ocasión de manifestar que procuré hacer tal publicación cuando aún vivían doña Soledad y Henrique L. Román para que nadie tuviera el derecho de decir que yo mentía o inventaba consejas y leyendas. Mi relación era espejo fiel de la verdad. Ninguno de los dos testigos sobrevivientes del suceso pudo rectificarla y hoy me parece ya indicado comentarlo libremente.
+Presumo que los independientes quedaron profundamente resentidos por la manera como se condujo la investigación del Petit Panamá; presumo que estaban sedientos de desquite y deseaban «sacarse el clavo», demostrando que si algo había podrido en Dinamarca, era el momento de deslindar responsabilidades: el grupo acababa de fundar en Bogotá el periódico La República. Personalmente Julio E. Pérez no aparecía ni mencionado siquiera en el lío del Petit Panamá. Pero era él un leal y buen amigo de Felipe Angulo y Juan Manuel Dávila y le mortificaba que sus nombres se llevaran y trajeran con sugestiva malicia en la investigación oficial del affaire. Estaban además los independientes muy resentidos de Núñez y le reprochaban que mientras ellos eran comida de la fiera, permaneciera él mudo e impasible, desdeñoso, frío, ante la adversidad de quienes lo habían acompañado en las horas decisivas de su carrera pública. Alguien de entre ellos —los independientes— llegó hasta afirmar que el doctor Núñez no sólo miraba con frialdad lo que les estaba ocurriendo, sino también complacido. El cargo era temerario e injusto. No se conocía aún nada autorizado y de fuente oficial sobre la investigación del Petit Panamá y resultaba por lo menos prematuro e imprudente que el doctor Núñez metiera sus manos en el fuego para defender actuaciones que él ignoraba completamente. Y eso yo puedo asegurarlo. Pero ¿qué mucho si al mismo doctor Núñez se le metió después en danza en el informe del ministro de Justicia, trascribiendo las cartas en que Pérez Triana refería a Felipe Angulo que había sido recibido con cordialidad por el presidente titular?
+La noche del día en que se llevó a cabo la entrevista Núñez-Pérez cayó torrencial aguacero acompañado de violenta tempestad, tan violenta que en mi vida no he visto después ninguna que le sobrepase en intensidad y duración. Las fraguas del cielo arrojaron aquella noche sobre el antillano mar y las playas de Cartagena toda la potencialidad de su energía eléctrica. No concluía de apagarse el sordo rumor de un trueno, y la cárdena, ofuscadora luz de un relámpago, y otros truenos bramaban con aterradora majestad, haciendo temblar la quinta de El Cabrero e iluminando mi estancia. Cuando a la mañana siguiente salí a saludar al doctor Núñez y a pedirle los despachos que yo acostumbraba llevar a la oficina telegráfica me preguntó: «¿Qué tal te fue de tempestad? ¿No le tienes temor a los rayos? Para tu tranquilidad te informo, si no has tenido oportunidad de verlos, que aquí tenemos, a falta de uno, tres pararrayos. Más temibles que las tempestades cerca al mar son las tempestades políticas. Se nos está formando una tempestad que creo poder conjurar».
+En la tarde volvió Julio Pérez a conversar a solas con Núñez larga y animadamente, y así sucedió hasta el día de su regreso a Bogotá. Cuando se despidieron, en la fisonomía de Núñez se reflejaba la satisfacción. Salió al balcón, se inclinó para ver a Pérez tomar su coche y con la mano le dirigió el último adiós.
+«Julio Pérez», me dijo, «es un hombre muy inteligente, y lo que es más apreciable todavía, de muy recto sentido. Se va muy bien inspirado y tengo la certeza de que los independientes no harán nada que perturbe hondamente la situación política y mucho menos algo que pueda aparecer como innoble venganza o represalia. No he destruido todavía los documentos que me trajo, porque tengo que comparar los balances del Banco Nacional con los publicados oficialmente, pero la lista de deudores particulares del banco es algo curioso. Figura en ella el general X con quince mil pesos, sujeto a quien yo no le emprestaría siquiera cinco».
+1893 va acercándose a su fin. Dejaré la política para dar a mis lectores una impresión vivida con don de simpatía de lo que era Cartagena en aquel entonces; de su ambiente intelectual, de sus hombres representativos en la política, en el periodismo, en la literatura y en la sociedad. Aun cuando echaba muy de menos a Bogotá, encontrábame muy a mi gusto en Cartagena y ya contaba en ella con amigos de mi edad y con amigos más maduros. Tenía con quién conversar largo y tendido y por sobre todo estaba fascinado por el paisaje circundante. He recorrido mucho mundo y declaro que Cartagena y su cercanía son de lo más bello, hermoso e imponente que mis ojos hayan contemplado.
+FIGURAS DE CARTAGENA EN 1893 — JÓVENES INTELECTUALES — HENRIQUE L. ROMÁN — UN SELECTO RESPETABLE TRIBUNAL — GABRIEL E. O’BYRNE — NUEVAS CONFIDENCIAS DE NÚÑEZ. SUS INQUIETUDES Y PREOCUPACIONES POLÍTICAS — SU APLOMO Y ADHESIÓN A LA POLÍTICA INTERNACIONAL DEL PRESIDENTE CARO — SU INCONFORMIDAD CON LAS PRÁCTICAS FISCALES DE ESTE — LA FALTA DE MUNDO DEL GRANDE HUMANISTA — UNA ANÉCDOTA DE CAVOUR — NAVIDAD Y AÑO NUEVO EN BARRANQUILLA.
+LA CARTAGENA DE 1893 CONTABA con un pequeño pero selecto grupo de jóvenes intelectuales que no vivían al margen del movimiento literario contemporáneo. Prescindiendo de figuras ya consagradas, como la de Pedro Vélez R., astro de primera magnitud, en derredor del cual giraban todos los brillantes satélites, coloco a la cabeza del grupo a Gabriel E. O’Byrne, con quien tuve la buena suerte de trabar íntima amistad, por la circunstancia de ser él redactor en jefe de El Porvenir. O’Byrne era un autodidacta que se había formado en la fecunda escuela de la pobreza y la humildad, con un inmenso talento, de un bello carácter, a lo cual se agregaba la espontánea simpatía que irradiaba su personalidad. De estatura mediana, cuerpo macizo, hermosa testa romana de abultadas sienes, cabello y bigotes rubios, tez blanca, andar rápido, casi a toda velocidad, fluía de sus labios charla abundante, amena, salpicada de agudas observaciones. Apenas pisó el umbral de la vida, para ganársela honradamente, aprendió el oficio de tipógrafo y de entre el plomo, la tinta y el papel de imprenta, surgió su vocación de periodista. Y eso era O’Byrne con todas las buenas cualidades y los defectos de quienes nacieron para transmitir sus pensamientos e impresiones a la calle y recibirlos de esta. Fue un maestro en el arte de escribir gacetillas, de comentar con originalidad y brevemente las ocurrencias urbanas. Recuerdo una suya que es modelo en el género, se titula «Viernes Santo» e invito a leerla a quienes quieran convencerse de que no hago afirmaciones a humo de pajas, de que no exagero en mis alabanzas, en El Porvenir, de Cartagena —año de 1894—, cuya colección se conserva intacta en la Biblioteca Nacional. El estilo de O’Byrne fue diáfano, sencillo, sin amaneramientos. Escribía como conversaba. Leyó mucho y continuaba leyendo. A El Porvenir llegaba toda la prensa de las Américas y casi todos los libros que publicaban autores célebres o ignorados. La noticia divulgada de que el periódico era el órgano del presidente de Colombia contribuía a acrecer tan voluminosos canjes. Para coronación de las privilegiadas facultades de O’Byrne, la naturaleza le concedió el don envidiable de la inspiración poética, del que discretamente no abusaba. No escribía versos, los improvisaba en fiestas de camaradas y en círculos de íntimos amigos. En uno de los banquetes que se ofrecieron a don Carlos Holguín en el Club Cartagena, improvisó décimas que tenían toda la elocuencia de un vibrante discurso político, que premiamos los asistentes con atronadores aplausos. Núñez tenía por O’Byrne un grande afecto, se comunicaba con él casi diariamente, usando del teléfono, porque O’Byrne no era empalagoso, y no creo equivocarme diciendo que, en el curso de un año, no fueron más de dos veces las que lo vi en El Cabrero. Acostumbraba a escribir lacónicas cartas al doctor Núñez con este encabezamiento: «Respetado maestro». Pensar que el brazo derecho de El Porvenir, de Cartagena, un hombre tan capaz, tan inteligente, apenas ganaba entonces un mísero sueldo como auditor de guerra de la jefatura militar de Cartagena, a más del salario que se le pagaba en la imprenta de El Porvenir, propiedad de su cuñado el general Antonio Araújo L., es la mejor réplica de los cargos que se le hacían a Núñez de corruptor de conciencias y de despilfarrador de los dineros públicos en beneficio de sus empresas políticas. Yo aprendí mucho de periodismo al lado de O’Byrne y cumplo un deber gratísimo al evocar sus recuerdos.
+Otro joven intelectual de la época, de chispeante inteligencia, de abundantes lecturas, de agradabilísima conversación y muy preocupado por todas las cosas del espíritu, fue Lino M. de León. Sin «pose» ni afectación, era original hasta en sus vestidos. Los filisteos y los apacibles burgueses cartageneros dieron en decir que Lino estaba loco y quienes sabíamos apreciar los quilates de su fina inteligencia, de su franqueza y de aquella inclinación que tuvo a imitar el personaje de la comedia de don Miguel Echegaray, El octavo, no mentir, le disculpábamos y defendíamos sus franquezas, irritantes a veces, con la frase inmemorial que disculpa todas las extravagancias aparentes, «son cosas de Lino». Lino era el redactor y propietario de una revista que se titulaba Miscelánea, ilustrada con grabados en madera. Su material, muy bien seleccionado, porque Lino tenía un delicado gusto literario y estaba literariamente a la page. Yo escribí para Miscelánea un artículo sobre don Jorge Holguín que me inspiró Núñez hablando con este del fino político, del perfecto caballero, del hombre de mundo que había en Holguín y por quien tenía Núñez un singular afecto y admiración que, lejos de disminuir, crecía a la medida del tiempo. Cuando me excitó a escribir Núñez esa a manera de semblanza de don Jorge Holguín fue cuando me dijo: «Jorge es una brillante mariposa a la que hay que impedirle que se queme las alas».
+Intelectual también de discreta e instructiva conversación era Camilo Delgado, el popular doctor Arcos, profundo conocedor de la historia y las leyendas de la Ciudad Heroica, que fue el Cordovez Moure de su tierra, y no imitador de este sino más bien su precursor. Leyendo a Camilo Delgado se viven las maravillosas gestas de la Cartagena colonial, de la Cartagena que inició en América el movimiento de independencia absoluta y de Cartagena, la de la guerra magna.
+Joven también muy inteligente y muy leído, Luis Piñeres. Solicitaba yo su conversación, a pesar de que una terrible enfermedad, no precisamente el mal de Lázaro, desfiguraba y carcomía su rostro, de líneas perfectas, que denunciaban su aristócrata ascendencia. Y por sobre ese grupo vagaba aún una sombra para él amada y a la que rendía culto fraternal y emocionante: la de Fernando Montes Polanco, muerto en la flor de la juventud. Desde los primeros frutos de su inspiración poética, él fue saludado por Núñez con el Tu Marcellus eris. Yo llegué a Cartagena pocos meses después de la muerte de Montes Polanco, y Núñez me dio a leer los versos de este, que no hay hipérbole en calificar, sencillamente, de magníficos.
+Mis relaciones de amistad íntima con Pedro Vélez R. fueron posteriores a 1893. Era en ese año yo un muchacho de dieciocho y de él hablaré llegado el momento. Pero Pedro Vélez R. no fue sólo el intelectual, el aeda, sino también el capitalista, el empresario, el hombre de negocios y el político de primera línea. Naturalmente estas últimas fases de su múltiple personalidad, alejaban a un muchacho de dieciocho años del diario e íntimo contacto con personaje de tan alto valimiento y categoría.
+No hay necesidad de decirlo. El pequeño grupo de que hago memoria pertenecía todo al Partido Nacional o Conservador. Supongo que existiría también otro semejante dentro del liberalismo, pero mi condición huésped de El Cabrero, de protegido de Núñez, me privó del placer de conocerlo y de tratarlo.
+Al evocar a la Cartagena de 1893, ¿cómo no evocar en primer término la figura de Henrique L. Román? Y uso la H al escribir su nombre porque él se firmó siempre así. Era el gobernador del departamento de Bolívar, el verdadero, el único confidente íntimo de Núñez, el custodio de los secretos políticos y de los planes futuros del presidente titular de la República. Y lo fue no sólo por los vínculos familiares, sino más aún por la confianza que le inspiraba a Núñez el certero instinto político de Henrique L. Román, su irreprochable discreción en cuanto a Núñez se refería y cuéntase que ello era de admirar en Henrique dada la impetuosidad de su genio, en el que ardía, me lo decía el mismo Núñez, por ley de herencia, el sol de Andalucía. Desde 1893 hasta 1931, año de su muerte, Henrique L. Román me dispensó el beneficio de su amistad; una amistad personal y política en cuyo cielo hubo sólo una tempestad de verano que pasó, consolidándola más y haciéndola más estrecha. Conocí desde el día siguiente al de mi llegada a Henrique L. Román, porque mi padre me lo designó para desempeñar la tutoría que ejerciera en Bogotá Alejandro Pérez, provisión para pequeños gastos y de las indicaciones y consejos que no era delicado exigir de Núñez. La escogencia resultó para mí agradable y acertadísima. Desde el primer contacto con Henrique recibí la influencia de su simpatía, de su franqueza, de su dinamismo. Como el rector de la Universidad de Bolívar, doctor Luis Patrón R., por cierto un erudito a cabalidad, hubiese opuesto alguna dificultad a que fuera yo matriculado, no obstante la recomendación de Núñez, se me ocurrió acudir al gobernador Román, para no molestar más al presidente titular, a fin de que interviniera, si ello era posible, ante el alto empleado que estaba bajo su dependencia. Con una habilidad que me sorprendió, Henrique L. Román encontró el modus vivendi que removía las dificultades alegadas razonablemente por el rector de la Universidad. Pero me dijo: «Esto lo trataré yo verbalmente con Patrón, y puedes estar seguro del buen éxito de mi intervención». Henrique era y lo fue siempre un trabajador infatigable. En las mañanas despachaba en el palacio de la Gobernación los asuntos oficiales, volvía a su casa a la hora del almuerzo, bajaba a su botica, la mejor acreditada y popular de Cartagena, a la una y media de la tarde, y hasta las tres, se dedicaba en cuerpo y alma a su apostolado de benefactor de las clases desvalidas, especialmente de los niños. Él no había hecho estudios formales de medicina, mas una larga práctica en el tratamiento de los niños enfermos y un maravilloso sentido clínico lo capacitaron para conocer y curar las dolencias de los párvulos. La práctica y la experiencia lo graduaron de especialista en enfermedades infantiles. Regalaba a las pobres madres de los niños las drogas que recetaba y se preparaban en la botica gratuitamente las fórmulas requeridas. Y si la madre del enfermito carecía de recursos para procurarle una alimentación adecuada, de la cartera y de los bolsillos de Henrique salían los pesos o centavos que contribuían a salvar vidas en flor. Y todo esto hacíalo sin ostentación, calladamente, sin otros estímulos que los de su corazón generoso, los de su infinita piedad por la miseria humana. A las tres cerraba su consulta y tornaba a la Gobernación a despachar los asuntos oficiales. Y fue en su primera administración, de 1890 a 1895, como lo fue en las subsiguientes, un óptimo mandatario que impulsó vigorosamente el progreso del departamento de Bolívar y en particular el de Cartagena. Dejó el gobierno seccional después de haberlo ejercido durante cinco años con las manos limpias y gravemente menoscabada su fortuna personal, porque desatendió sus negocios particulares, cuando sus hijos varones eran niños, para consagrarse preferentemente a los oficiales y a la política. Despierta, agilísima, la inteligencia de Henrique L. Román. La había cultivado con esmero. Para él no tenía secretos la literatura contemporánea. Sus horas de vagar y esparcimiento las dedicaba a la lectura. Vertía al español con exactitud y elegancia los versos de los poetas franceses de la época, más renombrados. Algunas traducciones de Jean Rameau son perfectas. Pero si era hermosa la inteligencia de Henrique Román, más hermoso y cautivador fue su carácter, que se mantuvo recto y firme hasta sus últimos días. Lo modeló en gran parte la herencia andaluza. Impetuoso, casi impulsivo, no podía dominar sus antipatías, ni simular sus resentimientos, ni expresar con eufemismos las que creyera sus verdades. En política no les daba cuartel a sus enemigos. En abril del presente año me refirió su hijo mayor, Enrique, a quien tuve el placer de encontrar en el Hotel del Prado, en Barranquilla, que alguna vez se permitió hacerle a su padre esta observación: «Pero tú que eres tan bueno, tan noble, tan generoso, ¿por qué eres tan implacable con tus enemigos políticos?». Y Henrique le contestó: «Porque en política, si uno no acaba con sus enemigos, sus enemigos lo acaban a uno». En esto pensaba y obraba al unísono con Núñez. No olvidaba amistad sincera y leal, ni servicio que se le hiciera. Era agradecido, pero al propio tiempo no olvidaba, y probablemente perdonaba tarde las inconsecuencias, las ingratitudes, los agravios que se le infirieran, que solía cobrar, ojo por ojo y diente por diente. Alto, erguido, sabía mirar las lejanías del porvenir; excesivamente magro, enjuto de carnes, su dinamismo, su febril actividad los recibía de un espíritu inquieto y vigilante. Se apartaba de su ascendencia española en las innovaciones. Veneraba el pasado glorioso de Cartagena, pero quería renovarla, darle una nueva vida, vestirla con nuevas galas. Cuando se alejaba de la política y de la administración pública, se dedicaba a reparar los desmedros de su fortuna con tesón y talento de hombre de negocios. Entre las muchas distinciones que yo le debo a Henrique L. Román, que comenzaron por hacerme su secretario privado como gobernador después de la muerte de Núñez, le debo una que me enaltece y honra y no olvidaré. Cuando iba a inaugurarse en septiembre de 1925 la estatua de Núñez en El Cabrero, me escribió a Barranquilla expresándome que era yo quien debía pronunciar el discurso de estilo y que él no permitiría que fuera algún otro. Enfermo, y casi inválido, fui presuroso a Cartagena a satisfacer el deseo del noble amigo y del gran caballero, cuyo recuerdo vive y vivirá mientras yo aliente en mi memoria y en mi corazón.
+Tengo por Cartagena una simpatía inextinguible, un filial afecto, por ello deseo vehementemente que hoy, y en el futuro, su fecunda tierra forme muchos hombres del tipo y las proporciones de Henrique L. Román. No tuve sino dos profesores en la Universidad de Bolívar: Manuel C. Bello y Pablo J. Bustillo. A la cátedra del primero me acerqué con temor, rayano en miedo. El doctor Bello tenía una fama de ser hombre de mal carácter y yo me hacía la cuenta de que él estaría sabido de que mi irregular admisión en la universidad, casi al finalizar el año lectivo, se debía a las influencias de Núñez, en primer término y, en segundo, de Román. Y el doctor Bello era, a pesar de ser magistrado del tribunal superior, uno de los dirigentes del grupo velista, que se llamó después histórico del departamento de Bolívar, grupo que atacaba ya rudamente al doctor Núñez en el periódico Ecos de la Costa. Temor y miedo desaparecieron pronto. El viejo doctor Bello me trató al igual de todos sus discípulos. Su probidad intelectual le impedía prevaricar como profesor, pues prevarica el profesor que se guía al tratar con sus alumnos por sentimientos de antipatía o simpatía y circunstancias políticas. Fue un profesor de antiguo estilo. Con él había que saberse de memoria las lecciones, y el comentario venía después. De corta estatura, encanecido, el mal humor estallaba cuando el discípulo no sabía la lección. Joven todavía, el doctor Pablo J. Bustillo, él sí de carácter suave y bondadoso, íntimo amigo de Núñez y tertulio habitual en las cortas veladas de El Cabrero. Notable especialista en derecho comercial, sobre el cual escribió una obra que es autoridad en la materia. «Casi que no tomaba la lección», y se dedicaba preferentemente a comentar la del día. No era un profesor inferior al doctor Luis A. Robles, lo que es mucho decir.
+Y a propósito del Tribunal Superior de Bolívar, lo integraban en 1893 los siguientes magistrados: el doctor Vicente García, doctor Juan Antonio Araújo y doctor Pablo J. Bustillo, que yo recuerde. Sujetos respetabilísimos, muy ilustrados, de axiomática probidad y vidas privadas purísimas e intachables. El doctor García, ya octogenario, era médico y abogado de la antigua Universidad del Magdalena e Istmo, tío del doctor Núñez; este tenía por el anciano un grande y respetuoso cariño. Murió en el mes de noviembre de 1893 y su muerte le causó a Núñez hondo, visible pesar. El doctor García fue uno de los últimos presidentes del Estado Soberano de Bolívar bajo el régimen de la Constitución de Rionegro. Su administración fue muy combatida porque pretendió implantar el monopolio de licores, medida que originó la violenta oposición que se le hizo a su gobierno, hasta el punto de que se vio obligado a desistir del proyecto. Creo que el doctor García había continuado siendo liberal después de la reforma de 1886, no obstante, su estrecho parentesco con Núñez y las ininterrumpidas relaciones personales que entre ellos existieron siempre y que cultivaron con esmerado celo.
+No deseo fatigar a mis lectores demasiado con recuerdos personales y dejaré para 1894 lo que me resta por decir en elogio de la Cartagena de aquellos ya remotos tiempos, de sus hombres representativos, de su clase media, de su pueblo alegre, festivo y laborioso, y volveré ahora a las conversaciones que sostuve con Núñez; a la política, a las preocupaciones del conductor, del estadista y del pensador. Muy pocas veces lo vi al finalizar 1893 optimista, complacido y satisfecho. Una de ellas fue cuando recibió la noticia de que había sido recibido en su carácter de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Venezuela en Colombia, por el vicepresidente Caro, el señor Unda. Me elogió calurosamente el discurso que Caro pronunció en la ceremonia de recepción del diplomático venezolano. «Caro», me dijo, «puede errar, y aún más, juzgo que está errando en algunas cuestiones de política, de administración internas, pero está manejando las relaciones exteriores con sabiduría y tino envidiables y me parece que durante su administración quedarán definitivamente liquidadas nuestras diferencias con Venezuela, que no tienen razón de ser. La sentencia del regio árbitro español nos hizo plena justicia, mas al llegar en la práctica a la fijación y demarcación de límites, las dos naciones deben mostrarse mutuamente generosas, comprensivas, liberales. Los triunfos diplomáticos de un país, cuando son rotundos absolutos, sobre su contendor, dejan para lo futuro un semillero de resentimientos y hasta de rencores. X, que fue un insensato, me propuso en mi primera administración que le hiciéramos la guerra a Venezuela y le arrebatáramos el lago de Maracaibo. La proposición me pareció tan absurda, tan inaudita, que, contra mi costumbre se la oí con indignación, con cólera que no pude disimular. Tengo para mí que esto fue el origen de que X se separara del Partido Independiente, de entre los primeros. El ministro de Relaciones Exteriores de Caro es insuperable y me hace revivir la edad de oro de nuestra política internacional dirigida por don Lino de Pombo. En cambio, es concepto mío que no pretendo imponer a nadie como dogma o artículo de fe, que en la política fiscal se están cometiendo graves errores que traerán consecuencias acaso irremediables. El ministro de Hacienda, don Pedro Bravo, la maneja como si estuviera entre sus manos la de Antioquia, y la hacienda nacional es algo distinto de lo que son las de las secciones. Me parece inconvenientísima la organización que se le ha dado a la renta de cigarrillos, que tiene todos los caracteres de un negocio del Gobierno, y el Gobierno entre nosotros ha sido siempre un pésimo negociante. Así se lo dije la otra tarde a Manuel Insignares que administra la renta en Barranquilla y pude comprender que no le habían gustado nada mis observaciones. Ahora le tocará a Pedro Bravo organizar la nueva renta de tabaco, que es un monopolio disfrazado. Tendré que combatir desde El Porvenir la renta y su organización si la encuentro mala. Yo soy enemigo de todos los monopolios, exceptuando el de licores, y de este no en todos los departamentos. Hace poco tiempo estuvieron aquí el general Casabianca y Agustín Uribe. El primero me expuso con clarísima inteligencia las razones que tenía para considerar por de pronto inconveniente el establecimiento del monopolio de licores en el Tolima, pero veo que Caro está más que satisfecho, encantado, con su ministro de Hacienda, el señor Bravo».
+Siguió Núñez hablando del señor Caro después de una corta pausa. «No hay hombres completos, todos tenemos nuestras fallas y nuestros defectos. No hay en Colombia hombre de más caudaloso y profundo saber que el señor Caro, ni dotado de más virtudes. Yo lo califiqué, y no me gustan las hipérboles, la primera ilustración y la primera virtud de Colombia. Sin embargo, para el Gobierno y para la política tiene una falla que es funesta: le falta mundo, ¿sabe? Y el estadista, el conductor de hombres, ha de tenerlo y mucho. Cuando estuve en Italia, hace veintisiete años, me refirieron una anécdota de Cavour, que es para mí uno de los grandes estadistas del siglo. Me la refirió cierto marqués con quien nos hicimos amigos en el hotel donde yo me hospedaba. Cavour frecuentaba el trato con las mujeres de vida no santa y no lo ocultaba. Una noche, estando Turín en estado de sitio, paseaba con alguna y al gritársele el “alto, ¡quién vive!”, contestó con desparpajo y sin rubor: “Hombre público, en vía pública y con mujer pública”. Fue un hombre de mundo y conocía el mundo, por eso pudo jugar, como si jugara con un muñeco, con Napoleón III. Caro, que es un sabio, carece de mundo. Sé que por sus propios pasos y con sus propias manos no ha comprado jamás ni regateado el precio de un par de zapatos o de un sombrero. Encarga a una persona de su familia que se los compre, los paga y ahí comienzan y terminan sus diligencias. Y hay algo más que lo hace obstinado en sus determinaciones. Se levantó dentro de la atmósfera que le formaron, de admiración, de respeto, de obediencia de sus amigos, y lo eran todos los jóvenes conservadores de Bogotá y del país. Yo recuerdo que en 1875 discutía con Carlos Martínez Silva sobre el posible apoyo que pudiera prestar el conservatismo a mi candidatura y siempre al terminar las conferencias terminaba él diciéndome: “Pero esto hay que consultarlo con nuestro pontífice”. Me intrigaba la curiosidad y le pregunté: “¿Y quién es el pontífice de ustedes?”. Me respondió orgullosamente: “El señor Caro”».
+Deseaba yo ardientemente volver a Bogotá y el deseo me hizo cometer la indiscreción de inquirir de Núñez si no pensaba en tomar de nuevo el mando. Me habló entonces así: «¡Dios me libre de caer en tal tentación! Ni pretendo hacerlo mejor que Caro, ni mi edad, ni mis achaques, me lo aconsejan. El clima de Bogotá es mortal para mí, como lo es para todo el que ha nacido al nivel del mar y vivido cerca a este la mayor parte de su vida. Además, yo he ejercido muchas veces el gobierno y me horroriza la sola expectativa de sentirme de nuevo entre el engranaje de ese trapiche. Hay que saber retirarse de la política y del Gobierno a tiempo. Te hablo con franqueza y sin contar, naturalmente, con lo imprevisto. Pueden presentarse, y ojalá que no se presenten, circunstancias que me obliguen a hacer el sacrificio de encerrarme en la prisión del Palacio de San Carlos, en donde el sol no alumbra y no se encuentra rincón calentado por sus rayos. Yo quise retirarme definitivamente del Gobierno desde 1886. Comprendí que era llegada la hora de que el Partido Conservador tomara en sus propias manos las labores del Gobierno y sus tremendas responsabilidades. El independentismo había quedado reducido casi a la nada, por sucesivas deserciones y deslealtades. El Gobierno le correspondía a los más. Era lo republicano y lo democrático. No, no pienses en eso; por mi voluntad yo no vuelvo a Bogotá. Sería un suicidio consciente y deliberado y no estoy dispuesto a suicidarme».
+Otra de las preocupaciones que tenía Núñez era la de la suerte que corriera el contrato del Ferrocarril de Antioquia. Estaba en un todo de acuerdo con la carta que el vicepresidente Caro dirigió al gobernador del departamento al comunicarle que el Gobierno nacional autorizaba la convocación de la asamblea a sesiones extraordinarias. Núñez temía, y su temor resultó fundado, que no obstante los autorizados y sabios consejos de Caro, el contrato fuera caducado o rescindido sin las formalidades legales. Paso tan peligroso se resolvió a darlo el Gobierno seccional de Antioquia y como consecuencia de ello vino para la nación larga controversia diplomática, la reclamación de Punchard, McTaggart, Lowther & Co., un arbitraje internacional cuya sentencia condenó a Colombia al pago de enorme suma. Y todo por no haber acudido al Poder Judicial para que declarara en juicio la caducidad del contrato, o no rescindirlo por mutuo acuerdo de las partes.
+La monstruosa reclamación de Cerruti entraba también en nueva faz que no debía ser la última, pues ella no se liquidaría hasta agosto de 1898, cuando el Real Gobierno de Italia cometió el incalificable atentado de amparar las últimas pretensiones de Cerruti con el ultimátum que presentó el almirante Candiani ante el nuestro, dramático incidente en que el señor Caro demostró, como se verá después, el temple de su fiero patriotismo y su celo en la guarda del honor nacional.
+Ya en noviembre de 1893 publicaba yo algunos artículos en El Porvenir, de Cartagena, inspirados por Núñez, que firmé con mis iniciales algunos, y otros, con el seudónimo Arkansas. Ninguno sobre política interna de actualidad. En ellos, sin embargo, se advierte la influencia que sobre mi espíritu habían ejercido las ideas de Núñez y hasta su modalidad literaria. El lector se preguntará si estaba ya fundamentalmente modificada mi ideología, si de liberal había pasado a ser un conservador. Dejaré esta controversia para 1894. He dicho anteriormente con absoluta y leal franqueza que en política yo he procedido casi siempre guiándome más por el corazón que por la cabeza, más por sentimientos personales que por lucubraciones metafísicas. En el relativo y fugaz espacio de noventa días, en mi alma habíase formado un inmenso amor por Núñez, amor casi filial, impregnado de gratitud y admiración; gratitud y admiración que iban creciendo al paso del tiempo. Lo que aprendí al lado de Núñez durante un año constituye mi más rico y variado acervo intelectual. Huelga afirmar, pues, que al terminar 1893 me declaraba incapaz de tener, en política, en filosofía, en literatura, en estética, un pensamiento distinto al de Núñez. Él me hizo interesar en el curso de la política extranjera, y tal interés subsiste hoy y declaro, por ejemplo, que me interesa más el curso y desenlace del conflicto mundial que el negocio de las candidaturas presidenciales en Colombia. Somos un diminuto engranaje dentro de la colosal maquinaria del mundo y, querámoslo o no, habremos de experimentar la dirección, el movimiento que imprima a la colosal maquinaria la mano del Omnipotente.
+En la segunda quincena de diciembre, mi padre llegó a Cartagena y no podía disimular el orgullo, la satisfacción que le causaba el afecto y la protección que el viejo e ilustre primo doctor Núñez dispensaba a sus hijos Ernesto y Julio, y, por cuanto yo era un menor de edad, cuya educación había confiado a Núñez, con gran delicadeza no se atrevió a insinuarme si debía pasar o no los últimos días del año en el hogar paterno. Fue Núñez quien me dijo: «Le he dicho a Pacho que puedes ir a pasar las pascuas y el Año Nuevo con tu madre. Pero debes estar de regreso aquí en los primeros días de enero. Tengo anunciada la visita de Carlos Holguín, a quien debes conocer y tratar. Lo considero uno de mis mejores amigos y es de los hombres cuyas relaciones deben buscarse».
+Al sonar las doce de la noche del 31 de diciembre en el reloj de la plaza de San Nicolás, de Barranquilla, minutos después, libando una copa de champagne con Julio N. Vieco, Rafael Salcedo Campo y Clemente Salazar en el Club Barranquilla, no sé por qué vino a mi memoria, de improviso, el recuerdo del Jueves Santo pasado y de la tenida que en la tarde de ese día tuvimos en El Leteo, Carlos Holguín hijo, Liborio Cuéllar Durán, Ruperto Aya, José Gabriel Prieto y otros amigos bogotanos que no olvidaba. No sé por qué sonreí recordando un artículo pésimo, por cierto, que escribí a instancias de Ruperto Aya para un concurso literario abierto por El Telegrama, de don Jerónimo Argáez, sobre el tema «Mi primer amor». ¡Qué de vueltas y revueltas había tenido mi vida desde cuando salí de Barranquilla, antes de cumplir los dieciséis años de edad, y sin haber llegado todavía a los diecinueve! Consagré un pensamiento a Núñez y al problema que le atormentaba constantemente: «¿De dónde venimos, para dónde vamos?». Sólo los besos de mi madre pudieron alejar de la frente la tortura de cavilar en el primer día de 1894 sobre qué sería de mí en la tercera jornada de vida consciente.
+EL MUELLE DE PUERTO COLOMBIA — CRECIMIENTO Y PROGRESO DE BARRANQUILLA — REGRESO A CARTAGENA A BORDO DEL VAPOR ECUADOR — CÓMO CONOCÍ A JOSÉ RAMÓN VERGARA. LA AMISTAD DE ESTE CON NÚÑEZ — UN MAGNÍFICO LIBRO SOBRE EL REGENERADOR — DEFENSA DE CLÍMACO CALDERÓN — LA CORRESPONDENCIA ENTRE CARO Y NÚÑEZ.
+APROVECHÉ DE LAS SEMANAS que permanecí en Barranquilla para viajar en tres oportunidades a Puerto Colombia y conocer el gran muelle que había sido inaugurado a mediados de 1893. «La jaula» de que hablara don Juan M. Mainero y Trucco, quien por cierto fue, andando el tiempo, un excelente amigo mío, gracias a la presentación que de él me hizo don Carlos Holguín, causóme asombro por su solidez y extensión. Los paseos a Puerto Colombia coincidieron siempre con la llegada de vapores correos franceses a los que me llevaba a almorzar don Federico Vengoechea, de la casa Vengoechea y Cía., agentes de la Compañía General Trasatlántica. Los trasatlánticos carecían entonces de lujo y las comodidades de hoy, pero en cambio la mesa era más variada y exquisita, y los que éramos aficionados a ella, Tomás Surí Salcedo, Aurelio de Castro y yo, nos reuníamos con mucha frecuencia para gozar de la insuperable cocina francesa y de las galantes invitaciones de don Federico, como de las facilidades que nos prestaba mi inolvidable pariente Gregorio Palacio, que fue durante largo lapso el jefe del resguardo, primero de Salgar y después de Puerto Colombia. Quienes habíamos sufrido las incomodidades y los peligros, pues los tenía en la estación de las brisas, la travesía desde Salgar a Puerto Colombia sobre pequeños remolcadores, hasta el fondeadero de los grandes vapores en la rada de Sabanilla, el muelle construido con titánicos esfuerzos por el señor Cisneros, esfuerzos principalmente financieros, constituía no sólo un progreso, sino un alivio, una comodidad, un placer. Tengo para mí que Barranquilla no ha sido suficientemente agradecida con el señor Cisneros, pues a él le debió que no sucumbiera en la lucha por la primacía del comercio marítimo y fluvial en que aquella estuvo empeñada con el puerto de Cartagena. Cisneros no tiene en Barranquilla ni un modesto busto, y su nombre ni siquiera es recordado por la muchedumbre que supone el progreso, obra de magia y encantamiento, de un día y aun de pocas horas. El progreso es evolución lenta, acompasada, con sus etapas y jalones. No es justo olvidar a los precursores y rendir exclusivamente tributo a los que tuvieron la envidiable fortuna de coronar las alturas. Hace cincuenta años, la canalización y apertura de las Bocas de Ceniza era una utopía. El país carecía de los recursos financieros o del crédito que pudiera hacer factible la realización de la obra. No vacilo en asegurar que si no hubiese existido Cisneros, y contado este con la simpatía y la protección de Núñez, Barranquilla al inaugurarse el ferrocarril de Cartagena a Calamar habría experimentado la ruina y decadencia que experimentó Santa Marta cuando se inauguró el llamado de Bolívar desde la hoy capital del Atlántico hasta Salgar. Mi cuñado y primo Diego A. de Castro, cuyo carácter esmaltaban dos virtudes, no muy abundantes entre los hombres —la gratitud y la lealtad—, construyó en Barranquilla un teatro y le dio el nombre de Cisneros. En las transformaciones materiales de Barranquilla, el teatro ha desaparecido. El recuerdo del infatigable empresario, del amigo de Barranquilla, de los viejos barranquilleros, de su laborioso pueblo, lo ha ido borrando el aluvión humano. Doy mi desautorizado aplauso a Miguel Goenaga, inteligente periodista, amigo y paisano mío muy estimado, que recientemente ha iniciado la publicación de biografías o bocetos de los extranjeros y nativos que contribuyeron al progreso y engrandecimiento de Barranquilla. La inició con la de Francisco J. Cisneros. «La ingratitud», dijo Caro, «es un pecado social que atrae inevitable castigo, y estoy muy lejos de creer que sean felices los pueblos que no tienen historia. Todo lo contrario, juzgo que son infelices en grado máximo».
+Dos semanas antes de terminar el mes de enero, lie bártulos y emprendí viaje a Cartagena en el vaporcito Ecuador, comandado todavía por el capitán Tomás Mac Causland. Fue el viaje feliz, rápido, sin contratiempos. Departía con el experto navegante en la cubierta superior del barco y a mis ojos se desenvolvía el panorama de la ciudad nativa: los muelles fluviales, la numerosa flotilla surta en el puerto, los edificios de las Compañías, las chimeneas de La Industria de don Rafael Salcedo, el hermoso mercado público, las torres de San Nicolás, las casas altas del centro de la villa, el primer acueducto, la chimenea de una vieja fábrica de azúcar abandonada y en ruinas, la boca del Caño Arriba, las chimeneas y techos metálicos de nuestra fábrica El Porvenir, y el caudaloso río alegrado con las velas de las embarcaciones menores, hinchadas por vientos favorables, que se dirigían presurosas a la ya populosa urbe llevándole provisión de alimentos. Porque es inexacto que Barranquilla fuera hace cincuenta o cuarenta años una insignificante aldea, inexactitud por lo demás explicable en quienes no la vieron en aquellos tiempos ni en otros posteriores más inmediatos. Barranquilla era una ciudad, por lo menos de cuarenta mil habitantes, con acueducto, con alumbrado eléctrico, con teléfonos, con un magnífico mercado que aún subsiste, construido según todas las reglas del arte arquitectónico y de la técnica por el notable ingeniero civil don José Félix Fuenmayor, con servicio de coches y tranvía, con buenos hoteles para la época y hoteles regulares con cafés y restaurantes, con diarios. No tenía, naturalmente, hoteles como El Prado de hoy ni servicios de energía eléctrica como los de hoy, ni un acueducto que suministrara agua filtrada y esterilizada, ni teléfonos automáticos, ni calles asfaltadas, ni automóviles y buses. Y no los tenía sencillamente porque hubiera sido insensato el empresario de magníficos hoteles hace medio siglo, y el que hubiese montado planta telefónica como la moderna y no se habían inventado los automáticos, ni el motor de explosión y en consecuencia no existían sobre el haz de la tierra los automóviles. Los acueductos en el mundo entero tampoco habían llegado al grado de perfección y de higiene que alcanzaron después.
+Al descender a la cubierta de pasajeros, observé que eran muy numerosos. Haga de cuenta el lector que llevábamos a bordo la compañía de ópera que había actuado en Bogotá, Medellín y Barranquilla y pasaba a hacer una corta temporada en Cartagena. La primma donna Rosina Aimo destacábase del conjunto por su fresca hermosura y desenvuelta elegancia. Alcancé a ver entre los compañeros de viaje a un joven vecino mío de elevada estatura, de pura raza blanca, de serio continente con quien hasta entonces apenas cambiaba los saludos de rigor entre vecinos bien educados y cordiales. De mayor edad que yo, más o menos la de mi hermano Ernesto, del que fue condiscípulo en el Colegio Caldas, que estableció en Barranquilla un competentísimo institutor venezolano y que funcionó con muy buen éxito hasta 1882. Por Ernesto sabía que era un mozo muy inteligente, memorioso y de conducta ejemplar. Vive aún, por fortuna, en la plenitud de sus envidiables facultades intelectuales y su vida puede presentarse como modelo de consagración al trabajo, de hijo amante, de cabeza de familia, de hermano ejemplar y de inmejorable amigo. Sólo tiene un defecto y lo tiene porque el creador no hace hombres perfectos: es demasiado susceptible. El joven a que vengo refiriéndome, hoy varón que alcanza con pie firme el umbral de la ancianidad, es demostración de cómo dentro de un ambiente mercantilista y moviéndose habitualmente para actividades mercantiles, los hombres dotados de talentos naturales, aplicados y estudiosos, que no dedican sus vagares y pasatiempos a fútiles devaneos, llegan a alcanzar superior nivel de cultura intelectual, muy superior al de quienes se educan en universidades famosas pero a los que natura no les alumbró el ser interior con la divina chispa de perspicaz inteligencia. Vengo refiriéndome a José Ramón Vergara, secretario perpetuo de la Cámara de Comercio de Barranquilla. La Academia Colombiana de la Lengua lo eligió hace poco miembro correspondiente y pocas veces ha obrado con tanto acierto y justicia la docta corporación. Porque Vergara es uno de los escritores nacionales más castizos y más conocedores de los secretos de nuestro rico idioma. Se podría apostar ciento a uno que en sus producciones publicadas, y aun en sus cartas íntimas, no encontrarán los zoilos incorrección, o violación de la sintaxis, galicismos, extravagantes neologismos o gazapos. Vergara comparte con Abel Carbonell el cetro de la cultura literaria en Barranquilla. Pero cuéntese que José Ramón Vergara se formó para la vida literaria en las pausas que les daba a sus ocupaciones comerciales, a sus tareas de corresponsal y de tenedor de libros de las firmas más respetables de Barranquilla. Es un autodidacta que ahondó en el estudio solo, sin maestros ni condiscípulos que pasaran de los quince años. A todo lo cual se añade que posee un espíritu recto, íntegro, honrado a carta cabal, al que ninguna tentación, ningún halago podría desviarlo del cumplimiento de sus deberes. De ahí que en litigios particulares y comerciales se le solicite y nombre árbitro y amigable componedor. Hago mérito de estos antecedentes, diciendo además que José Ramón Vergara es fundamentalmente liberal por tradiciones de familia, por ideología, para que se juzgue de la autoridad moral que le asiste y le asistió al escribir su libro sobre Núñez con el modesto título Escrutinio histórico, libro que tuvo su remoto origen en el viaje que hizo a Cartagena en enero de 1894.
+No me limité en el Ecuador a saludar cortésmente a José Ramón Vergara. Hube de entrar en franca y amena conversación con él. Me contó que llevaba carta de introducción para el doctor Núñez de Alejandro Luna, periodista y amigo adicto de Núñez, que fue después director del Diario Comercial, de Barranquilla. Confieso que me sorprendió la cosa. Presumía que Vergara, al igual que todos los liberales de Barranquilla, detestaba a Núñez y el anciano padre de José Ramón, don Juan Vergara, pasaba por uno de los más ardientes exaltados. «Si usted visita al doctor Núñez», le dije, «encontrará que es una leyenda la de que él sea hombre huraño, hermético, y de que reciba mal a quienes no profesan sus ideas políticas». «Yo iré», me contestó José Ramón, «esta misma noche a ver al doctor Núñez; soy liberal pero tengo una gran admiración por su inteligencia, leo sus artículos en El Porvenir con delectación intelectual, me sé de memoria todos sus versos y deseo conocerlo y tratarlo personalmente para juzgarlo y comprenderlo mejor».
+El Ecuador arribó a Cartagena en las primeras horas de la mañana del día siguiente al de nuestra salida de Barranquilla. Favorecidos por una luna en cuarto creciente y propicios vientos, viajamos toda la noche, pasamos al rayar el alba por la traidora ensenada de Barbacoas y serían las nueve de la mañana cuando el barco amarró en el muelle de la Aduana. Esperábame mi hermano Ernesto; saludó cariñosamente a José Ramón, tomamos un tílburi y nos dirigimos a El Cabrero. No puedo olvidar la afectuosa recepción que me hicieron el doctor Núñez y doña Soledad. Todavía me emociono al recordarla. Mi cuarto estaba listo, cuidadosamente arreglado. Mi compañero Eduardito Román estaba pasando las vacaciones en Panamá. No había regresado aún. El doctor Núñez interrumpió su trabajo matinal. Ernesto se despidió poco después para ocuparse del suyo en Cartagena. El doctor Núñez me tenía asignado uno del que debía ocuparme apenas descansara del viaje.
+«He recibido», me dijo, «de Nueva York este folleto que es la defensa de Clímaco Calderón a los cargos que le conciernen en el asunto del Petit Penamá. Yo no he querido ocuparme en El Porvenir del desagradable enredo; no he defendido ni he atacado a nadie. Pero quiero hacer una excepción con Clímaco Calderón. Por él meto mis manos en el fuego. Tengo la convicción de que es un hombre honrado, serio, incapaz de cometer tonterías e indelicadezas, sus explicaciones me satisfacen ampliamente. Lee el folleto con cuidado y atención. Haces de él una síntesis y defiéndelo abiertamente. Vas a ocupar por primera vez las columnas editoriales de El Porvenir. Al artículo que escribas le pondré de subtítulo “Colaboración” pero al pie de él, en breve nota, añadiré categóricamente que el concepto del periódico es el de su colaborador».
+Yo no estaba cansado del viaje, ¡y qué iba a estarlo a mis diecinueve años no cumplidos! Me enfrasqué en la lectura del folleto de Calderón, e imitando a Núñez, marcaba con un lápiz los párrafos que me parecían más interesantes, más concluyentes para la defensa del cónsul general de Colombia en Nueva York. Cuando llegó la hora del almuerzo, tenía ya en la cabeza el plan del artículo que se me había encargado. Comenzaría a escribirlo en la tarde. Subí al escritorio del señor Núñez, en donde él almorzaba a hacerle la tertulia, quien me hacía preguntas y yo las contestaba. Aproveché la oportunidad para informarle del viaje de Vergara y de su proyecto de visitarlo.
+«Lo recibiré con muchísimo gusto. Inmediatamente después de que anuncie. Luna es un buen amigo, incapaz de introducir a mis relaciones a persona que venga a importunarme y lo que tú me dices de Vergara me agrada muchísimo. Yo soy amigo de la juventud, sean cuales fueren sus ideas políticas. El frío de la vejez necesita del calor de la juventud. Está bien que le hayas dicho que yo no soy como me pintan los radicales: huraño, esquivo, impenetrable. Lo que pasa es que no me dejo sorprender con preguntas indiscretas, que me fastidian los pedigüeños de empleos y recomendaciones. Me gusta discutir serenamente, someter mis ideas a la controversia, pedir conceptos y muchas veces oyendo los de otros he rectificado los míos. Será bienvenido el joven Vergara».
+Luego continuó:
+«Me encuentras empeñado en la campaña que ya te había anunciado contra el monopolio del tabaco. Lo siento muchísimo porque yo no querría tener la menor discrepancia con el gobierno de Caro y mucho menos con él, a quien respeto y acato. Sin embargo, hay deberes y obligaciones indeclinables. Hay una gran masa de opinión que me dispensa su confianza, que cree en mí, y yo no puedo extraviarla con el silencio, así no resulten tan grandes y efectivas las influencias que ella me supone. Me llegan centenares de telegramas aplaudiendo mis reparos, mi oposición al monopolio. Publico los de firmas más conocidas y autorizadas en El Porvenir y me limito a trascribírselos a Caro sin comentario».
+Fue en la noche José Ramón Vergara a visitar al doctor Núñez. Había casualmente pocos contertulios en la sala. No pudo ser más cordial, más deferente, más franca la acogida que le dispensó a mi joven paisano el presidente titular de la República. Todos callábamos, la conversación la sostenían exclusivamente Núñez y José Ramón. Este no se sentía cohibido ni cortado. Estaba para valerme de una expresión francesa, à son aise.
+Todos los detalles de esa conversación los he referido en el pequeño opúsculo, Núñez, memorias y recuerdos. Repito ahora solamente un rasgo que demuestra la prodigiosa memoria de Núñez. De improviso dijo:
+—Señor Vergara, yo viajé hace muchísimos años si no recuerdo mal, el 53, en un vapor que se llamaba Nueva Granada. Su contador tenía el apellido Vergara y por cierto que en una larga varada del buque, escaseando la carne, salía a cazar y nos traía aves de mesa.
+—Pues ese señor Vergara —interrumpió Vergara— es mi padre, y vive todavía.
+Al despedirse José Ramón, Núñez hizo su habitual comentario sobre las personas que acababa de tratar y conocer: «Este es un joven muy inteligente, muy observador y me parece reposado y de buen juicio. Me ha gustado».
+El presidente titular recibía también visitas los domingos de las dos a las cinco de la tarde. Al siguiente de su primera entrevista, volvió su nuevo amigo personal a hablar con Núñez. Y debió parecerle tan interesante su conversación que lo retuvo tres horas. Muy informado Vergara del movimiento comercial de Barranquilla, de las estadísticas del puerto fluvial y marítimo, de los adelantos de la ciudad, de las actividades de las casas comerciales nacionales y extranjeras más importantes, que presumo fueron esos los temas de la prolongada charla.
+«Yo admiro», me dijo Núñez después, «el espíritu público de los barranquilleros. Emprendedores y enérgicos, no le tienen miedo al capital extranjero, ni al aumento de la población por el acceso de inmigrantes de dentro y fuera del país. Los reciben y acogen con los brazos abiertos. Tu amigo Vergara me ha enumerado las casas de comercio extranjeras que tienen mayor volumen de negocios y mueven más cuantioso capital. Estos son milagros de la paz».
+Así era y sigue siendo efectivamente. Nacen los pueblos, como los individuos, con carácter e índole que los caracterizan. Desde sus primeros pobladores caracterizó a Barranquilla un espíritu amplio, generoso y liberal. No miró con recelos ni egoísmos a los extranjeros que fueron allí a armar sus toldas. Carecen los barranquilleros del perjuicio de que las gentes de fuera van a quitarles trabajo y de que son pulpos destinados a extraerles sangre y riqueza. Lo cual no impide que sean al propio tiempo altivos y fieros en la defensa de sus derechos. Desde cuando tuve uso de razón hasta nuestros días, no he visto hostilizada formalmente sino a una empresa extranjera: la del ferrocarril después de la muerte de Cisneros, cuando tomaron la dirección de aquel gerentes que cometieron el error de suponer que se les había destinado a una colonia. Recuerdo que alguno, alegando propiedad sobre el terreno, resolvió cerrar el tránsito entre la estación y el canal del río levantando una pared de mampostería. Protestó el pueblo, la prensa, la ciudad entera, y la multitud resolvió un buen día derribar la pared en construcción. Pero fue llegar nombrado gerente del ferrocarril míster F. N. Riley, que hoy reside en Bogotá, y desaparecer por ensalmo las asperezas que venían acentuándose entre la empresa extranjera y los habitantes de la ciudad. El carácter suave y bondadoso de míster Riley, su comprensión y hasta su diplomacia restablecieron la normalidad que no desapareció ni aun en los momentos en que aparecían en pugna los intereses de la empresa que él administraba con los anhelos de la ciudad, orientados hacia la pronta realización de la obra que por antonomasia se llamó Bocas de Ceniza. Míster Riley trataba a los nativos, comenzando por las clases inferiores, no como a colonos, sino como a ciudadanos de un país civilizado, independiente y soberano.
+El doctor Núñez se lamentaba frecuente y privadamente de que sus coterráneos no tuvieran en la misma intensidad el dinamismo y el espíritu de iniciativa de los barranquilleros.
+En el mes de abril de aquel año de 1894, publicó en la prensa de Barranquilla José Ramón Vergara un bello artículo sobre las impresiones que había recibido en su visita a Cartagena. El doctor Núñez lo hizo reimprimir en El Porvenir con la siguiente introducción: «Un ilustrado y benévolo amigo nos ha remitido las animadas impresiones que van a leerse, a las cuales podría servir de preámbulo el gráfico soneto de Heredia, noblemente traducido que en otra sección insertamos». La traducción era de mi hermano Ernesto, quien la hizo con amor e inspiración. La amistad, la simpatía que se estableció entre el viejo presidente titular y el joven barranquillero fue tan sincera que aquel le escribía a este cartas, le enviaba regularmente El Porvenir y le hacía con frecuencia, por telégrafo, preguntas sobre cotizaciones y datos estadísticos. Sazonado fruto de tales fugaces relaciones, fugaces porque Núñez murió en septiembre de 1894, es el libro que Vergara escribió hace poco, Escrutinio histórico, sobre la incomprendida y múltiple personalidad del poeta, el filósofo, el conductor de hombres y el estadista. Libro que no vacilo en calificar de lo mejor y más completo que se haya escrito sobre Núñez, por la abundante documentación recogida con perseverancia y celo, por la severa imparcialidad, por el análisis, por la solidez e independencia del juicio, alejado de la idolatría sectaria o simplemente partidista, tanto cual del odio, que se alimenta en las turbias fuentes de consejas y leyendas.
+Al finalizar enero comenzaban ya la chismografía y los enredos, tomando como pretexto la discreta y serena oposición de Núñez a la organización de la renta de tabaco que él llamaba monopolio. Hay personas que «se las pelan» —hago uso de la frase vulgar— en transmitir a los que juzgan interesados en conocerlos tales enredos y chismes. Suponían algunos que alardeaban de adictos a Núñez, que estaba reñido con el señor Caro y deseoso de reasumir el poder. Nada más absurdo y equivocado. El presidente titular se expresaba con respeto, y siempre con deferencia del vicepresidente. Ni vagamente pensaba entonces en viajar a Bogotá a encargarse del Gobierno. Todo lo contrario. Una mañana clara, soleada, de esos días, me habló así:
+«Algunos creen y hasta me lo escriben que por cuanto yo disiento de Caro, en lo del tabaco, me dispongo a montarme de nuevo en el potro del Gobierno. No es para tanto. Caro tiene una gran autoridad moral. Puede equivocarse, como me he equivocado yo. Pero una situación política no se perturba por asuntos fiscales. Si incurriera yo en la insensatez de romper con Caro por el tabaco, precipitaría la liquidación de lo que ha venido llamándose Partido Nacional. El partido se dividió en las elecciones pasadas en caristas y velistas. Tuve la esperanza de que cerrado el debate electoral se hiciera la unión y excité a que se hiciera en un artículo de El Porvenir que titulé “Cesen los fuegos”. Continuó la división y ya con graves caracteres, pues los velistas la convirtieron de personalista en ideológica. Se titulan conservadores doctrinarios. Y tienen un programa: la reforma de las instituciones que yo considero prematura e imprudente. El país necesita veinte años de paz; todo lo demás debe subordinarse a esa suprema necesidad. Si yo me presentara a Bogotá a quitarle las riendas del Gobierno al señor Caro, el partido se subdividiría y tendríamos caristas y nuñistas. El principio del fin. Estoy resuelto a desmentir categóricamente las habladurías que se funden en un viaje mío a Bogotá y en el supuesto propósito que tenga yo de reasumir el mando. Fulano, a quien tengo por hombre veraz, me escribe contándome que en noches pasadas se hablaba en la tertulia del Palacio de San Carlos de que llegarían a Bogotá pronto los tres bemoles. Dizque Caro preguntó qué eran esos tres bemoles. Y al contestarle, unos músicos que tocan toda clase de instrumentos, comentó: “Entonces llegan cuatro, porque dicen que viene el doctor Núñez”. Tengo en cuarentena el chisme, pues Fulano tiene la franqueza de informarme que no lo oyó con sus propios oídos. Si alguna persona sabe que yo no pienso ni remotamente en viajes a Bogotá es Caro. Sin embargo, apenas llegue Holguín le voy a referir la cosa y veremos qué impresión le hace. Lo cierto es, y me extraña, que Caro me escribe de tarde en tarde. Cuando no era jefe del Gobierno mantenía conmigo correspondencia casi constante».
+EL MONOPOLIO DEL TABACO — OPINIONES DE DON LUIS NIETO Y DE MI TÍO VICENTE PALACIO — FRANCA CAMPAÑA DEL PRESIDENTE TITULAR CONTRA EL PROYECTO DEL GOBIERNO — PERO SIN HOSTILIDAD HACIA EL ENCARGADO DEL PODER EJECUTIVO — LLEGADA DE CARLOS HOLGUÍN A CARTAGENA — CURIOSOS PÁRRAFOS DE PEQUEÑA HISTORIA — UNA CONVERSACIÓN SOBRE CHISMES Y ENREDOS BOGOTANOS — DEFENSA DE MARTÍNEZ SILVA, CARO Y OSPINA CAMACHO.
+ESCRITO EL ARTÍCULO SOBRE la defensa de Clímaco Calderón, folleto publicado en Nueva York, pasó a la revisión del doctor Núñez. Y entretanto, publiqué en El Porvenir del 24 de enero otro titulado «Génesis», que mereció su absoluta aprobación, en el que intenté algunas refutaciones a las hipótesis de Spencer sobre la formación del mundo. El cotidiano contacto y trato con Núñez me había convertido al espiritualismo, no menos que una segunda lectura, más atenta que la primera, de Le Disciple de Paul Bourget. Fue entregado finalmente el breve estudio que hice del folleto de Calderón a las cajas de El Porvenir y tuve la íntima satisfacción de ver que el doctor Núñez no había añadido ni suprimido nada de su texto. Lo finalizó con las siguientes líneas: «La vindicación respecto de toda desdorosa duda es perentoria, y sabemos también que este es el concepto del doctor Núñez». (Véase El Porvenir de Cartagena, febrero 8 de 1894, número 866).
+En la misma entrega de El Porvenir puede leerse el siguiente telegrama: «San Juan, febrero 3 de 1894. Excelentísimo señor doctor Núñez. Cartagena. Mejorada salud, pienso subir próximamente. F. Angulo». Este despacho requiere una explicación. Aun cuando apenas regresado al país, Felipe Angulo comunicó al presidente titular que vendría inmediatamente a Bogotá a defenderse de los cargos que se le hicieron en las negociaciones sobre contratación de los ferrocarriles de Antioquia y Santander; no pudo realizar el viaje porque al llegar a su pueblo natal, San Juan, sufrió graves quebrantos la salud del indomable luchador político. Y como Núñez, por conducto de amigos comunes suyos y de Angulo, insistiera en la urgencia de que este se presentara en Bogotá a desafiar la tormenta, el doctor Angulo pareció resentido por la insistencia. El laconismo ceremonioso del telegrama era un reflejo del resentimiento, y Núñez lo comprendió sin mayor esfuerzo.
+Empeñado el presidente titular con entusiasmo e insistencia en la campaña contra el monopolio del tabaco, las primeras columnas de El Porvenir estaban llenas de los telegramas y cartas que recibía aplaudiendo su actitud y excitándolo a perseverar en ella. En respuesta a una manifestación que le dirigieron de Palmira, contestó así el 6 de febrero: «Señores Pedro A. Cifuentes, Jerónimo López y Bernardo Luján. Palmira. Agradezco manifestación. Sigo haciendo cuanto puedo, y creo ustedes deben también dirigirse al Gobierno para persuadirlo. Por aquí ha causado mucho desagrado la medida; pero todo lo bueno debe esperarse de la sabiduría del señor Caro. Amigo, Núñez». La anterior transcripción demuestra cómo el presidente titular tenía el más profundo respeto por la persona del vicepresidente, que sus objeciones al decreto orgánico de la renta del tabaco eran exclusivamente la única discrepancia o desacuerdo con el mandatario en ejercicio, a quien continuaba acatando y admirando. Que no procedía el presidente titular con disimulos y subterfugios, minando subterráneamente el prestigio y la autoridad del señor Caro. Procedía a plena luz y dentro de la mayor circunspección. Era que de todos los ámbitos de la República se había levantado unánime protesta contra la manera como se había organizado la renta del tabaco. Para dar una muestra del espíritu público dominante, especialmente entre los cultivadores de la hoja, véase entre muchísimos otros el siguiente despacho: «Ricaurte, febrero 5 de 1894. Excelentísimo señor doctor Núñez, Cartagena. Colombia de plácemes. Catástrofe de industria y tal vez de Regeneración desaparecerá con su telegrama contra monopolio. Felicítolo cordialmente, Luis Nieto». Mas de todas las voces de aliento que recibiera el doctor Núñez, la que más le agradó y conmovió fue la de mi tío don Vicente Palacio desde El Carmen (Bolívar). Él fue un radical exaltado y no obstante sus relaciones de familia con Núñez, rompió las personales desde 1881. El tío Vicente fue un hombre de trabajo que servía a su partido con entusiasmo y desinterés, sin intervenir en la política. Era el más fuerte comprador de tabaco en la región de El Carmen por su propia cuenta y por la de casas extranjeras establecidas en Barranquilla. Trece años hacía que no permitía que se le hablase del doctor Núñez y había llegado en su exaltación política hasta el extremo de reñirse con mi padre por poco tiempo. Hermano mayor de este, le había tenido aquel amor mezclado de ternura que los mayorazgos consagran al menor de la familia. ¡Pero hombre curioso el tío Vicente! Riñóse con mi padre por la participación que tuvo en la guerra de 1885, mas no así con mi madre, ni con ninguno de los hijos de su hermano. Iba todas las tardes a nuestra casa como era de antaño su costumbre, a la hora de comida, pues él la tomaba más temprano. Entraba al comedor y daba la vuelta a la mesa, abrazaba a mi padre, saludaba a cada uno desde el más grande hasta el más pequeño y hacía caso omiso del hermano predilecto y que continuaba siéndolo. Entablaba la conversación y la salpicaba de indirectas a los políticos a quienes vaticinaba que se arruinarían. Mirábalo mi padre de soslayo, fingiendo que tenía puestos sus ojos en el plato, y sonreía… En la sala había un retrato de Núñez y jamás se sentaba frente a él; tomaba el asiento y lo colocaba siempre volviéndole la espalda. El enojo duró poco tiempo. Una buena tarde entró al comedor y directamente dirigióse al asiento de mi padre y poniéndole la mano sobre el hombro le dijo: «Me dijeron que estabas enfermo». El mayorazgo tenía la friolera de diecisiete años más que el menor; habían sido durante muchos años asociados en el comercio y fundaron un almacén que se llamó Las Novedades, liquidándolo después de muy buenas utilidades. Era muy instruido el tío Vicente y sólidamente, pues estudió para sacerdote y dejó los hábitos en vísperas de recibir las órdenes menores. Se alistó en las filas de la revolución cuando la guerra de los Supremos —hace cien años— y fue de los derrotados en Tescua «por la espada que venció en Junín». Conocía a fondo el latín y sin haber estado jamás en Francia hablaba y escribía el francés correctamente. Mayor también que su primo Núñez, en un viaje que este hizo a Barranquilla recién doctorado, el tío Vicente casi que lo comprometió a dedicarse a la agricultura, pintándole exageradamente —las exageraciones de don Vicente eran proverbiales y muy chistosas— la fertilidad de las tierras de Galapa, en donde mi abuelo don Pedro Palacio García y Fierro, poseía y explotaba unos potreros de ceba. Esto me lo refirió el doctor Núñez el día en que mostróme, tan alegre como un muchacho, el telegrama del tío Vicente en que lo felicitaba por su campaña contra el monopolio del tabaco, excitándolo a perseverar en ella.
+«Prescindiendo», me dijo Núñez, «del lícito interés que tiene Vicente en el negocio del tabaco, cómo será de justa y oportuna mi oposición al monopolio que él, de quien sé por toda la familia que no quería ni oír mi nombre, me dirige este telegrama».
+Años después de muerto el doctor Núñez, oí referir al doctor y general Rogelio García H. una noche en Barranquilla, y por cierto lo publicó después, el incidente en el que mi tío Vicente casi que decidió al futuro presidente de Colombia a dedicarse a las labores del campo. El doctor y general García H. me contó: «Yo se lo oí referir al doctor Núñez en el viaje que hice con él escoltándolo como presidente en 1880 desde Honda hasta Bogotá. Y el remate del cuento era este: yo no estaría metido en la odiosa política si hubiera seguido los consejos de mi primo Vicente Palacio. Y sería más feliz».
+El presidente titular dirigió también telegramas a los jefes más destacados e influyentes del partido de Gobierno, exponiéndoles sintéticamente sus ideas sobre el decreto reglamentario de la renta del tabaco y rogándoles que intervinieran ante el Poder Ejecutivo a efecto de que fuera modificado. El expresidente Holguín, ya en viaje para Cartagena, le contestó desde Honda: «Honda, enero 9 de 1894. Excelentísimo señor doctor Núñez. Cartagena. Recibidos sus telegramas. En un todo de acuerdo con usted. Afectísimo Carlos Holguín». El vicepresidente, que estaría siguiendo con operosa atención las actividades del presidente titular, le telegrafió desde Madrid (Serrezuela), lo siguiente: «Madrid, febrero 13 de 1894. Señor doctor don Rafael Núñez. Cartagena. El viernes reuní consejo de ministros, e hice sencilla e imparcial exposición sin emitir concepto personal y pedí emitiesen con toda libertad dictamen por escrito. Creo no sean uniformes las opiniones. Espero encontrar temperamento satisfactorio. Afectísimo, Caro».
+El doctor Carlos Holguín bajaba el río Magdalena acompañado de su hijo Carlos, que contaba entonces apenas diecisiete años, a bordo del vapor Barranquilla. No llegaría hasta Cartagena por la vía del Dique, que por causa del verano se encontraba innavegable. Tomaría en Puerto Colombia un vapor marítimo. El doctor Núñez se encontraba anheloso por estrechar entre sus brazos al doctor Holguín, a quien consideraba como a uno de sus amigos más leales y probados.
+Poco después del mediodía del 17 de febrero, atracó en el muelle de La Machina el vapor Panamá, de la Compañía General Trasatlántica Española, de que eran agentes en Cartagena los señores R. y A. de Zubiría, que traía al expresidente Holguín y a su hijo. Hasta La Machina fuimos a recibirlos más de un centenar de amigos políticos y personales, encabezados por el gobernador del departamento, Henrique L. Román, y en la estación Núñez estaba presente todo el nacionalismo de Cartagena, presididos por el presidente titular doctor Núñez. Al descender el doctor Holguín del tren, lo saludaron entusiastas aclamaciones y al pie del vagón encontró al doctor Núñez con los brazos abiertos. Escena emocionante, solemne confirmación de una amistad política y personal que debía interrumpirse en esta vida, para continuar sin duda en el más allá. ¿Quién hubiera podido presentir en aquel instante que breve tiempo después, tras el curso de pocos meses, Núñez y Holguín habrían de morir, y desaparecerían de la escena política nacional?
+Yo no conocía personalmente al doctor Holguín. A bordo del vapor Panamá me lo presentó su hijo Carlos, de quien era yo amigo desde hacía dos años. La impresión que me causaron la figura de aquel hombre, sus distinguidos ademanes, su perfecta educación sin melosidades ni falsas cortesanías, su voz bien timbrada y armoniosa, su natural sonrisa, pues en aquella época los rostros no estaban al acecho de las cámaras fotográficas, fue agradabilísima. Y se iría acentuando y perduraría intensamente en mi espíritu y en mi memoria, a la medida en que fuera tratándolo y descubriendo los ricos tesoros de su inteligencia, las muestras de su carácter reciamente templado, de su bondadoso corazón y de aquella franqueza suya que hizo de él, como lo dijo Caro, un mal discípulo de Maquiavelo. Durante treinta y dos días puedo vanagloriarme de haber vivido en la intimidad de Carlos Holguín, porque tuve el honor de ser designado por el doctor Núñez a manera de adjunto civil del expresidente de Colombia. El doctor Núñez y doña Sola le habían preparado alojamiento en un pequeño y coqueto chalet en El Cabrero, cercano a la residencia de ellos, y yo debía acompañar al doctor Holguín en las horas de comida y de almuerzo, sentarme a la diestra en su mesa —a la izquierda de su hijo Carlos— y acompañarlo cuando él lo requiriera al centro de la ciudad.
+En marcha hacia El Cabrero desde la estación Núñez, precedía el desfile de coches el presidente titular en el suyo, junto con el doctor Holguín y el gobernador del departamento. En la verja del chalet que serviría de alojamiento al doctor Holguín esperaba doña Sola, que hizo los honores y ofreció y mostró la casa, con la suprema elegancia y delicadeza que la distinguían. Todos nos fuimos retirando y quedaron conversando los huéspedes de honor, el señor y la señora Núñez y Henrique L. Román, hasta cerca de las cuatro de la tarde. A las cinco le envió al doctor Holguín el coche particular —no oficial, porque no lo tenía el presidente titular en el cual se dirigió a Cartagena sólo para hacer una visita a una bella dama española con quien había viajado desde Puerto Colombia, la que seguiría su trip esa misma noche—. Conocida esta corta escapada del doctor Holguín por el doctor Núñez, dio motivo a este de regocijados y alegres comentarios. Mientras tanto Carlos y yo aguardábamos al doctor Holguín en el chalet. Regresó un poco después de las seis, ágil, radiante de alegría y exhibiendo aquella fortaleza, aquel bienestar físico que distingue al varón que toca a los sesenta y dos años en la madurez y plenitud de todas sus facultades, edad que los franceses tan sutiles para apreciar los matices, llaman la del vieux garçon. ¡Quién hubiera podido diagnosticar que ya don Carlos estaba herido de muerte! Durante la comida estuvo excepcionalmente decidor y casi que elocuente. Nos habló de la primera vez que había visitado a Cartagena, de su agrado por haber encontrado al doctor Núñez en magnífica salud, animoso y dinámico.
+«Realmente», comentó, «a Núñez no le prueba bien el clima de Bogotá. Es otro hombre a la orilla del mar. Cuando yo me despedí de él en 1881 en Bogotá para emprender viaje a Europa, no creí que sobreviviera muchos años, pero dos después estuve a verlo aquí, en los días de la llamada Evolución Otálora. Y era ya persona distinta. No creo que haya sido nunca físicamente vigoroso, pero lo sostienen y animan sus nervios y su espíritu».
+En la mesa era el doctor Holguín el gentleman irreprochable. Sabía servirse y servir a los demás, y sabía comer, lo que es un arte no muy fácil de aprender. El caballero se conoce desde cuando toma la cuchara y la introduce en el plato de sopa. Y daba gusto ver comer al doctor Holguín y excitaba a comer. No decaía su conversación, pasaba de un tema a otro y sabía matizarla con gracejos oportunos y de fina ley. Después de la comida nos encaminamos a la casa del doctor Núñez.
+La primera entrevista que yo presencié, o para expresarme mejor, la primera conversación que yo oí entre Núñez y Holguín que careció de carácter de reservada, la he referido con todos sus detalles en el librito Núñez, memorias y recuerdos. Aun cuando fue una conversación general, la palabra la llevaron casi exclusivamente los dos eminentes interlocutores y, cosa rara, en su mayor parte el doctor Núñez. Tocóle el turno a los chismes y enredos de la política. No recuerdo con precisión por qué se nombró al doctor Carlos Martínez Silva, y Núñez dijo:
+—Es el hombre de la célebre frase. «La Regeneración es un hermoso arco, pero hay que quitarle la formaleta». La formaleta soy yo, ¿sabe?
+El doctor Holguín comentó:
+—Esa frase estoy seguro de que no es de Martínez. Él es un amigo suyo y yo tuve muchas oportunidades de comprobarlo cuando Martínez fue mi ministro del Tesoro. Es uno de los tantos chismes y enredos que tanto abundan en Bogotá contra los cuales hay que estar prevenidos.
+No disimuló el doctor Núñez la poca simpatía que profesaba a Ospina Camacho.
+También defendió a Ospina Camacho el doctor Holguín. Estos dos rasgos me hicieron cobrarle más afecto y admiración a don Carlos. Era un buen amigo, un amigable componedor y procuraba echarle agua a las cuerdas.
+—Y a propósito de chismes y enredos —habla Núñez—, ¿usted sabe, Carlos, que me han escrito de Bogotá contándome que Caro dijo que no eran tres sino cuatro los bemoles que llegarían porque soy yo un músico que toco con toda clase de instrumentos?
+El doctor Holguín trocó su sonrisa en una franca risa, como si comentara para sus adentros, por lo que se refería al señor Caro: Se non è vero, è ben trovato. Porque dentro de su gravedad y sabiduría, es lo cierto que el señor Caro hacía chistes sin malignidad ninguna, para divertir a sus oyentes, con espontaneidad, con ese espíritu de inocente burla que caracterizaba a los viejos santafereños.
+—También chismes y enredos. Miguel Antonio es incapaz de hacer a usted tema de chiste. Es que en Bogotá, a todo el que se le ocurre uno, bueno o malo, lo pone en boca de él.
+El doctor Núñez estaba también en vena:
+—Tiene usted razón, Carlos. Le creo lo que me dice. Cómo será el ir y venir de chismes que ya han inventado los velistas aquí que yo llamo a Caro «Otálora en latín».
+Pasando a los temas serios, el doctor Núñez se lamentó de que el señor Caro le escribiera muy pocas veces.
+—Usted me mantenía siempre al corriente del curso que llevaban la administración y la política. De Caro no puedo decir lo mismo. Yo estoy siempre a oscuras de lo que pasa.
+Nueva defensa del doctor Holguín y muy bien pensadas excusas:
+—Las abrumadoras tareas del Gobierno, etcétera.
+Doña Soledad, que oía todo con la mayor atención, pasando sus miradas de Núñez a Holguín y de Holguín a Núñez, conforme iban hablando, cuando se despidieron el doctor Holguín y su hijo resolvió amonestar ligeramente a su marido:
+—No me parece bien que te pongas a criticar al señor Caro delante de Holguín; recuerda que es su cuñado y puede resentirse.
+Nerviosamente se levantó Núñez de su mecedora para dirigirse al cuarto dormitorio y le replicó a doña Sola:
+—Me gusta la lección que me das, pero comienza por aplicártela a ti misma, porque has de saber que no me place que critiques a mi hermano Ricardo delante de mí.
+Entonces fui yo quien no pudo menos de soltar la risa, y también doña Sola. Mas es lo cierto que el doctor Núñez aprovechó la lección. Las noches siguientes habló de Caro con grandes elogios.
+El día siguiente, la señora de Núñez ofreció un almuerzo íntimo pero suntuoso al doctor Holguín y a su hijo. Asistimos los habituales comensales, el gobernador Román y dos o tres personas más que no recuerdo. El doctor Núñez almorzó en su cuarto escritorio y de su dieta especial. Al servirse los postres entró al comedor con una caja de tabacos habanos que fue pasando a los invitados. De pie, rehusó sentarse; frente al doctor Holguín, sostuvo con él una animada conversación.
+Había sido tema de controversia entre doña Sola y Núñez, al fijar la colocación de los puestos, si a la mesa debía sentarse Lorenzo Solís, o si era preferible que almorzara con el doctor Núñez. Doña Sola optaba por esta solución, a la cual pareció inclinarse su marido. De improviso irrumpió en el comedor e impuso su decisión.
+—Absolutamente, ¿sabe? Solís se sienta a la mesa. Es como un miembro de la familia. El pobre no anda muy bien de ropa, ni tiene maneras de gran señor, pero no debemos hacerle ese desaire. A los humildes no hay que lastimarlos.
+Al terminar el almuerzo, la tertulia se trasladó al salón. Solís hizo discretamente mutis y se encaminó a desempeñar sus ocupaciones en la aduana.
+—Holguín —Núñez llamaba indistintamente al expresidente, Holguín o Carlos—, el amigo que acaba de irse fue el servidor más fiel y constante de mi madre. Almuerza y come todos los días aquí. Es como de la familia.
+Los días, las semanas se deslizaban plácida y alegremente. Nada parecía preocupar al ilustre huésped de El Cabrero, ni al presidente titular de la República. No alcanzaban a ver ellos ninguna nube en el horizonte político. El asunto que llamaré por antonomasia del tabaco, constituía la única discrepancia entre Núñez y Caro. En cambio, el primero no ahorraba los elogios a la política internacional que estaba siguiendo con firmeza e indiscutible acierto el vicepresidente. El 8 de marzo publicó El Porvenir la siguiente nota editorial en los más gruesos caracteres tipográficos: «Colombia y Venezuela. Se nos comunica de la grata nueva de haberse resuelto por medio del protocolo el problema del laudo en términos tan satisfactorios para nuestro honor y derecho, como para la afirmación de las relaciones fraternales entre los dos pueblos unidos por tantos vínculos. Ese era el asunto de más trascendencia que ocupaba a nuestro gobierno, pues todo lo demás es secundario y de fácil arreglo. No tenemos palabras con qué elogiar debidamente la sabiduría del excelentísimo señor Caro y del dignísimo ministro de Relaciones Exteriores». La nota trascrita se refiere al tratado Suárez Unda que, por desgracia, fue improbado aquel mismo año de 1894 por el Congreso de Venezuela. Casi medio siglo —47 años— habría de transcurrir antes de que definitivamente quedaran liquidadas las diferencias que con motivo de la ejecución del laudo español surgieron entre Colombia y Venezuela, después de atravesar un dilatado lapso en que hubo horas y días de dramáticas complicaciones. Copiando las palabras de Núñez, diré que el destino reservaba la feliz resolución del inquietante problema al actual jefe de Estado, en Colombia, a su sabiduría y a la de su dignísimo ministro de Relaciones Exteriores. Fecunda en bienes para nuestra patria ha sido la óptima administración Santos, que entra ya en su jornada final, y con todo el haber sellado la fraternidad entre los dos pueblos que juntos nacieron a la vida y a la gloria, habrá de ser el más preclaro de los timbres con que pasará a la historia.
+Hace cuarenta y siete años también, y esto nos demostrará que nuestras incipientes democracias viven tejiendo la tela de Penélope, Perú y Ecuador estuvieron al borde de decidir en los campos de batalla su litigio sobre límites. Ayer, como hoy, la América se conmovió ante la terrible expectativa y así mismo la vieja Europa que aún comulgaba en los altares de la paz, el derecho y la justicia. El Gobierno de Colombia ofreció su mediación a Ecuador y Perú, y los de Inglaterra y Alemania. Los términos en que la ofreció nuestra cancillería fueron tan expresivos y discretos como era de esperarse de las sabias plumas de Caro y de Suárez. El gran papa León XIII no permaneció indiferente al panorama de una posible guerra fratricida; ofreció también su mediación. Finalmente, Ecuador y Perú resolvieron aceptar la mediación de la Santa Sede y Colombia. Nuevo triunfo para la política internacional del vicepresidente Caro y de su ministro de Relaciones Exteriores, Marco Fidel Suárez. El Porvenir, de Cartagena, lo registró complacidísimo y el doctor Núñez, encargó al profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad de Bolívar doctor José Ulises Osorio, que escribiera, y así lo hizo este, el correspondiente editorial laudatorio.
+Pero vuelvo a los recuerdos de la estada de don Carlos Holguín en Cartagena.
+LA TEMPORADA DEL DOCTOR CARLOS HOLGUÍN EN CARTAGENA. SUPOSICIONES Y CHISMES SOBRE EL OBJETO DE SU VISITA AL PRESIDENTE TITULAR — SU REGRESO A BOGOTÁ — LA COINCIDENCIA DE ESTE CON EL ESTALLIDO DE UNA TORMENTA POLÍTICA. LA CONVERSACIÓN EXQUISITA DEL EXPRESIDENTE — VIOLENTOS ARTÍCULOS DEL DOCTOR JOSÉ VICENTE CONCHA CONTRA DON CARLOS MARTÍNEZ SILVA Y LOS INDEPENDIENTES — LA RENUNCIA DEL DOCTOR JOSÉ MANUEL GOENAGA DEL MINISTERIO DE HACIENDA — LOS COMIENZOS DEL DEBATE FINANCIERO.
+LA TEMPORADA DEL DOCTOR Holguín en Cartagena se extendió del 19 de febrero al 20 de marzo, exactamente 30 días. Refiriéndose a ella, decía poco después el eminente hombre público a mi hermano Ernesto en carta íntima: «Usted comprenderá fácilmente que la falta que Cartagena, y especialmente El Cabrero, me han hecho, ha sido grandísima, pues muy pocas temporadas me he pasado en mi vida tan agradables». (Bogotá, abril 24 de 1894). Ciertamente el expresidente recibió de la alta sociedad cartagenera, y del Partido Nacional, las más calurosas y espontáneas manifestaciones de simpatía y adhesión. El liberalismo observó ante el huésped ilustre una fría pero urbana actitud. No así el velismo, que el día de su llegada hizo circular, firmada por sus dirigentes, agresiva y violenta hoja volante, bajo el título Dardo impotente. Magnífica oportunidad se le dio al doctor Holguín para dar lección de urbanidad y elegancia. Les dirigió carta abierta a los de la hoja que publicó El Porvenir en la que les decía sobre poco más o menos esto: «Si no fuera yo un huésped de Cartagena, contestaría los cargos que ustedes me hacen, que son reproducción fiel de los que acaba de formularme el periódico Las Novedades, de Medellín, pero en esa condición de huésped sería impropio de mi parte entablar polémicas con hijos de Cartagena a quienes necesariamente tendría que lastimar. Yo recuerdo que en los tiempos del vencimiento de nuestro partido fui siempre recibido aquí por todos los conservadores gallarda y noblemente». Pero días después el doctor Holguín se aprovechó de la oferta que le hizo El Porvenir para que ocupara sus columnas editoriales, y contestó, victoriosamente a mi ver, el artículo de Las Novedades, al que aludió en su lección de urbanidad a los velistas de la Ciudad Heroica. Los agasajos que se le tributaron al señor Holguín se sucedían casi sin interrupción; invitaciones a hogares respetables, una velada en el Instituto Musical, banquete ofrecido por el gobernador en el Club Cartagena, banquete ofrecido por la juventud conservadora en el mismo centro social, y dos nutridas manifestaciones populares. Una recepción tan espléndida, dentro de la propia residencia del presidente titular de la República, inquietó a los enemigos políticos y rivales del doctor Holguín, que comenzaron a tejer suposiciones extravagantes sobre su viaje a Cartagena. Los verdaderos enemigos políticos o rivales de un hombre público se encuentran dentro de las filas de su propio partido. Los adversarios naturales no deben ni pueden preocuparle. Afirmo que eran infundadas las suposiciones, porque me consta y puedo certificarlo bajo la solemnidad del juramento. Holguín fue a El Cabrero para darse unas merecidas vacaciones, para buscar alivio a la dolencia de sus riñones, que ya comenzaba a preocuparlo, para ofrecer el solaz de conversar largo y tendido con su amigo personal Núñez, y las conversaciones entre los dos amigos no revistieron carácter secreto, ni se desarrollaron jamás dentro del misterioso ambiente de la cábala y la intriga. A excepción de dos o tres veces, a lo más, en que conversaron solos, sin testigos, paseándose sobre el balcón que mira al parque Apolo, sus pláticas las oían todos los habituales tertulios o visitantes de Núñez en las noches: don José María Pasos, don Lázaro Ramos, los doctores Pablo J. Bustillo, Francisco C. Escobar, José Ulises Osorio y miembros de las familias Núñez y Román. Excluyo a Henrique L. Román porque este acostumbraba visitar a Núñez en las tardes, esporádicamente, y con fijeza en las de los domingos. Así que Holguín dijo la verdad, toda la verdad en el párrafo final de su artículo «El velismo» que se publicó en El Porvenir, de Cartagena, y que dice así: «En cuanto a mi visita a Cartagena, que el directorio velista de Medellín considera peregrinación o romería a El Cabrero en busca de apoyo para que el Congreso próximo me elija designado, por estúpida y absurda que pueda ser tal suposición, es natural que se la hayan hecho los que no sueñan sino con atrapar posiciones oficiales de cualquier modo, y muy particularmente la presidencia de la República. Pero al que ha sido en su patria cuanto hay que ser sin haber solicitado jamás un voto ni hecho una cortesía en ademán suplicante; que ha ido a los puestos públicos como los testigos de los testamentos, llamado y rogado, no se le puede hacer tal cargo a la faz del partido que siempre lo ha honrado con su absoluta confianza, sino por personas acostumbradas a reírse de la verdad y a burlarse de la opinión pública. Ya he dicho por diversos conductos que no seré candidato para la designatura próxima y que aun cuando fuera electo, no aceptaría el cargo. Y yo no digo estas cosas para atraerme simpatías y ganar votos (El Porvenir, marzo 7 de 1894).
+Y quien menos podía ofrecer designatura al doctor Holguín era el presidente titular, señor Núñez, que profesaba, y lo hacía público, el principio de que quien había ocupado la jefatura del Estado no debía desempeñar en tiempos normales empleo o cargo inferior, a no ser el de consejero municipal de su ciudad nativa. Lo que sí se le ofreció, y no por el doctor Núñez, sino por los dirigentes políticos del nacionalismo de Cartagena, al doctor Holguín, fue la senaduría que habría de proveer la asamblea próxima a reunirse. Y el doctor Holguín manifestó que la aceptaría complacido, sin asegurar su asistencia al Senado, pues él era de opinión que los expresidentes de la República debieran tener por derecho propio una curul en la más alta corporación legislativa del país. Consecuente con esa opinión, el único proyecto de ley que presentó en el Senado de 1894 fue el que ordenaba «que todos los expresidentes de la República ocuparían en lo sucesivo por derecho propio un puesto en el Senado». Lo cual, de otra parte, demostraba que el doctor Holguín no era un feroz e intransigente enemigo de sus adversarios políticos naturales, porque implantada la medida, entonces al Senado de Colombia habrían concurrido por derecho propio, Salvador Camacho Roldán, Santiago Pérez, Santos Acosta, Aquileo Parra y Sergio Camargo. Parece innecesario decir que el proyecto, como todos los proyectos buenos, no tuvo ambiente propicio y quedó huérfano con la prematura muerte de su autor.
+Para mí personalmente también fue una de las más instructivas y agradables de la vida cuyo recuerdo aún conservo, la temporada del doctor Holguín en Cartagena. Todos los días, a las horas de almuerzo y de la comida me deleitaba con la deliciosa conversación del scholar, del político, del diplomático, del hombre de mundo que había en Holguín. Era pasmosa su erudición, y exhibíala ante sus oyentes sin pedanterías, con sencilla naturalidad. Pero si pasmosa era su erudición, a su memoria hay que darle un calificativo de grado superlativo: colosal, prodigiosa. En aquellos días inolvidables yo le oí recitar a don Carlos la Athalie de Racine, y las más bellas composiciones de Lamartine en francés; la Divina comedia de Dante, en italiano; el «Child Harold» de Byron, en inglés; a Zorrilla, a Núñez de Arce, a Campoamor, a Julio Arboleda, a Fallon, a Jorge Isaacs, a Núñez; incluyen una parodia del Que sais-je?, muy graciosa, que yo no conocía y no he vuelto a oír más. Me habló de su residencia en la villa del Oso y del Madroño, contándome anécdotas interesantísimas de sus relaciones personales muy estrechas con Cánovas del Castillo; de las veladas que había pasado en las casas de Eusebio Blanco y Ramón de Campoamor, en las que se ponía a prueba su fama de experto jugador de tresillo. Pasando a los temas e incidentes de la política interna, le oí referir las diferencias que tuvo con el general Cuervo en 1890, hacer apreciaciones sobre las personas que en ellas intervinieron y la manera como dio el golpe audaz y peligroso de separar al inquieto caudillo del Ministerio de la Guerra. Y todo ello con simpatía por Cuervo —ya desaparecido de la escena del mundo—, con cálidos elogios a su valor personal, a su pericia militar y a la fascinación que ejercía sobre cuantos le trataban. Le oí referir también el proceso de gestación de las candidaturas Caro y Vélez y exponer sencillamente sin el propósito de convencerme a mí ni a nadie, que en el lanzamiento de la primera él (Holguín) no había tenido parte.
+En los banquetes que se dieron en honor del doctor Holguín en el Club Cartagena y en la manifestación popular que se llevó hasta su residencia, pude apreciar cómo era el doctor Holguín, un elocuentísimo orador político, un feliz improvisador y cómo su palabra era rayo abrasador. Todo en él contribuía a transformar súbitamente al charlador mundano en formidable tribuno. Su arrogante y simpática figura, su voz flexible y armoniosa, que se acomodaba fácilmente a todos los tonos y matices; desde el de la ira santa hasta el de la mordaz ironía. Su profundo conocimiento de la historia universal y de la de Colombia y aquella arrogancia de quien siente que en todo momento y en todo campo puede responder de sus palabras y de sus dichos, refrendándolos con la palabra o la pistola, o con la pluma en las polémicas de prensa. Entusiasmado, le elogiaba yo a la mañana siguiente de su primer discurso en Cartagena sus envidiables condiciones para la oratoria. Con la modestia que sólo poseen los hombres superiores, me dijo: «Es lástima, Julio, que usted no hubiera oído a Rojas Garrido. Yo no encontré en Europa, y oí allá a los más notables oradores, ninguna voz como la suya. En la garganta de ese hombre, Dios colocó un instrumento maravilloso que daba todos los acordes. Era un registro musical».
+Dado desde muy joven a la observación psicológica, al detalle, yo estudiaba las diferencias de temperamentos y caracteres que existían entre Núñez y Holguín. El primero cauteloso, aparentemente reposado y sereno, en lo general de pocas palabras, reconcentrado en el ser interior, pensativo y cual distante del mundo exterior, absorto en sus meditaciones y dijiérase que atormentado por sus dudas, que no fueron, por cierto, las dudas superficiales de que habla el maestro Sanín Cano. El segundo, desbordante de optimismo, fuerte físicamente, gustador de todas las alegrías de la vida, expansivo, ofreciéndose sin reservas. Y después de que Núñez vio y observó a Holguín oír la primera misa del domingo en la capilla de Las Mercedes, aquel me dio la clave, la fundamental explicación de las disimilitudes de carácter y temperamento que yo venía siguiendo atentamente:
+«La fe religiosa hace milagros, transforma a los hombres. Holguín es en el fondo un sibarita. Míralo cómo goza en la mesa, cómo saborea los manjares, cómo se le iluminan los ojos todavía cuando ve una mujer bella y joven. Gozará así en la mesa de juego. No es un mojigato, no se asusta cuando se lleva la conversación a temas escabrosos. Pero me ha conmovido contemplarlo oyendo la misa. ¡Qué unción, qué fervor, qué aislamiento de cuanto le rodeaba en el momento de la consagración!».
+Y esto lo decía Núñez con vaga melancolía, deseando seguramente ser él así, arder en tamaña fe religiosa. Él, que oía la misa de pie, sin arrodillarse, rodeado de sus galgos y supongo que sólo para complacer a doña Sola. Porque Núñez, vuelvo a repetirlo enfáticamente, era un espiritualista, pero para él no había brillado todavía el rayo de Damasco.
+El 20 de marzo, a las cinco de la tarde, se embarcó el doctor Holguín en el vapor alemán Cherukia, para Puerto Colombia. En Barranquilla tomaría el vapor fluvial en que remontaría el Magdalena rumbo definitivo a Bogotá, en donde le esperaban sinsabores y amarguras, tristes decepciones y como final del calvario que iba a recorrer, la muerte redentora, con su eterna paz. Núñez debía precederlo en el misterioso viaje. Se despidieron a la manera de dos muchachos amigos que han pasado juntos una alegre temporada.
+—Carlos, no hay que abandonar las tradiciones. Cuando usted se despidió de mí en los días de la Evolución Otálora, en esta misma casa, para irse a Europa, pidió un vaso de agua de coco. Sola le tiene ahora preparado el de esta despedida.
+El doctor Holguín lo apuró y los dos amigos tomaron el coche que los condujo a la estación, en donde se dieron el último abrazo.
+En el horizonte político se amontonaban nubes anunciadoras de recia borrasca. Pocos días antes de la partida del doctor Holguín, Núñez le hizo esta pregunta en conversación general:
+—Dígame algo, Carlos, sobre la persona de Concha, el secretario privado de Caro.
+Holguín contestó que Concha era muy joven, que había hecho una carrera judicial muy brillante y que había comenzado la política siendo secretario del general Cuervo en la Gobernación de Cundinamarca.
+Que de esta lo había llevado a la secretaría privada de la presidencia, porque le tenía mucho cariño e ilimitada confianza.
+El doctor Núñez se levantó del asiento, dirigióse a su cuarto escritorio, revolvió papeles y regresó a la sala con un periódico: «Este es El Telegrama, del 19 de febrero. Me escriben de Bogotá que es el periódico órgano del señor Caro y que ha comenzado a escribir los editoriales el joven Concha. Voy a leerle un parte del publicado en esta edición, que se titula “El tabaco”», y leyó lo que sigue y que he rebuscado yo en la Biblioteca Nacional: «“Por nuestra parte sólo pensamos que si se obtiene la suspensión o derogación de medida tan importante o productiva como la del monopolio de tabaco, fuera del golpe de muerte que con esto se da al principio de autoridad, quedará tan difícil la situación del Tesoro, que apenas comprendemos que haya un hombre, por mucho que sea su patriotismo, abnegación y serenidad, que se embarque de timonel en esa nave que tan pronto habrá de irse a pique”. No hay que cavilar mucho para comprender a quién va enderezada esta indirecta del padre Cobos. Soy yo, ¿sabe?, el timonel de la nave que se va a ir a pique».
+No encontraba el doctor Núñez que procediera incorrectamente el señor Caro teniendo un periódico que defendiera los actos de su administración y su política, y así me lo dijo después: «Yo siempre he tenido periódicos que defiendan mis gobiernos; tuve El Impulso, cuando ejercía la presidencia del estado soberano de Bolívar; tuve La Luz, en mi primera administración nacional, y La Nación, desde 1885. En Europa todos los jefes de Gobierno tienen periódicos en los que escriben y que ellos miran como aceptos. Es un derecho como el que ejercen las oposiciones al tener los suyos, pero si somos amigos y los guardianes de una misma causa, sería de desearse que cuando El Telegrama se refiera a mí, directa o indirectamente, lo hiciera con menos aspereza. El Porvenir siempre trata a Caro con profundo respeto y deferencia. Ni una frase que pueda lastimarlo…».
+El artículo editorial de El Correo Nacional del 4 de abril, «Nuestros progresos», cuya paternidad se atribuyó al doctor Carlos Martínez Silva, quien acababa de regresar al país de un viaje por los Estados Unidos y Europa, desató la tormenta, como también algunos otros que aparecieron en La República, periódico del grupo independiente, fundado contra los consejos del doctor Núñez y que él miraba con desagrado ostensible al punto de inspirar a mi hermano Ernesto un artículo «Nostalgia», en el que se condenaba la resurrección del independentismo como partido autónomo y haciendo casa aparte.
+La República, haciendo coro a «Nuestros progresos», artículo que sostuvo la tesis de que en punto a los tales íbamos a la retaguardia de los países civilizados, dijo en su entrega número 110: «Nuestras universidades y nuestras escuelas primarias parece que estuvieran no viendo el estéril peripato de la Edad Media; una intolerancia musulmana las ha dirigido, y la hipocresía, organizada como un ejército, acabará por dominarlas». Nada en verdad más imprudente y osado.
+Esto y «Nuestros progresos» fueron la génesis del escándalo de las emisiones clandestinas que entre regeneradores era, por lo demás, el secreto de Polichinela. Había que aniquilar, que triturar, a don Carlos Martínez Silva, ministro del Tesoro de la administración Holguín en 1889, autor exclusivo de la conversión de la deuda antigua en billetes del Banco Nacional, y a los independientes, que se atrevían a herir los sentimientos religiosos del conservatismo. La Regeneración entraba en un proceso de descomposición, de disolución, e iban a pagar justos por pecadores, y se sacarían unos y otros «los cueros al sol», como vulgarmente se dice.
+En El Telegrama del 12 de abril apareció un editorial, titulado «Alto y frente», que causó enorme sensación, que daba tajos y mandobles, por parejo, a los independientes y a don Carlos Martínez Silva. «La Regeneración», decía «Alto y frente», «es cierto, ¿por qué habríamos de negarlo?, ha adolecido hasta hoy de grandes males, ha llevado en sus carnes, doloroso es reconocerlo, gérmenes de putrefacción, pero no gérmenes propios, sino parásitos. La culpa no es de la idea santa y buena sino de los hombres que debían seguirla dolosamente, que sólo iban tras la enseña como el famoso bandido Thenardier, de Victor Hugo, formaba en las filas de los ejércitos, el miserable, para despojar los cadáveres de los que iban cayendo como buenos en los campos de batalla. Esos, ellos pueden haber retardado la obra de la Regeneración, pero ¿quién distinto de los hombres de la actual administración, puede reclamar la gloria de haberles dado un golpe de muerte arrojando lejos esos obstáculos, esos impedimentos para la venturosa marcha del partido?».
+Mandoble directamente asestado al independentismo y referencia muy clara al Petit Panamá. Presumo que «Alto y frente» determinó al doctor José Manuel Goenaga, ministro de Fomento, a presentar renuncia irrevocable, y fue nombrado para reemplazarlo el señor Juan B. de Brigard. Ahora veamos el mandoble cruelmente asestado a don Carlos Martínez Silva en el mismo «Alto y frente»: «La depreciación del papel moneda en Colombia, verbigracia, se ha señalado por muchos y se señala hoy, como causa principal de los mayores males. ¿Y cuál sería, preguntamos nosotros, el motivo principal de esta depreciación? Si se hubiera mantenido en su primitivo límite la emisión de billetes; si sólo la ley hubiera podido variarlo a la faz del país, sentiríamos las consecuencias que sentimos? ¿Quién quebrantó la confianza general, quién doló la fe pública, quién cometió esa falta mayor que un delito, según la expresión del actual jefe del Estado?». Y en editorial del 19 de abril, bajo el título «En retirada», contestando a El Correo Nacional, El Telegrama amenazaba francamente con que el Gobierno llevaría al Congreso al Banco Nacional para que investigara las operaciones realizadas por ese instituto en 1889. No se necesitaba ser un lince para adivinar que el autor de «Alto y frente» y «En retirada» era persona íntimamente ligada al vicepresidente encargado del Poder Ejecutivo, que hablaba con él diariamente y que recibía sus inspiraciones. El Correo Nacional señaló al secretario privado del vicepresidente, doctor José Vicente Concha, como al autor responsable de las graves denuncias y asestó a este un golpe bajo. Afirmó que el doctor Concha recibía varios sueldos; el de secretario privado, el de corrector del Diario Oficial y los de profesor en varias cátedras de la Universidad Nacional. El doctor Concha replicó victoriosamente demostrando, con certificaciones oficiales, que recibía sólo el sueldo de secretario privado y el de una cátedra en la Facultad de Derecho, pero confesó paladinamente que era el editorialista de El Telegrama.
+Lo que yo no puedo explicarme es cómo barajaba el señor Concha en sus ataques a personas tan disímiles, tan opuestas, como lo eran los independientes y el doctor Martínez Silva, pues para nadie era un misterio que el primero no tenía precisamente muchas simpatías por los segundos. Estaban muy recientes los ataques de El Correo Nacional al doctor Felipe Angulo y al general Juan Manuel Dávila. Tales son, sin embargo, las viceversas y contradicciones de nuestra política.
+Lo sorpresivo y también lo inexplicable fue que colocando en tela de juicio ante la opinión pública al doctor Martínez Silva, se llevara tras de él y como natural consecuencia, al doctor Carlos Holguín, irresponsable constitucionalmente por las operaciones del Banco Nacional, pero responsable moralmente. El doctor Holguín, con valor civil, con hidalguía, habló para explicar la participación que él había tenido como presidente de la República en la conversión de la deuda antigua. El negocio había sido de la exclusiva iniciativa de su ministro del Tesoro, y sólo ante las explicaciones que aquel le había hecho, sobre la conveniencia y utilidad de la operación, había consentido en autorizarla, y que aún después de la autorización le dirigió un mensaje telegráfico desde Suesca al doctor Martínez Silva rogándole que meditara el asunto antes de resolverlo definitivamente. Esa explicación se encuentra en El Correo Nacional del 25 de abril de 1894, y sobre ella escribía el doctor Holguín a mi hermano Ernesto en carta que tengo en mi poder: «En lo político las fiebres están al orden del día. Las discusiones se han agriado mucho y entre los ramalazos que le han tirado a Martínez Silva ha habido alguno que me ha obligado a hablar a mí también. En El Correo de mañana verá mi carta sobre lo que se ha llamado las emisiones clandestinas. A Julio le escribí por el correo pasado a Barranquilla».
+La prensa liberal no podía desperdiciar el plato que le brindaban las rencillas del partido de Gobierno y lo saboreó con delectación morosa, mas para ella el doctor Martínez Silva resultó personaje secundario. Concentró los fuegos sobre el expresidente, y no quiso apagarlos durante ocho meses.
+PARÉNTESIS DE RECUERDOS PERSONALES — EL GRADO Y LA TESIS — EL PRIMER CLIENTE — LO QUE NÚÑEZ SABÍA DE LAS EMISIONES CLANDESTINAS — LA MAQUETA MUERTA — UN FORMIDABLE DOCUMENTO DE CARO — LECCIÓN PARA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS PARTIDOS — EL PRESIDENTE TITULAR AMORTIGUA SU CAMPAÑA CONTRA EL MONOPOLIO DEL TABACO — NEUROSIS QUE PUEDE PARAR EN SUICIDIO — FALSA ALARMA EN EL CABRERO LA NOCHE DEL VIERNES SANTO.
+ABRIRÉ BREVE PARÉNTESIS A la situación política del partido de Gobierno durante el primer semestre de 1894, para hacer memoria de recuerdos personales. Inmediatamente después de que regresó el doctor Carlos Holguín a Bogotá, hube de dedicarme a los preparativos de presentación de mi grado en la Universidad de Bolívar. Se presentaban algunos obstáculos que yo había previsto, especialmente en lo que se refiere a exámenes preparatorios. Cómo los removió el señor Núñez es cosa que parece innecesario explicar. Se prescindió de los preparatorios y presenté sólo el examen final y las tesis que ya venía escribiendo. Ella, a decir la verdad, tuvo carácter más que científico, político. Versó sobre el curso forzoso en Colombia y sobra decir que en la tarea tuvo el inestable concurso de los consejos, indicaciones y datos que me suministró mi inolvidable protector y pariente el presidente titular de la República. Fue entonces cuando él me refirió la siguiente historia a propósito de las llamadas emisiones clandestinas, de las que comenzaba a ocuparse la prensa de Bogotá.
+Este escándalo de las emisiones sin autorización legal, que elevaron el monto total de los billetes del Banco Nacional en circulación de los doce millones a quince, no era para mí, ni creo que para ninguno de los que han intervenido en los negocios públicos y la política de la Regeneración, un secreto o un misterio. Conocía el asunto muchísimo antes de que Julio Pérez me trajera el verdadero balance del Banco Nacional. Alguna persona muy respetable y bien informada me escribió en 1889, ya avanzado el año, dándome los más minuciosos detalles sobre la operación que se había realizado en el Banco Nacional para convertir la deuda antigua en billetes del instituto. Tan pormenorizada era la relación que esa persona me hacía, que me dio los nombres y apellidos de las personas y entidades que obtuvieron ganancias con la conversión, añadiéndome que la «mosquita muerta de Fulano se había ganado unos pesos en el negocio». Yo escribí a Bogotá lamentando que se hubiera traspasado, sin autorización legal, el límite fijado por la Ley de 1887 al monto de la emisión y contando sintéticamente lo que se me contaba. Pues mira y aprende cómo es de peligroso escribir cartas. A pocas semanas recibí una del «mosquita muerta» acusado por mi informante explicándome ingenua y sencillamente el pequeño negocio que había hecho comprando papeles de deuda antigua y concluía solicitándome encarecidamente que si yo encontraba incorrecto lo que él había realizado, se lo dijera francamente, pues mi concepto le serviría de norma para lo futuro. Me puso en grandes aprietos para contestarle, porque yo no soy fuerte en casos de conciencia: pero salí del paso y le escribí una carta muy lacónica en la que le dije más o menos esto: «Cuando en lo futuro piense usted en negocio análogo al de que me habla, consúltelo antes con el ilustrísimo arzobispo Velasco». A nuestro amigo Holguín le vendrán muchos dolores de cabeza por haber autorizado a Martínez Silva para que hiciera una operación que él (Holguín) rechazó al principio. Sin embargo, ya verás que los radicales no se irán contra Martínez Silva sino contra Holguín. La operación de convertir una deuda que ganaba intereses, por billetes del Banco Nacional y que se amortizaba por medio de un arcaico sistema de remates, en sí misma no tiene nada de reprochable y era beneficiosa para el Tesoro, aun cuando no estoy de acuerdo con Martínez Silva en considerar el papel moneda como deuda pública.
+Fue aquella la única ocasión en que oí hablar a Núñez de las emisiones clandestinas. Durante el periodo más encendido y violento de la campaña que la prensa liberal y El Heraldo, dirigido por José Joaquín Pérez, hacían contra don Carlos Holguín, aquel devoraba en silencio la amargura y la tristeza que le proporcionaban los apasionados e injustos ataques contra el amigo que amaba entrañablemente y de quien hacía los recuerdos más cariñosos casi a diario.
+Si no anda mal mi memoria, creo que me gradué el 8 de abril. El consejo de examinadores lo integraron los doctores Manuel C. Bello, José Ulises Osorio y Pablo J. Bustillo, profesores de Derecho Civil, Derecho Internacional Público, Economía Política y Derecho Comercial, en su orden. ¡Cómo no habría de rememorar yo la paternal solicitud con que Núñez asistió a los preparativos de mi grado y la sincera alegría que experimentó con el triunfo final! Vigilaba atentamente mis estudios y me decía:
+—Estudia poco, y debes leer menos periódicos y revistas. Te los voy a esconder. Piensa que Bello hará todo lo posible por rajarte. Lo cual, en honor a la justicia, resultó un temor infundado, aun cuando le consagré muchas horas al repaso del Derecho Civil hasta el punto de aprenderlo al pie de la letra.
+¿A qué quería dedicarme el doctor Núñez?
+—Voy a hacer lo posible para mandarte a Europa, pero no a Francia, a Inglaterra. No serás hombre completo sino cuando hables, leas y escribas muy bien el inglés. Por ahora no pienses en cosa distinta.
+El Porvenir publicó un suelto sobre mi grado muy elogioso, escrito por el propio doctor Núñez, que no transcribo, pues ya lo hice en el folleto Memorias y recuerdos, tantas veces citado, y porque esta historia de mi vida no está destinada a presentarme como personaje importante, ni para hacerme bombo. Como nunca entró en mis cálculos o planes ejercer la profesión de abogado, incurrí en el descuido de no hacerme firmar diploma desde el primer momento, ni de imprimir mi tesis. Fui dejando estas formalidades para después, y cual ocurre siempre que se va aplazando una diligencia, resultó a la postre que nunca lo hice. De otra parte, ardía en deseos de hacer un viaje a Barranquilla para ver a mis padres y desempeñar una misión confidencial que me había encomendado el presidente titular. Interesábale al doctor Núñez que yo conociera y tratara al general graduado Moisés Camacho, jefe del batallón La Popa, de quien se le transmitían noticias extravagantes que lo tenían muy preocupado. Luego debía pasar a Santa Marta a hablar con el general José María Campo Serrano, quien acababa de separarse con licencia de la Gobernación del Magdalena sobre el proyecto de implantar simultáneamente el monopolio de aguardiente en las dos secciones.
+Durante mi estada en Barranquilla me ocurrió algo muy curioso. Cierta mañana, a muy temprana hora, una sirvienta se presentó a mi cuarto diciéndome que un señor me necesitaba para hacerme una consulta urgente. Ya cayó el primer diente, dije para mis adentros. Me vestí apresuradamente y salí a atenderlo. Me parece que lo estuviera contemplando ahora. Era un hombre de clavadísima estatura, fornido, trigueña la tez y bastante entrado en años. Vestía a la moda de las gentes de humilde clase social, pero adinerada en aquel tiempo y en la costa Atlántica. Sin saco o chaqueta, camisa y pantalones blancos muy almidonados y en la parte trasera ancha hebilla de plata. Calzaba pantuflas con tacón. Al ponerme a sus órdenes me habló así:
+—Vengo de mi pueblo, en donde supe que a un hijo de don Pacho Palacio lo habían hecho doctor, a consultarle…
+—¿Sobre qué? —le interrumpí, acosado por la impaciencia.
+—Sobre una enfermedad que no me han podido curar los médicos de Barranquilla y tengo la esperanza de que usted sí podrá curarme, porque viene «empapado» en los últimos adelantos de la ciencia.
+—Usted se ha equivocado. Yo no soy doctor en Medicina sino en Derecho.
+Y lo más curioso del cómico incidente es que llevaba en la mano izquierda un montón de billetes del Banco Nacional que exhibía ante mis ojos como para probarme que abundaba en recursos para pagar su curación. Recuerdo que mi frustrado cliente tenía de apellido Cabarcas.
+Antes de salir de Cartagena, y durante los días anteriores a mi grado, habían ocurrido sucesos políticos muy importantes. El vicepresidente y el ministro de Guerra comunicaron al doctor Núñez, a fines del mes de marzo, que se había descubierto una conspiración de carácter netamente anarquista, con programa de atentados personales y asaltos a los bancos de la capital. Los despachos telegráficos en que se transmitía la noticia al doctor Núñez fueron publicados en El Porvenir, mas confidencialmente se le dijo también que comisionados de los conspiradores habían partido para Cartagena encargados de asesinarlo, que era necesario establecer una estrecha vigilancia sobre las personas sospechosas que llegaran a la ciudad sin ocupación u oficio, o visible objeto honesto. Así lo hicieron las autoridades de la Policía departamental, comandada por el valeroso y activo coronel Brun, quien detuvo el Viernes Santo en la procesión del santo entierro a un sujeto desconocido, de mala catadura, procedente del interior de la República, a quien se le encontraron dentro de un enorme carriel que portaba terciado sobre el saco, papeles sin importancia y apenas una navaja de regular tamaño. El incidente ocurrió al cerrar la tarde, y el doctor Núñez, oportunamente avisado, me mandó al cuartel de Policía para que examinara los papeles del sospechoso y asistiera al interrogatorio que iba a hacérsele. Desde el primer momento comprendí que la mala facha engaña muchas veces. El sujeto llegaba a Cartagena para dirigirse a Colón en busca de trabajo. Estaba asustadísimo y no pedía explicaciones de las causas o motivos por los cuales se le había detenido. No se sinceraba; vehemente indicio de su inocencia. Sin embargo, el coronel Brun pensó que debía mantenerlo detenido durante la noche. Desde cuando se recibieron los avisos del vicepresidente y del ministro de Guerra se había dispuesto redoblar la vigilancia en las noches dentro del vasto parque o jardín de El Cabrero. Se colocaron centinelas en las partes que lindaban con el mar y la muralla. A eso de las diez de aquel viernes uno de los centinelas creyó ver a alguien que se acercaba a la verja con intención de saltarla. Dio el alto quién vive, y al no respondérsele hizo un disparo al aire. Alarma en la guardia, salieron patrullas para rondar por el parque y al toldo despertaron al doctor Núñez y doña Sola y todos los habitantes de la casa. El doctor Núñez muy serenamente, sin inmutarse, se asomó a la puerta de su cuarto y preguntó qué estaba ocurriendo. Le di un informe breve y a poco salió vestido correctamente y se sentó en el salón.
+«Ese centinela está viendo fantasmas. Ya veréis que no hay nada. Y a ese pobre hombre que tienen preso deben soltarlo mañana temprano. Pero si algo hay efectivamente, no quiero que me sorprendan en paños menores. Es ridículo que uno le haga frente a un atentado personal en calzoncillos».
+Y nada ocurrió, ni nada había ocurrido. El centinela había visto un fantasma. Después de que regresaron las rondas con partes sin novedad, nos acostamos tranquilamente y el viajero sospechoso fue puesto en libertad en la mañana del Sábado de Gloria.
+La conspiración de carácter anarquista fue un hecho comprobado hasta la saciedad. El Gobierno declaró honradamente que en ella no tenía el liberalismo arte ni parte. Fue un movimiento que respondía al contagio. 1894 fue el año de anarcos desencadenado y amenazante; el de los atentados en el Liceo de Barcelona, el de El Mónico de Nueva York, el del asesinato del ministro de Servia en Francia dentro de uno de los restaurantes más elegantes de París, y el del asesinato del presidente Carnot, para enumerar sólo los principales hazañas de la nefanda secta.
+Al contestar a la Asamblea de Cundinamarca un voto de aplauso, decía el vicepresidente de la República en elocuente y sabia carta fechada en Madrid el 14 de junio lo siguiente, refiriéndose a la indisciplina de los partidos:
+«Nace el peligro de la indisciplina de hábitos anárquicos y de un falso concepto de los límites del juicio privado. Cuando Wellington llegó a España suprimió los consejos generales de oficiales, que eran rémora de las operaciones militares y causa de desastre para las valerosas tropas españolas. En política el servicio no es forzoso, pero no es menos necesaria la subordinación. Libre es cada cual de prestar o negar su contingente, según el concepto que se forme de una causa política, y de los que la representan; mas si tiene confianza y entra a servir, debe ingresar como cooperador en un orden jerárquico, y no como elemento díscolo y perturbador; su confianza ha de traducirse en hechos…
+«La indisciplina de un partido revela impotencia para constituir una dirección digna o falta de virtudes para seguirla, y en uno y otro caso incapacidad para luchar con buen éxito. Hoy se requiere concentración y severa disciplina para que no se frustre el sentimiento público. Yo conservo fe viva en la causa a que he venido sirviendo de años atrás, pero no sé lo que disponga la Providencia, que del premio, y también del castigo se vale cuando conviene en el Gobierno temporal de las naciones. Sólo sé que si los pronósticos funestos de espíritus pesimistas hubieran de cumplirse, no será ciertamente por culpa de un Gobierno que lleva la justicia por norma de sus actos, ni por falta de opinión: que la Regeneración en Colombia no está expuesta a morir de mano girada, y sólo podría sucumbir por el vicio de la insubordinación, vicio que, por ley misteriosa, suele aquejar a los partidarios de causas buenas. No a otra cosa se refería el vicepresidente Obaldía en su célebre pero mal aprovechada frase: “Cúlpense a sí mismos los conservadores si experimentan desgracias”. Y el mismo lado flaco señala el moderno historiador McCarthy cuando cree descubrir en los partidos conservadores cierto germen de imbecilidad».
+Dijérase que en las palabras copiadas hay una fulgurante admiración del porvenir. Bien es cierto que no sólo en los partidos conservadores, sino en todos los partidos, suelen aparecer de tarde en tarde gérmenes de imbecilidad y por esto me parece más exacta, más ajustada a la experiencia histórica, la apreciación de Émile Ollivier: «A los regímenes políticos no les destruyen sus adversarios; ellos se suicidan».
+La carta del vicepresidente Caro fue reimpresa por El Porvenir de Cartagena, precedida de caluroso elogio escrito por la pluma del doctor Núñez.
+Y ahora se preguntará el lector: ¿en qué paró la oposición del doctor Núñez al monopolio del tabaco? Pues esa oposición, aún siendo irreductible, tenaz y sincera, fue moderándose discretamente por razones de mucha enjundia. El doctor Núñez comprendió claramente que el gobierno del vicepresidente Caro no rectificaría la medida y confió, revelándose así, una vez más, su visión política, en que llevada a la práctica concluiría por demostrarse que era inoperante y nula desde el punto de vista del beneficio fiscal. Él no podía, ni debía comprometer altos intereses políticos por una cuestión de orden material; mantenerse en pugna con un gobierno constituido, a cuyo jefe circundaba una aureola de autoridad moral. A más de que, así son las paradojas de la política, La República, órgano de los independientes, se convirtió en el adalid del monopolio del tabaco y sus artículos se insertaban en el Diario Oficial. Creía el independentismo tomar así su desquite por el silencio que guardó Núñez ante el asunto del Petit Panamá, su reiterada negativa a defender a quienes aparecieron acusados, justa o injustamente, por su intervención en el negocio de los ferrocarriles de Antioquia y Santander, con la excepción exclusiva del doctor Clímaco Calderón.
+Era yo el portador todas las mañanas de los despachos que enviaba el presidente titular a la oficina telegráfica de Cartagena. El jefe de ella era a la sazón un joven Lozano, oriundo del Tolima, por cierto de muy pequeña estatura y con todo el aspecto de un hepático. Muy consagrado a su oficio, en extremo meticuloso, observaba impenetrable reserva. En aquellos días casi la totalidad de los despachos del doctor Núñez contenían sólo trascripciones de los que recibía en contra del monopolio del tabaco. Al entregarle cierta mañana —primeros días del mes de abril— el sobre cerrado en que iban los del doctor Núñez, después de abrirlo, advertí, con sorpresa, porque nunca antes lo hizo, que los leía atentamente. Terminada la lectura me dijo:
+—Don Julio, yo trasmitiré todos los despachos, pero debo advertirle que he recibido un telegrama del director general de Correos y Telégrafos —lo era el señor Gonzalo Arboleda— previniéndome que en lo futuro las transcripciones de despachos sobre el monopolio del tabaco contadas las palabras, su valor me será glosado en las cuentas. Soy un hombre pobre, muy adicto al doctor Núñez y como tolimense soy enemigo del monopolio del tabaco, pero se me irá el sueldo entero con las glosas…
+—No trasmita usted estos mensajes, manténgalos aquí mientras voy a El Cabrero y le refiero al doctor Núñez lo que ocurre.
+Tomé un coche de punto y me fui a contarle al doctor Núñez lo que pasaba y solicitarle instrucciones. Cuando llegaba yo a la casa salía en ese momento doña Sola en la berlina tirada por las jacas andaluzas. Iba a visitar a su hermano Henrique, que se encontraba enfermo. Subí rápidamente la escalera. El doctor Núñez estaba escribiendo. Le repetí, sin comentarlo de mi parte, lo que me había dicho Lozano. No había visto antes, ni después, al doctor Núñez colérico e iracundo. Prescindo de detalles. Me hizo sentar en su escritorio, meditó un telegrama para el director de Correos y Telégrafos, digno y altivo. Reclamaba su derecho al uso de una franquicia ilimitada como presidente de la República, elegido y posesionado, pero advertía que si tal franquicia se lo retiraba, no sería el retiro obstáculo para que continuara trasmitiendo despachos sobre el monopolio del tabaco, pagándolos de su propio peculio.
+Al terminar su dictado, firmó así de su puño y letra: «Rafael Núñez, presidente titular de la República».
+Me dijo, para concluir, que llevara inmediatamente, a toda carrera, el mensaje a la oficina telegráfica y tranquilizara a Lozano con la promesa de que si le glosaban los despachos, le cubriría inmediatamente los portes.
+El señor Arbolada contestó dando las más satisfactorias excusas y echando la culpa naturalmente al subalterno, porque había interpretado mal sus instrucciones, «que tenían carácter general». Pocos días después del incidente, paseándonos una tarde en el balcón, me habló así Núñez:
+«El político que carece del sentido de los matices, nunca será un buen político. En este incidente de Arboleda yo distingo los matices. A Caro le fastidia la continua trasmisión de los telegramas sobre el monopolio del tabaco, y quería hacérmelo entender indirectamente. Y como no quiero fastidiarlo, me limitaré a publicar, los que reciba, en El Porvenir. Yo he salvado mis prerrogativas, mis derechos, podría continuar usando de la absoluta franquicia, y no lo haré tratándose del monopolio, porque no me queda bien pasar por mal educado, fastidiando a quien tiene tanto derecho como yo a que no se le fastidie».
+El pensamiento, el temperamento político de Núñez en aquel entonces aparece para mí condensado en el artículo «Neurosis que puede parar en suicidio», del cual selecciono los párrafos más sugestivos. La caótica situación del partido de Gobierno está analizada y diagnosticada, si cabe la palabra, con clarividencia.
+MELANCÓLICAS PROFECÍAS DEL DOCTOR NÚÑEZ — EL FRÍO DE LA REALIDAD — EL GENERAL CAMPO SERRANO, PESIMISTA — LA ATRAYENTE FIGURA DEL SIGNATARIO DE LA CONSTITUCIÓN DE 1886 — DOS COLONIZADORES BOGOTANOS DE EXTRAORDINARIO EMPUJE — DON MANUEL JULIÁN DE MIER — LA POLÍTICA INTERNACIONAL DE LA ADMINISTRACIÓN CARO — NOTAS DIPLOMÁTICAS DE DON MIGUEL ANTONIO CARO — EL DOCTOR ANÍBAL GALINDO, ABOGADO DE LA REPÚBLICA.
+EL MEOLLO DEL ARTÍCULO «Neurosis que puede parar en suicidio», publicado en El Porvenir, del 20 de mayo de 1894 (número 915) se encuentra en los siguientes párrafos:
+«Concentrándonos especialmente a Colombia y a estos días que corren para no volver, diremos que al bello ideal de la Regeneración, causa de tantas alegrías cuando incipiente, ha seguido el triste frío de la realidad que es lote postrero seguro de todos los ideales. ¿Quién hubiera presentido el 25 de septiembre de 1928 cuando el 7 de agosto de 1819 daba fin a la dominación peninsular la prodigiosa espada de Bolívar?
+«La pura visión de un santo o profeta se yergue en su alma sólo mientras permanece con la espalda vuelta al comercio mundano; pues cuando baja el trípode y trata de dar forma a la inspiración, no puede emancipar a esta de las miserias que entonces la circuyen. La amonestación de “hacer todas las cosas según el modelo exhibido en el Monte” no puede ser obedecida porque no hay piedra ni cal en la tierra para levantar una perfecta imagen de lo que edificado “no por mano sino en la eternidad de los cielos”. De aquí provienen el ser la suerte de las grandes ideas que, al pasar a la práctica, por entrar en impura combinación con los hechos comunes, se vulgaricen o queden subordinados a lo que fue necesario en un principio llamar en su auxilio. La idea crea la institución y esta aplasta a la idea.
+«Cuando dominaban los radicales decíamos que esa dominación era causa permanente de todos los males imaginables. Hoy mandan en absoluto conservadores históricos intachables, y las instituciones que rigen fueron felizmente vaciadas en molde conservador después de tremenda lucha. Si pudiera suprimirse el curso forzoso —que es el endriago del día— surgirían seguramente otros motivos de descontento, pues está visto que nada satisface.
+«La “serpiente interior” continuará siempre en su execrable labor hasta que nos hayamos realmente regenerado en el agua lustral de la caridad cristiana que a todo provee, y dejemos de ser así seprulcos blanqueados.
+«Como van al parecer las cosas —doloroso pero preciso y urgente es declararlo—, la reacción radical hasta ahora importante por falta de simpática bandera, encontrará al fin lo que necesita para apoderarse del sentimiento público y abrir nuevo capítulo de historia.
+«Y entonces será “el crujir de dientes”. Esto mismo, en substancia, se dijo en La Luz de Bogotá, el 11 de julio de 1882, refiriéndose al Partido Liberal (página 236 de la Reforma Política).
+«Fueron desdeñados y escarnecidos y hasta condenados a muerte los que hicieron el pronóstico; pero el crujir de dientes no se hizo esperar demasiado».
+No se necesita ser muy perspicaz para comprender por las líneas copiadas que el doctor Núñez veía muy incierto y sombrío el futuro del partido de Gobierno. Según él, al bello ideal de la Regeneración, causa de tantas alegrías cuando incipiente, había seguido el triste frío de la realidad. El pensamiento, «la idea crea la institución, y esta aplasta la idea», con las frases antecedentes, quiere decir en buen romance que las instituciones de 1886 aplastaron la idea de la Regeneración.
+No menos pesimista que el doctor Núñez encontré en Santa Marta al general José María Campo Serrano, ante quien llevé una sencilla misión del presidente titular de la República. Conocía yo sólo de vista, como vulgarmente se dice, al general Campo Serrano. Lo había visto muchas veces en Barranquilla entrar y salir en la casa del señor su cuñado don Rafael Salcedo, y en Bogotá en el recinto del Senado de la República, y en cierta ocasión muy de cerca en el Hotel Sucre. La sencilla misión que llevaba ante él del doctor Núñez era la de preguntarle si al establecerse en el departamento de Bolívar el monopolio de licores, sería posible hacer lo mismo en el del Magdalena, para evitar el contrabando. Me había advertido el doctor Núñez que el general Campo Serrano era hombre a quien distinguían dos excelentes cualidades personales y políticas: muy buen sentido y muy buen carácter. El doctor Nuñez detestaba a los sujetos díscolos, demasiado susceptibles, y mucho más aún a los amigos de provocar querellas y desavenencias sin fundamento. No gustaba tampoco de los dogmáticos y teorizantes, que rechazan de plano toda solución que no encuentren conforme con sus lecturas o especulaciones abstractas. El general Campo Serrano tuvo la franqueza de manifestarme que no creía oportuno el establecimiento del monopolio de licores, ni en el Magdalena, ni en Bolívar, y que ni siquiera prometía insinuarlo a los diputados de la Asamblea del Magdalena, en vísperas de reunirse, porque presentía con fundamento que había de encontrar la más fuerte resistencia, probablemente imposible de vencer.
+«Los monopolios», me dijo, «son siempre causa de descontento y malestar; hieren muchos intereses legítimos, y tal como van las cosas, si a las causas de descontento añadimos las que produciría este monopolio, la situación se nos pondría muy difícil. Yo me atrevería a sugerirle al doctor Núñez y al gobernador Román que aplazaran la medida para mejores tiempos».
+Físicamente el general Campo Serrano era un hombre que despertaba la simpatía de su interlocutor. Alto, enjuto, de rostro muy agradable, correctamente vestido, muy aliñada su persona, de maneras suaves, gestos muy discretos, voz pausada, todo en él era la revelación de un temperamento de equilibrio mental y espiritual. He pensado que entre el general Campo Serrano y su sobrino Tomás Surí Salcedo, mi dilecto e inolvidable amigo, había una gran similitud de caracteres. Ambos a dos estaban desnudos de tropicalismos, y estridencias. Fueron modelos y espejos de circunspección. Por eso una anécdota, de las muchas con que sorprenden al ático don Luis de Obando correveidiles oficiosos, sobre el general Campo Serrano, provocó mi hilaridad e hízome comentarle así para mis adentros: qué mal conocía al general Campo Serrano el verdadero autor de esta anécdota. Según ella, siendo el general Campo Serrano jefe civil y militar de Antioquia, ofreció un baile a la alta sociedad de Medellín e incurrió en la torpeza y desacato de invitar a la fiesta a una dama de vida no santa con la que tenía relaciones clandestinas, y dizque, añade la anécdota, el incidente dio motivo para que se retirara del baile un varón de ejemplares virtudes cristianas.
+Pues, lectores míos, la breve administración del general Campo Serrano en Antioquia dejó en «la tierra del trabajo honrado», palabras del general Reyes, los más gratos recuerdos, y entre todos los partidos, sin exceptuar el liberalismo, por su moderación, su prudencia, su tino en días excepcionalmente críticos. Cuando el general Campo Serrano se disponía a dejar el mando de Antioquia, la gente principal de la montaña le dirigió una manifestación nutridísima rogándole que desistiera de su propósito, manifestación que concluía así: «Por lo mismo celebraríamos que los decires a que nos hemos referido no fueran ciertos o que se modificaran las disposiciones superiores en el sentido de prolongar vuestra permanencia en este Estado, hasta que hayáis realizado todo el bien que habéis querido en nuestro favor y en el del país en general». La encabezaba el general Marceliano Vélez, y figura entre las primeras la firma del venerable patricio a que aludía la anécdota con que fue sorprendido don Luis de Obando. Como fue al igual de su gobierno en Antioquia el que presidió en la República el general Campo Serrano. Dos periodistas liberales, intransigentes, batalladores, que no tuvieron agua en sus bocas, le hicieren justicia al signatario de la Constitución de 1886. Yo podría citar textualmente sus conceptos, si llegase el caso, porque soy un empecinado coleccionador de papeles viejos. Aquellos son Antonio José Restrepo y Juan de Dios Uribe.
+La visita que hice al general Campo Serrano me proporcionó la oportunidad de conocer a Santa Marta. Entonces el viaje de Barranquilla a la capital del Magdalena era un poco penoso. Se hacía en un buque aun más pequeño que el Ecuador, cuyo capitán se llamaba Fulgencio Gambín. Un horrible obeso, de maneras campechanas, muy gracioso, por cierto. Magdalena era el nombre del buquecito. El terminal fluvial, Pueblo Viejo, situado en una angosta faja de tierra, abierta a los vientos marinos y a los de la Sierra Nevada. Menos de un centenar de casas sobre la playa, que de un lado daba al mar y del otro a las inmóviles ciénagas. Clima seco que refrescaban las brisas, lo aconsejaban en aquella época para aliviar las enfermedades del pecho. Abundaba en mariscos Pueblo Viejo. Sus ostras nada tenían qué envidiar a las de Nueva Zelanda y tenía el privilegio de un pequeño marisco, el chipichipe, muy eficaz para cierta clase de enfermedad que hoy se cura con las glándulas del mono. De Pueblo Viejo a Ciénaga se viajaba en coches. De Ciénaga a Santa Marta (San Juan del Córdoba), en ferrocarril. Pero el ferrocarril tenía entonces un aspecto típicamente colonial. Haga de cuenta el lector que las locomotoras se proveían de agua por un sistema primitivo. En determinado punto se detenía el tren y los maquinistas se bajaban con vasijas que llenaban del líquido elemento a orillas del río. Para que al llegar a la estación de Santa Marta se condujera al pasajero hasta el hotel era necesario pelear puesto en los dos únicos coches de punto que rodaban por las calles de Santa Marta. Y no existía sino un solo hotel decente, el de las señoritas Flórez, muy obsequiosas y atentas patronas que se desviaban por sus huéspedes. En el hotel dos vastos salones destinados a dormitorios; el uno destinado a los hombres y el otro a las mujeres. El soneto de Heredia: «La ciudad muerta», le quedaba mejor a Santa Marta si Heredia hubiese sido descendiente de don Rodrigo de Bastidas. Santa Marta, que había sido hasta 1880 el puerto principal de Colombia en la costa Atlántica, cuya aduana fue la vaca lechera de la tesorería nacional durante dilatadísimo lapso, se vio casi desierta al inaugurarse la línea férrea entre Barranqullla y Salgar. Todo el alto comercio de Santa Marta se trasladó a Barranqullla, los Noguera, los Vengoechea, los Alzamora, los González, los Abello, y junto con estos muchísimas familias no menos distinguidas. Dejaban sus hermosas casas arrendadas a cánones inverosímilmente módicos y hasta cedidas para que las habitaran gratuitamente. Pero a Santa Marta la salvó entonces el espíritu, la inteligencia, la tenacidad de sus hijos más eminentes, y la salvó además la alegría de sus pobladores, que continuaron en la adversidad tan contentos y festivos como en la buena suerte. Ya renacía Santa Marta en 1894. Ya comenzaba a circular por sus venas la sangre de una nueva vida. Ya comenzaba a cultivarse el banano, ya atraían a nacionales y extranjeros las tierras templadas y frías de la Sierra Nevada. En Santa Marta encontré a dos bogotanos convertidos en zapadores del cultivo del café en la Sierra. A don Jorge Ancízar y a Julio Villar. Consumidos por la fiebre, devorados por los mosquitos, pero animosos, enérgicos, rebosantes de optimismo. Y cabe aquí una observación. El bogotano de buena cepa, de encumbrada posición social, de salón y de club, es un gran trabajador, que descuaja selvas, que labra la tierra, que no le tiene miedo a las inclemencias del clima y que busca la fortuna fuera del campo de la política, del empleo oficial. Es, permítaseme la crítica mordaz, el «lobo bogotano», el filipichín de pacotilla que viste con rebuscada elegancia y por lo general no tiene segunda camisa, ni más de dos pares de medias, quien al llegar a la tierra caliente se echa a morir, reniega del clima, de la comida, de los mosquitos, de la ordinariez de las gentes y de la falta de fiestas aristocráticas a las que nunca ha asistido. Yo admiré, con admiración entusiástica, a Ancízar y a Villar, y en una correspondencia dirigida a El Porvenir de Cartagena, hice de ellos un férvido elogio. De don Jorge fui un amigo constante desde 1894. Nuestra amistad se afirmó cuando él estuvo al frente de una casa de comercio en Barranquilla.
+Contribuyó a hacerme más placentera mi fugaz estada en Santa Marta el conomiento y trato con don Manuel Julián de Mier, iniciador de la obra del ferrocarril con don Roberto Ajoy, un inglés a quien el progreso de Colombia le debe muchas e importantes iniciativas. Don Manuel Julián, descendiente directo del hidalgo español que dio hospitalidad al Libertador, fue el prototipo del gentilhomme campagnard. Vivía la mayor parte de su tiempo en su hacienda Papare y ocasionalmente se encontraba en Santa Marta cuando llegué a la ciudad. Tomó el mayor empeño en que me trasladara del hotel a su hermosa casa, suntuosa mansión en la que él vivía solo, en la íntima compañía de José María Leyva, casona silenciosa en la que sobre el pavimento de mármol hasta las más ligeras pisadas resonaban con eco singular. Parecía la mansión llena de sombras venerandas, y para darle mayor majestad, exhibíanse en el salón principal preciosas reliquias que evocaban los últimos y melancólicos días del padre de la patria.
+Séanme lícitos estos recuerdos personales, que no todo ha de ser el recuento y la observación de sucesos políticos. Y vuelvo a ellos en orden cronológico.
+En medio a las graves preocupaciones y conflictos de la política interna, la administración Caro no descuidó, ni por un momento, la política internacional de la República y particularmente la que atañía a sus litigios de límites con las naciones vecinas. Restablecidas las relaciones entre el Ecuador y el Perú gracias a la mediación amistosa de la Santa Sede y Colombia, sus Gobiernos entraron a tratar directamente un arreglo de su común frontera, y el nuestro resolvió hacerse oír como parte interesada. El vicepresidente Caro y su ministro de Relaciones Exteriores, Marco Fidel Suárez, dictaron el 12 de mayo el siguiente decreto:
+«Decreto número 480 de 1894. 12 de mayo, en que se nombra abogado de ciertos pleitos. El vicepresidente de la República encargado del Poder Ejecutivo, considerando:
+«Que están pendientes los litigios de límites entre la República del Ecuador y el Perú;
+«Que los estudios referentes a estos pleitos encomendados, respectivamente, a los señores doctor Aníbal Galindo y doctor Teodoro Valencia, se encuentran terminados;
+«Que los Gobiernos del Ecuador y del Perú van a tratar directamente entre los dos el arreglo de su común frontera; y
+«Que en tales gestiones Colombia pide y debe ser oída como parte interesada, decreta:
+«Artículo 1.º Nómbrase al señor doctor Aníbal Galindo abogado de la República encargado de defender los derechos de Colombia en sus pleitos de límites con el Ecuador y el Perú.
+«Artículo 2.º El abogado de la República se trasladará a Lima o al lugar donde deban iniciarse las gestiones sobre límites entre el Ecuador y el Perú, y, de acuerdo con la legación de Colombia, promoverá de consuno con ella, todo lo conveniente para obtener la ausencia que el Gobierno de la República reclama, y para defender los derechos territoriales del país.
+«Artículo 3.º El abogado de la República podrá, llegado el caso, firmar ad referendum, junto con el representante de Colombia en Lima o en Quito, cualquier arreglo en el sentido de sus respectivas instrucciones, con el Gobierno ecuatoriano, con el Gobierno peruano o con ambos, separada o simultáneamente, y para este fin irá provisto de los poderes especiales correspondientes.
+«Artículo 4.º Asígnase al abogado de la República como honorarios y remuneración de su trabajo la cantidad mensual de seiscientos soles peruanos durante el tiempo de las gestiones que se le encomiendan, y viático de dos mil pesos en oro para los gastos de ida y regreso, que se le cubrirán, la mitad al tiempo de ponerse en viaje, y la otra mitad al terminar su encargo. Comuníquese y publíquese. Dado en Bogotá, a 12 de mayo de 1894. M. A. Caro. El ministro de Relaciones Exteriores, Marco Fidel Suárez».
+Al propio tiempo incidentes en la frontera de Colombia y Costa Rica alarmaban justamente a nuestro Gobierno y contribuían a hacer sospechar que no se esperaba el fallo del árbitro designado para fijarla. Una prolongada controversia por correspondencia se estableció entre los ministros de Relaciones Exteriores de las dos repúblicas. Las cartas del nuestro, señor Suárez, son documentos admirables, por la argumentación y el estilo. Un conocedor de estilos distingue perfectamente en las comunicaciones del señor Suárez la colaboración en ciertos apartes del vicepresidente Caro, que es, digámoslo así, la garra del león.
+COMPRA Y VENTA DE DOCUMENTOS DE DEUDA PÚBLICA ENTRE EL BANCO NACIONAL Y EL BANCO DE BOGOTÁ — VIOLENTA CAMPAÑA DE PRENSA DE LA OPOSICIÓN LIBERAL CONTRA LOS HERMANOS HOLGUÍN Y DON CARLOS MARTÍNEZ SILVA — NOBLES PALABRAS DE DON MIGUEL SAMPER — LA TORMENTOSA INSTALACIÓN DEL CONGRESO EN 1894 — CRÓNICA Y EXTRAÑA SITUACIÓN POLÍTICA — NADIE QUIERE EL PODER — PRELUDIO DE LA GUERRA CIVIL — EL TELEGRAMA CONTRA NÚÑEZ — MUERE EL PRESIDENTE TITULAR.
+LA PRENSA LIBERAL NO CENSURÓ esta vez al doctor Galindo por aceptar el nombramiento de abogado de la República encargado de defender los derechos de Colombia en sus pleitos de límites con el Ecuador y el Perú. Cometió aquella un error, lo repito, al censurar en términos rudos y apasionados, a su eminente copartidario cuando un año antes aceptó el empleo de magistrado de la Corte Suprema de Justicia que le hizo el vicepresidente Caro inspirándose en los más nobles y altos ideales. Si a ese primer paso en el sentido de buscar el concurso para la recta administración de justicia de los hombres más competentes y probos del partido de oposición correspondiera este con un aplauso siquiera débil, el jefe del Estado, que tenía la facultad constitucional de nombrar libremente el alto personal del Poder Judicial, habría continuado llevando a los tribuales superiores de las secciones a miembros distinguidos del liberalismo.
+La campaña de prensa sobre negocio de compra y venta de documentos de crédito público efectuada entre el Banco Nacional y de Bogotá y la emisión secreta de billetes del primero, era ya en el mes de mayo (1894) gruesa ola de escándalos. Los Hechos, diario liberal de pequeño formato, dirigido por el señor Julio Áñez, pero cuyo redactor político visible era Antonio José Restrepo, disparaba, junto con El Heraldo, bisemanario dirigido por don José Joaquín Pérez, sus artillerías de grueso calibre sobre el expresidente Holguín, principalmente. El Telegrama, de don Jerónimo Argáez sobre el doctor Carlos Martínez Silva, ministro del Tesoro cuando se realizaron las consabidas operaciones. El Gobierno pidió al señor fiscal del tribunal de Cundimarca que promoviera la investigación en lo relativo al Banco Nacional, y el ministro del Tesoro, doctor Miguel Abadía Méndez, dirigió al contador del Banco Nacional, señor Rafael Arias, en fecha 16 de mayo, una comunicación pidiéndole informe detallado sobre «el negocio de unos documentos de deuda pública efectuado entre el Banco Nacional y el de Bogotá y la emisión general de billetes». El contador Arias rindió el informe el 19 de mayo y quienes quieran consultarlo pueden verlo en el Diario Oficial del martes 29 de mayo do 1894, número 9.482. Tal informe comienza así: «Penoso es para mí tener que rendir a S. S. un informe con el que, por lo minucioso y detallado que me lo exige, pueda tal vez herir susceptibilidades de personas de quienes no he recibido, sino pruebas de estimación y de confianzas».
+Para mí lo más importante de ese informe son las fieles copias del acta original de la Junta de Comisión de Emisión Secreta de los días 11 de marzo de 1889 y 27 de abril del mismo año, que proporcionan al investigador o historiador una idea sintética, pero cabal, de lo que fueron las emisiones «secretas» para comprar documentos de deuda antigua. Dicen así:
+«Banco Nacional de Colombia. Copia de acta de la Junta de Comisión de Emisión (secreta). En Bogotá, a las 9 y media de la mañana del día once de marzo de mil ochocientos ochenta y nueve, se reunió la Junta de Comisión de emisión de billetes del Banco Nacional en el local de la gerencia del mismo banco, con asistencia de todos sus miembros, a saber: los D. D. señores Juan de Brigard, Federico Patiño, revisor del establecimiento, y el infrascrito secretario, presidido por S. S. el ministro del Tesoro, estando también presente el señor gerente.
+«El señor ministro del Tesoro manifestó la situación en que se encontraba el Gobierno para poder continuar pagando los remates mensuales de deuda pública que durante todo el bienio de 1889 a 1890 y la necesidad de arreglar el pago de los intereses de la deuda exterior; y propuso lo siguiente:
+«“Emítanse por la comisión de emisión de billetes para el cambio hasta dos millones de pesos ($ 2.000.000) para darlos en prenda al Banco de Bogotá en cambio de documentos de deuda pública computados al precio del mercado. La gerencia arreglará el modo de practicar esta operación; y el Gobierno se compromete por su parte a devolver al Banco Nacional los dos millones de pesos o la suma que alcance a dar en prenda, antes de la reunión del próximo Congreso, o a legitimar esta operación de modo que en ningún caso quede comprometida la responsabilidad del Banco Nacional o de la junta de emisión”. Dicha proposición fue aprobada. El ministro, Carlos Martínez Silva. El secretario, Segundo Ortega C. Es fiel copia del original, que se encuentra al folio 44 del libro de actas de las sesiones secretas de la junta directiva del Banco Nacional».
+El acta del 18 de agosto de 1889 dice así:
+«En Bogotá, a la una de la tarde del día ocho de agosto de mil ochocientos ochenta y nueve se reunió la junta de comisión de billetes del Banco Nacional, en el local de la gerencia de dicho banco, presidida por su S. S. el ministro del Tesoro, con asistencia de los señores Brigard y Coronado, del revisor del banco, estando presente el señor gerente.
+«Después de una larga discusión, que terminó a las cuatro de la tarde, la junta aprobó la siguiente proposición, hecha por S. S. el ministro del Tesoro: “En los mismos términos en que se dispuso la emisión de billetes de este banco en sesión de esta junta de fecha once de marzo último, emítase la suma de seiscientos veintiún mil ciento treinta pesos para cambio de billetes del banco del extinguido Estado de Bolívar, a cargo de la nación. Dicha suma es para darla a la Tesorería general de la República, quien ha recibido como moneda corriente dichos billetes y los ha incinerado por conducto de este banco. La suma de que se trata se emitirá en los términos que se ha dicho, que es cargando la cuenta de “Prendas por cuenta del Gobierno”, con abono a la de “Billetes para el cambio”, y la Tesorería general la recibirá por mensualidades para aplicarla exclusivamente al pago de remates mensuales de la deuda pública, expidiendo al efecto los correspondientes recibos a favor de este banco.
+«Para continuar el negocio de compra de documentos de deuda pública y llevar a cabo el plan de amortización de dicha deuda, empezando a poner en práctica por contrato celebrado el 15 de marzo último entre los gerentes de este banco y el de Bogotá, S. S. el ministro del Tesoro dará a nombre del Gobierno al gerente de este banco amplias facultades para que continúe prudencialmente desarrollando dicho plan, invirtiendo para este objeto la suma que crea necesaria, de acuerdo con esta pauta, teniendo para esto en cuenta el valor de los billetes pedidos a Nueva York, los compromisos adquiridos con el Banco de Bogotá, lo que debe darse a la Tesorería Genral en cambio de los billetes de Bolívar y lo que falta por cambiar de los billetes de edición parecidas».
+Dicha proposición fue aprobada.
+Igualmente la junta aprobó lo siguiente:
+«Como los documentos de deuda pública comprados al Banco de Bogotá al setenta por ciento valen dos millones doscientos seis mil trescientos diez y nueve pesos, y lo que esta junta acordó emitir en la sesión de 11 de marzo último fueros $ 2.000.000, se adiciona esta suma en $ 206.319.
+«El ministro, Carlos Martínez Silva; el secretario, Segundo Ortega C.
+«Es fiel copia del original que se acuentra a los folios 46 y 47 del libro de actas de las sesiones secretas de la junta directiva del Banco Nacional. Carlos Maldonado M., secretario».
+He trascrito textualmente las anteriores actas porque ellas concuerdan con las aclaraciones que el expresidente Holguín hizo, primero en carta dirigida a El Correo Nacional (número 1.033), luego en folleto fechado en Villeta el 13 de julio de 1894. Resulta, pues, clara y nítidamente que el expresidente no fue quien concibió ni quien ejecutó las operaciones de emisión y conversión de deuda, sino el ministro del Tesoro y los gerentes del Banco Nacional, señores Nicolás Osorio y Arturo Malo O’Leary, en orden cronológico. Hombre de carácter y veraz ministro del Tesoro, doctor Carlos Martínez Silva, declaró espontáneamente que el expresidente Holguín «no sólo le hizo objeciones a la operación cuando él se la propuso, sino que habiendo salido Holguín de la ciudad en aquellos días le puso telegrama desde el puente del Común, encareciéndole que pensara más lo que iba a hacer». Lo cierto es que el plan de reducir toda la deuda interior a billetes del Banco Nacional, había sido no sólo del doctor Martínez ya, sino del Consejo Nacional Legislativo, que había destinado la suma de $ 2.000.000 anuales para amortización de dicha deuda y el doctor Martínez Silva llegó hasta proponer al Congreso de 1888 que siguieran destinando la misma suma anual con igual objeto, aun después de agotada la emisión que se llamó del dogma.
+El cargo no que podía hacerse, sin incurrir en encono o parcialidad, al expresidente Holguín, era el de no haber seguido atentamente el curso de los detalles de la operación concebida y ejecutada por su ministro del Tesoro y los gerentes del Banco Nacional. Pero el expresidente alegaba en su defensa dos cosas: primera, que el negocio se hacía por cuenta del Banco Nacional y no del Gobierno y que el banco era autónomo y podía ejercer libremente esa clase de operaciones; y segunda, quiénes eran las personas en quienes depositaba su ilimitada confianza. El doctor Holguín se expresaba así: «El señor doctor Nicolás Osorio, aunque no gozaba de reputación de financista, había sido designado para el puesto de gerente del Banco Nacional por su honorabilidad personal y tradicional honradez de familia, y el señor don Carlos Martínez Silva era censurado por su excesiva severidad que, en tratándose de la defensa del tesoro público, llegaba hasta la crueldad, aun con sus amigos y con los servidores más conspicuos de nuestra causa. Y estos señores iban a tratar con el Banco de Bogotá, de que era gerente el señor don Arturo Malo O’Leary, reputado no sólo como hombre de acrisolada honradez sino de piedad y religiosidad excepcionales». De mi parte permitíreme añadir que bajo un régimen de irresponsabilidad o inmunidad presidencial, como el existente en aquellos tiempos, no parece exagerado que el jefe del Gobierno deposite absoluta confianza en sus ministros, únicos responsables de lo incorrecto que ocurra en la administración pública ante el Congreso. Alguna vez hablaba yo con don Jorge Holguín del martirio a que fue sometido don Carlos como consecuencia de las emisiones secretas y de la conversión de la deuda antigua y la confianza irrestricta que depositó en quienes ejecutaron tales operaciones, y don Jorge comenta melancólicamente el viacrucis que recorrió hasta su muerte su ilustre y amadísimo hermano, con estas palabras: «A todo lo que ocurrió hay que darle como causa principal la falta de experiencia de Carlos». Yo me permití observarle: «Pero don Carlos entró a la presidencia a los cincuenta y seis años de su edad». Y don Jorge me contestó: «Es que los hombres no alcanzamos la plenitud de la experiencia sino a los ochenta años». Aguda y profunda observación, cuya exactitud se comprueba cotidianamente, así en las ordinarias ocurrencias de la vida privada, como en los incidentes de la vida pública. Al propio doctor Carlos Martínez Silva, dotado de singular inteligencia, de penetrante sagacidad y de cuya honradez nadie ha osado dudar, le faltó experiencia al concebir y ejecutar operaciones que más tarde le serían acremente censuradas, aun cuando no con la ferocidad de que se hizo exhibición con quien apenas incurrió en el error de consentirlas.
+Las pasiones políticas desencadenades en 1894 por causas que venían de atrás escogieron como víctima propiciatoria a Carlos Holguín. Sobre él se ensañaron con crueldad. Herido ya de muerte por una enfermedad que hoy mismo es gravísima y no perdona a quienes la padecen, admira el valor, la serenidad y la entereza con que el doctor Holguín hizo frente a la que el señor Suárez llamaría conjuración de las Euménides. Elegido senador por el departamento de Bolívar, como ya he dicho, en mayo de 1894, pudo él excusarse de ocupar su curul en la más alta corporación de la República el 20 julio de aquel año y acudió desde el lugar a donde había ido en busca de alivio para su mortal dolencia a responder de cargos, a demostrar con su presencia allí que estaba pronto a responder los que se le formularan porque tenía tranquila la conciencia y la seguriad de desvanecerlos ante tribunal que constitucionalmente no estaba en capacidad de juzgarlo, pero que sí tenia la de pedirle declaraciones cuando el caso llegare.
+Si los $ 2.550.317,40 de emisiones secretas o clandestinas se destinaban para gastos de servicio público probablemente no se habría dado tan formidable escándalo en derredor de ellas. Mas a la violación del dogma se añadió el complicado negocio de la conversión de la deuda que dio pie para consejas y leyendas. El hombre de la calle se preguntaba con ávida curiosidad quiénes formaban parte del comité de tenedores de dicha deuda, comité cuya existencia revelaba la siguiente carta del gerente del Banco de Bogotá, para el señor director gerente del Banco de Nacional:
+Bogotá, mayo 8 de 1889
+«Al señor director gerente del Banco Nacional.
+«Señor:
+«Como el Gobierno viene, de años atrás, haciendo todo esfuerzo, por medio de remates y otras combinaciones, para reducir la deuda pública interior y unificarla convirtiéndola toda en el billete del Banco Nacional, me permito, a nombre de un comité de tenedores de dicha deuda y por conducto del respetable establecimiento que usted hábilmente dirige, ofrecer a S. S. el ministro del Tesoro la cantidad de $ 3.151.885.47,5 en los documentos que se expresan, al setenta por ciento de su valor nominal.
+«Con esta operación se amortiza casi totalmente la deuda denominada antigua y logra el Gobierno una utilidad de más de $ 1.500.000, pues a la de treinta por ciento en los indicados valores deben agregarse los intereses de los bonos del tres por ciento, que no se han computado y que ascienden hoy al ochenta y tres por ciento del valor nominal de ese papel. Esto, sin hacer mérito de los intereses que ganaría una gran parte de los documentos ofrecidos, en el curso de una amortización dilatada.
+«Con sentimientos de alta consideración y aprecio me despido de obsecuente servidor,
+ARTURO MALO O’LEARY».
+¡Cuán apetitoso y «provocador» el plato que les ofrecía la nota del señor Malo O’Leary a los maldicientes y envidiosos: a quienes mueve y alimenta más que el sentimiento de justicia o la vindicta pública, el dolor del bien ajeno y la rabia por no haber participado en las ganancias de un excelente negocio! Esas gentes se dieron a hacer cálculos exagerados, casi fantásticos. Daban por cierto que la deuda antigua fue comprada por los del comité, al que mediatamente se bautizó Petit Comité, para sugerir que estaba integrado por pocas personas, entre el cuarenta y el cincuenta por ciento de su valor nominal, y como se vendió al setenta, deducían que la utilidad fue de más de medio millón de pesos. La investigación que hizo el tribunal de Cundinamarca comprobó que ninguna persona colocada en alta posición administrativa o política hacía parte del Petit Comité y resultó ser una respetable casa comisionista el más fuerte tenedor de la deuda antigua al momento de hacerse la conversión, nauralmente el jefe de ella era miembro del Petit Comité, y nada menos que su presidente. Además de la fantástica ganancia era neceserio deducir la suma de $ 81.600 que el Banco de Bogotá exigió como retribución del servicio que ha prestado en el negocio de la conversión, según lo declaró espotáneamente por la prensa el gerente del establecimiento en 1889, señor Arturo Malo O’Leary.
+La campaña de Los Hechos y El Heraldo proseguía con miras y fines esencialmente políticos, y también la de El Telegrama. La de los dos primeros periódicos escogió como blancos al expresidente Holguín y a su hermano don Jorge. La de El Telegrama, al doctor Carlos Martínez Silva. En vano fue que don Jorge dirigiera una carta al director de Los Hechos asegurando enfáticamente que él no había negociado más en bonos de la deuda antigua, que no hizo parte del Petit Comité, que ignoraba su existencia, y terminaba diciendo más o menos esto: «Si de las investigaciones que está haciendo el tribunal de Cundinamarca aparece por prueba o siquiera indicios mezclado mi nombre en la conversión de la deuda antigua y de que yo negocié con sus bonos, estoy dispuesto a trapasar todos mis bienes a los anónimos escritores de Los Hechos para lo cual me comprometo desde ahora a ir junto con ellos a una notaría para extenderles poder amplio y generalísimo». La proposición fue recibida con burlas y nueva andanada de insultos, lo que obligó a don Jorge a exigir reparación en el campo del honor por medio de los señores Luis de Llanos y Luis Martínez Silva.
+Mas hay siempre en nuestra tierra colombiana hombres justos, nobles, de corazones puros, hidalgos y cristianos. En defensa del expresidente Holguín se alzó una voz suficiente ella sola para acallar, por lo menos moralmente, la vocinglería difamadora, ¡y cuán autorizada e independiente!, ¡cuán respetable social y políticamente considerada! Fue la de don Miguel Samper, que escribió y publicó un artículo en el propio Heraldo, del cual copio lo que va a leerse y que causó entre las gentes serias, no contaminadas del morbo político, la más profunda impresión: «Fines meramente políticos fueron los móviles de la acción más o menos lícita que contribuyó a la elección del señor Caro. La especulación y el agiotaje no podían hacer parte de aquellos fines y esto lo debe tener en cuenta la nación en el proceso moral que hoy ante ella se sigue. Tampoco aquello de Juárez Celman, el amanuense de abogado de ahora diez años, y hoy el hombre de cuarenta millones de pesos, puede haber hecho una brujería con su sueldo presidencial de $ 36.000 si no tenía otras fuentes de renta; tampoco decimos es aplicable a ninguno de nuestros presidentes. Desde Santander hasta Caro estos han entrado y salido pobres de la casa de Gobierno, pues apenas merece el título de rico doctor Zaldúa y eso relativamente a nuestro país, y bien sabe él que fueron el talento, la ilustración, la probidad más acrisolada y la economía las fuentes de aquella modesta fortuna. Si con 36.000 pesos de sueldo no se puede llegar a 40.000.000 en pocos años, sí se alcanza a ahorrar lo suficiente para comprar una de nuestras fincas rurales, fuera del radio de la Sabana de Bogotá, sin brujería de ninguna clase, y aunque el comprador no fuera hombre de respetable posición social anterior, sino un triste mendigo. Hay circunstancias en que la pasión política debe enmudecer para dar paso a la justicia, siquiera a la sensatez, y mientras mayores puedan ser los agravios que estén al débito de una cuenta política, más alto debe colocarse el respeto a la persona».
+Era que uno de los periódicos más encarrnizados en vulnerar la honra del expresidente Holguín había llegado al extremo de decir que este había comprado la hacienda de Suesca con las utilidades que había derivado de la conversión de la deuda antigua y lo comparaba con Juárez Celman, el político argentino, cuñado del presidente Roca, que de simple amanuense de abogado pasó a millonario. Al reimprimir El Correo Nacional las nobilísimas frases de don Miguel Samper que he transcrito, observaba en editorial —junio 14 de 1894—, sin duda de la pluma de don Carlos Martínez Silva, que Carlos Holguín a más de haber desempeñado durante cuatro años la presidencia de la República con $ 36.000 de sueldo, había sido antes siete años ministro de la República en Europa, con $ 1.000 de sueldo mensuales, y que un congreso de mayoría liberal, el de 1882, votó la suma de $ 60.000 para que él, Holguín, los gastara sin la obligación de rendir cuentas en la representación de las delicadas misiones que se le habían confiado.
+Instalado el Congreso el 20 de julio, el Senado eligió presidente al doctor Carlos Holguín, en competencia con el doctor Manuel A. Sanclemente. El primero tuvo catorce votos, nueve el doctor Sanclemente, uno don Mariano Tanco y un voto en blanco. La elección del doctor Holguín fue el desagravio que le hicieron valerosos y leales amigos políticos que cumplieron un deber no abandonando al caudillo y al jefe en los momentos en que sobre él se cebaban la difamación y la calumnia. Esa lección irritó aún más a los implacables enemigos de Holguín. Tenía él que ir al Senado acompañado de heroicos y entusiastas magos para impedir que las turbas desenfrenadas lo ultrajaran de obra. Como yo no presencié aquellos tristes sucesos, hago apenas ligera mención de ellos, pues en las reminiscencias que estoy evocando sólo quiero hablar de lo que mis ojos vieron y mis oídos oyeron.
+Va muy larga la evocación del año de 1894 y séame lícito abreviarla. Nunca antes de 1894 fue más agitada y tormentosa nuestra política interior. Dijérase que tan agudos caracteres de pasión y de violencia eran y tenían que ser preludio de la guerra civil, de una guerra civil que tenía por genes y causa, no vacilo en afirmarlo francamente, el gravísimo error de mantener a un partido político, a la mitad de la nación, privado, en la práctica, del trecho de sufragio y de la libertad de prensa, porque esta, como la lanza mitológica, tiene la virtud de curar las heridas que abre. Caótica, confusa, paradójica, era en 1894 la situación del partido de Gobierno que se presentó en las Cámaras Legislativas más que dividido, subdividido. Aun cuando en el fondo nada fundamental lo separaba y sus relaciones personales políticas se mantenían inalterables, oficiosos amigos del uno y del otro, empeñábanse en presentarse avenidos al presidente titular, señor Núñez, y al vicepresidente, señor Caro. Adictos de la víspera del vicepresidente, se exhibían al día siguiente como sus enemigos, renunciaban los ministros y a poco se enrolaban en la oposición. Dimite el doctor Ospina Camacho, ministro de Guerra encargado del despacho de Gobierno, y su nombre es acogido como candidato para la signatura por la oposición, en competencia con el del general Guillermo Quintana. Las mayorías de la Cámara y del Senado resuelven consultar al vicepresidente el problema de la elección del designado, y nombran una comisión de senadores y representantes con ese objeto. El vicepresidente entrega su concepto escrito a los comisionados para que nadie pueda tergiversar sus conceptos y opiniones; aconseja, no impone, votar por el general Quintero Calderón. El vicepresidente dirige una carta al Senado solicitándole licencia para separarse del poder por tiempo indefinido. El Senado se la concede, pero le suplica que no haga uso de ella. El vicepresidente envía un despacho telegráfico al presidente Núñez rogándole que venga a encargarse del poder, pues él no puede continuar ejerciéndolo por motivos de salud y por las dificultades con que tropieza su Gobierno en el Congreso; el presidente Núñez declina la invitación, también por motivos de salud y añade: «No me juzgo tampoco en mejores condiciones para vencer obstáculos parlamentarios a que alude vuestra excelencia en su citado telegrama». El designado, Quintero Calderón, también declina encargarse del Poder Ejecutivo. Los amigos del señor Núñez le escriben apremiándole, suplicándole que venga a encargarse del Gobierno y le pintan la situación con los tintes más sombríos. Núñez vacila, piensa, escruta el horizonte, al fin parece decidirse a atender los casi llorosos ruegos, y el 5 de septiembre dice por telégrafo al senador Francisco Groot: «No obstante tantas dificultades, me iré, Dios mediante, a principios del mes próximo».
+El 7 de septiembre aparece en El Telegrama un artículo bajo el título de «Hora solemne», cuya paternidad se atribuye al doctor José Vicente Concha, secretario privado del vicepresidente Caro, en el que se leen estas palabras: «Cuando los cañones y las dianas anuncien que se retira del poder vuelve a la vida privada el señor Caro, no faltará una voz popular y enérgica que repita el grito de hermosa alocución: Viva la República con honra. Y podremos quizás ver horas de amargura y de tribulación, acaso de humillación y vergüenza; pero la prueba traerá nuevos albores, y la generación nueva que tiene piloto y cabeza, llegará más o menos pronto a buen puerto y clavará en buena playa la enseña del honor y de los altos ideales que a gritos aclama la mayoría libre de Colombia». El representante Carlos Tavera Navas comunica al doctor por telégrafo los anteriores párrafos y publica en El Correo Nacional un enérgico artículo en defensa del presidente titular. La madrugada del 16 de septiembre el doctor Núñez se enferma gravemente y muere el 18 a las nueve y media de la mañana.
+LAS DRAMÁTICAS REPERCUSIONES QUE TUVO EN EL PALACIO DE SAN CARLOS LA NOTICIA DEL FALLECIMIENTO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA — EL MENSAJE EN QUE EL ENCARGADO DEL PODER EJECUTIVO, SEÑOR CARO, INFORMÓ AL CONGRESO LA INFAUSTA NUEVA — LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE UNAS CARTAS — EL SUPUESTO ENVENENAMIENTO DEL REGENERADOR — LA ENEMISTAD DE ENRIQUE REVOLLO DEL CASTILLO — UNA CARTA DE DOÑA SOLA — EL ESTUPOR NACIONAL.
+LA NOTICIA DE LA MUERTE DEL presidente titular de la República fue recibida en la capital durante las primeras horas de la mañana del 20 de septiembre. El vicepresidente Caro la guardó dentro de la mayor reserva y ninguno de los miembros del Congreso llegó a conocerla antes de que fuera leído dentro del recinto de las Cámaras Legislativas su mensaje para cumplir con el «doloroso deber» de comunicarles que había fallecido el estadista y conductor elegido por el voto de los pueblos para primer magistrado de la nación. Muchos años después, en 1911, vinieron a mi conocimiento los dramáticos detalles de la repercusión que tuvo en el viejo Palacio de San Cristóbal el despacho telegráfico del gobernador Román en el que anunciaba al vicepresidente Caro la muerte de Núñez. Tal conocimiento fue adquirido así. Había invitado yo a almorzar en el Hotel Uscátegui, en donde me hospedaba, a los señores Pedro M. Carreño, ministro de Gobierno del presidente Restrepo; José Vicente Concha y Miguel Abadía Méndez. Este último a propósito de una conversación general sobre Núñez, nos refirió lo que va a leerse. El 20 de septiembre de 1894 fue llamado de urgencia por el vicepresidente Caro, de quien era a la sazón ministro del Tesoro, para que fuera al Palacio de San Carlos a las once y media de la mañana, con el objeto de dictarle un mensaje que debería él (Abadía Méndez) llevar a la Cámara de Representantes. En aquellos tiempos, cuando los ministros eran portadores de mensajes del jefe de Gobierno al Congreso, era de protocolo vestir de tiros largos, levita, sombrero de copa. Así lo hizo el doctor Abadía Méndez antes de atender a la convocatoria del vicepresidente. Ya en el Palacio de San Carlos, vio que se le había adelantado con igual indumento su colega el ministro de Relaciones Exteriores, don Marco Fidel Suárez. Anunciado por el oficial de órdenes, este los llevó al que entonces se llamaba Salón Rojo. Dos pequeñas mesas estaban colocadas en el centro de este, la una frente a la otra. El señor Caro entró segundos después que ellos, los saludó grave y ceremoniosamente, invitándolos a sentarse, porque iba a dictarles un mensaje importante que llevaría el ministro de Relaciones al Senado, y el del Tesoro a la Cámara. En las pequeñas mesas había provisión de papel florete, tintero y pluma. El señor Caro se pasaba, como era su costumbre del uno al otro extremo del salón, y comenzó el dictado, con voz solemne y pausada: «Honorables senadores y representantes: Cumplo con el doloroso deber de comunicaros (pausa y ansiosa expectativa de los ministros) la noticia de la muerte (otra pausa) del presidente titular de la República (un grito de estupor del ministro de Relaciones Exteriores), anunciada en los telegramas que veréis y que he acabado de recibir. Y continuó el señor Caro dictando el mensaje con mayor prisa, pues a las doce del día se reunían las Cámaras Legislativas hace medio siglo».
+Mensaje sobrio, de elocuencia severa, en el que hace un breve, emocionante y sincero elogio de Núñez. Transcribo algunos párrafos:
+«No hubo otro en Colombia que pelease por tantos años y con tal constancia en las batallas de la política, experimentando las más rudas peripecias y haciéndose objeto de las más encontradas pasiones; ninguno que elaborara transformación tan profunda como el que él logró realizar, ni que preocupara tanto a sus contemporáneos, y no ciertamente por el brillo de la espada, ni por el abuso de la fuerza, ni por deslumbrante ostentación, sino por el poder de la inteligencia y de la voluntad, por el sentimiento vigoroso y firme del interés nacional.
+«Porque a la verdad, no se puede servir a dos señores: no se puede tratar a un tiempo del bien público y de la utilidad personal. Sin desprendimiento nadie fue caudillo prestigioso. Libre Núñez de toda ambición de bienes perecederos, como lo dijo en ocasión solemne, enemigo de vanas pompas, modesto y sencillo, su pensamiento y su acción se consagraron exclusivamente a la causa pública.
+«Se le juzgó eclíptico, y pudo serlo respecto de los hombres, pero el que ha experimentado las decepciones de la política moderna, ¿podrá ser culpado de tal escepticismo, cuando ya el mismo Rey Profeta decía: “Sálvame, Señor, porque no hay buena fe; la sinceridad está desterrada del comercio de los hombres”? Mas esa especie de escepticismo no enervó a Núñez en el campo de las ideas, donde su acción fue la más perseverante y la más enérgica, porque creyó en Dios y tuvo el culto de la Patria».
+En el mensaje se inserta, «parte substancial», de una reciente carta del finado presidente al señor Caro, que dice así:
+Cartagena, 23 de agosto de 1894
+«Señor don Miguel Antonio Caro.
+«Bogotá.
+…………………………………………
+«Cada día me siento más asombrado de lo que pasa. Cierta gente cree llegado el momento de acabar con el edificio financiero. Usted hará seguramente de eso capítulo fundamental.
+…………………………………………
+«El país puede perderse pronto si usted no lo salva. Crea usted que su autoridad es omnipotente. No dejará de hacer, sino lo que no quiera hacer. Nadie hoy lo contrapesa, pues soy de usted hasta la muerte, y no vislumbro otra esperanza que usted.
+RAFAEL NÚÑEZ».
+Esta carta, lo recuerdo muy bien, fue profundamente meditada, fruto de una honda sinceridad del reflexivo estudio de la situación política. Requerido Núñez por todos los hombres más prestigiosos, influyentes del partido de Gobierno para que viniera a encargarse del poder, con la sola excepción de don Carlos Holguín, que llevó su delicadeza personal y los deberes que le imponían sus estrechos vínculos familiares con el señor Caro hasta el extremo de no participar, siquiera en forma indirecta, en un movimiento que parecía espontáneo y uniforme, recibió aquellos requerimientos, no desdeñosamente, pero sí con marcada manifiesta displicencia. Desconfiaba del éxito que pudiera tener aventura semejante. No se creía en mejores condiciones que el señor Caro para lograr la unión y la concordia entre los elementos desavenidos del partido de Gobierno, no quería inferirle el agravio al señor Caro de substituirlo en el poder, aun cuando este lo invitó repetidamente a que lo hiciera. Después de leer las cartas de don Carlos Holguín en las que no hubo nunca ni la más ligera alusión a su peculiar situación, ni una queja, ni un reproche, decía Núñez: «Qué alma tan entera, tan noble la de Holguín. Leer una carta suya en este caos, en este desconcierto, es algo que refresca y consuela, ¿sabe?».
+Pero en el último correo de agosto y el primero del mes de septiembre llevaron a El Cabrero nuevos requerimientos, nuevas súplicas. Dijérase que eran ya los gritos de náufragos que piden tabla de salvación. Y Núñez comenzó a vacilar, comenzó a resignarse a la idea de un posible viaje a Bogotá. ¿Lo hubiera realizado? Él se llevó a la tumba el secreto de lo que hubiera resuelto en definitiva. Mas continuaba mirando ese viaje con repugnancia, con horror. Estaba profundamente pesimista en los resultados que pudiera tener una nueva gestión directa suya en el Gobierno y en la política. «De Bogotá saldré», lo repetía a menudo, «como todos los fracasados, entre la rechifla de los emboladores». El grito «¡Adiós, longaniza!», con que despidió la ingratitud al Libertador, lo obsesionaba melancólicamente. Sin embargo, el 5 de septiembre telegrafió, como se ha visto, a don Francisco Groot, anunciándole que emprendería el viaje muy a principios del mes de octubre.
+El 7 de septiembre el doctor Núñez me ordenó seguir a Barranquilla y Santa Marta a cumplir instrucciones que me comunicó verbalmente. Yo no estaba en Cartagena cuando él enfermó y murió. La noticia, para mí tan triste, tan amarga, me sorprendió en la capital del Magdalena y fue comunicada personalmente por el gobernador del departamento, señor Lázaro A. Riascos Mendoza. Aun cuando este no añadía al firmar su apellido materno, lo hago así para que no se le confunda con su homónimo el distinguido general Lázaro Riascos, que fue también gobernador del Magdalena en la administración Ospina. En Santa Marta se recibió la noticia de la muerte de Núñez el mismo 18 de septiembre, un poco después de la una de la tarde.
+No es improcedente recordar que en este segundo viaje a Santa Marta estaba pasando días muy agradables. Estaba instalado allá mi amigo y pariente don Senén Martínez Aparicio —los Martínez Aparicio eran primos de mi madre— como agente comercial de la casa Gleseken. En su juventud fue Senén un gallardo mozo que supo compartir las faenas del trabajo con la sana alegría del vivir, con los esparcimientos más sabrosos y originales. A lo cual añadíase que tenía un natural expresivo, una vena humorística inagotable y el don de imitar a la maravilla a las personas que conocía en la intimidad. Practicaba en Santa Marta el deporte náutico, en las tardes y en las noches de luna. Había adquirido una lancha de remos y a remar nos entregábamos, con un grupo de seis amigos, entre los cuales hago memoria de Luis A. Andreis y el actor cómico Ricardo Luque Alba, por cierto magnífico en su género, español de mucho salero y mina de chistes y anécdotas de todos los colores. Era condición indispensable para pertenecer al club náutico de Senén Martínez nadar muy bien, pues en los paseos de noche, después de despojarnos de todas nuestras ropas y quedar tan desnudos como Dios nos había echado al mundo, y de guardarlas dentro de una tela impermeable, volcábamos la lancha… y al agua patos. No hay baño de mar más delicioso que el de Santa Marta, y delicioso también en aquella época el baño matinal en el río Manzanares, casi caudaloso, pues su corriente no se había desviado aún para usos industriales y agrícolas.
+Yo no me encontraba, pues, en Cartagena al cerrar Núñez sus ojos a la luz del mundo. Pero andando el tiempo, y en respuesta a las interrogaciones de los curiosos, «cómo murió Núñez, de qué murió Núñez, cuál fue su enfermedad», las contestaba tal y cual si hubiera vivido realmente el drama, porque como una placa fotográfica se me quedó impreso indeleblemente en la memoria el patético relato que de todas las escenas me hicieron, siete días después, al regresar a Cartagena, la desolada viuda, doña Soledad Román, Henrique L. Román y la servidumbre de El Cabrero.
+Permítaseme una explicación del silencio que había venido guardando sobre el histórico suceso y que sólo vengo a romper ahora por un motivo absolutamente personal, y es el siguiente: con gran sorpresa, mas con desdeñosa indiferencia, leí hace dos años, más o menos, en un semanario gráfico que todavía se edita en Bogotá, algo estupendo y novedoso, a saber: que yo tenía conocimiento, y el conocimiento no era sólo mío, sino de doña Rafaela Román de Ramos, hermana de doña Soledad, y de otras personas, de que el doctor Núñez había sido envenenado; que yo me robé unas cartas que llegaron para el doctor Núñez después de su muerte y las envié con un comisionado especial al vicepresidente Caro. Y todo esto se afirmaba basándose en dichos de doña Rafaela y de Enrique Revollo del Castillo. Así se escribe la historia. Mal podía yo ser poseedor ocioso y avaro del secreto del envenenamiento del doctor Núñez, sentado el hecho irrefutable y comprobable de que yo no estaba en Cartagena cuando él enfermó y murió. Sólo recuerdo con exactitud y precisión que el 6 de septiembre de 1894, día de mi cumpleaños, y víspera de mi salida de Cartagena, me sorprendió no encontrar al doctor Núñez en su cuarto escritorio a las siete de la mañana, como era su costumbre. Entré a su cuarto dormitorio y estaba vistiéndose. Me dijo: «Ayúdame a ponerme el saco, porque este brazo —el derecho— se me está paralizando. Me voy a morir, porque esto mismo le ocurrió a mi padre. Y es que, además, tengo el cerebro como una esponja seca a la que se aprieta y no le sale nada, casi que no puedo escribir ni telegramas». Naturalmente lo tranquilicé indicándole que todo eso podía provenir de un excesivo trabajo intelectual y de tanto pensar en la situación política y en su viaje a Bogotá. Al despedirme, el 7 de septiembre, yo no podía presentir que para siempre, del doctor Núñez, estaba más tranquilo, animoso y optimista en su salud.
+Respecto del robo de cartas ocurría una cosa igual a lo del envenenamiento. Cierto que misteriosamente desaparecieron las cartas que para el doctor Núñez llegaron en el correo del 21 de septiembre. Con pleno derecho y autorización las abrió y leyó Henrique L. Román. Agobiada por el dolor, no quiso leerlas, ni tocarlas siquiera, doña Soledad. Henrique Román las tiró sobre una mecedora, como se tira lo que ya no sirve para nada. De allí desaparecieron. Y esto ocurría cuando yo llegaba a Barranquilla, de regreso de Santa Marta. El informador del periódico gráfico oyó llover y no supo dónde llovía. La imputación del robo de las cartas, y no cabe otra palabra, porque quien se apodera de lo ajeno, sean cartas, u otro objeto cualquiera, comete un robo, no se me hizo jamás a mí, ni me la hizo el señor Revollo del Castillo a pesar de que él no me quiere bien. La imputación o el cargo se hizo a mi pobre hermano Ernesto, y si me ocupo hoy del asunto es en defensa de su memoria, para mí amada. Se relacionó la misteriosa desaparición de aquella correspondencia con el viaje de Ernesto a Bogotá, casi inmediatamente después de la muerte del doctor Núñez, viaje resuelto y planeado desde mucho antes del infausto suceso, por el propio Núñez y mi padre, y por motivos estrictamente domésticos en los que nada tenía que ver la política. Ernesto habría salido de Cartagena para Bogotá en el correo del 24 de septiembre, vivo el doctor Núñez o muerto. Sin embargo, a mi infortunado hermano lo persiguió la imputación calumniosa por muchos años y le atrajo poderosas enemistades. De un desagradable lance personal lo salvó el tacto, el don de persuasión, y el afecto de Tomás Surí Salcedo, en el hotel Sucre, de Bogotá, el mes de octubre de 1894. La importancia que se dio a las cartas desaparecidas, y no sé si ellas la tenían efectivamente, consistió en que contenían agrias censuras, diatribas y críticas para el señor Caro. ¿Llegaron efectivamente a las manos de él?
+Me inclino a creerlo, por lo que voy a contar. Tres años después de la muerte de Núñez, en 1897, vine yo a Bogotá y tuve la dicha y el honor de ser recibido por el vicepresidente Caro con afabilidad. Era su asiduo visitante, y de eso hablaré a su turno. Época aquella también de intensa agitación política, de encarnecida lucha electoral, de candidaturas para presidente y vicepresidente de la República. Un buen día se me ocurrió escribir algo en defensa del señor Caro, a quien se atacaba en cierta prensa conservadora con saña y crueldad. Llevé un artículo al vicepresidente para que me indicara en cuál de los diarios amigos sería más conveniente publicarlo. Así lo hizo este, aconsejándome además que me entendiera directamente con el señor X, director de la publicación, y autorizándome para hablarle en su nombre, el del señor Caro. El artículo tenía precisamente por tema refutar o rectificar leyendas sobre las desavenencias del presidente titular con el vicepresidente. Fui a ver al señor X y a entregarle mi modesta producción. Al rezar mi nombre no más me puso cara agria y ni siquiera me brindó asiento. Sin embargo, el artículo fue publicado. Le referí al señor Caro la manera poco amistosa y cordial como fui recibido por X. El señor Caro interrumpió su habitual paseo y, en actitud de quien hilvana recuerdos, me dijo: «Es que el señor X lo ha confundido con su hermano Ernesto, a quien se le hizo el cargo injusto de haberme entregado determinadas cartas dirigidas al doctor Núñez. Para que esté usted tranquilo en lo que a su hermano atañe, le declaro que el cargo es falso, calumnioso. Si fuera verdad que tal correspondencia llegó a mis manos, no sería por conducto de su hermano. Yo hablaré con X para que usted pueda seguir escribiendo en el periódico. Todas esas son cosas viejas que yo he olvidado». Y recientemente mi buen amigo Víctor E. Caro hizo llegar a mis manos una carta de doña Soledad para Ernesto, fechada en Cartagena, que encontró en el archivo de don Miguel Antonio, que me demuestra cómo jamás la noble dama puso oídos y menos crédito a la infame impostura a que vengo refiriéndome. Esa carta, consagrada casi toda a la situación política de Bolívar, concluye así: «Recibe el afecto de tu prima que te quiere como madre, Soledad».
+De todos los relatos que se me hicieron sobre la enfermedad y muerte del doctor Núñez y de las consultas que hice a eminentes médicos, entre los que destaco a los doctores Juan Fortich y Julio Vengoechea, infiero que aquel fue víctima de un derrame cerebral, del que tuvo también un conato durante su primer periodo presidencial, en abril de 1881. Mas como estoy escribiendo para hacer historia veraz, sincera y minuciosa, referiré que en junio de 1929 me dijo una mañana en Cartagena, en su quinta de Manga, Henrique L. Román lo siguiente: «Por algo que he venido a saber casualmente hace pocos días, comienzo a sospechar que nos envenenaron al doctor Núñez, que tienen algún fundamento las especies que circularon a raíz de su muerte». Y me contó emocionadísimo todo lo que se le había contado casi en calidad de secreto de confesión. Discutimos y analizamos Henrique y yo tranquilamente, con la tranquilidad con que se discute un suceso ocurrido 33 años atrás, y sacamos en conclusión que las tardías revelaciones podían ser el producto de una sugestión tenaz, de una alucinación mental.
+Posteriormente en el admirable libro de José Ramón Vergara sobre Núñez, Escrutinio histórico, he leído trozos de conversaciones que tuvo él en Barranquilla con doña Rafaela Román de Ramos, hermana de doña Soledad, la que fue no sólo amada, sino mimada por la couple Núñez-Román, de los que aparece un hecho extraño revelado por la esclarecida dama: al presidente Núñez le obsequió alguien unos cigarros y al fumar uno de estos, Lázaro Ramos, marido de doña Rafaela, tuvo vértigo y amagos de intoxicación. Es lástima que doña Rafaela no le hubiera comunicado a Vergara el nombre de quien obsequió los cigarros.
+Transcurridos cuarenta y seis años, me afirmo en la creencia de que el doctor Núñez no fue envenenado, creencia que se fortalece al pensar que no sólo aquí, sino en todas partes, cuando hombres eminentes mueren, casi súbitamente se atribuye el fenómeno natural a oscuras y tenebrosas maniobras criminales. Todavía sostiene en Francia el panfletario Daudel que un ministro de Guerra, de cuyo nombre no hago memoria, fue envenenado y discute, por añadidura, con argumentos científicos, que existen venenos que producen enfermedades mortales porque aquel ministro fue víctima de un tifus negro.
+Formular hipótesis sobre lo que pudo haber sido y no fue es algo candoroso e infantil. ¿Qué habría pasado si el presidente titular no realiza al fin su viaje a Bogotá y se encarga del Gobierno? No vale la pena intentar respuesta al interrogante. El hombre se agita y Dios lo conduce, frase de Federico el Grande, que Núñez citaba frecuentemente, me parece la única clave del enigma. Yo sólo sé, porque Núñez sí me lo dijo, al despedirme el día 7 de septiembre, que si se encargaba del Gobierno, nombraría ministro de Guerra al general José María Campo Serrano y debidamente autorizado se lo comuniqué al general Riascos, gobernador del Magdalena. Tenía como candidato para ministro de Hacienda al señor Miguel Vásquez Barrientos.
+El 25 de septiembre volví a Cartagena en el estado de ánimo que supondrán mis lectores. Al pisar los primeros peldaños de la escalera de El Cabrero, el llanto nublaba mis ojos y al abrazarme a doña Soledad los sollozos se anudaban en mi garganta. Lleno estaba aquel recinto de la sombra de Núñez. Me parecía verlo en todos los sitios y en todos los momentos. No estaba presente su cuerpo, pero flotaba allí su espíritu inmortal.
+Parecíame que él habría de volver, que le aguardaban su mesa de trabajo, su pluma, los últimos libros que había leído, los editoriales que dejó escritos y que habría de reproducir, el bastón en que se apoyaba cuando salía de paseo. El río del tiempo sigue, sigue andando y sus riberas infinitas se extienden hacia nuevos horizontes. Pasan los días, madura y envejece el hombre y en su vejez se seca la fuente de las lágrimas.
+Estupor, desconcierto mayor del ya existente en las filas del partido de Gobierno, causó en Bogotá la muerte de Núñez en los primeros momentos, se hicieron promesas de unión y de concordia entre las reñidas fracciones. La autoridad del vicepresidente Caro quedó reafirmada y la continuidad de su Gobierno y su política. Ya no había a quién llamar para sustituirlo con título legal. El partido de Gobierno había sido duramente castigado por la muerte desde 1893. En sus tumbas dormían el eterno sueño: Antonio B. Cuervo, Leonardo Canal, Alejandro Posada. La implacable segadora amenazaba de cerca a Carlos Holguín. Las colectividades conservadoras temen confiar sus destinos a hombres jóvenes. Quedaban en pie, sin embargo, varones maduros de indiscutible prestigio. Rafael Reyes, «el hombre de acción insuperable»; Manuel Casabianca, espada invicta, hábil administrador; Jorge Holguín, político fino, de raza y de instinto; Campo Serrano, ya experimentado felizmente en el Gobierno; Antonio Roldán, político realista, modelo de prudentes y sagaces. A todos ellos sucesivamente irán acudiendo el vicepresidente Caro para reforzar las líneas de batalla y llenar los vacíos que van abriendo la fatiga, la invalidez y la muerte.
+Pocas semanas transcurren desde la separación de Núñez y la política va recobrando su ritmo acelerado, abriendo el cauce que fatales acontecimientos imponen. El viraje de la unión y la armonía, se desvanece. Ha sido apenas pompa de jabón. Las comisiones investigadoras elegidas por la Cámara de Representantes para los contratos de ferrocarriles de Antioquia y Santander (Petit Panamá) y las emisiones secretas adelantan sus labores. La nueva voluntad de presentar informes y conclusiones antes del 16 de noviembre, último día de las sesiones ordinarias del Congreso, de una y otra comisión forma parte el doctor Luis A. Robles, único vocero del liberalismo en el poder fiscalizador.
+EL DOCTOR ROBLES Y LA INVESTIGACIÓN DE LAS EMISIONES SECRETAS — UN MENSAJE DEL VICEPRESIDENTE — UN ABSURDO PROYECTO DEL GENERAL REYES — LAS RAZONES DE DON MIGUEL ANTONIO CONTRA LA ENTRADA DE LOS ECLESIÁSTICOS A LAS CORPORACIONES PÚBLICAS — UN MENSAJE ADMIRABLE — AZÚCAR PARDA — SE ARCHIVA EL PROYECTO — EL TESTAMENTO DE RAFAEL NÚÑEZ — LA ÚNICA VEZ QUE HE EJERCIDO LA PROFESIÓN DE ABOGADO EN ASUNTOS CIVILES — EL JUICIO DE SUCESIÓN DEL ILUSTRE HOMBRE PÚBLICO — UN GESTO DE DON MIGUEL CAMACHO ROLDÁN — LA INTERVENCIÓN DEL DOCTOR JOAQUÍN F. VÉLEZ EN LA MORTUORIA — DOÑA SOLEDAD ROMÁN RECHAZA UNA PENSIÓN.
+UN FURIBUNDO ORADOR DEL partido de Gobierno se arriesgó a decir en la Cámara de Representantes que el doctor Robles había entrado a la comisión investigadora de las emisiones secretas «por la ventana», que el negro de alma blanca y fuerte tenía el sentido de las proporciones. No contestó a la inepta agresión en discurso parlamentario. Pero dirigió una pequeña carta a El Correo Nacional, en la que se lee esto: «Cuando un deber moral nos obliga a estar a una parte, debemos hacerlo de cualquier manera, sea por la ventana, forzando las puertas, con las bayonetas o por sobre las bayonetas. En cambio yo no hubiera deseado hacer parte de la comisión que va a estudiar responsabilidades en los contratos de los ferrocarriles de Antioquia y Santander, porque en esos negocios el único funcionario que podría ser acusado constitucionalmente sería, si hubiera fundamento, el ministro de Fomento, doctor José Manuel Goenaga, y quiero que se sepa que al señor doctor José Goenaga me liga íntima amistad que data de las bancas de una escuela primaria en los años de nuestra infancia; y que esa amistad se ha mantenido a pesar del permanente desacuerdo en que el doctor Goenaga y yo nos hallamos en materias políticas desde que ambos ingresamos a la carrera pública». Las luchas políticas tenían entonces majestad y grandeza y en el círculo se conducían los gladiadores no sólo con arrojo, sino exhibiendo alma hidalga y nobles sentimientos.
+La elección de comisiones investigadoras dio oportunidad al vicepresidente Caro para dirigir un mensaje a la Cámara de Representantes que sentó entonces, y sentará para lo futuro, sabia doctrina constitucional y justicia sobre tales organismos:
+«Si un tribunal plural», dice el mensaje, «no puede conocer de un asunto sin confiar a una sala o a un magistrado ponente, si esta regla se observa por toda corporación, y es tanto más necesaria cuanto más numeroso es el personal, ¿cómo hubiera la Cámara de Representantes estudiar colectivamente los asuntos a que me refiero? Las comisiones recogen datos, los resumen y presentan razonado concepto, oído el cual, la Cámara puede pedir ampliaciones y explicaciones, y dictar una resolución con pleno conocimiento de causa.
+«Por conocidos motivos de conveniencia general, el presidente de la República no comparte con los ministros del despacho, sino en determinados casos, la responsabilidad moral estricta, en cambio asume en el más alto grado la responsabilidad moral ante la nación y ante el mundo todo, aquella gran responsabilidad que preocupa a los hombres de honor. De aquí la necesidad que experimenta el que ejerce el Poder Ejecutivo, de explicar sus actos y de justificar su conducta, no sólo por medio de documentos escritos, sino con la expresión oral, inmediata y viva de sus sentimiento; con tanto mayor razón, cuanto renovándose sus colaboradores, sucede a las veces que el jefe del Poder Ejecutivo sea quien mejor, o el único, que conoce los antecedentes todos y la historia íntegra de un asunto.
+«Me es grato, por tanto, anunciaros que estoy a la disposición de las referidas comisiones, para darles los informes que necesiten; y responder con la sinceridad que acostumbro sobre todos los puntos en que tuvieron a bien interrogarme».
+Mientras las comisiones investigadoras rendían sus informes, el Congreso se ocupaba —Senado y Cámara de Representantes— en algunos proyectos de ley de grande importancia. El general Rafael Reyes, senador por el Cauca, presentó el de acto reformatorio del artículo 54 de la Constitución de 1886 que, como lo saben mis ilustrados lectores, decía a la letra así: «El ministerio sacerdotal es incompatible en el desempeño de cargos públicos. Podrán, sin embargo, los sacerdotes católicos ser empleados en la instrucción o beneficiencias públicas». El proyecto de reforma fue el siguiente: «De acuerdo con la tramitación establecida en el artículo 209 de la Constitución, declárase derogado el artículo 54 de la misma Constitución». La reforma tenía varios paladines muy instruidos y versados en la alta Cámara. Entre ellos se destacó, por sus luminosas y eruditas exposiciones, el senador por Antioquia, doctor Guillermo Restrepo Isaza. ¿Cómo fue ella recibida por la opinión publica y los eclesiásticos? Estos últimos se dividieron, aun cuando no ostensiblemente. Se decía, no sé con qué fundamentos, que eran partidarios de la derogatoria del artículo 54 los ilustrísimos señores obispos de Tunja y Panamá, quienes tres años después se mostraron francos y ardorosos partidarios de la candidatura para presidencia de la República del señor general Rafael Reyes.
+El vicepresidente Caro creyó de su deber intervenir en el debate que se adelantaba en el Senado con un mensaje que es, sin disputa, el documento más sabio, más sereno entre los que escribió, y no fueron pocos, en ejercicio del Poder Ejecutivo. La opinión del señor Caro en la materia está contenida en el capítulo quinto del mensaje, del cual copio lo siguiente:
+«Aunque las Cámaras Legislativas tienen atribuciones, como la de fiscalizar a los ministros del despacho, la de juzgarlos, la de aprobar grados militares, votar declaratorias de guerra, fijar el pie de fuerza, autorizar celebración de contratos y negociación de empréstitos, decretar impuestos ordinarios y extraordinarios, y otras en cuyo ejercicio no debe tomar parte un sacerdote; no obstante como la asistencia a todos los debates no es obligatoria, no se ve inconveniente para que un eclesiástico pueda ser miembro de la representación nacional.
+«Si las leyes fundamentales de la República admiten la división de la sociedad en clases o estamentos, como son el eclesiástico, la aristocracia, las universidades, sería natural y justo que el episcopado tuviese representación por derecho propio en el Senado; mas la organización democrática de los poderes públicos no lo consiente.
+«Dada esta organización, no hay razón plausible para que las asambleas departamentales no puedan elegir senador a un obispo o a un prebístero.
+«No sucede lo mismo con la elección popular de representantes. No figura decorosamente el nombre de un sacerdote respetable en aquellos debates en parte personales, que engendran enemistades y encienden las pasiones, y donde los que hayan asentado una candidatura pueden, conforme a la ley, ser discutidos aun en su vida privada. Tal es el carácter de las elecciones populares, que el Libertador calificó de combates, carácter contrario a la misión de los encargados de pacificar el mundo.
+«Ni puede procederse en estas materias por teorías abstractas ni prescindirse de las lecciones de la experiencia, y las que se deducen de nuestra historia, son tan dolorosas como expectativas. Vinieron de vez en cuando a los Congresos de la Nueva Granada algunos venerables que llegada la ocasión cumplían sus deberes digna y modestamente, pero con más frecuencia y tal vez sin intermisión concurrían a aquellas corporaciones otros de dudosa o errada vocación eclesiástica, inquietos e insubordinados, prácticos en la intriga política y en maniobras electorales. Ellos eran los que con sofismas teológicos sugerían instrucciones sacrílegas en los negocios eclesiásticos, como la de pretender que los sacerdotes fuesen elegidos para ejercer oficios pastorales por los mismos medios que ellos lo eran para diputados; los que como tales diputados causaron mayores pesadumbres a sus prelados, llegando el caso de que uno de ellos, que fue presidente del Senado, concurriese a votar el ostracismo, y puede bien decirse, el martirio del grande arzobispo Mosquera».
+Alguna vez, de las muchas en que tuve el honor de conversar largamente con el señor Caro, hice caluroso elogio sobre el proyecto de acto reformatorio del artículo 54 de la Constitución, y él me dijo sonriendo: «Y eso que fue escrito con azúcar parda. Era que en casa de mi madre hubo una cocinera experta en hacer arequipes y cuando se los elogiábamos, comentaba siempre: “Y eso que fue hecho con azúcar parda”. Aquel mensaje lo escribí en los días de más intensa agitación política. Lo escribí a pedazos, teniendo que interrumpirlo a cada momento, para oír a los ministros, para recibir las visitas de senadores y representantes».
+Al cerrarse el Congreso en noviembre, quedó pendiente en el Senado la discusión del acto reformatorio y nunca más volvió a ser reanudada.
+El día mismo en que yo llegué a Cartagena, el gobernador Román me hizo la distinción de nombrarme su secretario privado, empleo que había dejado vacante mi hermano Ernesto por el motivo de su viaje a Bogotá. A más de las obligaciones del empleo, yo me impuse voluntariamente, y con íntima satisfacción, la de ser también el secretario particular de doña Soledad, siendo de ella lo que nunca fui de Núñez, y lo digo afirmando una creencia general sin fundamento que siempre he tenido el cuidado de rectificar. Núñez no necesitaba en Cartagena de secretario. Escribía sus artículos para El Porvenir, su correspondencia privada, con su puño y letra, ni siquiera puedo jactarme de haber sido su amanuense. Tan sólo me dictó dos documentos: el despacho telegráfico que dirigió al vicepresidente comunicándole el fallecimiento del doctor Vicente García y el que dirigió al director general de correos y telégrafos, señor Gonzalo Arboleda, reclamándole el derecho que tenía para usar de franquicia ilimitada. Pero doña Soledad, agobiada por su dolor, debilitadas sus fuerzas físicas, sí tenía necesidad de un amanuense. También me dio la prueba de confianza de designarme para que abriera y prosiguiera la sucesión testamental del doctor Núñez, siendo esta la única vez en que he ejercido la abogacía en asuntos civiles. Existía un testamento cerrado que otorgó el doctor Núñez en Cartagena el 28 de julio de 1886. Copio de este instrumento la parte que fue publicada, previa autorización de doña Soledad. La primera parte —puntos suspensivos— se refería a su primer matrimonio con la señora Dolores Gallego, que aún vivía en 1886 y al único hijo sobreviviente que tuvo en ella, Rafael Núñez Gallego, parte que por motivos de delicadeza ordenó suprimir en la publicación doña Soledad. He aquí el testamento:
+«Digo yo, Rafael Núñez, natural y vecino de esta ciudad, que hallándome en el pleno uso de mis facultades, procedo a hacer este testamento, expresión de mi última voluntad.
+«Declaro que mi esposa, la señora Soledad Román, trajo al matrimonio bienes hereditarios e industriales cuya administración ha citado siempre a su cargo con mi consentimiento. Mis bienes particulares consisten en acciones de banco[1], en acciones de una compañía minera establecida en Londres[2], en acciones de la Compañía del Dique[3], en una pequena casa que me vendió con pacto de retroventa el señor… valor de dos mil pesos, y en tres mil pesos que me debe el señor… Los documentos respectivos reposan en poder de mi señora madre, doña Dolores Moledo de Núñez. Encargo especialmente a mi esposa que atienda esmeradamente a la subsistencia de mi dicha señora madre, y que atienda también en lo posible a mi dicho hijo Rafael y a mi hermana la señora Rafaela Núñez. Lego a mi hermano Ricardo todos mis libros particulares y mi reloj de bolsillo. Declaro con entera sinceridad que en mi última carrera política he obrado por puro patriotismo, consagrando mis esfuerzos a la reorganización de Colombia sobre sanos principios de libertad y de justicia, y lamentando profundamente el extravío de antiguos copartidarios. A mis enemigos los perdono. Ruego a todos los que conmigo lleven relaciones, que considero a mi esposa como un modelo de virtudes cuya compañía me ha hecho numerosos beneficios de todos género. A mi dicha esposa le lego mi escritorio, mi retrato al óleo, el anillo que llevo ordinariamente, y la grata esperanza de que nuestras almas se encuentren en el seno de Dios.
+(Lo que sigue se refiere a nombramiento de albaceas).
+«Hecho este testamento en la ciudad de Cartagena, el 28 de julio de 1886. —Rafael Núñez».
+Bien poco era lo que dejaba el doctor Núñez que había traído al país al regresar en 1874, después de haber desempeñado durante días años el consulado de Liverpool, cuando todos los impuestos y emolumentos que los cónsules recaudaban eran para ellos, un capital de más de ciento veinte mil pesos oro, representados en dinero contante y sonante y en acciones del canal de Suez, que él compró gracias a su genial clarividencia. Para vivir modesta, pero muy decorosamente, y sin especular en nada, pues considero vitando hacerlo por la alta posición política y las altas posiciones oficiales que ocupó, posteriormente, aquel capital estaba casi íntegramente consumido cuando otorgó su testamento en 1886. El doctor Núñez había, además, perdido cerca de veinticinco mil pesos, suma que había dado en préstamo a un comerciante de Barranquilla a interés bancario, comerciante que fracasó en sus empresas o negocios. La política no le produjo a Núñez ni un ochavo; por el contrario, le entregó todos sus haberes. Hombre previsivo, apartó sólo de su capital la suma de veinticinco mil dólares, que entregó a don Miguel Camacho Roldán, su amigo de todos los tiempos y en cuya integridad y honradez tenía absoluta confianza, con el encargo secreto de que la entregara después de su muerte —la de Núñez— a la señora doña Soledad Román, su segunda esposa. Fue aquel un rasgo de noble delicadeza, pues no había muerto todavía su primera esposa, doña Dolores Gallego. Al propio tiempo que no pretendía desheredar a esta, creyó que no era tampoco noble ni decente dejar desvalida a la abnegada mujer que afrontando todas las consecuencias lo había acompañado durante una nueva etapa de su vida íntima, con el amor más desinteresado e infinitas ternuras. El doctor Núñez le tenía horror a todo género de litigios y particularmente a los litigios por intereses. Don Miguel Camacho Roldán cumplió el encargo confidencial de Núñez, y fue grande la sorpresa de doña Soledad cuando pocos días después de la muerte de su marido recibió una carta, fechada en Nueva York, suscrita por aquel honorable hombre de negocios, manifestándole que estaba a su orden la suma de veinticinco mil dólares que le había entregado años atrás el doctor Núñez, junto con los intereses bancarios correspondientes.
+El poco era lo que dejaba Núñez y muy fácil la participación entre sus dos únicos legítimos herederos, la mujer sobreviviente y su hijo Rafael, presentábase sin embargo espinosa y difícil aquella, más que por el carácter de Rafaelito, por las influencias que pudieran ejercer en su ánimo los interesados, que los hay siempre, en promover discordias en las familias. Fortunosamente para doña Soledad, llegó a Cartagena cuando se adelantaba el juicio de sucesión, el doctor Joaquín F. Vélez, y ella, con su buen juicio e inteligencia, y por su iniciativa, determinó, de acuerdo con Rafaelito, que toda diferencia que pudiera sobrevenir entre ellos, sería resuelta por aquel varón recto y justo, de una integridad moral inflexible. Surgieron fatalmente las diferencias, y el doctor Vélez desempeñó su papel de árbitro, al cual sometiéronse al punto irrestrictamente los desavenidos.
+Abierta la sucesión testamentaria, supo doña Soledad por la prensa de Bogotá que en el Congreso cursaba un proyecto de ley por el cual se le decretaba una pensión vitalicia, que fue modificado posteriormente otorgándole una recompensa, y entonces dirigió a las Cámaras Legislativas el siguiente telegrama:
+Cartagena, octubre 14 de 1894
+«Honorables senadores y representantes.
+«Bogotá.
+«Cuando llegó a esta ciudad la noticia de que vosotros discutíais un proyecto de ley sobre honores a la memoria de mi nunca bien llorado esposo, el cual proyecto incluía una pensión vitalicia para mí y luego más tarde una modificación del honorable Senado en que se cambiaba esa pensión vitalicia por una recompensa de cien mil pesos, agradecí en el alma vuestras generosas intenciones, y temiendo pasar como supremamente ingrata, no rechacé tan cuantiosa oferta. Hoy, honorables senadores y representantes, obedezco a los impulsos de mi propio carácter y honro la memoria de mi esposo, suplicándoos eliminéis del proyecto de honores la pensión o recompensa. Tal me parece que al aceptarla violo la voluntad de mi esposo y que él se levanta de su tumba para reprocharme. Además, honorables senadores y representantes, desde el momento en que en esas Cámaras se ha levantado una voz que insulta la memoria del que fue todo nobleza y generosidad aquí en la tierra, me parecería que la recompensa que yo aceptase vendría perseguida por ese insulto a un muerto cuya memoria debo yo no sólo guardar, sino hacer guardar con cariñoso respeto.
+«Que la difamación no diga que quedo anegada en riquezas; abierto está el testamento de mi esposo y a la vista de todos la modesta fortuna que he heredado. Hago esta manifestación penosa para evitar las nuevas calumnias de los implacables enemigos que no retroceden ante el respeto que debe imponer siempre una tumba. Para los de vosotros, que en este doloroso trance de mi vida, habéis procedido por amor al ilustre difunto, mis nuevos y sinceros agradecimientos.
+«Honorables senadores y representantes. —
+SOLEDAD ROMÁN VIUDA DE RAFAEL NÚÑEZ».
+Murió la viuda de Núñez en 1923, dentro de la más absoluta pobreza, y en los últimos años de su vida, agotados los recursos pecuniarios, hacía sus gastos con la mísera pensión que la ley señaló a las viudas de los presidentes de la República. Un ático cronista español que escribía para El Sol de Madrid, y firmaba Andremio, expresó cierto concepto que me hizo profunda impresión porque en mi propia personalidad, y no por lo tonto, encontraba la comprobación. Decía Andremio que las cualidades innatas lejos de amenguarse con el correr del tiempo, van acentuándose. Quien nació tonto —la palabra usada por Andremio era más expresiva— será tonto a los diez años, más tonto en sus veinte, ultra tonto en sus cuarenta y rematadamente tonto a los sesenta. Quienes nacimos dadivosos, para quitarnos la camisa cuando quien la necesita nos la pide, con la pasión de aliviar la miseria humana y a más la muy agradable de regalar, no nos curamos jamás de la cualidad, que algunos consideran defecto, de ser generosos. Es inútil que hayamos leído y releído El ahorro, de Samuel Smiles, libro que llamaba graciosamente el señor Caro «el manual del avaro». Doña Soledad había nacido generosa, pródiga, caritativa, no sólo tratándose de bienes materiales, sino también de bienes espirituales. Daba de comer a todos los hambrientos, de beber a todos los sedientos, de asistir y curar a los enfermos, de consolar a los tristes, de dar consejos a quienes los hubieren de menester. Dando todo lo que tenía, se quedó casi sin nada.
+La muerte de Núñez, era obvio, tenía que provocar cambios en el alto personal administrativo de los departamentos de la costa Atlántica y hasta cierto punto modificaciones en la política. El 16 de octubre llegó a Cartagena, en desempeño de una misión importantísima que le confió el vicepresidente Caro, el general Juan N. Matéus, jefe de Estado Mayor del Ejército. Entiendo que se habían delegado en él ciertas facultades presidenciales. Llevó distinguido y numeroso séquito. Uno de sus ayudantes era el general Manuel M. Narváez, otro Eduardo Briceño, hijo del general Manuel Briceño. Acompañaba también al general Matéus su sobrino, Alberto Matéus.
+La mayor reserva de los parques nacionales —fusiles y municiones— estaba depositada en Cartagena. El general Matéus llevaba el encargo de hacerla transportar al interior de la República. Nada podía saberse, ni sospecharse de la misión política confidencial que, sin duda, llevó el general Matéus. Estuvo en la costa Atlántica cerca de dos meses. Visitó a Barranquilla, Santa Marta, Cartagena y Panamá. Era el general Matéus un fiel representativo de su pueblo y de su raza. Había nacido en Boyacá. Reservado, discretísimo, casi enigmático, le gustaba oír, pero él de pocas palabras. Valeroso, aguerrido, fue uno de los más notables veteranos de la antigua Guardia Colombiana. Desempeñó en la breve guerra civil de 1895 un papel importantísimo, como también en la de 1885. Tratar de opacar, y aún más, de oscurecer, que fue resultado de su pericia y estrategia la capitulación de Capitanejo, es inconcebible en toda mente desprevenida e imparcial.
+El 19 de octubre a las nueve y media de la noche, se extinguió la vida de Carlos Holguín. En el cortísimo lapso de treinta y un días desaparecían del escenario público los dos más esforzados paladines de la Regeneración.
+[1] Acciones del Banco Internacional de Bogotá.
+[2] Acciones de la mina de Chilí, que no han producido rendimiento ninguno.
+LA NOTICIA DE LA MUERTE DE DON CARLOS HOLGUÍN EN CARTAGENA — CÓMO TOMÉ POR CONSEJO SUYO UN PUESTO EN EL CONSERVATISMO EN FORMA QUE A MÍ ME PARECÍA ENTONCES IRREVOCABLE Y DEFINITIVA — LA CORRESPONDENCIA DE NÚÑEZ CON EL ILUSTRE HOMBRE PÚBLICO — EL GOBIERNO DE PARTIDO QUE HACÍA EL SEÑOR CARO — SUS TEORÍAS SOBRE LA JEFATURA DEL ESTADO Y LA DIRECCIÓN DEL CONSERVATISMO — UNA CARTA DEL VICEPRESIDENTE SOBRE ELECCIÓN DE DESIGNADOS — CANDIDATURAS OFICIALES — LA LLEGADA DEL DOCTOR JOAQUÍN F. VÉLEZ — LA CLAUSURA DEL CONGRESO — LA RUPTURA DEL ALTO COMANDO CONSERVADOR — LA ACTUACIÓN DEL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA — ADMIRABLES ENSAYOS HISTÓRICO-POLÍTICOS — MI PARTIDO DE CARTAGENA.
+POR ESPECIAL DEFERENCIA NO sólo con la persona que suscribe la atenta carta que a seguida copio, sino también por los nobles sentimientos que la inspiraron, comienzo con ella el presente capítulo de Historia de mi vida. No desconozco, pues me había sido referido de tiempo atrás, por respetables testigos, la brillantísima actuación del general Próspero Pinzón en el combate de Cruz Colorada, acción esta que trajo como inmediata consecuencia la capitulación de Capitanejo. Pero he oído decir que en algún escrito publicado recientemente, yo no lo he leído todavía, se omite el nombre del comandante en jefe del Ejército en operaciones sobre el norte, en 1895, general Juan N. Matéus, y la omisión me pareció injusta. Se me ocurre pensar que si ese ejército hubiera sido derrotado, probablemente se le atribuiría al general Matéus la responsabilidad del desastre. Yo siempre he admirado las eximias condiciones y facultades de Próspero Pinzón como militar y jamás trataré de opacarlas. Bien pronto lo verá mi distinguido amigo el general Luis Suárez Castillo.
+Bogotá, carrera 7.ª, número 23-44 Septiembre 22 de 1941
+«Señor doctor don Julio H. Palacio. L. C.
+«Muy estimado amigo:
+«Desde que se ha estado publicando en la página literaria de El Tiempo esa relación tan amena, como es “Historia de mi vida”, he sido su más asiduo lector. Siendo contemporáneos, es muy grande la satisfacción que me proporciona la maravillosa narración de una época que constituye una buena parte de mi vida y en la que me fue dado tener alguna intervención. Tal vez le pueda interesar a usted una pequeña glosa que me permito hacerle a su escrito de ayer, al referirse al general Juan N. Matéus, en la que usted dice: “Tratar de opacar, y más aún, de oscurecer, que fue resultado de su pericia y estrategia la capitulación de Capitanejo, es inconcebible en toda mente desprevenida e imparcial”. No, mi querido doctor: en esa campaña, de la que fui testigo por haberme tocado intervenir directamente y en presencia, puedo decirlo con toda certeza y verdad, y Matéus, si viviera, sin duda me respaldaría en ello, que quien dirigió el combate de Cruz Colorada y la toma de Capitanejo fue el general Próspero Pinzón, como gran conocedor de esa región, y con amigos allí en cada vereda, cada casa, cada choza, teniéndolo instante por instante al corriente de los movimientos de los revolucionarios. En el combate de Cruz Colorada él ordenó la distribución de las fuerzas y la ocupación de los puntos estratégicos: en Capitanejo fue él también quien determinó todo esto. El general Pinzón ordenó al jefe de los Güicanes, coronel Casimiro Puentes, que cayera por sorpresa a Capitanejo, así lo hizo, ocurriendo entonces algo muy gracioso: a las tres de la mañana del día 16 de marzo de 1895 el general en jefe de la revolución, Pedro María Pinzón, con Ramón Neira quisieron entrar en la casa en donde estaba su Estado Mayor, ya en aquella casa había puesto centinelas el coronel Puentes y estos los echaron a la espalda reprendidos los centinelas por Ramón Neira, diciéndoles que era el general Pinzón, los dejaron pasar y allí quedaron prisioneros. Hago esta aclaración en honor a la verdad y espero que usted no lo tomará a mal.
+«Quedo siempre su amigo afectísimo,
+LUIS SUÁREZ CASTILLO».
+La noticia de la muerte de Carlos Holguín llegó a Cartagena el 20 de octubre a las ocho de la noche. El jefe de la oficina telegráfica tuvo la atención de comunicársela telefónicamente a la viuda de Núñez. Nuevamente corrió el raudal de sus lágrimas, no sólo por la desaparición eterna del leal e incomparable amigo, sino también por todos los recuerdos que en la mente de la egregia dama despertaba la evocación de los felices días que tan recientemente habían pasado juntos Núñez y Holguín. Para mí también la triste nueva fue causa de hondo pesar. Durante un mes de trato íntimo y continuo con Carlos Holguín logré formarme un concepto bastante exacto de su poderosa inteligencia, de su profundo y ordenado saber, de su amplio, generoso e hidalgo espíritu, de su carácter batallador, de sus eximias dotes para la política. Había tomado, por sus consejos, puesto en las filas del partido de Gobierno, en forma que creía yo definitiva e irrevocable. La admiración que Holguín tenía por Núñez aumentó la mía. Oyendo a Holguín de mañana y tarde en torno a la mesa familiar, aprendí muchas cosas que aumentaron el acervo de mis conocimientos. Oyéndolo seguí durante el brevísimo lapso de un mes lo que pudiera llamar, sin hipérbole, un curso de Historia Política, de Literatura, de Derecho Público y de Derecho Internacional. Oyéndolo aprendí, además, a conocer muchos hombres antes de haberlos tratado. Y así, en tan breve lapso, llegué a tener por Carlos Holguín el cariño que sólo se tiene a personas de cuya amistad hemos gozado largo tiempo. Sin vanidad juzgo que, en lo relativo a cariño, a él le ocurrió lo mismo conmigo. Holguín era un hombre sincero y no tenía por qué, ni para qué fingírmelo. Recuerdo, con melancolía, que se le metió en la cabeza que yo había nacido bajo el signo de una buena estrella. La víspera de su regreso a Bogotá lo acompañé a algunas visitas de despedida, con su hijo Carlos. Cuando salimos de la que hizo a don Juan B. Mainero y Trucco, en su oficina del Banco de Cartagena; una cuadra adelante de este edificio, vi algo sobre el pavimento y me agaché a recogerlo. Era un billete de cien pesos, muy cuidadosamente doblado. Le pregunté a don Carlos que si era de él y me contestó sonriendo: «No soy tan rico para llevar billetes de a cien pesos en la cartera, y tengo la mía en el bolsillo del saco con unos pocos pesos». Le pregunté a los pocos caminantes que iban adelante o de detrás de nosotros si habían perdido un billete de cien pesos; todos contestaron que no, y cuando seguimos la marcha, don Carlos comentó: «Ya le he dicho que usted nació con buena suerte. Si el billete fuera de un peso o de cinco, se lo habría encontrado su hermano Ernesto».
+Mi afecto por Carlos Holguín, mi adhesión, al jefe político, aumentaron; con la noticia de las duras pruebas a que estuvo sometido desde su regreso a Bogotá hasta el día de su muerte. La tempestad que se desató sobre él, la saña, el odio que exhibieron para atacarlo sus malquerientes y adversarios, no abatieron la orgullosa altivez de su carácter, su férrea energía, no modificaron su desdén aristocrático, ni lo presentaron en algún momento en el ridículo papel de arrepentido, ni en la lastimosa contusión de un convicto y confeso. No clamaba por ayudas, ni rejaba la interposición de valimentos y poderosas influencias en su favor. No se quejaba porque se le dejara solo ante la tormenta, sin otras armas que las de su pluma, su palabra, su indomable valor personal y la noble asistencia de un grupo de amigos que acudieron en momentos solenmes a cubrirlo con el escudo de sus brazos y sus corazones. Las cartas de Carlos Holguín en aquellos días oscuros y trágicos para Núñez eran, como este lo decía constantemente, modelos de dignidad, de decoro, de discreción. Qué bien sonaron y suenan todavía, a través del tiempo, las elocuentísimas palabras de Carlos Martínez Silva en el instante de confiar a la madre tierra el cadáver de Carlos Holguín: «Al fin halló la paz el varón fuerte para quien la vida fue continuada milicia; al fin encontró el reposo el que en el tiempo no lo conoció. Al fin el espíritu inquieto, sediento de luz y de verdad, ha llegado al centro de toda luz y de toda verdad».
+Las promesas que mutuamente se hicieron las fracciones en que estaba dividido el partido de Gobierno, de unión y de concordia por el estupor y el desconcierto que se esparcieron en ellas con la noticia de la muerte de Núñez, tuvieron la vida fugaz de las ilusiones que se forjan lejos de las realidades actuantes. La lucha continuaba en las Cámaras Legislativas, y especialmente en la de representantes, reñida y feroz. El vicepresidente Caro pensaba, y lo practicaba en consecuencia, que el jefe del Gobierno era y debía ser al propio tiempo el jefe del partido de Gobierno. No creyó nunca que entre la suprema dirección y orientación política y administrativa del jefe del Gobierno y del partido, debiera interferir la que señalaran directorios plurales y mucho menos sin previo acuerdo o consulta con el que tenía, por mandato de los pueblos, la responsabilidad de conservar y consolidar el régimen existente. El señor Caro explicaba sólo que como órgano de comunicación entre el jefe del Gobierno y el partido que lo había apoderado funcionarían comités para determinadas actividades electorales, especialmente las políticas. Tal práctica, tal sistema, tiene indudablemente grandes ventajas, como tiene también sus inconvenientes, pero contribuye a clarificar las corrientes, casi siempre turbias, de la política. El doctor José Vicente Concha que, en mi opinión, emprendió y profundizó como ninguno, durante los años en que estuvo al lado del señor Caro como secretario privado, el pensamiento político de este, nos lo explicaba y hasta cierto punto elogiaba a Guillermo Camacho Carrizosa y a mí, pocos meses antes de entrar él mismo (Concha) a ejercer la presidencia de la República en 1914. Consecuencia de esa explicación fue un editorial de La Crónica, que motivó profundo desagrado entre los amigos del señor Suárez, quienes supusieron, y a fe que no les faltaba fundamento, que La Crónica escribía inspirándose en ideas de Concha. Hubo rectificación de Camacho Carrizosa, porque en política no todo lo que se quiere se puede, y acaso sea más prudente sondear antes de proceder.
+Pero es lo cierto que el señor Caro, y así también precedió Núñez —Núñez más indirectamente— no se creía obligado por escrúpulos republicanos o democráticos, a desinteresarse del curso de los debates parlamentarios, de la elección de designado para ejercer el poder postulado presidente de la Cámara Ejecutiva, de las elecciones de dignatarios de las Cámaras, de consejeros de Estado, etcétera. Y ocurrió que un candidato, que el vicepresidente no consideraba amigo de su Gobierno ni de su política, dirigiera una carta privada a algunos representantes que él sí consideraba firmemente adictos, poniéndole tacha a tal candidato. Y se cometió vituperable infidencia. El candidato tachado fue vencido y entonces se formó en el seno de la Cámara gran «tremolina». El vicepresidente fue tratado cual no digan duelas por la oposición conservadora afecta al candidato derrotado, y llegóse hasta el extremo de referir públicamente en encendidos discursos que había prescindido de invitar a almuerzos que ofrecía periódicamente a la representación de cada departamento en las Cámaras a determinados miembros de ellas. Intromisión extravagante e injustificable en actos moralmente sociales del primer mandatario. En la Cámara de Representantes, desde mediados de octubre hasta el día de la clausura del Congreso, 16 de noviembre, las pasiones políticas llegaron a la temperatura del rojo blanco.
+El 16 de noviembre llegó a Cartagena el doctor Joaquín F. Vélez, ministro de Colombia ante la Santa Sede, quien había sido llamado de urgencia en varios cablegramas por el vicepresidente Caro. Al pisar tierra de Colombia, el doctor Vélez le dirigió despacho telegráfico en el que poco más o menos lo decía esto: «Considerando vuestra voz la de la patria, no he vacilado en atenderla y estoy aquí a las órdenes de vuestra excelencia». Después de pocos días de permanencia en Cartagena, el doctor Vélez continuó su viaje hasta Bogotá. Generalmente se creía que iba a ser nombrado ministro de Gobierno, ministerio que a la sazón desempeñaba el doctor Manuel A. Sanclemente, futuro presidente de la República, de edad ya bastante avanzada y muy achacoso. Henrique L. Román había renunciado irrevocablemente a la gobernación de Bolívar y se creía también que en el nombramiento del ciudadano que fuera designado como su sucesor, habría de intervenir el doctor Vélez. Se organizó una manifestación popular del conservatismo para saludar al viejo e ilustre jefe conservador, y a ella concurrieron las fraccionas en que se había dividido el partido anteriormente. Llevaron la palabra dos oradores; uno del nacionalismo, Gabriel O’Byrne, y otro del historicismo, el doctor Manuel Dávila Flórez. El doctor Vélez contestó pidiendo que el conservatismo se uniera; que se liquidaran los bandos al parecer irreconciliables, que se olvidaran las diferencias y todos se dieran un fraternal abrazo.
+Era la misma tesis que había sostenido un año atrás, en editorial publicado por El Porvenir de Cartagena, bajo el título de «La unión». La del conservatismo en el departamento de Bolívar también hubo de tener la vida de las rosas del poeta. En enero de 1895 estalló la guerra civil, estando el doctor Vélez en Bogotá, y seguramente por la perturbación del orden público, o porque no logró ponerse de acuerdo en puntos fundamentales con el vicepresidente Caro, este lo nombró no ministro de Gobierno, pero sí gobernador y jefe civil y militar del departamento de Bolívar.
+Ahora recuerdo que también habló en la manifestación al doctor Vélez para presentarle saludo en nombre del gobernador Román, el doctor Francisco P. Escobar, secretario de Gobierno. Gracias a la oportunidad que me brindó ser abogado de la viuda de Núñez en el juicio mortuorio del presidente titular y de haber designado ella al doctor Vélez de árbitro y amigable componedor en las divergencias que pudieran presentarse con Rafael Núñez Gallego y que se presentaron, como lo he dicho antes, tuve el honor de conocer y tratar personalmente a aquel eminente hijo de la Ciudad Heroica. Físicamente el doctor Vélez fue hombre de mediana estatura, bronceada tez, cuerpo vigoroso sin llegar a la obesidad; era lo que los franceses llaman un trapu. Su musculatura parecía ser de hierro. Cojeaba de una pierna, en consecuencia de herida que recibió no puedo precisar si en duelo personal o en refriega política. Su rostro no era adusto; sabía sonreír, aun cuando habitualmente fuera severo. Imponía respeto, casí temor. Usaba la que se llamo vulgarmente «chivera», no al estilo de Napoleón III. Una chivera más ancha, más espesa y muy bien cuidada. En el trato personal era afable y atrayente. Fijada y señalada por el doctor Vélez la porción que de la herencia de Núnez debíen tomar doña Soledad y Rafael Núñez Gallego, me entregó la minuta respectiva, escrita de su puño y letra. Pero al llevársela a la primera, esta creyó que el doctor Vélez accedería a modificarla, en parte no substancial. Fui a comunicárselo al árbitro. El doctor Vélez me contestó secamente: «Minuta igual tiene en su poder Rafaelito y por ningún motivo, ni por ninguna consideración la modifico, sintiendo no complacer a Sola. Si ella no acepta en su totalidad lo que yo creo justo, declino la misión que se me ha confiado». Esta respuesta me reveló el carácter del doctor Vélez. Tenía la rigidez del hierro; careció de la flexibilidad del acero. Incapaz de transigir con lo que no creyera justo, por ninguna consideración humana, ni por amor, ni por temor, ni por personales antipatías o simpatías. Huelga decir que doña Soledad se conformó y cumplió la setencia del árbitro.
+Las últimas sesiones de la Cámara de Representantes fueron aún más tormentosas que las anteriores. Tal parecía que el partido de Gobierno se hubiera propuesto decretar la guerra. Y estudiando desapasionadamente la historia y los sucesos políticos que en aquella lejana época ocurrieron se llega a la conclusión de que en la guerra civil de 1895 tuvieron mucha parte, aun cuando inconscientemente, quienes por sus actos u omisiones, pues también hubo de las últimas, precipitaban la división del que se llamó Partido Nacional, en bandos al parecer irreconciliables. La guerra de 1895 fue un aborto. Nació antes de tiempo.
+El liberalismo supuso, equivocadamente, y continuaría después en equivocación, que los conservadores todos no prestarían su concurso para la defensa del Gobierno. Tres días antes de clausurarse el Congreso presentaron las comisiones investigadoras sus informes. La elegida para el asunto de ferrocarriles, de la que no obstante su denuncia hizo parte el doctor Robles, concluyó declarando que no encontraba motivo de acusación contra ningún ministro. La de las misiones secretas concluyó su extenso informe pidiendo la acusación de varios ministros, incluyendo el nombre del joven ministro de Tesoro, que con espíritu recto, sin saña ni malicia, abrió la instigación. Estas palabras aluden al doctor Miguel Abadía Méndez, a quien se hacía responsable por una emisión representativa de cien mil pesos, autorizada por él, con la aprobación del jefe del Gobierno, en virtud de un artículo sobre la regulación del sistema monetario expedido en 1892. Como ocurre siempre, en tiempos de agitación parlamentaria, la oposición en la Cámara de Representantes había escogido como blanco de sus ataques a dos ministros: al doctor Abadía Méndez, del Tesoro, y al doctor Edmundo Cervantes, encargado provisionalmente de la cartera de Guerra.
+La situación era tan caótica y complicada que el vicepresidente Caro asumió con valor que pareció extraño en un hombre civil, la responsabilidad de clausurar el Congreso el 16 de noviembre, último día de sus sesiones ordinarias. El vicepresidente explicó en carta dirigida a un grupo de representantes que salieron en su defensa en la sesión del 17 de noviembre, los motivos de su determinación así:
+«Habéis presenciado las exitaciones al desorden, y el reclutamiento de barras tumultuarias, vergonzoso resabio demagógico y suprema degradación del Parlamento… Yo mismo en esa y en anteriores ocasiones, oí clara y distintamente desde las ventanas de esta casa de Gobierno, las vociferaciones de la turba, que aquella noche insultaba al presidente de la Cámara, y vitoreaba al jefe de la peregrina protesta; y fue necesaria la presencia del Ejército para restablecer el orden en las principales calles de la capital. Y porque el Gobierno cerró las Cámaras en el término que previene la Constitución, y no consintió en prorrogar el desorden que comenzaba a alarmar a la República entera, se le acusa ahora en el supuesto de que él embarazó las investigaciones e impidió que no se decidiese sobre el resultado de ellas. Tan presto se aparenta olvidar y se desconocen hechos públicos y ruidosos. En esa misma carta y refiriéndose a los ataques que se le hicieron en las últimas sesiones de la Cámara, decía el señor Caro: “Vosotros, empero, habéis visto hasta qué punto se ha llevado la novísima inquisición de las intenciones y sentimientos del presidente: sabéis que su correspondencia telegráfica ha sido alguna vez violada, que una carta suya privada ha sido publicada para levantar protesta cuando era él quien debiera quejarse a la Cámara por tamaño desafuero; que se acusó de no haber cumplido cierto ofrecimiento verbal, y habiéndose probado la falsedad de cargo tan odioso con la presentación que se hizo luego de telegramas decisivos en la época en que ocurrió el incidente, se preguntó quién los certificaba, añadiéndose pretendido hacerle un cargo por la elección de las personas invitadas a su mesa, imputándole frases que no ha proferido. De incidentes de esta especie, de carácter hasta íntimo, no hay por qué tengan noticia los ministros, ni les es dado responder a tan extrañas y deplorables interpelaciones; ellos son representantes del Gobierno, en asuntos oficiales, no abogadas del presidente en asuntos privados, lo que sería indecoroso; por manera que en casos tales ni el presidente puede defenderle, ni los ministros defenderle. En vano en otras naciones ha ocurrido alguna vez que el jefe del Estado deploró verse privado de la facultad de hablar en las Cámaras: se les priva de ella, porque no se permite que sean atacados. Que si ha de permitirse el ataque por la espalda, si el presidente puede ser acusado sin oír ni ser oído, se le coloca en posición más desventajosa que la de los ministros y aun la de cualquier ser humado a juicio”». El día siguiente de clausurado el Congreso fue suspendido indefinidamente El Correo Nacional, diario fundado en 1890 por el doctor Carlos Martínez Silva. Entre los considerandos del decreto de suspensión se acusa a El Correo Nacional de haber publicado el informe de la comisión investigadora sobre las emisiones secretas, incluyendo el nombre de un ministro que no aparecía en el original del documento y que salió, sin adulteración, posteriormente en los anales de la Cámara de Representantes. El nombre de tal ministro era el de don Jorge Holguín. Para el partido de Gobierno fue, ciertamente, una calamidad incomparable, la ruptura definitiva de las relaciones políticas y personales que unieron durante largo tiempo al señor Caro y al doctor Carlos Martínez Silva. Muertos Núñez y Holguín, y exceptuando a Caro, no había entre los conservadores un escritor político de pluma más luminosa que la de Martínez Silva, porque el señor Suárez no se había mostrado aún en el campo del diarismo. Era además Martínez Silva un formidable orador parlamentario, de corte muy moderno. No hubo en sus oraciones parlamentarías inútil fronda literaria, y muchísimo menos de estilo «rococó». Profundo conocedor de la ciencia del derecho, en todos sus ramas, fue un razonador contundente que argumentaba dentro de las reglas de la más severa lógica. En aquella Cámara de 1894 pronunció dos discursos que son dignos de figurar en antología: el uno sobre inconstitucionalidad de las leyes, magistral lección de Derecho Público que hace meditar hondamente sobre lo que se ha llamado después guarda de la Constitución. El otro sobre el doctor Núñez, al momento de discutirse en primer debate el proyecto de ley sobre honores a la memoria del presidente titular. Cosas de la política. El doctor Concha me refirió alguna vez que a pesar de no haber sido el doctor Martínez Silva partidario de la candidatura del señor Caro en sus comienzos, este le profesaba afecto y estimación muy sinceros y que tuvo el pensamiento de nombrarlo ministro de Justicia al encargarse del Gobierno. Así se lo manifestó al doctor Concha, a quien había confiado la misión, antes de asumir Caro el poder, de ir todas las tardes a los Cámaras a captar el ambiente político y seguir con atención el curso de los debates. Y me contaba el doctor Concha: «Acababa de comunicarme el señor Caro que nombraría ministro de Justicia a don Carlos Martínez Silva, cuando entré a la Cámara de Representantes en el momento en que él hablaba sosteniendo que a su juicio ese ministerio era innecesario y dejaba sin funciones al de Gobierno. Cuando regresé a la casa del señor Caro se lo informé así, y él, muy contrariado, me dijo: “Es lástima que ya no puedo nombrarlo ministro”».
+Las muertes de Núñez y Holguín tuvieron, como era natural, una abundante secuela de literatura. De entre todas estas descuellan y perduran, en prosa, los admirables ensayos de don Marco Fidel Suárez sobre los dos procesos de la Regeneración. Son dignos de Macaulay: los discursos de Carlos Martínez Silva, sobre Núñez, en la Cámara de Representantes y sobre Holguín en el cementerio de Bogotá. En verso, los sonetos del inspirado poeta ecuatoriano Numa P. Llona y el de Rubén Darío. Pero si a mí me preguntaran cuál fue de lo que se dijo o se escribió sobre Núñez lo que más intensa emoción me produjo, contestaría sin vacilar: un corto discurso que prounció el 18 de octubre el manso, el dulce, el buen obispo de Cartagena, monseñor Eugenio Biffi, en la peregrinación a la tumba de Núñez, que se hizo un mes después del día de su muerte. Es que yo fui testigo de la fraternal amistad que unía al santo obispo con el antiguo escéptico «que hubiera dado toda su gloria por un rayo de certidumbre». Por lo menos dos veces en la semana iba a El Cabrero monseñor Biffi a conversar con su amigo Rafael, porque así llamaba familiarmente, al presidente titular. Leía con extraordinaria atención los artículos de Núñez que tocaban puntos o temas filosóficos y le reconvenía paternalmente cuando encontraba en ellos doctrina u opinión en desacuerdo con las de la Iglesia. Recuerdo que disintió fundamentalmente de unos artículos de Núñez sobre Pascal que discutieron tranquilamente más de una tarde sobre asunto tan espinoso y delicado. Monseñor Biffi trabajaba con paciencia de benedictino en convencer a Núñez de que debía confesarse. Y el antiguo escéptico contestaba a las cariñosas insinuaciones invariablemente así: «Don Eugenio, yo no me confieso porque le mentiría si confesara asegurándole que perdono a mis enemigos». Disculpa infantil, pues Núñez tenía un alma suficientemente grande, capaz de perdonar a sus enemigos, y así lo expresó en el testamento que otorgó en 1886 cuando estaban todavía vivas las heridas que recibiera en la lucha política. ¿Se hubiera confesado Núñez en artículo de muerte al conservar el uso de la palabra, que perdió totalmente desde el primer momento de su enfermedad? El interrogante fue el tema del pequeño discurso de monseñor Biffi y él lo absolvió afirmativamente. La breve oración, que tiene toda la sencillez de una homilía, se encuentra publicada en El Porvenir de Cartagena.
+Yo sí creo que monseñor Eugenio Biffi, y él, sólo él, habría logrado al fin confesar a Núñez. El santo obispo perteneció a una orden de misioneros. En Birmania pasó los años de su juventud y a él podían aplicarse aquellas palabras de Fenelón: «¡Cuán hermosos son los pies y las manos de esos hombres que llevan hasta los confines del mundo las luces de la verdad y la fe!».
+Termina el año de 1894 y con el año los últimos días de mi residencia en Cartagena. Para hacer menos sensible mi separación de El Cabrero y habituarme a otra vida, resuelvo pasar las últimas semanas con pretextos que expuse a doña Sola, en un hotel o más bien casa de huéspedes, cuya evocación es de lo más grato que conservo de mis andanzas por el mundo. El hotel o casa de huéspedes no tenía nombre de tal. Conocíase con el nombre de la casa de las Grisolle. Eran tres hermanas «solteras de nacimiento», ya bien entradas en años en 1894. Una excepción entre las solteronas: siempre de buen humor, afables con sus huéspedes, risueñas y nada regañonas. El trío de las Grisolle lo completaba un hermano, el capitán Grisolle. Marino y no de agua dulce. Si estaba cesante, si no estaba sobre el mar, que era su elemento, sus buenas hermanas tenían en él un compañero inseparable. Era también soltero de nacimiento. La casa de las Grisolle tenía todo el aspecto y la placidez de un convento. Allí no cabían, dentro de ese ambiente de paz y sonrisa, huéspedes trasnochadores o inquietos. Los aurigas de Cartagena, que como todo el pueblo de Cartagena, son muy inteligentes y sagaces, adivinaban por el rostro de los pasajeros si debían llevarlos o no a casa de las Grisolle. Dígolo en honor de mi amigo Max Aya, pues allá lo llevaron en diciembre de 1894. Probablemente a su hermano, mi amigo y condiscípulo Ruperto, no le hubiera llevado el auriga cartagenero a casa de las Grisolle… En ese tiempo, naturalmente, porque el peso de los años, la luz de la razón, los desengaños nos van tornando a todas hombres juiciosos, melódicos y nos gusta acostarnos a la hora de las hermanas gallinas y de las hermanas Grisolle. A Max Aya le habían ordenado los médicos de Bogotá que se trasladara a la orilla del mar, porque dizque tenía grave enfermedad cardiaca. Y vive, por fortuna, todavía. Por esta circunstancia intimé con Max, que me pareció un magnífico vecino. Fue a dar también al hotel Grisolle el príncipe de nuestros oradores sagrados, el doctor Carlos Cortés Lee, cuya conversación amenísima e instructiva fue para Aya y para mí fuente de deleite. Logramos convencerlo de que no debía privar a Cartagena del privilegio de su elocuente y sabia palabra, y el 25 de diciembre pronunció un sermón en la catedral de la Heroica, que fue de los mejores suyos.
+Pero vuelvo a la casa de las Grisolle. No hubo en Cartagena durante muchos años residencia más grata, más acogedora y con mejores condiciones higiénicas. Ubicada casi a la orilla del mar, sus brisas la mantenían dentro de fresca temperatura. En las tardes salíamos a tascar por la muralla frontera y gozábamos del feérico espectáculo del sol hundiéndose en el abismo de las olas. Dormíamos al compás de su ronco bramar y del batir de los cocoteros azotados por el viento. Abundancia de agua; baños de ducha y dos grandes albercas para el ejercicio de la natación. Mesa abundante de platos regionales. Table d’hôte. Se almorzaba en punto de las 11, y la comida se servía a punto de las 5, presidía la mayor de las Grisolle, que si mal no recuerdo se llamaba Emilia, y el capitán cuando estaba en tierra. Eran modelo de piedad las señoritas Grisolle. A las siete de la noche comenzaban a rezar el rosario en compañía del marino, que llevaba la voz cantante. Fue a dar también con su humanidad a la casa de las Grisolle el caballero francés Adolf Chireau, socio de la casa Thireau y Lartigau, de París, sucesores de García Latorre y Cía., en donde el doctor Núñez conservaba a su haber la suma de siete mil francos, que le sirvió a doña Sola de base para ordenar la ejecución del bello monumento en mármol, donde reposan en la capilla de Las Mercedes, las cenizas de Rafael Núñez.
+El 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, tomé definitivamente la vuelta a la tierra nativa y al hogar paterno. Como Henrique L. Román había renunciado irrevocablemente a la Gobernación de Bolívar, yo me adelanté a los acontecimientos y a mi turno renuncié irrevocablemente [ilegible][4] un hasta luego a Cartagena porque posteriormente, y cuantas veces pude, fui hasta ella con la misma devoción, amor y simpatía de los que le consagré en la más hermosa edad de mi vida.
+[4] Dentro de este volumen el lector encontrará apartados en los que aparece la marca [ilegible], ya que el levantamiento de textos se hizo a partir de los microfilmes que hacen parte de los fondos digitales de la Biblioteca Nacional de Colombia y no se pudo dar con una copia del original. (Nota de los editores).
+EL BAILE DEL AÑO DE 1895 EN EL CLUB BARRANQUILLA — EL DOCTOR FELIPE ANGULO Y EL RELOJ DE NÚÑEZ — LAS RAZONES DEL ALZAMIENTO — PRENSA AMORDAZADA Y OPOSICIÓN REPRIMIDA — CONGRESOS HOMOGÉNEOS — LA DIVISIÓN DE LOS PARTIDOS DE GOBIERNO — DON JORGE HOLGUÍN Y DON JULIO PÉREZ Y LA LEY DE FACULTADES EXTRAORDINARIAS — MI OLFATO DE LAS TEMPESTADES — UN EMPLEO JURÍDICO QUE TUVE EN LA ADUANA DE BARRANQUILLA. LA PRIMERA NOTICIA QUE SE HABÍA INICIADO EL ALZAMIENTO — UNA CARTA DE HENRIQUE L. ROMÁN PARA MI PADRE — LA ADMIRACIÓN DEL SEÑOR CARO POR EL GENERAL TOMÁS CIPRIANO DE MOSQUERA — SU ANTIPATÍA POR EL GENERAL SANTOS ACOSTA — EL MENSAJE PRESIDENCIAL AL CONGRESO DE 1896.
+FUE TRADICIONAL COSTUMBRE del Club Barranquilla desde su fundación, despedir los años que terminaban y celebrar el advenimiento de los nuevos, con suntuosos bailes de rigurosa etiqueta. El de la noche del 31 de diciembre de 1894 a la madrugada del 1.º de enero de 1895 fue excepcionalmente animado y brillante. El Club Barranquilla ocupaba entonces la casa, en la plaza de San Nicolás, que fue propiedad del súbdito británico Robert A. Joy, empresario y hombre de negocios cuya contribución al progreso del país en la última mitad del siglo XIX nunca será bien elogiada. El señor Joy murió relativamente pobre, después de haber manejado capitales considerables, propios y ajenos, con acrisolada honradez. La casa o edificio a que me refiero sirvió de asiento al Club Barranquilla durante dilatado lapso, y después pasó a ser el de las oficinas de la firma Alzamora, Palacio y Cía. Entiendo que hoy es propiedad de la de Antonio Volpe y Cía. El recuerdo de aquella fiesta se grabó fuertemente en mi memoria por dos detalles: era la primera vez que asistía a un baile en Barranquilla vestido de frac, y fue muy grata la sorpresa que recibí cuando vi entrar al salón principal al doctor Felipe Angulo, a quien acompañaba, a modo de cicerone, Clemente Salazar, que le presentaba a damas y caballeros. Sabía ya, por mi padre, que lo había visitado, que Angulo se encontraba en Barranquilla, de paso para Europa, y que se embarcaría con ese destino en el vapor France. Se hospedaba en casa de su cuñada Erasmo S. de la Hoz. Hostigábame el deseo, y voy a contar por qué, de conversar con el doctor Angulo.
+En el testamento del doctor Núñez figuraba una cláusula por la cual disponía legar a Ricardo Núñez, su hermano, el reloj de bolsillo que usaba cuando tal testamento fue otorgado (1886) y sus libros. Prácticamente los objetos que constituían el legado habían desaparecido ocho años después. Casi la totalidad de la biblioteca del doctor Núñez había sido regalada por él a diversas personas. Si había en El Cabrero más de doce libros era cálculo exagerado. Y el reloj de bolsillo que usaba el doctor Núñez en 1886, de oro y con sus iniciales, se lo había regalado al doctor Angulo en pleno Consejo de Ministros, hacia 1887, con ocasión del aniversario del natalicio de Angulo, y desde entonces aquel cargaba sólo un modestísimo reloj de níquel que le resultó, por su maquinaria, estupendo. Para evitarse posibles reclamos de su cuñado Ricardo, con quien no se entendía muy bien, doña Sola, ella me ordenó que le escribiera una carta al doctor Angulo pidiéndole, en los términos más respetuosos y corteses, que le enviase un certificado en que constara que él tenía en su poder el reloj de oro del doctor Núñez, etcétera. Me contestó Angulo muy secamente, con breves palabras que no correspondían a la galante súplica que por mi conducto le hiciera doña Sola y enviando el reloj, pero no el certificado. Aquella respuesta le causó profunda mortificación a la viuda de Núñez, pues revelaba que en el alma de Angulo existía un amargo resentimiento que no podía explicarse, pero cuya causa no quería tampoco indagar. Y yo sí estaba muy curioso por conocerla. Aproveché el primer momento favorable para inquirirle cuál era ella. El doctor Angulo esquivó muy hábilmente una enfática respuesta. «Sé que la carta suya a que vengo refiriéndome está hoy en poder de un amigo de doña Sola, que reside aquí». Si discretísimo estuvo Angulo sobre el punto concreto a que pretendí reducirlo, por cierto muy respetuosamente, estuvo muy decidor y franco respecto de la situación política que había dejado en Bogotá y de la que sería, a su juicio, inmediata consecuencia una guerra civil de estallido inminente. Así me lo corroboró en las visitas que le hice durante su estada en Barranquilla, en un almuerzo que mi padre le ofreció en nuestra finca El Porvenir, y finalmente cuando lo acompañé hasta dejarlo instalado en el vapor France, que soltó amarras del muelle de Puerto Colombia el 5 de enero a las tres de la tarde.
+Yo también veía acercarse, inevitable, el alzamiento en armas del liberalismo. La guerra estaba en la atmósfera. No sería ella un fenómeno espontáneo, porque sólo el Divino Jesús tuvo el poder de desatar tempestades sobre lagos serenos. Y la guerra de 1895, en mi concepto, tenía más justificación que la de los Mil Días. El liberalismo tenía en el Congreso sólo un vocero: su prensa estaba sometida a un régimen de excepción, al de las multas y suspensiones transitorias o definitivas: la Ley de Facultades Extraordinarias autorizaba al Gobierno para arrestar, confinar o extrañar del territorio nacional a los jefes de la oposición: la séptima de 1888 sobre elecciones, había sido expedida con el pensamiento, forzoso es confesarlo, de que el liberalismo tuviera muy difícil acceso a las urnas, dado el sistema de inscripción de sufragantes que ese estatuto regulaba. Homogéneos fueron los Congresos de 1888 y 1890 y los peligros que la prolongación de un sistema semejante tiene para los regímenes políticos, no se escaparon a la genial visión del propio doctor Núñez. Ya en 1889, en breve nota editorial de El Porvenir, que insertaré luego, indicaba la necesidad, y con carácter de urgencia, que diera representación a las minorías. Decía Núñez en aquella que cuando los partidos de Gobierno carecían de oposición en los parlamentos, por ley natural, pues los parlamentos son campo de controversia, se dividían, y lo que era más pernicioso, se subdividían. Añado, de mi cuenta a riesgo, que así como el primer deber de los regímenes políticos es consolidarse, ya consolidados deben restablecer el equilibrio y permitir el libre juego de todos las fuerzas vivas y organizadas de los países en donde actúen. Hay que reconocer, en justicia, que hombres eminentes del que se llamó Partido Nacional, o Regeneración, juzgaron conveniente desde 1890 que se aflojara la camisa de fuerza, impuesta por el vencedor de 1885, más que al liberalismo, al espíritu revolucionario y anárquico que mantuvo a Colombia durante la primera etapa de su vida independiente casi en permanente estado de guerra civil. En 1890 los senadores Jorge Holguín y Julio Pérez hablaron de la conveniencia de derogar la Ley de Facultades Extraordinarias. Y es notorio, puede comprobarse, que durante los cuatro años de la administración de Carlos Holguín, las suspensiones y las multas a los periódicos de oposición se contaron en muy reducido número. Cuando a principios de 1888 el vicepresidente Payán dictó el decreto que Felipe Angulo calificó con estas palabras, «se han abierto las válvulas de la prensa», el doctor Holguín, ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores, aun adivinando las ocultas intenciones que inspiraba la medida, dijo al aceptarla: «La suscribo con gusto, porque yo también soy del oficio». En realidad, y sin que hubiera jactancia de su parte, Holguín había sido y era un periodista por vocación, por instinto, por sus dotes para la polémica.
+El país giró desde 1886 hasta 1898 dentro de un círculo vicioso: el Gobierno no concedía libertades a la oposición, alegando que esta conspiraba para derrocar las instituciones y a su turno el partido de oposición reclamaba la plenitud de sus derechos legítimos y como se le negaran, efectivamente conspiraba. La guerra de los Mil Días tuvo menos justificación que la de 1895. El Congreso de 1898 derogó la Ley de Facultades Extraordinarias, expidió una de prensa que está todavía hoy vigente, y en el camino de las reformas llegó hasta donde una elemental prudencia lo aconsejaba. No alcanzó, y fue error de las Cámaras o del Gobierno, a expedir una ley electoral menos drástica que la de 1888, pero por primera vez, desde el advenimiento del nuevo régimen, el Poder Ejecutivo, al nombrar los consejeros electorales de su potestad, le dio representación al liberalismo.
+Nací con el que don Jorge Holguín llamaba «olfato de las tempestades». No sólo por lo que me había anunciado hombre tan sagaz y curtido por la experiencia política como era Angulo, yo tenía como cosa inmediata y segura la guerra. Era que en el club, en el inolvidable Camellón Abello, en las calles, yo veía a los liberales notables de Barranquilla cuchicheando misteriosamente. Sabía que casas extranjeras, muy bien informadas, suspendían los créditos a sus clientes y restringían sus negocios.
+Empero, no creí entonces, ni creo que en la guerra tuviera responsabilidad el Gobierno del señor Caro por haber desacreditado al régimen y a sus hombres, al iniciar las investigaciones sobre los contratos de ferrocarriles y las emisiones secretas. Un régimen lejos de amenguar su autoridad moral y su prestigio político los acrecienta cuando cumple el deber ineludible de examinar severamente las faltas, errores e irregularidades en que hayan podido incurrir los gestores de los intereses públicos. En su historia crítica de la Tercera República, Jacques Bainville demuestra cómo esta no hubiera alcanzado larga vida si hubiera ocultado los escándalos sobre condecoraciones, el gran Panamá y el de la supuesta traición del capitán Dreyfus. En tales materias es menos grave y de menores funestos resultados pecar por exceso, que por deficiencia, en el curso de la investigación y en las sanciones correspondientes. Todavía permanecían detenidos en 1895 dos gerentes del Banco Nacional, a pesar de que podían excarcelarse con fianza, como lo conceptuó en luminosa vista fiscal el procurador general de la nación, doctor José Vicente Concha.
+Dentro del orden cronológico en la Historia de mi vida, debo abrir corto paréntesis exclusivamente personal. El 2 de enero de 1895 tomé posesión del empleo de jefe de la sección de correos de la Aduana de Barranquilla, por nombramiento que me hizo el óptimo y antiguo administrador de la más importante oficina recaudadora del país, mi respetado pariente don Rafael María Palacio. Rafael era primo hermano de mi padre, y las relaciones entre ellos fueron más que familiares, fraternales. Con aquella designación, Rafael demostró un sincero y espontáneo deseo de favorecer mi carrera pública y de presentarme la oportunidad de practicar la profesión de abogado. Porque el nombre del empleo con que él me favoreció, no correspondía en realidad, ni poco ni mucho, a la naturaleza de las funciones que iba a desempeñar. Se creería, y así lo creí yo, a la primera noticia, que al jefe de la sección de correos le tocaría recibirlos y despacharlos. Pero ni cosa parecida figuraba entre sus quehaceres. El jefe de la sección de correos era, en realidad, el abogado de la aduana. Juiciaba y proseguía los juicios ejecutivos que en virtud de la jurisdicción coactiva que tenían los administradores —no se si aún la conserven— se adelantaban contra los deudores morosos de derechos e impuestos, o contra los defraudadores de la renta. Poco, en verdad, era el oficio del jefe de la sección de correos. El comercio de Barranquilla, muy respetable, pagaba bien y regularmente los impuestos de introducción de sus mercancías. Cuando yo me encargué del empleo no existía pendiente sino un solo juicio por fraude y me tocó terminarlo con el traspaso que hicieron de algunos inmuebles que con creces compensaban la pérdida material del fisco, los sindicados. La compensación se hizo, sobra decirlo, con la autorización del Ministerio de Hacienda. Después, y como Rafael María no quería tener empleados ociosos, al jefe de la sección de correos se le dio el de liquidar el impuesto de exportación sobre el café que estableció, por decreto legislativo, el Gobierno al estallar la guerra de 1895.
+Aun cuando ya he dicho que en la Historia de mi vida no pretendo hacer elogio de mí mismo ni de mis parientes, séame permitido decir sencillamente de Rafael María Palacio que es, pues todavía vive, y ha tenido la buena fortuna de sobrepasar los noventa años, gozando de la plenitud de sus facultades intelectuales y excelente salud, un hombre de probidad axiomática, en cuyos modestos bienes no hay partícula mal habida: de inteligencia muy viva y clara, de prodigiosa memoria, que consagró y consagra aún sus vagares al estudio y la lectura.
+En la noche del 25 de enero, fuertes, violentos golpes, sobre la ventana del cuarto en donde yo dormía tranquilamente, me despertaron sobresaltado.
+—¿Quién toca? —pregunté a quien así interrumpía mi sueño.
+—De la telegrafía —contestó la voz de un muchacho que la está cambiando—. Un telegrama urgente para el general (mi padre) que debo entregarle inmediatamente.
+Abrí de par en par la ventana, firmé el recibo y tomé el telegrama. Esta es, díjeme para mis adentros, la noticia de que ha estallado la guerra. Me dirigí al cuarto de mi padre, a quien ya habían despertado los fuertes golpes, y le leí el despacho telegráfico. Se lo dirigía el gobernador de Bolívar, Henrique L. Román, quien le comunicaba que los liberales de las sabanas de Bolívar estaban en armas bajo el mando del general revolucionario Jesús M. Lugo, y que a su juicio el movimiento estaba generalizado a todo el país, porque la comunicación telegráfica con Bogotá, Bucaramanga y Cúcuta estaba interrumpida. Y le encarecía finalmente que se pusiera de acuerdo con el jefe militar de Barranquilla y el prefecto de la provincia para tomar las medidas que su experiencia aconsejara. Mi padre, por motivos de delicadeza, esperó que los dos altos funcionarios lo llamaran. Resolvimos no acostarnos y esperar los acontecimientos. Serían más o menos las once y media de la noche, pocos minutos después nuevos golpes, esta vez sobre la puerta de nuestra casa. Me asomé a una de las ventanas. Los nocturnos visitantes eran el prefecto, Juancho Gerlein, y el jefe militar, general Elías Rodríguez. Los recibimos en la sala. Venían de la oficina telegráfica.
+La incomunicación era ya casi total. Las oficinas de Magangué, Sincelejo y Corozal no respondían a las llamadas. Sólo las líneas con Cartagena y Santa Marta se mantenían expeditas. Se acordó lo que debía hacerse en Barranquilla y el amanecer sorprendió deliberando al prefecto Gerlein, al general Rodríguez, al administrador de Aduana, Rafael M. Palacio, a cuya puerta fui yo a tocar oportunamente, a don Manuel Insignares S., casi vecino nuestro y a quien mi padre me mandó llamar también, y al general F. J. Palacio. Yo era un mudo testigo de la importante y secreta deliberación.
+Lo que había ocurrido en Bogotá y en el resto del interior de la República fue lo siguiente: las primeras horas de la noche del 22 de enero, víspera del día en que el presidente Caro debía entregar el mando, en uso de la licencia que le había concedido el Senado, al designado, general Guillermo Quintero Calderón, fue descubierta una conspiración dirigida por el general Santos Acosta. Naturalmente el señor Caro resolvió permanecer en el Gobierno. Se trataba, sin duda, de una sublevación del pueblo liberal de Bogotá a quien se hizo creer que el ejército defendería y atacaría el Palacio de San Carlos para apoderarse del señor Caro. Me atengo a lo que dijo y aseguró enfáticamente este desde el primer momento y repitió después en su mensaje al Congreso de 1896. Con su peculiar estilo, mordaz e hiriente, cuando hacía ataques a fondo, el señor Caro se expresaba así en un telegrama dirigido a Medellín sobre los caracteres de la conspiración del 22 de enero: «Como se trataba de un asalto a mis habitaciones privadas, se buscó como auxiliar técnico al general Santos Acosta». Clara alusión al 23 de mayo de 1887. En todos los acontecimientos políticos hay que determinar las razones íntimas y personales de quienes los califican ipso facto. Es incuestionable que el señor Caro le tenía cierta antipatía, que por lo demás no disimulaba, al general Santos Acosta. ¿Cuál la razón de ella? Para mí que el señor Caro en el fondo de su espíritu había una grande admiración, y dijera que cierta debilidad, por el gran general Tomás Cipriano de Mosquera, descontando, huelga decirlo, todo aquello que deslustraba y oscurecía la figura del prócer de la Independencia y de la época bolivariana. Probablemente el señor Caro veía en Mosquera sólo al heroico general de nuestra guerra magna, al fiel amigo del Libertador, al fanático apasionado de su memoria, al invicto capitán de la guerra de los Supremos, a la fulgurante espada que en Tescua preparó el advenimiento de la Constitución de 1843. Probablemente para Caro lo que vino después en la historia de ese hombre extraordinario fue producto del fenómeno que el mismo Caro llamó alguna vez con su latina precisión de estilo, «alteración de la personalidad humana». No digo esto a tontas y a locas. He leído, meditado, anotado la monumental obra de crítica política e histórica del gran polígrafo. Encuentro, por ejemplo, en su incomparable discurso sobre inmunidad del presidente, los siguientes benévolos juicios sobre Mosquera: «Muchos que votaron por el general Mosquera en 1865 conociendo bien su temperamento arbitrario, dijeron públicamente que con la Constitución de Rionegro no temían que pudiese el general Mosquera cometer abusos». «La Constitución de 63, junto con el carácter impaciente y audaz de Mosquera, produjo el 29 de abril». En cambio, véase ahora cuán severamente juzgó y estigmatizó el 23 de mayo: «Para juzgar al general Mosquera en 1867, por una de las faltas menos graves de su vida política, se cometió delito de traición, delito de sedición, delito de usurpación, y todos estos delitos quedaron impunes, y de ellos hicieron gala sus autores como actos de justicia y diploma de políticos merecimientos. El Senado que se constituyó para conocer de la causa no actuaba en condiciones constitucionales. En él tenían asiento algunos enemigos del acusado… El general Mosquera, repitiendo una frase histórica, recusó a sus jueces fundadísimamente, porque en ellos sólo veía a sus acusadores de la víspera». Y más adelante califica el 23 de mayo de escándalo que relajó toda disciplina «y levantó el pretontanismo sobre las ruinas de la República». Y en su mensaje al Congreso de 1898, que es un admirable epítome de la historia constitucional de Colombia, refiriéndose a la guerra del 60 y a Mosquera, dice: «Hombre alguno ha ejercido en el país, desde la Independencia, un poder tan absoluto como el que ejerció el general Mosquera en aquellos tiempos…». Aún más: «Concibiendo vastos planes de hombre de Estado, intentó comunicar fuerza expansiva a la federación para que no flaquease: invitó a los pueblos limítrofes a incorporarse en ella, y por medio de un órgano de publicidad, servido por un venezolano célebre, sostuvo la necesidad de reconstruir la antigua Colombia…». «Así la violencia desatada para romper la unidad nacional, la conservó luego en todo campo por la superioridad de un hombre y por la unidad de mando». Para Caro no fue Mosquera uno de los pigmeos de que hablara desdeñosamente.
+En cambio si la gallarda figura de Santos Acosta, el héroe de Garrapata, no fue simpática para Caro, lo fue en altísimo grado la del cuñado de aquel, general Sergio Camargo. Contrastes de temperamento y sensibilidad. A Núñez le era muy simpático el general Santos Acosta y de contera a doña Soledad, la que no sé por cuáles motivos, al referirse a Acosta lo llamaba «mi compadre Acosta», con cariñoso acento.
+Breve fue la guerra de 1895 y breve tiene que ser su relato. Y digo relato, porque Dios me libre de abrigar pretensiones de historiador. En menos de ochenta días la guerra fue completamente vencida. Había sido un aborto, casi una confusa unión del ser y de la nada. Tuvo un inicial impulso al parecer vigoroso y fuerte, pero se quebró a poco ante la impotencia de continuarlo. Las espadas de Reyes y de Casabianca le cavaron prematura fosa.
+El orden público fue sucesivamente turbado en los departamentos de Cundinamarca, Tolima, Boyacá y Santander, y luego en toda la República. Interesante es estudiar cómo el señor Caro, supremo artífice de la Constitución de 1886, puso en ejercicio las facultades extraordinarias de que el estatuto inviste al presidente de la República dentro del estado de sitio y dentro del estado de guerra. Del estudio se deduce la autoridad moral que tuvo Caro para reclamar, junto con algunos ciudadanos que le acompañaron durante su administración ejecutiva, con serenidad, pero con indomable energía, de la que se llamó Prevención del ministro de Guerra, general Aristides Fernández, durante la guerra de los Mil Días, en marzo de 1892.
+LA GUERRA EN LA COSTA — EL GENERAL DIEGO DE CASTRO — EL TRIUNFO DE LAS ARMAS DEL GOBIERNO EN LA TRIBUNA — UNA RETIRADA ADMIRABLE DEL GENERAL RAFAEL URIBE URIBE — LOS TÉRMINOS DEL ARMISTICIO — LA APROBACIÓN DEL VICEPRESIDENTE CARO — LAS OPERACIONES EN EL TOLIMA — REYES EN LOS DEPARTAMENTOS DEL LITORAL.
+EL GOBERNADOR DE BOLÍVAR, Henrique L. Román, hizo, y así tuvo la justicia de reconocerlo el general Reyes, «prodigios» desde el 23 de enero, día en que se declaró turbado el orden público, hasta el 20 de febrero, cuando le entregó su bastón de primer mandatario de aquel departamento al señor Joaquín F. Vélez, nombrado por el presidente Caro, jefe civil y militar, por renuncia irrevocable de Román presentada después de la muerte del doctor Núñez. El gobernador dimisionario organizó fuerzas en las provincias de Sabanas y Barranquilla. Dio el comando de las primeras a los coroneles Ignacio Foliaco y Bernardo González, que a poco vencieron al jefe revolucionario, Lugo. Despachó el vapor Hércules no sólo para explorar el río Magdalena, sino para impedir que los revolucionarios se apoderaran de los buques mercantes, y tuvo el acierto de confiar esa misión al general Diego A. de Castro, que era no sólo un militar valeroso, aguerrido y experto, sino también magnífico ingeniero naval. Despachó en el Hércules, con destino a Santander, dos mil fusiles con abundantes municiones, acto de previsión que facilitó al gobernador, general José Santos, reparar el descalabro que sufrió el general Aurelio Mutis, descalabro que trajo como consecuencia la ocupación de Cúcuta por los revolucionarios.
+Repito que fue breve la vida del movimiento de 1895 y breve ha de ser el relato que haré, a grandes rasgos, de sus más notables acciones. Nombrado el general Rafael Reyes jefe civil y militar de Cundinamarca, entró en campaña inmediatamente sobre las fuerzas revolucionarias que comandaba el general Siervo Sarmiento. Acompañaban a Reyes su secretario de Gobierno, señor general Carlos Cuervo Márquez, y los generales Juan N. Valderrama y Adriano Tribín. El primero y único encuentro que tuvo Reyes con Sarmiento fue en la tribuna, a pocos kilómetros de Facatativá. Quedó vencido el general Sarmiento, no obstante las fortificadas y estratégicas posiciones que ocuparon sus tropas. Fue en la tribuna donde tuvo su primera y única actuación en la guerra de 1895 el general Rafael Uribe Uribe, que se condujo allí con valor extraordinario y dio muestras de singular pericia. Gracias a ella, la pericia de Uribe Uribe, los revolucionarios vencidos pudieron retirarse en relativo orden, buscando la vía de San Juan de Rioseco. El mejor resultado de la acción de la tribuna fue el completo dominio del camino de herradura de Facatativá a Honda, la vía que comunicaba entonces más rápidamente a Bogotá con el río Magdalena. Reyes exhibió desde el primer momento del conflicto dos cualidades que deciden casi siempre del buen éxito en las operaciones que ejecuta el comando en jefe de un ejército: la actividad y la audacia. Buscó el combate y no perdió tiempo elaborando planes, ni esperando refuerzos. Sabía que con tropas colecticias no es peligroso presentarles batallas a tropas también colecticias. Los batallones Caro y Briceño, vencedores en la tribuna, no eran propiamente veteranos. Forzado el paso de la tribuna, Reyes continuó sin descanso, haciendo sus tropas jornadas casi inverosímiles en persecución de los derrotados, hasta darles alcance en las orillas del Alto Magdalena. Y entonces se le presentó como de perlas a Reyes la oportunidad de exhibir también otras cualidades no menos apreciables en un jefe de ejército que la actividad y la audacia: el conocimiento de la psicología colectiva y el arte de tratar con el adversario sin humillarlo. Resultante de tal conocimiento y de tal arte fue la capitulación de Beltrán y que no tiene, probablemente, por su generosidad y gallardía, antecedentes en los anales de nuestras insensatas contiendas domésticas. Para obtenerla, Reyes hizo creer a los revolucionarios que tras de él venia un ejército numeroso. Integrado por la flor y nata de los cuerpos veteranos, y que procedería a aplastarlos implacablemente si no capitulaban. Y en Beltrán apareció en Reyes, por primera vez, el político hábil, sagaz, inspirado en el hermoso ideal de la concordia nacional. Diré en qué me fundo para expresar este concepto, más adelante. Para que se vea cómo no exagero al calificar la capitulación de Beltrán la trascribo textualmente:
+«En el distrito de Beltrán, a los seis días del mes de febrero de mil ochocientos noventa y cinco, se reunieron los siguientes señores: Carlos Cuervo Márquez y Víctor Calderón Reyes, comisionadas por el señor general Rafael Reyes, comandante en jefe del ejército de Occidente, y los generales de la revolución Rafael Camacho y Vicente Lombana, enviados cerca del general Reyes, con proposición de paz por el general Siervo Sarmiento, general en jefe del ejército revolucionario, con el objeto de sentar las bases sobre las cuales hará la entrega de armas y municiones de las fuerzas de su mando.
+«Los comisionados del general Reyes conceden:
+«1.º Las concesiones que enseguida se expresan comprenden a todas las fuerzas revolucionarias que están bajo las órdenes del general de la revolución Siervo Sarmiento, bien se encuentren en el occidente de Cundinamarca, o bien en el Tolima, siempre que depongan las armas ante el comisionado que nombre el comandante en jefe, general Reyes, dentro de los siguientes términos: las fuerzas que están acampadas al pie de la cuesta de San Juan, en San Juan de Rioseco y demás puntos de la vía de Cambao, harán la entrega inmediatamente después de ratificado el presente convenio: y las fuerzas que estén en el centro y norte del Tolima, lo harán dentro de los cuatro días siguientes. El Gobierno queda en libertad de tratar con todo el rigor de la guerra a las fuerzas que no se acojan a este convenio, dentro de los términos señalados.
+«2.º Los jefes y oficiales comprendidos dentro de la presente negociación tendrán derecho para retirarse con sus espadas, bagajes, monturas y efectos de uso personal; a los individuos de tropa les dará el Gobierno auxilios proporcionales a la distancia que tengan que recorrer para llegar al lugar de su residencia.
+«Parágrafo. Los oficiales que necesitaron auxilios de viaje, tendrán derecho para pedir los correspondientes a su grado.
+«3.º El Gobierno garantiza a todos los individuos comprendidos en este convenio la vida, la libertad y la seguridad personal, de tal manera que no puedan ser molestados ni perseguidos después de este convenio, por las causas que han dado origen a él. En tal virtud, a todos esos mismos individuos se les concederá pasaporte y salvoconducto en que consten esas seguridades para sus personas y hogares y para que puedan seguir tranquilamente a sus domicilios.
+«4.º El Gobierno garantiza a los jefes y oficiales que se entreguen, conforme al presente convenio, que no serán perjudicados en sus bienes.
+«Los comisionados del ejército de la revolución se obligan:
+«1.º Las fuerzas revolucionarias, que están al mando del general Siervo Sarmiento entregarán todos los elementos de guerra que tengan en su poder, a saber: los vapores Cuba, Venezuela y Ricaurte, armas de fuego, municiones y todas las caballerías sobrantes, conforme a la cláusula segunda de las concesiones hechas.
+«Parágrafo. Los vapores se entregarán en el puerto de Ambalema, y todos los demás elementos de guerra en el punto o puntos que designen los generales Reyes y Sarmiento.
+«2.º Todos los individuos de le revolución reconocen expresamente ilegitimidad del Gobierno constituido, y se comprometen, por su palabra de honor, a no volver a tomar las armas contra él y a acatar en todas sus partes la Constitución y leyes de la República.
+«3.º Los que por cualquier motivo hayan cometido un delito común, quedarán sometidos a la sanción del Código Penal.
+«Para que sea válida esta negociación necesita ser aprobada y ratificada por los respectivos jefes de las fuerzas del Gobierno y de la revolución.
+«Para constancia se firman dos ejemplares de un mismo tenor por los comisionados arriba nombrados.
+«Beltrán, febrero seis de mil ochocientos noventa y cinco. Carlos Cuervo Márquez, Víctor Calderón Reyes, Rafael Camacho, L. Vicente Lombana.
+«El secretario ad hoc de los comisionados del Gobierno, Francisco T. Torrente.
+«El secretario ad hoc de los comisionados de la revolución, Alejandro Venegas.
+«En el puerto de Ambalema, a bordo del vapor Ricaurte, a siete de febrero de mil ochocientos noventa y cinco, se declara ratificado y aprobado en todas sus partes el convenio anterior.
+«Rafael Reyes, Siervo Sarmiento.
+«El punto señalado para la entrega de las fuerzas que hoy ocupan el pie de la Cuesta de San Juan y la vía de Camacho, será el sitio de Chumbamuy, y el general Sarmiento se obliga a hacer despejar dicha vía y concentrar sus fuerzas en el pueblo de San Juan.
+REYES, S. SARMIENTO».
+Tan amplia, tan generosa fue cada capitulación que en Bogotá se supuso que no la aprobaría el presidente Caro. Errados andaban quienes tal supusieron. Apenas, llegado al ministerio de la Guerra el ejemplar correspondiente, se publicó con la siguiente nota al pie:
+Ministerio de Guerra. Bogotá, febrero 11 de 1895
+«Aprobado. Por el excelentísimo señor vicepresidente encargado del Poder Ejecutivo,
+«El ministro,
+EDUARDO CERVANTES».
+Años después, más o menos dos, en una publicación que hizo en Londres el señor general Siervo Sarmiento, porque no sólo en negocios internacionales, sino también en los de política interior, es aplicable la sentencia —y digo sentencia porque se confirma y se respalda la historia— de Guillermo Valencia, «en Colombia a quien trata lo maltratan», explicaba las razones que lo habían movido a capitular en Beltrán. Fuera de que era notoria la imposibilidad de las fuerzas revolucionarias para continuar la campaña, siquiera con probabilidades de mediano buen éxito, el general Sarmiento confesaba que había encontrado en el general Reyes un espíritu liberal, comprensivo y animado de patrióticos propósitos. Que le había ofrecido poner en el futuro todas sus influencias, el prestigio que pudiera alcanzar por los servicios prestados en la guerra al partido de Gobierno, en el sentido de obtener para el partido de oposición una equitativa y justa representación en las corporaciones de origen popular.
+De su parte el general Manuel Casabianca, jefe civil y militar del departamento del Tolima, hacía una rápida y feliz campaña sobre los revolucionarios del territorio cuya pacificación se le había encomendado con grande acierto. Casabianca era en 1895 el mismo jefe impetuoso, valiente hasta la temeridad, maestro en golpes sorpresivos y contundentes, que en 1876 y en 1885. El 29 de enero alcanza a los revolucionarios en El Papayo; el resultado de la acción es indeciso, pero el 31 en el Chicoral los vence y aniquila. Cuando leí el parte de este combate encontré en las lista de muertos, entre los oficiales liberales, el nombre de mi dilecto condiscípulo y amigo Leonidas Perdomo. Fue el último de mis camaradas de la Universidad República de quien me despedí en Facatativá en septiembre de 1893. He creído siempre que el mejor y más sincero homenaje a los muertos son el recuerdo y la oración. Durante muchos días me la pasé recordando en silencio a Leonidas Perdomo. Evocaba su agradable y simpatiquísima figura, su moreno rostro en el que comenzaba a apuntar ya una barba negra y copiosa, su trato franco, leal y cariñoso, los deliciosos ratos que nos hacía pasar en las noches de los sábados en el patio de la Universidad, tocando el tiple y cantando los bambucos de su tierra nativa, los días que me pasé teniéndolo de vecino en la casa de huéspedes de madame Saint Román, y elevé al cielo también en silencio muchos padrenuestros por el alma del inteligente y heroico muchacho. Y todavía recuerdo sus chistes, sus travesuras, frutos espontáneos de una de las inteligencias más vivaces y alertadas que me haya tocado catear.
+En el departamento de Boyacá sufre el Gobierno un descalabro que pudo ser funesto. El jefe civil y militar, Jorge Moya Vázquez, es derrotado en Sote, y su infortunada aventura da temas en Bogotá para graciosas coplas que habían de cantarse durante mucho tiempo en las tabernas y en las casas de las señoritas alegres. El descalabro de Moya lo repara y endereza el general Próspero Pinzón en Pan de Azúcar, y el 2 de febrero en Cruz Colorada.
+Después de la capitulación de Beltrán el presidente Caro nombra al general Reyes comandante en jefe del Ejército con facultades presidenciales en operaciones sobre la costa Atlántica y Santander. El 16 de febrero llega a Calamar con una flotilla numerosa, pero con un número muy escaso de fuerzas. Toda la plana mayor del conservatismo de Barranquilla y Cartagena se había trasladado en tiempo oportuno a Calamar para saludar y ofrecerle sus servicios al delegado presidencial e invicto jefe. Y el epíteto de invicto sí cabe tratándose del general Reyes, porque jamás fue vencido en los campos de batalla. Los barranquilleros fuimos a Calamar en el vapor Juan B. Elbers. Que yo recuerde, viajaban en el barco don José Francisco, don Nicanor y don Manuel Insignares S.; don Francisco, don Próspero y el doctor Daniel Carbonell; don Evaristo Obregón, don Pedro S. Noguera; Aurelio de Castro y Julio Castro Palacio; mi padre y yo. De Cartagena salieron a recibir a Reyes el gobernador Román, don Bartolomé Martínez Bossio, Gabriel O’Byrne, Atonio Araújo, Carlos Vélez Danies y muchísimos otros amigos y conocidos míos dentro de los cuales destaco al capitán Eduardo Grisolle, el taciturno y reservado marino que reclamaba un puesto, así fuera secundario, en la cañonera La Popa. «Hay que defender la religión», me dijo a media voz el capitán Grisolle, el mismo que llevaba la voz cantante en los rosarios de sus hermanas. De Calamar nos dirigimos en tren expreso a la Ciudad Heroica, cartageneros y barranqullleros, con el general Reyes. Era la primera vez que me tocaba conocer de cerca, tratar al general Reyes. Le oí en Calamar contestar los discursos de bienvenida que le dirigieron el doctor Nicanor O. Insignares y don Bartolomé Martínez Bossio. Las dos salutaciones concluían proclamando al vencedor de la tribuna, futuro presidente de la República. La respuesta de Reyes fue un modelo de habilidad y discreción. Hizo el más fervoroso elogio del presidente Caro, expresó enfáticamente que él era un soldado sin ambiciones políticas y que su espada estaba sólo al servicio de la autoridad y de la ley. Tal parecióme que el general Reyes, quisiera repetirles a sus prematuros proclamantes el viejo refrán: «No por mucho madrugar amanece más temprano». O aquel otro: «No hay que ensillar antes de traer las bestias».
+LA ACTIVIDAD DEL GENERAL REYES EN LOS DEPARTAMENTOS DE LA COSTA — DE CÓMO EN BREVES HORAS ORGANIZÓ DOS EJÉRCITOS — UNA ESTRATAGEMA DEL GENERAL PALACIO — CAMPO SERRANO EN EL MAGDALENA — EL BATALLÓN LIBRES DE BARRANQUILLA — LA BRILLANTE Y ATRACTIVA PERSONALIDAD DE JULIO N. VIECO, POETA, MILITAR Y HOMBRE DE MUNDO — LA DERROTA DE GARIZÁBALO — MIEDO Y ACTIVIDAD DE LAS FUERZAS DEL GOBIERNO — LOS PRELIMINARES DE LA BATALLA DE BARANOA.
+ENTIENDO QUE REYES IBA EN 1895 por los 47 años de edad. Era entonces, físicamente, un Reyes muy distinto del que conocimos después. Alto, erguido, robusto, sin tendencia a la obesidad, andaba con cierta majestad natural, muy propia en los afortunados vencedores. Había en su voz un acento natural también y no fingido; el del mando. Pero lo que más impresionaba de Reyes eran sus ojos y su mirada. Ojos verdes «como el mar», como el mar tenían agitaciones y calmas, que se reflejaban en la mirada. Pocos expresaban, cual los de Reyes, más fielmente, la cólera, el enojo, la indignación o el desagrado. Quien tratara a Reyes íntimamente, como lo traté yo después de 1895, traducía en los fulgores de su mirada la intensidad de la pasión o sentimiento que agitaba el ser interior. Si era, por ejemplo, cólera, o apenas desagrado y enojo, la reacción que había poducido en su espíritu al interlocutor o el incidente; si desconfiaba de un hombre, o si quería seducirlo; si él mismo estaba fingiendo, o si era sincero. Los ojos de Reyes lo decían todo y lo expresaban todo. Eran los fanales de un espíritu en permanente combustión, de un prodigioso dinamismo. Durante los tres días que Reyes pasó en Calamar, Cartagena y Barranquilla, llevó a cabo una labor que hubiera exigido semanas a jefes dotados de grande actividad; pero la de él fue excepcional, insuperable. Y no, por cierto, actividad desordenada, sin método, ni sistema. En el coche del ferrocarril de Calamar a Cartagena y de Cartagena a Calamar me propuse observarlo atentamente. A su lado se sentaba Pomponio Guzmán, que fue en esos momentos su secretario y amanuense. Ya tenía Reyes la costumbre del «memorándum»; gustaba poco de las órdenes e instrucciones verbales. De unas y otras él quería dejar prueba escrita para que quien debía cumplirlas no alegara olvido o ignorancia. Y naturalmente que su preocupación, casi exclusiva, era la de las operaciones militares. Pero le quedaba tiempo para ocuparse en otras cosas. Iba estudiando la vía, preguntaba o indicaba él mismo cuáles serían los cultivos apropiados para el terreno, cuál era la clase de pastos que se sembraba allí para el ganado. Y hacía las preguntas a quien debía hacérselas, y se ocupaba también en la política. Recuerdo que entre Cartagena y Calamar se le ocurrió que el gobernador Román tenía que reorganizar su gabinete de secretario y le pidió con mucha insistencia que nombrara de Gobierno al señor doctor José F. Insignares S., porque Barranquilla debía tener representación en el Gobierno de Bolívar. A más de esta razón, Reyes, que era sinceramente un hombre de concordia, de armonía, a quien placíale unir a los desavenidos, amistar a los enemistados, estaba informado de que andaban en muy mal pie las relaciones políticas y personales de Román e Insignares, y quería reconciliarlos. El primero resistió hasta donde le fue posible a las insinuaciones de Reyes, y cuando a la postre accedió, llegamos a Calamar, y entre los despachos que entregó el jefe de la oficina de telégrafos estaba uno del general Joaquín F. Vélez, fechado en El Banco, en el que anunciaba su llegada para el día 20 y el nombramiento que en él hizo el presidente Caro para jefe civil y militar del departamento de Bolívar. Apenas estuvo cinco horas en Cartagena el general Reyes y le alcanzó tiempo para reorganizar la guarnición militar de la plaza, ordenar despachos de armas y municiones, disponer que el batallón veterano estuviera listo para marchar tan pronto se le comunicara la orden respectiva, hacer una visita a la cañonera La Popa, anclada en la bahía, y llevar personalmente una corona al monumento de Núñez en la ermita de El Cabrero, y conversar con doña Soledad atentamente. En Calamar se ocupaba en la organización de la flotilla fluvial de guerra y escoger los buques que debían destinarse al tráfico comercial y que debían ser entregados en Barranquilla a las empresas de navegación, cuando recibió los telegramas en los que se le avisaba el descalabro sufrido por las fuerzas del general Aurelio Mutis y la ocupación de la plaza de Cúcuta por los revolucionarios. Un jefe del antiguo estilo habría guardado en la más absoluta reserva las alarmantes nuevas, pero Reyes hizo todo lo contrario. Llamó a los conservadores notables de Barranquilla y de Cartagena que le acompañaban, hizo leer a Pomponio Guzmán en alta voz los telegramas y luego él tomó la palabra para exagerar la gravedad de la situación y exigir de todos sus oyentes que estuvieran listos a prestar sin vacilaciones el contingente de sus servicios, irrestrictamente, en defensa «de las santas instituciones de 1886».
+En la mañana del 18 de febrero llegó Reyes a Barranquilla. En breves horas organizó dos ejércitos; el de Bolívar, de cual nombró comandante general a Francisco J. Palacio y el del Magdalena, que puso al mando de José María Campo Serrano. El general Elías Rodríguez pasó a jefe de Estado Mayor del primero, lo que no sólo le complació mucho, sino que también festejó, porque, lo repito, el aguerrido veterano era muy modesto y no presumía de poseer dotes para el comando supremo. Grave era la situación que le tocaba confrontar al general Palacio, pues Reyes había resuelto llevarse para Santander el batallón La Popa, de quinientas plazas, al mando del coronel Ramón G. Amaya y el que hacía la guarnición de Cartagena, al mando del coronel Cruz Chávez. Tropa veterana quedaba en la costa Atlántica sólo el medio batallón Valencey, de guarnición en Ciénaga y Santa Marta. Las tropas colecticias que había organizado en el Magdalena el general Florentino Manjarrés —y justicia es reconocer que el soldado costeño más valeroso es el magdalenense—, se las llevaba también Reyes para Santander. En Barranquilla, plaza muy codiciada por toda revolución, quedaban sólo el batallón colecticio Libres de Barranquilla y los escuadrones, también colecticios, Soledad y Tubará. Al preguntarle el general Reyes a Palacio si él se atrevía a responder de la plaza de Barranquilla con guarnición tan escasa y colecticia, Palacio le contestó: «Sí, siempre que usted me deje la mitad de la banda de cornetas y tambores del batallón La Popa y los pantalones rojos de su uniforme». Naturalmente Reyes accedió a la petición y comentó, riéndose: «Ya comprendo, general: usted lo que quiere es hacerle ver a los liberales que yo no me he llevado todo el batallón La Popa y que a usted le quedan todavía aquí veteranitos». Y así ocurrió, porque en la mañean del 19 de febrero vistieron los colecticios del Libres de Barranquilla el pantalón rojo, se tocó diana y asambleas como de costumbre, y al pasar frente al cuartel los observadores que enviaba el liberalismo, yo le oí decir a algunos: «No es cierto que se llevaran todo lo cachaco, por lo menos han dejado la mitá». Cachacos llamaban en la Costa indistintamente a todos los nativos del interior de la República, y no han de tomarlo a mal mis coterráneos, pero es lo cierto que al «cachaco» como soldado le tenía mucho respeto y temor el soldado colecticio costeño.
+Con el general Reyes se fue de primer ayudante general Julio N. Vieco. Es ya tiempo de que consagre un recuerdo, un homenaje de afecto a la gratísima memoria de ese hombre bueno, de ese espíritu noble y generoso, de esa privilegiada inteligencia, de ese valiente entre valientes que fue Julio N. Vieco, el personaje más popular y más querido de la Barranquilla de hace media siglo. Todo se reunió en Julio N. Vieco para que pudiera ser un hombre feliz, hermosa y arrogante figura, ilustre apellido, una madre amorosa que se veía en los ojos del hijo mimado, la admiración de las mujeres por su varonía y talentos poéticos, por el aspecto de leyenda que rodeaba su vida de calavera elegante; el culto de amistad casi incondicional que le rendían cuantos tuvieron la fortuna de conocerlo y de tratarlo; la simpatía nacional que le hubiese emcumbrado a las más altas posiciones al tener Vieco ambiciones políticas. Pero con todo, Julio N. Vieco no era feliz, y no lo era desde hacía algunos años. Yo lo vi, entre el vino y las hormonas, huir de la fiesta y buscar un rincón en donde llorar furtivamente la pena que ensombrecía su vida y su corazón, que se había formado para la alegría del vivir. Era que Julio N. Vieco había dado muerte en duelo leal, un duelo en regla, pero bárbaro, provocado y ajustado por cruel medianero —si he de atenerme a público y claro amigo suyo, el señor don Mateo moroso concepto—, a un antiguo Vega, pariente muy cercano del exministro y senador doctor Nicolás Llinás Vega. El trágico suceso ocurrió en 1888. Del lance salió herido también gravemente Vieco, y pasó largas semanas entre la vida y la muerte. Aun cuando entre mi inolvidable tocayo y yo había una gran diferencia de edades, fuimos amigos desde cuando entré yo en el uso de la razón y desde niño lo conocí. A Vieco lo trajo a Bogotá mi padre en 1884 de secretario privado y aun colocándolo en la secretaría del Senado le pagaba de su bosillo un sueldo para que atendiera a sus gustos particulares. Era el poeta agradecido y tenía por mi padre respeto y gran cariño. Llamo poeta a Julio N. Vieco porque lo fue en verdad. En su espíritu ardía la llama de la inspiración y del sentimiento. Por desgracia cultivó casi revolusivamente el género erótico y sus versos no los recomiendan precisamente para lectura de monjas y colegialas y rezanderos hipócritas. Un poema suyo, «Aves simbólicas», editado en edición de lujo, por sus admiradores y amigos íntimos tiene el dulce sabor de la fruta prohibida, cálido soplo de elegante sensualidad, suave perfume de carne sonrojada y tibia. Es «el licor de Mondrágoras» vaciado en las cinceladas copas de bellísimas estrofas. Tiene cierta originalidad que lo aleja del torpe sensualismo. Pero era además Vieco un repentista, improvisaba con pasmosa facilidad y sus décimas ex abrupto, resisten airosamente comparación con las de Jorge Pombo, el cartagenero que rivalizó con Joaquín Pablo Posada. Lo que todavía no he podido explicarme o comprender es por qué es conservador Julio N. Vieco, pues a excepción de sus tradiciones de familia, ideas, amistades, despreocupación e indiferencia en materias religiosas, debían atraerlo, y sin embargo no lo atrajeron, a las filas del liberalismo. Cabría recordar el pensamiento del señor Caro: «En Colombia no hay partidos políticos sino odios heredados». No cabían odios en el alma de Vieco, pero sin duda el respeto, la veneración por la memoria de su progenitor, que militó en el conservatismo, que en la guerra del 60 fue ayudante de don Julio Arboleda y murió defendiendo la legitimidad en Santa Marta, decidieron de su filiación política de manera irrevocable. Pero ideológicamente fue lo que llamaba Núñez: «Un frasco equivocadamente rotulado». Y fueron y han sido tantos los frascos mal rotulados en nuestra política de ayer y la de hoy, que a las equivocaciones no cabe darle explicación distinta a la del profundo pensamiento de Caro, que a mi juicio, queda completo así: «En Colombia no hay partidos políticos, sino odios y amores heredados».
+No tornaría Julio N. Vieco a Barranquilla, pero su espíritu quedó presidiendo durante muchísimos años las alegrías y los dolores de la ciudad que lo amó tanto y a la que dio brillante prestigio intelectual, pues su fama de caballero de las letras traspasó los lindes del terruño. En la batalla de Enciso, el 15 de marzo de 1895, al ocupar las fuerzas de Reyes la plaza del pueblo, hizo gala de temerario valor. Dijéronse que buscaba la muerte y la encontró.
+Pasan los últimos días de febrero y la situación en la provincia de Barranquilla no es modificada. No hay indicios de un levantamiento. Los hay en el departamento de Panamá y del Magdalena. En el primero una invasión al mando del militar mexicano Garza atacó a Bocas del Toro y fue rechazada y vencida. En la acción murió el negro Francisco Pereira Castro, amigo y condiscípulo mío en la Universidad Republicana, periodista, como lo he referido ya, que proclamaba sin eufemismos la insurrección armada y la necesidad de que el liberalismo asaltara los cuarteles y fortalezas de la Regeneración, «cantando la Marsellesa». Fue Pereira Castro un hombre sincero y no un revolucionario de mentirijillas. No hizo el desairado papel del capitán Arana. Embarcó revolucionarios, pero él no se quedó en tierra. El combate de Bocas del Toro se desarrolló el 9 de febrero. En el departamento del Magdalena y en zona muy próxima al río se pronunció el general Garizábalo. Existía una cooperación, o mejor dicho, estrecha colaboración, entre el ejército de Bolívar y el del Magdalena: si el general Campo Serrano necesitaba fuerzas se las pedía al general Palacio, y este, a su turno, hacía lo mismo. Las guerrillas que logró reunir Garizábalo fueron derrotadas por las tropas del Gobierno que se despacharon simultáneamente de Ciénaga y Barranquilla, las cuales abrieron operaciones bajo el mando del general Heriberto A. Vengoechea, del ejército de Bolívar, militar veterano y experto, que mediante movimientos estratégicos y después de un combate muy corto, destruyó aquel núcleo de revolucionarios, cuyo objetivo visible era el de salir a orillas del río para interrumpir el tráfico o pasar al departamento de Bolívar y amenazar a Barranquilla. Recuerdo que a la comandancia general iba constantemente un niño, más o menos de diez años de edad, hijo del general Vengoechea, a preguntar qué sabíamos de su papá. Cuando llegó la noticia de que este había derrotado a Garizábalo, yo se la comuniqué y desde ese momento resolví llamarlo Garizabalito. Aquel niño es hoy hombre maduro, vive en Bogotá, aquí fundó hogar y unió su suerte a la de una distinguidísima dama, hija del doctor Luis Cuervo Márquez. Garizabalito fue para mí, durante muchos años, Carlos Vengoechea Vives. Al servicio de espionaje llegó a conocimiento en los primeros días de marzo que había llegado a Barranquilla sigilosamente el jefe militar que esperaban los liberales para alzarse en armas. Sobre su nombre y apellido había referencias contradictorias y no vino a obtenerse un dato exacto sino hasta el momento en que él mismo lo reveló, al asaltar a Puerto Colombia y dirigir un telefonema a la comandancia general en Barranquilla anunciándole que acababa de desembarcar con mil hombres y los elementos necesarios para atacar la plaza al siguiente día. Aquel golpe de audacia, aquella hábil estratagema daba a comprender que el jefe revolucionario, no era, como se dice vulgarmente, un «pintado en la pared», ni un militar de parada: que estábamos frente a un auténtico sucesor del bizarro e intrépido Gaitán Obeso. El asalto a Puerto Colombia ocurrió en las horas de la tarde, y durante toda la noche se hicieron los preparativos para resistir el ataque anunciado para el amanecer. La situación era muy grave y peligrosa porque en Barranquilla no había en ese momento más de doscientos hombres. Hubo que acuartelar el Cívicos, con lo que se completaban trescientos cincuenta. En honor a la verdad y a la justicia, ningún cívico dejó de atender a la generala, la que equivalía en la carretilla de toques de corneta, introducida de la táctica española por el gran general Mosquera, al de alarma inmediata. Aquella noche angustiosa los Cívicos velaron sus armas e hicieron prodigios. Fue ver a los conservadores de la mejor sociedad barranquillera, alternando con los humildes, en la tarea de llenar saco o «costales» con arena porque se había resuelto, dado el escaso número de combatientes, fortificarse en los cuarteles, resistir el ataque y esperar los refuerzos que se pidieron inmediatamente a Santa Marta. Se tomó también una medida preventiva muy conveniente e indicada. Todo el dinero que había en la aduana de Barranquilla se embarcó en un vapor armado en guerra, por cierto el Miguel Samper, que salió inmediatamente al río, para hacer crucero entre los que se llamaban entonces Caño Arriba y Caño Abajo, bajo la custodia y vigilancia del administrador, Rafael M. Palacio, y el doctor José F. Insignares S. Don Próspero A. Carbonell, que era el intendente general del ejército de Bolívar; su hermano, don Francisco; don Evaristo Obregón, don Juan B. Roncallo, don Pedro Noguera, don Juan Ujueta, llenaban sacos con arena, al igual de sus dependientes, y tenían listos sus fusiles y cartucheras. Los escuadrones Soledad y Tubará salieron a la entrada de los caminos por donde tenía que llegar forzosamante la misteriosa invasión. A las siete de la mañana ni vestigio de ella, por ningún lado. Entonces el general Palacio ordenó hacer una exploración sobre Puerto Colombia por la línea del ferrocarril y en tres. Exploración que me encomendada a Pedro Escobar, empleado en la aduana, pero que era también uno de los ayudantes generales de mi padre. Un modelo inteligentísimo, valiente, enérgico, oriundo de Riohacha. La exploración tuvo magnífico éxito, llegó hasta Puerto Colombia y no encontró la misteriosa invasión. Recogiendo informes en el pueblo, púsose en claro lo que había ocurrido. En la tarde del día anterior, poco antes de anochecer, asaltó el resguardo Puerto Colombia una partida revolucionaria, como de ochenta hombres bien armados, le quitó los fusiles, se apoderó del teléfono, llamó a Barranquilla y dio aviso de que hablo antes, y luego destrozó los alambres. Se manejaron correctamente, comieron y bebieron en el hotel y fondas del puerto, y a la medianoche se fueron, tomando el camino de Tubará. Fue entonces cuando se confirmó el nombre del jefe revolucionario Clodomiro F. Castilla. El general Campo Serrano procedió con grande actividad para atender a la petición que se le hizo de refuerzos, y fue espléndido, al mandarlos a Barranquilla, llegó en el término de la distancia medio batallón Valencey, de los veteranos del ejército, al mando del coronel Julio C. Upegui. Desaparecido el peligro para Baranquilla, lo que importaba saber era qué dirección había tomado el general Castilla, y sus futuros planes. Resultaba evidente que desde el asalto a Puerto Colombia salían partidas pequeñas para engrosar sus filas, lo cual no podía impedirse del todo; eran muchos los caminos y veredas que comunicaban a Barranquilla con el interior de la provincia. Si entro en estos detalles es porque todo va a culminar en el combate de Baranda, que tuvo lugar el 11 de marzo y al que me tocó asistir como teniente ayudante del general Elías Rodríguez, primera aventura bélica de mi vida, que dejó en mi memoria imborrable recuerdo y en mi espíritu impresiones tan diversas que bien vale la pena de rememorarlas, pues constituyen, si de ellas se desprende una lección, la crítica más severa de nuestras sangrientas contiendas civiles.
+LA BATALLA DE BARANOA — UN BATALLÓN DE ADMIRABLES TIRADORES DE CARABINA ENTRENADOS EN LA CACERÍA DE GARZAS — CÓMO SE SUPO EL SITIO QUE OCUPABAN LAS FUERAZS DEL GENERAL CASTILLO — LA OFERTA DE BUENOS OFICIOS DEL INGENIERO CISNEROS — EL FRACASO DE SUS NOBLES PROPÓSITOS — LA MARCHA DE LAS FUERZAS REVOLUCIONARIAS — CÓMO ME FUI EN LA EXPEDICIÓN DEL GOBIERNO — LA ENTRADA DE LOS ESCUADRONES AL PUEBLO — LA RESISTENCIA LIBERAL EN LA IGLESIA — EL VALOR DEL JEFE DEL BATALLÓN VALENCEY — LLEGA EL CORONEL DE CASTRO CON MUNICIONES.
+DÓNDE ESTABA EL GENERAL Castillo y la fuerza que había logrado organizar fue algo que no pudo saberse con exactitud muy pronto, porque el jefe revolucionario usaba para movilizarse atajos y veredas y no los caminos de tránsito común. Así, por ejemplo, cuando desocupó a Puerto Colombia fingió dirigirse a Tubará y no se presentó nunca allí. Apareció dos días después en Juan Mina. Súpose a ciencia cierta que hacía parte de las fuerzas de Castillo un cuerpo de habilísimos y certeros tiradores que ponían, como vulgarmente se dice, la bala en el blanco, con admirable precisión. Era que de meses atrás negociantes franceses establecidos en Barranquilla compraban a muy buen precio plumas de garza, muy a la moda en París para los sombreros de mujer. Matar garzas se convirtió así en una lucrativa ocupación. Pero no bastaba con matarlas; había que saber matarlas, hiriéndoles en el pescuezo, sin dañar sus plumajes y evitando que se mancharan con la sangre de las inocentes víctimas. Naturalmente pudieron adquirir los cazadores perfecta maestría y al cabo de poco tiempo hubo en Barranquilla y sus cercanías casi un batallón de tiradores. Enganchándolos demostraba el general Castillo que era excelente organizador militar. Sorprendióse a un mensajero que enviaba a sus copatridarios conminándolos severamente a enviarles recursos pecuniarios, pues de no hacerlo así, les trataría con todo el rigor de la guerra y con más energía que a los conservadores o partidarios del Gobierno. El mensajero o posta confesó, sin mayores apremios, el sitio preciso en donde se encontraba ese día el general Castillo y aquel en que esperaba la respuesta de sus copartidarios.
+Así las cosas, visitó al comandante general del ejército de Bolívar el señor Francisco J. Cisneros, el grande empresario, que amó a Colombia como a su segunda patria, y le manifestó que conocía personalmente al general Castillo y que abrigaba la esperanza muy fundada de poder convencerle de que debía capitular, pues había ya en Barranquilla un crecido número de fuerzas suficientes para vencerlo. Añadió Cisneros que el jefe insurgente tenía razones para considerarlo hombre veraz, sincero e imparcial, y que, además, había conversado con prominentes liberales de la ciudad, animados, tanto como él, por el generoso propósito de evitar un inútil derramamiento de sangre. El general Palacio le contestó preguntándole cuáles serían los liberales que estaban dispuestos a acompañarlo —a Cisneros—, en compañía de conservadores también muy respetables, a proponer a Castillo que capitulara sobre bases semejantes a las del convenio de Beltrán. Cisneros dijo al punto que los liberales tenían designados previamente a los señores Urbano Pumarejo y Jenaro Salazar. El general Palacio terminó la simpática entrevista manifestándole a Cisneros: «A mi turno yo escojo como comisionados de paz al doctor Nicanor G. Insignares y a don Evaristo Obregón, pero exijo que la comisión marche esta misma tarde al campamento de Castillo». Todo daba a comprender que Cisneros estaba enterado del sitio en que se encontraba en esos momentos el núcleo revolucionario. Serían las cuatro de la tarde cuando los parlamentarios emprendieron viaje, muy bien montados y precedidos de un corneta que llevaba en sus manos la bandera blanca. Regresaron a la medianoche con la repuesta de Castillo. No aceptaba las proposiciones de paz y continuaría la lucha «costare lo que le costare». El humanitario esfuerzo resultó estéril y frustada la noble y patriótica intención de Cisneros. Cumplió el deber de militar subordinado y respetuoso de las jerarquías el general Palacio de dar cuenta al jefe civil y militar del departamento de Bolívar, doctor y general Joaquín F. Vélez del incidente que acabo de referir, muy oportunamente, o sea, antes del regreso de la comisión de paz, diciéndole que en caso de tener ella buen éxito, la capitulación sería sometida a la aprobación de la suprema autoridad civil y militar que él ejercía. El doctor Vélez, muy celoso de sus prerrogativas e intransigente en defenderlas, contestó precisamente poco antes de que regersaran los comisionados, improbando de manera rotunda el paso que se había dado y ordenaba al general Palacio que previniera al señor Cisneros que en lo futuro no le toleraría que se inmiscuyera en la política interna del país, si no quería correr el peligro de que se le tratara como a «huésped incómodo». Palabras textuales. El doctor Vélez tenía una doble personalidad: en tiempo de guerra era riguroso, severo, inflexible con los revolucionarios en armas; en la paz, ningún mandatario más respetuoso de los derechos y garantías de todos los asociados y no estaba desposeído de sentimientos conciliatorios, de espíritu de concordia, a tal punto que en la guerra civil posterior de los tres años, siendo nuevamente jefe civil y militar de Bolívar y tocándole nombrar los concejeros municipales de Barranquilla, designó a dos distinguidos ciudadanos de filiación liberal que eran notoriamente adversos a la prolongación de la contienda armada. Pero, eso sí, fue duro, tuvo mano de hierro con los empecinados y contumaces. Me explicó la dualidad. El doctor Vélez fue un hombre de su tiempo, perteneció a la escuela conservadora de don Mariano Ospina, que consideraba la rebelión como un delito al cual debían aplicársele todas las sanciones del Código Penal. Y en cambio entiendo que no fue partidario de la Ley de Facultades Extraordinarias, para prevenir las maquinaciones contra el orden público.
+Un espionaje más activo, más eficaz sacó en conclusión que las fuerzas revolucionarias de Castillo llevaban camino hacia la provincia de Sabanalarga por la vía de Juan de Acosta y Tubará. Iban a caer en una trampa, porque bajaba el río Magdalena, «a todo vapor», una división del interior de la República al mando del general Leopoldo Torrente; se le comunicó la orden de desembarcar en La Giralda y seguir a marchas forzadas a ocupar a Sabanalarga, cabecera de la provincia. Al propio tiempo se alistaba una división en Barranquilla al mando del general Elías Rodríguez, de la que formarían parte el medio batallón veterano Valencey y los escuadrones Soledad y Tubará, con el objetivo más que de presentar combate a Castillo, de empujarlo para que tomara el camino de Baranoa a Sabanalarga. Los revolucionarlos quedarían, si las operaciones se realizaban conforme a lo previsto, materialmente encerrados y tendrían que rendirse. Pero el hombre propone y Dios dispone.
+Anochecía el 10 de marzo y se dio el primer toque de marcha para la expedición. Poco después el segundo y en punto de las nueve la columna salió de sus cuarteles. Llevaban la vanguardia los escuadrones Soledad y Tubará. Sentado yo a la puerta de la comandancia general del Ejército —calle Ancha, hoy Paseo Bolívar, callejón del Cuartel—, veía desfilar escuadrones e infantería, cuando súbitamente sentí un deseo vehemente e irresistible, de esos que exigen inmediata satisfacción; el de seguir a los expedicionarios en el que, yo presumía, habría de ser un paseo militar sin ferales consecuencias. A excepción de Soledad, yo no conocía el interior de la provincia de Barranquilla y tampoco la de Sabanalarga. He tenido siempre la pasión de los viajes, de andar por nuevas tierras, de recrear mis ojos en la contemplación de nuevos paisajes. Y a todo ello atribuyo la causa de mi extraño deseo, pues a pesar de mis cortos años y desde cuando me tocó ver, sentir y palpar los horrores de la guerra de 1885, cobréle aversión a las bárbaras matanzas que fueron las batallas y combates de nuestras contiendas civiles. Y puesto que el vehemente deseo pedía satisfacción, me levanté del asiento y eché a andar en dirección a la casa de mis padres, dos cuadras distante de la que ocupaba la comandancia general del Ejército. Toqué recio a la puerta del patio, abrióme el mozo encargado de cuidar dos caballos que teníamos para paseo y trasladarnos a nuestra finca El Porvenir, le ordené que ensillara el que no era favorito de mi padre, y salí a escape, cual si fuese a llevar auxilio a un moribundo o a descubrir un tesoro que me hiciese rico. Alcancé la columna expedicionaria en el momento en que el batallón Valencey entraba al camino que de Barranquilla conducía a Galapa. Kilómetros más adelante y después de haber atravesado un puente, por cierto muy mal construido, y sobre el cual mi caballo se fue de manos, dando con mi humanidad sobre el piso de ladrillos del puente, sin causarme daño, por el desaforado galope que llevaba el jinete, alcancé al general Rodríguez, y a sus ayudantes. Sorprendióse el jefe de la columna de mi aparición y creyó que era portador de alguna orden urgente del comandante general del Ejército y hube de decirle sencillamente que estaba allí sólo para acompañarlo y deseoso de correr la aventura. Vaciló un poco el malicioso veterano en admitirme, porque sin duda pensaba en la responsabilidad que asumía ente su amigo y jefe supremo, el general Palacio, llevándose a un hijo de este, aún no mayor de edad, sin su consentimiento, y me suplicó que regresara a Barranquilla. Con la rotunda negación mía a hacerlo terminaron las vacilaciones del general Rodríguez y me dijo: «Sea, por Dios, y quiera él que no le ocurra nada. Le doy de alta como teniente ayudante de mi cuartel general». Seguimos cabalgando a moderado paso. Las once y media marcaba mi reloj de oro que me había ganado en rifa el domingo anterior, al llegar a la entrada de Centenario, propiedad de don Manuel Insignares S., a la que acostumbraba yo ir con frecuencia de paseo, en compañía de los hijos de don Manuel, Manuel Salomón y Rafael. Allí echamos pie a tierra, tocamos a la puerta de la casa y contestaron al llamado unas mujeres, porque los mozos de la hacienda, que habían visto pasar desde la primera noche gentes armadas salieron huyendo por el temor de que se les reclutara. La buenas mujeres nos prepararon un café tinto y después de tomarlo tranquilamente continuamos la marcha a la una de la mañana. Apuntaba el alba y entrábamos al pueblo de Galapa, cuyos campos quería conocer, recordando las ponderaciones exageradas que hiciera de su fertilidad el tío Vicente al doctor Núñez. No hay tierra fértil sin agua, sin riego, y hasta donde mis miradas alcanzaban yo no veía en los contornos del pueblo fuente ni arroyo, ni siquiera hilo del líquido elemento. Acampamos en la plaza del pueblo, en el que parecía no haber ser humano viviente. Después de habérsele buscado, se presentó el señor alcalde, quien comenzó a tocar personalmente puertas y ventanas. De las casas salían mujeres y niños. Los hombres, como en El Centenario, huyeron hacia el «monte». En la plaza de Galapa, las Juanas del batallón Valencey prendieron fogatas, colocaron sus ollas y comenzaron a preparar el desayuno para soldados y oficiales. El general Rodríguez, el coronel Upegui y sus ayudantes nos fuimos a casa del alcalde, que hizo todo lo posible para atendernos. Nos informó que campesinos llegados la tarde anterior de Baranoa habían dicho que el general Castillo se encontraba allí «con mil hombres», muy bien armados. El general Rodríguez recibió a beneficio de inventario la información y comentó para nosotros: «De esos mil rebajan por lo menos setecientos». Los escuadrones Soledad y Tubará se refocilaron bien, pues tenían en el pueblo conocidos y amigos, entusiastas copartidarios que procuraron atenderlos. Un poco antes de las seis en marcha nuevamente. A las siete el sol comenzaba a calentar y picar. Los soldados del Valencey andaban buscando la sombra y la frescura de los matarratones, árbol que crecía silvestre a uno y otro lado del camino. En una vuelta una mosca del escuadrón Soledad divisa un muchacho, bien trajeado, que trata de tomar el atajo, rehuir el encuentro con la avanzada de la columna. Le gritan el alto, lo aprehenden y vuelven caras para entregarlo a los jefes del escuadrón, Daniel Bolívar, Antonio Moreno y Francisco J. Ucrós. Lo interrogan y requisan: poco es lo que contesta; el muchacho es muy inteligente y avispado. Pero en uno de los bolsillos del saco se le encuentran comunicaciones del general Castillo fechadas ese mismo día en Baranoa para sus agentes en Barranquilla. Llegan el general Rodríguez y sus ayudantes, conversa brevemente con los jefes del escuadrón Soledad y si bien tiene la orden de no atacar a Castillo, resuelve proseguir la marcha hacia Baranoa. Tampoco podía tomar otra determinación. Era imposible acampar en aquellos parajes, y volver a Galapa sería ridículo y cobarde. Esta fue la primera consulta que me hizo el honor de hacerme el general Rodríguez y se la resolví en conformidad con lo que él tenia resuelto y pensado. Calculamos que al acercarnos a Baranoa las moscas del enemigo le darían aviso de nuestra aproximación y que entonces Castillo resolvería abandonar el pueblo. Pero el enemigo no tenía moscas; apenas vigías en las torres de la iglesia, y la topografía del terreno, las curvas del camino no les permitieron divisarnos sino cuando tocábamos ya a los ejidos del pueblo. A más de eso todos los jefes de la columna supieron que el muchacho nos estaba engañando y que Castillo no estaría ya en Baranoa, lo que se deducía de las comunicaciones para sus agentes en Barranquilla. El muchacho, el adolescente, vive y es hoy hombre hecho y derecho, se llama Gallardo y lo he visto y conversado recientemente con él en Bogotá y fuimos amigos él y yo después del 11 de marzo de 1895.
+Los escuadrones Soledad y Tubará entraron a Baranoa, y fue en ese momento cuando la fuerza de Castillo íntegramente y en forma atropellada se precipitó hacia el interior de la iglesia, cerró su puerta y resolvió resistir el ataque. Con unos pocos tiradores situados en las torres, «cazadores de garzas», comenzó a hacer una horrible carnicería en las filas de la columna que iba desembarcando a pasitrote por los cuatro ángulos de la plaza. Las primeras víctimas, de los expertos tiradores, fueron del escuadrón Soledad, grupo de jóvenes valientísimos, algunos de ellos de familias muy distinguidas, porque Soledad era medio siglo atrás, un baluarte conservador; hoy, según mis informes, ha dejado de serlo. Admiré en aquellas trágicas horas la serenidad, el valor de Daniel Bolívar, Antonio Moreno y Pacho Ucrós, la de mi pariente Manuel María Palacio, que comandaba el escuadrón Tubará, y la del popular y enérgico alcalde de Barranquilla, general Eustasio Barros, que no tenía nervios y recorría las líneas de combate, cual si estuviera paseando por las calles de nuestra ciudad, el más tardo paso de su caballo blanco, que escapó milagrosamente de los certeros disparos de los cazadores de garzas. El combate comenzó sobre poco más o menos a las nueve de la mañana y al mediodía estábamos, estas son las palabras exactas, derrotados y diezmados. Sin hipérbole puedo asegurar enfáticamente y demostrarlo, que en la interminable lista de combates librados en nuestras guerras civiles, es el de Baranoa aquel que en relación con el número de combatientes, presenta el de mayores bajas y que si la derrota se consuma, el bravo e indomable general Rodríguez había asumido grave responsabilidad y por muchos años resistiera la más severa e implacable crítica de nuestros sedicentes estrategas.
+El general Rodríguez situó su cuartel general en una amplia casa frente a la iglesia, casa de techo de palma, al igual de todas las del pueblo, en pieza que debían tener destinada, su dueño o arrendatario a comedor, porque a la sala y los dos cuartos principales no era posible entrar sin riesgo de muerte. Me escogió para comunicar órdenes, como que había olvidado los graves riesgos a que me exponía, y yo pensaba después de terminado el combate en la cara que habría puesto el jefe de Estado Mayor del ejército de Bolívar al presentarse ante su jefe y amigo el general Palacio diciéndole que su hijo se contaba entre los muertos o heridos gravemente en la acción. Me acompañaba, o mejor dicho, me hice acompañar, para la comunicación de las órdenes, del teniente Leonardo Rojas, quien comenzó su carrera militar en una banda de cornetas y ese día volvió a tocar el clarín que recogió de las manos de un soldadito, blanco, de cabellos rubios, que cayó muerto cerca de nosotros, dando el toque de «ocultarse».
+Al comprender el general Rodríguez la gravedad de nuestra situación, me ordenó llamar al coronel Julio C. Upegui, jefe del batallón Valencey, para deliberar con él sobre lo que debía hacerse. No tengo palabras para expresar mi admiración por el valor de este jefe; cabría calificarlo de brutal. No puedo explicarme todavía cómo pudo salir ileso, sin la más leve herida, de aquella horrenda carnicería. Y ese hombre sufría moralmente viendo caer muertos o heridos a sus soldados del Valencey, blanco propicio para los cazadores de garzas por los pantalones rojos. De cada soldado muerto o herido sabía el nombre y apellido, y hasta el apodo, si lo tenía. Durante el combate no usó espada, la dejó sobre una cama y se armó de un zurriago como de arriero. El coronel Upegui convino no sólo en la gravedad de la situación sino que añadió un factor que le hacía aún más inquietante; se estaban agotando las municiones. Fortuna que el general Palacio, militar inteligente y previsto, tan pronto como recibió la noticia de que se había empeñado el combate en Baranoa, despachó una regular provisión de cápsulas, no sobre tardas acémilas, sino con jinetes muy bien montados que llevaban aquellas en «mochilas» y confió la jefatura del pequeño cuerpo auxiliar al coronel Aurelio de Castro. La milagrosa provisión de municiones alcanzó a llegar una hora antes de terminar el combate. El general Rodríguez y el coronel Upegui, después de conferenciar brevemente, me hicieron la merced de solicitar mi concepto. Y tocóme declarar públicamente, con franqueza y valor después de cuarenta y seis años, cuál fue el dictamen de quien no tenía entonces siquiera cumplidos los veinte de edad.
+La iglesia de Baranoa estaba a la sazón reconstruyéndose. Su fachada principal era ya de mampostería, pero el resto del templo era de pared de barro y cubierto con techo pajizo. Allí no había imágenes ni ornamentos. Se cantaba la misa sólo en determinados días del año, especialmente en el de la patrona del pueblo, Santa Ana. Cura de almas permanentes no había en aquellos lejanos tiempos en Baranoa. Sirva acaso lo indicado: sería intentar prender fuego al techo pajizo, para atacar a los revolucionarios por su retaguardia. Honradamente declaro también que ignoro si mi opinión fue aceptada, mas es lo cierto que momentos después de que la expresara, la parte posterior del templo comenzó a arder y en pocos minutos quedó totalmente destruida. Naturalmente los revolucionarios abandonaron su fortificada posición y comenzaron bravamente a pelear en la plaza y calles adyacentes y a sufrir considerables bajas. El incendio de la iglesia se propagó en las casas vecinas, y el espectáculo fue verdaderamente dantesco. A las tres de la tarde la acción estaba ganada por las fuerzas del Gobierno e irremisiblemente perdida para la revolución. A esa hora llegó el coronel De Castro con las anheladas municiones. Serían las cuatro al terminar la reñida y sangrienta acción. Sonaban apenas los disparos de los fugitivos que lograron tomar las caminos y veredas que se desprendían de Baranoa. Y recuerdo que en tal momento se me ocurrió recordar que habría dejado mi caballo atado a un árbol a la entrada del pueblo y del camino a Galapa. Supuse el tremendo regaño que recibiría de mi padre si me presentaba sin el animal. Corrí a su busca y encontrélo donde lo había dejado, con sus aperos intactos. Iba a montarlo y mis oídos distinguieron el peculiar zumbido del proyectil cuando nos pasa muy cerca y oí instantáneamente el ruido metálico que hizo al clavarse sobre un estribo. Quedarme allí hubiese sido convertirme en blanco del fugitivo que disparaba fríamente y sin duda oculto tras de mampuesto, monté y a todo galope me dirigí al pueblo. Años después un cochero de Barranquilla, hombre bueno y leal, que me sirvió mucho —se llamaba Arturo Álvarez— que cayó prisionero, cerca del sitio en donde ocurrió lo que narro, me dijo: «Doctor: usted se salvó por milagro de que lo hubiéramos matado al terminar el combate de Baranoa y desamarraba su caballo. Fulano de Tal —y dio el nombre y apellido— que era uno de nuestros mejores tiradores, lo estaba viendo detrás de un matorral y antes de dispararle nos dijo: “Le voy a quebrar las manos al hijo de don Pacho Palacio”».
+Llegué al cuartel general y Aurelio de Castro escribía, conforme a los datos que le iba suministrando el general Rodríguez, el parte del combate. Verme y llamarme fue todo uno. «Hombre, ayúdeme a redactar este parte». Acerquéme a la mesa donde Aurelio escribía. Iba en los ascensos conferidos sobre el campo de batalla, en justicia merecidísimos todos. Y le dije al oído: «Añade mi nombre y asciéndeme a capitán». El general Rodríguez tenía más oído que un tuberculoso y alcanzó a oír lo que yo apenas murmuraba. «Su ascenso es muy justo y merecido y ya yo iba a dictárselo a Aurelio». Terminábase de escribir el parte y llegó el general Antonio Moreno a comunicarme una triste noticia, que me causó profunda, amarga impresión: entre los revolucionarios heridos mortalmente estaba mi primo Joaquín Palacio, nieto de mi tío abuelo don Joaquín M. Palacio, muerto este en 1883, cuya desaparición constituyó profundo y unánime duelo para la sociedad y el pueblo de Barranquilla, para el departamento de Bolívar, para la nación entera. Había desempeñado durante veinte años la administración de la aduana, hombre más íntegro, más puro, más recto, de mayor probidad intelectual, no vivía sobre el haz de la tierra. Quien tenga la curiosidad de saber quién fue don Joaquín M. Palacio que lea el informe del secretario de Hacienda del presidente Santiago Pérez, doctor Nicolás Esguerra, rendido a su superior jerárquico sobre el desempeño de la misión que se le confiara en 1875 en la costa Atlántica. Alzado en armas el Estado Soberano de Bolívar contra el Gobierno Federal, invitóse a don Joaquín María Palacio a continuar desempeñando la administración de la aduana, y contestó: «Yo soy nuñista ciento por ciento, pero jamás cometeré acto de traición y deslealtad. Como administrador de la aduana soy empleado del Gobierno Federal y nombrado por el Gobierno Federal. No entrego la aduana sino por la fuerza y salvaré sus fondos del movimiento revolucionario». Pasó la tormenta y restablecido en Bolívar el imperio del Gobierno Federal el presidente le ratificó su nombramiento a don Joaquín María Palacio y él continuó siendo nuñista, pues era nada menos que tío del doctor Rafael Núñez, quien en su primera administración le ofreció reiteradamente el puesto de secretario de Hacienda. Qué tiempos y qué hombres comentarán los que juzgan fanáticamente que todo tiempo pasado fue mejor. Pues bien, un nieto de don Joaquín M. Palacio iba a morir, en La Dorada juventud, lejos de sus padres, oscuro y trágicamente, sobre un catre de lona, sin auxilios médicos ni espirituales, pobre víctima, entre millares de víctimas, de nuestras estúpidas guerras civiles. Llegué a borde del lecho de Joaquincito que aún le restaba vida. Me conoció, estrechándome la mano me dijo: «¿Y tú qué haces aquí?». «Lo mismo que tú», le contesté.
+Llegaron de Barranquilla los doctores Joaquín Vives P. y Eugenio de la Hoz, me dijeron que era un caso perdido. Llegó también un abnegado sacerdote, cuyo nombre no menciono ni haré su elogio para que no crea cierto pariente suyo que con ello procuro libertarme de su inofensiva malquerencia. Le dio la absolución a Joaquincito que expiró apoyada su cabeza sobre mi hombro. Su padre que, también se llamaba Joaquín, me quedó muy reconocido, y el mío, a pesar de ser su primo muy liberal, mientras conservó valimiento político empeñóse, en asocio de Rafael M. Palacio, de conservarlo en el puesto de intérprete oficial del resguardo de Puerto Colombia, que lindó con la misma lealtad y pulcritud que fue el distintivo de su ilustre progenitor.
+LA TÁCTICA MILITAR DE «ECHAR PA’LANTE» — EL INTRÉPIDO HEROÍSMO DE LAS JUANAS EN BARANOA — LA ENTRADA DE LOS VENCEDORES EN ESTA BATALLA A BARRANQUILLA — EL GENERAL LEOPOLDO TORRENTE — EL TRIUNFO DEL GENERAL REYES EN ENCISO — LA CAPITULACIÓN DE CAPITANEJO — LA RECEPCIÓN TRIUNFAL EN BOGOTÁ — LA DESCARADA E INCONVENIENTE INTERVENCIÓN POLÍTICA DE LAS AUTORIDADES DE BOLÍVAR EN LA NAVEGACIÓN DEL MAGDALENA — CUANDO NO SE ACEPTABAN TRIPULACIONES LIBERALES — PEDRO J. BERRÍO INICIA SU CARRERA MILITAR Y POLÍTICA.
+EL TRIUNFO DE LAS FUERZAS DEL Gobierno en Baranoa fue muy costoso en vidas. El medio batallón Valencey, que no contaba más de doscientas plazas, tuvo por lo menos, cincuenta bajas, entre muertos y heridos graves. El escuadrón Soledad, muy duramente castigado y no recuerdo que su efectivo ascendiera a más de cincuenta jinetes, tendidos en el campo quedaron, entre ellos, los jóvenes Osorio y Niebles, herido mortalmente un hermano del primero, que era entonces casi un niño: Augusto Osorio, que escapó de la muerte de milagro. Sucumbió también, peleando, con un valor incomparable, un teniente coronel, Uscátegui Toro, que había contraído matrimonio pocos meses antes en Barranquilla con una hermana de quien fue después rico y activo empresario, don Jenaro Pérez. Uscátegui era hermano de don Manuel, el culto y elegante caballero bogotano de grata memoria para mí, y del coronel del mismo apellido que fue edecán del presidente Núñez, de remoquete Goterón de Plomo. Todos eran sobrinos del doctor Manuel Murillo Toro. Menos numerosas las balas de las fuerzas revolucionarias, que, en mi concepto, no ascendían a más de ciento cincuenta hombres, casi todos barranquilleros, de la clase alta y de la media. Demostraron que el costeño que tiene el concepto del honor y del decoro posee un valor tan firme y resuelto, como el de todos los colombianos. El jefe Clodomiro E. Castillo fue herido en el brazo izquierdo y cayó prisionero.
+La acción de Baranoa llevó a mi inteligencia la convicción que se ha reafirmado después con el estudio del largo proceso de nuestras guerras civiles, que en ellas no entró como factor predominante ni ciencia, ni arte militar. «Echar pa’ lante» ha sido la estrategia de casi todos nuestros generales. De ahí que, muchas victorias, aun cuando parece paradójico, sean técnicamente derrotadas.
+Algo que me llamó la atención en Baranoa y que deseo dejar consignado como homenaje a las heroínas desconocidas de nuestras guerras civiles, fue la intrepidez, el arrojo y la abnegación de las Juanas, de aquellas mujeres «cachacas» en su totalidad, compañeras del soldado veterano en la paz y en la guerra. A la que no seguía a su amante en las campañas se le daba de baja por cobarde e indigna. Unas a otras se insultaban con palabras menos escogidas de las que usan los políticos en la prensa, y en el hemiciclo parlamentario, pero de idénticos significado e intención. Y como los políticos, pasado el acceso de furia, dábanse el abrazo de reconciliación. Era de verlas marchando a la retaguardia agobiadas bajo el peso de sus ollas, infiernillos y otros utensilios de cocina, y cuando se hacía campamento, cortando leña, prendiendo las fogatas, preparando la comida del soldado, de la que participaban los soldados de su compañía. Era de verlas en el combate corriendo hacia donde caían los quejidos y ayes del herido, buscar afanosamente agua para aplacar su sed; cerrar los ojos al que agonizaba y rezarle una oración.
+El 12 de marzo en la tarde entró la columna vencedora a Barranquilla. Me adelanté bastante a ella para abrazar y besar a mi madre y compensarla de la pena y los sobresaltos que le había proporcionado. Dejé el caballo en nuestra casa y de a pie me fui a la comandancia general. No fue muy cordial la recepción que me hizo el general Palacio, pero comprendí que fingía enojo y reprobación. En cambio cordialísima y entusiasta la mi respetable amigo el doctor José F. Insignares S., quien tenía siempre para las ocasiones solemnes, frases solemnes y escogidas. Había tomado a lo serio lo que dijo el parte escrito por Aurelio de Castro sobre mi comportamiento y el autoascenso a capitán, y al estrecharme entre sus brazos pronunció estas palabras en emocionado tono: «Lo felicito por su espartano valor».
+Terminaba el combate de Baranoa, cuando desembarcó en el puerto de La Giralda la división comandada por el general Leopoldo Torrente, que se dirigió, conforme a las instrucciones recibidas, a Sabanalarga, y de allí también por tierra a Barranquilla. Era Torrente, no sé si aún vive, un hombre alto, fornido, de barba muy espesa que comenzaba a encanecer, alegre y festivo. Se alojó en el hotel San Carlos, a donde iba yo a visitarlo con frecuencia, porque el general Palacio me hizo la recomendación de atender a los militares de alta graduación. Desempeñaba yo funciones que podían considerarse como las de un jefe de protocolo de la comandancia del ejército de Bolívar. Alguna vez encontré al general Torrente jugando el monte dado con varios oficiales, entre estos, uno que había llegado en comisión de Panamá. Me invitaron a entrar en la partida, y si bien no conocía el tal juego, después de breves explicaciones acepté de buen grado. Hasta los treinta años de mi edad yo tuve lo que se llama una suerte loca en el juego. Después ella me volvió las espaldas. Resulté ganando una suma bastante apreciable al oficial que venía de Panamá y quien me la pagó religiosamente por cierto en billetes de cien francos —francos oro—: si la memoria no me falla, algo así como seiscientos o sean ciento veinte pesos que destiné para gastarlos en mis visitas a los trasatlánticos franceses con Surí Salcedo y Aurelio de Castro.
+La guerra quedaba terminada en la costa Atlántica y terminada en toda la República, porque pocos días después llegaron las noticias del triunfo del general Reyes en Enciso, de la capitulación del ejército revolucionario en Capitanejo y la de los que operaban en los Llanos Orientales pactada con el general Roberto Urdaneta, el gallardo veterano o hidalgo militar a quien le tocó en suerte ser protagonista de una escena muy rara en los anales de la guerra. El general Urdaneta cayó prisionero de los revolucionarios en la batalla del Chicoral y estos se lo llevaron en su retirada.
+Cuando los liberales se vieron perdidos y tuvieron noticias de que la revolución había sido vencida en todo el país, recibieron la invitación a capitular que les hizo el jefe civil y militar de los Llanos, doctor Rufino Gutiérrez, que declinaron manifestando que sólo depondrían las armas ante el general Roberto Urdaneta, al que desde ese momento dejaron en completa libertad, sobre tan curioso incidente se cruzaron varios despachos telegráficos el presidente Caro y el doctor Rufino Gutiérrez y más adelante transcribiré textualmente alguno del primero que sienta doctrina sobre las facultades del Poder Ejecutivo en tiempos de guerra, de tono un poco sarcástico, pues el señor Caro sostiene que, precisamente, en uso de las facultades extraordinarias que el grupo político al que pertenecía el doctor Gutiérrez calificó de «sistema despótico», en congresos inmediatamente anteriores, el delito de rebelión podía ser indultado por el Gobierno y no se le aplicaban las sanciones del Código Penal. El señor Caro resolvió que las fuerzas revolucionarias pactaran la capitulación con el general Roberto Urdaneta.
+La victoria de Enciso rodeó al general Rafael Reyes de inmenso prestigio dentro del partido de Gobierno y le atrajo la simpatía, la consideración y el respeto del liberalismo. Pasaba el general Reyes del plano inferior de los hombres de partido al plano superior en que coloca la opinión, por concepto tácito, más unánime, a los hombres que logran en un momento dado realizar el milagro de aunar e interpretar las voluntades de todos los partidos. El general Reyes había sido magnánimo, generoso con los vencidos. Quedaba vindicado de la injusta reputación de cruel y sanguinario que lo acompañara desde la ejecución en 1885, de Cocobolo y Patrucelli; desapareció, como por encanto, el apodo Cocobolo con que le había rebautizado el «liberalismo vencido». El general Reyes me refería riendo que el 8 de diciembre de 1889, dirigiendo él personalmente las operaciones y exponiendo su vida, en la tarea de sofocar el formidable incendio que estalló en la noche de aquel día en la casa ubicada —aquí en Bogotá— en la esquina de la carrera 7.ª, con la calle 12 que amenazó consumir toda la manzana, pidió en alta voz «¡un lazo!» y que alguien le contestó: «No se lo mando porque me ahorca». Alcanzaba el prestigio del general Reyes después de Enciso hasta el sector disidente del partido de Gobierno, que lo consideraba el único hombre capaz de unificarlo y consolidarlo en el poder. Tengo motivos y antecedentes para presumir que el Satanás de la política tentó al varón fuerte, cargado de glorias y de merecimientos, ofreciéndole el mando supremo, en la forma de una dictadura militar. Cerró oídos y espíritu a los tentadores, los alejó de sí, cortés, pero enérgicamente, y continuó siendo hasta desceñirse la espada un soldado de la autoridad y de la ley, un amigo leal del presidente Caro. Continuó, ello sí, Reyes, sosteniendo entre sus amigos privadamente, la política de que debía darse al liberalismo un amplio acceso a las urnas, y de que en las elecciones inminentes de 1896 este pudiera llevar a la Cámara de Representantes un número equitativo de voceros. Lo afirmo, porque en esa época era muy constante la correspondencia epistolar entre el general Reyes y mi padre, y lo fue aún más al ser nombrado aquel por el presidente Caro ministro de Gobierno, pocos meses después de la batalla de Enciso.
+Demostración del prestigio y la popularidad de Reyes fue la recepción triunfal que se le hizo en Bogotá el 25 de abril de 1895, y la que le hiciera antes la ciudad de Medellín. Aquella fue una verdadera apoteosis interrumpida sólo por un imprevisto accidente. Al bajarse el general Reyes del brioso corcel que montó en la estación de la Sabana, el indomable bruto dio al jinete tremenda coz en un tobillo y lo echó a cama por algunas semanas.
+Desde la capitulación de Beltrán, Reyes demostró que era hombre muy distinto del que pintaron los vencidos de 1885, que prefería ganar batallas, vencer a los adversarios con la seducción personal, con la razón, con sinceras promesas de reconciliación y de olvido. Referiré un incidente que presenta al Reyes de 1895. Llegó a Calamar en el vapor Francisco Montoya, y desde la ribera, al atracar el barco, pude ver que iba de capitán Eladio Noguera, liberal entusiasta y decidido. Casi toda la tripulación del Montoya era de igual filiación política. A mí me extrañó la cosa y como era amigo de Eladio Noguera, le pregunté qué había ocurrido para que el general Reyes lo hubiera conservado en su puesto de capitán, y me contestó: «Llegó a Yeguas el general Reyes y escogió mi buque para bajar el río. Yo le advertí que soy liberal y él me contestó: “Eso no es inconveniente para que usted siga mandando su buque y me confíe a su honor personal, a su pericia y a la de sus subalternos. Pero debo hacerles a todos una advertencia: si durante el viaje observo que se hacen maniobras maliciosas, que se trata de disminuir la velocidad del buque, los pongo en tierra y continúo viaje con el piloto y el ingeniero, a quienes se les colocarán centinelas de vista con la orden de disparar sobre ellos cuando me percate de algo que no me guste. La revolución está vencida y yo no pretendo cuidarle a nadie su honesta ocupación porque sea liberal”. Por la demás», continuó Noguera, «yo no había tratado al general Reyes. Es un hombre encantador, muy simpático, muy noble». En acuerdo con lo que había manifestado al capitán Eladio Noguera, el general Reyes dictó en Barranquilla, investido de facultades presidenciales, el siguiente decreto:
+«Decreto número 1 de 1895. 19 de febrero. Por el cual se imponen ciertas restricciones y se hacen algunas prevenciones a las empresas de transportes.
+«Rafael Reyes, comandante general del Ejército en operaciones sobre el río Magdalena y la costa Atlántica, en uso de las facultades extraordinarios que se le han conferido por el Poder Ejecutivo, y considerando:
+«Que habiendo ocurrido que el personal de empleados de algunas de las compañías de vapores de la navegación fluvial y de los ferrocarriles que están en explotación en el territorio de la República han tomado parte en la actual rebelión armada contra el Gobierno de la nación, poniendo algunos de ellos los vehículos de su mando al servicio de los revolucionarios, decreta:
+«Artículo 1.º Los capitanes, contadores, ingenieros y prácticos de los vapores, y los conductores e ingenieros de los ferrocarriles, prestarán ante la primera autoridad política de la respectiva localidad la siguiente promesa:
+«“Juro a Dios y por mi honor respetar la Constitución y las leyes de Colombia, y por consiguiente no tomar parte directa ni indirectamente en ningún movimiento armado contra el Gobierno legítimamente constituido, ni mucho menos entregar al enemigo los elementos a mi cargo”.
+«Esta promesa será escrita y firmada por duplicado por el gerente de la compañía y por el empleado respectivo: un ejemplar de esta diligencia se enviará al Ministerio de Gobierno, a Bogotá, y otro conservará la autoridad local mencionada.
+«Artículo 2.º En igualdad de circunstancias y de idoneidad, las compañías de vapores y de ferrocarriles preferirán el personal conocidamente adicto al Gobierno.
+«Artículo 3.º En el caso de que un conductor de ferrocarril o un capitán de vapor se declare en rebeldía contra el Gobierno, y entregue el vapor o tren de su mando a los revolucionarios, la compañía respetiva pagará una multa de cien mil pesos ($ 100.000), siempre que el empleado responsable haya sido de su libre nombramiento.
+«Artículo 4.º Cuando un vapor haya sido entregado por su capitán a los revolucionarios y fuere tomado a estos ya en combate o ya por entrega, por vencimiento o capitulación, será considerado como buena presa y pasará a ser propiedad del Gobierno, y su capitán, ingeniero y prácticos serán tratados como prisioneros de guerra.
+«Comuníquese a quienes corresponda y publíquese.
+«Dado en el cuartel general de Barranquilla, a los 19 días del mes de febrero de 1895.
+RAFAEL REYES».
+Por circunstancias que, deliberadamente me excuso de anotar, el decreto preinserto no se estaba comunicando, ni en su letra ni en su espíritu, por las autoridades civiles en el departamento de Bolívar. No bastaba a los capitanes, contadores, ingenieros y pilotos prestar la promesa por él prescrita, sino que además debían hacer una categórica declaración de fe política, con lo cual quedaban injustamente privados de su ocupación en el río Magdalena quienes fueran liberales. Los afectados con tal medida se dirigieron al general Reyes apenas supieron que había regresado a Bogotá y este obtuvo del Gobierno central que se hiciera cumplir el decreto y se creara la Inspección General de Navegación Fluvial, encargándola exclusivamente de todos los asuntos del ramo y especialmente de aceptar las listas de tripulantes que presentaran, para el despacho de sus barcos, las empresas respectivas mientras estuviera turbado el orden público. Y para desempeñar el empleo fue nombrado el general Pedro J. Berrío. Así pudieron los navegantes liberales que no habían tomado parte en el movimiento revolucionario volver a sus habituales ocupaciones y quedó restablecida la normalidad del tráfico en el río, pues era muy difícil conseguir para el despacho de los barcos una tripulación totalmente conservadora, o partidaria del Gobierno.
+No intentaré narrar la fulgurante, prodigiosa campaña de Reyes desde cuando desembarcó en Gamarra, hasta la batalla de Enciso. Esquivo hablar de aquellos episodios en los que no fui testigo ni parte, pero la campaña reveló que Reyes tenía, en grado máximo, genio militar. Y lo reveló en todo, hasta en los más insignificantes detalles. Sus órdenes del día, sus proclamas y arengas, el plan de ataque en Enciso, rápidas marchas a que sometió a sus tropas, «a paso de huracán», marchas a que él mismo se sometía y que le hicieron decir al señor Caro: «Usted está dotado del don de la ubicuidad», fueron los factores decisivos en la victoria de la legitimidad, no sólo en Santander, sino también en todos los frentes, porque el buen ejemplo es decisivo en el conjunto de las curaciones militares. La derrota, la lentitud, la timidez, son tan contagiosas, como el triunfo, la actividad y la audacia. Núñez, que conocía a los hombres, había escrito alguna vez al presidente Carlos Holguín: «Procure siempre conservar excelentes relaciones con Reyes, que es un hombre de acción insuperable».
+La que pudiera llamarse, para algunos, transformación espiritual de Reyes, en sus relaciones con el adversario, ¿a qué se debía? A que Reyes fue un maravilloso intuitivo, a que como hombre de acción, se había dedicado en la paz a empresas agrícolas e industriales, a que no fue un hombre recluido permanentemente, dentro de los libros y el gabinete de estudio. A que era un hombre sociable, si se quiere mundano. Como era de señorial y airosa su figura en los salones aristocráticos, así era también de atrayente y simpática en el campo, en la hacienda, en nuestros abruptos caminos, en nuestras posadas. La mano que él extendía a las linajudas y elegantes damas, a los apuestos caballeros, a los literatos y políticos, extendíase también cordial y afectuosa al hombre de la calle, al rudo campesino, al «orejón» de la Sabana, al estudiante pobre, a las vivanderas del ejército. En necesidad de sus negocios y de sus empresas había recorrido casi toda la vasta extensión de nuestro país. Conocía a fondo el carácter y la índole de nuestro pueblo, con sus matices y variaciones regionales. Ello llevó a su inteligencia; permeable como pocas, la convicción de que todos los colombianos somos, liberales y conservadores, el material humano de una sola raza y de que para dividirnos en partidos políticos, hicimos cuenta y separación de ideologías, mas no de cualidades esenciales de carácter, y de que, en consecuencia, no todos los liberales son malos, ni todos los conservadores son buenos.
+Quien desee leer una vívida, animada y fiel narración de la batalla de Enciso, la encontrará en los sabrosos Paliques de Ismael Enrique Arciniegas, que asistió a la acción como coronel pagador del ejército de Reyes. En ella se describe el momento en que Reyes, dirigiéndose a Pedro J. Berrío, a apenas coronel, le grita: «General Berrío, tómese usted la plaza, o rompa su espada». Genial manera de enardecer y excitar el valor, el heroísmo de un joven pundonoroso a quien rodea la aureola de un apellido ilustre, de una ascendencia patricia. En Enciso comienza la carrera pública del hijo del gran Berrío, con un bautismo de sangre y fuego, que había de cerrarse en la paz y con instintiva repugnancia a la violencia en todos sus modos y formas.
+La capitulación de Capitanejo fue el resultado de una campaña, menos veloz que la de Reyes, pero también estratégica, tinosa y hábil. Lleva el sello de Juan N. Matéus y de Próspero Pinzón, ambos a dos reposados, calculadores, fríos y aparentemente tranquilos. Opacar los merecimientos de Matéus para iluminar los de Pinzón, o viceversa, demostraría que aún subsisten dentro del Partido Conservador los gérmenes de la discordia que había de llevarlo lustros más tarde, por pasos contados, a un vencimiento que el futuro investigador no podrá explicar muy fácilmente.
+Pero si Reyes, Casabianca, Matéus y Pinzón merecieron bien de su partido y del Gobierno, si salieron vencedores en las batallas, no debióse exclusivamente a sus personales iniciativas. Parte principalísima tuvo en el buen éxito de las operaciones militares el presidente Caro, comandante en jefe del Ejército, al tenor de la Constitución. Y lo fue el señor Caro en la guerra de 1895, real y efectivamente lo que los talentos sirven para todas las actividades y el profundo conocimiento de las humanidades la clave de todas las ciencias y las artes. Caro supo imprimir a las operaciones militares unidad y cohesión, escoger los jefes que debían conducirlas, hacer indicaciones oportunísimas y acertadas, no acumular, como se hizo posteriormente en la guerra de los Mil Días, en una declinada zona jefes de igual graduación, con iguales atribuciones que se disputaran el comando supremo, entregándose al peligroso fuego de rivalidades y celos. Dos años después, en 1897, el señor Caro me refería que en aquella emergencia permaneció en vigilia muchas noches, pendiente de las noticias que transcribía el telégrafo, siguiendo en el mapa los movimientos de las tropas en campaña y que no pocas veces llamó en altas horas, en carácter de urgencia, para solicitar sus opiniones al comandante en jefe del Ejército permanente y designado para ejercer el Poder Ejecutivo, general Guillermo Quintero Calderón, quien se encerraba en un extraño mutismo. Los años, la vejez, van apagando en el espíritu del guerrero, entusiasmos y ardores. El general Quintero Calderón no era el mismo jefe arrojado y temerario de las pasadas contiendas civiles. En 1885, él decía, refiriéndose a Antonio B. Cuervo: «Cuervo es el jefe de las convenciones y tratados; yo reduzco al adversario con las balas». Diez años después, sólo mostraba rostro alegre y risueño con las noticias de capitulaciones y convenios.
+LAS CUALIDADES DEL SEÑOR CARO PARA OBTENER LA PRONTA PACIFICACIÓN DEL PAÍS — LA SALVAGUARDIA DE LAS LIBERTADES PÚBLICAS — DIFERENCIAS DE CRITERIO Y DE MÉTODO ENTRE HISTÓRICOS Y NACIONALISTAS — UNA DEFINICIÓN DEL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA — HOMBRES NUEVOS QUE ENTRARON A LA VIDA PÚBLICA AL TERMINARSE LA REVOLUCIÓN — SURGEN FIGURAS DE REYES Y DE URIBE URIBE — DON JORGE HOLGUÍN, DE CLÉRIGO SUELTO EN EL EJÉRCITO DE LOS GENERALES PINZÓN Y MATÉUS — UNA INTERVENCIÓN SUYA EVITA UN ROMPIMIENTO ENTRE LOS VENCEDORES DE ENCISO Y CAPITANEJO — MI VIAJE A PANAMÁ CON EL GENERAL BERRÍO — UN CURIOSO INCIDENTE.
+AL PROPIO TIEMPO EL SEÑOR Caro buscaba no sólo la pronta pacificación del país, por una acertada y enérgica dirección de las operaciones militares: la buscaba también al no permitir que la guerra civil fuera encrudeciéndose, si hubiera de prolongarse. Esto parecería paradójico tratándose de un estadista que se mostró tan celoso e inflexible al prevenir los delitos contra el orden público y tan severo en los castigos a quienes, a juicio suyo, intentaran perturbarlo. Paradójico, ciertamente en el estadista que había sido adversario irreductible de la reforma de las instituciones fundamentales reclamada con clamorosa insistencia por el liberalismo. La conducta del señor Caro en la represión de la guerra civil, conducta civilizada y cristiana, habíala de contrastar más tarde, con la de quienes habiendo aceptado y proclamado también la reforma de las instituciones, se exhibieron implacables y hasta crueles en la represión de la guerra civil posterior. Cuidó el señor Caro, en 1895, de que bajo el imperio de la Constitución de 1886 «ninguno de los poderes públicos, ni por motivo alguno, pudiera hacer privar de la vida a nadie por delitos políticos»; de que el artículo 121 de esa Constitución no se entendiera y practicara en el sentido de suprimir, sino de restringir aquellas libertades, que el estatuto consagraba como fundamentales y permanentes y emanación de los derechos naturales del hombre. Fue por eso por lo que la guerra de 1895, pasó a la manera de tempestad de verano, sin dejar huellas de bárbaro exterminio, ni en el corazón de los colombianos odios incancelables y profundos. Ninguno de los jefes revolucionarios fue extrañado del territorio nacional, ni de sus bienes y haciendas se hizo botín de guerra. Terminada la contienda, todos volvieron a sus ocupaciones habituales y restablecido el orden público a nadie se le ocurrió siquiera discutir que se entraba nuevamente bajo el absoluto imperio del orden legal existente entonces.
+Muéstrense así, a mi juicio, y de un modo inequívoco, las diferencias de criterio y de métodos que existieron entre las dos agrupaciones en que se dividió el Partido Conservador después de 1891. La agrupación denominada «histórica o republicana», haciendo naturalmente excepción de hombres de principios rectos y sinceros como don Carlos Martínez Silva, que aparecieron en la oposición como feroces guardianes de las libertades públicas y de las garantías civiles, no procedían en el Gobierno ajustándose estrictamente en conformidad con sus notorios y públicos antecedentes. Adivinando tal vez, sería por lo que dijo en alguna ocasión Martínez Silva que «un histórico era un nacionalista sin empleo, y un nacionalista, un histórico con empleo». En cambio, la agrupación nacionalista, que no tenía el programa de la reforma, que no hacía ostentación de republicanismo criollo, en la oposición y en el Gobierno demostraba ser más dúctil, más inspirada, más abierto a la transacción y al compromiso, con el adversario, y en verdad más inspirado en la máxima: «Combatir los errores y amar a las hombres». Pero advierto que me adelanto a hacer comentarios y apreciaciones que tendrán oportuno lugar en parte subsiguiente en estas notas de mi vida.
+Artífice principalísimo de las instituciones de 1886, autor y redactor del artículo 121 de la Constitución, cuya letra es la siguiente: «Artículo 121. En los casos de guerra o de conmoción interpondrá el presidente, previa audiencia del Consejo de Estado y con la firma de todos los ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella. Mediante tal declaración quedará el presidente investido de las facultades que le confieren las leyes y en su defecto, de las que le da el derecho de gentes, para defender los derechos de la nación o reprimir el alzamiento. Las medidas extraordinarias o decretos de carácter provisional legislativo, que dentro de dichos límites dicte el presidente, serán obligatorios siempre que lleven la firma de todos los ministros». Desde los primeros decretos legislativos por los cuales se declaró turbado el orden público y en estado de sitio a algunos departamentos y luego a toda la República, hasta los que los derogaran expresamente, el encargado del Poder Ejecutivo sentó sabia doctrina sobre la interpretación del espíritu y la letra de la disposición constitucional copiada. Taxativamente quedaron enumerados los delitos comunes que durante la perturbación del orden público debían y podían ser juzgados por la Ley Marcial; delimitada la jurisdicción y competencia respectivas, de autoridades civiles y militares; y cuándo y cómo podían ejercerse conjuntamente; establecidas claramente las disposiciones que regirían en materia penal y de organización y procedimiento judicial, etcétera. En suma, aquel conjunto de decretos establecía un orden legal dentro del estado de anormalidad.
+Las revoluciones, las contiendas armadas traen para los pueblos, entre sus muchos males, algunos bienes. De estos el más apreciable es el de que irrumpan súbitamente en el escenario de la política y de la guerra, hombres desconocidos o imperfectamente conocidos, que por sus dotes de inteligencia, de carácter, por sus talentos militares, o sus capacidades para organizar, constituyan una promesa para la República y sus partidos políticos. En la guerra de 1895, Reyes se convierte en realidad; se revela como un hombre maduro no sólo para el supremo mando militar, sino para el Gobierno civil. Matéus queda consagrado nuevamente como un hábil y paciente estratega. Próspero Pinzón, brillante promesa, ha sido el insuperable colaborador de Matéus, acaso el inspirador de los movimientos estratégicos que más decidieron de la victoria final. Estos los que sobresalieron dentro del partido de Gobierno o Conservador. Dentro del liberalismo surgió y se impuso desde el primer momento la figura de Rafael Uribe Uribe, aun cuando fue muy fugaz su activa intervención en la lucha. Combate con arrojo y denuedo en la tribuna, salva las fuerzas que estaban bajo su inmediata dirección con una retirada en la que él se retira de último; su indomable energía se resiste a capitular en Capitanejo; todavía tiene fe y esperanza en el triunfo final. ¿Cómo logró escapar de la persecución del adversario?, es algo que revela en Uribe Uribe una pasmosa resistencia física, maravillosa astucia, profundo conocimiento de la topografía, de las veredas, de los caminos, de la zona que recorrió desde el Alto Magdalena hasta el punto del bajo río en donde se embarcó sobre una canoa con rumbo a un puerto del departamento de Santander. La frágil embarcación es sorprendida y detenida por un buque de la flotilla de guerra que comanda el general Arturo Salas. Se aprehende al fugitivo sin saber a ciencia cierta quién es él. Alguien que lo conoce le dice al general Salas: «Hemos cogido un pez gordo: este es Uribe Uribe». Uribe Uribe es llevado prisionero a Cartagena y se le encierra en la cárcel de San Diego. Allí permanece cautivo más de tres meses. Trabajador infatigable, estudioso cual ningún otro, en el cautiverio se dedica a investigaciones gramaticales de nuestra lengua y del dialecto costeño. Desde 1895 quedaba señalado Rafael Uribe Uribe como el gran conductor de las huestes revolucionarias en la guerra de los Mil Días.
+En el siglo XIX —que sí fue un estúpido siglo para Colombia— no hubo hombre civil, así del Partido Conservador como del Partido Liberal, que no hubiera asistido, cuando menos, a una acción de armas, y participado, en calidad de «clérigo suelto», en campañas militares. Clérigos sueltos se llamaba a aquellos individuos que, dentro de los ejércitos en operaciones, no estaban dados de alta en algún batallón, estado mayor o cuartel general; que no ganaban sueldo ni ejercían funciones determinadas. Tales «clérigos» eran sin embargo de grande utilidad. En lo general fueron conocedores de las regionales; en donde se operaba, amigos personales de los comandantes en jefe y discretamente les asesoraban. Exponían sus vidas, sin vanidad ni ostentación y sometíanse a todas las fatigas y penalidades de las campañas. Eran patriotas excelsos y desinteresados. Presumo que en 1895 don Jorge Holguín hizo parte del ejército legitimista del norte, por lo menos en los primeros días de la campaña, como clérigo suelto. Amigo de los generales Matéus y Pinzón, don Jorge debió considerar que era su deber acompañarlos a defender las instituciones que él había defendido también en la prensa, en el parlamento y en los ministerios de Estado. Se creyó obligado, acaso, a demostrarle al Partido Conservador que, si de él había recibido honores y distinciones, estaba en capacidad de continuar mereciéndolos por el sacrificio de sus comodidades, de su tranquilidad y de hasta su vida, si el caso llegaba. Raza de valientes la de don Jorge Holguín, que no esquivaba el peligro, el esquivarlo iba en mengua del decoro y el honor personal. Ya en 1876 el Príncipe Jorge —este simpático remoquete le dio luego Uribe Uribe— experimentó la tentación de asistir a encuentros armados, pero tuvo que conformarse con el papel que le asignaron los jefes de la revolución conservadora: el de informar con puntualidad a los insurgentes de cuanto ocurría en la capital de la Unión y de los movimientos de las fuerzas del Gobierno federal. Lo hacía bajo el seudónimo Luis León y les costó mucho trabajo y activas diligencias a los agentes del presidente Parra dar con el nombre real que tras ese seudónimo se ocultaba. Probablemente todavía de clérigo suelto asistió don Jorge a batalla de Cruz Colorada y durante ella se comportó con valor tan sereno que el general Matéus le dio el grado de general. Y como todos los mortales tenemos nuestras debilidades, desde entonces la de don Jorge fue la de su grado militar, y el vehemente anhelo de refrendarlo en nuevas aventuras bélicas. He encontrado en la colección de El Correo Nacional (primer semestre de 1895— los despachos telegráficos de Holguín dirigidos a su mujer, la clarísima doña Cecilia Arboleda de Holguín, informándole del curso de la campaña del norte, de la batalla de Cruz Colorada y de la rendición de los revolucionarios en Capitanejo. Son documentos humanos que por su misma sencillez dan la clave del carácter y la índole de quien los redactó: del hombre de hogar y del buen cristiano, a quien acompaña en sus andanzas el recuerdo de la mujer y de los hijos y de la fe en el Dios de sus mayores. Pero el Príncipe Jorge iba a prestarle un muy señalado servicio a la causa de la legitimidad de aquella emergencia y vale la pena referir en qué consistió este.
+Fueron casi simultáneas la batalla de Enciso y la rendición de Capitanejo. Muy próximos quedaron situados los ejércitos de Reyes y de Matéus y los dos jefes convinieron en una entrevista que se realizó en lugar equidistante de sus campamentos respectivos. El general Matéus se hizo acompañar de los generales Pinzón, Holguín y Carlos Urdaneta. No he logrado saber a ciencia cierta de quiénes se hizo acompañar Reyes. La entrevista resultó tormentosa. Durante ella el vencedor de Enciso manifestó con énfasis una pretensión, a mi juicio injustificada: que se le entregaran los prisioneros de Capitanejo. Esto ocurría entre Reyes, Matéus y Pinzón exactamente. El segundo, Matéus, era hombre muy prudente, reflexivo y de pocas palabras, salió de la casa en donde se celebraba la entrevista y acercóse a Holguín, que paseaba en la pieza, y le dijo: «Entre usted, Jorge, y entiéndase con Reyes, que pretende se le entreguen los prisioneros de Capitanejo, a lo cual no accederemos ni Pinzón ni yo. Pero no quiero tener un desagrado personal con Reyes, que está muy impertinente. Creo que usted, muy amigo de Reyes, puede disuadirlo de su pretensión. Hágame el favor de ayudar a Pinzón». Don Jorge llegó en la escena más dramática de la entrevistas. Sólo Dios sabe lo que había ocurrido entre Reyes y Pinzón, porque este le decía a aquel en alta voz: «Yo no tolero que usted ni nadie me grite; sepa que la resolución del general Matéus y mía es irrevocable: no le entregamos los prisioneros». La discusión continuaba tan agria y encendida que don Jorge resolvió acudir a sus preciosos recursos diplomáticos. Corrió a la plaza del pueblo y acercándose al general Carlos Urdaneta le dijo: «¿Usted no tiene una botella de cualquier licor?». «En mi maleta tengo una botella de champagne…». «Tráigamela aprisa; la necesito para aplacar a Reyes y Pinzón, que se van a romper el bautismo». Don Jorge se entró con la botella. Y con su labia inimitable y el rubio licor, logró hacer la paz entre los enardecidos disputadores. Reyes desistió de la insólita petición y regresó a su campamento muy satisfecho con la inteligente intervención de don Jorge. El episodio que refiero lo tengo recibido de tiempo atrás de un testigo ático, que dijera el señor Suárez.
+Para completar el panorama esquemático de la guerra de 1895 traigo, conforme habíalo prometido, el mensaje del presidente Caro al doctor Rufino Gutiérrez:
+Bogotá, febrero 26
+«Señor Rufino Gutiérrez
+«San Martín.
+«La capitulación debe ser tan sencilla como el acto que se consuma, sin fórmulas solemnes que no son del caso. Deben exceptuarse sólo delitos comunes, como es de rigor, y lo previno el ministro. «Como usted habla de reconocimiento de beligerancia, debo prevenirle que es error bastante general creer que la aceptación-capitulación Beltrán implica ese reconocimiento: no hay allí tal cláusula, ni habría sido aprobada. Capitular es rendirse sin condiciones, y estas se hacen por espíritu de clemencia, por evitar mal mayor, como puede considerarse el de sacrificios que impone el vencer una resistencia desesperada, o por cualquier otro molde infinitamente menos culpables que los autores secretos de la conspiración, en un acto libre del Gobierno, ejercido en uso de facultades extraordinarias, o sea, del llamado absolutismo que los conspiradores soñaban derrocar.
+M. A. CARO».
+Llegó el general Pedro J. Berrío a Barranquilla, posesionado previamente en Bogotá ante el ministro de Gobierno del empleo de inspector general de la navegación fluvial del río Magdalena y sus afluentes. Se le preparó oficina y habitación particular, en una casa de propiedad del Gobierno nacional, situada en la calle de San Juan, entre las carreras antiguamente denominadas Cuartel y Líbano. Todos los conservadores hicieron al general Berrío una cordial y entusiasta recepción. Comenzó inmediatamente a desempeñar sus funciones, mostrando lo que era y continúa siendo: un hombre justo, magnánimo, de espíritu generoso, especialmente con los vencidos y los débiles. Suave en los modos pero enérgico en el fondo, y al pronto tiempo de ruda y sincera franqueza. No estaba envanecido con su hazaña de Enciso. Bastaba cambiar con él unas breves frases para comprender que era un conservador «republicano histórico», sin la rabia y la intransigencia que distinguió a los del grupo deseoso de que se modificaran las prácticas y sistemas de la Regeneración. Pero un conservador resuelto a volver a los campamentos en defensa de lo esencial, de lo fundamental, en las instituciones conservadoras. Hago cuenta de que Berrío andaba en 1895 muy cerca de los treinta años. Si me equivoco y echo por pocas, perdónelo el hoy solitario de Santa Rosa. Fornido, alto, de fisonomía muy simpática, a pesar de su fealdad. Conversación agradabilísima, salpicada de gracejos y chistes de su montaña. Ordenado en sus gastos particulares y al mismo tiempo muy obsequioso. Atención que recibía, atención correspondida. Se entendió muy bien con mi padre. Cuando creía necesario, le solicitaba informes sobre los capitanes, pilotos e ingenieros que pedían el permiso para viajar. A ninguno se lo negó. Muchos volvieron a sus habituales ocupaciones gracias a la tolerancia y humanidad de Berrío. Dejó excelente impresión entre el liberalismo de Barranquilla y amable recuerdo.
+Por recomendación de mi padre yo me dediqué a atender al general Berrío y procurar hacerle grata su estada en Barranquilla. Y creo que le caí en gracia y que logré hacérmele simpático, sin melosidades ni empalagos. Me parece verlo ahora al dictar estos apuntes, en la casa de la calle de San Juan, acostado en la hamaca, bromeando conmigo, riéndose, con esa risa fresca y sana de los hombres fuertes y buenos. Tan amable debió parecerle mi compañía al general Berrío que cuando resolvió hacer un corto viaje a Panamá me invitó con insistencia para que lo acompañara. E hicimos el viaje y me lo costeó íntegramente, sin permitir que en su presencia gastara yo un solo centavo. Nos alojamos en el mejor hotel de la ciudad, el Hotel Central. Fuimos donde había que ir, visitamos lo que había por visitar y conversamos con los conservadores más prominentes del Istmo. Nos embarcamos en Puerto Colombia un 16 en el vapor francés Canadá, y regresamos el 23 del mismo mes, no recuerdo con precisión de cuál mes. Yo no conocía a Panamá y si bien ya desde muy joven era observador y me esforzaba por darme cuenta, declaro ingenuamente que no logré en cinco días penetrar en el carácter y las aspiraciones de los panameños. Por ello y por otras subsiguientes experiencias recibo a beneficio de inventario los libros que escriben viajeros sobre comarcas y patria que visitan fugazmente. Yo no alcancé a darme cuenta de lo que era Panamá y de lo que eran los panameños sino mucho después y en no cortas estadas allá durante la guerra de los Mil Días. A su hora expresaré mis opiniones sobre aquella sección de la República de Colombia que debía constituirse, al poco andar, en República independiente.
+Si pudiera sintetizar el concepto que sobre Berrío me formé en aquella lejana época y que se le ha venido reafirmando después, yo lo calificaría así: Berrío es el hombre del buen sentido. Es verdad de Perogrullo que el buen sentido es el menos común de los sentidos.
+En la travesía a bordo del Canadá, de Puerto Colombia a Colón, me ocurrió un incidente muy curioso que todavía me hace meditar y de cuando en cuando es tema de mis cavilaciones. En el Canadá viajaba también, procedente de Europa, una familia judía avecindada la República de El Salvador, de un apellido que hacía la sazón ruido y escándalo en el mundo, Dreyfus. Los miembros de ella, que viajaban en el paquebot eran dos hermanos y una hermana. Sus nombres propios no tuve la curiosidad de averiguarlos. Me ocurrió que poco después de haber soltado amarras del muelle de Puerto Colombia el Canadá, me paseaba por el puente solo, pues el general Berrío estaba en el camarote un poco mareado ya, cuando una linda muchacha se levantó de su silla y corrió hacia mí con los brazos abiertos, preguntándome en francés: «¿De dónde vienes? ¿Cómo has dejado a tío Salomón?». Confundido le contesté también en francés: «Señorita, usted se ha equivocado, yo no soy la persona a quien ha creído usted reconocer». Ya más cerca de mí, y cuando iba a abrazarme, lástima que no lo hubiera hecho, me dijo muy apenada, y en tono casi quejumbroso: «Perdone usted, señor; lo he confundido con mi primo Daniel. Pero usted es judío, ¿no es cierto?». Le contesté que no era judío, pero me quedó zumbando que pudiera serlo alguno de mis lejanos antecesores, por la línea paterna o la materna. Naturalmente sí tuve la curiosidad de indagar con monsieur le comisaire quién era aquella familia y me informó brevemente que eran judíos franceses residentes en El Salvador, muy ricos y cultivadores de café y sin parentesco con el infortunado capitán Alfred Dreyfus. El contador del Canadá no parecía muy convencido de la culpabilidad de su compatriota. «Puede ser que él sea inocente», comentó cuando le hablé del célebre caso, que yo conocía en todos sus detalles por ser asiduo lector de la prensa parisiense. Indudablemente mi nariz y mis orejas me presentaron como a un judío a los ojos de la linda y fresca muchacha que acaso buscaba compensación a la hostilidad ambiente en un allegado y correligionario. De buena gana la hubiera seguido hasta El Salvador, a pesar de que al saber que no era judío no volvió a dirigirme la palabra. ¿Hubo un Palacios o un Martínez, en remotos tiempos, allá en España, de la tribu de Israel, que se convirtiera al catolicismo? Vaya yo a saberlo, que no tengo la pasión de las genealogías y cosa que además no me importa, pues no soy decididamente antisemita y la experiencia me ha enseñado que hay judíos muy buenos, como hay, por desgracia, cristianos muy malos, de nombre sólo, y en cuyos corazones jamás prendieron la misericordia, la dulce piedad y el amor al prójimo.
+LA DIVISIÓN LIBERAL AL TERMINARSE LA GUERRA — DECLARACIONES DEL DOCTOR MENDOZA PÉREZ — RECRIMINACIONES Y DEFENSAS — LA REPUTACIÓN MILITAR DEL GENERAL MOYA VÁSQUEZ — UN FALLO ODIOSO A LOS INTERESES NACIONALES PROFERIDO EN SUIZA — REVIVE LA CAMPAÑA CONTRA PÉREZ TRIANA — HONORABILIDAD Y CORRECCIÓN DE ESTE — TEMORES DEL GOBIERNO CONSERVADOR, POR EL ASCENSO DEL GENERAL ELOY ALFARO A LA PRESIDENCIA DEL ECUADOR — MEDIDAS DEL SEÑOR CARO — EL GENERAL CASABIANCA LLEGA A BARRANQUILLA.
+LA GUERRA ESTÁ CONCLUIDA Y aun antes de que se restablezca legalmente el orden público, el Gobierno abre «las válvulas de la prensa», naturalmente dentro de las limitaciones que establecía el estatuto vigente, que era el draconiano decreto dictado en 1888, reformado por el presidente Holguín en el sentido de conceder amplia, absoluta libertad para examinar los contratos y negociaciones, de orden fiscal, que ejecutara la administración pública. Ya en el mes de junio se publicaban en la capital, sin previa censura, los diarios El Correo Nacional y El Telegrama, conservadores, y Los Hechos y El Sol, liberales. El Correo Nacional había reaparecido desde el 23 de enero bajo la dirección de Rufino Cuervo Márquez, quien adquirió la propiedad de la empresa por escritura pública otorgada ante el notario segundo del círculo de Bogotá. Mediado el año comenzaba, pues, de nuevo a agitarse la política. El liberalismo continuaba sin dirección oficial conocida y acatada. En realidad, una parte de él fue a la guerra sin el consentimiento, ni expreso, ni tácito, de la otra, acaso la más numerosa y respetable. Así lo declaró ante una comisión investigadora, creada por el gobierno del señor Caro, para determinar quiénes eran los responsables y autores de la rebelión y si tenían ellos pacto o compromisos con la fracción conservadora velista. El doctor Diego Mendoza Pérez, a quien se acusaba de haber entrado en tratos y compromisos con el doctor Jorge Roa, considerado entonces como uno de los jefes más activos e inquietos del velismo. La comisión investigadora la presidía el señor don Máximo Nieto Mendoza Pérez, quien declaró, con la honradez y la franqueza que esmaltaron su carácter, entre otras cosas, que nunca tuvo conocimiento del movimiento revolucionario que había estallado el 23 de enero, como no lo tuvieron tampoco casi todos los liberales prominentes de Bogotá, que ciertamente, él había conferenciado incidentalmente con el doctor Jorge Roa sobre la conveniencia de hacer una campaña, pacífica, netamente civilista, en el sentido de procurar el restablecimiento de las prácticas republicanas en el Gobierno del país y de reformas a las instituciones, campaña que podrían adelantar, en acuerdo mutuo, el liberalismo y el velismo. Que el doctor Roa se mostró entusiasmado y dispuesto a colaborar en el plan y aun había ofrecido enviar un comisionado a Antioquia para obtener la autorización del general Marceliano Vélez, y añadió Mendoza Pérez que días más tarde de su conferencia o conversación con Roa este le comunicó que ya se había enviado el comisionado a Antioquia. La declaración de Jorge Roa confirmó la de Mendoza Pérez, y preguntado por su nombre del comisionado que fue a entenderse con el general Marceliano Vélez, se negó repetidamente a darlo, con entereza que le honra. Ignoro en qué pararía el expediente o sumario levantado por aquella comisión investigadora, pero es lo cierto que nadie fue detenido como consecuencia de sus trabajos.
+En la zona del liberalismo revolucionario comenzaron, como sucede siempre en casos tales, los cargos e inculpaciones por el fracaso del prematuro y descabellado movimiento. El general José María Pérez, que comandó el ejército vencido en Enciso, tuvo que publicar un folleto en su defensa, del que copio las siguientes líneas: «Se me acusa de no haber tomado parte en el combate de Enciso, de haber dejado abandonada en él la fuerza de mi mando prematuramente; de haber buscado inteligencia con el enemigo, o de haber tratado de buscarla y de haberme alzado con algunos fondos de la revolución; es decir, que se me acusa de cobarde, de traidor y de ladrón». Para desvanecer tan monstruosas acusaciones, el general Ruiz inserta en el folleto el diario de su campaña en Santander, que aparece, a mi juicio, a través del tiempo y la distancia, concluyente justificación de la conducta observada por el jefe revolucionario, quien sufrió tremenda derrota en Enciso, más que por la audacia del general Rafael Reyes, por su ímpetu avasallador y por la pericia y más adecuada organización de los jefes, oficiales y tropa que tuvo él (Reyes) bajo su mando.
+A su turno, un jefe conservador derrotado, el general Jorge Moya Vásquez, creyó necesario exponer públicamente las causas de su vencimiento en Sote o Quirbanquirá y publicó un informe que rindiera al jefe del Poder Ejecutivo nacional, sobre sus actuaciones como jefe civil y militar del departamento de Boyacá. Por lo general, todo jefe militar derrotado le echa la culpa del desastre, no a sus errores o equivocaciones, ni a superioridad de los fuerzas enemigas, ni siquiera a los caprichos de la diosa Fortuna, sino a sus colaboradores, a que no se le prestó un concurso solicitado a otros jefes situados a distancia del lugar en donde se libró la acción perdida. El general Moya Vázquez formuló cargos o inculpaciones a los generales Matéus y Pinzón, que los desvanecieron victoriosamente, el primero con el testimonio del general Jorge Holguín, y el segundo en una larga y documentada exposición, en tono enérgico, que publicó El Correo Nacional. Lo evidente es que la reputación militar de Moya Vásquez quedó muy ajada. Al terminar la guerra fue a consolarse de sus desventuras en el consulado general de Hamburgo. No le pudo replicar al general Pinzón, cuya defensa acogió y aplaudió aquel diario. La opinión pública tenía de interesarse más que en los episodios de la guerra concluida, en algo más grave y de mayor importancia para el porvenir del país. La imprudente y poco meditada caducidad del contrato celebrado tres años antes por el departamento de Antioquia para la construcción de su ferrocarril con la firma inglesa Punchard, McTaggart, Lowther & Co., dio base para que estos reclamaran diplomáticamente indemnización por daños y perjuicios, que fijaban ni un chelín menos en la enorme suma de 620.000 libras, o sea, más de ocho millones de la moneda nacional al cambio de la época. Por defecto de carácter legislativo la nación reemplazó al departamento de Antioquia en todas las obligaciones y derechos que pudieran resultar de la reclamación intentada. La firma inglesa convino al principio en someterse al fallo de un tribunal de arbitramento que se constituiría en Bogotá, y nombró de hecho de su parte su ministro del Imperio alemán en Colombia, señor Lührsen. Tal designación fue recibida muy mal por toda la prensa capitalina, y produjo general indignación, pues se decía que el diplomático alemán estaba ligado hasta por vínculos de familia con funcionarios de la legación británica. El Gobierno designó, de su parte, como abogado para defenderlo ante el tribunal de arbitramento, al señor doctor Pedro Bravo, exministro de Hacienda, y de apoderado especial al señor doctor don Femando Vélez, eminente jurisconsulto antioqueño.
+Sucesivos incidentes, de que me ocuparé a su tiempo, trasladaron la solución del litigio a Suiza, y huelga decir que la sentencia definitiva fue desfavorable para Colombia. Este episodio, y otros semejantes llevaron al espíritu de compatriotas previsores y versados en la ciencia del derecho la convicción de que tratándose de reclamaciones de firmas extranjeras era más conveniente y económico para los intereses nacionales procurar, desde el primer momento, hacer transacciones amigables y equitativas que confiar la decisión de los asuntos litigiosos a pretorios extraños. Este fue el criterio que guio al doctor Concha cuando en el Senado de 1913 votó las autorizaciones que se concedieron al Gobierno que presidía el doctor Carlos E. Restrepo para arreglar las reclamaciones pendientes de la J. D. Company y de la compañía del ferrocarril de Puerto Wilches, reclamaciones que se arreglaron satisfactoriamente y cuyo monto hubiera resultado aún mayor si para fijarlo se confiara el veredicto «a pretorios extraños».
+La reclamación de Punchard, McTaggart, Lowther & Co. revivió dentro de la prensa conservadora la campaña contra Pérez Triana, a quien se hacía responsable de lo que estaba ocurriendo. La cosa era injusta porque tengo sabido que el propio Pérez Triana consideraba excesiva la indemnización y que al ser pagada la suma en la que finalmente fue condenada Colombia, él no recibió ni siquiera un penique de la firma inglesa.
+Existían también hacia mitad de 1895 otros motivos de inquietud y ellos relacionados con una nueva y posible perturbación del orden público. El general Eloy Alfaro había conquistado el poder en la vecina República del Ecuador y se decía que estaba resuelto a ayudar al liberalismo colombiano con todo género de recursos en sus empresas revolucionarias y aun se llegó a suponer que con ese objetivo intentaría una invasión armada a nuestro territorio: esto último era, y resultó, realmente exagerado. El general Alfaro tenía, ante todo, que afianzar su predominio en el Ecuador, y no estaba en su ánimo ocuparse de extenderlo a casa ajena. Sin embargo, el gobierno del señor Caro tomó las medidas necesarias e indicadas por la más elemental previsión para evitar el anunciado evento. Medidas, las unas, de defensa militar, y las otras, diplomáticas. Por renuncia aceptada al ministro de Gobierno, doctor Ospina Camacho, fue nombrado para reemplazarlo al general Rafael Reyes, en los comienzos del mes de septiembre, y después de posesionarse el vencedor de Enciso del alto empleo, marchó al departamento del Cauca, investido de facultades presidenciales. Se reorganizaron las fuerzas militares de los departamentos de Bolívar, Magdalena y Panamá, bajo la denominación de ejército del Atlántico, nombrándose comandante en jefe de este al señor general Manuel Casabianca, y jefe de Estado Mayor general, al general Francisco J. Palacio. Las medidas diplomáticas fueron muy acertadas y penosas. Reconocer inmediatamente el Gobierno organizado en el Ecuador por el general Alfaro y nombrar enviado extraordinario y ministro plenipotenciario al señor general Ramón Santodomingo Vila, compatriota de filiación liberal, quien dos años antes había figurado como jefe de una conspiración en Barranquilla. Porque si aquí se decía que Alfaro iba a invadir a Colombia, en el Ecuador también se creyó que el Gobierno conservador de Colombia estaba resuelto a impedir por la fuerza que Alfaro se consolidara en el poder. Y había que darle al caudillo victorioso la impresión de que tal versión carecía de fundamento, no enviándole de representante diplomático a quien pudiera parecerle sospechoso por su ideología. Así como el señor Caro era muy celoso e intransigente en lo que concernía a la intervención de los Gobiernos de las repúblicas limítrofes en la política interna de Colombia, él procuró siempre demostrar que a su turno tampoco intervenía ni permitía intervenir a sus agentes, en la de los vecinos. Así fueron desapareciendo nuestros recelos de inquietud y poco después el general Alfaro envió también un representante diplomático a Bogotá.
+Llegó el general Casabianca a Barranquilla y pocos días después siguió a Panamá, en donde permaneció hasta cuando cesaron las causas de alarma y se desvaneció la expectativa de una invasión ecuatoriana. La íntima, estrecha y cordial colaboración que existió entre el comandante en jefe del Atlántico y su jefe de Estado Mayor, general Palacio, la amistad que los unió desde entonces, le permitió conocer y tratar a aquel y no superficialmente. En 1895, Casabianca andaba en los 55 años de su edad, en pleno vigor físico e intelectual, con los mismos arrestos, empuje y energía que lo señalaron en Garrapata como a uno de los jefes militares más heroicos y capaces del Partido Conservador. De mediana estatura, tez morena, bronceada por el sol de los campamentos y de nuestras tierras de labor, rostro muy agradable y simpático, adornado con barba que empezaba apenas a encanecer, ojos negros, relampagueantes o inquisitivas, andar rápido y seguro, varoniles maneras, conversación parca, amena y fácil, todo en Casabianca predisponía a considerarlo hombre leal en sus relaciones políticas y personales. Dotado de una inteligencia muy viva y sagaz, en muy pocas días se dio cuenta de lo que convenía hacer para poner en pie de guerra las guarniciones de Barranquilla, Cartagena, Santa Marta y Riohacha, y las unidades con que contaba el Gobierno en el río Magdalena y en el mar. Obró de perfecto acuerdo con mi padre, quien le suministraba los informes necesarios: era un gran trabajador, era un trabajador infatigable. Tomaba muy temprano el desayuno en mi casa y almorzaba y comía en las oficinas de la comandancia en jefe. Las primeras horas de la noche, y mientras el general Palacio jugaba su habitual partida de golfo en el club Barranquilla —no se conocía aún el póker—, se paseaba conmigo en el camellón y gozaba de su chispeante conversación. Ensayé con Casabianca mis aptitudes para el reportaje político y las investigaciones históricas. Me hizo el relato de su campaña de 1876, de la batalla de Garrapata, de la de Cogotes en 1885 y del combate de Chicoral. Era en 1885 un nacionalista ciento por ciento, un admirador entusiasta del señor Caro y partidario desde entonces de la reelección de este. También se mostraba muy amigo del general Reyes y sin el menor puntillo de emulación y rivalidad. Yo me suponía a Casabianca un militar rudo, tosco y sin mayor instrucción; me sorprendí gratamente al encotrar en él a un hombre de bastante cultura, muy leído, que dictaba sus cartas oficiales y particulares cuidándose mucho del estilo y de incurrir en errores gramaticales ¡y asómbrese el lector!, hasta con fácil vena poética. Una noche me preguntó si yo hacía versos como mi hermano Ernesto, quien había sido su ayudante en la reciente campaña del Tolima, y al contestarle que no, me dijo: «Pues yo sí hice versos en mi juventud y podría hacerlos todavía si quisiera». Me recitó una composición muy linda que recuerdo tenía un cierto ritornello: «Que se irá, que se va, que se fue». Su experiencia durante el largo periodo que ejerció la Gobernación del Tolima, le había dado el conocimiento muy exacto de nuestro régimen político y administrativo y de las leyes más usuales en el ejercicio del Gobierno. No tenía, como se dice vulgarmente, agua en la boca: llamaba pan al pan y vino al vino; afectuoso, tolerante y cortés con los subalternos laboriosos, inteligentes y correctos; a quien era perezoso se lo decía en su cara. Imbécil, a quien era imbécil; borracho, en quien alcanzara a oler el tufo, y flojo a quien adivinaba al cobarde. De los unos y de los otros prescindía sin contemplaciones. «Este hombre no nos sirve», le decía a mi padre, «délo de baja hoy mismo en la orden general y pasapórtelo para su destino».
+Residió en Barranquilla en 1895 ejerciendo las funciones de inspector general de las salinas marítimas, el doctor Daniel J. Reyes, antiguo secretario privado de Núñez y de la legación de Colombia en la Gran Bretaña, y de los pocos colaboradores de El Porvenir a quien Núñez le cedía las columnas editoriales. Me lo había presentado este el año anterior, un día en Cartagena, y oí la conversación que entre ambos sostuvieron sobre la política inglesa de actualidad. Pero de ahí no pasaron entonces mis relaciones y tratos con Daniel J. Reyes. Pero en Barranquilla tuve muchas oportunidades de conocerlo y tratarlo a fondo. Llegué a la convicción de que era muy fundada y justa la grande estimación por la inteligencia y el carácter de Reyes. Inteligencia de aquellas sin alardes, sin ostentación, que trabajaba en silencio, pausadamente, pero con insuperable acierto. Bellísimo carácter, escondido bajo una poco simpática adustez: diamantina honradez, fidelísimo en la amistad, de firmes convicciones y de gran valor civil, Daniel J. Reyes tuvo la desgracia o la fortuna de no ser tenido en lo mucho que valía sino por el reducido círculo de amigos para quienes él reservaba sus expansiones y confidencias. No fue, ni pretendió serlo, lo que se llama un hombre popular. El tiempo, no corto, que vivió en Inglaterra, le hizo asimilar tanto la flema, la sobriedad británicas, que hasta el tono y el acento en la conversación, al punto de que él en su fuero interno se creía un inglés. Inocente debilidad que hacía reír al doctor Núñez mucho. Recuerdo que al despedirse de Daniel J. Reyes, que se marchaba a su pueblo natal, San Juan, se permitió darle este consejo: «Diviértase en su pueblo, Daniel; esté contento con sus paisanos y parientes, converse con ellos y sacuda su spleen británico». Vaya hasta la región de lo desconocido, mi sincero homenaje de cariño para el bueno y fiel amigo Daniel J. Reyes.
+Si el Petit Panamá tuvo su epilogo con la colosal reclamación Punchard, el escándalo de las emisiones secretas iba a tenerlo con el proceso o juicio que se ventilaba en la Corte Suprema, de los dos gerentes del Banco Nacional cuando esas emisiones se hicieron. De uno de ellos fue defensor el doctor Julián Restrepo Hernández, a la sazón muy joven todavía, pero ya notable por su profunda versación en la ciencia del Derecho, por su maravillosa habilidad en el manejo de los recursos jurídicos, por una acerada lógica, aprendida en la filosofía del divino doctor. Y a fe de que de todo aquello había menester Restrepo Hernández para asistir a su defendido, porque la vista fiscal del procurador general de la nación, doctor José Vicente Concha, en el asunto de las emisiones secretas, cuya lectura recomiendo a quienes deseen estudiar a fondo y en conciencia este dramático episodio de nuestra vida política en el siglo pasado. El curioso puede encontrarlo en el Diario Oficial, entregas del primero y dos de mayo de 1895, números 9.741 y 9.742. Esta vista y muchas otras del doctor Concha, y de su antecesor en la procuraduría, doctor Carmelo Arango, demuestran que un jurisconsulto probo, recto, independiente de carácter y de probidad intelectual, procede en el ejercicio de las que pueden llamarse sin hipérbole, sus sagradas funciones, con una libertad de criterio y de juicio que no estorba la circunstancia y el recuerdo de que el nombramiento de procurador lo hiciera el jefe del poder u órgano —como se dice ahora— Ejecutivo. Es que como lo conceptuó sabiamente el señor Caro, «malas interpretaciones de la teoría de la independencia de los poderes públicos, propenden a establecer entre ellos separación absoluta, y aun antagonismo». Es que «en rigor el Poder Judicial es deliberación y rama de la potestad civil: se ha constituido en forma de comisiones de especial competencia técnica, encargada de fallar competencias particulares con el mismo espíritu de rectitud que debe animar a toda autoridad legítima».
+EL DECRETO QUE LEVANTÓ EL ESTADO DE SITIO — LA SITUACIÓN DE DON SANTIAGO PÉREZ — UNA CARTA DEL ILUSTRE JEFE LIBERAL A SU AMIGO DON CARLOS RODRÍGUEZ — EL NOMBRAMIENTO DE GOBERNADORES PARA LOS NUEVE DEPARTAMENTOS DEL PAÍS — DESAGRADO EN ANTIOQUIA POR EL NUEVO MANDATARIO SECCIONAL, GENERAL JOSÉ MARÍA DOMÍNGUEZ — LOS VELISTAS Y LA REVOLUCIÓN — LA UNIÓN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS ANTE EL PELIGRO DEL ADVERSARIO TRADICIONAL — LA REVISTA GRIS, DE MAX GRILLO Y SALOMÓN PONCE — LOS PRIMEROS VERSOS DE SILVA.
+CAMINA A SU TÉRMINO EL AÑO 1895. El decreto por el cual se levanta el estado de sitio y se concedió un indulto a los revolucionarios, exceptuó de la primera medida al municipio de Bogotá y a la provincia de Cúcuta. En el indulto no quedaron compredidos los responsables de delitos comunes y los cabecillas de invasiones extranjeras al territorio de Colombia. Su artículo 3.º dice así: «Los individuos que por cualesquiera motivos políticos no comprendidos en la presente excepción, se hallan fuera de la patria, podrán volver a ella mediente declaración y promesa formal de observar conducta pacífica y respetuosa a las autoridades constituidas». Habrá quienes crean que don Santiago Pérez podía regresar a su patria acogiéndose a la preinserta disposición. No comparto esta opinión. Resultaba indecoroso que un expresidente de Colombia extrañado de ella por decreto nominativo y especial se acogiera a una disposición de carácter generalísimo y tuviera necesidad de hacer declaraciones incompatibles con sus antecedentes y su carácter. A más de ello don Santiago Pérez estaba, no sólo profundamente herido por la conducta que con él había observado el Gobierno, sino con la de los copartidarios suyos que subrepticiamente promovieron conspiraciones faltando a los compromisos que contrajera solemnemente ante las autoridades el jefe único del liberalismo, a quien ellos mismos habían elegido poco antes, prometiéndole acatamiento y obediencia. Del amargo resentimiento que tenía don Santiago Pérez con gran porción de sus copartidarios y del concepto desfavorable sobre algunos de estos, tengo una prueba irrefutable, que ha venido a mis manos por la gentileza y benevolencia de mi excelente amigo Carlos Rodríguez Maldonado. Es una carta que don Santiago dirigió a don Carlos Rodríguez, su señor padre, y que dice textualmente así:
+Elberfeld, enero 12 de 1894
+«Señor don Carlos Rodríguez.
+«París.
+«Muy estimado amigo:
+«Ayer vinieron a mis manos sus dos cartas, a saber la del 29 y la del 10 de estos últimos meses; mil gracias. Esta ciudad está tan lejana de nuestra tierra y tan sin relaciones con ella, que jamás tengo cosa qué comunicarles a los compatriotas que residen en cualquiera otro punto del mundo. Lo poco que llego a saber me lo comunica Eduardito. Las cartas de la familia —que son las únicas que dejan que me lleguen— nunca contienen más que aviso del estado de la salud de los míos. Nada puedo, pues, comunicarle.
+«Como acaso se lo dije durante el viaje que hicimos juntos, hecha mi visita a mi familia alemana, no me queda otro camino para ganar el pan que irme a algún punto de Centro América. Por desgracia allá han renovado la guerra; y ahora estoy volviendo los ojos a México. Si los datos que estoy recogiendo favorecen mi idea, uno de estos días me le apareceré allá a pedirle órdenes para Veracruz, por ejemplo.
+«En cuanto a Santiago, como yo conozco a Caro desde chiquito, sé bien que no lo dejará libre sino que procurará enviarlo a donde el clima o el mal trato lo maten o enfermen. No lo espero, pues, aquí, ni creo que pueda volver a verlo. Además de las iras del Gobierno, él tiene en contra antipatías profundas de que yo he disfrutado toda mi vida por parte de gran número de mis conciudadanos —de ambos partidos— y en las cuales el pobre Santiago no es más que inocente heredero.
+«Lo que usted me cuenta relativamente al impertérrito Cucalón no me sorprende. Figúrese a un prójimo de esos ya vencedor y gobernando como tal, en nombre del gran Partido Liberal, un departamento. Eso sería cosa de morirse uno de vergüenza; y sin embargo a mí no me perdonan, ni unos ni otros, el que no haya procurado que el país quedara de hecho, o se pusiera, bajo la dirección de tales gentes.
+«¿Cómo le va a usted en sus negocios? ¿Cómo está su estimable familia? Yo no se lo pregunto sino porque tengo por ustedes verdadero y cordial aprecio. Trasmítale mis respetos a su señora, salúdeme a su simpático hijo, y usted créame siempre afectísimo amigo suyo,
+S. PÉREZ».
+El Cucalón a quien se refiere don Santiago es, como se comprende fácilmente, el general Inocencio Cucalón, que conspiraba a espaldas del jefe supremo del liberalismo en 1893, el mismo que muchos años, fue fiscal de la corte marcial que creó el presidente Reyes para juzgar a Felipe Angulo. Luis Martínez Silva, Jorge Moya Vásquez y Eutimio Sánchez.
+Al regresar el ministro de Gobierno, general Reyes, de su viaje al Cauca, el jefe del Poder Ejecutivo procedió a nombrar, en propiedad, los gobernadores para los nueve departamentos de la República, en el periodo legal que comenzaba el 7 de septiembre de 1895. Los nombramientos recayeron en los siguientes ciudadanos: para Antioquia, general José María Domínguez; para Bolívar, señor Eduardo B. Gerlein; para Boyacá, general Juan N. Valderrama; para el Cauca, general José Antonio Pinto; para Cundinamarca, general Próspero Pinzón; para el Magdalena, doctor Francisco C. Escobar; para Panamá, señor Ricardo Arango; para Santander, doctor Antonio Roldán: para el Tolima, general Manuel Casabianca.
+El nombramiento del general José María Domínguez para gobernador de Antioquia causó un profundo y general desagrado en esta importantísima sección de la República. El general Domínguez no era oriundo de Antioquia, sino caucano. Nadie sabía de él que poseyera excepcionales dotes de administrador público, ni talentos políticos muy brillantes. Lo precedía exclusivamente una fama de militar valeroso. La designación era, indudablemente, un reto al velismo y no parecía provenir de iniciativa del general Reyes, que fue recibido en Medellín después de la batalla de Enciso con significativas muestras de simpatía por aquel numeroso grupo político. Toda esperanza de unión del Partido Conservador en Antioquia quedaba, así, desvanecida. Y lo propio ocurría en Bolívar, con el reemplazo del general Joaquín F. Vélez, que tornaba a su antiguo alto empleo diplomático, de ministro plenipotenciario ante la Santa Sede. El general Vélez les dio en su administración fuerte preponderancia a los conservadores disidentes, produciendo disgusto en la fracción nacionalista, especialmente entre los amigos del exgobernador Román. Pero el nombramiento de Eduardo B. Gerlein era, hasta cierto punto, acertado, considerándolo políticamente, porque ausente desde hacía muchos años del departamento de Bolívar, nadie podía incluirlo en círculo o grupo alguno del partido de Gobierno. Barranquillero de nacimiento, el nombramiento de Gerlein fue a modo de una satisfacción al deseo largamente acariciado por Barranquilla, de ver a uno de sus hijos rigiendo los destinos de Bolívar. Al general Joaquín F. Vélez se le hizo una violenta y desmedida oposición en los últimos meses de su gobierno, no obstante que el señor Caro aconsejaba a los jefes del nacionalismo bolivarense —los de Barranquilla sí le atendieron— «armonizar en lo posible con dicho doctor mientras termina su periodo», con lo cual les daba a entender el señor Caro que no sería nombrado de nuevo. Los políticos suelen ser impacientes. En justicia es de reconocer que el doctor y general Joaquín F. Vélez hizo una óptima administración; terminada la guerra, pues en la guerra él sí era implacable, rodeó de garantías y respetó los derechos de todos los asociados. Recuerdo un telegrama suyo, en respuesta al que le dirigieron los conservadores de Soledad quejándose de que los liberales del lugar habían profanado las tumbas de sus coterráneos muertos en Baranoa y amenazando con hacerse justicia «por sus propias manos» si no se les castigaba, que es un modelo de entereza republicana y de vigorosa energía. Sobre poco más o menos estos eran los términos del despacho telegráfico del gobernador Vélez: «He dado órdenes al prefecto de la provincia de Barranquilla y al alcalde de Soledad para que investiguen y descubran quiénes fueron los profanadores de las tumbas de los conservadores muertos en el combate de Baranoa. Pero yo no puedo castigar a ciegas colectivamente un delito o falta individual haciendo solidaria de su responsabilidad a toda una colectividad política. Y además, les notifico que no permitiré, mientras gobierne en Bolívar, que ciudadano alguno, por alta que sea su posición social y política, se haga justicia con sus propias manos y que ustedes no han faltado al respeto amenazándome con hacerlo». En el ramo fiscal, el gobernador Vélez reorganizó las rentas y acabó de un tajo con el monopolio de licores, muy impopular en Bolívar desde los tiempos del presidente del estado soberano, doctor Vicente García, quien se vio obligado a dimitir por su patriótica insistencia en implantarlo. En cambio el gobernador Vélez era tan intransigente en política como el vicepresidente Caro. No se necesitaban ojos de lince para ver que tenía una invencible hostilidad para el círculo o grupo nacionalista.
+En los nombramientos de gobernadores el sagaz observador podía descubrir quiénes eran aquellos que debían la selección al jefe del Poder Ejecutivo y cuáles fueron escogidos por el ministro de Gobierno, general Reyes. Y como ya comenzaba a hablarse del sucesor del señor Caro y se señalaba al general Reyes como al más probable, el observador quedaba perplejo y confuso. ¿Favorecía la presunta candidatura de Reyes el señor Caro, o le oponía discreta resistencia? Inducían a pensar lo primero los nombramientos de los generales Valderrama y Pinto, jefes muy edictos y entusiastas, por Reyes, y también por Ricardo Arango y el doctor Francisco C. Escobar. Del general Próspero Pinzón se sabía que no era decididamente partidario de Reyes, y Gerlein Roldán y Casabianca, hombres de la absoluta confianza del señor Caro, aun cuando del último era descontado que no cambiaría su posición de comandante en jefe del ejército del Atlántico por el puesto de gobernador del Tolima, en tanto subsistieran temores de una perturbación del orden público.
+Lo axiomático resultaba, analizando todo esto, que no habría unión conservadora mientras gobernara el señor Caro, porque, él no transigía con quienes le habían hecho manifestación pública del pensamiento de reformar las instituciones vigentes. Y a más de ello estaba íntimamente convencido de que los velistas habían tenido alguna parte en la revolución vencida, que debió comenzar «por un asalto a sus habitaciones privadas», o por lo menos que de ella tuvieron noticia, con antelación, y la miraron con indisimulables simpatías. He anotado antes que las «claves» de los conspiradores del siglo pasado eran muy candorosas y pueriles. El señor Caro tenía en sus manos un telegrama fechado en Medellín el 23 de enero, firmado por un seudónimo desconocido y dirigido a Bogotá al señor Eustasio de la Torre Narváez, que decía: «Letras no fueron aceptadas». Al adelantar sus trabajos la comisión investigadora, el señor Caro pudo descifrar con precisión el despacho que podía, ciertamente, prestarse a dudas, pues el señor De la Torre Narváez tenía grandes negocios, pero al propio tiempo se había metido de lleno a la política y fue indudablemente uno de los inspiradores del movimiento revolucionario. Interrogado De la Torre Narváez por el verdadero nombre de la persona que le dirigió el telegrama, evadió la respuesta. Mas la declaración franca y honrada de Diego Mendoza Pérez sobre sus conversaciones con Jorge Roa y la promesa que este le hizo de mandar un comisionado a Antioquia sirvió como de composición al señor Caro para dar con el significado de «letras no fueron aceptadas»; los revolucionarios habían despachado antes del 23 de diciembre un comisionado a Medellín para solicitar la ayuda del velismo, y el velismo se negó a darla. Lo cual, por lo demás, debía, en buena lógica, disminuir la inquina del señor Caro para los velistas. Pero él era hombre de una sola pieza y alegaba que el deber de todo buen ciudadano es dar aviso a las autoridades legítimamente constituidas de la noticia cierta que llegue a su conocimiento sobre maquinaciones contra el orden público, y aún más tratándose de la vida y seguridad personal de las autoridades. Luego, deducía el señor Caro, los velistas simpatizaban con la revolución, y si no entraron a apoyarla materialmente, la vieron con cariñosa simpatía. Y lo curioso es que en cuanto se refería al verdadero significado del telegrama a De la Torre Narváez, el señor Caro tenía toda la razón, porque meses más tarde —y ello está consignado en un editorial de El Correo Nacional que nunca fue rectificado por los aludidos— se dijo que De la Torre Narváez les había manifestado, en conversación privada, a los señores generales Sergio Camargo y Rafael Reyes, que cuando él y sus compañeros de conspiración recibieron el telegrama «letras no fueron aceptadas», supieron que los velistas los dejaban «metidos» en la empresa. La moraleja, la enseñanza, del episodio histórico que acabo de relatar brevemente, es la siguiente: se dividen los partidos: las fracciones en pugna llegan hasta los últimos extremos de la que pudiéramos llamar violencia verbal, pero cuando el común adversario considera llegado el momento de explotar la división en su beneficio y para su triunfo, los desavenidos se reconcilian, olvidan sus querellas y acuden a la defensa de aquello que consideran esencial: conservar la hegemonía en los poderes públicos.
+Al terminar el año de 1895 la situación política era, de consiguiente, más que confusa, caótica. Dividido y subdividido el partido de Gobierno; desorganizado y sin dirección oficial, el liberalismo. Y por una de aquellas paradojas que son tan comunes en los pueblos de economía primitiva, el país, que no sufrió grandes daños materiales por el fugaz movimiento revolucionario, atravesó también un breve periodo de bienestar económico. El precio del café subió en los mercados de venta, y no obstante que se emitió papel moneda, y no con mucha parsimonia, en el restablecimiento del orden público, el uno del cambio sobre el exterior bajó sensiblemente, o sea, que se valorizó el papel moneda. En las vísperas de estallar la revolución, las letras se cotizaban al 170 por ciento, y en septiembre la cotización era de 147 por ciento, con tendencia a la baja. Los cafeteros se hubieran aprovechado más de aquella situación si el Gobierno, al restablecerse el orden público, derogara el decreto que estableció un impuesto de exportación sobre el grano, de $ 3,20 por quintal del pergamino, y $ 4 el pilado.
+El bienestar económico se reflejaba en la vida y el movimiento de las principales ciudades del país. En Bogotá estaban abiertas las puertas del Colón y el Municipal. En el primero actuaba una compañía de ópera y en el segundo una dramática. En las notas sociales de los periódicos se registraban frecuentes bailes, recepciones, conciertos de beneficencia, etcétera. Las gentes se divertían y hacían gala de buen humor. Producto de tal estado de ánimo fue la aparición de un género literario que, según un eminente crítico francés, acompaña siempre a las sociedades que presienten las grandes tragedias y resuelven consolarse anticipadamente, riendo de todo, mientras les llega el momento de llorar y de sufrir. Ese género literario es el calembour, tejido en prosa o en verso, y que aquí se bautizó con el nombre de chispazo. El Sol, diario de pequeño formato, dirigido por el inolvidable Jorge Pombo y Antonio Posada Ángel, publicaba cotidianamente los de Cástor & Pólux, razón social literaria de Jorge Pombo y Clímaco Soto Borda. No resisto a la tentación de copiar algunas:
+EN OTRO ÁLBUM
+La flor que exiges de mí
+No te la envío, y lo siento,
+—¿Por qué?
+Porque cuando fui
+por ella ya estaba en ti
+—¿Cuál era?
+Mi pensamiento.
+BUEN PATRIOTA
+Tan pecorio afán tenía
+de Brigada un general
+que su jefe le decía:
+eso sí es caballería,
+su patriotismo es bestial.
+CARRERA MILITAR
+—¡Quiero huir! ¡Aquí me entrampo!
+Dijo en la guerra un canalla;
+—Pues hombre, repuso Ocampo,
+para huir, el mejor campo
+es el campo de batalla.
+FACCIÓN CONTINUA
+Domina doña María
+al comandante La Roche,
+por eso es jefe de día
+y subalterno de noche.
+Adviértase la influencia que la guerra había tenido sobre el chiste, y que muchos de ellos tenían nombre propio; iban derechos al ojo de Filipo, como el siguiente, que en el fondo no era agravio sino broma, con un «cachaco» muy de moda en aquel tiempo:
+A ALGUNO
+Como alabanza muy buena
+para alguno, dijo Enrique:
+El sí merece la pena.
+La de muerte, exclamó Elena,
+Pero no hay quién se te aplique.
+Este otro fue un espontáneo homenaje a la belleza y las gracias de su hija primogénita del general Rafael Reyes, entonces en la flor de su juventud:
+FUERZA MAYOR
+Con todo el pie de fuerza de tus
+hechizos
+rindieras a mil reyes en mil
+encisos.
+Tampoco se ahorraban en sus sátiras Cástor y Pólux:
+—Por ella el pecho suspira
+¡Ella es de mí soberana!
+¡Por ella el alma delira!
+—¿Y quién tal pasión te inspira?
+—¡Pues la noble dama-Juana!
+Dos inteligentísimos amigos míos publicaban en Barranquilla, y eran casi adolescentes, un periódico literario bajo el nombre de Flores y Perlas. Enviaron el canje a El Sol, y Cástor y Pólux correspondieron a la visita con la siguiente galantería:
+De Barranquilla las Flores
+Y Perlas son para verlas.
+de sus finos redactores
+agradecemos las flores
+y nos prometemos perlas.
+1895 señala la aurora en el cielo de la poesía colombiana de un sol que no tuvo otro ocaso que el de la muerte. El sol es Julio Flórez. El poeta que llegó hasta el fondo del alma popular, el que hizo vibrar más intensamente el sentimiento de nuestras mujeres y de nuestros hombres, el que tuvo paleta mágica para pintar la belleza de nuestros paisajes, la lujuriosa esplendidez de nuestras selvas, el ímpetu indomable de nuestras cascadas; que supo cantar la majestad del mar antes de mirarlo; el poeta de la nostalgia, del dolor y de la muerte: el que hizo vibrar dulcemente las cuerdas de su lira soberbia en recuerdo de la madre bien amada; el que tuvo los más varoniles acentos para ensalzar la libertad y el derecho, para fustigar a sus conculcadores y para vengar la honra de la patria ultrajada. En suma, Flórez realizó a cabalidad la mística misión del poeta por antonomasia, del inspirado; de aquel «que bajo una forma más amplia, se eleva sobre las alas del vocabulario más rico, más colorido y más sonoro y de la más audaz retórica; del poeta que tiene a su disposición, enriquecida con los detalles preciosos que recoge la pupila insomne, inclusive con aquellos fantasmas que pululan como en las aguas fuertes de Rembrandt, en esa región intermediaria entre la luz y la sombra, fueteada por una emoción tan sombría como sincera y por una especie de aliento desmesurado en el cual es necesario reconocer el de la inspiración el verdadero sentido de su misión».
+El Heraldo, bisemanario dirigido por José Joaquín Pérez, de pronunciado tinte político velista y opositor al régimen, consagra, en el mes de septiembre, una edición especial para hacer conocer del público las mejores composiciones de Flórez y las precede de un juicio crítico de Carlos Arturo Torres. Flórez entra así en el incómodo y peligroso escenario de la popularidad y de la fama. Cuando se anuncia que va a recitar en una función se agotan las localidades. Ha llegado a Bogotá Conchita Micolao, la maravillosa cantante, nacida en Cartagena, educada y laureada en los conservatorios de Milán y Roma, perfecta voz de contralto, y Bogotá la acoge con fervoroso entusiasmo. En los conciertos o recitales que da en el Colón, el hermoso coliseo presenta brillantísimo aspecto. Conchita Micolao, ya señora de Alandete, solicita el concurso de Julio Flórez para su último concierto, cuyo producto íntegro destina al lazareto de Agua de Dios. También recitará otro poeta de garra y de inspiración, cuyos versos tienen clásica y severa estructura, Juan C. Ramírez. Y ocurre que momentos antes de iniciarse la función, Flórez es llamado de urgencia por Ismael Enrique Arciniegas, íntimo amigo suyo, a su apartamento del Hotel Sucre, el mejor entonces de Bogotá. Flórez acude al llamamiento, y Arciniegas le manifiesta que el presidente de la República, señor Caro, tiene noticia de que él va a recitar versos contra la moral, la religión y con alusiones intencionadas contra el Gobierno y el régimen. Es testigo de la escena Juan C. Ramírez. El municipio de Bogotá se encuentra todavía en estado de sitio. Flórez lee a Arciniegas y a Ramírez los versos que va a recitar. Arciniegas encuéntralos un tanto «subversivos» y solicita que se le permita llevarlos al señor Caro. A poco vuelve con una razón verbal y una razón escrita del jefe del Gobierno. La razón verbal es una súplica de que se supriman algunas estrofas, la razón escrita es una carta de puño y letra del señor Caro en la que hace el elogio de Flórez como poeta y le da el consejo de buscar para su inspiración ideales más puros y nobles. En ella lo compara, dice Flórez en una carta que dirige posteriormente a El Sol, con Empédocles, el vate y filósofo griego que se arrojó al cráter del Etna, el de la teoría de los cuatro elementos —la tierra, el agua, el aire y el fuego—, que algunos críticos severos califican de «charlatán». Flórez resiste suprimir las estrofas censuradas por el señor Caro y resuelve no recitar en el concierto, aun cuando el jefe del Gobierno lo dejaba en libertad de hacerlo.
+Desde antes de la guerra, publicaban una revista literaria (Revista Gris) Max Grillo y Salomón Ponce Aguilera, que estudiaban en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Su material está cuidadosa e inteligentemente seleccionado con el buen y exquisito gusto literario que siempre ha tenido Grillo y que debía tener indudablemente su compañero de dirección. Al doctor Núñez le impresionó muy gratamente la Revista Gris y saludó su aparición con un suelto muy elogioso que apareció en El Porvenir de Cartagena. Comenzaba la que ha sido larga, fecunda y luminosa carrera literaria de Max Grillo, esmaltada con campañas militares y de prensa en defensa de sus ideales políticos.
+Hierve en los círculos literarios de Bogotá y de todo el país, un fervor entusiasta por las cosas del espíritu. En su elegante aislamiento José Asunción Silva deja conocer sólo de los íntimos, las muestras de su poesía refinada, sutil y cincelada como por las manos de un orfebre. Es avaro en publicarlas y al repasar las hojas de las colecciones de periódicos, es milagro encontrar la firma del torturado artífice de la belleza.
+LETRAS FRANCESAS EN BOGOTÁ — LAS SECCIONES LITERARIAS DE LOS DIARIOS DE ENTONCES — CUENTOS DE ZOLA, DAUDET, COPPÉE, LOTI — VERSOS DE LOS POETAS ESPAÑOLES — LOS PRIMEROS VERSOS DE DARÍO QUE SE PUBLICARON EN BOGOTÁ — DÍAZ MIRÓN — SANÍN CANO INICIA SU PRODIGIOSA VIDA AL SERVICIO DE LA INTELIGENCIA — LA INDEPENDENCIA DEL SEÑOR CARO POR LA OBRA LITERARIA DE JORGE ISAACS — UNA LIBRERÍA DE BARRANQUILLA — EL DESCUBRIMIENTO DEL DOCTOR JUAN DE DIOS CARRASQUILLA PARA TRATAR LA LEPRA — LA GUERRA DE CUBA.
+LA SECCIÓN LITERARIA DE El Heraldo fue sin duda alguna la más cuidadosa e inteligentemente seleccionada en lo periódicos de aquel tiempo. Apenas la iguala la de La Luz, diario del Partido Independiente que dirigió el eminente crítico y hombre de letras Rafael M. Merchán, y que puede consultarse todavía en los volúmenes editados con el título Folletines de la Luz. También El Heraldo conservó la suya para la posteridad recogiéndola en dos volúmenes con el título de Literatura de El Heraldo, correspondiente a los años de 1891, 1892, 1893, 1894, 1895, 1896. En ellos pueden leerse las composiciones en verso y prosa de los autores nacionales y extranjeros más renombrados del pasado siglo. Allí los cuentos de Zola, Alphonse Daudet, Coppée, Loti, Silvestre, Paul Margueritte; versos de Zorrilla, de Manuel del Palacio, de Eugenio Sellés, de José Echegaray, de Núñez de Arce; estudios críticos de Leopoldo Alas (Clarín); extractos del discurso de recepción de José Echegaray en la Academia Española y del de respuesta de don Emilio Castelar. Esto en lo que atañe a las literaturas francesa y española. Creo que El Heraldo fue el primer periódico colombiano que nos dio a conocer a Rubén Darío, a Amado Nervo, a Julián del Casal, a Gutiérrez Nájera, y el que supo seleccionar con mejor gusto la imponente, soberbia poesía de Salvador Díaz Mirón, cuyo estilo y maneras dieron en imitar, con mayor felicidad unos pocos, y con ninguna los más, nuestros vates nacionales de moda. Sería interesante estudiar la influencia que tuvo Díaz Mirón en nuestros poetas. Aquellas estrofas del mexicano:
+Convéncete, mujer, hemos venido
+ a este valle de lágrimas que abate
+tú, como la paloma, para el nido,
+y yo, como el león, para el combate.
+… que todos nos sabíamos de memoria y recitábamos en alta voz, vinieran o no al caso, cuando el vino se nos subía a la cabeza, y otras del mismo tono y temple, tuvieron durante muchos años a nuestros líricos, lelos y fascinados. Olvidaban que en literatura, como en todo lo demás, la imitación es peligrosa y seca la preciosa fuente de la originalidad. Alguna vez dijo don Jorge Holguín, en elogio del general Reyes, que «era un producto nacional» y al comentar la frase al señor Caro así: «Es muy buena, muy acertada, pero lo que está sucediendo es que al general Reyes le ha dado por imitar a Porfirio Díaz, y nuestro producto nacional quiere ser producto mexicano». De paso yo advierto que si bien conservo fiel memoria de lo que oí a nuestros grandes hombres, y quiera Dios conservármela hasta el fin de mi vida, no la he tenido nunca para recordar incidentes o conversaciones de los papanatas.
+Si era de lo mejor en materia de literatura extranjera la de El Heraldo no lo era menos la nacional. En los volúmenes a que me he referido se encontrarán versos de Carlos Arturo Torres, Ismael Enrique Arciniegas, Santiago Pérez Triana, Diego Uribe, Federico Rivas Frade, Alejandro Vega, Augusto N. Samper, Pedro Vélez R., Julio N. Vieco, Daniel Arias Argáez, etcétera, las primicias de Max Grillo y los últimos destellos de la luminosa inspiración de Rafael Núñez. También prosa de Carlos Arturo Torres, juicios críticos de Diego Mendoza sobre Jorge Isaacs y su inmortal María, sobre Diego Uribe, uno de Daniel Arias Argáez sobre los parnasianos franceses, un bello artículo de Max Grillo sobre Rubén Darío, y apenas una página del maestro Sanín (Rediviva), quien parecía no buscar entonces mucho la publicidad y en el silencio de su casa de Chapinero nutrióse de ciencia y de saber que no guardaba para él con egoísmo, pues los daba con largueza a la gente joven guiándola en sus primeros pasos por la vida literaria. Las letras colombianas vistieron de luto en el año de 1895. En Ibagué murió Jorge Isaacs, había entrado en la región de la inmortalidad mucho antes de que se extinguiera su vida corporal. No hay país de habla española en donde no fuera conocido su nombre, ni mujer joven, ni mozo imberbe cuyos ojos no asomara una lágrima leyendo a María, «el poema de amor», que así llamaba modestamente él la novela que traducida a muchas lenguas extranjeras, inició, a mi juicio, la mezcla afortunada de la escuela romántica con la realista. Tengo de reprochar, no obstante la veneración que tengo por la memoria de Caro, la indiferencia que observó el Gobierno presidido por él ante la desaparición de Isaacs. En vano será buscar en el periódico oficial un decreto de honores a la memoria de quien honró las letras patrias y les dio lustre y renombre. Isaacs había sido conservador. En sus últimos años militó en las filas de liberalismo. El literato estaba doblado de hombres de acción, de trabajo rudo, de empresas atrevidas. Tenía vocación de explorador. En busca de la holgura que no le dieron las letras fuese un día a la península de La Guajira, seguro de encontrar allí ricos yacimientos de carbón mineral. Yo le conocí siendo aún muy niño, porque en sus viajes de explorador tocaba en Barranquilla, y como era muy amigo de mi padre, las puertas de nuestra casa y un puesto en nuestra humilde mesa estaban siempre abiertas las primeras y arreglado el segundo para el huésped de honor. Recuerdo que al regreso de uno de sus viajes a La Guajira llevó a mi padre de obsequio flechas envenenadas, arcos y turbantes de los que usaban los indios guajiros, que por mucho tiempo se conservaron en nuestra casa de campo de El Porvenir. Andaría yo por los ocho años de mi edad cuando vi por primera vez a Jorge Isaacs en casa. Es claro que no había leído todavía a María. No podía tampoco interesarme, ni alcanzaría a recordarlo ahora lo que hablaran mis padres y mis hermanas mayores con Jorge Isaacs. ¿Qué ocurriría entre este y el señor Caro? Lo cierto es que, habiendo sido antes amigos casi íntimos, pues he tenido oportunidad de saber que Jorge Isaacs lo era de la casa de la egregia matrona doña Blasina Tobar de Caro, viuda de José Eusebio Caro, por el tiempo en que apareció María, y que a la ilustre familia le leyó las páginas que iban saliendo de la imprenta de su famosa obra y que de añadidura, don Miguel Antonio le ayudó a corregir las pruebas tipográficas. Pero en el álbum de una linda y elegante dama, cofre de valiosas joyas literarias de la época, hay autógrafos unos versos de Isaacs por cierto muy hermosos, en los que encontré una alusión, a mi parecer, reflejo del resentimiento suyo con Caro, a consecuencia de María. Son estos:
+Es un sueño de amor, mala
+novela,
+según el sabio de ortodoxia
+escuela.
+El bullicioso hervir de la literatura nacional no se limita exclusivamente a Bogotá. En provincias hay también el gusto por las cosas del espíritu. De mi región puedo decir que 1895 fue un año interesante. Lo marcan, con sello inconfundible, versos de Augusto N. Samper, poeta de honda inspiración, de delicados y nobles sentimientos, amante apasionado de la belleza en todas sus formas, que arrebató a las musas prematuramente, la diosa cruel de la política y la irrupción en las letras indoamericanas de un poeta ultramodernista, fácil imitador de los decadentes franceses, a quienes puso con sus extravagancias, no desprovistas de genialidad, punto y raya. Me refiero a Abraham Z. López Penha, que poseía una vastísima erudición, una cultura literaria tan exótica en mi ciudad nativa, dedicada preferentemente a las industrias y el comercio, «como un clavel en la cumbre del Chimborazo». Pero López Penha, a más de ser muy instruido, deseaba instruir a mis coterráneos y estableció una librería en la que se encontraban, y no a precios exagerados, las obras famosas que acabaran de publicarse en Francia y en España. No presumo que al hacerlo pensó hacer negocio de apreciable utilidad, y que no lo hizo. Éramos muy pocos sus clientes, que no sólo íbamos al establecimiento a comprar libros, sino a holgarnos con la conversación amena e incisiva del propietario. López Penha, judío pero desprovisto del sentido de los negocios, característico de su raza, fue generoso y desprendido de los bienes materiales, tuvo, o tiene, pues de fijo no sé si aún vive, y la última noticia que de él tuve es la de que estaba entregado al espiritismo, lo que comúnmente llamamos un carácter raro. Lo que vale decir trabajado por una incurable neurosis de la franca expansión, pasaba súbitamente a la impenetrable reserva, al mutismo; afectuoso con sus amigos, de improviso dejaba de saludarlos y sin motivos ni causas los catalogaba entre sus enemigos y malquerientes. Había heredado de su hermano mayor, don David López Penha, de quien ya hice gratas reminiscencias en estas notas de mi vida, una regular fortuna, y estaba en capacidad de publicar en ediciones de lujo sus obras literarias. En 1895 dio a luz un tomo de versos, Cromos, que fue muy leído, no sólo en las repúblicas indoamericanas, sino también en España. No fueron las críticas muy benévolas con Cromos. El comentador literario de La Ilustración Española y Americana de Madrid, a quien sería hiperbólico calificar de crítico, cargó recio sobre López Penha, mas reconociéndole talentos y erudición y deplorando que se hubiera extraviado en la enmarañada selva de la nueva escuela «predestinada a desaparecer pronto». Poco después de la aparición de Cromos escribió y publicó López Penha una novela, Camila Sánchez, que para mí tiene algún mérito por el casticismo del lenguaje y cierto conocimiento de la técnica de ese género literario.
+También fue 1895 un año de florecimiento para la ciencia colombiana. El sabio médico Juan de Dios Carrasquilla sostuvo con desinterés y entusiasmo que el tratamiento de la lepra por medio de la seroterapia curan a los atacados de la terrible enfermedad. Publicó en la prensa estudios muy interesantes y documentados sobre su descubrimiento, hizo experiencias con enfermos traídos desde Agua de Dios y dictó conferencias que llevaron a profanos y a incrédulos si no el convencimiento, por lo menos la esperanza, de que se había encontrado al fin el remedio para el mal de Lázaro. El general Reyes, el hombre de acción insuperable en todos los campos, se hizo el abanderado del descubrimiento del doctor Carrasquilla. Organizó juntas, promovió suscripciones públicas que alcanzaron cifras muy apreciables para la época, llevó la palabra en una nutrida manifestación de simpatía y aliento al doctor Carrasquilla. Lanzó la idea de convertir a Agua de Dios en el lazareto central del país y como ministro de Gobierno se empeñó en dotarlo de modernos elementos. Al propio tiempo el padre salesiano Evasio Rabagliati, ardiendo en un celo evangélico ejemplar, llamaba la atención pública sobre el abandono y las míseras condiciones en que se encontraban los aislados en Agua de Dios, y a sus exhortaciones respondió, como siempre, con espléndidos recursos, el comercio y la sociedad toda de Bogotá.
+Ya en vísperas de terminar el año, se disuelve el tribunal de arbitramento que debía fallar sobre la reclamación Punchard. El ministro alemán, doctor Lührsen, recibió orden de su Gobierno para que renunciara inmediatamente su puesto de árbitro. Como la prensa del país, casi en su totalidad, había censurado acremente el nombramiento del señor Lührsen, a quien no consideraba imparcial, la colonia alemana, encabezada por sus más destacados miembros, se dirigió, no sólo al ministro de Relaciones Exteriores de Wilhelm II, sino también al club social más distinguido de Berlín, rogando que se diera al señor Lührsen una orden perentoria en aquel sentido, en prueba de amistad y simpatía por Colombia. La petición la hizo la colonia de Bogotá y la secundaron las de Barranquilla y Bucaramanga. El despacho llevaba, entre otras firmas muy respetables, las de los señores Leo S. Kopp, Nicolás N. Krohne y O. Bauer. Propósitos muy simpáticos y que obligaban a nuestra gratitud los de los caballeros precitados, mas lo que sucedió después induce a creer que hubiera sido preferible que el tribunal no se disolviera y que acaso su fallo habría sido menos gravoso para Colombia que el proferido por el que se constituyó en Suiza. Es que la intervención de la prensa en negocios diplomáticos de la índole de los de la reclamación Punchard es casi siempre contraproducente y nada se obtiene prejuzgando apasionada y temerariamente. En su fondo la reclamación Punchard tenía, desde el punto de vista jurídico y legal, un sólido fundamento. La resolución de caducidad de los contratos celebrados para la construcción del Ferrocarril de Antioquia, dictada por el gobernador de aquel departamento señor Miguel Vázquez T., no era legal, y así lo conceptuó, tan pronto como se la conoció, el doctor Nicolás Esguerra, ilustre jurisconsulto, de cuya honradez personal y probidad intelectual no osaba dudar, ni duda, compatriota alguno.
+Aparece al finalizar el año un nuevo diario conservador de pronunciado tinte nacionalista y ministerial: La Época, dirigido por el doctor Juan A. Zuleta, muy conocido en el país como periodista combativo y diserto. Había dirigido antes el periódico oficial La Nación, bajo la administración Holguín. No recuerdo precisamente por qué causas, con anterioridad a la aparición de La Época, se batieron en duelo el director de El Correo Nacional, Rufino Cuervo Márquez y Juan Zuleta. Un duelo formal en regla, a pistola y a veinte pasos de distancia. Padrinos de Zuleta fueron Tomás Surí Salcedo y José Ángel Porras. Los duelistas, «hijos fieles y obedientes de nuestra santa madre la Iglesia católica», se dirigieron después separadamente al ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo Herrera Restrepo, implorando que les perdonara la grave falta cometida y los absolviera «en su fuero externo». La absolución fue concedida.
+La insurrección de Cuba contra la dominación española que había comenzado a principios del año y se apuntaba ya brillantes éxitos militares tuvo desde el momento en que de ella se tuvo noticia, la adhesión entusiasta, fervorosa, casi unánime, del pueblo colombiano, y se le prestó un apoyo platónico, desinteresado y generoso. Hasta en los más apartados pueblas y villorrios del país se levantaron suscripciones en dinero, para enviar sus productos a los heroicos patriotas cubanos, y se organizaron clubes Maceos y Gómez. Como algún periódico pusiera en tela de juicio la insurrección, Rafael Merchán publicó en El Correo Nacional una serie de luminosos artículos, dignos de su brillante pluma, demostrando hasta con testimonios de estadistas españoles, cómo abundaba hasta la saciedad Cuba en razones y motivos para emprender su empresa libertadora.
+Así terminó 1895. El nuevo año sería de tempestades políticas porque en sus primeros meses tendríamos elecciones para renovar el personal de la Cámara de Representantes, la tercera parte del Senado y las asambleas departamentales.
+LOS COMIENZOS DE 1896 — UN DEBUT EN EL PARLAMENTO COLOMBIANO — FAMA DE ORADOR ELOCUENTE Y DISERTO — LA BARRANQUILLA DE FINES DEL SIGLO PASADO — RECUERDOS DE JUVENTUD — FIESTAS SOCIALES — LA COMPAÑÍA DALMAU-UGHETTI — EL TEATRO EMILIANO — EL DOCTOR EUGENIO BAENA Y DON EMILIANO VENGOECHEA — EL VICEPRESIDENTE CARO DEJA EL PODER — ENTRA A REEMPLAZARLO EL PRIMER DESIGNADO, GENERAL GUILLERMO QUINTERO CALDERÓN — LA NOTICIA EN LA COSTA. EL GABINETE DEL ENCARGADO DEL PODER EJECUTIVO — LA OPOSICIÓN DEL SEÑOR CARO AL NOMBRAMIENTO DEL DOCTOR ABRAHAM MORENO PARA LA CARTERA DE GOBIERNO — SUS CARTAS AL DOCTOR JOSÉ MANUEL MARROQUÍN —TORMENTA POLÍTICA.
+EL AÑO 1896, QUE COMIENZO a evocar, dejó en mi memoria recuerdos gratos unos y amargos otros. Así ocurre, por lo demás, con todas las etapas de la vida del hombre. En 1896 llegué a la mayor edad y asistí antes de alcanzarla a la primera corporación de origen popular. Tocóme, dentro de ella, intervenir en importantísima elección, iniciarme en las justas parlamentarias, escribir para la prensa política y ganar, dejaré a un lado la modestia, cierta fama de orador elocuente y diserto. Casi la mayor parte de 1896 la pasé en Barranquilla y unos pocos meses en Cartagena. El hombre, dice el vulgo, es animal de costumbres. Ya estaba curado de la nostalgia de Bogotá y muy a mi gusto en la tierra nativa. No era entonces Barranquilla, la moderna, la espléndida ciudad de hoy, con óptimos servicios públicos, con calles pavimentadas y alcantarillado, con barrios residenciales como el de El Prado, con el mejor hotel del Caribe… Y, sin embargo aquella ciudad en formación tenía su secreto encanto y la recuerdo con saudades. La muerte ha ido borrando en el escalafón de los entusiastas propulsores de su progreso material y espiritual, los nombres que eran familiares para los barranquilleros de hace medio siglo, y sólo quedan para responder con débil y fatigada voz, ¡presente!, unos pocos, muy pocos, que se van acercando también al final de la jornada.
+Cuando en mis breves visitas a Barranquilla observo las transformaciones que ininterrumpidamente va realizando allí la piqueta demoledora del progreso, mi memoria evoca parajes, sitios, mansiones, personalidades del ayer, y comprendo, no sin tristeza, que yo soy una sombra presta a desvanecerse, un aparecido, tal vez inoportuno, que regresa de un mundo lejano y pasa por aquellos parajes y sitios en viaje hacia otro mundo del cual nadie ha querido darnos noticia.
+Aquí, me digo a solas, cuando el auto pasa velozmente por la antigua calle Ancha —no sé su nombre actual—, la casa donde yo nací, donde corrieron mi niñez, mi adolescencia, los dorados años de mi primera juventud, la de mis padres; aquí la de mi tía Rita Ballestas de Palacio; aquí la mansión de don Pedro S. Noguera y la oficina de Fergusson-Noguera y Cía., pasos más adelante las de don Próspero A. Carbonell, doña Carmen Insignares Llanos y don Manuel Insignares S. Y hacia el sur de la calle Ancha, después de mi casa, la de Pacho Manotas, la de don Pacho Carbonell, la de don Juan Vergara (padre de José Ramón), la de las De la Rosa, a quienes llamábamos las Chepitas, la de don Luis Pochet, la de otras De la Rosa, parientas de las mencionadas antes, la del capitán John Glem, la del doctor Eduardo Salazar, la del doctor José María Sojo, la que ocupó durante muchísimos años el Colegio Ribón, la de don Rafael Salcedo (padre de Tomás Surí), la de don Santiago Núñez, la de las Hamburger, la de don José Manuel González y la oficina de González y Cía. Y cerrando la calle, el edificio del cuartel militar, cuya nuda propiedad fue causa de largos y resonantes litigios. Y partiendo la vía en dos, desde la parte frontera de la iglesia de San Nicolás hasta cerca del cuartel, el Camellón Abello, lugar de recreo y solaz de la sociedad de Barranquilla en las noches de los jueves y domingos, cuando la banda militar tocaba la retreta, y todas las noches puntos de tertulia y cita para comerciantes, industriales, políticos y notables. Una crecida del río del Progreso borró hasta los cimientos del Camellón Abello y lo ha convertido en lo que se llama «parqueadero», o sea, estación de automóviles. Y al pasar por allí en las primeras horas de la noche paréceme oír todavía la voz de clarín de mi tío don José Martínez S., discutiendo sobre política y vomitando pestes contra el Gobierno y los conservadores. Me alentó en la naciente ciudad que tan mordaz e incisivamente trató Fray Candil, en su novela de clave, A fuego lento, y a la que dio, para colmo de sarcasmos e ironías, el nombre de Ganga. Ciudad buena, acogedora, la de los brazos abiertos para quien tocaba a sus puertas, trabajadora, alegre y sencilla, la que siempre tuvo confianza y fe en sus prósperos destinos.
+Barranquilleros que desaparecisteis ya en el fondo del lago frío y misterioso de la muerte: ¡desde sus riberas os saluda con amorosa emoción, quien habrá de tocarle pronto el turno de ser llamado por la imperativa voz de sus sirenas!
+Las fiestas sociales con que Barranquilla acostumbraba despedir el año que se iba y saludar el nuevo revistieron entonces excepcional esplendidez y entusiasmo, como ocurría siempre que había terminado una guerra civil. Nunca dejaron estas allá honda y perdurable huella de odios y rencores, y los ligeros resentimientos que producían en el ánimo de los vencidos quedaban cancelados por generoso y espontáneo movimiento de los desavenidos, o por mediación de amigables componedores, al sonar en el reloj de la torre de San Nicolás las doce de la noche del 31 de diciembre y los silbatos del viejo acueducto y de las fábricas, cuyos obreros velaban para saludar a los habitantes de la urbe en el nuevo año. Todos se lo deseaban muy feliz en el baile del Club Barranquilla, en los que se celebraban en casas particulares de todas las clases sociales, mientras corría a raudales el champagne, pues nunca fue el barranquillero sórdido ni tacaño, en sus expansiones sociales.
+Poco después del 1.º de enero, el 20, día de San Sebastián, se iniciaba la temporada del carnaval, que fue en 1896 de los más alegres, de los más rumbosos de que yo tenga recuerdo. Los bailes de carnaval tenían en aquella época cierta amplitud social que permitiera a familias cuyos jefes no eran miembros del club, por razones económicas, asistir a aquellos, mediante el pago de cuota módica.
+Los bailes de los tres días de Carnestolendas —domingo, lunes y martes— no tenían lugar para eso en los salones del Club Barranquilla, sino hasta 1894, en salones especiales que se construían en amplios patios o «solares», como se dice en la Costa, poco menos que el aire libre. Los carnavales de entonces tenían epílogo, el baile de piñata, que se daba Domingo de Resurrección. Todos los del carnaval de 1896 se hicieron en el Teatro Emiliano —rebautizado después y en mala hora Teatro Municipal—, inaugurado poco después de terminada la guerra, por la compañía de zarzuela Dalmau-Ughetti, de la que fue estrella Esperanza Aguilar, la favorita de los públicos colombianos hasta los comienzos del siglo en curso, cuando el tiempo marcó la decadencia de su espléndida y en antes fresca hermosura y de sus dones artísticas. Dicho sea de paso, la Aguilar llegó a la costa Atlántica precedida por la fama de los brillantes éxitos que había obtenido en Bogotá de la simpática aureola que rodea a las mujeres de teatro jóvenes y bellas que resisten victoriosamente al asedio con que las cercan los viejos verdes y ricachones. De la Aguilar se contaba que en la capital de la República había logrado burlarse de los requiebros de un personaje político de muchas campanillas y monedas, recibiendo con coquetería, pero no retribuyéndolos, regalos de valiosas joyas, paseos al campo y suntuosas cenas. La compañía Dalmau-Ughetti tuvo una temporada muy feliz y fructuosa en Barranquilla y nos dio a conocer las nuevas zarzuelas El rey que rabió, El dúo de la africana, La marcha de Cádiz, La banda de trompetas, etcétera.
+Pero vuelvo al Teatro Emiliano, porque obedezco a un impulso de mi corazón, el recordar con emoción y cariño al gran señor, al gran caballero que fue don Emiliano Vengoechea, a cuya iniciativa, inteligentes y tesoneros esfuerzos se debió la construcción del coliseo que reclamaba ya el rango de importancia de Barranquilla. Las representaciones de ópera, operetas, dramas y comedias se hacían, antes de la construcción del Teatro Emiliano, en el que se llamó Salón Fraternidad, construido en madera, techo de teja metálica, de forma cuadrangular, con la peculiaridad de que la galería o el gallinero estaba colocado en la parte inferior del salón al ras con el patio de lunetas. A los palcos no los dividía sino el número y era necesario que las familias llevaran los asientos. ¡Tiempos de mi Ganga inolvidables! Cuando veíamos pasar al atardecer mozos cargados con sillas, ya nos era fácil hacer la lista de las familias que en la noche asistirían «a la función». Don Emiliano Vengoechea, socio de la Casa Vengoechea y Cía., comisionistas y banqueros, agentes de la Compañía Trasatlántica Francesa, era no sólo un hombre de negocios, sino también un hombre de exquisita cultura social y de vasta cultura literaria. En consecuencia, un apasionado del teatro. Había en Barranquilla dos señores que si no iban a «función» era porque estaban enfermos de cuidado o de luto riguroso; el doctor Eugenio Baena y don Emiliano Vengoechea. Este último se propuso hacer un teatro y lo hizo. Organizó una sociedad anónima, logró que todos los barranquilleros, que estábamos en capacidad de tomar acciones, las suscribiéramos y pagáramos; interesó a los diputados, representantes y senadores de Barranquilla para conseguir auxilios del tesoro nacional y departamental, hizo bazares, colectas públicas y el teatro fue. Dirigió los trabajos de construcción, gratuitamente, el ingeniero Pedro Blanco Soto, a quien debió mucho el progreso material de Barranquilla.
+Cuando se inauguró el Emiliano faltaba sólo lo menos costoso: la ornamentación. No sé, ni quiero recordarlo, a quién se le ocurrió la idea de que para ornamentarlo y decorarlo el teatro debía pasar al municipio, y todos los accionistas le traspasamos nuestras acciones. Yo tenía diez y no me costó pena ni trabajo endosarlas. Mas si barruntara que al teatro le iban a cambiar el nombre, jamás las habría aflojado. Y se lo cambiaron llamándolo Teatro Municipal. Cierto que el municipio lo decoró, y con pésimo gusto, y desde entonces comenzó la decadencia de nuestro coliseo, en donde oímos a la Aguilar, a Fuentes, a Jambrina, a las compañías de ópera que traía al país el inolvidable maestro Bracale, en donde bailamos en las noches de carnaval el valse Sobre las olas, el Danubio azul, la danza Lazos rojos, de Ernesto Castro… El teatro comenzó a ser asiento de convenciones políticas, y entiendo que ha concluido por ser cueva de ratas y ratones. Es que, como lo dijo el señor Caro, la ingratitud es pecado social que atrae inevitable castigo.
+Y dejo a mi Ganga para internarme en la oscura y enmarañada selva política de 1896. Cuando no teníamos ni malicia de que el señor Caro pensaba retirarse de la presidencia y sí que estaba veraneando en la hacienda Casa Blanca, del municipio de Sopó, recibió mi padre —jefe de Estado Mayor general del ejército del Atlántico, encargado de su comandancia por ausencia de su jefe titular, general Manuel Casabianca— un despacho telegráfico fechado en Bogotá el 13 de marzo, del jefe de Estado Mayor general del ejército permanente, general Juan N. Matéus, avisando que ese mismo día había tomado posesión de la presidencia de la República el designado para ejercer el Poder Ejecutivo, general Guillermo Quintero Calderón, en virtud de la licencia que el Senado de 1894 concediera al vicepresidente, excelentísimo señor Miguel Antonio Caro, y ordenando cumplir lo establecido en casos tales por el código militar. Excepcionalmente ese despacho telegráfico llegó a Barranquilla pocas horas después de haber sido introducido en la oficina de Bogotá. Bien presto la artillería del batallón La Popa disparó la salva de veintiún cañonazos y llenóse de políticos la oficina de mi padre. ¿Quién se había muerto? ¿Qué estaba ocurriendo?, le preguntaban, y él se limitaba a mostrarles el telegrama recibido. La frágil unión concertada dentro del partido de Gobierno durante la guerra del año anterior subsistía aún, y el general Palacio mantenía las mejores y más cordiales relaciones con nacionalistas e históricos. Y precisamente por ser él de origen liberal independiente, había tenido el mayor cuidado de mostrar a los históricos que no abrigaba para con ellos sentimientos de hostilidad, ni desconfianza, a tal punto que durante la guerra había escogido para sus ayudantes a los señores Augusto N. Samper, Gabriel Martínez Aparicio, Eparquio González y Pedro Escobar, velistas ciento por ciento, y que restablecida la normalidad quedó como ayudante secretario suyo el entonces teniente coronel Eparquio González. Pero que la unión era frágil y se quebraría pronto lo demostraban las fisonomías de quienes acudieron a enterarse de lo que ocurría: radiantes de gozo las de don Francisco y don Próspero Carbonell, don Juan B. Roncallo y don Juan Ujueta, jefes del historicismo; indisimuladamente preocupadas las de don Pacho Insignares, el doctor Nicanor G. Insignares y Rafael M. Palacio, jefes del nacionalismo. Y también la de mi padre, porque en aquellos tiempos —hay que ser francos— el ejército era ejército de partido. Y fue así, pues cuando se fueron las visitas y nos quedamos solos, él, Rafael Palacio y yo, nos dijo: «Pues yo comenzaré a arreglar mis papeles porque me reemplazarán con un general histórico». Rafael, con cierto olfato político, arguyó: «Es que yo creo que si el general Quintero cambia fundamentalmente la política del señor Caro, este reasume el poder. Hay que esperar los nombramientos que haga de ministros el general Quintero». El día siguiente, 13 de marzo, llegó la nómina del ministerio, y fue entonces mayor el júbilo de los históricos: de Gobierno, el doctor Abraham Moreno, el hombre de confianza, el alter ego del general Marceliano Vélez. Por los vientos que soplaban o el señor Caro reasumía el poder o el nacionalismo iba a ceder la espada y la capa. El ministro de Guerra nombrado por el general Quintero Calderón fue el doctor Pedro Antonio Molina, liberal y ateo en su juventud, independiente después, dentro de la división del partido de Gobierno, en nacionalistas e históricos, nadie podía a ciencia cierta colocarlo en el campo de sus íntimas preferencias. En este sentido el doctor Molina constituyó un enigma, más enigma unas veces que las otras. Pero su exaltación al Ministerio de Guerra no disgustó al señor Caro y la ratificó al encargarse nuevamente del mando. Mas es lo cierto que tampoco lo veían con desagrado los históricos. El ministro de Hacienda, encargado del Despacho del Tesoro, fue el señor Francisco Groot; en el Senado de 1894 había sostenido tesis sobre sistema monetario contrarias a las del Gobierno del vicepresidente. El señor Groot figuró en primera línea, y en forma, ostentosa, en el grupo de políticos más empeñados en que el doctor Núñez viniera a Bogotá a encargarse del Gobierno. Tenía aquí establecida agencia de negocios especialmente encargada de gestionar reclamaciones ante el Gobierno y de compra y venta de papeles públicos. Esta dualidad no dejaba de ser peligrosa, y sin embargo los históricos, portaestandartes de la pureza y la probidad, no presentaron la menor objeción al nombramiento. El ministro de Instrucción Pública fue don José Manuel Marroquín, amigo personal e íntimo del señor Caro en aquel entonces, y a quien nombró este como intermediario para hacer al general Quintero las objeciones que oponía al nombramiento del señor Moreno para ministro de Gobierno, primero, y después notificación formal de que si no lo revocaba reasumía el poder. No creo improcedente reimprimir los mensajes del señor Caro al señor Marroquín.
+El primero es una carta que dice así:
+Sopó, 15 de marzo de 1896
+«Señor don José Manuel Marroquín.
+«Mi estimado amigo:
+«Recibí anoche su fina del 19 que le agradezco muchísimo.
+«No cabe en una carta todo lo que quisiera decirle de política, haciendo uso de la confianza que me brinda su buena y vieja amistad. Me limitaré a frases o pensamientos sueltos. No permite otra cosa el estado de mi espíritu.
+«Mi única ambición hoy, se lo digo a usted delante de Dios, es poder vivir tranquilo; pero es preciso que se me permita disfrutar de este reposo. Lo he buscado y he encontrado mayor intranquilidad, sin culpa mía. Así lo digo al señor general Quintero. El oleaje de la agitación de Bogotá y del país entero llega a estas soledades.
+«No creí separarme del Gobierno para promover una revolución.
+«Los gobernantes son administradores de intereses colectivos, políticos y económicos, y así como no pueden disponer libremente del tesoro, tampoco pueden disponer a su arbitrio de las influencias políticas. Los partidos son celosos y no consienten en ese traspaso de herencias.
+«La atracción se efectúa en política por asimilación o incorporación, pero no por superposición.
+«Es gran error creer que se apacigua el enemigo trayéndolo a los primeros puestos. Se le ensoberbece, y los leales amigos se resienten con justicia. No habría mejor medio para venir al poder que hacer oposición; pero los partidos no admiten tales evoluciones.
+«La armonía de los elementos cristianos no se obtiene nombrando cardenales protestantes.
+«Tales mixturas son tan peligrosas como la que hizo volar a mi pariente Antonio Caro.
+«Sobreviene el conflicto, y de allí infaliblemente el estallido.
+«Tampoco es política, para evitar un desastre que se teme, anticiparlo, como quien abre la fortaleza a los asaltantes, por temor de que la tomen por la fuerza.
+«El Partido Nacional está unido y es poderoso. Se ha separado un grupo que reniega públicamente de la Regeneración y ataca la Constitución del 86.
+«Esos señores pueden venir al Gobierno cuando tengan mayoría para ganar elecciones o fuerza para ganar batallas; antes no. Esta es la ley universal en esa materia. Todo nombramiento que en ellos se haga, por benevolencia, puede usted desde ahora considerarlo anulado por la lógica.
+«El señor Abraham Moreno, que ha suscrito el manifiesto revolucionario del general Vélez, ha sido nombrado ministro de Gobierno, que es el ministro de la política.
+«Los “veintiuno” lo han excitado a que venga, y ha accedido a su invitación. Posesionado, se apoyaría en ellos, les daría alas para todo, surgirían forzosamente conflictos con los gobernadores, dimisiones, cambios… El desastre.
+«Por eso ese nombramiento no sólo ha traído la intranquilidad a mi espíritu y al de mi familia, sino que ha sembrado la alarma que usted está palpando en esa ciudad.
+«¿Qué se gana con esto? ¿A dónde se va por ese camino? ¿Quién, con la buena conciencia que usted tiene, se hace responsable de las consecuencias?
+«Si yo no tuviese responsabilidad, callaría: pero tengo gran responsabilidad en todo lo que suceda, porque mi separación es voluntaria.
+«No puedo consentir en que el señor Moreno se encargue del Ministerio de Gobierno. Si se insiste en eso, tendré que volver a encargarme del poder. Ese paso sería para mí profundamente doloroso, por el general Quintero, por sus actuales compañeros, por mí mismo; hasta parecería extravagante quizás dirían algunos que me había separado de mala fe… Pero tendría que darlo arrostrando todas las consecuencias.
+«Pero antes quiero agotar las reflexiones y aun los ruegos. Ya le he escrito al general reservadamente sobre esto, y espero su resolución para tomar la mía. Quiero, además, proceder con lealtad. Ustedes deben prevenir al señor Moreno, para que después no diga que se le expuso a una burla.
+«Concreto en estos términos mi propuesta de conciliación:
+«Que los ministerios de Gobierno y Guerra queden en manos de probados nacionalistas, y yo permaneceré alejado en absoluto de los negocios públicos. El señor Molina, nombrado para la guerra, satisface plenamente.
+«Es que, si esos ministerios no están servidos por amigos, no considero segura la causa, ni yo podré tener tranquilidad de conciencia ni de espíritu. Quiero ser manso cordero, pero no para dejarme degollar.
+«San Francisco de Sales —si no me engaño— dice que no debe uno dar consejo indiscretamente, pero que si nos lo piden, debemos darlo con franqueza. Usted me ha hecho el honor de pedírmelo, y yo cumplo con la recomendación del santo: influya usted, mi buen amigo, con todas sus fuerzas, para que el general Quintero acepte lo que propongo y nombre un ministro de Gobierno que siendo de su confianza lo sea también de la mía, y la paz de Dios será con nosotros.
+«Y como este consejo se refiere al bien público y también a mi tranquilidad personal, además de consejo tiene el carácter de encarecida súplica de su antiguo personal amigo,
+M. A. CARO».
+Bogotá, 16 de marzo de 1896
+«Señor Caro. —Sopó
+«Resolución es aguardar Moreno y presentarle programa. Si no lo acepta, no se encargará cartera. La política del general Quintero es atraer el grupo adverso —que se va engrosando— a Gobierno que vuestra excelencia preside, pero sin comprometer los grandes intereses de la causa, que, según expresión del mismo general, están radicados en vuestra excelencia. Recibí la carta de vuestra excelencia.
+J. M. MARROQUÍN».
+Sopó, 17 de marzo de 1896
+«Señor José M. Marroquín. —Bogotá
+«El contenido sustancial del telegrama de usted, y el silencio que guarda para conmigo el señor general Quintero, me persuade de la inutilidad de mis desinteresados esfuerzos, y me obligan a cumplir con mi palabra y con el más penoso de los deberes.
+«Afectísimo Amigo,
+M. A. CARO».
+EL SEÑOR CARO REASUME EL PODER — LOS PORMENORES Y DETALLES DE LOS RUIDOSOS ACONTECIMIENTOS — LOS MOTIVOS REALES QUE TUVO EL VICEPRESIDENTE PARA SEPARARSE DEL PODER — LA OPINIÓN PÚBLICA Y EL MANDATARIO — LA DURACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN DEL GENERAL QUINTERO CALDERÓN — EL GENERAL CASABIANCA EN EL MINISTERIO DE GOBIERNO Y ENCARGADO DE LA CARTERA DE GUERRA — CÓMO RESOLVÍA LOS ASUNTOS JURÍDICOS ESTE MILITAR — CARRASQUILLA, MINISTRO DE EDUCACIÓN — LAS ELECCIONES PARA CONCEJALES Y DIPUTADOS A LAS ASAMBLEAS DEPARTAMENTALES.
+NUEVAMENTE TRONARON LOS cañones en Barranquilla en la mañana del 18 de marzo y poco después circularon, editados en hojas volantes, los despachos telegráficos del vicepresidente anunciando que el día anterior había reasumido el ejercicio del Poder Ejecutivo y nombrado ministro de Gobierno, encargado del Despacho de Guerra, al señor general Manuel Casabianca, quien había tomado posesión de sus empleos en Sopó, y ministro de Relaciones Exteriores al señor doctor José María Uricoechea. Añadía el segundo de los despachos que de los otros ministerios quedaban encargados los subsecretarios mientras se hicieran en propiedad los nombramientos respetivos. Comunicaba también el jefe de Estado Mayor general del Ejército, general Juan N. Matéus, que en la capital de la República y en todo el departamento de Cundinamarca reinaban el orden y la tranquilidad. Estas auténticas noticias no impidieron, ciertamente, que los consuetudinarios inventores de «bolas y chispes» hicieran circular las más alarmantes e inverosímiles, entre las que figuró la de que Antioquia se había levantado en armas y el general Marceliano Vélez se encontraba nuevamente a la cabeza de catorce mil hombres y la opinión honrada del país.
+Los pormenores o detalles de lo que realmente había ocurrido en Bogotá y Sopó, no vinieron a conocerse en la costa Atlántica sino al llegar el último correo del mes de marzo, a excepción de la carta que he transcrito dirigida por el señor Caro al señor don José Manuel Marroquín, que fue trasmitida telegráficamente a los gobernadores y jefes militares «para su conocimiento y fines». Lo que no se supo entonces, y probablemente se ignoran todavía, fueron los reales motivos que determinaron la separación transitoria del señor Caro, pues a la verdad, desde el primer momento él se cuidó de darle este carácter, para que nadie pudiera de buena fe tomarla como definitiva. De otra parte, la verdad es que no sólo el señor Caro estaba necesitado de reposo tras casi cuatro años cabales de ejercicio del mando, dentro de las más adversas y difíciles circunstancias, sino que también estaba muy quebrantada en aquellos días la salud de doña Ana de Narváez de Caro, según se colegía de telegramas cruzados entre ella y su hermano don Enrique, director general de correos y telégrafos, que publicó El Correo Nacional el día de la separación del vicepresidente. Pero en política hay siempre lo que se ve y lo que no se ve. ¿Quiso el señor Caro no sólo conocer el pensamiento político recóndito y las intenciones del general Quintero Calderón, hombre de pocas palabras, reservado, casi hermético, y provocar también una crisis total del ministerio que debía renunciar, como renunció efectivamente, al anuncio que el vicepresidente hizo, con pocas horas de antelación, de que iba a separarse del ejercicio del Poder Ejecutivo? Ministerios de la historia que llamó Procopio «secreta». Los ministros del señor Caro eran el 12 de marzo los siguientes: de Gobierno, el general Rafael Reyes, quien se encontraba de vacaciones en su hacienda de Andorra; de Relaciones Exteriores, interino, el doctor José María Uricoechea; de Hacienda, don Carlos Uribe; de Guerra, el doctor Edmundo Cervantes; de Instrucción Pública, el doctor Liborio Zerda, y de Tesoro, el doctor Miguel Abadía Méndez. Tengo sabido, a ciencia cierta, que eran ya muy frías el 12 de marzo, por no decir tirantes, las relaciones personales entre el señor Caro y el doctor Abadía Méndez, relaciones rotas poco después en forma definitiva. El general Reyes esperaba sólo que pasaran las elecciones de concejeros municipales, diputados a la asamblea y representantes a la Cámara que debían hacerse el último domingo del mes de abril y el primero del de mayo, para retirarse del Ministerio de Gobierno y seguir al exterior encargado de una misión diplomática. El ministro de Guerra, doctor Edmundo Cervantes, que había dado muestras de actividad, inteligencia y energía al dominar la insurrección de 1895, era muy censurado por otros aspectos, no sólo en los círculos oposicionistas, sino dentro del propio partido de Gobierno. Enojoso y difícil resulta y resultará siempre, para un jefe de Estado, desprenderse de colaboradores leales y eficaces pero a quienes la opinión pública por fas o por nefas ya no acompaña y francamente combate.
+Inmenso era el prestigio que rodeaba al general Rafael Reyes, sin embargo, también había descontentos con su política, que algunos consideraban como paradójica y contradictoria. En tanto que el sagaz y hábil conductor hacía promesas al liberalismo de que en las próximas elecciones tendría las mayores y más efectivas garantías, que le daba a su prensa la seguridad de concederle la más amplia libertad y dictaba sobre la materia una circular que fue muy aplaudida por aquella, suspendía indefinidamente El Heraldo, de José Joaquín Pérez, y reducía a prisión a este y a su compañero de labores el doctor Eduardo Posada. José Vicente Concha publicó entonces en El Telegrama, un artículo —con su firma— que se titulaba «¿Qué es un ministro?», en el cual adivinaba el menos perspicaz de sus lectores, la intención preconcebida de censurar al general Reyes y la de deslindar responsabilidades entre el jefe del Poder Ejecutivo y el ministro de Gobierno. Tengo entendido, no obstante, que la política del general Reyes contaba con la plena aprobación del señor Caro y juzgo tímidamente que si el liberalismo no se empecina en considerar que el camino más fácil para alcanzar sus justas reivindicaciones era el de entenderse con los históricos y nunca con los nacionalistas, en 1897, primero, y luego en 1897, la situación política del país habría cambiado fundamentalmente y alejándose en consecuencia, la terrible expectativa de la guerra civil. ¿Pero a qué hablar de lo que pudo haber sido y no fue?…
+Yo no vacilo en decir que, a mi juicio, el señor Caro, al escribir la carta al señor Marroquín, pidiéndole ahincadamente, más que pidiéndole, suplicándole, que influyera con el general Guillermo Quintero Calderón para que desistiera del nombramiento del doctor Abraham Moreno para ministro de Gobierno, cumplió con un deber elemental de todo jefe de partido, de todo hombre público para con sus amigos y seguidores. El retiro del señor Caro había sido voluntario y estaba en su voluntad modificar las circunstancias que él había producido. Profunda y sincera era la convicción del señor Caro en la bondad de las instituciones políticas que regían la vida de la nación no menos profunda y sincera de que no había llegado el momento de hacer las reformas por las que propugnaba el grupo político a que pertenecía el doctor Abraham Moreno. Nadie destruye con placer su propia obra, ni la mira destruir impasible estando en sus posibilidades impedirlo. A nadie se le puede exigir que sea desleal con sus propias convicciones, ni desleal con sus amigos ni que falte a compromisos adquiridos, no por tácitos, menos solemnes. Dentro del partido de Gobierno acompañaba al señor Caro hasta entonces una respetable opinión, por el número y la calidad. Ella disminuyó después pero el 17 de marzo era imponente. Con Caro estaban aquel día las espadas victoriosas en la guerra de 1895: Reyes, Casabianca, Matéus y Próspero Pinzón. El primero —son palabras textuales de Caro— «acude desde el lejano campo» a ofrecerle sus servicios y a excitarlo a que reasuma el poder; el segundo va a Sopó con el mismo objeto y ante él y José Vicente Concha, como testigos, toma nuevamente posesión del mando y lo nombra su ministro de Gobierno encargado del Despacho de Guerra; el tercero es jefe del Estado Mayor general del Ejército, encargado de la comandancia en jefe y recibe con el último —el general Pinzón, gobernador de Cundinamarca— el encargo especial de mantener el orden en la capital de la República. Con Caro están aquel día Ospina Camacho, Juan N. Valderrama, los Urdanetas, los Cuervo Márquez, toda la plana mayor del viejo, del tradicional conservatismo, a excepción de los signatarios del manifiesto de los 21 que Concha bautizó burlescamente con el remoquete los Moriscos. De ahí que pocos meses después dijera melancólicamente el señor Caro: «¿Qué se hicieron los amigos de Sopó?», mas no refiriéndose a Reyes, Casabianca y Matéus.
+El manifiesto de los 21 estaba suscrito por los antiguos y conocidos partidarios de la candidatura del señor general Marceliano Vélez: Jaime Córdoba, Juan Clímaco Arbeláez, Jorge Roa, Rafael Ortiz, Carlos E. Coronado, entre los más notables. Y entre los nuevas adherentes al movimiento reformista figuraban sólo Carlos y Luis Martínez Silva y José Joaquín Pérez. Pero mediado el año el grupo había aumentado considerablemente y la corriente de oposición al gobierno del señor Caro fue caudalosa. En algunos de los oposicionistas, de los conversos, el cambio de opinión era fruto de convicciones honradas; en los más se trataba de esperanzas burladas, de resentimientos, de despechos, porque no está en manos de los Gobiernos, por su desgracia, satisfacer todas las aspiraciones personales, sean o no legítimas. Así lo demuestra el hecho de que algunos de los más vehementes reformistas cuando llegaron a ser Gobierno, echaran en saco roto las promesas que hicieron al país y especialmente al liberalismo que, confiado en ellas, se lanzó a la guerra tres años después.
+Tampoco sería justo considerar insólitas, excesivas, las pretensiones del señor Caro en lo relacionado con la política que debía desarrollar en el Gobierno el señor general Quintero Calderón. Limitábase aquel a solicitar de este que nombrara para los ministerios de Gobierno y Guerra a miembros del Partido Nacional, de probada lealtad; no ponía tacha ni objeción al doctor Pedro Antonio Molina, escogido para desempeñar la cartera de Guerra, y ratificó su nombramiento al reasumir el mando. Con declaración tan explícita y categórica dejaba al señor general Quintero Calderón en libertad para nombrar en los ministerios restantes no sólo a conservadores históricos, sino también a liberales. No mostró el señor Caro resentimiento porque se hubiera llamado al Ministerio de Hacienda a don Francisco Groot, que podía calificar como enemigo personal suyo, pues en sesiones secretas del Senado en 1894, según lo reveló un artículo de El Correo Nacional, se había expresado del vicepresidente en los términos más descomedidos y desprovistos de la más elemental consideración por el magistrado y el ciudadano. Las hondas discrepancias que existían entre el señor Caro y el señor Groot sobre sistema monetario y organización de la hacienda pública no constituyeron punto de diferencia entre el primero y el designado Quintero Calderón. ¿Pensó acaso el señor Caro que si estaba en capacidad el nuevo ministro de Hacienda de convertir el papel moneda en metálico no debía ponerle obstáculos en la redentora empresa, ambición la más cara de la opinión nacional en aquella época? Pero El Correo Nacional, El Telegrama, El Orden, órganos del partido de Gobierno, si censuraron acremente la designación del señor Groot, El Correo Nacional, dirigido por Rufino Cuervo Márquez, decía en su editorial del 14 de marzo: «Viene a dirigir las finanzas el señor don Francisco Groot, muy conocido como agente de negocios y comisionista, especialmente en ramos relacionados con el tesoro público». Lo cual era de indiscutible notoriedad porque el señor Groot publicaba en todos los diarios de la capital y los más importantes de provincias anuncios ofreciéndose para hacer reclamaciones ante el Gobierno por suministros, empréstitos y expropiaciones en las dos últimas guerras civiles y por reclamaciones de extranjeros, junto con un boletín de las cotizaciones a que alcanzaban en el mercado los documentos de deuda pública. Y fue extraño, incomprensible para los imparciales observadores políticos que El Conservador, órgano de los 21, guardara impenetrable silencio frente a la crítica de la prensa que encontraba vituperable la designación recaída en el señor Groot, quien, por lo demás, nunca antes de ella había manifestado ser partidario de las reformas proclamadas por los 21.
+Dio el señor Caro al acto de reasumir el mando el 17 de marzo en Casa Blanca de Sopó, ante los testigos general Manuel Casabianca y doctor José Vicente Concha, la severa majestad constitucional de que él usaba siempre para casos tales, y escribió y suscribió de su puño y letra el siguiente decreto:
+«M. A. Caro, vicepresidente de la República, vistos el artículo 123 de la Constitución y los términos de la resolución del Senado aprobada el 4 de agosto de 1894, decreto:
+«Artículo 1.º Reasumo el ejercicio del Poder Ejecutivo.
+«Artículo 2.º Nombro ministro de Gobierno, encargado provisionalmente del Despacho de Guerra, al general Manuel Casabianca, y ministro de Relaciones Exteriores al doctor J. M. Uricoechea, y encargo de los demás ministerios, mientras se hacen nombramientos en propiedad, a los subsecretarios respectivos.
+«Dado en Sopó, municipio del departamento de Cundinamarca, el 17 de marzo de 1898.
+«Ejecútese y publíquese».
+La administración del general Quintero Calderón había durado exactamente cinco días y pasó a la historia con este nombre: la administración de los cinco días. Hombre de honor, soldado de la autoridad y de la ley, modesto hasta la humildad, no salió de los labios, ni de la pluma del general Quintero Calderón, ni una protesta, ni una queja porque se le despojara constitucionalmente del mando en los momentos precisos en que advertía por medio de un telegrama redactado en términos muy claros y decorosos al señor doctor Abraham Moreno que su administración —la de Quintero— era provisoria y no haría sino aquellos cambios en el personal burocrático que fueran rigurosamente indispensables. El general Quintero Calderón había trasladado su residencia al Palacio de San Carlos, a donde no llevó sino su cama, una cama de estudiante. El 17, al saber que el señor Caro había reasumido el poder, llamó inmediatamente a su ordenanza y le dijo: «Llévate el junco para nuestra casa». Al salir del Palacio de San Carlos la guardia le rindió los honores de presidente de la República y comandante en jefe del Ejército, puesto que dejó para encargarse del Poder Ejecutivo. Yo me pregunto por qué el señor Caro no tendría antes de separarse del mando una conferencia con el general Quintero Calderón para inquirir de él cuál había de ser la política que iba a desarrollar en el Gobierno, o por lo menos sus alineamientos generales.
+Desde el diecisiete de marzo hasta el diez de abril puede decirse que el general Casabianca fue el Gobierno y todo el Gobierno. Compenetrado íntimamente con el señor Caro, depositario de la totalidad de su confianza, el ministro de Gobierno encargado del Despacho de Guerra, fue el centro vital de la política y de la actividad administrativa. Pudo advertirse, desde el primer momento, que en el debate electoral, ya bastante avanzado, la política del general Casabianca no iba a ser la misma de su antecesor el general Reyes, particularmente en las relaciones oficiales con el liberalismo. El cuatro de abril expedía el general Casabianca una circular censurando con vehemencia el tono de la prensa liberal y denunciándolo al país como precursor de un nuevo movimiento subversivo. El párrafo más comentado de esa circular, en el que se trasparente el peculiar estilo del general Casabianca, estilo de arenga militar, es el siguiente: «Y mañana ya no podrá el Gobierno usar de la clemencia que usó ayer: tendrá que matar de una vez y para siempre la hidra de la revolución y extirpar por completo cancro del anarquismo colombiano». ¡Terrible amenaza y notificación previa! Hombre de actividad prodigiosa, incansable en el trabajo, poco amigo de confiar a los demás lo que él mismo podía hacer, en las resoluciones de los memoriales que se dirigían al Ministerio de Gobierno, sobre asuntos eleccionarios, se trasparenta también el estilo y la manera del general Casabianca. Son resoluciones no de jurisconsulto, ni de ideólogo, sino del militar aguerrido y temerario. A un memorial que le dirigieron desde Medellín el general Marceliano Vélez y el doctor Guillermo Restrepo Isaza, pidiéndole que las fuerzas armadas y de policía no fueran a las urnas a sufragar en pelotones, en formación, para que sus miembros pudieran votar libremente, resuelve, después de picantes consideraciones: «No estima el Gobierno que el hecho de ir los soldados desarmados y en formación a los lugares de votación restrinja su libertad, ni la de nadie, y por consiguiente nada hay que proveer en cuanto a lo solicitado en el anterior memorial». Idéntica resolución recae a memorial análogo dirigido al ministro de Gobierno por los señores Aquileo Parra, Sergio Camargo, Nicolás Esguerra, Diego Mendoza, Rafael Uribe Uribe e Ignacio B. Espinosa que integran el comité central electoral del Partido Liberal.
+El diez de abril el vicepresidente Caro dicta decreto nombrando para desempeñar las carteras de Relaciones Exteriores, Hacienda, Guerra, Instrucción Pública y Tesoro, respectivamente a los siguientes señores: Jorge Holguín, Ruperto Ferreira, Pedro Antonio Molina, Rafael María Carrasquilla y Manuel Ponce de León. El ministerio queda así reintegrado en su totalidad. No tienen mala acogida los nuevos ministros en la opinión y sólo en los círculos políticos causa sorpresa la designación de los señores Ferreira y Ponce de León, cuyas opiniones y tendencias no son bien conocidas. La prensa liberal comenta muy discretamente la escogencia de un sacerdote, lumbrera del clero colombiano, para dirigir la Instrucción Pública. Y en cambio El Conservador si no la censura abiertamente, pues reconoce en el doctor Carrasquilla singulares dotes de ilustración y competencia, no encuentra conveniente que un sacerdote haya de intervenir en debates parlamentarios y decidir con su voto en consejo de ministros, de asuntos y negocios que el propio señor Caro, en el mensaje que dirigió al senado en 1894, juzgaba incompatibles con el ministerio espiritual. Mas era obvio que si el doctor Carrasquilla se posesionaba del Ministerio de Instrucción Pública lo haría con la venia y asentimiento de su superior jerárquico, el señor arzobispo de Bogotá. En el decreto de nombramiento de ministros quedó establecido que el doctor Carrasquilla continuaría desempeñando el empleo de rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.
+El domingo 26 de abril se hicieron en toda la República las elecciones para concejeros municipales y diputados a las asambleas departamentales. En todo el litoral Atlántico el liberalismo se abstuvo de concurrir a las urnas; en Bogotá la jornada eleccionaria fue muy agitada pero incruenta. El Partido Liberal alcanzó a depositar más de siete mil votos y el triunfo del de Gobierno se obtuvo por un muy escaso número de sufragios. En todo el país no logró el liberalismo elegir ni un diputado, ni mayoría en concejo municipal alguno. Lo que venía a exhibir de manera esplendorosa un sistema electoral, imperfecto, irritante, inicuo. Una colectividad política que era por lo menos la mitad de la nación, que acababa de demostrar la fuerza de sus efectivos en una guerra civil, a pesar de que ella se hizo sin el concurso y asentimiento de sus jefes civiles más distinguidos y prestigiosos, no tendría en los concejos y asambleas, quién la representara. Aquello era, ciertamente, la prueba más irrefutable de que en Colombia subsistía el régimen que don Carlos Martínez Silva calificó de «la vieja inequidad». No habiendo alcanzado representación alguna en las asambleas departamentales el partido de oposición, no la tendría, consecuentemente, en el Senado. El domingo tres de mayo se hicieron las elecciones para representantes, y en Bogotá la jomada tuvo todos los caracteres, en las primeras horas de la mañana, de una peligrosa pugnacidad. Antes del mediodía el liberalismo se retiró de los comicios, obedeciendo la orden de sus jefes. Copio esta hoja volante:
+«Liberales:
+«Los atentados de hecho, cometidos desde anoche contra un gran número de copartidarios, con el objeto de alejar a los demás de las urnas y la ostensible actitud hostil asumida hoy por la autoridad, nos impone el triste deber de aconsejaros que no votéis.
+«Dios salve a la patria. Bogotá, mayo 3 de 1896.
+«El presidente del Comité Central de Cundinamarca, Juan E. Manrique.
+«El vicepresidente, Celso Rodríguez O.
+«El secretario, Vicente Olarte Camacho».
+Apenas en el departamento de Antioquia la oposición liberal obtiene dos curules en la Cámara de Representantes; una para el doctor Santiago Pérez y otra para Rafael Uribe Uribe. Y los jueces de escrutinio con sentencia sabulesca, le arrebatan al ilustre proscrito el derecho indiscutible que, en buena lid, conquistaron para él sus copartidarios de la montaña. En la Cámara de Representantes iría a llevar la voz del liberalismo exclusivamente Uribe Uribe.
+Era imposible que tal estado de cosas subsistiera. Era posible sí que el Partido Liberal continuara resignándose, por algunos años, a seguir representando el papel de manso cordero; pero inconcebible que «se dejara degollar» para lo que ocurrió entonces en Colombia, es cuando aparece en toda su magnitud la grandeza de la obra política realizada por Reyes en 1905, imperfecta como toda obra humana, pero cuyas imperfecciones reciben ya y recibirán más tarde el veredicto favorable de la historia, porque las borra y absuelve el rasgo más saliente y heroico de la obra: la ley que consagró e hizo efectivos el derecho de las minorías políticas a obtener representación en todas las corporaciones de origen popular. Tampoco era perfecto el sistema, mas fue el primer paso valeroso y firme que se dio en Colombia para acabar, de una vez y para siempre, con la vieja iniquidad; con el monopolio de los poderes públicos explotado por mayorías políticas efectivas o artificiosas. Reyes no será grande ante la posteridad por haber impulsado el progreso material de la patria, empobrecida y arruinada por las guerras civiles, por haber construido el Ferrocarril de Girardot, por haber dado un empujo vigoroso y certero a la del Ferrocarril de Girardot, por haber iniciado la construcción de carreteras y tantas obras materiales que pregonan sus capacidades de administrador y su fe en el porvenir de Colombia. Será grande porque rompió el molde de la vieja iniquidad y porque rompiéndolo clausuró la era de las sangrientas guerras civiles.
+El grave error que cometen los partidos políticos obstinándose en negar a sus adversarios, siquiera una mínima y ridícula representación en las corporaciones de origen popular, fue denunciado oportunamente —en 1889— por el genio político y la clarividencia de Núñez desde las columnas de El Porvenir. Es que los partidos que no tienen en las asambleas y congresos adversario respetable por el número, van rodando fatalmente hacia las divisiones entre sus propias fuerzas que llegan a ser subdivisiones mezquinas, microscópicas. Y de que ello es así fueron ejemplos los congresos de 1894 y de 1869. Y lo fue este último en forma sorpresiva, y no tengo temor de decirlo, repugnante. Muchos de los elegidos en aquel año de 1896 por considerárseles los amigos más leales, más adictos a la política del vicepresidente Caro, ya en el Senado y en la Cámara de Representantes volvieron sus armas y recursos parlamentarios no sólo contra la política del jefe del Gobierno, sino contra su persona misma. Y pocas veces se vio un congreso más hostil, más empeñado en combatir al Poder Ejecutivo que el de 1896. Algunos de entre los conversos, muy pocos, lo hicieron por convicciones honradas, profundas y sinceras: en sus caminos arrojó luz el rayo de Damasco, o sintieron en sus propias carnes el cauterio que antes quemara las del tradicional adversario político. Tuvo acento de profeta Luis A. Robles cuando anunció en la Cámara de Representantes de 1892 que la Ley de Facultades Extraordinarias en día no lejano, se volvería también contra quienes entonces la defendieron.
+LOS DETALLES DE UNA ELECCIÓN A LA ASAMBLEA DE BOLÍVAR — JULIO VENGOECHEA — MI OPOSICIÓN A LOS DESEOS DEL GOBERNADOR GERLEIN SOBRE ELECCIÓN DE SENADORES — DON ENRIQUE DE NARVÁEZ CONTRA DON HENRIQUE L. ROMÁN — EL TRIUNFO DE ESTE — MI AMISTAD CON PEDRO VÉLEZ R. — LINDEMAN, EL GASTRÓNOMO DE CARTAGENA.
+SIN AMBICIÓN OCULTA NI MANIFIESTA de mi parte, fui postulado por el comité que en Barranquilla organizó el Partido Nacional para las elecciones, diputado a la Asamblea Departamental de Bolívar. Y, naturalmente, resulté elegido sin competencia. En aquellos tiempos era imposible derrotar a un candidato hijo del comandante en jefe del Ejército, pues era el Ejército quien hacía las elecciones, o el que aportaba el mayor número de sufragantes, pues civiles votaban en muy escaso número, sabiendo que el adversario político no concurría a las urnas y que desde la instalación de los jurados electorales se hacía muy difícil la inscripción de sus adeptos en las listas de sufragantes. Y fui candidato a diputado contra la voluntad de mi padre, quien tuvo la franqueza de manifestar a los miembros del comité que yo no había alcanzado todavía la edad requerida por la ley para ser elegido. Recuerdo que el día anterior al de las votaciones me apareció sobre el labio superior un granito, al que no le di la menor importancia ni cuidado alguno. Me acosté temprano y como la noche estaba bastante calurosa, abrí toda la ventana de mi cuarto para recibir un poco de aire. Tuve sueño intranquilo y lo atribuí a que la luz de la luna en creciente me caía directamente en el rostro. Al despertarme tuve la sensación de un gran peso sobre el labio y de que tenía un poco de fiebre. Me miré en el espejo y quedé espantado al ver la hinchazón enorme que el insignificante granito y probablemente el fulgor de la luna habían causado no sólo en el labio superior, sino en el inferior, en toda la boca. Llamé alarmado a mi madre, y esta, a su turno, a mi padre, quienes se inquietaron muchísimo más que yo, al extremo de que el segundo salió inmediatamente a la calle en busca del doctor Vengoechea, médico a cuya ciencia acudía él en los casos de grave enfermedad en la familia. Y debió inspirarle tal prisa y diligencia a Julio Vengoechea, que a pesar de ser este un poco dormilón, estuvo a mi lado minutos después de que el redoble del tambor anunció que se abrían las votaciones.
+Hago memoria del incidente porque de ella no se aparta la imagen de uno de mis amigos desaparecidos a quienes más amé y cuya amistad me proporcionó toda suerte de beneficios, beneficios para el alma y para el cuerpo. Llegué al trato íntimo y afectuoso con Julio Vengoechea durante la enfermedad de mi venerado e inolvidable tío don Diego J. de Castro, quien murió en el mes de enero en aquel año, 1896. No obstante la diferencia de edades que entre nosotros existía, desde los comienzos de nuestra amistad nos llamábamos de tú y tocayo mutuamente, como si hubiésemos jugado juntos al trompo y la pelota. En mi larga y agitada vida no he conocido un hombre de más noble y generoso corazón que Julio Vengoechea, de espíritu más liberal y comprensivo, más humanitario y sensible ante el dolor y la miseria de sus semejantes. Como médico fue un clínico sin rival. Incomparable, dijérase que tuvo el sentido de la adivinación para descubrir la enfermedad de sus pacientes y las causas que la producían. Nunca supe que se equivocara en sus diagnósticos, y eminentes colegas suyos extranjeros solicitaban en Panamá, en un hospital de fama continental, sus dictámenes en los casos más graves y dudosos. Mala cara hizo Julio Vengoechea al examinar la inflamación de mi boca y de mis labios, pero echando la cosa a broma dijo sonriendo: «Esto no impedirá que el batallón La Popa vea realizados sus deseas de llevarte a la Asamblea». La cuchufleta iba dirigida también a mi padre. Ordenó el médico lo que debía hacerse, recomendando actividad y puntualidad en la aplicación de los remedios. Volvió en la tarde a verme y como estaba yo mejor, pues la inflamación había cedido, estuvo todavía más bromista. «Tocayo», díjome, «siento decirte que te han derrotado, porque a última hora resolvimos votar los liberales, y el general, que sabe que tu vida está en mis manos, ordenó que los soldados no siguieran votando». Si aquella no hubiera sido una broma sino una realidad, el suceso no me inquietara en lo mínimo. Jamás he abrigado aspiraciones políticas y de la política sólo me gusta saber las intimidades y secretos de los partidos y de los hombres que actúan dentro de ellos en posiciones prominentes. Me gusta sólo, y ello sí en grado máximo, estar «bien informado». Prefiero estar detrás de las bambalinas y no en el escenario.
+La Asamblea de Bolívar se instaló el 20 de mayo en el Salón Amarillo del Palacio de la Gobernación de Cartagena. Me hospedé en el tranquilo y poético —el epíteto le sentaba como anillo al dedo— hotel de las señoritas Grisolle, pero almorzaba y comía en la quinta de El Cabrero con doña Soledad Román. La política regional estaba bastante peliaguda. Ni había dentro de la Asamblea ningún elemento enemigo del Gobierno nacional ni del departamental. Todos éramos gobiernistas, pero estábamos en desacuerdo en lo que se refería al candidato para senador y sus suplentes. El Gobierno seccional, presidido por Eduardo B. Gerlein, deseaba que se eligiera senador a don Enrique de Narváez, cuñado del presidente Caro y ciudadano, por lo demás, muy digno de merecer la representación que pretendía otorgársele. Secundaban los deseos del gobernador Gerlein algunos diputados, en número suficiente para triunfar si se lograba que a ellos se adhirieran apenas dos más. Otra corriente tenía de candidato a Henrique L. Román y era notorio que contaba con mayor fuerza numérica en la Asamblea y más respaldo de opinión en la ciudadanía de Cartagena. Cosa curiosa en aquella ocurrencia, y así después en algunas otras, mi voto iba a decidir de la disputada elección. El gobernador Gerlein creía contar conmigo para elegir a don Enrique de Narváez, puesto que yo era hijo del comandante en jefe del ejército del Atlántico y supuso que no iría yo a negarle mi voto a un cuñado del presidente Caro. Tuve la pena de echarle a perder sus cálculos numéricos, porque desde la primera conversación que tuve con él sobre elección de senador, le manifesté clara y rotundamente que mi candidato era Henrique L. Román. Descontado estaba que ahí no pararían las diligencias del buen e inmejorable amigo don Eduardo Gerlein para atraerme a la candidatura de don Enrique de Narváez. Telegrafió a mi padre en términos muy discretos rogándole que me hiciera cambiar de opinión. Este le contesto muy cortésmente manifestándole que había sido regla de conducta invariable en él dejarme en libertad de opinar o proceder en política como yo quisiera, y le advertía finalmente que él no había sido partidario de mi elección. Añadía que a Cartagena iba a llegar muy pronto el doctor J. F. Insignares S., persona a quien yo acostumbraba a oír con mucho respeto y atención. Llegó, en efecto, el doctor Insignares a Cartagena y fui convocado por el gobernador Gerlein a nueva conferencia con la asistencia de Insignares. Tampoco lograron convencerme de que desistiera de votar por Román. Yo no estaba procediendo por cálculos políticos, por maduras reflexiones y con fría inteligencia: procedía, como he procedido después siempre en política, a impulsos de mi corazón. Me parecía algo monstruoso, inconcebible, vituperable para mí mismo, que contribuyera a derrotar a un cuñado del doctor Núñez, a un hermano de doña Soledad, de quien había recibido el primer puesto público que desempeñara, y puesto de confianza, el de secretario privado. Algún entremetido acercóseme a prevenirme que, si yo no votaba por don Enrique de Narváez, a mi padre le quitarían el puesto de comandante en jefe encargado del ejército del Atlántico, y yo le contesté con cuatro piedras en la mano. Huelga consignar que ni don Enrique de Narváez, perfecto caballero y gran señor, ni el gobernador Gerlein y muchísimo menos el señor Caro, tomaron pie de este incidente para retirarle su confianza y su amistad política al general Palacio, ni a mí me dieron muestras nunca de resentimiento o encono.
+Fue elegido senador principal, con dos o tres votos de mayoría, no puedo precisarlo con exactitud, Henrique L. Román, y primero y segundo suplentes, el general Diego A. de Castro, mi cuñado, y don José María Pasos. Claro que yo trabajé sin embozas por Diego. En puridad todo aquello demostraba que si hubo una oligarquía radical, se la sustituía por una oligarquía conservadora o nacionalista, como se quisiera llamarla.
+Entretanto llegó a Cartagena Pedro Vélez R., entonces en la plenitud de los dones envidiables, con los cuales quisieron regalarle las hadas que rodearon su cuna: varonil hermosura, brillante inteligencia, numen, cuantiosos bienes de fortuna y atrayente simpatía. En aquella época Pedro Vélez R. era el cartagenero que vivía más espléndidamente, con mayores comodidades, pero sin «rastacuerismo». En todo lo que él usaba y de que él se servía advertíase una discreta elegancia, aquella distinción que se adquiere con la raza, con la ascendencia y se afirma con los viajes y el trato y comunicación con las gentes de la mejor sociedad. La casa de habitación de Pedro Vélez era el antiguo palacio del Consulado de la Corona de España en Cartagena de Indias, o sea, consulado del tribunal que juzgaba de los negocios y las causas de los comerciantes por lo relativo a su comercio. Verdadero palacio, pues es vasto el edificio y de arquitectura colonial sencilla y elegante, con la ventaja de que no tiene el consulado, ni en su interior ni en su exterior, aspecto sombrío o tétrico. La luz y el aire entran allí a torrentes: las paredes blancas, los techos altos, los pisos de reluciente mármol, las simétricas arcadas, los amplios patios son alegres y acogedores. Y dentro de ese enorme palacio vivía solo Pedro Vélez, pero a intervalos, pues hacía frecuentes viajes a los Estados Unidos y a Europa y otras veces escapaba de la mansión urbana para refugiarse en la verde y sombreada Isla de Gracia, a la que iba a soñar y a dormir arrullado por el viento, el suave rumor de las mansas olas de la bahía de Cartagena y el batir de los cocoteros cuando les azotaba el vendaval. Pedro Vélez vivió y murió célibe, pero huía de la soledad y sólo la buscaba cuando la neurosis, la terrible neurosis, lote de su raza, le daba por el asco al mundo y a los hombres. Dijérase que teniéndolo todo, echaba sin embargo algo de menos. Que lo buscó ansiosamente, que se escapó de SU voluntad y de sus sentidos y que no supo encontrarlo. Como todas las inteligencias superiores, la de Pedro Vélez consideraba la política como un noble ejercicio. Seguía su curso con atención y conocía a los hombres, especialmente a los de su tierra nativa.
+Llegó a Cartagena poco después de que se hizo le elección de senador. Fui a visitarlo hacia las once de la mañana y al despedirme me dijo: «Yo sé que usted almuerza y come donde Sola, pero divida su tiempo y véngase a comer todas las noches conmigo. No le admito excusas. Desde las seis véngase para acá, conversaremos, comeremos un poco tarde y después saldremos a pasear en mi coche». El coche con las linternas roja y verde que tanto intrigaban al doctor Núñez. Naturalmente que acepté la invitación, pues una compañía como la de Pedro Vélez era para el espíritu y también para la materia, regalo de los dioses. Un poco después de las seis acudí a la cita y un criado, por cierto del interior de la República, muy avispado y cortés, ya entrado en años, me condujo al cuarto en donde el amo y señor del consulado recibía a sus íntimos amigos. Cuarto amplísimo, desnudo de decoración. De las paredes no colgaban cuadros, espejos, ni retratos. Sillas y mecedoras muy cómodas. En el centro una finísima hamaca, que era a manera del trono de Pedro Vélez. Mesas sobre las cuales se veían libros y frascos de agua de Colonia de todas las mejores marcas: de Roger Gallet, de Houbigant, de Atkinson, etcétera. Le dijo al criado: «Hoy no estoy para nadie, sólo para Lindeman, a quien necesito». Lindeman era un señor muy popular en Cartagena, gastrónomo y muy entendido en el arte culinario. No dejaba de la mano el abanico y se la pasaba «echándose fresco» con este. «Cuénteme», me dijo Pedro Vélez, «cómo ocurrió la elección de senador».
+Le hice el relato de lo sucedido y me escuchaba sonriendo irónicamente, con una sonrisa que era muy suya. Por todo comentario me hizo el siguiente: «El esfuerzo que usted ha hecho para sacar triunfante a Henrique es inútil, se perderá, porque Henrique no irá a Bogotá. No le gusta ni el clima, ni las costumbres, ni la gente de Bogotá. Ese desvío se lo trasmitió el doctor Núñez. Él (Román) se hizo elegir para demostrar, en lo que tiene razón, que posee fuerza política en Bolívar, y Eduardo Gerlein cometió el error de ponerle de contra hombre a Enrique de Narváez. A los pueblos no les gusta que los representen en las Cámaras personas, por muy salientes que ellas sean, de extraño origen. No puede fácilmente contrariárseles en esa aspiración. Tales lujos no podía dárselos sino el doctor Núñez, porque él era omnipotente». Llegó Lindeman, le dio Pedro Vélez algunas chanzas muy pesadas para concluir ordenándole que pasara por la cocina e inspeccionara cómo estaba la comida, pues me tenía invitado y yo era un joven muy exigente en la mesa. Hízolo Lindeman y la comida fue realmente exquisita. Copas de excelente coñac —todavía no se tomaba whisky en Colombia— llegaban llenas y se iban vacías. Para llamar al criado, Pedro Vélez no usaba timbre ni campanilla, sino silbidos. La bodega del consulado era rica por la calidad de los vinos y abundantemente aprovisionada. En la mesa hablamos de todo menos de política, de literatura, de arte, de viajes, de mujeres, y Pedro Vélez, a mi ruego, recitó la hermosa composición suya «Leyendo a Núñez», que dedicó a Elvira Silva. Y la conversación terminó, como era descontado, sobre José Asunción Silva. Serían las diez de la noche cuando tomamos el coche. Nos dirigimos primero al Pie de la Popa y a Manga. Nos detuvimos en El Espinal en casa de una linda morena tolimense que recuerdo se llamaba María Márquez, que nos cantó los bambucos de moda. Y luego tomamos camino de El Cabrero. Nos bajamos del coche, trepamos la defensa y caminamos larguísimo trecho por sobre la playa. Noche tibia, azulada, de calma chicha. El mar semejaba un lago sereno. Inmóviles los cocoteros. Ni la más leve ráfaga de aire. Seguíamos conversando y eran minutos más de las dos de la mañana. La contemplación del mar, del cielo, de las palmeras nos mató el tiempo y embargó nuestros sentidos.
+RENUNCIA A LA SENADURÍA POR BOLÍVAR HENRIQUE L. ROMÁN — LA ELECCIÓN DE PEDRO VÉLEZ R. — UN DEBATE JURÍDICO — RAFAEL DE ZUBIRÍA — EL DOCTOR ALBERTO R. PARÍS — EL GENERAL LÁZARO MARÍA PÉREZ MARCO MENDOZA — MIS RECUERDOS DEL SANTO OBISPO BIFFI — UNA INJUSTICIA DE ANTONIO JOSÉ RESTREPO — LA TRISTE SUERTE DE LOS COALICIONISTAS DE TODOS LOS PARTIDOS — EL ODIO Y RENCOR DE SUS ANTIGUOS COPARTIDARIOS Y LA DESCONFIANZA ABSOLUTA DE SUS NUEVOS AMIGOS — LAS INFIDENCIAS DEL EXSECRETARIO PRIVADO DEL SEÑOR CARO, DOCTOR JOSÉ VICENTE CONCHA — LA REAPARICIÓN DE EL REPERTORIO COLOMBIANO, DE MARTÍNEZ SILVA.
+NO ESTABA EQUIVOCADO PEDRO Vélez en lo que se refería a viaje de Henrique L. Román a Bogotá y a su asistencia al Senado. Este me manifestó al preguntarle si ocuparía su puesto en la más alta corporación de la República, de una manera franca y categórica, que en el año en curso no lo haría en ningún caso, y tampoco, probablemente, en los venideros periodos legislativos. Así se lo comuniqué a mis colegas de la Asamblea que habían dado por Henrique sus votos, con entusiasmo y, si se quiere, con abnegación, porque habían perdido toda esperanza de obtener, para sí y para sus amigos, posiciones que les permitieran influir en la política de sus respectivas provincias. Entonces esos diputados a la asamblea acordaron dirigirse personalmente a Henrique exigiéndole que viniera a Bogotá, que entrara al Senado y que si no estaba dispuesto a hacerlo renunciara a la senaduría, para proceder a hacer nueva elección. Y así, efectivamente, lo hicieron todos, a excepción del diputado Nicanor Vélez y yo, porque consideré atrevido e impertinente el paso que iba a darse. Henrique L. Román fue un hombre de carácter altivo, orgulloso, que no admitía imposiciones. La respuesta a la insólita pretensión fue el envío de su renuncia a la Asamblea, la que no estaba en capacidad legal para resolverla. Cesaban, y creo que cesan todavía, las funciones de las asambleas en las elecciones de senadores, con el propio acto de la elección. Si un senador elegido renuncia posteriormente, estando o no reunida la corporación, lo reemplazan sus suplentes y sólo puede procederse a nueva elección cuando renuncian totalmente quienes integran el renglón o han desaparecido por muerte. Sin embargo, nuestra Asamblea desconocía tales disposiciones o sistema y procedió a aceptar la renuncia de Henrique L. Román y a señalar día para nueva elección de senador principal, y nombró a Pedro Vélez R., a quien yo no podía, ni debía, negarle mi voto, por la amistad y casi camaradería que con él me ligaba. Este el motivo de la única divergencia que tuve en mis íntimas y cordialísimas relaciones con Henrique L. Román y que produjo el rompimiento de nuestras relaciones por breve lapso, y en consecuencia, el enojo de doña Soledad que adoraba a su hermano y sentía en carne propia los agravios o desaires que se le hicieran. El punto legal o constitucional de una nueva elección ni siquiera fue discutido ligeramente en el seno de la Asamblea. Yo desconocía en absoluto las disposiciones que reglan en la materia. Sólo Pedro Vélez R., la noche en que festejábamos su nombramiento, tuvo la lealtad de decirme confidencialmente: «Yo contestaré aceptando, pero para usted le digo que la elección es nula, que no la aceptará ni el Ministerio de Gobierno, ni el Senado. Acepto el nombramiento como la demostración de un movimiento político que saca una posición difícil a Eduardo Gerlein, a quien deben estar juzgando en Bogotá sin influjo en la Asamblea y entre los copartidarios del departamento». Súbitamente vine a comprender, y aun cuando yo no tenía interés alguno en hacerle daño a Gerlein, que era fundado en mucha parte el enojo que me demostraban doña Soledad y Henrique Román. En la elección de senadores no existía, en el fondo, sino una lucha entre las fuerzas políticas que se disputaban la primacía en el Gobierno del departamento de Bolívar, y yo había tomado, sin desearlo, sin saberlo, ni barruntarlo siquiera, por inexperiencia, un puesto entre las que no eran amigas de Henrique L. Román, desbaratando con los pies, como vulgarmente se dice, lo que antes hiciera con las manos. Siempre es que el legislador procede sabiamente al señalar una edad, que sobrepase de los veintiún años, entre las calidades indispensables para ser elegido miembro de una corporación de origen popular.
+Entre los debates interesantes que por lo demás, fueron muy pocos, en que me tocó intervenir en la Asamblea de Bolívar, recuerdo el relativo a las modificaciones introducidas por el gobernador doctor Joaquín F. Vélez al contrato celebrado por el Estado soberano y el señor Nicolás de Zubiría para el establecimiento de una lotería. Tales modificaciones equivalían prácticamente a una caducidad del contrato, pues no habían sido aceptadas por la otra parte contratante, representada por los herederos de Zubiría, sus hijos Rafael y Armando. Yo sostuve la tesis de que un contrato no podía modificarse sino por mutuo acuerdo de las partes contratantes y que en el caso de que una de estas no cumpliera alguna o todas las estipulaciones del pacto, su caducidad no podía declararla sino el Poder Judicial, a petición de la parte lesionada por el incumplimiento. Era secretario de Gobierno el doctor Fernando A. Gómez Pérez, muy erudito y competente abogado, el que precisamente había firmado, en el mismo carácter de secretario de Gobierno, la resolución del doctor Joaquín P. Vélez, que era motivo del debate. Iba a entenderme, pues, con un adversario muy respetable, y sin embargo no lo haría yo tan mal cuando la Asamblea resolvió, casi por unanimidad, derogar la resolución que se discutía. Desde entonces data una amistad con Rafael de Zubiría, caballero entre caballeros, que vive todavía, y es lujo y prez de la alta sociedad cartagenera. Hombre de mu ndo, muy viajado, todos los años iba a Europa y a los Estados Unidos hasta cuando estalló el actual conflicto. El debate a que vengo refiriéndome me hizo repasar el Derecho Civil y consultar los cuadernos en que iba escribiendo las luminosas conferencias que en la Universidad Republicana le oí a los doctores Emiliano Restrepo y Eladio C. Gutiérrez. Fue apasionada la controversia que sostuve con el doctor Gómez Pérez, pero lo traté con tanta cortesía y respeto que, de adversarios ocasionales, concluimos en íntimos amigos, a lo cual contribuyó que nos encontrábamos frecuentemente en el consulado y nos sentábamos juntos en la hospitalaria y espléndida mesa de Pedro Vélez. De quienes fueron mis colegas en aquella asamblea de 1896 hago grata evocación del doctor Alberto R. Osorio, también diputado por la provincia de Barranquilla, quien poco después fue nombrado prefecto de ella; del general Lázaro María Pérez U., diputado por la provincia del Sinú, que fue, andando los años, gobernador de Bolívar en la administración del general Pedro Nel Ospina; de Nicanor Vélez, uno de los diputados de Cartagena; de Marco Mendoza, de la provincia de Mompox, perfecto modelo de suavidad, discreción y buen sentido.
+En el mes de noviembre la Asamblea fue convocada a sesiones extraordinarias para reformar las ordenanzas sobre producción de aguardiente, lo que era muy frecuente bajo el régimen de la libertad de industria. En ellas me tocó coadyuvar algunas peticiones justas y razonables del santo obispo de la diócesis, monseñor Biffi, que murió en Barranquilla el 6 de aquel mes, estando allí de visita pastoral. La muerte del virtuoso, dulce y abnegado pastor causó hondo y sincero pesar en todo el pueblo bolivarense: en Barranquilla como en Cartagena, que se disputaron los despojos mortales de monseñor Biffi, para darle definitiva sepultura. Y aquí cabe otra remembranza de Julio Vengoechea. Le tocó hacer la autopsia y embalsamiento del cadáver de monseñor Biffi. Me decía pocos días después de la operación: «Yo no creía en la castidad de los sacerdotes, pero ahora sí creo que los hay castos y puros. Tan vírgenes de cuerpo como de alma. Los órganos sexuales de monseñor Biffi me lo demostraron. Aseguro que jamás hizo uso de ellos». Fue cruel, fue injusto, fue irreverente con el obispo Buffi, Antonio José Restrepo, cuando supo en el interior la noticia de que Cartagena y Barranquilla se habían disputado, como preciosa reliquia, su cadáver. Compuso y publicó un soneto que tras de calificarlo de «rufián» concluye invitando a los pueblos de Barranquilla y Cartagena a echar, en nombre de Dios, el cadáver del santo varón al fondo del mar. ¿Y esto por qué? Porque monseñor Biffi había dicho, después de impartir la bendición nupcial al presidente Núñez y a doña Soledad Román, las siguientes palabras: «Este es el día más feliz de mi vida». Palabras que, según Antonio José, equivalían a la confesión de que monseñor Biffi había estado durante largos años deseando la muerte de la primera mujer de Núñez. Arbitraria deducción, muestra de atrevido casuismo, la de dar a una frase sencilla que sólo podía traducirse como el gozo de un sacerdote al ver regularizado un estado doméstico, como el de un recóndito y criminal anhelo, largamente acariciado. Si Antonio José Restrepo hubiera conocido y tratado a monseñor Biffi, estoy seguro de que habría rechazado la idea de que un varón tan dulce, tan manso, tan misericordioso, deseara en ningún momento, y por ninguna consideración, la muerte de alguien.
+Dejaré la política regional, la política de Bolívar, que a fin de cuentas ya venía a pesar muy poco, desaparecido Núñez, en la nacional, cuyos destinos se decidían entonces exclusivamente en Bogotá, con el propósito de contar a mis pacientes lectores cómo se iba enredando aquí la madeja de los acontecimientos, precursores de la guerra de tres años.
+No bien pasadas las elecciones de abril y mayo y un poco antes de que se instalara la asamblea de Cundinamarca se hace circular la noticia de que el presidente Caro tiene el propósito de hacer elegir designado para ejercer el Poder Ejecutivo al doctor Antonio Roldán. Quién fue el autor de tal noticia es algo que no pudo saberse a ciencia cierta, aun cuando se presumió, pero se propagó rápidamente y produjo los efectos buscados por la que el señor Caro llamaba «suspicacia indígena». El señor doctor Roldán era miembro del Partido Nacional, mas de origen liberal. Fue de los «independientes», y acompañó a Núñez con inquebrantable lealtad hasta su muerte. Triste suerte le cabe a todos los políticos que entran en coaliciones, alianzas permanentes o transitorias, con los partidos en los cuales no militaron desde su juventud. Cargan con el odio y el rencor de sus antiguos copartidarios y no alcanzan nunca a merecer la confianza absoluta de sus nuevos amigos, exceptuando los de alma grande y convicciones profundas. Y esa triste suerte le cupo a todos los independientes, sin exceptuar al doctor Núñez. Al solo rumor inconfirmado de que un independiente tuviera la expectativa —las designaturas son meras expectativas— de ocupar el solio presidencial, los conservadores nacionalistas se volvieron ariscos y resolvieron emprenderla contra el presidente Caro. Fue la tendenciosa versión de que este pretendía hacer designado al doctor Roldán la causa de la ruptura de la íntima amistad personal y política que ligaba al señor Caro con su antiguo secretario privado, doctor José Vicente Concha. Concha, que en su juventud era impetuoso, arrollador, que en sus campañas procedía sin calcular consecuencias, no sólo pronunció en tal asamblea de Cundinamarca un vehemente discurso contra los independientes a propósito de la renuncia del gobernador, general Próspero Pinzón, sino que en la prensa exhibió la sorpresa que le causara el supuesto pensamiento del señor Caro de hacer elegir designado al doctor Roldán, refiriendo conversaciones de su antiguo jefe, en las que aparecía este expresando los más crueles y sarcásticos conceptos sobre los independientes. Contó Concha, entre otras anécdotas, que el señor Caro le había dicho alguna vez: «A los independientes tenemos que conservarlos como bota, para que sobre ella muerda la serpiente del radicalismo». Y a más, ciertas frases despectivas sobre el señor doctor Antonio Roldán. El presidente Caro se encontraba veraneando en Tena, y alarmado por las infidencias de su exsecretario privado, se creyó en el deber de hacer una pública declaración, en la que después de afirmar que no estaba influyendo oficial, ni privadamente en favor de ninguna candidatura para designado, concluía así:
+«Pero esta actitud mía no satisface a algunos copartidarios: quieren ellos comprometer mi opinión, y que yo diga o haya dicho algo en contra de determinada candidatura.
+«Era natural que, en vez de tratar de comprometerme de un modo negativo y odioso, se buscase mi aquiescencia a otra candidatura; pero hasta ahora no se me ha hecho saber cuál sea esa otra candidatura. Se procede por vía de eliminación.
+«Debo declarar que jamás he hablado del doctor Antonio Roldán sino con las consideraciones y el respeto que le son debidos por su conducta privada, noble carácter, probada lealtad y eminentes dotes de hombre público.
+«El doctor Roldán fue adverso a la Evolución Otálora, a la evolución Payán, y a todas las evoluciones que han intentado sacar de sus cauces la política nacional.
+«He visto en el señor Roldán un patriota que siempre sirve y nunca perturba, porque no conoce la emulación ni la ambición.
+«No he iniciado esa candidatura. Tampoco podría desautorizarla sin abuso de autoridad e injusticia notoria.
+«Si el doctor Roldán fuera elegido designado por el Congreso, quedaré satisfecho.
+«Si hubiere otro ciudadano que reuniendo iguales condiciones de competencia y de lealtad al Partido Nacional, obtuviere espontáneamente mayor número de sufragios, quedaré igualmente satisfecho.
+«No he hablado con los miembros del Congreso: no sé qué opinión haya de prevalecer entre ellos.
+«Deseo que no se produzca una división lamentable por preferencias personales, donde no existen competencias doctrinales: que la minoría ceda a la opinión preponderante y forme con ella una corriente en beneficio de la unidad.
+«Nada más tengo que decir.
+«Espero que esta declaración sea recibida como expresión sincera de lo que pienso y siento, y que no ejercitándose en mí el escalpelo de la curiosidad, invóquese, ante todo, el auxilio de Dios para proceder cual conviene a una causa que es de Dios».
+En junio reapareció El Repertorio Colombiano, dirigido por don Carlos Martínez Silva, después de diez años de ausencia del estadio de la prensa. El ilustre escritor, de estilo castizo, con un don de síntesis envidiable, fue un maestro en el dificilísimo arte de escribir las revistas políticas que relataban y comentaban los sucesos políticos del mes inmediatamente anterior. A su clásico casticismo añadía don Carlos un humour sajón que no ha tenido después escritor colombiano alguno. El humour es algo muy distinto de la ironía francesa y del sarcasmo español. A las sobresalientes cualidades de publicista de Martínez Silva, había que añadir la de un recto espíritu de justicia, del que no se despojaba completamente, ni aun en lo más recio y agrio de las luchas políticas. Vea seguidamente el lector cómo comentaba Martínez Silva los motivos o causas reales o «aparentes» de la renuncia del general Próspero Pinzón:
+«Causa de alguna excitación, o más bien dicho, de alguna curiosidad callejera, fue la renuncia que hizo el señor don Próspero Pinzón del puesto de gobernador de Cundinamarca, que había desempeñado con honradez administrativa desde fines de la última revolución.
+«Díjose que el motivo aparente de esta renuncia fue la negativa, por parte de la asamblea, del proyecto de ordenanza sobre centralización de rentas, presentado por el mismo gobernador, y destinado a dar el golpe de gracia a la ya moribunda vida municipal; pero personas que se precian de saber lo que pasa entre bastidores, aseguran que fueron motivos de política general los que determinaron la separación del señor Pinzón.
+«Parece ser que él figura hoy en un grupo de subdisidentes, dentro del Partido Nacional, que mira con malos ojos el predominio que de tiempo atrás se viene dando en el Gobierno al elemento independiente. La alarma llegó a su colmo cuando se difundió la noticia de que el candidato escogido para la designatura en el próximo periodo era el señor doctor Antonio Roldán; y aunque el señor vicepresidente de la República ha declarado que él no tiene candidato propio para aquel puesto, los subdisidentes no se han dado por satisfechos, por razones que ellos se sabrán, y han querido, según se dice, arrancar una promesa formal de que el señor doctor Roldán será en todo caso candidato de exclusión.
+«Si ello fuere así, declaramos por nuestra parte que no entendemos a los señores del grupo subdisidente, los cuales, dicho sea de paso, no alcanzan siquiera a un tercio de veintiuno, como que no son sino seis, según estadísticas acreditadas.
+«¿Por qué, en efecto, esos recelos y desconfianzas de última hora? No son los independientes parte integrante, indivisible y solidaria del nacionalismo, hasta el punto de haber obligado a una gran fracción del viejo Partido Conservador a renunciar a su histórica denominación? ¿La política del señor Caro no se caracterizó desde el principio por el empeño en borrar toda línea de separación entra independientes y nacionalistas? ¿Cuándo protestaron contra esa política los miembros del citado grupo? ¿Por qué no censuraron en oportunidad el nombramiento hecho en el mismo doctor Roldán para gobernador del importante departamento de Santander, en vísperas de las elecciones para representantes? ¿No se veía claro desde entonces cuáles habrían de ser los sucesos posteriores? ¿Conque un independiente de los conocidos antecedentes del doctor Roldán sirve sólo para ganar elecciones contra radicales y conservadores republicanos, y no para la gerencia suprema de los intereses de la bandería?
+«¿Y qué tendría de particular que el señor doctor Roldán fuera nombrado designado? Desde el momento en que el señor Caro lo recomendara a sus amigos de las Cámaras, único caso en que podría ser elegido, sería, sin duda, por tener en él plena confianza personal y política, y ante esta suprema razón de Estado, deberían ceder toda clase de resistencias. De lo contrario, ¿a qué quedaría reducida la disciplina cuartelaria tan encarecida por los mismos que hoy se permiten gastar pujillos de independencia?
+«Parécenos que desde que el Partido Conservador renunció a gobernarse por sí mismo y a tener participación alguna en la política, reconociendo como jefe indiscutible e indiscutido al mismo jefe del Gobierno, los buenos servidores no tienen derecho de discutir, y menos de tratar de imponerse dentro o fuera de los puestos públicos que por gracia o favor desempeñen.
+«Quien no entienda estas cosas, está todavía en el christus de la cartilla política en que de años atrás se viene doctrinando al Partido Regenerador.
+«De donde se deduce que, dada la situación actual, no hay término medio entre el ser y el no ser, hay que estar adentro, bien adentro, con los ojos cerrados y los labios sellados, sin reservas, escrúpulos, distingos y vacilaciones; o afuera, y bien afuera, hablando claro y procediendo con absoluta independencia. Pero llamarse incondicionales, jurar en público obediencia y vasallaje al supremo y único director de la política del partido, y andar por lo bajo armándole triquiñuelas o tratando de poner pajitas bajo las ruedas del carro que ellos mismos empujan es, por lo menos, pueril impertinencia. Esos amagos pusilánimes y esas tramoyas de alcoba o de mostrador no pueden menos de destemplar el ánimo del que manda, e inspirar risa desdeñosa a los que de lejos ven el sainete.
+«El recelo que manifiestan los nacionalistas de quienes hablamos, de que el señor Roldán pudiera, en caso de ser elegido designado y tener que encargarse del mando, abrirles a los radicales las puertas de la fortaleza sagrada, nos parece de todo punto infundado, conocidos como son los vínculos de todo linaje que a él lo ligan al Partido Nacional.
+«Y cosa curiosa: los mismos que así discurren hoy, son precisamente los que ayer esgrimieron armas semejantes contra el general Quintero Calderón, conservador probado si los hay; luego el recurso está ya gastado y no tiene siquiera la fuerza de la novedad.
+«Y cabe aquí preguntar: ¿desean los buenos amigos que nos sugieren estas consideraciones, elegir un designado que, llegado el caso, gobierne con independencia del vicepresidente y tenga política propia? Entonces, ¿por qué les pareció tan mal y tan supremamente irregular e irrespetuoso que Quintero Calderón hiciera aquello mismo cuando se le llamó a asumir la responsabilidad del mando?
+«Y si, a su juicio, el designado encargado del Gobierno no debe ser sino agente sumiso del presidente propietario, ¿por qué llevar a mal que este busque, para sustituirle temporalmente y por motivos de tranquilidad personal, un sujeto de su absoluta confianza? ¿Quién es, en definitiva, el juez en estas materias: el que manda, o los que han jurado servir y obedecer?
+«Conviene que estas cosas se mediten para que se vea que, o falta la lógica o escasea la franqueza, o que el mal radica, no tanto en los gobernantes, cuando en el sistema político implantado, desarrollado y esmeradamente cultivado, a ciencia y paciencia, con aplauso y amaño del partido dominante hoy en Colombia.
+«Para concluir con este incidente, diremos que ha sido nombrado gobernador de Cundinamarca el señor general Juan N. Valderrama, antiguo y leal servidor de la causa conservadora, hombre de posición independiente y de limpios y honrosos procederes. Suponemos, que al aceptar el puesto, nada tendrá él que ver en cuestiones de designatura».
+CÓMO SE HACÍA LA POLÍTICA EN EL SIGLO PASADO — EL SISTEMA DE LAS CARTAS CONFIDENCIALES DE LOS POLÍTICOS INFLUYENTES DE BOGOTÁ — LA RESERVA Y EL MISTERIO EN TORNO DE LAS ORIENTACIONES Y ACTITUDES DE LOS PARTIDOS — LA INSTALACIÓN DEL CONGRESO DE 1896 — LA HISTORIA APASIONANTE, TEMPESTUOSA E INCOHERENTE DE LAS LABORES DE ESTA LEGISLATURA — LA PUGNA ENTRE CARLOS CALDERÓN REYES Y CARLOS CUERVO MÁRQUEZ — LA OPOSICIÓN PARLAMENTARIA A CARO — LAS CAMPAÑAS DE PRENSA DE CARLOS MARTÍNEZ SILVA.
+SI SE LEEN CON ATENCIÓN LOS periódicos nacionalistas y conservadores de aquella época se llega a la convicción de que todas las divisiones y subdivisiones del partido de Gobierno no tenían otra causa íntima que el problema de la sucesión del presidente Caro, en el que entraba, naturalmente, como factor importantísimo, el nombramiento de designado para ejercer el Poder Ejecutivo. Si entraba en los planes del nacionalismo la reelección del señor Caro, este tendría que separarse de la presidencia, según mandato constitucional, dieciocho meses antes del día de la elección. Los partidarios irreductibles de la candidatura del general Reyes, ya claramente esbozada, no podían serlo de la del señor doctor Concha como reyista irreductible, pero tampoco como reeleccionista, pues ya se encontraba en lucha franca con el señor Caro y rotas las relaciones personales que antes los ligaran tan estrechamente. Mas desde su iniciación en la carrera política y desde sus primeros artículos para la prensa, el doctor Concha habíase mostrado implacable enemigo de los independientes, a quienes calificó con los más duros y agrios epítetos. Recuerden mis lectores que dos años antes —en 1894— los comparó en El Telegrama con Tenardier.
+La política de todos los partidos y en todos los tiempos se hizo durante el primer siglo de nuestra vida independiente, con un instrumento que ya parece haber entrado definitivamente en desuso. El de las cartas privadas, confidenciales que dirigían los políticos más prestantes de Bogotá a sus amigos de las provincias; cartas que, por lo demás, llegaban muy tarde a sus destinos. Quien recibía una de esas epístolas quedaba de hecho convertido en el depositario de la clave de la actuación política, de hecho un secreto que iba transmitiendo por adarmes y también secretamente, hasta que llegaba a ser el de Polichinela. Muchas veces las tales cartas no decían nada que valiera la pena y resultara ridículo que para leerlas y comentarlas se buscara el más oscuro rincón de las alcobas. Otras veces el autor de las cartas, demasiado discreto y cauteloso, exponía sus planes en jeroglíficos, en crucigramas, que era necesario descifrar. Que estas palabras o esta frase, quieren o no decir tal cosa, era la ocupación por horas y días de los políticos de provincia. Yo recuerdo, y sonrío al recordarlo, que cuando en Barranquilla circulaba la noticia de que don Próspero Carbonell había recibido una carta de Bogotá del general Jaime Córdoba, de Medellín del general Marceliano Vélez o del general Pedro Nel Ospina, acudían a la oficina comercial del simpático, combativo e inteligente jefe del historicismo, sus más probados y leales amigos. Y otro tanto ocurría cuando circulaba la noticia de que mi padre era poseedor de una parte del señor Caro o del doctor Roldán; o en sus casos, los doctores Francisco y Nicanor Insignares, de don Marco Fidel Suárez. El general Diego A. de Castro, del general Rafael Reyes. Y si había carta de los jefes del liberalismo, el hecho podía comprobarse por la asistencia, no de enfermos o pacientes, sino de conspicuos liberales de Barranquilla, al consultorio de los doctores Julio A. Vengoechea y José Fuenmayor Reyes, que constituían entonces el directorio del partido de oposición. Huelga decir que las mágicos cartas eran privilegio de unos pocos y para unos pocos. La gente menuda de los partidos políticos recibía órdenes, las acataba, y no entraba a discutir ni el sentido, ni la razón de ellas. Hoy por fortunas no ocurre lo mismo. Los diarios de Bogotá que llegan al más apartado confín de la República el mismo día en que aquí circulan, la radio, que lleva la voz de los conductores a todos los ámbitos del país y del exterior y que permite al lejano oyente apreciar si la voz de estos es el reflejo de una emoción sincera y no fingida, si el «jefe» está acatarrado o en pleno goce de una buena salud, han o habrán de oxidar el enantes precioso instrumento de las cartas. El viejo recurso podría utilizarse ahora para trasmitir órdenes o instrucciones que realmente deban conservarse en secreto y que no sea lícito comunicar por la prensa, la radio o el inalámbrico.
+El 20 de julio el presidente Caro, acompañado de todo su ministerio, declaró constitucionalmente instaladas las sesiones de las Cámaras Legislativas. El Congreso de 1896 tiene una historia apasionante y pocos hubo antes, y habrá después, más tempestuosos y al propio tiempo más incoherentes, en la vida parlamentaria de la nación. Al comentar el suceso decía Martínez Silva en El Repertorio Colombiano: «El 20 de julio, día señalado por la Constitución, se instalaron las Cámaras Legislativas. En ambas fue el nombramiento de dignatarios materia muy debatida en juntas privadas; y a juzgar por estos primeros síntomas, parece en ellas marcada la división desde el principio. Presidente del Senado fue elegido el señor don José Domingo Ospina Camacho, en competencia con el señor don Miguel Guerrero, candidato escogido por el grupo nacionalista, en reemplazo del señor don Antonio Roldán, de quien prescindieron a última hora, según parece, para no exponerlo a una derrota. La Cámara de Representantes eligió presidente al señor don Carlos Cuervo Márquez, en competencia con el señor don Carlos Calderón Reyes».
+He dicho que fue incoherente, porque unas veces procedía como partidario de la candidatura del general Reyes y otras como si no lo fuera: algunas veces aparecía coma amigo del Gobierno y otras haciéndole ruda oposición. En la elección de dignatarios de la Cámara de Representantes el observador retrospectivo no alcanza a explicarse claramente la pugna entra los señores Carlos Calderón y Carlos Cuervo Márquez, porque ambos a dos eran reyistas hasta los tuétanos. Ya que nombro a Carlos Cuervo Márquez recordaré que desde fines de 1895 hasta marzo de 1896 residió en Barranquilla, encargado del alto empleo que había desempeñado antes el general Pedro J. Berrío: el de inspector general de la navegación del Magdalena, al cual parecía darle el general Reyes toda la importancia política que realmente tenía. Carlos Cuervo Márquez, que poseía una perfecta cultura social, cortés y afable hasta la exageración, que no tenía jamás palabra ni gesto desagradable para nadie, fue durante su breve pase por Barranquilla el primero «en la danza y en el salón cortesano». Tocóle gozar a todo lo largo y a todo lo ancho de las fiestas del carnaval barranquillero y era de admirar cómo se adaptó a las costumbres y modalidades nuestras —las de Barranquilla de entonces— y especialmente a las que primaban durante el carnaval. El caballero ceremonioso se transformó en el alegre camarada. Participó en comparsas de disfraces, dejóse pintar el rostro por blancas y delicadas manos, bailó más que un trompo, manteniéndose dentro de la más absoluta circunspección y el mayor decoro. En toda la alta sociedad barranquillera y en las clases populares dejó el más grato recuerdo. Como el general Berrío se condujo con los navegantes de filiación liberal —capitanes, contadores, ingenieros; pilotos y contramaestres— no sólo con un alto espíritu de justicia, sino también con benevolencia, tolerancia y amplitud. Con la colaboración de políticos, al estilo de Carlos Cuervo Márquez, Reyes formaba un magnífico ambiente para su próxima candidatura. Todos en Barranquilla sabíamos que el general Carlos Cuervo Márquez era uno de los hombres de confianza del general Reyes, que había sido su secretario en la jefatura civil y militar del departamento de Cundinamarca y combatido a su lado en la tribuna. En la casi íntima amistad que tuve con él en Barranquilla y que después no sufrió quebranto, pude apreciar sus dotes de inteligencia y de carácter, y presentir que el porvenir le reservaba brillantes posiciones en la panuca y en la administración.
+Elegidos los miembros de la Cámara de Representantes de 1896, teniendo en cuenta principalmente su adhesión a la política y a la persona fiel, presidente Caro, a excepción de unos pocos, ocurrió, no lo inesperado, pues eso mismo había ocurrido antes y continuará ocurriendo a los Gobiernos que intervienen en la escogencia o selección de candidatos, que la mayoría volvió sus armas, las que se le habían entregado para defenderlo, contra el ilustre mandatario, quien diría dos años después en carta dirigida a uno de sus agentes: «Ni aun elegido ejercería yo el mando. Los traidores y los ingratos me han herido de muerte». No desconoceré que fundadas razones para censurar actos de la administración Caro, existían sin lugar a duda, mas aparece repugnante que aquellos que los aplaudieron o guardaron silencio se ensañaran posteriormente no sólo contra la administración, ente abstracto, sino contra la persona misma de quien la presidiera. Y cabe aquí reafirmar el concepto del espíritu de justicia que inspiraba a Carlos Martínez Silva, en sus campañas de publicista de oposición; espíritu de justicia que no ahorraba ni al propio juez. Hablando, va de ejemplo, de actos draconianos ejecutados contra la prensa independiente y del abuso de las facultades extraordinarias para prevenir, y reprimir conspiraciones contra el orden público, decía Martínez Silva lo que va a leerse en El Repertorio Colombiano; El Día, vigoroso periódico de oposición, que ha empezado a publicarse recientemente, dio comienzo a su labor recordando los peligros y la inseguridad que acompañan hoy en Colombia a las empresas periodísticas.
+«Tiene razón el citado semanario; y es de esperarse que no se detendrá en la observación apuntada, sino que irá más lejos, tratando de rastrear las causas de esa inseguridad de que se queja. Lo que sí es indudable es que el mal es ya de vieja data, y que quizá es esta última época del gobierno del señor Caro, cuando ha habido mayor benignidad y tolerancia con la prensa política de oposición.
+«Acaso los briosos redactores de El Día no habrán olvidado, entre otros ejemplares, el del primitivo Correo Nacional; y traemos primero a cuento este caso, no por lo que haya podido afectarnos a nosotros personalmente, sino por circunstancias que le dan carácter de especial gravedad.
+«Aquel diario, fundado por una respetable compañía anónima, que llevaba ya varios años de existencia, y que se había distinguido por la moderación y aun pusilanimidad de sus censuras al Gobierno, fue violentamente suspendido, sin que hubiera podido citarse un caso de violación, por parte suya, de los decretos ejecutados sobre prensa.
+«Pero lo más grave fue que, después de suspendido el periódico, se selló la imprenta de la compañía en que se editaba, por término indefinido, en virtud de resolución del gobernador de Cundinamarca, señor don Carlos Uribe, contra disposiciones expresas y terminantes del mismo decreto sobre prensa, cometiéndose con pilo un verdadero atentado contra el derecho de propiedad, garantizado en la Constitución.
+«No se quejaron los empresarios de El Correo Nacional contra el decreto de suspensión, porque, al fin y al cabo, se sabía que vivíamos en materia de prensa, bajo el régimen de la arbitrariedad, el cual constituía un status cuasi constitucional y legal. Pero el atentado contra la imprenta sí era un verdadero delito, definido en el Código Penal, sujeto a sanciones, y que daba derecho a los agraviados a una indemnización de daños y perjuicios.
+«Era, pues, el caso de saber si había jueces en Berlín, y para averiguarlo se ocurrió a la Corte Suprema en demanda de justicia.
+«Pero en esta vez no hubo jueces en Berlín. El vicepresidente de la República, señor don Miguel Antonio Caro, al tener conocimiento de la demanda, hizo saber a la Corte que él asumía la responsabilidad moral del hecho denunciado, dando con ello a entender que el gobernador de Cundinamarca, al obedecer sus órdenes verbales, había sido mero instrumento inconsciente y pasivo.
+………………………………………
+«Y ya que hemos hecho mención del atropello de que fue víctima El Correo Nacional, contra el cual, sólo protestó en todo el país, que sepamos, un periódico liberal, la Revista de Legislación y Jurisprudencia, dirigida por el señor doctor Manual José Angarita, justo es también recordar que ni siquiera una voz de protesta se alzó en todo el campo conservador cuando, en época anterior, el Gobierno suprimió El Relator, desterró a don Santiago Pérez, redactor de aquel diario, y llevó su saña hasta decomisar el papel de imprenta perteneciente a la empresa, para aplicarlo luego, ¡oh, amarga ironía!, a reimprimir el primer pliego del Código Civil, aquel precisamente en que se reproduce el título de la Constitución sobre derechos individuales y garantías sociales.
+«Verdad es que a todos se nos hizo creer, por lo pronto, que se había descubierto una gran conspiración, de que era alma y nervio el señor Santiago Pérez, pero también es que las pruebas de ello no se publicaron nunca, y que no tardó en llegar a la conciencia de las gentes sensatas la convicción de que el señor Pérez no sólo no había entrado en planes revolucionarios, sino que había sido, dentro de su partido, apóstol incansable de la paz; y a pesar de esta convicción, todos nosotros, conservadores dinásticos, históricos, velistas, de todos matices y denominaciones, seguimos guardando silencio y aprobando implícitamente con él, el hecho gravísimo de ser arrojado violentamente de su patria un respetable ciudadano, padre de familia, anciano y pobre, por el único delito de haber hecho oposición pacífica, en su periódico, al Gobierno presidido por el señor Caro, que sin duda considerábamos todos, entonces, perfecto, impecable y sagrado».
+Lo que he dicho antes, pero en distintas palabras. La mayoría de los conservadores que levantaron la bandera de oposición en 1896, y quemaron los ídolos en que antes adoraran, lo hicieron por motivos personales, esperanzas defraudadas, deseos no satisfechos, pues antes les parecía bueno todo el régimen: facultades extraordinarias, decreto de prensa, Ley de Trashumancia, etcétera… No se levantó, y es lo cierto, como lo expresa Martínez Silva, reprochándose a sí mismo, ni una débil voz de protesta o de inconformidad por la suspensión de El Relator, la confiscación de su papel de imprenta y el destierro de don Santiago Pérez. Y esto sin contar con lo que vino después…
+En la Cámara de 1896 ocupó, pocos días después de instalada, su puesto, el único representante del liberalismo, Rafael Uribe Uribe. Desde su primera intervención en los debates echóse de ver que traía a ellos un tono y estilo muy diferentes de los de su antecesor, Luis A. Robles. Este fue en las legislaturas de 1882 y 1894 un terrible y temido adversario del régimen, pero, al propio tiempo, un orador sereno, reposado, que combatió ideas y sistemas, y no hombres. Robles hacía un supremo esfuerzo para demostrar al régimen que no podían perdurar sus prácticas sin grave riesgo para la paz pública y la prosperidad del país. Hacía el último y supremo esfuerzo para conservarlas. Invocaba el patriotismo de todos los colombianos y veíasele buscando afanosamente los caminos de la conciliación y del entendimiento con sus adversarios. Dijérase que usaba de los últimas recursos de la paciencia. Uribe Uribe fue en 1896 y 1898 el orador que anunció inequívocamente al régimen que la paciencia del liberalismo se había agotado, o estaba, por lo menos, a punto de agotarse, y cargó no sólo contra instituciones, prácticas y sistemas, sino también contra los hombres. Fue el orador vehemente, apasionado, ¿por qué no decirlo?, procaz y altanero, cual lo han sido y deben de serlo los precursores e intérpretes de las revoluciones. Los conservadores oposicionistas, consciente o inconscientemente, le facilitaban su tarea demoledora a Uribe Uribe. Eran estos quienes formulaban las acusaciones precisas contra los altos funcionarios del régimen: va un ejemplo, entre muchos: en la sesión da la Cámara de Representantes correspondiente al 18 de agosto hizo el diputado por Bogotá, don José Vicente Concha, la siguiente proposición:
+«Antes de entrar en el orden del día, considérese lo siguiente:
+«La Cámara resuelve:
+«a) Que se nombre una comisión que continúe el estudio del expediente relativo a los fraudes del Ferrocarril de Antioquia, que debe complementarse con los documentos que se hayan obtenido en la Corte Suprema y en el Tribunal de arbitramento de la cuestión Punchard;
+«b) Que se designe una segunda comisión que examine quién, como funcionario público, es responsable de los siguiente hechos:
+«1.º La cesión de los bosques de Chámeza y el contrato de arrendamiento posterior;
+«2.º El contrato y pagos de un ferrocarril de las carboneras de San Jorge en Zipaquirá;
+«3.º Las negociaciones hechas en el Banco Nacional, sobre bonos de Ferrocarril del Norte;
+«4.º El contrato de rescisión celebrado con los elaboradores de cigarrillos, y el contrato en que se compraron cigarrillos habanos y franceses, después de negarse la indemnización por picadura incendiada.
+«c) También se nombrará comisión que examine lo relativo a los pagos del ferrocarril de Santa Marta y del Cauca, hechos del tesoro público.
+«d) Solicitar del respectivo funcionario de instrucción que remita el sumario instruido para averiguar lo relativo a contratos para la conclusión del panóptico de la capital.
+«Todas las comisiones dichas serán nombradas inmediatamente por el presidente de la Cámara:
+«e) Pedir al señor ministro de Guerra los contratos celebrados durante el último trastorno del orden público, en la oficina de cargo:
+«f) Pedir a quien corresponda que, conforme al aparte tercero del artículo 131 de la Constitución, se pase al Congreso una exposición motivada de las providencias legislativas del Gobierno durante la guerra».
+LAS DUDAS DEL DOCTOR CONCHA SOBRE LA IMPARCIALIDAD DE DON CARLOS CALDERÓN PARA NOMBRAR UNA COMISIÓN QUE ESTUDIARA LOS FRAUDES DEL FERROCARRIL DE ANTIOQUIA — EL DUELO PARLAMENTARIO ENTRE LOS DOS GRANDES ORADORES — UNA ANÉCDOTA DE GONZÁLEZ VALENCIA — LOS DISCURSOS DE URIBE URIBE — LA POLÉMICA CON DON JORGE HOLGUÍN — LA DECENCIA DE LOS ORADORES DE LA OPOSICIÓN EN AQUEL ENTONCES. CUANDO NO SE HABLABA DE CHISMES DE DESPENSA, NI SE RECOGÍAN PIEDRAS EN EL ARROYO — EL DEBUT DE GUILLERMO VALENCIA.
+LA PROPOSICIÓN TRANSCRITA originó un acaloradísimo debate. El representante Concha manifestó algunas dudas «sobre la imparcialidad que tuviera el nuevo presidente de la Cámara, señor Carlos Calderón, para resignar las comisiones a que hacía referencia la proposición, presentada antes del nombramiento del mismo señor Calderón Reyes». Los dignatarios de las Cámaras Legislativas como se recordará, eran elegidos sólo para un periodo de treinta días, y ya el general Carlos Cuervo Márquez había cesado en el ejercido de su efímero mandato. Se comprende fácilmente que el representante Concha consideraba desprovisto de imparcialidad a Carlos Calderón Reyes para nombrar comisión que continuara el estudio «del expediente relativo a los fraudes del Ferrocarril de Antioquia, que debía complementarse con los documentos que se hubieran obtenido en la Corte Suprema y en el Tribunal de Arbitramento de la cuestión Punchard», porque el nombre de este y el de su hermano Clímaco, tuvieron capítulo especial en el concepto del ministro de Justicia, Ruiz Barreto, a cuyo examen pasaron los documentos tomados a Santiago Pérez Triana relativos a las negociaciones celebradas para la construcción de los ferrocarriles de Antioquia y Santander. En realidad ningún cargo resultaba para Carlos Calderón, en tales negocios, y los que podían desprenderse de ciertas cartas dirigidas a Clímaco Calderón fueron desvanecidos por él completamente y así deban recordarlo quienes hayan leído la presente Historia de mi vida en la parte destinada al año de 1893.
+Todo el texto de la preposición Concha es una demostración de la inquina o antipatía que su autor tuvo en los primeros años de su brillante carrera pública por los prohombres del independentismo, especialmente por los señores Calderón Reyes, el doctor Felipe Angulo y el general Juan Manuel Dávila. Pasiones y ardimientos de la juventud, porque andando los tiempos el doctor Concha fue rectificando su concepto sobre esos colaboradores en la obra de la Regeneración. Prueba de ello es, tratándose particularmente de Carlos Calderón, que al constituirse en agosto de 1909 el gobierno del general Ramón González Valencia, lo indicó para desempeñar la cartera de Relaciones Exteriores. Refería el doctor Concha que el general González Valencia le ofreció a él ese ministerio, que declinó, más o menos con las siguientes palabras: «Ramón, ¿qué mal le he hecho a usted para que quiera montarme en ese potro?». Ciertamente el Ministerio de Relaciones Exteriores, antes de que se liquidaran definitivamente la cuestión Panamá y los litigios de límites, era de extrema peligrosidad y exponía a los políticos o estadistas que se atrevieran a aceptarlo a las violentas tempestades que contra ellos se levantaban en la prensa y el parlamento. Hace poco leía yo las memorias de Gabriel Hanotaux. Cuenta el anciano exministro de Relaciones Exteriores de Francia, autor de la monumental obra Histoire de la Fondation de la Troisième République, La République Parlamentaire, que cuando estudiaba el bachillerato, uno de sus profesores, que no lo quería bien, solía al reprenderlo concluir, diciéndole: «Joven Hanotaux, usted terminará mal». No le guardó rencor a su antiguo maestro, Hanotaux, y un buen día, después de largos años, lo encontró de manos a boca en el Barrio Latino y se acercó a saludarlo. «¿Qué hace usted ahora», le preguntó el viejo profesor; y Hanotaux, orgulloso, y como para darle la demostración de que sus predicciones habían sido infundadas, le contestó: «Soy el ministro de Relaciones Exteriores de la República». Y el maestro de los malos augurios le replicó inmediatamente y sin inmutarse: «¿No le decía yo a usted que terminaría mal?». Realmente, no le fue muy bien en el Quai d’Orsay.
+El discurso del doctor Concha sobre presunta falta de imparcialidad de Carlos Calderón, originó que se le fulminara al día siguiente con este anatema: «Antes de entrar en el orden del día, considérese lo siguiente: la Cámara de Representantes, por respeto a su propia dignidad y a la de todos y cada uno de sus miembros, y considerando ofensiva a su excelencia el presidente de la Cámara y la mayoría que lo eligió, parte de un discurso pronunciado en la sesión de ayer por el honorable representante por Bogotá, señor don José Vicente Concha, consigna en el acta de este día un voto de censura contra dicho representante, y confía en que para lo sucesivo sabrá él guardar, en el desempeño de su cargo, las conveniencias sociales y el decoro parlamentario».
+Para expresarme en lenguaje familiar diré que la pelea estaba bien casada. Porque si bien Concha desde su primera aparición en la tribuna parlamentaria se exhibió como un orador elocuente, suficientemente preparado, por sus conocimientos jurídicos y una preciosa reserva de anécdotas históricas, Carlos Calderón fue, sin hipérbole, uno de los mejores de su tiempo, de los más aplaudidos, que supo hacerse oír con respeto por sus contendores y los asistentes a las barras, voz clara, de variados timbres, sobrios y elegantes ademanes, acerada lógica, carecían sus oraciones de aquella frondosidad lírica que iba ya pasando, por fortuna, de moda. En la oratoria de Carlos Calderón la profundidad no fue sacrificada nunca por la extensión. Cortaba el discurso, en donde cabía exactamente el corte, para no fatigar al auditorio. Yo le oí en 1892 en el debate que sostuvo con el doctor Luis A. Robles de que era este quien tenía la razón y defendía simpática, así los miembros de la Cámara de Representantes como los asistentes a las tribunas lo escuchaban atentos en medio de aquella unción, aquel impresionante silencio que sólo pueden despertar a los maestros de la palabra. A Concha yo lo oí por primera vez en 1906, cuando defendía en la corte marcial al general Jorge Moya Vázquez. Era realmente un orador, un tribuno admirable al que acompañaba una arrogante figura, de hermosa testa, coronada por abundantes cabellos, que caían en desorden sobre la frente cuando en la vehemencia de la improvisación todo el organismo del orador vibraba cual tocado de corriente eléctrica. Entonces Concha hacía un gesto natural y espontáneo; alzaba su mano derecha para levantar los cabellos que ya ocultaban sus ojos.
+No sé si por desgracia o por fortuna de los discursos de Concha de su primera juventud queda muy poco si no queda nada. Apenas un vago recuerdo en la memoria de quienes los oyeron. Las reconstrucciones que en aquellos tiempos se hacían para la prensa o los anales de las Cámaras Legislativas, que releídas hoy fríamente, dejan la impresión que suscitan en todo ánimo desprevenido las manifestaciones de la pasión exagerada hasta el paroxismo. La misma impresión que produce hoy la tranquila lectura de las grandes oraciones de Emilio Castelar, de Aparisi y Guijarro y de Vásquez de Mella en las cortes españolas.
+Descartando en ellos lo mucho que hay también de exagerado en los discursos parlamentarios de Uribe Uribe en la Cámara de 1896, descúbrese sin embargo un fondo de observación cuidadosa, atenta de los fenómenos políticos, económicos y sociales que afectaban entonces el organismo nacional. Hay en ellos ya la revelación del estadista sereno, reposado, que podría poner freno a la intransigencia partidista, al ser propicia la atmósfera para la saludable transformación. El discurso, va de ejemplo, sobre el impuesto de exportación al café, es una defensa de la industria que era ya desde aquel tiempo base de la economía del país. En él había no sólo el único vocero del partido de oposición en la Cámara, sino también el profundo conocedor de la industria, el agricultor, el hombre de trabajo. Otro discurso de Uribe Uribe en aquellas sesiones tormentosas de 1896 no menos macizo y enjundioso, fue aquel en el que demostró cuán inoperantes y estériles resultan en las justas parlamentarias las recriminaciones políticas y personales, o sea, para expresamos vulgarmente, la exhibición de los errores y las faltas cometidos por hombres y partidos para buscar justificación a los que se cometan posteriormente. Llegado a su plena madurez intelectual y al completo dominio de sí mismo, fue Uribe Uribe el primer colombiano que se diera cuenta cabal y exacta de la infecundidad para el bien de una oratoria vacua encendida sobre la base deleznable de las recriminaciones, de la diatriba, de la contumelia y de las gruesas palabras, oratoria fulgurante si la adoban la elocuencia y la retórica de buen gusto, pero que ofusca y exalta sólo las mentes juveniles y que se pierde con el eco de la voz que le sirve de instrumento. Por lo demás, Uribe se mostraba como un orador de corte moderno, apartado de la vieja escuela romántica, de los tropos y figuras rebuscadas, de la lírica hinchazón que aún tiene cultivadores en esta primera mitad del siglo XX y oyentes tan apasionados, como los oradores mismos, entre la gente moza que prefiere la puntual asistencia a las barras del Congreso a la de sus clases en los colegios y universidades.
+Escogió, como a propósito, de contendor Uribe Uribe, creyendo acaso comérselo vivo, al ministro de Relaciones Exteriores, don Jorge Holguín. Y le resultó el sagaz y fino político carne y huesos muy difíciles de mascar y de roer. El chispeante y diserto orador que tenía el secreto de aplacar las cóleras con un oportuno gracejo y el valor civil y personal tan necesarios para contener, sin fanfarronerías, los desmanes de la palabra enemiga, batióse con Uribe Uribe en la liza parlamentaria, airosa y noblemente, con tal gallardía, que su temible adversario, en un impulso del subconsciente le dio el remoquete: el Príncipe Jorge. En los debates entre don Jorge Holguín y Rafael Uribe Uribe, sobra decirlo, no hubo triste exhibición de chismes de despensa, de conversaciones callejeras, ni de piedras recogidas en el arroyo. Había presentado Uribe Uribe una moción de platónica simpatía en la causa de la independencia de Cuba. Combatióla el ministro de Relaciones Exteriores, alegando que ella equivaldría a romper la neutralidad que Colombia estaba obligada a mantener en el conflicto armado entre Cuba y la metrópoli española, sin tomar a lo trágico el debate, el ministro Holguín hizo una tarde cierto discurso evidentemente demasiado jocoso para el grave tema, y contestándolo la siguiente Uribe Uribe comentó que nuestro canciller debió estar bajo la influencia del exquisito champagne del barón De la Barre de Flandes, ministro de España en Bogotá. Oído lo cual don Jorge interrumpió a Uribe Uribe para decirle: «El champagne que yo tengo en mi casa es mejor que el del señor barón De la Barre de Flandes». Tales eran las inocentes alusiones, y ello muy raras veces, que se permitían entonces entre oradores caballerosos a incidentes de la vida íntima.
+Pocas causas extrañas han tenido en Colombia más ardiente simpatía que la causa de la independencia de Cuba. Nuestro pueblo seguía con la imaginación los combates que libraban los heroicos jefes y soldados de la estrella solitaria contra sus no menos heroicos y empecinados dominadores que para contener la poderosa insurrección llegaron a medidas extremas que reprobó la conciencia universal, hace cincuenta años, más sensible y humanitaria que hoy. Los campos de concentración del mariscal Weller eran mirados con horror por todos los espíritus civilizados y cristianos. En Colombia no se había dejado de amar a España, pero todos los colombianos, unánimemente, los más ostensiblemente y los menos en silencio, encontraban justificado que los cubanos buscaran su autonomía e independencia, por los mismos arduos y fragosos caminos por donde nosotros habíamos encontrado las nuestras. Guillermo Valencia, conservador si los hubo y los hay, directo descendiente de aristócratas españoles, que iniciaba su carrera pública y parlamentaria, estuvo acompañando a Uribe Uribe en la defensa de la moción de simpatía a la causa de la independencia de Cuba. Apenas ensayaba el vuelo el águila caudal de la elocuencia colombiana. No resisten comparación los discursos parlamentarios de Guillermo Valencia en 1896 con las soberbias y majestuosas oraciones que se le han oído después, principalmente a partir de 1903. Dijérase que en aquellos primeros hay la natural timidez de quien teme avanzar en campo que le es desconocido, del respeto supersticioso que todo novato tiene a los consagrados por la fama y la autoridad, más aún si el novato llega de lejana provincia, así haya sido ella antes emporio de cultura y semillero de preclaros varones, el novato, si tiene inteligencia y sentido de las proporciones, tiene un temor natural al fracaso, fracaso que no sólo compromete su nombre sino el buen éxito de una empresa que persigue renovar el brillo de antiguas glorias y de devolver a la tierra nativa el ilustre que empalideciera la corrosiva acción del tiempo. Si por algo grande y trascendente ha pasado a la historia el lejano año de 1896, es precisamente porque él marca el periodo ascendente de una estrella de primera magnitud en el cielo de la cultura patria: la aparición de Guillermo Valencia en el escenario de las letras, del pensamiento, de la poesía y de la política colombianas.
+No había cumplido aún los veintitrés años de su edad en 1896, Guillermo Valencia. Y porque no los había cumplido se acusaba de inconstitucional su elección para miembro de la Cámara de Representantes. Descontado era que el vocero de la acusación sería Uribe Uribe, acusación que se extendía al representante Antonio Burgos, de Panamá. El menor Valencia y el menor Burgos los llamaba en sus fundados alegatos el solitario vocero del liberalismo en el parlamento. Comentando el incidente promovido por esa acusación, decía Carlos Martínez Silva en una de sus revistas políticas lo que copio seguidamente:
+«En la Cámara de Representantes se ha suscitado una cuestión grave, que por primera vez se ofrecía después de la vigencia de la actual Constitución.
+«Es el hecho que dos representantes fueron elegidos, o nombrados, y ocupan asiento en la Cámara, sin tener la edad requerida por la Constitución. Se trataba de saber si la misma Cámara podía declarar la nulidad de tal elección.
+«La Constitución exige (artículo 100), para que alguien pueda ser elegido representante, tres requisitos esenciales: 1.º, ser ciudadano en ejercicio; 2.º, no haber sido condenado por delito que merezca pena corporal, y 3.º, tener más de veinticinco años de edad.
+«Dice luego la misma Constitución (artículo 103), al determinar las facultades peculiares de las Cámaras Legislativas: 4.ª Examinar si las credenciales que cada miembro ha de presentar al tomar posesión del puesto, están en la forma prescrita por la ley.
+«Que los dos ciudadanos de que se trata no tienen la edad prescrita por la Constitución, es hecho perfectamente establecido en la Cámara, con documentos fehacientes, y que parece fue aceptado aun por los mismos interesados.
+«A pesar de esto, la mayoría de la Cámara resolvió que aquellos caballeros, si bien no han podido ser elegidos representantes, lo son de hecho, una vez que en sus respectivas credenciales no se advierte ningún vicio legal de forma, lo que vale decir que fueron expedidas por el presidente del jurado de calificación, en papel de oficio y con el membrete correspondiente.
+«Esta manera de resolver el punto parece contraria a la recta razón, a las prerrogativas de la Cámara y a los más triviales principios de derecho público.
+«En efecto: entre los dos artículos citados de la Constitución no hay conflicto u oposición. El primero trata de los requisitos esenciales y permanentes de elegibilidad; el segundo, de las formalidades que debe tener el documento exhibido como credencial por el elegido.
+«Para decidir sobre la validez de esa credencial no debe examinarse solamente la autenticidad de la firma y el carácter público del que la expide. La expresión “en la forma prescrita por la ley”, de que se vale la Constitución, no puede referirse meramente a la forma externa y material del documento, señalada por la ley de elecciones, sino también a que en la elección misma se hayan llenado las condiciones esenciales y elementales señaladas en la Constitución, que también es ley, y que están virtualmente incorporadas en el código de la materia».
+LA ELECCIÓN DE REYES PARA LA PRIMERA DESIGNATURA. EL VIAJE DEL DESIGNADO A EUROPA — SUS DECLARACIONES EN CALAMAR — EL ACERTADO JUICIO DE MARTÍNEZ SILVA SOBRE LOS ACONTECIMIENTOS POLÍTICOS QUE CULMINARON EN LA ANTERIOR ELECCIÓN — SUS CENSURAS AL TRATADO CON VENEZUELA — LA ADHESIÓN DE SUÁREZ A LA POLÍTICA DEL VICEPRESIDENTE CARO — CUENTOS SUBIDOS DE COLOR DE URIBE URIBE. LA RECTIFICACIÓN DE JUICIOS Y DE ACTITUDES Y EL ACERCAMIENTO POSTERIOR DE LOS ENCARNIZADOS ENEMIGOS POLÍTICOS DE 1896 — ARREPENTIMIENTOS DE CONCHA.
+DE ENTRE LOS MIEMBROS DE la Cámara de Representantes de 1896, adictos al gobierno del señor Caro, fue, sin duda, el más sobresaliente, el señor don Marco Fidel Suárez. Su adhesión tenía el inestimable mérito de todo lo que se funda sobre la base inconmovible de la ideología, de los principios, sin consideración a meras circunstancias personales. Pues ha de saberse que en aquel tiempo era muy tibia la amistad entre señores Caro y Suárez, la que no vino a restablecerse, dentro de su primitiva cordialidad, sino hasta 1897. El señor Suárez era, como el señor Caro, un profundo y sincero convencido de que las instituciones de 1886 no requerían reformas y de que para asegurar la paz de la nación precisaba conservarlas en toda su integridad. La convicción en los principios llevábala el señor Suárez hasta el fanatismo intransigente. Sostuvo él entonces en debate con Uribe Uribe que la ideología liberal debía ser exterminada, lo que se tomó generalmente y se explotó como una excitación que el señor Suárez hacía «a exterminar a cuantos profesaran las ideas liberales». Releyendo el discurso de quien debía dar después tantas pruebas de tolerancia política desde «el primer empleo de la República», porque así llamaba él con cierto naturalismo a la presidencia, se comprende que aquella interpretación fue arbitraria y apasionada, producto de la ardiente, caldeada atmósfera política de la época. Al contestar Uribe Uribe ese discurso del señor Suárez hizo el solitario vocero del liberalismo una de sus mejores y más brillantes oraciones parlamentarias, la que tiene también su parte jocosa. Refiriéndose personalmente al señor Suárez contó que había oído decir de este que era «una paloma», a propósito de lo cual refirió uno de aquellos cuentos antioqueños subiditos de color: que alguna vez en un pueblo de la montaña una abuelita llevó a su nieta, linda mocita de catorce años, al señor cura para que la confesara, previa recomendación al confesor de que no la hiciera preguntas indiscretas, pues la niña era modelo y cifra de mansedumbre e inocencia. Terminada la confesión, la abuela preguntó al cura: «¿Qué le ha parecido mi palomita?». Y el cura le contestó: «Tan inocente como usted lo decía, pero cuídela, que tiene huevo». Parodiando a Núñez, exclamaré: ¡cuán triste nada la de nuestras agitaciones políticas!
+Pienso ahora que después de todas las tormentas políticas de 1895, de las luchas parlamentarias, encarnizadas y ásperas entre hombres prominentes de todos los bandos y partidos, vino a la postre para ellos rectificación de juicios, de actitudes, comprensión mutua, mejor entendimiento, reconciliaciones y olvido. Ataca Concha a Caro acerbamente y sin miramientos, violando elementales reglas de discreción, echando en olvido que Caro había sido su maestro, su amigo, su jefe, casi que pudiéramos decir, su protector. Y Concha, calmada la pasión, se arrepiente noblemente y como sincero cristiano de sus fieras acometidas y torna a ver en Caro la luminosa cumbre moral, la luminosa cumbre intelectual que fue, sin hipérbole, el más insigne polígrafo colombiano en la segunda etapa de nuestra vida independiente. No habla Concha de Caro desde 1903 sino con el más profundo respeto, dijérase que con religiosa unción, y se consagra en silencio a venerar su memoria. Ya he dicho antes que indica a Carlos Calderón, otra de sus víctimas de 1896, para el puesto de mayores responsabilidades morales que tenga nación cualquiera y en donde se necesita la mayor devoción para los intereses patrios. Se atacan mutuamente y mutuamente se pintan como demonios infernales Suárez y Uribe Uribe y concluyen ellos respetándose, estimándose en todo lo mucho que valían y de aliados políticos trece años después, en 1909, cuando Uribe Uribe consigna y firma su voto para presidente de la República por el señor Suárez, candidato vencido por el general Ramón González Valencia, por un escaso número de sufragios. Aliados políticos fueron también posteriormente don Jorge Holguín, el Príncipe Jorge, y el general Uribe Uribe. Lo que ha ocurrido aquí ocurre en la política de todos los países: los enemigos de hoy, son los aliados de mañana, y viceversa. Lo cual parece aconsejar a los políticos moderación y compostura en el lenguaje, no inferir a sus adversarios heridas de aquellas que no se cierran nunca, y practicar el adagio vulgar que, como todos los adagios, encierra una gran verdad: nunca digas de esta agua no beberé.
+Proseguían las sesiones de las Cámaras Legislativas entre truenos y relámpagos, y sin embargo hubo algo en que el partido de Gobierno, despedazado, llegó a un acuerdo: la elección de designado para ejercer el Poder Ejecutivo. Recayó ella, casi por unanimidad, en el señor general Rafael Reyes. Mis lectores se preguntarán: ¿Qué era entretanto del general Reyes? ¿Qué pensaba? ¿Qué decía sobre la situación política? ¿Hacia qué bando o fracción del partido de Gobierno se inclinaban sus preferencias o simpatías? Nombrado el general Reyes por el presidente Caro en el mes de abril enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Francia, salió de la capital acompañado de toda su familia en los últimos días del mes de mayo, se embarcó en Puerto Colombia en el vapor francés el 5 de junio. Hizo el viaje en el río Magdalena en el Miguel A. Caro, de la Compañía del Dique, y pasó por Calamar en la noche del 2 de junio. Lo recuerdo con exactitud porque hice parte de la comisión que la Asamblea de Bolívar mandó a Calamar a presentarle al vencedor en Enciso una entusiástica proposición de saludo. Y recuerdo más: lo propio hizo el Concejo Municipal de Cartagena y su comisionado fue el acaudalado y respetable hombre de negocios don Bartolo Martínez Bossio. El general Reyes respondió a los discursos que le dirigieron los presidentes de las comisiones de la Asamblea de Bolívar y del Concejo Municipal de Cartagena, con una de aquellas improvisaciones suyas que en el fondo no decían nada, ni lo comprometían políticamente. Expresó, como siempre, que era soldado de la autoridad y de la ley hizo caluroso elogio del presidente Caro, invitó a apoyarlo, pero también formuló votos por la unión del partido, sin determinar cuál, y como nunca le gustó hacer de Casandra, vaticinó que las sesiones del próximo congreso serían tranquilas y fecundas en bienes para la República. Añadió que se iba a Europa a servirle al país y a educar a sus hijos, desnudo de toda ambición. Y resultaba curioso ver cómo cada quien interpretaba los discursos y arengas del general Reyes al acomodo y a las ideas del intérprete. Los nacionalistas comentaban: «Es de los nuestros y apoya incondicionalmente al señor Caro». Los históricos, a su turno: imprueba la división del partido y desea que se nos atraiga y se nos trate mejor. Los impacientes de verlo en la presidencia: «Será el candidato indiscutible». Los reyistas tímidos: «El caudillo no quiere empeñarse en luchas cívicas, no tiene ambiciones y se retira por el puente de plata que le ha tendido el señor Caro». Maravilloso arte el del general Reyes; a nadie disgustaba y en todos los corazones hacía nacer esperanzas. Con tal conducta y con tales antecedentes, quién iba a atreverse a osar disputarle una designatura en la que sería una garantía para el presidente Caro porque en realidad el general Reyes fue siempre un soldado de la autoridad y de la ley. Y también una esperanza para los conservadores disidentes, que para sus adentros se dirían: puede que el señor Caro se retire, o se muera, y que el general Reyes se encargue del poder y nos atraiga, pues su política tiene el lema de atraer y no repeler. Unos pocos, de entre estos últimos, veían claras las cosas y no se hacían ilusiones. De ellos don Carlos Martínez Silva, que comentaba así en su revista política de El Repertorio Colombiano la elección del general Reyes:
+«La elección de designado, hecha en el señor general Reyes, ha sido, pues, como tenía que ser, un triunfo completo para el señor Caro; y la prueba de ello es que verificado aquel acto, las que al principio se mostraron fuerzas libres en las Cámaras, o por lo menos en vía de serlo, quedaron disueltas de hecho e incorporadas en masa en el nacionalismo, jurando en él banderas y reconociendo sus jefes y señores naturales: quod erat demonstrandum. En nuestra primera revista anunciamos que eran seis los subdisidentes; nos equivocamos, y rectificamos hoy, diciendo que ellos han quedado reducidos a una fracción de la unidad.
+«No habría sucedido eso si hubiera habido en las Cámaras un grupo respetable de conservadores que de veras hubieran pensado en algo serio para el porvenir. La candidatura del general Quintero Calderón, que era lo único claro y definido, habría caracterizado la situación, y aun derrotada, habría sido de fecundas consecuencias. El grupo que la hubiera sostenido representaría hoy en las Cámaras un elemento saludable de reacción, habría sido una esperanza para más tarde, y en torno de él hubiera empezado a compactarse el disuelto Partido Conservador.
+«Fue eso precisamente lo que vio con toda claridad el señor Caro, y justo es reconocerle la habilidad con que conjuró el peligro que le amenazaba, dando a entender que su candidato para la designatura era el doctor Roldán, para ver de conseguir de este modo una transacción que salvara en todo caso su responsabilidad hoy, y afianzara su política para lo futuro. El juego ha sido limpio y bonita la partida.
+«Ante todo y sobre todo debía querer el señor Caro que no figurara como cosa seria la candidatura de Quintero Calderón, pues sólo con ello conseguía que las Cámaras Legislativas, compuestas casi en su totalidad de miembros del antiguo Partido Conservador, dieran un voto explícito de repudiación a la política iniciada en la presidencia de cinco días por el general Quintero, y consiguientemente, de adhesión y aplauso a la del actual jefe del Gobierno. Conseguido esto, que era capital, lo demás debía venir como por añadidura.
+«Y cómo no ha de ser causa de profunda perturbación y desaliento en las rotas filas del Partido Conservador, ver que los que se dicen sus abanderadas y voceras, postergan y repudian al hombre que representaba quizá la única esperanza de la causa, y que figura en todo caso como una de las más puras glorias de la patria.
+«Y lo que más duele es ver que esta postergación se deba a las que, reivindicando el nombre conservador, pretendían alzar contra el nacionalismo el pendón de la honradez pública y privada, del desprendimiento, de la buena administración de los interesas generales, de la sencillez y la moderación en el Gobierno, de la condenación del espíritu de caudillaje y de la concordia entre los sanos elementos que aún quedaran de aquel partido».
+La verdad es que el señor Caro había logrado dominar la oposición que asomó en las Cámaras apenas instaladas y que, muy hábilmente, insinuó la candidatura del general Reyes para designado, desbaratando así la suposición de que la suya era la del doctor Antonio Roldán, por la cual no movió un dedo. En cambio sí llamó a este al Ministerio de Gobierno, al Ministerio de la Política, que era lo que realmente deseaba para desarrollar una de más vastas proyecciones. La oposición en la Cámara quedaba reducida, y así se comprobó al intentar una formal acusación al exministro de Hacienda, don Carlos Uribe a doce representantes, y en el Senado había sólo un oposicionista franco y tenaz, el general Manuel José Uribe. El hecho que llegó a complicar la política del Gobierno fue, sin duda, la festinada proclamación de la candidatura del general Reyes para presidente en el próximo periodo constitucional, como lo explicaré después.
+Tan asegurada creyó su mayoría el Gobierno en las Cámaras Legislativas, que el 16 de noviembre se dictó decreto prorrogando indefinidamente las sesiones del Congreso y se presentaron al Senado los dos tratados Holguín-Silva Gandolphi. El primero de ellos se denominaba «de paz y alianza defensiva entre las Repúblicas de Colombia y Venezuela» y, el segundo, «de navegación y comercio fronterizos, y sobre ejecución del laudo de límites entre las Repúblicas de Colombia y Venezuela». Este último comenzaba por reconocer que dicho laudo quedó ejecutoriado y tenía carácter definitivo inapelable. Reconocimiento que constaba además en un acta independiente del tratado, suscrita por el señor don Jorge Holguín, ministro de Relaciones Exteriores, y por el señor Silva Gandolphi, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Venezuela, en la cual se establecía, en caso de no ser aprobado el tratado respectivo, «cada una de las dos Repúblicas reasumiría la posición y derechos que les reconoció la sentencia arbitral, y podrá proceder a tomar posesión de los territorios que le fueron adjudicados».
+Don Carlos Martínez Silva no pudo menos de manifestar que tal declaración era la más segura garantía de paz entre las dos naciones y que bien fijado este punto, lo demás podía discutirse tranquilamente en vista de las necesidades y conveniencias de los dos pueblos hermanos. Son palabras textuales de la revista política de El Repertorio Colombiano del mes de enero de 1897. Luego resultaba axiomático que el gobierno del señor Caro manejaba con singular acierto y competencia las relaciones exteriores de la República y que no comprometía sus vitales intereses en negociaciones impremeditadas.
+Se explica fácilmente que la prensa liberal combatiera desde el primer momento el tratado de alianza defensiva entre las Repúblicas de Colombia y Venezuela, y lo combatía, más que por la alianza misma, por su artículo 10, que decía así: «Ninguna de las partes contratantes permitirá que los refugiados en su territorio a causa de circunstancias políticas o por hechos que hayan resultado de ellas, ataquen la seguridad pública del país a que pertenezcan, promoviendo sediciones desde el lugar donde residan. En tal caso, el Gobierno interesado que descubra estos manejos pedirá que sean retirados de sus fronteras al lugar que ellos elijan dentro del territorio de la República donde se hallen refugiados, y que no podrá distar de aquellas menos de cuarenta leguas».
+Censuraba Martínez Silva el tratado de alianza defensiva porque en su concepto «sólo serviría, quizá, para despertar alarmas entre nuestros vecinos del sur y lo natural sería que ellos a su vez trataran de formar nuevas como: naciones con otros pueblos». Y añadía: «Queriendo así dar una muestra de simpatía a Venezuela, que es por lo demás innecesaria, por las buenas relaciones que han mediado entre los dos pueblos, correríamos el riesgo de sembrar los gérmenes de una política de desconfianza en la parte norte de nuestro continente».
+Las críticas del director de El Repertorio Colombiano al tratado sobre navegación y comercio fronterizos y de tránsito y sobre ejecución del laudo sobre límites entre las Repúblicas de Colombia y Venezuela fueron más severas, pero con todo el respeto que le es debido a autoridad tan eminente yo encuentro que fueron muy expuestas con cierta ligereza y tono de polémica de prensa. Concluía así la sintética crítica Martínez Silva: «La impresión general producida en el público con la lectura de estos tratados, es altamente desfavorable, y por lo que hemos hablado con muchos miembros de la mayoría del Congreso, las Cámaras no le otorgarán su aprobación, ni aun en el caso de insistencia de parte del Gobierno». Lo cual sí era cierto. Y hablando de la actitud del ministro de Relaciones Exteriores en los debates parlamentarios sobrios tratados en cuestión, decía lo siguiente: «Ningún ministro del señor Caro se había mostrado antes tan respetuoso de la representación nacional como el señor Holguín en esta solemne ocasión. Sus palabras dejan comprender bien claramente que, a su juicio, hay circunstancias en que al Gobierno más absoluto le conviene tener alguien con quien compartir la responsabilidad de ciertos actos: y si no interpretamos mal el pensamiento del señor Holguín, lo que él ha dado a entender al Senado es que, si allí tuviera puesto hoy, habría sido el primero en levantarse para combatir los tratados que llevan su firma».
+He creído conveniente leer el discurso de Holguín a que se refiere Martínez Silva. Lo encontré en la colección de La Época correspondiente a diciembre de 1896, y francamente declaro que, conociendo como conozco el estilo de polémica parlamentaria de don Jorge Holguín, chispeante y un tanto guasón, lo que él quiso expresar, y lo expresó muy claro, fue que si se encontrara en la posición del senador general Manuel J. Uribe de fiero oposicionista, también combatiría los tratados. Algo parecido a lo que le oí muchos años después en la Cámara de Representantes: «Yo también sería liberal, pero no me dejaron serlo los Pérez».
+Comprendió el señor Caro que los tratados serían improbados y estando reunido el Congreso en sesiones extraordinarias convocadas por el Poder Ejecutivo, procedió en uso de una facultad constitucional a clausurarlas, después de pasar un mensaje al que no vaciló en darle el epíteto de monumental, que comenzaba así: «El deplorable apasionamiento a que han dado lugar en esta capital fuera del recinto de las Cámaras Legislativas, los tratados públicos concluidos por los plenipotenciarios de Colombia y Venezuela, y sometidos a vuestra ilustrada de liberación, persuade que el actual momento no es propicio para que el Congreso Nacional pueda dar un voto sereno y definitivo sobre tales actos diplomáticos».
+EL ADMIRABLE MENSAJE DEL VICEPRESIDENTE SOBRE LA INCONVENIENCIA DE DISCUTIR EN EL CONGRESO DE 1896 LOS TRATADOS PÚBLICOS CON VENEZUELA — EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL ILUSTRE PATRICIO. LOS PÁRRAFOS MÁS ELOCUENTES Y SABIOS DEL LUMINOSO DOCUMENTO — EL CONCEPTO DEL INSIGNE HUMANISTA SOBRE EL GENERAL FRANCISCO DE PAULA SANTANDER — LAS MEZQUINAS OPINIONES DE MEZQUINOS ESCRITORES SOBRE EL FUNDADOR DE LA REPÚBLICA Y TRIUNFADOR DE BOYACÁ — LA AMISTAD COLOMBO-VENEZOLANA DESDE CARO HASTA SANTOS.
+CONTINÚA EL MENSAJE DE CARO exponiendo las razones por las cuales consideraba inconveniente, en aquellos días de deplorable apasionamiento, debatir los tratados públicos concluidos por los plenipotenciarios de Colombia y Venezuela, y entra en el fondo de la cuestión, después haciendo la defensa de estos con la elevación de lenguaje y de pensamiento que predominaron en todos los papeles de Estado del célebre humanista. El fervoroso culto que Caro consagró a la memoria del libertador la condujo rectamente a profesarle amor y ardiente simpatía a la tierra en donde vio la luz del mundo el genio incomparable. No tuvieron Venezuela, ni sus grandes hombres, ni su pueblo, mejor, constante y fiel amigo que Caro, y lo fue hasta su muerte. Pienso por ello que acercándose el centenario del nacimiento de nuestro egregio compatriota —Caro nació el 10 de noviembre de 1843—, el Gobierno de la nación hermana cumpliría acto de justicia y grato reconocimiento asociándose a esa conmemoración.
+Si desde algunos puntos de vista el monumental mensaje a que vengo refiriéndome puede ser, hoy mismo, materia de discusión y se prestan a ejercitar, el derecho de disentir, no así el noble y generoso espíritu de confraternidad que lo animaba, ni el método indicado para resolver las cuestiones adjetivas pendientes, no sólo entre Colombia y Venezuela, sino entre todas las naciones indoamericanas. Método de conciliación y de armonía, rechazo de las fórmulas agresivas y violentas, que pueden imponerse transitoriamente y triunfar por circunstancias accidentales, pero que siembran nuevos gérmenes de discordia y dejan en el alma de los pueblos profundos y amargos resentimientos. Dijérase, y se diría la verdad, que Caro fue uno de los precursores del panamericanismo.
+Destacaré algunos de los párrafos más elocuentes y sabios del luminoso mensaje: «Si un economista célebre, dando expresión científica a un sentimiento cristiano, enseña que “los intereses son armónicos”, por lo menos tratándose de intereses de pueblos hermanos no es posible poner en duda este principio fecundo, y debemos creer que si la fórmula de aquella amonta no se descubre y no se sanciona, no será porque aquella no existe, sino porque la malicia humana se empeña en oscurecerla o rechazarla. El pensamiento queda desarrollado en la siguiente cláusula: “No se me oculta, empero, que este ideal de los que permanecemos fieles a la tradición, no puede realizarse por meros actos oficiales; y los hombres pensadores y patriotas, lejos de ceder por debilidad o egoísmo al impulso de pasiones insanas, deben entretanto ilustrar la opinión con las enseñanzas de la historia, y fomentar corrientes de simpatía”».
+Más para mí la parte más enjudiosa del memorable documento se encuentra en los siguientes párrafos:
+«Podrá acaso pensarse que en la época en que se disolvió la Gran Colombia, en medio del vértigo de autonomía, de las pasiones de partido y de las emulaciones de caudillos, hubiese prevalecido el espíritu de discordia, cuyas recientes manifestaciones lamento; pero no lo consintió el sacro fuego del verdadero y amplio patriotismo que alentaba en el pecho de los fundadores da la República. Los congresos mismos de Valencia y de Bogotá, que sancionaban la separación como inevitable, no podían dejar de deplorarla como dolorosa, y anunciaban a los pueblos que los lazos que parecían desatarse se habrían de anudar estrechamente en nueva forma.
+«Y en cuanto a los próceros granadinos, baste recordar la actitud que respecto de Venezuela asumió el héroe de Boyacá como primer presidente de la Nueva Granada.
+«No bien se encargó del gobierno el general Santander, tomó empeño en que se celebrase con la vecina república un tratado, que se concluyó y firmó, en efecto, por los respectivos plenipotenciarios en Bogotá, a 14 de diciembre de 1833. Aquel tratado, no sólo de amistad, comercio y navegación, sino también de alianza y de límites, y en este particular inmensamente más ventajoso para Venezuela que el novísimo tratado, fue entonces oficialmente anunciado al público con un acto cuya conclusión era tan deseada por los amigos sinceros de la libertad y el orden, y de la prosperidad y crédito de ambas repúblicas: necesario para fijar las relaciones de dos pueblos tan conexionados por la identidad de instituciones y de intereses y comunidad de sacrificios, y que contenía estipulaciones muy liberales y filantrópicas, que harán eterna su fraternal amistad y los honrarán a los ojos del mundo culto, por lo cual no podía abrigarse duda alguna de que examinado por los Congresos de los estados respectivos en las sesiones inmediatas, merecería su aprobación y sería ratificado sin modificación alguna.
+«Sólo se cumplió este pronóstico en cuanto al Congreso granadino, que de buen grado aprobó el tratado en 1834. El espíritu de oposición parlamentaria, que siempre necesita cebo, echó por otro camino, y, acorde en las cuestiones de límites y alianza, atacó con violencia en 1835 y 1836, y obtuvo se improbase ruidosamente, otra convención con Venezuela, sobre división de la deuda colombiana, firmada por el mismo negociador señor Pombo, la que, más adelante, vino a ser reconsiderada y aprobada por los primitivos opositores.
+«Cuanto al tratado general de 1833, en 1836 el secretario del Interior y Relaciones Exteriores, señor Pombo, anunciaba al Congreso que, habiendo quedado aquel acto pendiente de aprobación legislativa en Venezuela, el presidente de dicha República había propuesto una prórroga del plazo para el canje, en lo que había convenido el ejecutivo, persuadido del “vivo interés” que tomaba en el asunto el jefe de la nación vecina. En la segunda administración de la Nueva Granada, presidida por el doctor Márquez, el secretario de Estado en los citados departamentos, general Herrán, anunciaba al Congreso de 1839 que el Poder Ejecutivo había creído conveniente negociar con el Gobierno venezolano una nueva prórroga, para el canje del tratado de 1833. En la tercera administración, o sea, la del general Herrán, el negociador de aquel tratado, don Lino de Pombo, fue enviado a Venezuela en misión diplomática, y con encargo especial de recabar la reconsideración y aprobación del tratado de 1833, y aunque nada obtuvo en punto a límites, firmó sin embargo en Caracas, a mediados de 1842, dos tratados cuyas ratificaciones fueron canjeadas en Bogotá en 1844: uno de amistad y comercio, que ha quedado vigente, pero no en la parte comercial, y otro especial de alianza, que años después caducó.
+«Por manera que si no llegaron a arreglarse de un modo completo y por lo mismo sólido, las relaciones entre los dos países, y hubieron de surgir luego recelos, desabrimientos y dificultades cuyos efectos hoy mismo experimentamos, no fue a la verdad por falta de buen deseo ni de activa diligencia por parte de los hombres eminentes que en los periodos citados presidían en ambos países, ni de sus ilustres colaboradores. Su labor no fue, empero, estéril: porque, si bien es cierto que a pesar de ella no hemos podido reparar todos los males causados por la disolución de la Gran Colombia a la fuerza y crédito de los pueblos que la constituyeron, sin esa labor aquellos males habrían adquirido proporciones enormes e irremediables».
+Anoto, de paso, que en lo trascrito el señor Caro llama a Santander el Héroe de Boyacá, cortando de un tajo con indiscutible autoridad, porque él sí sabía lo que decía y por qué lo decía. La mezquina polémica entre historiadores de bandos que pretenden discutirle al prócer granadino su decisiva participación en la batalla que aseguró la independencia de la patria.
+Como las oposiciones son ciegas y no las presiden generalmente ni la lógica, ni el respeto a la Constitución y a las leyes, se pretendió desconocer en 1896 el derecho que tenía el Poder Ejecutivo a clausurar las sesiones extraordinarias del Congreso en cualquier momento. Se adujo en una proposición presentada a debate en la Cámara de Representantes en 1896 que el ejecutivo carecía de facultad para retirar del Congreso tratados públicos que hubiera sometido a consideración, con lo cual se fingía olvidar el texto del mensaje del señor Caro. Él no retiró los tratados y se limitó a recomendar que no continuaran discutiéndose dentro de atmósfera de deplorable apasionamiento e indicaba que su estudio podía continuarse en las sesiones ordinarias del Congreso de 1898.
+Desaparecidos con el tiempo —¡y cuán largo fue!— los deplorables apasionamientos, y bajo una atmósfera serena de más perfecto entendimiento, cupo a la buena fortuna acompañar a los Gobiernos de Colombia y Venezuela presididos, respectivamente, por el señor doctor Eduardo Santos y el señor general Eleazar López Contreras, liquidar para siempre, con sello de perennidad, en tratado inobjetable, que no puede tachar ni aun el más exagerado e intransigente celo, las diferencias fronterizas que durante cinco lustros perturbaron las relaciones diplomáticas de los dos Estados. Las estipulaciones de él no son, naturalmente, idénticas a las de 1896. Mas sí lo son su espíritu y su laudable finalidad. Juzgo que Santos y López Contreras hicieron con acto tan trascendental la mejor y más grata oferta a los manes de nuestros comunes próceres y de los estadistas del uno y del otro pueblo que durante el pasado siglo trabajaron afanosamente porque el futuro los encontrara tan cordial y estrechamente unidos, cual lo estuvieron en la gesta de su emancipación.
+Suspendo la sintética relación de los más notables acontecimientos sucedidos en nuestra política interna durante 1896, de muy escaso provecho para el lector, para engolfarme en la vida literaria de aquella remota época, y de otras características suyas.
+LOS PERIODISTAS LIBERALES DE 1896. CARLOS ARTURO TORRES, PERIODISTA DE COMBATE Y PROFUNDO PENSADOR — EL REPUBLICANO — LA VIOLENCIA DE URIBE URIBE — LOS PERIÓDICOS CONSERVADORES DE LA ÉPOCA — LOS EDITORIALES DE CARO EN EL DIARIO DE JUAN A. ZULETA — LAS COLABORACIONES DE DON MIGUEL SAMPER EN EL HERALDO — LA TRÁGICA FUGA DE LA VIDA DEL POETA COLOMBIANO DE MAYOR ORIGINALIDAD Y MÁS HONDA INSPIRACIÓN DEL SIGLO XIX. UNA ADMIRABLE CRÓNICA DE DANIEL ARIAS ARGÁEZ — LAS VERDADERAS CAUSAS DEL SUICIDIO DEL GRAN POETA — SU FRACASO ECONÓMICO — SUS TENTATIVAS DE INDUSTRIAL — LA GENERACIÓN DE FIN DE SIGLO Y SU LUGAR EN LAS LETRAS NACIONALES.
+EL PERIODISMO POLÍTICO ES también un género de la literatura. Para escribir sobre política se necesita saber escribir. Por lo menos un poco de gramática y tener ideas. Siempre ha sido el periodismo político de Colombia, uno de los mejores, si no el mejor de la América Latina. En 1896 se publicaban en Bogotá dos diarios liberales excelentes: El Republicano y El Derecho. El primero estaba dirigido por Rafael Uribe Uribe, Diego Mendoza y Carlos Arturo Torres. Hacer el elogio de ellos es redundante. Uribe Uribe fue uno de los publicistas más castizos de que tenga memoria el crítico. Conocía a fondo el idioma y todos sus secretos. Tan vehemente y apasionado, en 1896, como lo era en la tribuna parlamentaria. No menos castizo Diego Mendoza, pero también, no tan vehemente y ocasionado como Uribe Uribe, sin dejar de ser un combativo sin miedo. Carlos Arturo Torres realizaba el tipo del periodista doctrinario, del pensador, que aun en el más insignificante hecho cotidiano, encontraba la razón filosófica y el recóndito móvil. Veía y tomaba las cosas por lo alto. No recuerdo que de su pluma hubiere salido nunca, ni agravio, ni insulto contra nadie. Perseguían el mismo fin Uribe Uribe, Mendoza y Torres, más con distintas modalidades de temperamento. El fin principal era el triunfo del liberalismo en las elecciones de 1896, pues para ello fue fundado El Republicano, que, por lo tanto, tuvo vida efímera. Sus tres directores no respiraban el mismo ambiente espiritual. Ya Uribe Uribe estaba resuelto a poner en marcha la violencia colectiva para derribar el régimen imperante. En el periodista predominaban las maneras, el estilo, los métodos de un caudillo militar, al propio tiempo que el letrado. Mendoza y Torres fueron los auténticos representantes del liberalismo civilista. Recibían las inspiraciones de Aquileo Parra, Salvador Camacho Roldán y Nicolás Esguerra. Buscaban el descrédito y la ruina del régimen con las armas de la razón y los recursos del compromiso político. De ahí la tendencia que en ellos predominaba, a mi ver equivocadamente, de entenderse con los conservadores históricos y de apoyarlos en sus embestidas contra al Gobierno nacionalista. Naturalmente los acontecimientos posteriores separaron a los tres codirectores de El Republicano y entiendo que sus mutuas relaciones personales quedaron casi rotas, particularmente las de Uribe Uribe y Torres. El Derecho, otro diario liberal, dirigido por Adolfo Cuéllar, estaba muy bien redactado, y recibía las influencias de la fracción civilista, la que hasta entonces era en la capital de la República la más numerosa aparentemente.
+La prensa conservadora estaba muy digna y honrosamente representada por el decano de los diarios capitalinos, El Telegrama, dirigido por don Jerónimo Argáez; El Correo Nacional, por Rufino Cuervo Márquez; La Época, por Juan A. Zuleta; El Orden, por Antonio M. Silvestre, y El Heraldo, por José Joaquín Pérez. El Telegrama, continuaba apoyando al gobierno del señor Caro, mas no con tanto calor y entusiasmo como en 1894. En sus editoriales se notaba la ausencia ya de la pluma de José Vicente Concha. Jerónimo Argáez quiso hacer siempre de su diario un órgano moderado, preferentemente de información y de buena literatura. El Correo Nacional, valga decirlo, no decayó en las manos de Rufino Cuervo Márquez y se leía con tanto agrado como en el tiempo en que fue dirigido por Carlos Martínez Silva. En su colección se pueden leer editoriales muy buenos y vibrantes, pero de distintos estilos. Se comprende que Cuervo Márquez tenía un grupo de competentes colaboradores. Ya en 1896 la tendencia de El Correo Nacional se marcaba claramente. Apoyo a la candidatura presidencial del general Reyes e inclinación a combatir el gobierno del señor Caro, si este llegaba a poner obstáculos al triunfo del vencedor de Enciso. La Época, de Juan A. Zuleta, proclamó la candidatura de Reyes, considerándola símbolo perfecto del nacionalismo imperante. En algunos de los editoriales de La Época, se descubre la garra del león; la pluma incomparable de Caro. El diario de Zuleta no tuvo larga vida y presumo que lo suspendió voluntariamente cuando no le fue posible conciliar su amistad política y personal muy íntima y estrecha con el señor Caro, con su adhesión a la candidatura Reyes. El Orden fue un bisemanario muy bien presentado y se adivina que en él se refugiaban escritores que deseaban conservar, impenetrablemente, la reserva y el anonimato. Por eso se le buscaba y se le leía con interés. El Heraldo, de José Joaquín Pérez, también bisemanario, había alcanzado una vasta circulación, por su sección literaria, que estaba compuesta con el mejor gusto y cuidadosamente seleccionadas las composiciones en prosa y verso que allí se insertaron. Pero a más de ello a la popularidad de El Heraldo, contribuyó la colaboración de don Miguel Samper, experto sin par en las cuestiones económicas y financieras, que dentro de la mayor circunspección y serenidad, criticaba las finanzas del régimen, o sea, su lado más vulnerable. En sus artículos, don Miguel Samper aunaba la ciencia a la amenidad, lo abstruso de los temas con la diafanidad y la sencillez. Hoy mismo se leen con interés y atención sostenida. La batalla en que se empeñó para combatir el papel moneda no tuvo tregua, ni reposo, y para demostrarle al país que no la inspiró jamás interés partidista, ni malsana pasión, sino un interés nacional, no la interrumpió con la muerte del señor Núñez. Yo creo que el recurso más eficaz, para combatir a los regímenes políticos es el de atacarlos, con razones y fundamentos, desde un plano elevado y científico, en sus organizaciones financieras y económicas, si no son buenas y resulten notoriamente perjudiciales para la economía de los pueblos. Y si impugnador o crítico de las finanzas le acompañan cual ocurría con don Miguel Samper, una autoridad moral intachable, un ejemplar desprendimiento, que trasmite al lector la sensación de que el crítico no está haciendo la defensa de intereses personales, ni busca por torcidos caminos hacer negocios que acrecienten su peculio, su labor habrá de ser mortífera, más que cruentos combates, para los Gobiernos.
+Al evocar la vida literaria de 1896 conmueve aún nuestra mente y nuestro corazón el recuerdo de la noche del 23 de mayo, en la que voluntariamente puso fin a sus días José Asunción Silva, quien fue, a mi juicio, el poeta nacional de mayor originalidad, de más honda inspiración, de maneras más elegantes que tuvo Colombia durante todo el curso del siglo XIX, ya entonces próximo a entregar en el torrente de la historia. Y digo nacional porque lo fue indudablemente, por el contenido de sus versos, por su espíritu, por el ambiente de que los rodeó y por el ambiente en donde le cupo en gracia recibir el rayo de la inspiración. No es naturalmente Silva el poeta surgido de las entrañas del pueblo y para el pueblo. No cantó como Julio Flórez nuestra exuberante naturaleza bravía y salvaje, aún no aliñada por los artificios de la civilización. Hombre de una sensibilidad refinada, habiendo nacido y vivido dentro del medio más culto, y si cabe aristocrático de nuestra sociedad, de este recibió los gustos, la inspiración y las maneras. Fue un modernista, a semejanza de Rubén Darío, pero a desemejanza de Darío, no cantó al cisne de Leda, ni a las princesas tristes, ni los encantos de Versalles. «Los maderos de San Juan» despiertan en el alma la suave nostalgia de los días infantiles, evocan el recuerdo de nuestras abuelas y reviven el ambiente de la virginal inocencia que fue el marco de los días felices y bulliciosos de todos los niños colombianos. «Día de difuntos» reconstruye, con impresionante exactitud, el que pudiéramos llamar ambiente de Bogotá, de la antigua Bogotá, el dos de noviembre, cuando tañían fúnebremente las campanas de treinta iglesias y caía sobre la ciudad sobrecogida, en gotas lentas, una lluvia no menos triste que el recuerdo de los muertos amados. Y el propio «Nocturno», a más de su lírica y honda inspiración, reconstruye el paisaje, pinta los colores y las sombras de las claras noches de luna en la Sabana de Bogotá. Los cuerpos enlazados forman hoy y formarán mañana «una sola sombra larga», bajo esas noches de luna, caminando por sobre los silenciosos y desiertos caminos y avenidas de la Sabana de Bogotá…
+Pienso con Tomás Cuenca que si el suicidio fuera una cobardía, habría infinidad de suicidios, y que exceptuando los casos de locura, quien se arranca la vida demuestra más que valor, heroísmo. Tratándose de Silva, lo demostró en grado máximo. Tal fue la estoica resignación, la fría calma y la elegancia con que preparó hasta los más nimios detalles de su voluntaria eliminación. Una crónica de mi dilecto amigo Daniel Arias Argáez, magnífico escritor sin pretensiones, íntimo amigo de Silva, describe con patética sencillez su última entrevista con este, cuando ya tenía resuelto emprender el misterioso viaje. La crónica se titula «La última noche de José Asunción Silva», y no resisto la tentación de copiarla textualmente, porque es un documento humano de gran valía. Dice así:
+«Silva está en la puerta de su casa.
+«Con cierta frase familiar de amistosa reconvención, que evocaba el recuerdo infantil de las chirigotas que en los colegios de niños se permiten como correctivos a los escolares retardatarios, acogióme José Asunción en esa noche de eternas remembranzas.
+«Cuántas veces he pensado en la “ronda” inmortal que con aquellas palabras, de aparente banalidad, hubiera creado, con el sortilegio de su arte, el ingenio sutil que escribió “Los maderos de San Juan”.
+«¡Y cuán grande hubiera sido la emoción estética producida en viejos e infantes con la música policroma de esos versos, hermanos a través de aquellas casi desconocidas maravillas, de rítmicos ritornelos, tan adormecedoras como sugestivas y cadenciosas!
+«José Asunción quiso significarme que llegaba demasiado tarde a una visita de disolución y, al pronunciar cariñosamente sus sencillas palabras, levantó en alto un elegante candelabro de guardabrisa, con cuyo fulgor iluminó la senda que principiaron a recorrer los amigos que se alejaban de la mansión en que vivía con su familia el glorioso innovador de la lírica castellana.
+«Eran las once de la noche. El dueño de casa, culto y refinado como de costumbre, estaba de pie bajo el dintel de la puerta; en la mano izquierda sostenía el pequeño fanal de que se ha hecho mención; la gente salía en medio de una animada conversación; el viento de la noche acariciaba suavemente la apolínea figura y la barba a lo Lucio Vero del poeta. Este, al despedir a sus amigos, iluminaba una vía alumbrada en aquellos tiempos tan sólo por la intermitente clemencia de los cielos.
+«Una ocupación urgente me privó del placer de acudir desde sus comienzos a la interesante velada de confianza en que se hallaba mi hermana María Jesús, en compañía de la respetable madrina doña Bibiana Vargas de Rueda; en los momentos de aproximarme al lugar en que se verificaba la amena reunión en que se me esperaba, pude observar que se efectuaba el desfile de los contertulios y sólo tuve el tiempo preciso para saludar a Silva y presentarle excusas por mi involuntaria impuntualidad.
+«El autor del “Nocturno” residía en la casa marcada con el fatídico número 13, de la calle 14; cuando llegué a la esquina en que se cruza dicha calle con la carrera 4.ª, tomé instintivamente la vista hacia atrás y contemplé por última vez la aristocrática y fina silueta del incomparable orfebre. El fulgor del candelero hería de lleno el rostro escultural de Silva y, al desgarrar las sombras de la noche, producía uno de aquellos efectos de luz tan admirados en los cuadros inmortales de Rembrandt; un caballero que yo veía de espaldas y que llevaba sombrero de copa alta y largo sobretodo claro con esclavina, conversaba en la puerta con el dueño de casa: más tarde comprendí que el personaje en cuestión era el doctor Hernando Villa. Este, el último en salir de todos los visitantes, por habérsele presentado algún pequeño motivo de retardo, departió algunos momentos con el que pocas horas después debería abandonar trágica y voluntariamente el mundo de los vivos: ¡tocóle a Villa el honor de estrechar por la vez postrera esa mano imperial que había trazado las mejores páginas de nuestra literatura contemporánea!
+«En no lejano día daré a conocer con todos sus detalles los diversos incidentes de aquella interesante reunión, en la cual el insuperable causeur que la presidia hizo gala de la espiritualidad que comunicaba a todas las conversaciones en que intervenía. Sabido es que en dondequiera que se hallara José Asunción, él era el centro obligado y el autor de las mejores iniciativas.
+«Por hoy aspiro únicamente a relatar el suceso culminante de la noche, el que más tarde ha sido objeto de tristes reflexiones y de variados comentarios. Cuando el andar del tiempo me lo permita, cuando cese mi diario batallar, aumentado a veces con inesperadas complicaciones, habré de repetir los diversos tópicos que se debatieron y consignaré los recuerdos y observaciones que se hicieron al rememorar, como era de ocasión, el famoso 23 de mayo de 1867.
+«Llegaba la hora de tomar el té, trasladóse la concurrencia al comedor principal y allí, ajenos a toda ceremonia, se fueron colocando todos caprichosamente en torno de la mesa señorial, siempre hospitalaria.
+«En tal ocasión tomaron asiento las siguientes personas: Vicenta Gómez de Silva y sus hijos Julia y José Asunción: Bibiana Vargas de Rueda y sus hijos Julia, Paulina y Tomás Rueda Vargas: María Jesús Arias Argáez: el barón De la Barre de Flandes, ministro de España; y los señores Rafael Roldán, Hernando Villa, Domingo Esguerra y Oliverio Ramírez.
+«José Asunción fue el último en ocupar un puesto, y como alguna persona observase que eran trece los comensales allí reunidos, levantóse rápidamente y, al desistir de permanecer en la mesa, hizo terminante declaración de que no quería para los invitados, ni para sí mismo, el pavoroso sino que, en concepto de muchos, se cierne sobre las cabezas de cuantos tienen la osadía de desafiar los furores del pavoroso y cabalístico número 13.
+«¡Sarcasmos espantosos los de la suerte! ¡Extrañas coincidencias las de la vida!
+«Tras de dos o tres frases chispeantes, alusivas a las gentes supersticiosas, que a la vez hicieron reír y pensar, retiróse Silva a su habitación, que era la pieza contigua al comedor. La misma pieza en donde pocas horas después lo vi solemnemente bello, pálido como una estatua de mármol.
+«Se sabe de manera auténtica que José Asunción estuvo paseándose en la oscuridad de su estancia, hasta la cual llegaban los ecos de la bulliciosa charla que se sostenía en el vecino comedor.
+«¿En qué pensaba el inimitable esteta? ¿Qué género de reflexiones asaltaron ese cerebro poderoso en tan extraños momentos? La rara circunstancia de haber sido quien completó en la mesa el fatal número 13, aportaría mayor amargura a su espíritu conturbado? ¿Tendría ya tomada la terrible determinación? ¿El fatum de los antiguos habría ya pronunciado su inapelable sentencia?
+«Nada responde a tan inquietantes cuestiones. En vano se trataría de descifrar lo inescrutable».
+Consta tan sólo que una vez terminado el refrigerio, Silva regresó a la sala al lado de sus amigos y se mostró contento y decidor hasta el momento en que lo hemos visto despidiéndoles en la puerta de su mansión.
+Ignóranse las causas que arrebataron de la vida a ese ser privilegiado que se agitaba en una atmósfera demasiado primitiva para su genio refinado, digno de una intensa civilización en decadencia. Como muy bien se ha dicho, fue un incomprendido por la turba anónima, que le fue hostil, pero continuamente se acrecienta el pedestal de su fama y cada día se pide con más ahínco el bronce que debe inmortalizar su recuerdo.
+Cuando el ser humano, aun el más insignificante, se arranca la vida, quienes lo conocen se afanan por indagar cuál fue la causa determinante de su fatal resolución. Y más general es la curiosidad si se trata de un ser privilegiado por la inteligencia, por la posición social y por las risueñas perspectivas que se le ofrecen en la vida. Sin embargo, no había de cavilar demasiado el curioso sobre los móviles que obligaron a Silva a eliminarse voluntaria y deliberadamente. Desde el primer momento sus amigos, sus conocedores, dieron fácilmente con la clave del enigma. Silva encontró obstáculos invencibles para llevar su vida conforme la había soñado. El medio le fue hostil y el sueño de lujo, de refinada elegancia, el sueño del esteta, dentro del cual deseó no sólo vivir él, sino también su madre y su hermana, no pudo convertirse en realidad. Aquel temperamento sensible, delicado, que vibraba como el acero, al más leve golpe había desarrollado el máximum de energía y se quebró ante la resistencia que le opusiera el muro frío de la realidad inexorable. Incomprendido en las primicias de su inmortal obra literaria, incomprendido por los filisteos y los poetas ramplones, al morir ya había conquistado el aplauso, la admiración y la gloria. Pero en Colombia todavía hoy, y más hace medio siglo, no se alcanza a ganar, siquiera para la congrua subsistencia, haciendo y publicando versos. No estaba Silva hecho para los prosaicos y tediosos quehaceres de la burocracia oficial, ni para medrar en la política, ni para trotar por el mundo sirviendo de amanuense a diplomáticos de muy escaso valor. Nació y creció dentro de la holgura, casi la opulencia, y pretendió volver a la situación económica en que lo encontraron los primeros pasos de su vida. Concibió y comenzó a ejecutar empresas industriales y fracasó en ellas, hallándose tras de desesperados esfuerzos, más pobre y acuitado que antes. Vivir míseramente resultaba imposible para el arruinado hidalgo. Y haciendo, acaso, examen de conciencia, tuvo el valor de sentirse incapaz de soportar una cadena larga y pesada, no sólo de sufrimientos espirituales, sino que también corporales. Midió y calculó sus fuerzas y resultó que habrían de fallarle para la áspera lucha de todos los días y de todas las horas. No esperando vencer, se declaró vencido.
+No es escasa la literatura que se escribió sobre la trágica muerte de Silva y que probablemente continuará escribiéndose. Para mí tengo por lo mejor de entre ella, un artículo de Laureano García Ortiz publicado en El Heraldo y al que sirven de epígrafe estas palabras de D’Annunzio:
+Il a voulu mourir parce
+que il n’a pu rendre sa vie
+conforme à son rêve.
+El adagio reza que el hijo trae su pan en la boca: yo creo que cada generación llega con su aporte para la cultura y el progreso del país en donde va a agitarse. No hay generaciones absolutamente infecundas, y parodiando a Saint-Évremond, no me cuento en el número de quienes consideran que todo tiempo pasado fue mejor. Las letras colombianas tuvieron en la generación que podríamos llamar fin de siglo, valores de altos quilates. Hablo de la generación que comenzó a actuar en los últimos quince años del pasado siglo. Puede ella vanagloriarse de haber exhibido en las letras poetas y prosistas que resisten airosamente la comparación con las de los primeros años de nuestra vida independiente y los inmediatamente posteriores. José Joaquín Casas, Antonio Gómez Restrepo, Ismael Enrique Arciniegas, Pedro Vélez, Víctor Londoño, Cornelio Hispano, Federico Rivas Frade, Diego Uribe, Alejandro Vega, Juan C. Ramírez, Carlos Arturo Torres, Max Grillo, los hermanos Tirado Macías, Clímaco Soto Borda, y destacándose en la selectísima agrupación, Silva, Guillermo Valencia y Julio Flórez fueron, y son, los que sobreviven, poetas que no desmerecen al lado de Arboleda, Pombo, los Caro, Gutiérrez González, Epifanio Mejía, Núñez, Arriela, Pérez y Pérez Triana, Antonio José Restrepo, Obeso y tantos otros que vivieron antes de aquellos.
+Mediado 1896 regresó al país, después de haber residido cuatro años en Europa, Antonio Gómez Restrepo.
+LA LLEGADA DE EUROPA DE ANTONIO GÓMEZ RESTREPO — EL JUICIO DE DON RUFINO CUERVO SOBRE EL NOTABLE CRÍTICO — UN CANTOR DULCE E INSPIRADO. LA POESÍA DE JOSÉ JOAQUÍN CASAS — BALDOMERO SANÍN CANO, CUMBRE DE CIENCIA Y DE SABER. UNA PROSA MEDULAR ESMALTADA DE HUMOR ANGLOSAJÓN — GUILLERMO R. CALDERÓN, MAGNÍFICO ESCRITOR POLÍTICO Y HOMBRE DE LETRAS — JOSÉ Y EVARISTO RIVAS GROOT — UN HERMANO CRISTIANO Y UN HERMANO TERRIBLE — LA TIRANTEZ ANGLOAMERICANA DE 1896 — UN DISCURSO DE CAMACHO ROLDÁN. SOLIDARIDAD CONTINENTAL — LA GUERRA DE CUBA. EL AFFAIRE DREYFUS.
+ANTONIO GÓMEZ RESTREPO llegaba de Europa en compañía de su apreciable amigo Hernando Holguín y Caro, después de haber desempeñado durante cuatro años el puesto de secretario de la legación de Colombia en Madrid. Yo fui a visitarlos al hotel en donde pararon y cometí la impertinencia de atosigar a preguntas a Gómez Restrepo sobre la política y la literatura españolas, a las que contestaba con su habitual discreción y certero juicio crítico. No me gustó del todo cierta sonrisa suya que tomé por irónica, pero que con el andar del tiempo y del trato amistoso he comprendido que es el reflejo de un alma benévola, tranquila, serena. Para hacer el elogio del poeta no encuentro palabras más adecuadas que las de don Rufino José Cuervo en el prólogo de Ecos perdidos, compilación de «Las mejores composiciones juveniles» de Gómez Restrepo: «Cuando en 1890 publicó La Nación, de Bogotá, la poesía titulada “Amor supremo”, la leímos en casa con tanto deleite que, al reproducirla en un periódico de París, anunciábamos que sería aplaudida de los conocedores por la armonía de la versificación, la nitidez del lenguaje y lo profundo del sentimiento, y lamentábamos que fuera parte del plan de la composición ocultar su nombre el autor, porque el del verdadero poeta de todos ha de ser conocido. Una feliz casualidad nos descubrió que el autor de la poesía era el mismo de artículos críticos en que se hermanaba el concepto amplio del arte, fruto de extensos conocimientos literarios, con la serenidad y el espíritu de justicia, no menos que con la firmeza y maestría del estilo. Como, para sello de buen hallazgo, nos ligasen a él antiguas simpatías, no fue difícil recabar de su amabilidad que nos recitase otras composiciones que no desdijeron de “Amor supremo”; y aunque fue menos hacedero vencer su modestia para que consintiese en sacarlas a la luz, condescendió al fin en hacer una edición de pocos ejemplares, añadiendo algunas poesías que contribuían a formar un conjunto armónico».
+Pero si es perfecta su obra poética, a mi juicio aparece no menos perfecta y por añadidura sabia y enjundiosa, su obra de crítica literaria. Temperamento, como lo he dicho ya, naturalmente benévolo el de Gómez Restrepo, prefiere callar, cuando una composición no le parece buena y le repugna representar el papel de un Zoilo enardecido y severo; atenúa y disimula los defectos de la composición que aplaude, mas tampoco distribuye alabanzas a diestra y siniestra. Prefiere ignorar lo que a su buen gusto literario le repugna o estraga.
+Gómez Restrepo ha tenido, además, el raro mérito de participar en la política y en la administración públicas, en las que ha prestado, especialmente en el ramo diplomático, eminentes servicios al país, sin dejar en su actuación ni la más ligera huella de agravios incansables para personas o grupos, pues en esas actuaciones no se ha dejado arrastrar por la pasión sectaria y siempre las presidió aquel natural suyo benévolo y reposado. Ha vivido, ello sí, preferentemente dedicado al estudio, entre las paredes de su biblioteca, una de las más copiosas y ricas que yo haya conocido y de que tenga memoria. La compañía de los libros, cuando se sabe leer, hace a los hombres comprensivos y tolerantes. Leyendo, a día y a noche, se ha ido extinguiendo la luz en sus pupilas y vive hoy una vida interior más intensa que la de antes, cuando sus ojos estaban abiertos al mundo exterior; vida iluminada por la memoria verbal que acumuló inagotables tesoros de sabiduría, iluminada por la llama inextinguible de la fe y por el recuerdo de los seres amados a quienes el poeta espera encontrar en el seno de la eterna luz.
+Amigo entrañable también de Gómez Restrepo, tanto como lo fue Hernando Holguín y Caro, es José Joaquín Casas. Con este comparte el cetro de la poesía espiritualista, de la que bebe en las claras fuentes de aquellos nobles y purísimos sentimientos que lavan a la naturaleza humana de todas sus manchas e imperfecciones. Y, sin embargo, cuán dispares las modalidades de temperamento en Casas y Gómez Restrepo. Católicos, ambos a dos, a macha martillo, con fe de carboneros, antójaseme que Casas fue, hasta ayer por lo menos, el cruzado armado de escudo y de lanza, y Gómez Restrepo el monje contemplativo, entregado a la perfección de su espíritu. Pero análogos en la expresión del sentimiento poético, en lo castizo e irreprochable de las formas. Casas tórnase blando y tierno, su musa adquiere acentos de égloga, cuando canta la melancólica belleza de la Sabana de Bogotá, las costumbres y fiestas de la gente campesina, y entonces yo comprendo que bajo la áspera corteza del intransigente luchador político, se esconde una alma buena abierta a la piedad, que es la más hermosa flor del jardín cristiano.
+En la vida literaria de los últimos años del siglo XIX se destaca, y se destaca hoy todavía por fortuna, cual enhiesta cumbre de ciencia y de saber, Baldomero Sanín Cano. Es el crítico para la «élite» y para quienes posean siquiera una mediana cultura. Saturados los colombianos de filosofía y de literatura francesas, débese en mucho a Sanín Cano que nuestra curiosidad se hubiera interesado en otras literaturas extranjeras gracias a que él las iba conociendo a fondo, por el perfecto dominio de sus respectivas lenguas. La prosa de Sanín Cano no es rebuscada, carece de brillo y esplendor tropicales, no tiene la tersura del mármol y sí las rugosidades y la firmeza del bronce. No sacrifica la idea por la forma. Es una prosa medular, esmaltada por el humour anglosajón. De un innato buen gusto y sin la supersticiosa aversión por la originalidad, cuando la originalidad es elegante, Sanín Cano fue acaso el primero en comprender a Silva y a Valencia y en defenderlos de la crítica alarmista y chocarrera.
+En 1895 la guerra civil trajo a Bogotá un escritor oriundo de Santander, que no vacilo en calificar de admirable y que bien pronto se abrió camino en nuestros círculos literarios. Me refiero a Guillermo R. Calderón. Era no sólo un magnífico escritor político sino también un perfecto hombre de letras. Ligóse con amistad fraternal a Guillermo Valencia y juntos fundaron y redactaron el periódico El Siglo que sostuvo con bizarría y lealtad la candidatura del general Reyes. La simpática acogida que tuvo Calderón entre los intelectuales, se la dispensó también la alta sociedad bogotana, porque tenía maneras muy distinguidas y observaba conducta privada irreprochable. Su porte y su fisonomía eran de gente bien nacida. Sombreaba su rostro una espesa barba negra y había en sus ojos algo de la dulzura y languidez de los Nazarenos. Triste destino el de Guillermo R. Calderón. Murió en vida porque la razón huyó de su mente y terminaron sus días sobre la tierra en el asilo de locos. Alguna vez se creyó que había terminado su locura. Recuerdo que fue precisamente en los primeros meses de la administración del general Reyes. Se le permitió salir a la calle y yo tuve el placer de recibir su visita en la sala de redacción de El Correo Nacional. Apenas escuché sus primeras palabras advertí que desgraciadamente se trataba de una fugaz mejoría. No porque dijera nada extravagante o incoherente, nada que revelara perturbación del juicio. Conservaba la memoria, hablaba del tiempo pasado y de cosas pasadas con exacta fidelidad. Pero se declaraba vencido, incapaz para reanudar la lucha por la vida. Un velo de infinita tristeza cala sobre su rostro, ocultaba sus furtivas miradas, miradas como las de un hombre que ve acercarse el peligro y presiente que no podrá evitarlo.
+En el elenco de los hombres de letras de la generación del fin de siglo omití, imperdonable falta, un nombre preclaro y glorioso: el de José Rivas Groot. Prosista y poeta de altísimos quilates. El prólogo que escribió para El Parnaso Colombiano, editado por Julio Añez, es página incomparable por la hermosura y elocuencia del estilo, por la elevación del concepto y por el discernimiento crítico y su composición en verso «Constelaciones» es un canto de sublime inspiración impregnado de filosofía espiritualista, que queda impreso para siempre en la memoria de quien lo haya leído. Cuán desemejante era intelectualmente José Rivas Groot de su hermano Evaristo y sin embargo cuánto se amaban, y más podría decir, se adoraban. Tuve oportunidad de comprobarlo en alguna ocasión y por determinado incidente de carácter íntimo que no me es lícito revelar. Liberal y librepensador Evaristo, conservador y tan católico como Gómez Restrepo, y Casas, José. Refiérese que don Medardo Rivas, padre de estos dos hombres de poderosa inteligencia, decía a sus hijas: «Estáis colocadas entre un Hermano Cristiano y un Hermano Terrible».
+Comenzado apenas el año de 1896, las relaciones diplomáticas de la Gran Bretaña y los Estados Unidos de América atravesaron grave y peligrosa crisis con motivo del disentimiento entre las dos naciones por la frontera de Venezuela y de la Guayana Inglesa. Los Estados Unidos habían tomado en forma enérgica y decidida la defensa de la tesis de Venezuela e invocando la doctrina Monroe hicieron saber a la Gran Bretaña, que ejercían una soberanía de hecho en todo nuestro continente. Lord Salisbury, ministro de Relaciones Exteriores de la Gran Bretaña, respondió que la doctrina Monroe no tenía nada qué ver con el litigio en cuestión, y que los Estados Unidos no estaban llamados, en consecuencia, a intervenir. El presidente Cleveland cortó las conversaciones diplomáticas, dirigiéndose en un mensaje al Congreso el 17 de diciembre de 1895, declarando que la doctrina de Monroe estaba siendo burlada y pedía autorizaciones para nombrar una comisión encargada de delimitar la frontera en litigio. Y añadía que los Estados Unidos estaban en el deber de hacer efectiva su decisión contra todas las reivindicaciones de la Gran Bretaña. «Al hacer estas recomendaciones», añadía, «tengo conciencia de las responsabilidades que asumo y me doy cuenta muy clara de todos las consecuencias que puedan sobrevenir». El Congreso de los Estados Unidos accedió a los deseos del presidente y votó por unanimidad los fondos necesarios para el funcionamiento de la comisión propuesta. Al conocerse en Colombia estos incidentes, un grupo de caballeros respetables, de todos los partidos políticos, encabezado por el señor Salvador Camacho Roldán, organizó un banquete en honor de los representantes diplomáticos de los Estados Unidos y Venezuela para testimoniarles la adhesión y la simpatía de nuestro pueblo por la causa que ellos representaban. El discurso que pronunció en ese banquete el doctor Camacho Roldán fue como todos los suyos, enérgico en el fondo, pero suave en la forma y al leerlo hoy se comprueba cómo la política de solidaridad continental tiene profundas y dilatadas raíces en nuestra conciencia nacional. La Gran Bretaña dio en aquella ocasión, como siempre, muestra de habilidad política. Convino en someter su diferencia con Venezuela a un tribunal de arbitraje internacional que dictó su fallo en París el 3 de octubre de 1899, por cierto muy favorable a sus pretensiones.
+El doctor Camacho Roldán empezó así su discurso:
+«Algunos caballeros de esta ciudad han querido expresar el sentimiento —que juzgan unánime en el pueblo colombiano— de respetuosa gratitud, alegría con que han visto el acto por el cual el digno magistrado que preside los destinos de la poderosa nación del Norte de este continente ha ratificado las declaraciones de la doctrina Monroe, con motivo de las discusiones sobre límites entre Venezuela y la Guayana Inglesa. Este sentimiento americano —que no excluye, sino antes bien, conduce a la fraternidad y A la justicia universal de todos los pueblos— es lo que nos reúne y funde en una sola alma de los que toman asiento en esta mesa».
+También se interesaba con pasión, casi con vehemencia, la opinión colombiana en el curso de la guerra de Cuba, que hacía prever ya una solución favorable para la emancipación de la isla, y al observador inteligente no se le escapaba que habría de sobrevenir la intervención de los Estados Unidos en el conflicto que agravaba cada un día más la testaruda obcecación de los estadistas españoles.
+Con pasión también seguía la opinión ilustrada el curso del affaire Dreyfus, que había dividido a Francia en dos bandos enconados e irreconciliables. Yo, que había tomado del doctor Núñez el gusto por la lectura de la prensa extranjera, gusto que también tuvo mi padre, seguía con creciente avidez el dramático curso del affaire, y recuerdo que contribuyeron poderosamente a hacerme creer en la inocencia del deportado de la Isla del Diablo los artículos que publicaba en Le Figaro un periodista que a mi juicio no tenía entonces, ni lo ha tenido después, émulo en Francia; ese periodista era Cornely, quien poseyó en grado máximo el don de la síntesis. En media columna de aquel diario, del cual habían logrado apoderarse los judíos, Cornely lograba expresar y demostrar, lo que otros publicistas intentaban en dos o tres columnas. Don de síntesis que vi exhibir aquí, fortunosamente, a Guillermo Camacho.
+Antes de terminar la evocación de 1896 considero conveniente fijar la posición en que quedaban situados los partidos políticos para la batalla que iba a librarse el año siguiente en torno a la elección de presidente de la República para el periodo constitucional de 1898 a 1904. El nacionalismo, y no era un secreto para nadie, que había aceptado de buen grado la candidatura del general Reyes, veía con recelo y desconfianza que se hubieran adherido a ella, con indisimulable entusiasmo, algunos de los más francos oposicionistas a la política del régimen y furiosos enemigos del señor Caro. Tal adhesión era inexplicable y pudiera decirse que misteriosa, porque el general Reyes hacía desde París manifestaciones explícitas de simpatía y apoyo al gobierno del señor Caro y elogios muy fervorosos del presidente en ejercicio. Con tales antecedentes no era necesaria demasiada perspicacia para vaticinar que, si el general Reyes no condenaba en forma enfática y muy clara la campaña que venían librando los conservadores disidentes contra el señor Caro, la candidatura de este sería proclamada por sus más leales amigos y sostenedores. La actitud del grupo de los 21 no aparecía tampoco muy diáfana respecto de la candidatura del general Reyes. Ellos, a su turno, imponían como condición para adherirse a la candidatura del general Reyes que el vencedor en Enciso condenara franca y categóricamente la política de la administración expirante. El liberalismo, un tanto desengañado de sus informales alianzas con los conservadores disidentes, se aprestaba a desarrollar una política propia, independiente, sin nexos ni compromisos con las distintos grupos en que se encontraba fraccionado el Partido Conservador. Al propio tiempo los jefes más eminentes del liberalismo, su plana mayor, hacía patrióticos y desesperados esfuerzos para que la paz pública se conservara y el país no se viera envuelto nuevamente en la guerra civil. Esa plana mayor la constituían Aquileo Parra, Miguel Samper, Salvador Camacho Roldán, Nicolás Esguerra, Teodoro Valenzuela, Pablo Arosemena, Luis A. Robles, Francisco Eustaquio Álvarez, Sergio Camargo y aun el general Santos Acosta, definitivamente curado de veleidades bélicas por el fracaso de la insurrección armada de 1895. Era notario que el liberalismo civilista trataba de refrenar la impaciencia del gruño encabezado por el general Rafael Uribe Uribe, decidido ya a confiar a la suerte de las armas la de las justas reivindicaciones del partido de oposición. Hasta 1896 el civilismo contaba con un mayor número de adeptos que los velicistas. De tal situación surgió el pensamiento de dar una organización nueva al Partido Liberal, de fijar los derroteros de su política, SU programa ideológico, su plataforma de acción, por medio de una convención que debía reunirse oportunamente. Verá el lector luego cómo se desarrollaron los acontecimientos por la evocación que haré del año de 1897, cuya mayor parte me tocó pasar en Bogotá.
+MI LLEGADA A BOGOTÁ EN 1897 — EL VIAJE EN EL VAPOR AMÉRICA — AGUSTÍN SALCEDO — RIESGOS Y DIFICULTADES DEL NEGOCIO DE NAVEGACIÓN EN EL RÍO MAGDALENA — JUAN A. GERLEIN — EL SANEAMIENTO DE BARRANQUILLA — EL COMIENZO DE MI AMISTAD CON EL VICEPRESIDENTE — LA PROCLAMACIÓN DE LA CANDIDATURA DE ESTE PARA LA PRIMERA MAGISTRATURA EL 20 DE FEBRERO DE 1897 — LAS ANÉCDOTAS DEL ILUSTRE HUMANISTA — MIS VISITAS AL PALACIO DE SAN CARLOS — EL REGIONALISMO DE ALGUNOS Y LO PROVISIÓN DE LOS EMPLEOS PÚBLICOS — BUROCRACIA CON PORCENTAJE PARA CADA PROVINCIA.
+EN 1897 CUMPLÍA LOS VEINTIDÓS años de edad. Antaño ningún hijo bueno y obediente se consideraba emancipado de la patria potestad porque hubiera llegado a la edad que la ley civil señala al hombre para el amplio goce de sus derechos civiles. Mi buen padre no estaba satisfecho de la vida que yo llevaba en Barranquilla y resolvió que viniera a Bogotá a ocuparme en algo serio, a intervenir en la política. En el mes de marzo subí el río Magdalena en el vapor Correo América, que comandaba el capitán Agustín Salcedo, uno de aquellos ejemplares recios y vigorosos de las clases humildes de la costa Atlántica, que por sus propios esfuerzos, por dotes de natural inteligencia, por consagración al cumplimiento del deber y por honradez, van ascendiendo en la escala social y en las jerarquías de su oficio o profesión. Agustín Salcedo había comentado su carrera de navegante, como segundo contramaestre y era ya en 1897 un capitán, pero no de aquellos que saben sólo «tocar el pito» y conversar con los pasajeros de primera clase. Un auténtico capitán por sus condiciones para el mando, por el perfecto conocimiento del río Magdalena, por su bravura, por su experiencia. Cuando el barco encallaba era de verlo trabajar a la par de los marinos bajo el sol y la lluvia. Porque fue muy dura, y debe serlo todavía, la vida de los navegantes en todas las estaciones; así la de las crecidas como la da las sequías. Encuentro por esto que son muy justas todas las disposiciones que se han dictado para mejorar las condiciones del navegante de oficio y hacer que no le sorprendan la invalidez, o la ancianidad, dentro de la miseria y el abandono. El desarrollo económico del país no lo permitía hace medio siglo, pues casi todas las empresas de navegación fluvial que entonces y antes existieron, tras de transitorias bonanzas entraban en periodos de decadencia, precursores de una final liquidación. Como todos los negocios, el de explotación de la industria de transportes fluviales estaba amenazado, además, por las guerras civiles. Desde el momento en que estallaban, los transportes pasaban a ser prácticamente propiedad del Estado y casi totalmente suspendíase la movilización de cargamentos que se iban almacenando en las bodegas, hasta el restablecimiento del orden público.
+Tuve en el viaje hasta Bogotá de compañero a mi recordado amigo don Juan A. Gerlein, quien en el año anterior había ocupado puesto en la Cámara, como representante por Barranquilla. Su elección fue indicada por los importantísimos servicios que había prestado a la ciudad nativa en el ejercicio del empleo de prefecto de la provincia. Realizó obras de embellecimiento y de progreso con escasísimos recursos, ayudado sólo por la espléndida generosidad del comercio y las clases pudientes.
+Educado en Europa, adquirió el gusto y la pasión por los parques y jardines, por los árboles, los arbustos y las flores que él mismo cultivaba conforme a las reglas de la técnica. El jardín, llamado hiperbólicamente Parque de Bolívar, en la plaza de San Nicolás, surgió de sus propias manos y los barranquilleros de aquella época que sobreviven, rememoran, como yo, haber visto al señor prefecto, todas las mañanas y todas las tardes, entregando a la labor, que requiere arte y delicadeza, de la siembra y el trasplante y aun de dar al plantío el bienhechor fecundante consuelo, de la hermana agua. Obra del prefecto Gerlein, y de mi padre, fue además el saneamiento y solidificación de lo que se llamó Paseo Rodrigo Bastidas, criadero de mosquitos y de paludismo. Por su ardiente amor a la ciudad, por el celo y empeño que demostró en su progreso y embellecimiento, Gerlein fue muy querido y estimado, no obstante sus apasionamientos políticos, pues era un conservador de «raca y mandaca», que diría el general Jaramillo Isaza. Añadiré que Juan Gerlein hablaba correctamente el inglés, el francés y el alemán y que por la línea materna de su familia Gerlein era pariente muy cercano del doctor Núñez
+Muy lento aparecería el desarrollo del progreso nacional en 1897. Después de cuatro años de haber dejado a Bogotá yo no encontré aquí ni en el viaje otras muestras de adelanto que la prolongación del ferrocarril de La Dorada hasta el puerto del mismo nombre y el puente Navarro que sustituyó a la peligrosa incómoda «barca», lazo de unión entre los departamentos del Tolima y Cundinamarca, alivio para el viajero que se dirigía de Honda a Bogotá, o de Bogotá a Honda, pendiente siempre del paso de la primera y de la última barca: la línea férrea entre Bogotá y Zipaquirá, cuyos trabajos de construcción estaban muy avanzados y unas pocas, muy pocas, edificaciones en la ciudad capital.
+Paré en aquella ocasión en el Hotel Continental, situado en la calle 12 entre las carreras Octava y Novena, no de primera categoría, pero sí de mayor rango y mejor presentación que el Hotel La Reina o el Hotel Cundinamarca, en donde había posado como estudiante. Mi padre me había fijado una modesta mesada de $ 150,00 mensuales que no me alcanzaba para darme el lujo de ser huésped de los hoteles Sucre o Europa, los más espléndidos de la época.
+Dos días después de haber llegado a Bogotá mi amigo Juan Gerlein, me ofreció espontáneamente acompañarme a la casa del señor Caro que pasaba una temporada en Chapinero, a fin de entregarle la carta de recomendación y presentación que traía para él de mi padre. Cuantas veces paso frente a esa casa que hoy aparece de aspecto modesto y sencillísimo y que antaño era tenida como una de las mejores del barrio, evoco mi primera entrevista con el combatido presidente de la República, con el jefe del no menos combatido «nacionalismo», pero sin duda, el más ilustre, el más sabio polígrafo colombiano de ayer. Ya estaba proclamada en marzo de 1897 la candidatura del señor Caro para la presidencia en el periodo constitucional 1898-1904, ya se habían abierto los fuegos de la reñida, más que reñida, feroz batalla cívica, que no se apagaron con la solemne y pública renuncia que hizo él de ella, pocos meses después del 30 de julio de 1897, fecha que dijérase quedó marcada con fatídico signo desde aquel día para el partido nacionalista.
+Conviene rememorar cómo, cuándo y en qué forma fue proclamada la candidatura del señor Caro, su reelección o continuismo en el poder, como se llamó desde el primer momento aquella desgraciada campaña electoral, en la que se comprometió, con muy vagas esperanzas de buen éxito, a un nombre clarísimo, digno del respeto y la consideración de todos sus compatriotas.
+El veinte de febrero Bogotá y el país entero conocieron el siguiente documento, dirigido por los hilos telegráficos a todos los ámbitos del país, por un grupo de ciudadanos de alta posición política y social:
+Bogotá, febrero 20 de 1897
+«Señor…
+«En todos los departamentos ha venido acentuándose un firme movimiento de opinión a favor de la candidatura del señor Caro, movimiento que responde al instinto de propia conservación en el Partido Nacional, no menos que al deseo de guardar la paz, y con la paz de la República la obra de la Regeneración.
+«Participando los nacionalistas de la capital del interés patriótico de sus copartidarios de fuera, creen que no debe vacilarse en resolver la proclamación de dicha candidatura. En nuestro propio nombre, y en el de muchos de nuestros amigos políticos, nos dirigimos a usted, a fin de que trabaje en el sentido de hacer conocer, cuanto antes, en ese departamento, la opinión a que hemos aludido, por medio de manifestaciones públicas y fundación de periódicos. No conviene por ahora proclamar candidatos para vicepresidente de la República.
+«Rogamos a usted estar en constante comunicación telegráfica con nosotros.
+FRANCISCO DE P. MATÉUS
+JUAN M. DÁVILA
+LUIS CARLOS BICO
+JOSÉ MANUEL GOENAGA G.
+CARMELO ARANGO M.
+DANIEL J. REYES
+BALTASAR BOTERO URIBE
+PEDRO BRAVO
+MARCO FIDEL SUÁREZ».
+Naturalmente, yo supuse que el señor Caro nos hablaría del debate electoral iniciado, de su candidatura y de la del general Reyes. Desilusión completa para mí. Don Miguel Antonio, después de manifestarme que ya tenía noticia de mi viaje por aviso telegráfico del general Palacio, de ofrecerme su casa y sus servicios y anunciarnos que pronto estaría en Bogotá, en donde esperaba verme con frecuencia, nos habló largo y tendido sobre las tierras calientes de Colombia. Él no había estado, dijo, sino en Villeta, porque Ubaque no podía considerarse tierra caliente. En Villeta, nos refirió, se había acostado sobre el pasto, creyéndose en la Sabana de Bogotá, y que como él era casi ciego y no vio las hormigas, al levantarse tuvo la sensación de que sobre todo su cuerpo le estaban haciendo cosquillas… Y el grave señor reía, al recuerdo de la aventura, como un niño, aquella tarde, y habitualmente estaba de muy buen genio. Luego se extendió en consideraciones sobre lo interesantes que deben ser los viajes y lo agradable que debía ser viajar por tierras distantes y famosas, pero que él no podía darse ese placer por carecer casi totalmente del sentido de la vista. Conversaba el señor Caro, paseándose del uno al otro extremo de la pequeña sala en donde nos recibió, sin haber ocupado asiento un solo instante. Y se paseaba lentamente, arrastrando los pies sobre la alfombra, con su caja de rapé en la mano derecha y sorbiendo el polvillo a cortos intervalos. En la mano izquierda un pañuelo rojo a listas negras, de los que llamaban «rabo de gallo», que llevaba hasta sus narices, también a cortos intervalos, y otras veces a los solapas de su levita negra, que usaba desabotonada, por lo cual acaso le oí decir después, refiriéndose a un personaje político de la época: «El doctor X me engañó con su levita abotonada». El detalle que del señor Caro no ocupara asiento, me hizo creer que no estaba en ánimo de recibir una larga visita, y yo le hacía señas a Juancho Gerlein para indicarle que debíamos marchamos. Mas el señor Caro seguía conversando sobre temas varios sin interrupción y más bien daba muestras de estar satisfecho, porque no le interrumpíamos, aprovechando de alguna pausa suya, permitíme decir alguna cosa y usé de la locución latina ex abrupto, sin duda incorrectamente, pues al punto me dio una lección, sin pedantería, y con la mayor sencillez: ex abrupto, me observó, no quiere decir a lo que comúnmente se aplica: quiere decir de repente, de improviso; las palabras latinas no se aplican a lo absurdo, a lo inverosímil, a lo extravagante. Finalmente nos habló del doctor Núñez. En sus palabras se reflejaba la admiración que en su espíritu despertaba el hombre desaparecido. Aun cuando no daba señales de fastidio e impaciencia porque le diéramos punto final a la visita, nos despedimos del presidente y tomamos el coche, que nos esperaba a la puerta, contratado por horas. La vena estaba abierta y había de cerrarse. Ni una sola frase, ni la más leve alusión hizo el señor Ciro al grave problema de las candidaturas para presidente. Desde entonces y porque presumí siempre de tener antes en el espíritu, comprendí que le importaba una higa continuar en el ejercicio del mando, y así se lo escribí a mi padre.
+Físicamente el señor Caro había cambiado muy poco, desde que lo conocí cinco años antes, como lo he referido en estos apuntes de mi vida haciéndole visita a Aurelio de Castro. Apenas comenzaban a encanecer, los cabellos en su hermosa cabeza y en su barba de elegante corte. Era él de aquellos hombres cuyo trato y conversación despiertan en el interlocutor una simpatía cordial pero limitada por el respeto, casi por la veneración. En todas las oportunidades que he tenido de tratar en la intimidad a los hombres más combatidos y, dijera que odiados, por sus adversarios, ingenuamente me he preguntado: pero si es así el hombre que yo acabo de frecuentar, ¿por qué se le odia con tanta saña y se le combate con tanto furor?
+Vuelto el señor Caro a Bogotá y al Palacio de San Carlos, morada hasta 1908 de los presidentes de Colombia, yo fui —y de ello son testigos sus hijos sobrevivientes—, a instancias suyas, del grupo de amigos que lo visitaban con mayor frecuencia y que formaban parte de sus tertulias familiares, que tenían sitial preferente en la Glorieta y en la Galería a esta adyacente y de cuando en cuando en la sala privada de la familia situada en el ala opuesta del palacio, de siete y media a diez de la noche. Otras veces me llamaba el señor Caro hacia las primeras horas de la tarde para conversar sobre política y los sucesos del día, pues él deseaba mantener, por mi conducto, bien informado, a quien comandaba en la costa Atlántica el ejército permanente de la República. En tales ocasiones me recibía siempre en el Salón Rojo en el que creo se encontraba más a su gusto, pues su amplitud le permitía pasearse más cómodamente. Fue allí donde oí de sus labios la declaración categórica y en forma confidencial, en unos de los últimos días del mes de junio, de que no se separaría del ejercicio del poder, quedando así inhabilitado para ser candidato a la presidencia de la República. Declaración que hízome con la autorización de comunicarla, también confidencialmente, a mi padre y que luego, mediado julio, reafirmó a este en una carta que yo publiqué en mi periódico El Día de Barranquilla, el año de 1897, de la cual copio el siguiente aparte: «El hijo de usted, Julio, está suficientemente informado por mí, de los motivos que me obligan a no aceptar la candidatura y él se los expondrá allá a viva voz. Aun en el caso de que yo fuera elegido, no entraría a ejercer el poder. Los traidores y los ingratos me han herido de muerte».
+De paso voy a referir algo de lo que oí al señor Caro en aquellas inolvidables tardes del Salón Rojo porque con ello ni hago daño a su memoria, ni la indispongo con vivos, ni con descendientes de quienes ahora moran con él en el seno de la eterna luz. Son cabos de charlas, que reflejan los unos profundas observaciones sobre nuestro carácter nacional y los otros apuntes muy graciosos sobre personalidades políticas.
+Una tarde me hablaba el señor Caro de los vicios, de los malos hábitos que la federación había sembrado en Colombia. Entre ellos enumeró un exagerado sentimiento regional. Le sacaba de quicio que se hablara aquí de razas y sobre las razas disertó con aquella vasta e insondable sabiduría suya. Tras la erudita disertación llegó a enumerarme casos concretos, muy curiosos, de agudo regionalismo. Va uno entre otros. Refirióme que el doctor Molina, su ministro de Guerra, le había dicho que había necesidad de darle a las bandas de música militares de la capital «un carácter nacional». Que no tenían músicos caucanos y añadiéndole que como en Popayán había muy buenos clarinetes, acaso mejores que los de Bogotá, él deseaba nombrar unos pocos oriundos de aquella clásica ciudad. Sintiendo en el alma —comentó el señor Caro— la triste suerte que le aguardaba a los clarineteros mis paisanos, pero no pudiendo convertir en problema de Estado el incidente le contesté al doctor Molina:
+—Traiga usted en buena hora doctor Molina los clarinetes de Popayán.
+Continuando con los casos graciosos de regionalismo me dijo:
+—No sé si le referiría a usted el doctor Núñez lo que le ocurrió con don Molondro Botero Uribe, no bien realizada la transformación política de 1885. Un día se le presentó este a quejarse de que en las secretarías no había empleados antioqueños, especialmente en la de Relaciones Exteriores. El doctor Núñez le observó que estaba allí de oficial mayor un ilustre exponente «de la raza antioqueña», el señor Marco Fidel Suárez, y don Alejandro Botero le replicó que Suárez era ya casi bogotano y que él (Botero) deseaba que se nombrara archivero del ministerio a un paisano suyo muy competente en arreglo y manejo de archivos pues quien desempeñaba ese empleo era radical, como lo demostraba el hecho de que tenía muchísimos años de estar ocupando el puesto. El doctor Núñez se arriesgó a convertir en cuestión de Estado la petición de don Alejandro y se negó rotundamente a acceder a la pretensión. Le manifestó que, precisamente la circunstancia de que un funcionario desempeñara por largo tiempo un empleo y no lo perdiera por el cambio de regímenes o Gobiernos, era la mejor prueba de su competencia y consagración.
+En otra ocasión me habló de lo impertinentes que eran los personajes convertidos por sí mismos en consejeros del gobernante y me contó que el señor Vázquez Durán, quien le dirigió al señor Núñez el telegrama que tanto lo impresionó, le había escrito a él, Caro, una larga carta, dándole consejos y que se la había devuelto con esta nota al pie de la firma del acucioso corresponsal: «Una de las obras de misericordia es dar consejos a quien lo ha menester, pero yo no creo estar en el caso de menesterosos». Hasta las señoras íntimas amigas del gobernante se aventuran a darle consejos. Hace pocos días una santa amiga mía, tan santa y tan buena que yo la llamo Santa Margarita, vino a decirme que la situación política era muy grave y me aconsejaba dejar el gobierno y entregárselo nuevamente al general Quintero Calderón. Fingiendo seriedad, pero bromeando en el fondo, le contesté que el general Quintero Calderón era masón y que extrañaba muchísimo que una mujer tan católica y piadosa como ella me aconsejara entregarle el gobierno a un miembro de la sociedad secreta condenada por los papas. Los extraño tanto, concluí para cortar la conversación, que ya comienzo a dudar de su santidad y desde hoy la rebajo a Beata.
+Me llamaba la atención y me parecía extraño tan difíciles para su Gobierno y para él mismo, recibiendo cotidianamente un chaparrón de injurias, no perdiera el señor Caro su buen humor, su serenidad y que no demostrara la menor preocupación. No aludía nunca en sus conversaciones conmigo a ninguno de los políticos que lo alocaban. No le oí nombrar jamás a don Carlos Martínez Silva y podría asegurar que desconocía las revistas políticas de El Repertorio Colombiano. Prefería hablar sobre personales desaparecidos y entonces trazaba, en vigorosos rasgos, sus bocetos. Hablándome de las grandes energías de Santander me contó esta anécdota. La agonía del prócer había sido muy lenta, tuvo varios síncopes y en uno de ellos, que tuvo relativa duración, la familia, los amigos, rodearon el lecho exclamando: «Ahora sí murió». Recuperó súbitamente el conocimiento y dijo con voz fuerte: «Todavía no me he muerto». Una aspiración de rapé y este cáustico comentario: «Lo mismo le digo yo a mis enemigos: todavía no he muerto».
+ANÉCDOTAS DEL GENERAL MOSQUERA CONTADAS POR DON JORGE HOLGUÍN AL SEÑOR CARO — LA PRENSA CONSERVADORA TOMA PARTIDO PARA LA CANDIDATURA PRESIDENCIAL — PÉREZ Y SOTO — LA TÁCTICA ANTIRREELECCIONISTA DE 1897 — LOS EXCESOS DE LA OPOSICIÓN EN ESA ÉPOCA — EL TRIUNFO DEL SEÑOR CARO — EL ERROR DEL ILUSTRE HUMANISTA — UNA CARTA INÉDITA DE GRAN VALOR HISTÓRICO — LOS MALES QUE HUBIERA EVITADO AL PAÍS EL ASCENSO DE REYES A LA PRIMERA MAGISTRATURA — DON CARLOS MARTÍNEZ SILVA Y LA UNIÓN CON LOS LIBERALES.
+TAMBIÉN ME REFIRIÓ EL SEÑOR Caro muchas anécdotas del general Mosquera y me dijo: «No creo que haya en Colombia quien tenga una mejor información sobre la vida pública, íntima y anecdótica, de Mosquera que Jorge Holguín. Yo he gozado mucho oyendo sus reminiscencias. Pero es muy difícil, hablando con Jorge, saber cuándo termina la historia y comienzan la leyenda y la fábula. Pone a marchar su imaginación e inventa las fantasías más extraordinarias». Y me contó el siguiente gracioso episodio: «Cuando me encargué del Poder Ejecutivo, Jorge venía casi todas las noches a distraerme con su amena conversación; muy poco hablábamos de política. Una noche le dije: “Háblame de Mosquera”. Me hizo historia, pero súbitamente entró en la fábula. “En esa batalla”, añadió Jorge, “caí yo prisionero y Mosquera al conocer mi nombre y apellido, me preguntó más sonriente que colérico: ‘¿Con que eres tú quien pretende casarse con una hija de mi sobrino Julio Arboleda?’”. Lo increpé amistosamente, advirtiéndole que me estaba tomando como a un perfecto ignorante no sólo de nuestra historia, sino de la propia vida de él, comentándole: “Cuando se libró esa batalla usted estaría echando el trompo y su mujer apenas habría nacido, porque es la última hija de Julio Arboleda”». Y Jorge comenzó a reír a la par mía. Hablaba siempre Caro de don Jorge Holguín, en aquellos días, con simpatía y cariño, no obstante que este había renunciado el puesto de ministro de Relaciones Exteriores «no por desacuerdo alguno en política general o en puntos administrativos con el vicepresidente de la República, sino por la circunstancia de que, habiéndose proclamado la candidatura del señor Caro juzgaba que se pondría en una posición falsa o equívoca continuando como miembro del Gobierno, después de haber manifestado públicamente que su candidato era y es el general Reyes». Además, en esos días don Jorge había sido proclamado candidato para la vicepresidencia en varios pueblos del Cauca y el general Reyes miraba con simpatía y agrado tal proclamación.
+Atacaban la candidatura Caro y sostenían la de Reyes los periódicos conservadores El Correo Nacional, El Orden, El Siglo, El Constitucional y algunos papeles imperiódicos. El Correo Nacional, El Orden y El Siglo eran moderados y cultos en el lenguaje y en las censuras. Nunca fueron multados, ni suspendidos transitoriamente, ni sus directores encarcelados. Sus campañas no fueron menos eficaces que las de sus exaltados colegas El Constitucional y El Mochuelo. El primero estaba dirigido por don Juan B. Pérez y Soto, hombre de temperamento apasionado y violento, pero sincero en sus convicciones y de una honradez intachable. Seis años atrás había sido de los más entusiastas partidarios de la candidatura Caro y adversario, no menos vehemente; de la del general Marceliano Vélez. En 1897 fue un exaltado reyista y seis años después se opuso, con su habitual y furente combatividad a la elección de su antiguo candidato. Hay de reconocer que en todos estos cambios y mutaciones, Pérez y Soto procedía, no por pena de esperanza engañada, ni por interés personal. Con medios de fortuna que garantizaban su independencia personal. Senador casi vitalicio por el departamento de Panamá, Pérez y Soto no anduvo nunca a caza de empleos, de contratos, ni de lucrativas influencias. En nuestra política representó el papel de Quijote y como ocurre a los imitadores del andante caballero en este mundo moderno, muchas de sus actitudes, muchos de sus gestos, estuvieron tocados de ridículo. Como alguien le preguntara cuál sería la táctica más eficaz para evitar la reelección de Caro, contestó: matar el señorón a pesadumbre. Su lema fue en aquella época: la reelección es un crimen. La reelección es una ignominia.
+Pocos eran los periódicos que sostenían la candidatura Caro en Bogotá. Que yo recuerde El Nacionalista, dirigido por don Marco Fidel Suárez: Bogotá, fundado con ese objeto, por Eduardo Espinosa Guzmán y El Progreso, dirigido por don Carlos Tanco. El señor Tanco era tenido como liberal y enemigo de la Regeneración. En 1885 se le impuso una fuerte contribución de guerra. Se aseguraba, además, que era miembro de las logias masónicas. Todo lo cual dio motivo para que se hiciera al señor Caro el tremendo cargo de andar en tratos y amistades políticas con los masones y de que contra el hombre a quien había calificado el arzobispo Paúl, con toda justicia de «adalid de Cristo y de su Iglesia», abrieran una tremenda campaña los fariseos de todos los tiempos, los rezanderos hipócritas, los clérigos de misa y olla y hasta dos obispos. Fue entonces, durante lo más recio de tal campaña, cuando salió noble y espontáneamente a la defensa del señor Caro, don José Manuel Marroquín, en una hermosa carta, que fue contestada por el perseguido con palabras rebosantes de conmovida gratitud.
+Para mí que los opositores a la reelección del señor Caro gastaron energías, papel, tinta, dinero con poca cordura, exceso de sevicia y faltando, casi siempre a las más elementales reglas de urbanidad. La táctica, la estrategia, para librar la batalla antireeleccionista, fue equivocada, se trató al presidente de la República, y él lo decía así con amargura, pero sin cólera, como al muñeco de trapo que se coloca en la mitad de la plaza de ferias para que el toro bravo lo embista y despedace. Naturalmente, aun el más manso animal se defiende cuando lo acosan y tratan de acorralarlo, para reducirle a la impotencia. Y sobra decir que el señor Caro no era un manso animal. Se defendió con denuedo con extraordinario valor civil, sin el temor a las futuras responsabilidades. Error de estrategia y de táctica he dicho, porque los conservadores constituyeron y organizaron un Poder Ejecutivo fuerte, vigoroso e irresponsable, porque armáronlo con las armas de las facultades extraordinarias con los decretos y leyes que le permitían acabar prácticamente con la prensa de oposición con fuerzas materiales suficientes para aplastar todo movimiento subversivo, si el movimiento subversivo partía de una fracción de partido y no de las masas populares. Pudo excederse el señor Caro en la defensa, mas es lo cierto que ganó, en toda la línea, la batalla al conservatismo de oposición. Caro no fue reelegido, porque nunca entró en sus propósitos reelegirse, mas impuso los candidatos para presidente y vicepresidente de la República en quienes había pensado desde el mes de mayo. Desafió el prestigio y la popularidad del general Reyes, y lo desafió porque Caro sí era un psicólogo. Había estudiado el carácter, el temperamento del general Reyes y sabía que el caudillo militar tuvo siempre repugnancia instintiva y más aversión por los golpes de cuartel, por las tenebrosas conspiraciones, por la subversión armada contra toda autoridad legítima. Reyes no fue nunca de los conservadores que enseñan y predican que toda autoridad viene de Dios, mientras la autoridad está con ellos, a reserva de considerarla hija de Satán, si la autoridad no procede conforme a sus planes, fines o caprichos. Y para que mis lectores se convenzan de que no me guían al escribir los apuntes de mi vida, parcialidad, ni malos sentimientos, ni el prejuicio de antipatía, debo manifestar que el señor Caro, y quienes lo acompañamos en 1897, cometimos un error de incalculables y fatales consecuencias para la República, al cerrarle al general Reyes la marcha hacia el palacio, de los presidentes de Colombia. No es humanamente factible formar cálculos matemáticos sobre lo que pudo haber sido y no fue, mas yo sí creo que si el general Reyes es elegido presidente en 1898, no hubiera después la guerra de tres años, con todas sus terribles, espantosas consecuencias. Conjeturo que el general Reyes la habría evitado con una política amplia, generosa y justa con el Partido Liberal: desarrollada dentro de amplios moldes constitucionales y legales y no por la imposición dictatorial. Ideal que persiguió realizar también el señor Caro al trabajar discretamente por un avenimiento con el vigoroso partido de oposición, con todo el liberalismo, sobre la base de la candidatura para vicepresidente de la República, del señor general Sergio Camargo.
+Debo traer a estos apuntes un documento que, gentilmente y bondadosamente, hame facilitado mi antiguo amigo el señor don Víctor E. Caro, para demostrar cómo es verdad resplandeciente que el señor Caro desde 1895, tuvo ardientes deseos de separarse definitivamente del mando. Este documento es una carta privada dirigida al general Joaquín F. Viles, y dice así:
+12 enero de 1895
+«Mi estimado general y amigo:
+«Después que tuve ayer el gusto de hablar con usted no ha habido aquí momento de reposo. En Ibagué grande alarma por temer pronunciamiento en Vega de los Padres. Noticias posteriores tranquilizáronme por ese lado sin dejar por eso de mover medio batallón sobre La Mesa.
+«Hoy llamé al general Quintero, y principié mi discurso así: “Cuando uno va de camino en mula cansada, no puede calcular bien hasta dónde ha de llevarle, a pesar de la espuela: pero llega un momento en que declara la imposibilidad de seguir, y hay que soltar al potrero la bestia… del partido. Hace 25 años que, permaneciendo en este centro principal de las pasiones y las intrigas políticas, he tomado parte en todos los casos graves y todas las crisis; hace más de dos que ejerzo el mando sin momento de reposo, enfrente de conspiraciones de enemigos y de amigos falsos y por primera vez con justo título pido licencia”.
+«Recordóle al general Quintero que todos, cual más cual menos, han tenido sus tiempos de descanso: que él mismo ha solido refugiarse en La Cruz, y yo no he sido esclavo de la mía.
+«Expúsele brevemente las dificultades que usted encuentra para formar por ahora parte del Gobierno en los ministerios disponibles; que aceptará provisionalmente la Gobernación de Bolívar, por sentimiento patriótico, para promover allá la unificación de los amigos. Convínose en que yo dé a usted el nombramiento de gobernador, en el concepto de que usted tendrá plena libertad en el ejercido de sus funciones, en que serán atendidas sus indicaciones siempre que no se tropiece, en un caso dado con alguna dificultad imprevista, por falta de colocación inmediata equivalente para algún servidor leal; y en que la legación ante el Vaticano quedará sin proveer para usted dentro de pocos meses pueda optar entre quedarse en el país con ese u otro cargo o volver a Roma.
+«No pudo terminarse la conferencia sobre estos asuntos, porque estando en ella llegó de Neiva el telegrama alarmante que acompaño. La noticia, a Dios gracias, resultó falsa, pero no lo supe sino después de haberse despedido al general.
+«Esta tarde he recibido otro telegrama desagradable de Tunja —conferencia telegráfica—, que acompaño. Comprenderá usted por lo que incluyo, que desde anoche no me ocupo sino en tratar estas cosas, conferenciando con personas de influencia en los departamentos y dirigiendo los telegramas del caso; por lo cual espero disimule usted la tardanza en dirigirle estas líneas. Creo, sin embargo, que lo acordado es lo sustancial.
+«Si las nubes revolucionarias, como lo espero, se disipan, me retiraré del Gobierno lo más tarde, el próximo 20.
+«Deseo que usted se conserve muy bien, y créame siempre su estimador muy sincero y afectísimo amigo.
+M. A. CARO».
+Conjeturo, insistiendo en la necedad de bordar comentarios, sobre lo que pudo haber sido y no fue, que si el general Quintero Calderón al encargarse del Poder Ejecutivo nombra al general Joaquín. F. Vélez ministro de Gobierno, y no al doctor Abraham Moreno, habría obtenido el resultado que perseguía: la unión de los conservadores. La designación del doctor Moreno fue una campanada demasiado sonora para el señor Caro. En cambio, el general Vélez, quien había escrito tres años atrás un artículo en El Porvenir de Cartagena, bajo el título «La unión», no se había mezclado en las divisiones del partido del Gobierno y era amigo personal del señor Caro. En política la línea recta no es siempre la más corta y hay de tener en cuenta lo que los franceses llaman la manière.
+En suma, y a mi humilde juicio, la política de los conservadores disidentes careció de habilidad y prudencia desde 1896, y añadiré que de grandeza. La violencia verbal, las injurias y los agravios a los hombres constituidos en autoridad suprema, fuera de que a la postre resultan inofensivos, enardecen la atmósfera política y hacen imposible todo avenimiento, transacción o compromiso.
+Fue en cambio, en aquella época elevada, prudente, tinosa, la política del Partido Liberal. Sus directores autorizados declararon, apenas comenzada la batalla electoral, que la colectividad observaría absoluta abstención «mientras no se conozcan los verdaderos propósitos de los candidatos, a lo menos en cuanto al liberalismo se refiere». Sin abandonar la lucha ideológica, sin plegar sus banderas, prosiguiendo en la prensa y en sus manifiestos políticos la campaña por la reforma de las instituciones, contrastaba la actitud circunspecta y respetuosa del diario capitalino liberal más respetable, mejor servido y que podía considerarse como órgano oficioso de los directores del partido, cuando forzosamente tenía de referirse a los actos del presidente de la República y a su persona misma; contrastaba, digo, con el lenguaje procaz, agresivo y por lo menos descortés que gastó la prensa conservadora de oposición, con raras excepciones, para tratar al magistrado que llevaba sobre su pecho los colores nacionales y en sus manos el bastón de mando que hubiera entregado voluntariamente, con corazón ligero, al desarrollarse una política menos torpe y más comprensiva. Esta discreta actitud del liberalismo dio mucho en qué pensar a los cavilosos y se echó a rodar por las calles la conseja de que alguna parte del partido era amiga de la reelección del señor Caro. Ninguna persona seria le prestó oídos a la conseja. Un abismo de ideas y de principios, de sistemas de prácticas, pero no de odios inextinguibles separaba al liberalismo del señor Caro. Aquel no podía olvidar que se encontraba aún comiendo el amargo pan del ostracismo Santiago Pérez. Los propaladores de la conseja tomaban dos o tres golondrinas por una bandada.
+Carlos Martínez Silva en una de sus revistas políticas de El Repertorio Colombiano, comentaba así la absurda especie: «En días pasados se creyó que el Partido Liberal, teniendo en cuenta intereses de momento, pudiera arrimarse al señor Caro y apoyar su candidatura. Entendemos que varios pasos se dieron en el sentido de provocar esta evolución, pero, por lo que hoy se ve y se oye, aquello no paró en nada, como tenía que suceder. La protesta de la juventud liberal de Bogotá contra un periódico carista que se presentó en la danza con dominó rojo, es un hecho muy significativo. Hay épocas en que las combinaciones de este género son imposibles. Concíbense en el seno de un parlamento, pero hacer que un partido entero cambie de frente en un momento dado, es obra superior a los poderes de cualquier directorio o cabecilla, por prestigioso que sea. La evolución en que entró el Partido Conservador con el señor Núñez fue muy lenta y muy resistida, y eso que aquel insigne caudillo empezó por hacer valiosas concesiones en el terreno de la doctrina». (Revistas políticas publicadas en El Repertorio Colombiano, tomo II, página 189). No tuvo, a pesar de sus grandes talentos, el doctor Martínez Silva, el mágico, misterioso poder de adivinar el porvenir.
+UN VERDADERO SENADO, EN LA ACEPCIÓN ROMANA DE LA PALABRA — DON ERASMO RIEUX — LA SIMPATÍA DEL SEÑOR CARO POR LA CONVENCIÓN — LOS SONDEOS HECHOS POR EL GOBIERNO Y EL NACIONALISMO EN LA CONVENCIÓN SOBRE LAS CANDIDATURAS DE ROLDÁN Y DE CAMARGO PARA LA PRESIDENCIA Y LA VICEPRESIDENCIA — UN ARTÍCULO DE DON TOMÁS RUEDA VARGAS SOBRE LOS INCIDENTES QUE HICIERON FRACASAR EL GESTO GENEROSO DEL SEÑOR CARO — UN TELEGRAMA DE REYES. PERROS Y GATOS REUNIDOS. LAS CANDIDATURAS DE SANCLEMENTE Y MARROQUÍN Y DE DON MIGUEL SAMPER Y EL GENERAL FOCIÓN SOTO — LAS CAMPAÑAS ELECTORALES — EL FRAUDE Y LA VIOLENCIA.
+PARA FIJAR ORIENTACIONES PRECISAS, definitivas al liberalismo y darle dirección oficial, los primates occidentales llamaron a una convención que se reunió en el mes de agosto y se clausuró el quince de septiembre. Le doy el calificativo de «gran», no por el número de sus miembros que fueron apenas veintisiete —tres por cada departamento y eran nueve de los de la República, incluyendo a Panamá—, y sí por la autoridad moral e intelectual de ellos, por los señalados servicios que habían prestado a su causa, por sus influencias y prestigio entre las masas. En aquella convención ocuparon asiento expresidentes de los Estados Unidos de Colombia, expresidentes de los estados soberanos, exsecretarios del despacho Ejecutivo, caudillos militares invictos, hasta donde una espada puede ser invicta, hombres de acción y hombres de pensamiento. Y estaban, además, representadas en la Convención todas las edades; los Néstores de la colectividad: hombres maduros y la juventud, promesas de esperanza. El liberalismo presentábase como fuerza política vigorosa, coherente, unificada y no construyendo una torre de Babel, en cuya labor se utilizaran todas las razas y se hablaran, todas las lenguas.
+La gran Convención liberal del año de 1897 fue, pues, un verdadero Senado, en la primitiva aceptación de la palabra. En ella tomaron asiento Nicolás Esguerra, Pablo Arosemena, Sergio Camargo, Erasmo Rieux, auténticos patricios encanecidos al servicio de su causa, así en las horas prósperas como en las adversas para ella. Quiero hacer una especial mención de don Erasmo Rieux, porque fue uno de los costeños más ilustres, más puros, más meritorios y desinteresados de su tiempo. Descendía, en línea directa, de un soldado francés que vino a Colombia a luchar bravamente por nuestra independencia. Intervenía don Erasmo en la política, en la paz como en la guerra, por amor a sus ideas, porque fueron muy contados y casi siempre honoríficos los puestos que él desempeñó y de los cuales se separaba tan pronto como creía haber cumplido con su deber. Hombre de trabajo, pasó casi toda su vida dedicado a labores agrícolas y comerciales y era el centro de sus actividades y también de su residencia habitual el municipio de Santo Tomás, hoy del departamento del Atlántico, y la zona frontera del departamento del Magdalena, o sea, Sitionuevo y Remolino. Lo conocí siendo yo muy niño, porque fue el amigo más íntimo, más amado, de mi tío don Vicente Palacio, y recuerdo haberlo visto llorar, como un niño, en ese mismo año de 1897, cuando llegó a Barranquilla la noticia de que este había muerto en El Carmen de Bolívar. Don Erasmo, al aviso de que su fraternal amigo estaba enfermo de gravedad, voló desde Santo Tomás a Barranquilla, con la esperanza de que fuera posible traer hasta su hogar a mi señor tío. Y séame permitido una reminiscencia de carácter estrictamente familiar.
+Cuando mi padre supo que su hermano mayor, su antiguo socio, su consejero, su segundo padre, agonizaba en El Carmen (Bolívar), dispuso mandarle un médico eminente —el doctor Julio A. Vengoechea— para que lo asistiera, y como no hubiese vapor mercante para ese día, ni los inmediatos subsiguientes, que remontara el río Magdalena, hasta Zambrano, puerto obligado de comunicación con El Carmen, asumió la responsabilidad de despachar el vapor de guerra Hércules con el doctor Vengoechea, dando, ello sí, orden al contador de la nave para que el pequeño gasto de combustible fuera por cuenta suya. Desgraciadamente cuando el Hércules llegó, a marchas forzadas, al puerto de Zambrano, don Vicente Palacio había muerto. ¡Pero quién hizo tal! Un periódico de oposición, porque catábamos en lo más recio de la lucha electoral, censuró acremente al comandante en jefe del ejército del Atlántico que dispusiera de una nave de propiedad nacional, embarcase en ella a un médico liberal, para cumplir compromisos de familia. Naturalmente que ese papel de la oposición no estaba dirigido ni redactado por personas de la primera sociedad de Barranquilla, sociedad que unánimemente aplaudió, o por lo menos miró con respeto, aquel noble acto de mi padre que, por lo demás, le costó de su bolsillo una mísera suma que no pasó de cuarenta pesos.
+Vuelvo a don Erasmo Rieux. Fue un hombre tan bondadoso, tan caritativo, servidor tan desinteresado y eficaz del prójimo, tan buen patrón, que no era cariño, sino adoración, la que por él sentían todos los habitantes de las regiones en donde él trabajó. No existía la menor probabilidad de que el partido de Gobierno ganara una elección en Santo Tomás, a pesar de la legislación electoral existente, ni de que los jurados negasen la inscripción de un sufragante. Don Erasmo Rieux se imponía por su serenidad, su firmeza, por la veneración y el respeto que rodeaban su personalidad, acatada por amigos y adversarios políticos.
+La Convención liberal estuvo constantemente rodeada por el gobierno del señor Caro de las más amplias garantías, y añadiré que de la simpatía del jefe del Estado. El señor Caro pensaba que de una asamblea tan respetable, integrada por hombres que en su mayoría eran sinceros amigos de la paz, no habría de resultar nada perjudicial para el país y sí positivos beneficios. Pensaba también que el liberalismo estaría ya escarmentado de sus informales alianzas y «coqueteos» con la oposición conservadora y que no se cerraría voluntariamente los caminos de una decorosa conciliación con el régimen. En mucha parte no se equivocó el señor Caro, porque el resultado práctico y efectivo de las deliberaciones de la Convención fue un programa que situó al Partido Liberal en el terreno constitucional y legal. Aceptaba las instituciones vigentes, prometía moverse dentro de ellas, pero aspiraba lógicamente a saludables y convenientes reformas. Por sobre todo la Convención liberal tuvo el acierto de tranquilizar la conciencia religiosa de la nación. Declaró que aceptaba el sistema concordatario, como el más adecuado para establecer y regular las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Y concluyó eligiendo jefe supremo del partido al señor doctor Aquileo Parra, que no había sido partidario de la revolución de 1885, ni de la de 1895, y cuyos patrióticos, constantes esfuerzos se dirigían a conservar la paz y a buscar por las vías de la legalidad la reforma de las instituciones. El señor Parra recibió autorizaciones amplísimas para señalar la línea de conducta del liberalismo en el debate electoral. Que este, por de pronto, desechaba la apelación a las armas, lo demuestra con exceso la manera como el señor Parra, asistido por un numeroso y respetabilísimo consejo consultivo, hizo uso de tales autorizaciones, conforme se verá más adelante.
+Es un hecho histórico ya incontrovertible que el Gobierno y el nacionalismo hicieron prudentes, discretos sondeos en la Convención, buscando una inteligencia con el liberalismo sobre la base de adoptar las candidaturas para presidente y vicepresidente de la República del doctor Antonio Roldán y el general Sergio Camargo, respectivamente, y que en el seno de aquella hubo miembros que miraron con complacencia y simpatía la fórmula propuesta, pero estaban en minoría. Cuando se creyó que la revolución podría abrirse camino, el doctor Roldán se dirigió a mi padre en cartas que deploro no haber conservado, porque alguna vez se las obsequié al hijo de aquel, mi amigo don Gabriel Roldán, no sólo dándole cuenta de lo que se planeaba, sino también instrucciones precisas para que influyese en que no se le pusieran obstáculos a los liberales que solicitaran su inscripción en las listas de sufragantes. A su turno el doctor Eloy Pareja y Julio A. Vengoechea dirigiéronse a sus copartidarios de Cartagena y Barranquilla comunicándoles instrucciones en el mismo sentido. Encargado de la dirección del liberalismo en la provincia de Barranquilla el doctor José Fuenmayor P., por ausencia de Vengoechea, y acompañado por los señores doctor Clemente Salazar M., solicitaron una conferencia con el general Palacio y los señores J. Francisco Insignares y Rafael M. Palacio, indudablemente con el fin de comprobar que las instrucciones recibidas por ellos desde Bogotá coincidían con las que el doctor Roldán había anunciado a los jefes del nacionalismo. En las pequeñas ciudades todo se sabe, se comenta y se divulga; de la reunión que se celebraría en cierta noche del mes de septiembre entre los presuntos aliados tuvieron noticia los miembros del directorio conservador, que trabajaba en Barranquilla por la candidatura del general Reyes. Como punto de reunión de los conferenciantes había sido fijado, el consultorio de los doctores Vengoechoa y Fuenmayor Reyes, que estaba instalado en la plaza de San Nicolás, en la casa alta de portales, de propiedad del doctor Insignares (José Francisco), contigua a la que hoy ocupan los almacenes de los señores Antonio Volpe y Cía., y diagonal a la casa alta, también de portales, que ocupaba entonces el Club Barranquilla y fue posteriormente asiento de las oficinas de Alzamora, Palacio y Cía. Detrás de sus portales se apostaron estratégicamente los miembros del directorio reyista, para cerciorarse de que la conferencia iba a realizarse y a ella asistían el comandante en jefe del ejército del Atlántico y los dos prestigiosos jefes del nacionalismo de la provincia. A poco de estar a la mira los apestados entraron los señores Palacio y el doctor Insignares al consultorio del doctor Fuenmayor Reyes, y apenas reconocidos, los celosos vigilantes prorrumpieron en estos gritos: «Abajo los traidores».
+Entretanto fracasaba en la Convención liberal el pacto de alianza con el nacionalismo y el Gobierno, y nada pudo lograrse en el departamento de Bolívar en el sentido de cumplir las instrucciones del ministro de Gobierno, doctor Roldán. Los jurados electorales estaban bajo el control político del gobernador, Eduardo B. Gerlein; quien aun cuando nacionalista y amigo del señor Caro, se manifestó francamente hostil a todo pacto, compromiso o alianza con el liberalismo, pues era en el fondo un conservador recalcitrante, del mismo tipo que su hermano Juancho.
+Así murió, aun antes de haber cobrado forma, casi entre las sombras y el silencio, el generoso pensamiento del señor Caro, del general Camargo y del doctor Roldán. Refiriéndose a estos incidentes, escribió en 1927 un artículo, que fue publicado en el suplemento literario de El Espectador, —año de 1927—, bajo el título «El de los odios satánicos». Tomás Rueda Vargas, del cual copio el siguiente párrafo:
+«Es bien sabido que al tratarse de la sucesión del señor Caro en el poder, propuso él los nombres del doctor Antonio Roldán y del general Sergio Camargo para la presidencia y la vicepresidencia de la República en el periodo de 1898 a 1904. Combinación que fracasó delante de la intransigencia liberal de la época. El espíritu esquinado rígidamente impecable de los puritanos del 75 reencarnaba en los elementos directivos liberales del 97. ¿Puede honradamente acusarse como responsable único y directo de la guerra de los tres años a quien llegó a presentar la plancha Roldán-Camargo? Nos parece que este solo hecho basta para demostrar que los odios satánicos del señor Caro no eran tan hondos, ni iban tan lejos como lo piensa el poeta hispano».
+El testimonio de Tomás Rueda Vargas es intachable, no sólo desde el punto de vista de su veracidad y discreción habituales, sino que también los vínculos familiares que lo unieron al señor Caro, y porque fue además en los últimos años de vida del expresidente de Colombia su confidente, y recogía de sus propios labios la historia fiel de todos los sucesos en que le tocó intervenir.
+Hablaba yo en días pasados con Tomás Rueda Vargas de los acontecimientos de que vengo haciendo ligero esbozo, y comentaba él, muy inteligentemente: aun acordada y triunfadora la fórmula Roldán-Camargo, siempre habríamos tenido guerra, porque entonces la hubieran hecho los conservadores.
+Para combatir la candidatura Caro, el Partido Conservador organizó un directorio en el que estuvieron representados todos sus matices, o para expresarme vulgarmente, cocinó un plato para que comieran juntos perros y gatos, y ese directorio proclamó solemnemente la del general Reyes. Allí estaban aparentemente unidos, olvidados aparentemente también de mutuos agravios, rencores y antipatías, los hombres de más opuestos temperamentos, sistemas y aun ideas. Basta dar la nómina para convencerse de lo que digo. Allí estaban aparentemente reconciliados los generales Juan N. Valderrama, Manuel J. Uribe; Jorge Holguín y Jaime Córdoba, y los señores Primitivo Crespo, Carlos Martínez Silva, Enrique Restrepo García, Carlos Cuervo Márquez y Carlos Calderón, y como secretario del directorio, el doctor Miguel Abadía Méndez. Allí estaban amigos sinceros y entusiastas del general Reyes, amigos tibios y hombres que tenían por el vencedor en Enciso una aversión, una desconfianza, o francamente manifiesta o fugazmente disimulada. Aquel directorio también lanzó un programa o bases sobre reforma de las instituciones.
+El general Reyes continuaba en París, y muy poco, muy poco era lo que decía a los compatriotas sostenedores de su candidatura, y lo poco que les trasmitía, no lo hacía directamente, sino por conducto del señor su sobrino Clímaco Calderón, cónsul general de Colombia en Nueva York, quien reexpedía en cablegramas las palabras del candidato precediéndolas invariablemente con las siguientes: «Rafreyes dice». Lo cual comentaba el señor Caro así: «Clímaco Calderón es la cacica del general Reyes». Como alguna vez le pidiera una explicación sobre el comentario, me dijo: «Es que recientemente estuvieron aquí el cacique y la cacica de San Blas, y cuando yo le preguntaba algo al cacique, me respondía: “Cacica dirá”. Y era la cacica siempre la que absolvía la pregunta, así fuera la más insignificante». Muy poco les gustaba a los conservadores la estudiada reserva del general Reyes, y sólo se mostraron complacidos cuando legó un manifiesto suyo, fechado en París, el 23 de junio de 1897, que se publicó en Bogotá en los primeros días de agosto. «El tono de ese documento», dijo Martínez Silva, «es elevado e inspirado en sentimientos patrióticos. Se reconoce allí a lo menos, que el Gobierno debe ser de la nación y para la nación: verdad trivial, es cierto, pero tan olvidada entre nosotros, que casi tiene valor de una estupenda novedad». «El general Reyes concluía aceptando su candidatura como miembros del Partido Conservador, lo que significa que él también reconoce la liquidación de que atrás hemos hablado». La del Partido Nacional o nacionalismo.
+Aquello fue un recurso hábil e ingenioso del general Reyes para calmar a los conservadores impacientes porque él hablara con claridad y sin eufemismo. Lo cierto es que el general Reyes fue siempre amigo de un partido intermedio y puede decirse además que fue él quien levó a la pila bautismal al Partido Nacional en el campamento de Calamar al terminar la guerra de 1885. Mucho después, durante su administración, intentó fundar un nuevo partido, con el nombre de Amigos de la Paz.
+Solicitado también por los partidarios de su candidatura, resolvióse al fin el general Reyes a abandonar a París, y llegó a Colombia el 16 de octubre, y doce días después a Bogotá. Ya no era candidato el señor Caro, ya se había inhabilitado para ser elegido; mientras subía el Magdalena, el general Reyes, el directorio nacionalista proclamó las candidaturas de los señores Manuel A. Sanclemente y José Manuel Marroquín para presidente y vicepresidente de la República. Restaba sólo que el Partido Liberal tomara sus posiciones en la batalla electoral. Y lo hizo el 28 de noviembre postulando las candidaturas del señor doctor Miguel Samper y del general Foción Soto, en la siguiente forma: «El consejo consultivo, elevado por el director del Partido Liberal de Colombia a cuarenta y cinco miembros, entre principales y suplentes, para el efecto de hacer, por delegación de los departamentos, la designación de candidatos para la presidencia y vicepresidencia de la República, fue convocado por el mismo director y se reunió hoy con cuarenta de sus miembros».
+En el primer escrutinio de votación secreta recayó la designación para la candidatura presidencial en el director del partido, señor doctor Aquileo Parra, quien inmediatamente, y de modo irrevocable, declinó ese honor, como incompatible con el puesto que le designó la Convención liberal.
+Aceptada la excusa se procedió, también por votación secreta, a nueva designación, y fue favorecido por la mayoría el señor doctor Miguel Samper. Enseguida se hizo la designación de candidato para la vicepresidencia, y la mayoría favoreció con sus votos al señor doctor Foción Soto.
+En consecuencia, el director del partido y el consejo consultivo recomiendan como candidatos del Partido Liberal a los expresados señores: Miguel Samper y Foción Soto, para la presidencia y vicepresidencia de la República, respectivamente, en el periodo de 1898 a 1904.
+Bogotá, noviembre 28 de 1897
+«El director del partido,
+«Aquileo Parra.
+«El presidente del Consejo Consultivo,
+«Nicolás Esguerra.
+«El vicepresidente del Consejo Consultivo,
+«Gil Colunge
+«Tomás E. Abello, Santos Acosta, Salvador Camacho Roldán, Zoilo Cuéllar, Aníbal Currea, Juan Félix de León, Juan E. Manrique, Diego Mendoza, José María Núñez U., Januario Salgar, Eustasio de la Torre N., Rafael Rocha Castillo, Teodoro Valenzuela, Pompilio Beltrán, José Camacho Carrizosa, José María Cortés, Adolfo Cuéllar, Sixto Durán, José Ignacio Escobar, Evaristo Escobar G., Eladio C. Gutiérrez, José Benito Gaitán, Marco A. Herrera, Clímaco Iriarte, Antonio José Iregui, Adolfo León Gómez, Francisco Marulanda, Manuel Plata Azuero, Pedro María Pinzón, Julián Páez M., Alejandro Pérez, Medardo Rivas, Nicolás Sáenz, Francisco de la Torre, Carlos Arturo Torres, Ambrosio Robayo L., Antonio Vargas Vega.
+«El secretario del Consejo Consultivo,
+DOMINGO ESGUERRA».
+Golpe maestro el del directorio del liberalismo y sus asesores, maestro por la escogencia de los ilustres candidatos, porque se daba sentido y orientación a un partido resuelto a moverse dentro de la Constitución y las leyes, porque por muchos aspectos el nombre de don Miguel Samper constituía una prenda de paz, de conciliación, que se daba al adversario tradicional, y prenda además valiosísima a las conciencias religiosas, que no podrían temer de la sincera y ardiente catolicidad del candidato liberal la reanudación de una era de persecuciones a la Iglesia. Sugestiva, diciente la escogencia del general Foción Soto. Con ella se daba a entender claramente que si el liberalismo era vencido por el fraude y la violencia, que si no encontraba abiertos los caminos legales para obtener la reforma de las instituciones, no descontaba la apelación a las armas, para la cual continuaba preparándose metódica y silenciosamente. En la brillante nómina de miembros del Consejo Consultivo que hemos copiado, el lector de hoy sorprenderáse de no encontrar el de Luis A. Robles. Era que estaba ausente del país el egregio varón consular con el pretexto de su universidad. El doctor Robles cumplía en el exterior una delicada y grave misión que le había encomendado su partido: la de adquirir elementos materiales y morales para la reconquista del poder con las armas, si era necesario e inevitable acudir a ella. Échase de menos también no encontrar entre los miembros del consejo al doctor Francisco Eustaquio Álvarez. El eminente y desinteresado maestro de juventudes, el hombre público que no transigió nunca y por ninguna consideración con las transgresiones a las leyes de la moral eterna, el jurisconsulto que aplicaba las leyes escritas con recto y severo criterio, había muerto en el mes de mayo, tras una larga y cruel enfermedad que sobrellevó con estoicismo admirable y sin claudicar de las ideas filosóficas que había enredado en la cátedra. Al registrar su desaparición se expresaba así Carlos Martínez Silva en su revista política de El Repertorio Colombiano:
+«El señor doctor Francisco Eustaquio Álvarez falleció después de largos años de cruel enfermedad, sobrellevada con ejemplar entereza. Fue abogado muy distinguido, y ocupó altos puestos en la magistratura y en los parlamentos de la nación. No fue un político de profesión, ni podía serlo, dada la ruda independencia de su carácter; pero sí un batallador infatigable en defensa de su partido, y un propagador entusiasta de sus ideas políticas y filosóficas. Con los conservadores fue intransigente; pero con sus copartidarios se mostró no menos severo. Ninguno como él condenó con tanta energía los abusos, y malos manejos de las administraciones liberales, y fue él también quien descargó los más rudos golpes sobre la trinca organizada en Cundinamarca, y conocida con el nombre de sapismo. A su muerte, el doctor Álvarez fue objeto de una espléndida manifestación de sus copartidarios en esta ciudad, en la cual palpitaba el ardimiento político, pero dentro de los límites de la moderación y del decoro.
+«Una enseñanza, o más bien dicho, una muestra de cultura social, nos han dejado los funerales del doctor Álvarez. Su entierro tuvo carácter meramente civil, puesto que él murió fuera del seno de la Iglesia: pero de esta circunstancia no se valieron los oradores liberales que tributaron honores a su memoria, para insultar, como antes era de uso y costumbre, las creencias y sentimientos religiosos de los colombianos; y si el doctor Álvarez hubiera muerto como católico, con todos los auxilios espirituales, su entierro no habría sido ni menos concurrido ni menos solemnizado por sus amigos políticos.
+«Por su parte, todos los periódicos conservadores, al dar cuenta del fallecimiento de este noble ciudadano, le han reconocido unánimemente sus virtudes públicas y privadas, sin dejar escapar una nota destemplada o mal sonante. Quiere todo esto decir que ya hemos entrado en una época de respeto y de cultura, en que no es permitido profanar los cadáveres, haciéndolos servir a las rencorosas pasiones políticas de los vivos».
+La proclamación de los candidatos liberales fue, en mi concepto, un poco tardía. La elección de presidente y vicepresidente de la República era entonces de dos grados, o indirecta: primero se sufragaba por electores, y reunidos estos en asambleas, por circunscripciones señaladas por la ley, procedían a elegir los primeros magistrados de la República. Las votaciones para electores se hacían en un domingo del mes de diciembre, no recuerdo con precisión cuál, y las asambleas se reunían en el subsiguiente mes de febrero. Prácticamente los candidatos quedaban elegidos al conocerse el resultado de las votaciones para electores. No le quedaba, pues, al liberalismo sino un mes escaso para los trabajos preelectorales.
+Sin embargo, sin la legislación electoral existente en aquella época, que se redactó como para que jamás pudiera un partido de oposición llevar mayoría a las urnas: sin las costumbres electorales, que por cierto venían de muy atrás, costumbres perversas que falseaban el régimen democrático: sin la descarada intervención de autoridades subalternas, el triunfo de las candidatos liberales aparecía como algo axiomático e indiscutible. Dividido profundamente el partido de Gobierno en bandos enconados e irreconciliables, por lo menos de momento, era notorio que el Partido Liberal tenía una mayoría sobre cualquiera de las dos fracciones conservadoras: la nacionalista y la histórica. Pero, además de aquella mañosa legislación electoral, todas las fuerzas armadas de la nación —Ejército, Policía, Resguardos de Aduanas, Resguardos de Rentas Departamentales, etcétera— tenían derecho al voto y su asistencia a las urnas estaba considerada, como se considera en una fiesta la de los invitados de honor. Y aun cuando el general Reyes tenía una gran popularidad, no considero que le hubiese sido posible vencer en la batalla cívica.
+Hablo de violencia y coacción de autoridades subalternas, porque en desagravio a la memoria del señor Caro, debo declarar que él sí deseó que las elecciones fueran la auténtica expresión de la voluntad popular. En los primeros días del mes de octubre escribió una carta al comandante en jefe del ejército del Atlántico con orden expresa de hacerla conocer del general Reyes apenas pisara este territorio de Colombia, en la que decía el jefe del Estado: «No se puede prever cuál será el resultado de las elecciones, pero sí debo declarar a usted y a mis amigos que, en cuanto de mí dependa, ellas serán libres, y mi deseo y voluntad de que ninguna autoridad, así militar como civil, perturbe el correcto uso del sufragio».
+LAS GARANTÍAS QUE EL GOBIERNO NACIONAL DIO AL LIBERALISMO PARA LA CAMPAÑA ELECTORAL DE 1897. LAS QUEJAS DE LA PRENSA CONSERVADORA POR DICHAS GARANTÍAS — LA OPINIÓN DE MARTÍNEZ SILVA — LA PATRICIA E ILUSTRÍSIMA FIGURA DEL CANDIDATO LIBERAL — UN ADMIRABLE PROGRAMA DE GOBIERNO QUE ESTE LANZÓ — LOS RESULTADOS DE LAS ELECCIONES PARA ELECTORES. EL GRAN TRIUNFO LIBERAL DE BOGOTÁ — ACTITUD ENÉRGICA Y RESUELTA DE CARO — LOS FRAUDES DE LAS CORPORACIONES ELECTORALES — EL LIBERALISMO ACATA EL TRIUNFO DE SANCLEMENTE Y MARROQUÍN. DIRECTIVAS RESPONSABLES — LOS ATAQUES CONSERVADORES AL GOBIERNO.
+SIN EMBARGO, LA VOLUNTAD y el deseo del señor Caro fueron respetados por muchísimas autoridades subalternas. Por primera vez después de 1895 el Partido Liberal pudo congregarse en las plazas y calles públicas en grandes manifestaciones preelectorales, sin que las policías las disolvieran o fueran indiferentes ante las contramanifestaciones provocadoras. De ahí que la prensa del conservatismo en la capital comenzara a quejarse amargamente de que en todas aquellas manifestaciones de sus adversarios se dieran vivas al liberalismo y al vicepresidente Caro, y a su turno los diarios liberales anotaban el hecho de que los trabajos preelectorales de su colectividad no eran estorbar los agentes del Gobierno y los nacionalistas sino por los conservadores históricos. Siempre será verdad en aquella época el pensamiento de don Miguel Antonio Caro: «En Colombia no hay partidos sino odios heredados».
+Tan sólo Carlos Martínez Silva en sus revistas políticas de El Repertorio Colombiano aplaudió con calurosa franqueza el lanzamiento de la candidatura de don Miguel Samper:
+«De todos modos», decía el insuperable publicista, «la candidatura del señor Samper honra al país y a los que la han proclamado. Ninguno más digno, más respetable ni más honrado en su vida pública y privada. El señor Samper, meritísimo en las lides del trabajo, no lo ha sido menos en las de la política. Jamás ha sido un banderizo: su espíritu recto y justiciero le ha hecho combatir siempre todas las iniquidades, todas las violencias de los partidos. Mientras gobernó el liberal, fue quizá el único que alzó la voz en defensa de los derechos de los vencidos y en contra de los desmanes de los vencedores. Por lo mismo, es quizá también el único liberal que ha estado plenamente autorizado para combatir, como lo ha hecho desde el principio, los abusos de la Regeneración. El señor Samper se ha llamado y se llama liberal, con perfecta razón, porque nunca le ha tenido miedo a la libertad para los contrarios: y nosotros agregaremos que es también conservador, más que todos los políticos que llevan este nombre. No sólo es hombre religioso, católico sincero, sino que es practicante de esta doctrina, dentro del templo y fuera de él, en todas sus relaciones sociales y de familia. La caridad no es en él vana palabra, sino norma que rige todos los actos de su vida. Ama el orden, porque en el orden se ha formado; la propiedad, porque con su honrado trabajo la ha adquirido: la familia, porque con sus ejemplos y virtudes ha formado una que es orgullo de nuestra sociedad.
+«Nunca ha sido tampoco revolucionario, y sus constantes predicaciones han sido y son en favor de la paz y del respeto a las autoridades y al derecho de todos los ciudadanos. Si esto no es ser conservador, no sabemos qué significado práctico pueda tener esta palabra: si ser liberal, así como el señor Samper, es un pecado y una abominación, ojalá que Colombia se llenara de pecadores».
+Si bien no con la misma sincera y honda admiración, la cálida simpatía que inspiró siempre a Martínez Silva la patricia figura de don Miguel Samper, sí con el respeto que ella inspiraba unánimemente a todos los colombianos, su candidatura fue recibida por todos los órganos de la prensa periódica, y de todos los matices, con muestras de deferencia y aprobación. Por lo que a mí toca y aun cuando yo era entonces un mozo de cortos años y de ningún influjo, debo confesar que, a no mediar lealtad política, sagrados compromisos de familia, de grado la hubiese preferido a las otras candidaturas, ya presentadas en la liza electoral. Parecerá a algunos extraño que tanta atracción ejerciera sobre mí el nombre de Miguel Samper, habida cuenta y recuerdo de la constante oposición que él hizo a la política económica y fiscal de Núñez desde 1880: de mi maestro, protector y amigo. Mas sucedía que yo había aprendido de los labios del señor Núñez a tener respeto y consideración por la personalidad de Samper y a prestar oído atento y meditado estudio a sus opiniones. Núñez, como lo he dicho antes, no tenía inclinado su ánimo a las polémicas de prensa y mucho menos cuando presumía que ellas degenerarían en repugnante espectáculo de estéril violencia verbal. En el campo ideológico y doctrinario, el publicista y el hombre de Estado no le hacía jamás el honor de presentarle frente a los adversarios procaces, torpemente agresivos y diplomados en el insulto y la diatriba. No gustaba de medir sus armas sino con sus pares: con hombres de pensamiento, de estudio, de lenguaje culto y sereno. De ello provenía su predilección, su gusto a discutir con don Miguel Samper, a replicar sus estudios sobre el papel moneda y otros temas económicos. Alguna vez, en el curso de cierta polémica, se le deslizó la áspera frase: «El mostrador nunca será nido de águilas, sino cuando mucho de gansos», aludiendo al ejercicio de la actividad preferente de don Miguel Samper: el comercio, y me consta, por habérselo escuchado, que la deploró profundamente. Ocuparse en el comercio, en la forma y manera como lo hizo don Miguel Samper, formar con esa ocupación una considerable fortuna, lejos de atrofiar el pensamiento y de amenguar el carácter, ensanchan el tino y enaltecen el otro. En la última polémica que sostuvo Núñez con Samper sobre el curso forzoso en Colombia, se limitó a llamarlo «el infatigable señor Samper». He referido en el pequeño opúsculo que publiqué en 1923 sobre reminiscencias del corto tiempo que pasé al lado de Núñez, cómo al tener él conocimiento exacto y auténtico de la verdadera situación del Banco Nacional y del monto total de las emisiones de papel moneda, exclamó melancólicamente: «Cuando sepa todo esto Miguel Samper, se bañará en agua de rosas». Las predicciones del «infatigable» contendor se habían, ciertamente, cumplido al pie de la letra.
+Tanta era la atracción que sobre mí ejercía la figura de don Miguel Samper, que algo hubiera dado por tratarlo personalmente y discurrir con él sobre asuntos económicos. Siendo yo estudiante de la Universidad Republicana y ya apasionado lector de los estudios económicos de don Miguel Samper, entróme la curiosidad de verlo muy de cerca y una mañana rondé frente a sus oficinas y almacén, situados en la 3.ª calle Florián, con ese exclusivo objeto. A poco de estar en mi inocente espionaje observé que venía caminando por la 3.ª calle Florián —hoy carrera 3.ª, entre calles 13 y 14— un caballero, entrado en años, de baja estatura, de ágil andar, a cuyo paso se descubrían respetuosamente casi todos los transeúntes y al corresponder a sus saludos el caballero, que también se descubría, dejaba ver su cabeza de abundantes, pero plateados cabellos. Antes de entrar a su almacén se detuvo en la acera a conversar con alguien y pude contemplarlo muy de cerca. Su fisonomía reflejaba la placidez del alma. Enmarcábala una barba poco espesa y un tanto descuidada, encanecida también. Sin necesidad de que nadie me lo dijera, reconocí a don Miguel Samper: era el representante más alto, más autorizado del comercio colombiano, más que por su capital y su crédito, por su inteligencia, por sus conocimientos, por sus aciertos, por su perfecta hombría de bien. Su vida privada y su vida pública habían sido purísimas y estaban rodeadas por la veneración, el aprecio y la deferencia de todos sus compatriotas. Nadie era osado a desconocerlo así, nadie dejaba de admirar aquella cumbre de serenidad, de saber y de rectitud. Como una elocuente demostración de ese general reconocimiento, se recordará cómo en 1882, al inaugurarse la administración Zaldúa, en lucha abierta con las mayorías con que el independentismo contaba en el Senado de Plenipotenciarios y en la Cámara de Representantes, el primero en uso de facultades constitucionales improbaba casi todos los nombramientos que para secretarios de Estado hacía el presidente Zaldúa en ciudadanos que no pertenecieran al bando independiente. Don Miguel Samper se había separado del independentismo desde dos años antes y combatía en la prensa el programa económico y fiscal del señor Núñez y, sin embargo, al comunicársele al Senado que había sido nombrado por el presidente Zaldúa secretario de Hacienda, aprobó unánimemente la designación. Improbarla habría sido levantar una protesta indignada de la opinión nacional. Y Núñez, jefe del independentismo, no incurriera tan crasos errores, movido por el encono, el resentimiento o la venganza.
+El documento en el que don Miguel Samper hizo la aceptación de su candidatura es un modelo de patriotismo y de buen sentido. Dice así:
+«Al señor doctor don Aquileo Parra, director del Partido Liberal y al señor presidente y demás miembros del consejo consultivo.
+«Creo que son ustedes el acreditado y digno conducto por el cual debo manifestar a nuestra comunidad política que acepto la muy alta, aunque no merecida honra, que he recibido al ser designado candidato para presidente de la República en el próximo periodo constitucional: honra que exalta el nombre del ciudadano a quien se designa para la vicepresidencia, lo que significa que deben ser la honradez absoluta y la fidelidad constante a la causa republicana mis inseparables compañeros.
+«Por lo que a mí toca, me considero únicamente como prenda de paz política y religiosa que da el Partido Liberal a la nación y a la Iglesia católica, prenda que se da no ya tan sólo como promesa sino como solemne acto. En efecto, en cuanto a la paz política creo que es bien conocida mi opinión de: que ella debe conservarse, a todo trance, hasta tocar los límites de la desesperación, que es cuando es lícito para todo pueblo volver al estado de asamblea. Respecto de la paz religiosa, es también sabido que acepto los términos en que la Constitución reconoce la libertad de los ciudadanos y establece las relaciones que deben existir en nuestro país entre la Iglesia católica y el Estado. Sólo encuentro digno de enmienda el artículo 54, pues creo que los sacerdotes no deben ser excluidos sino de aquellos cargos públicos que implican jurisdicción o mando político o militar.
+«Prescindiendo de las deplorables circunstancias que hacen de la designación de candidatos: propios del Partido Liberal, designación in partibus, paso a exponer las reglas a que sujetaría mi conducta, al no existir tales circunstancias, si obtuviera los sufragios de la mayoría de los electores. Tales reglas serían:
+«1.ª Tener presente en todos mis actos el juramento de cumplir fielmente la Constitución y las leyes de Colombia, prescrito por el artículo 116 de la Constitución;
+«2.ª Si por las instituciones se faculta al presidente para violar los derechos de los particulares, o la independencia de los demás poderes públicos, no usaría de tal facultad y dejaría que tales instituciones fueran letra muerta;
+«3.ª Como poder colegislador me esforzaría en hacer triunfar las reformas contenidas en el programa adoptado por la Convención nacional del Partido Liberal, programa que acepto con la sola excepción de lo absoluto en la libertad, o en la irresponsabilidad, del uso de la prensa. Pero si el Congreso creyere que Colombia va adelante, en este punto, de los libres pueblos anglosajones, cumpliría con el deber de respetar la ley;
+«4.ª Reconociendo que, a pesar de las disidencias que nos dividen en partidos políticos, existe de hecho una comunidad que quiere corregir los defectos de los actuales instituciones a fin de ponerlas de acuerdo con los principios republicanos, buscaría el apoyo de toda esa comunidad, con tanta mayor razón cuanto veo que coinciden en lo esencial los programas de los partidos Conservador y Liberal, en cuanto lo requiere aquella corrección de defectos. Reforzaría tal propósito la necesidad de ocurrir a todo el esfuerzo de la nación para emprender una obra seria y durable de reconstrucción administrativa. Así también se podría lograr que no siendo, ni habiendo sido jefe de partido el primer magistrado de la República, fuera para este fácil proceder como tal, nada más, nada menos.
+«5.ª Por último, la honra especial a que yo aspiraba, al tocarme presidir un nuevo debate electoral, consistiría en que se obtuviera una elección libre y pura. Para ello, además de una esmerada escogencia de agentes adecuados al objeto, emplearía inflexiblemente el arma de la remoción. Si tal elección llegara a verificarse, los vencidos continuarían gozando de todos los derechos, y el respeto a la ley por los vencedores sería ejemplo que aquellos no vacilarían en imitar. Embarcados todos los colombianos en el respeto a la ley, como en nave segura y veloz, el rumbo nos conduciría a la paz permanente, y a su amparo, a un progreso sólido, que ya tarda demasiado para un pueblo amante del trabajo, dotado de cualidades propias para sobresalir en el campo de la industria, y digno por muchos otros títulos del puesto que le corresponde entre las nacionalidades latinoamericanas.
+«Me suscribo del señor director, del señor presidente y demás miembros del Consejo Consultivo, amigo muy atento y servidor.
+MIGUEL SAMPER
Bogotá, 30 de noviembre de 1897».
+Programa este sencillo, claro, honrado y por sobre todo realizable. Nada había en él de utópico, ni que llevado a la práctica pudiera ocasionar en el país revueltas, ni conmociones. Naturalmente que las ideas religiosas de don Miguel Samper y su aceptación explícita de los términos en que la Constitución reconocía la libertad de los ciudadanos y el establecimiento de las relaciones que deben existir en nuestro país entre la Iglesia católica y el Estado no fueron para agrado de muchos liberales montados a la antigua usanza y nostálgicos del régimen que tan hondamente perturbó la conciencia de la mayoría católica de la nación. Aquellos liberales, por fortuna ya en muy escaso número, que pretendían convertir en instituciones y leyes sus individuales ideas filosóficas, olvidándose de que unas y otras deben amoldarse a las tradiciones, a las costumbres, al medio ambiente, rechazaron la candidatura del señor Samper y aun se atrevieron a combatirla. Así fue el caso del doctor Juan Manuel Rudas, a quien calificaba el doctor Núñez de «hombre muy inteligente, pero demasiado dogmático». El candidato liberal en el camino de la paz religiosa iba más lejos que los ortodoxos constituyentes de 1886: consideraba digno de enmienda el artículo 54 del estatuto fundamental, porque a su juicio, los sacerdotes no debían ser excluidos sino de aquellos cargos públicos que implican jurisdicción o mando político y militar. Difiero de la opinión de don Miguel Samper y estoy en completo acuerdo con el luminoso mensaje que el señor Caro dirigió al Congreso de 1894 cuando se intentaba enmendar ese artículo 54. Y difiero así mismo del punto 4.º del programa porque nunca creí que el Partido Liberal facilitara la obra de las reformas constitucionales, aliándose con el conservatismo, que las perseguía también, mas no por convicciones, sino por odio al señor Caro. Don Miguel Samper creyó, con cierta ingenuidad, que todos los conservadores llamados históricos estaban vaciados en el mismo molde que Carlos Martínez Silva y no alcanzó a vivir lo bastante para convencerse de cómo había mucho lobo disfrazado con piel de cordero. De tal error sí alcanzó a salir don Aquileo Parra, quien en 1901 buscó por el autorizado conducto de su secretario y confidente Laureano García Ortiz, la cooperación del señor Caro para salvar a la República de los horrores de la guerra civil, llevada a extremos de crueldad y encarnizamiento por no poco de los impacientes reformadores.
+El resultado en número de las elecciones para electores en 1897 fue el siguiente: 1.600 por los señores Sanclemente y Marroquín, y 325 por los señores Samper y Soto. Las candidaturas liberales obtuvieron un ruidoso triunfo en Bogotá, triunfo que se intentó desconocer e intentona que fracasó por la actitud enérgica y resuelta del señor Caro que impidió, más que con su autoridad legal, con su autoridad moral, la consumación de escándalo tan inicuo como inoficioso. Quien ejercía entonces y quienes ejercieron después la presidencia de la República carecían del don de la ubicuidad. El jefe del Estado no podía estar en todas partes, no podía impedir, en el momento preciso en que ello fuera menester, las coacciones y violencias de las autoridades administrativas subalternas, ni los fraudes y escamoteos de las corporaciones electorales que ya presumían en aquella época de constituir un cuarto poder más que independiente, soberano. Y no obstante que el Partido Liberal sí podía presentar un auténtico y comprobado memorial de agravios, su jefe y su cuerpo consultivo no incurrieron en el extravagante, atrevido error de desconocer el resultado de las elecciones y de amenazar con la subversión del orden legal existente. El liberalismo bogotano reconoció que el Gobierno le había dado amplias garantías para el ejercicio del sufragio y la noche misma del día de las votaciones para electores, se dirigió, en manifestación pública, al Palacio de San Carlos, para hacerle justicia y tributarle aplausos al vicepresidente Caro.
+No y mil veces no: ¡el señor Caro no fue hombre de odios satánicos! Cual todos los convencidos, los agitadores de ideas, los artífices de una obra política, mientras la experiencia no le demostró que se había equivocado, tuvo fanático amor por la que concibiera y ejecutara, pero su lema era: «Combatir el error y amar a los hombres». Si alguna vez incurrió en falta, cometió injusticia, y es evidente que la cometió en el caso del destierro de don Santiago Pérez, debióse ello a que el poder no se confiere a arcángeles y serafines, sino a hombres. Mas es indudable, y quien quiera convencerse de ello que lea hoy con serenidad y calma su manifiesto de 30 de julio de 1897, por el cual hizo renuncia de su candidatura para presidente de la República, que en aquella época ya consideraba el señor Caro que las instituciones de 1886, no podían, ni debían ser intangibles.
+De su conjunto el pensador y el hombre de Estaco, no deseaba mantener incólumes sino dos principios:
+«1.º La unidad política y legislativa, con todo lo que concurra a dar fuerza, honor y respetabilidad a la nación reconstituida, y asegurar, con la paz y el bienestar común, su progreso económico, sin detrimento alguno de la autonomía fiscal de las secciones; y
+«2.º La concordia de la Iglesia y el Estado, fundada en el justo concepto teológico de la independencia, no separación, de los dos poderes».
+Y sometida posteriormente la Constitución de 1886 a reformas y mudanzas: es lo cierto que tales principios permanecen incólumes, inmutables, con la perennidad del mármol y del bronce, para dar testimonio de la clarividencia de quien tuvo la buena fortuna de anunciarlos.
+Combatido el señor Caro con saña y más que saña, sevicia, con ausencia total del respeto y los miramientos debidos al jefe del Estado no descendió a contestar el insulto con el insulto, ni a la vulgaridad de hacer responsables a determinadas personas o escritores públicos de la campaña de injurias y contumelias que contra él desataron sus antiguos copartidarios, amigos y admiradores. Buscóle causas más profundas e impersonales y decía en el manifiesto presentado lo que sigue:
+«No quiero cerrar el siguiente manifiesto sin dar una explicación sobre este punto, o sea, sobre el modo como entiendo la actitud que conviene al presidente de la República en relación con los partidos políticos.
+«El que por elección o por sustitución legítima ejerce el Poder Ejecutivo, es jefe de la nación, es el más alto representante de la justicia y del honor nacional, y debe mantenerse en reglón superior a la liza de los partidos, al choque de las pasiones. El presidente de la República debe ser creyente, pero no combatiente; y como el que se defiende combate, y como por otra parte, al que es atacado nadie podrá negarle el derecho de defenderse, rectamente se deduce que la persona del presidente de la República debe ser respetada.
+«Hoy puedo hablar sobre este punto, como hablé en otros tiempos, con entera libertad.
+«Al conferir la ley al presidente de la República cierta inmunidad, no hace otra cosa que aplicar al caso un principio universal, conservador de toda sociedad. El que preside debe ser respetado. La asamblea o corporación que consiente el ajamiento del que preside, consiente su propia humillación: si torpe y demente va más allá, si no permite que nadie presida sino a condición de ser ultrajado, si convierte la presidencia en picota, entonces atenta contra su propio honor, contra su propia existencia».
+Y añadía esto, que tal parece escrito para hoy: «¿Mas qué valen las leyes cuando aún no se han rectificado las costumbres? ¿Qué las más rectas intenciones de los magistrados contra ciertos hábitos demagógicos, cuando renacen ejercidos por quienes se precian de conservadores y aun de católicos? ¿Qué especie de principio de autoridad profesan los que se congregan para aplaudir actos de irrespeto o de rebeldía? ¿Con qué derecho exigen neutralidad y aun impasibilidad de estatua en el presidente de la República los que le provocan, le calumnian y amenazan? ¿Qué sentencia habrían de proferir contra cualquier hombre inocente, siendo presidente responsable, dada la ocasión de juzgar, los que como acusadores públicos en el parlamento o por la prensa, exhiben instintos que traen a la memoria los tribunales del terror?… A un antiguo e íntimo amigo suyo que le dirigió cierta comunicación irrespetuosa, agresiva, haciéndole inculpaciones infundadas, limitóse a contestarle en carta privada rebosante de nobleza y de decoro, de la cual trascribo una parte, por gentileza de mi amigo don Víctor E. Caro: “No trate usted de engañarse pensando que sirve a una buena causa con esos procedimientos. No se sirve a la sociedad con odios, violencias y cismas, sino con fórmulas armónicas de justicia, respeto y caridad”».
+También el general Reyes, prototipo del caudillo militar, defensor de la autoridad y de la ley, guardián de la paz y del orden social, aceptó con ánimo tranquilo su inmerecido vencimiento en la lid electoral, e invitó a sus amigos a rodear de apoyo y adhesión a los futuros magistrados de la República, señores Sanclemente y Marroquín. Joven todavía, relativamente, el general Reyes podía esperar y supo esperar. No le acosaba un desesperado afán de mando, y eso que en su vertiginosa carrera pública había ya prestado a su causa servicios de los que reclaman reconocimiento y gratitud, así en la paz y en la guerra. Los unos se traducían en obras de progreso material realzadas, en campañas y esfuerzos por la salud y la higiene de sus compatriotas, por la lucha contra flagelos, azotes de la raza y factores de descrédito para el país. Los otros combatiendo en los campos de batalla, dirigiendo ejércitos, exponiendo sus vidas al fuego y a la metralla, y no con elocuentes alusiones en arengas improvisadas a las jornadas gloriosas de Herrán Arboleda y Canal.
+Tras un debate electoral apasionado y violento como muy poco los registrara antes la vida política nacional, el país vio, por de pronto alojarse el espectro de la guerra civil y las amenazas de conjuración y desorden.
+EL JEFE DEL ESTADO EN SU HOGAR — LAS TERTULIAS DE LA GLORIETA DEL PALACIO DE SAN CARLOS — LA FAMILIA DEL ILUSTRE HUMANISTA — ALGUNAS ANÉCDOTAS — EL INCIDENTE CON LOS CANÓNIGOS EN 1897 — LOS POLÍTICOS Y LAS RATAS — EL CONDE SURÍ SALCEDO — JULIO MALLARINO — LA FAMILIA DE DON MIGUEL SAMPER — UNA VIDA PRIVADA EJEMPLAR, CONSAGRADA POR ENTERO AL TRABAJO — LA OPINIÓN DE CAMACHO ROLDÁN Y DE MARTÍNEZ SILVA SOBRE EL EMINENTE CANDIDATO LIBERAL A LA PRIMERA MAGISTRATURA — DON SANTIAGO SAMPER — EL HOGAR DEL GENERAL RAFAEL REYES.
+REMANSO DE PAZ Y DULZURA en la tormentosa y agitada vida del hombre público es el hogar, la mujer y los hijos. Y también si el hombre público está doblado de hombre de letras, el cultivo de estas, en las horas de vagar que le dejan los negocios de Estado y la lucha política. De estos dos remansos disfrutaba el señor Caro. Su hogar, hogar cristiano, asiento de virtudes y de gracias, fue desde las horas del anochecer el grato refugio del combatido presidente de Colombia. Reuníase con los suyos en la Glorieta, y allí se hablaba de todo y corría abundosa la charla amena e instructiva del señor Caro, sin el temor de que tertulios indiscretos o indiferentes salieran por las calles a contar lo que él decía. Claro que hubo entre sus tertulios quienes tal hicieran, atrayéndole así enemistades y resentimientos. Porque espontáneamente brotaba del espíritu de don Miguel Antonio la vena humorística, irónica y hasta sarcástica. De la que no escapaban personas a quienes él apreciaba y distinguía en sus relaciones oficiales y en las privadas. Alguna vez me contó, casi riendo a carcajadas, que a su último hijo, Antuco, en 1897, un niño, le había dado por improvisar y declamar sermones, haciéndolo con tal propiedad y seso, que él mismo estaba asombrado de la inteligencia, el tino y los conocimientos del chico. «Haga usted de cuenta», me añadió don Miguel Antonio, «que hace algunos meses vino a visitarme doña Elena Miralla de Zuleta, y como yo le contara la cosa, me pidió que llamara a Antuco para que nos echara un sermón. La complací, y Antuco no se hizo de rogar. ¿Pero cuál cree usted que fue el tema escogido para el sermón? Pues este: las malas lenguas. Fortuna que la señora que goza, como usted sabe, de fama de tenerla muy venenosa, y lo que Antuco entró a este salón, que yo no le sugerí el tema y que la escogencia fue una inspiración suya. Sin embargo, yo estaba bastante apenado y deseando darle una explicación a doña Elena remaché el clavo. Este sermón», le dije, «nos va a aprovechar mucho a mí y a usted». Ciertamente no era la de don Miguel Antonio una lengua benévola, pero él no hablaba nunca mal de la honra y la reputación de las personas. Poseía lo que pudiera llamarse el sentido caricaturesco, para descubrir, aun en los personajes más graves y solemnes, el rasgo ridículo o grotesco. Los «chistes» del señor Caro, sobre personas y sucesos, corrían de boca en boca, y aun me atrevo a asegurar que muchos que se ponían en la suya no eran de él y quienes los inventaban, para hacerlos más populares, le ponían su marca de fábrica. Y va de historia. El 20 de julio de 1897 asistió, como era su costumbre, al tedeum que se canta en la catedral. El jefe del Estado en tales solemnidades debe ser recibido en la puerta de la catedral por los canónigos y conducido, con sus ministros, hasta los asientos que han de ocupar. Pues bien, aquel 20 de julio el señor Caro no recibió esto protocolario homenaje de los representantes de la Iglesia. Juzgó él que la descortesía tenía por causa, la descomedida oposición que le estaba haciendo una gran porción del clero. De lo ocurrido alguna noticia debió tener el ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo de Bogotá, porque en la tarde fui a hacerle una visita, que bien podía tomarse como desagravio. Monseñor Herrera Restrepo y don Miguel Antonio eran amigos personales desde sus juventudes, y tan íntimos que se trataban de tú. Ya cuando estaba a punto de despedirse monseñor Herrera Restrepo, el jefe del Estado habló en tal carácter, protestando de la descortesía de que había sido víctima en la mañana por parte de los canónigos. Monseñor Herrera Restrepo le manifestó que tenía toda la razón y que él reprendería severamente a los señores canónigos. «Pero», le añadió, «ellos están muy ofendidos contigo». «¿Y por qué?», replicó el señor Caro. «¿Yo qué les he hecho?». «Es, dijo monseñor Herrera Restrepo, «que a sus oídos ha llegado que cuando recientemente se trasladó el coro de los canónigos, de la capilla de Nuestra Señora de las Angustias a la de Nuestra Señora del Topo, dizque tú dijiste que esa capilla debía llamarse en lo sucesivo la capilla de los topos». Inmediatamente el señor Caro procedió a dar una amplia satisfacción, un tanto parecida a la que antes diera a doña Helena Miralla Zuleta. «Eso es falso, completamente falso. Yo no he dicho jamás eso. Es que todo el que inventa un chiste bueno o flojo, resuelve atribuírmelo, pero yo voy a probarte que ese chisto no es mío. En primer término, mis chistes son cortos, y este de las capillas es muy largo. Y, en segundo término, tú comprendes que yo soy incapaz de elogiar algo mío, y te digo que el chiste me parece magnífico».
+Entre los más gratos recuerdos que conserva mi memoria está el de las tertulias familiares de la familia Caro, en el Palacio de San Carlos. Asiduos a ellas no hay ya casi sobrevivientes. Sobre la propia familia de don Miguel Antonio sopló en la primera década del presente siglo un viento de muerte y apenas dos de sus hijas son todavía huéspedes de este valle de lágrimas. Numerosa fue la prole del señor Caro: una mujer y ocho varones. Como el de su madre era el nombre de la primera, Ana, y todos le llamaban Anita. Bella flor en botón en 1897. Con unos ojos negros, grandes, que destellaban, inteligencia, era la adoración del ilustre progenitor, su lectora favorita. Los varones fueron, en su orden de edades: Juan, Alfonso, Víctor, Roberto, Julio, Manuel José, Luis y Antonio. Todos ellos plenos de talantes, muy instruidos, aun los de cortos años, dignos discípulos del gran maestro que fue su padre. Pues para mí tengo que el noventa por ciento de lo que sabían los Caro se los enseñó don Miguel Antonio. Todos modestos, sencillos, sin pretensiones ni alardes de ser hijos del presidente de Colombia. En 1897 Alfonso desempeñaba las funciones de secretario privado de este. A más de sus brillantes dotes intelectuales poseía un hermoso rostro, que con el andar del tiempo hubiérase asemejado mucho al de don Miguel Antonio, mas no era como este de complexión robusta y de gallarda estatura. Alfonso tuvo la mediana y en sus ojos hubo siempre aquel indefinible velo de melancolía que suele ser presagio de vida breve, de los elegidos de los dioses. Si Anita era LA lectora de don Miguel Antonio, Alfonso era el amanuense. Tenía una hermosísima letra y entre la de él y la de su padre una perfecta similitud. Fue muy sociable Alfonso y muy oído y solicitado en los círculos intelectuales de la época, por su carácter franco, su chispeante conversación y sus acertados juicios críticos. Íntima fue su amistad con Julio Flórez y placíale llevar al señor Caro composiciones inéditas del gran poeta. Como el secretario privado del presidente era su hijo, quedaba aquel cubierto de enojosas indiscreciones. Alfonso era arca cerrada con siete llaves. Víctor me pareció en 1897 un joven tímido, entregado exclusivamente a sus estudios, bastante retraído, de maneras muy urbanas y corteses, hasta para abrir y cerrar las puertas. Roberto, aunque de menos años que yo, fue de los hijos del señor Caro con el que tuve más trato y comunicación. En 1897 era el telegrafista de palacio. También por este lado el presidente habíase prevenido contra indiscreciones e infidencias. Julio, hoy gerente del Banco de la República, viajó a Europa en 1897 bajo la guarda y vigilancia de don Ramón B. Jimeno. El señor Caro que, según él me dijo, no había viajado por carecer casi totalmente del sentido de la vista, apreciaba la utilidad y la conveniencia que tienen los viajes para la educación del hombre y facilitó a sus hijos el conocimiento de los países de más avanzada civilización y cultura. Manuel José, alto, delgado, revelaba extraordinarias capacidades para las matemáticas, y en 1897 era ya un verdadero campeón de ajedrez. En Luis y Antonio José, los infantes de Palacio, de «cortos», todavía en 1897, despuntaban ya la inspiración y el ingenio poéticos. Presidiendo cual ángel tutelar aquella familia esclarecida, feliz y tranquila, aun cuando trataran de perturbarla las furias políticas, una mujer fuerte, suave, amable, que sabía sufrir en silencio, sin que saliera de sus labios ni una palabra de reproche o de protesta ante la tempestad de injurias y de ultrajes que se había desatado contra el compañero de sus días. Así era doña Ana Narváez de Caro, modelo de esposas y de madres, dama de exquisita distinción, de una espontánea elegancia espiritual que imprimía a todos sus actos privados y públicos el sello de su auténtica ascendencia aristocrática. De alta y erguida estatura, como todos los de Narváez, pálida y enjuta, pasaba como sombra bienhechora doña Ana por los corredores y salas del Palacio de San Carlos, como dejando tras de sí el perfume de sus virtudes y sus gracias. Pero era aún más numerosa y selecta la familia de don Miguel Antonio Caro, porque muerto años atrás su hermano Eusebio, un beau garçon, como lo atestiguan los retratos que de él existen, el señor Caro llevó a su hogar, desde el día mismo de la desaparición del amado hermano, a la viuda de este, doña Susana Narváez de Caro, hermana de doña Ana, y a su huérfana prole, integrada por tres lindísimas muchachas que respondían a los nombres de Margarita, Susana y María, que hoy son señoras de Rueda Vargas, Santamaría y de Mendoza. Entre sus propias hijas y las del hermano desaparecido no había diferencias para el señor Caro. Hago recuerdo de que una noche alguien hablaba en la tertulia familiar de la Glorieta de las inconsecuencias de algún antiguo amigo del señor Caro. Él guardaba silencio, como siempre lo hacía en casos tales, y se paseaba como abstraído en meditaciones ajenas al asunto de que se trataba. Pero aquella noche hizo un breve e incisivo comentario: «Después de todo, yo tengo que agradecerle una cosa a ese señor; y es que todavía no ha hablado mal de Anita, de Susana, ni de mis hijas».
+De que haga yo memoria asistían con mucha frecuencia a las tertulias familiares del señor Caro en aquella época, su ministro del Tesoro, Daniel J. Reyes, Julio Mallarino, Juan Antonio Zuleta, Eduardo Espinosa Guzmán, Dieguito Fallon, hijo de don Diego, y algunas veces Tomás Surí Salcedo, que anunciaba siempre su visita con anticipación. Entonces el señor Caro decía: «Esta noche tengo que ponerme la levita nueva, pues viene el Conde». Al darle un título nobiliario a Tomás Surí, sin que él lo supiera, el señor Caro hacía un reconocimiento de las brillantes cualidades sociales de mi querido amigo y coterráneo, de la distinción de su porte y maneras. En aquellos tiempos se decía en Bogotá:
+No hay piquetes sin ají
+ni banquetes sin Surí.
+Tertulio también encantador, de conversación amenísima y graciosa, Julio D. Mallarilo. Poseía memoria prodigiosa y recitaba versos con la naturalidad de un actor francés.
+Las tertulias debieron ser muy concurridas en los primeros años de la administración Caro; en 1897, penúltimo del periodo constitucional, el círculo era muy restringido. Núñez decía: «En el último año de un presidente en Palacio espanta la soledad». Y el señor Caro: «Se dice que cuando un barco va a naufragar, las ratas salen corriendo: los políticos y los cortesanos tienen el instinto de las ratas».
+No era un combatido don Miguel Samper y sin embargo también tenía su remanso de paz y dulzura en su hogar; dieciocho años mayor que el señor Caro, Samper había formado completamente una familia. Sus hijos alcanzaban la edad madura y alcanzó la dicha de ser abuelo. Sus hijos todos heredaron del progenitor el apego al trabajo, las sanas ideas económicas, el vivo interés por los asuntos públicos y el ardiente patriotismo. No eran de los ricos o acomodados a quienes les pareciera poco elegante intervenir en la política, huelga decir que no la política pequeña de intrigas y de ambiciones, sino aquella política grande que Gladstone consideraba el más noble ejercicio de la inteligencia humana. En su orden, los hijos de don Miguel Samper fueron: Manuel Samper Brush, Santiago Samper Brush, Antonio Samper Brush, José María Samper Brush, Joaquín Samper Brush y Tomás Samper Brush. Uno de los biógrafos de don Miguel Samper, Salvador Camacho Roldán, decía de aquel:
+«No es en los puestos públicos ni en las demostraciones del espíritu de partido en donde principalmente deben buscarse los rasgos prominentes de la figura de Miguel Samper: es en la vida privada y en el cumplimiento que ha sabido dar a sus deberes de ciudadano y de patriota.
+«Su vida privada es ejemplar. Consagrado siempre al trabajo productivo, ha podido levantarse a fuerza de costumbres sencillas y modestas, no a una riqueza enorme, pero sí a una posición independiente, en la que ha ejercido siempre la paridad con los pobres y concurrido al sostenimiento de los institutos de beneficencia pública. Ha formado una familia distinguida por su educación y cultura no menos que por su carácter honrado y amables virtudes. En medio de sus labores privadas nunca ha perdido de vista la marcha del país y siempre ha puesto su contingente, en numerosas publicaciones, a la elucidación de los problemas políticos y sociales, especialmente en materias económicas, como las relativas a monedas, circulación, aduanas, banca, crédito público y vías de comunicación. También ha escrito notables estudios sobre materias constitucionales, libertades públicas, tolerancia política y religiosa, problema de la mendicidad, sin que su pluma se haya mojado jamás en la hiel rencorosa de las pasiones de partidos exaltados».
+Y otro biógrafo suyo, Carlos Martínez Silva, que tuvo el acierto de discernirle, con la aprobación del consenso público, el título de el Gran Ciudadano, hablando de su vida íntima dice así:
+«Allá por el año de 1848 llegaron a temperar a Guaduas el caballero inglés James A. Brush y su hija doña Teresa, los cuales entraron pronto en relaciones cordiales con la familia de don Miguel Samper.
+«El señor Brush, como muchos otros ingleses e irlandeses de aquella época de romanticismo político, inmortalizada por Byron, había dejado las comodidades del hogar para ir a otros climas a pelear las batallas de la libertad. Sabido es que algunos marcharon a Grecia, que se debatía contra el poder musulmán: otros, con Miller y O’Leary, vinieron a militar a órdenes del Libertador: no pocos hicieron rumbo al Sur, en busca de O’Higgins y San Martín. Al señor Brush, con el grado de coronel, le tocó la desgraciada pero gloriosísima campaña de Mina, aquel valeroso y hábil guerrillero español, que viendo perdida la causa de la libertad en su propia patria, quiso avivarla en México en 1817. Una feliz casualidad permitió al señor Brush, ya mal herido, probablemente en el combate de La Caja, ocultarse de las tropas realistas en una sementera de maíz, donde una mujer del pueblo, que tenía por ahí cerca su choza, le encontró tendido entre los surcos. Cuando ella, absoluto secreto, aun de las personas de su familia, y a escondidas le llevaba vendajes, agua y alimentos. Venciendo mil peligros y dificultades, logró asilarse en un buque americano que le condujo a Nueva York, donde un antiguo amigo (Alphing), cuyo apellido adoptó a usanza inglesa, en señal de gratitud, cambió sus harapos por decente vestido, le alojó en su casa y le habilitó luego para establecer negocios de comercio en Cartagena, de donde vino por paseo a Bogotá, y donde contrajo matrimonio, estableciéndose aquí definitivamente.
+«El señor Brush había recibido en Liverpool una educación liberal y por ello, por la cultura de su trato, por lo interesante de sus narraciones, por su entusiasmo por Bolívar y por la causa de la independencia, despertó particular interés en don Miguel Samper.
+«Como él era entonces joven, y como la hija del señor Brush lo fuese también, y muy atractiva además, sucedió lo que era natural: tras las graves pláticas con el excéntrico e ilustrado inglés, vinieron otras de carácter más íntimo entre don Miguel y la señorita María Teresa. El hecho fue y para abreviar el relato, que dos años después los dos amantes contrajeron matrimonio en Bogotá, el 4 de mayo de 1851».
+Aun cuando todos los hijos de don Miguel Samper fueron hombres inteligentes, de clara visión, emprendedores y dinámicos, el más notable de entre ellos fue, sin duda alguna, Santiago Samper. Su vida fue relativamente breve, y murió seis años después que su padre. Yo tuve oportunidad de conocerlo y de tratarlo, de conversar con él largamente, en Barranquilla, a su paso para Europa y a su regreso del viejo continente, durante la guerra de los Mil Días, porque me lo presentó mi primo don José María Palacio S., socio gestor de la firma Alzamora, Palacio y Cía. Don Santiago era tan profundo conocedor de la economía política y ciencia de las finanzas, como su padre, y con ideas un poco más nuevas, pues tanto la economía como las finanzas son ciencias experimentales que van transformándose, rectificando sus leyes y principios, al compás de la evolución del tiempo. Para mí que la prosperidad de la casa Alzamora, Palacio y Cía., hoy desaparecida, debióse en parte principalmente a los consejos y advertencias que le dio a Pepe Palacio don Santiago Samper. Papel moneda que recaudaban Alzamora, Palacio y Cía., lo convertían inmediatamente en divisas extranjeras: política contraria siguió la casa Fergusson, Noguera y Cía., pues los socios de aquella se obstinaban en la ilusión de que el cambio sobre el exterior no pasaría de tres mil y descendería rápidamente al terminarse la guerra. El resultado de la ilusión fue la ruina de Fergusson, Noguera y Cía. Yo le oí a don Santiago Samper pronosticar, con maravillosa clarividencia lo que ocurrió: que el papel moneda concluiría valiendo si la guerra continuaba, en la misma suerte que los asignados de Francia, y que, aun terminada la guerra, el cambio no bajaría del diez mil por ciento.
+Es que —válgome de palabras de Martínez Silva— «el comercio no es una rutina sino vasto y permanente campo de estudio y de aplicación de la ciencia y del saber. El conocimiento de los mercados extranjeros, de los siempre renovados procedimientos industriales de las necesidades y recursos del país, de la complicada ciencia de los cambios y de los mil factores que contribuyen a abaratar o a encarecer las productos, le permitió a don Miguel Samper y a sus hijos mantener siempre una ventajosa competencia en Bogotá y otras plazas mercantiles de Colombia, aun en épocas de gran depresión y tirantez».
+En el ensayo de Martínez Silva sobre la vida de el Gran Ciudadano encuentro estas palabras, cuya lectura me permito recomendar respetuosamente a la consideración de la Cámara de Comercio de Bogotá:
+«Alto debieron de labrar al fin tan abnegada predicación y tan alto ejemplo de perseverancia, puesto que hace algunos meses el comercio de Bogotá se resolvió ya a hacer un esfuerzo por fundar una Cámara de Comercio destinada a llevar la voz y representación del gremio en todos los asuntos a él atañederos. Como era natural y justo, don Miguel Samper fue nombrado por unanimidad de votos presidente de aquella corporación. Este tributo de respeto rendido al ilustre hacendista por todos los comerciantes de la capital sin distinción de colores políticos da idea del concepto en que se le tenía envuelve público testimonio de reconocimiento por sus servicios al país en pro de una de sus más respetables y valiosas industrias».
+Si la Cámara de Comercio no muere con su meritísimo presidente, y llega a ser una entidad viva y fecunda, a la entrada del edificio que más tarde habrá de levantar, se alzará la estatua de don Miguel Samper.
+En el matrimonio Samper-Brush hubo también tres hijas y una de ellas, Dolores, casó con el señor Darío Valencia.
+También el general Rafael Reyes tenía en su hogar el remanso de paz y dulzura, de que tan necesitado está el hombre público, y fecunda distracción en sus labores de agricultor y de ganadero. Relativamente joven en 1897, pues apenas llegaba a los cincuenta años de su edad, el general había unido su suerte en Popayán, poco tiempo atrás, con una esclarecida y bella dama, que, según le oí decir a él, le había «enseñado a ser conservador»; doña Sofía de Angulo, que murió poco después del ardiente debate electoral en que Reyes fue vencido. A su belleza unía la señora de Reyes una inteligencia viva y penetrante; ella sí, seguía con apasionamiento el curso de los sucesos políticos. En tempranos años para 1897 la descendencia del matrimonio Reyes-Angulo. Tres mujeres: Sofía, Amalia y Nina. Y tres varones: Rafael, Pedro Ignacio y Enrique. He leído, gracias a la inagotable bondad de Víctor E. Caro, una copiosa correspondencia dirigida por el señor Caro al general Rafael Reyes de aquella época sobre la candidatura del vencedor en Enciso. Cartas que, a mi juicio, revelan en el señor Caro la mayor buena fe y sinceridad. Todas ellas concluyen con recuerdos respetuosos para doña Sofía y de afecto para los hijos del general, especialmente para el generalito. ¿Quién era el generalito? ¿Rafael, Pedro Ignacio o Enrique? Presumo que el último, quien tiene un notable parecido físico con su ilustre progenitor. Pienso que para Reyes no sólo fue una gran desgracia doméstica la muerte de su mujer sino que ella influyó mucho en su vida pública posterior. Tengo el agüero comprobado no por la historia de que todos los presidentes viudos terminan sus administraciones cuando las terminan desventuradamente. La mujer es el más recio escudo del hombre público, su mejor consejero, su mejor guía. Presumo que menos bien le iría que a los viudos, a los presidentes solterones. Se debe maridar para ir al palacio de los presidentes de Colombia. Hay agüeros que no fallan.
+EL HOGAR DEL GENERAL REYES — DON JOSÉ MANUEL MARROQUÍN EN LA INTIMIDAD — SUS NOVELAS — UN JUICIO DEL SEÑOR CARO — EL DOCTOR SANCLEMENTE, LA GUERRA DE LOS MIL DÍAS Y EL TRESILLO — LOS PRESIDENTES VIUDOS — EL RECURSO FISCAL DE LOS MONOPOLIOS — LA CASA FOULD DE PARÍS — SU AGENTE EN BOGOTÁ, DON CARLOS RODRÍGUEZ — CALUMNIAS Y CONSEJOS — EL MINISTRO DE HACIENDA MANUEL ESGUERRA — EL DESPRECIO DEL PRESIDENTE CARO POR EL DINERO — EL CONTRATO DEL FERROCARRIL DEL NORTE — EL SISTEMA DE CONCESIONES PARA LA CONSTRUCCIÓN DE VÍAS FÉRREAS — EL SENTIDO DE LOS NEGOCIOS DEL GENERAL JUAN MANUEL DÁVILA — EL PECADO DE ENVIDIA DE LOS COLOMBIANOS — ACUSACIÓN EN LA CÁMARA.
+SI EN EL GENERAL REYES HAY que admirar al guerrero y al estadista y la admiración, huelga decirlo, no es unánime entre sus contemporáneos, unánime sí es la simpatía y el respeto que inspiró a ellos como jefe de un hogar cristiano, como educador de sus hijos, a quienes la muerte arrebató, en temprana edad, la insustituible ternura de la madre, las hijas del general Reyes son precioso ornamento de la sociedad colombiana, y si por herencia recibieron de doña Sofía de Angulo el ejemplo de todas las virtudes, a su ilustre progenitor deben prácticas lecciones de nobleza y generosidad en los sentimientos, de modestia y austeridad en las costumbres, de piedad para el dolor y las miserias del prójimo. Y los hijos del general Reyes han sido, como él, hombres de trabajo, activos y emprendedores.
+Don José Manuel Marroquín, prototipo del viejo hidalgo castellano, tenía su remanso de paz y de dulzura en la encantadora y sencilla vida campesina, en su hacienda de Yerbabuena, en donde transcurrían serena y apaciblemente los años de su respetada y respetable ancianidad: entre el cultivo de la madre tierra y el de las patrias letras. Nunca fueron, como en 1897, más activas y fecundas las faenas literarias del señor Marroquín. Habíalas enderezado a la composición de novelas, género en el que logró descollar, no sólo por la impecable casticidad del lenguaje, por la gracia y donaire del estilo, sino que también por la sagaz observación y el certero análisis de los ejemplares humanos de sus aplaudidas farsas. Si no estoy equivocado en mi recuerdo, en 1897 aparecieron El moro y Blas Gil, y poco antes o poco después Entre primos. ¡Cuán grave error y de cuál fatales consecuencias para el señor Marroquín fue el de arrebatarlo a sus gratas aficiones literarias, a su tranquila vida de campesino, para arrojarlo al turbión de la política que se lleva a los hombres, cual se lleva el viento a las briznas de paja! Tengo plena seguridad de que El moro vio la luz en 1897, porque oí comentar la novela al señor Caro. «Es tan perfecta», decía este, «que a la mitad del libro ya se siente uno caballo y con ganas de relinchar». Viudo desde tiempo atrás el señor Marroquín, y ya en la ancianidad, su descendencia pasaba de la edad juvenil. Con el candidato a la presidencia de la República vivían dos hijas suyas solteras, que se desvelaban en prodigarle mimos y cuidados. Las casadas eran las señoras Marroquín de Vargas y Marroquín de Rubio. Los hijos varones, Lorenzo, Andrés, José María y José Manuel. De ellos no sobrevive sino el último, virtuoso sacerdote, doblado de exquisito hombre de letras, que ha sabido cumplir el deber filial de honrar y vindicar la memoria de su padre con singular discreción y delicadeza.
+Cáliz de amargura ha sido para casi todos los presidentes de nuestra República el ejercicio de sus cargos, pero especialmente para los viudos. Desde el Libertador, hasta don Marco Fidel Suárez, las presidencias de los viudos terminaron, si llegaron a terminar, en camino de calvario.
+Conocí sólo de vista al señor Marroquín en 1897; más tarde, terminada la guerra de los Mil Días, tuve muchas oportunidades de tratarlo, en cierta relativa intimidad, de conversar con él largamente sobre temas literarios, muy rara vez sobre política, y es por ello que conservo amables y gratos recuerdos del último jefe de Estado de Colombia, en el siglo XIX. Llegada la hora explicaré cómo y en qué circunstancias tuve el honor de acercarme al señor Marroquín, en quien logré despertar alguna simpatía, que me demostró obsequiándome con un retrato suyo, que conservo, con esta gentil dedicatoria de su puño y letra: «A mi joven amigo Julio H. Palacio, de su afectísimo J. M. Marroquín». Me llamaba Julito.
+Del candidato a la presidencia, doctor Manuel A. Sanclemente, que residía en Buga, no tenía yo sino muy vagas referencias y noticias. Mientras que algunos me afirmaban que no obstante su edad avanzadísima, conservaba toda la plenitud de sus facultades intelectuales, otros me decían que andaba ya por los cerros de Úbeda. Del concepto que logré formarme personalmente sobre el venerable sujeto y de las opiniones contradictorias que sobre su estado mental había oído, hablaré también a su hora, pues conocí al doctor Sanclemente en Anapoima en el mes de noviembre de 1899, cuando acompañé a mi cuñado el general Diego A. de Castro a hacerle una visita de cortesía que no tuvo una duración de más de treinta minutos, porque le interrumpimos una partida de tresillo en la cual parecía estar más interesado que en conocer el curso de la guerra en el río Magdalena y la costa Atlántica. Viudo también el doctor Sanclemente, su presidencia tenía de ser un suplicio, coronado por el martirio.
+A las complicaciones políticas se añadían en el último año de la administración Caro dificultades fiscales muy graves e imponderables, que previó el doctor Roldán en aquel su famoso discurso de la Cámara de Representantes durante el periodo legislativo de 1896, que tuvo una frase feliz de dilatada resonancia: «Es estúpido hacer uso de emisiones para saldar el déficit de presupuesto». Y al estúpido recurso no acudió la expirante administración Caro para aliviar la bancarrota fiscal. Restablecido el orden público a mediados de 1895, las planchas litográficas quedaron condenadas a inactividad transitoria. El aforismo del barón Louis: «Dadme buena política y os daré buenas finanzas», tiene también su correlativo, dadme buenas finanzas y os daré buena política. Releyendo en días pasados la monumental obra —porque la necesidad tapona ahora la grata y provechosa ocupación de leer viejos y buenos libros— Historia de Inglaterra, de Thomas Carte, tropecé con el siguiente concepto sobre Robert Peel: «Juntaba a sus méritos, el entonces bien raro entre los estadistas conservadores, el de ser un hábil y profundo financista». También los estadistas conservadores de Colombia, en el siglo pasado, no se distinguieron precisamente por contar entre sus equipos hábiles y profundos financistas. Hubiéralos tenido entonces el conservatismo, y probablemente diéranle al país una mejor política.
+Vedado, moral y legalmente, a la administración Caro el recurso «estúpido de las emisiones», debatíase ella porfiadamente en adquirir recursos para atender siquiera a sus más elementales necesidades. Se acudió al de los monopolios, y en 1897 se establecieron los de fósforos y cigarrillos. Un hombre de negocios, dotado de grande inteligencia y óptimas dotes de organizador, que representaba en Bogotá la Casa Fould, de París, don Carlos Rodríguez, familiarmente apodado el Buchón, tomó a su cargo y en nombre de sus poderdantes, el de cigarrillos. Prácticamente los Fould quedaron convertidos en los banqueros del Gobierno de Colombia. Cualesquiera que sean las razonables críticas que se opusieran al novísimo recurso fiscal, resultaba menos irritante y odioso que el facilitado por los capitalistas nacionales para ayudar generosamente al Gobierno y que consistía en emprestarle sumas a intereses usurarios y no en su mayor parte en billetes del Banco Nacional sino en órdenes de pago tiradas contra el tesoro nacional y que no habían sido cubiertas por este. Tales órdenes las compraban los hábiles capitalistas con un descuento no menor del treinta por ciento. Me consta, por habérselo oído, que al señor Caro le repugnaba profundamente el consabido recurso, que tenía aversión instintiva por quienes de él se aprovechaban, pero la necesidad tiene cara de hereje, según lo reza antiguo adagio. Naturalmente las negociaciones con la Casa Fould dieron pie para calumnias y consejas de que fueron víctimas altos funcionarios del régimen. Se elevaba hasta cifras fantásticas, inverosímiles la ilícita participación que tenían en aquellas negociaciones. La víctima preferida de la difamación y la calumnia fue el ministro de Hacienda, doctor Manuel Esguerra, que murió hace diez años en la más absoluta pobreza y quien no llevó jamás vida fastuosa, ni fue propietario de valiosas fincas raíces, ni aficionado al tapete verde. Manuel Esguerra, santandereano de pura cepa, vino a la Cámara de Representantes por primera vez en 1896, con fama bien ganada de notable jurisconsulto y de recto magistrado. Figuró en primera línea entre los leales amigos del señor Caro y recuerdo vagamente que se pensó en nombrarlo magistrado de la Corte Suprema de Justicia, en donde hubiera estado en su elemento, pero se le llevó al Ministerio de Hacienda, cargo en el que, gracias sólo a su agilísima inteligencia, pudo adaptarse trabajosamente. Su carácter benévolo lo hacía inadecuado para ejercer las funciones de cancerbero del tesoro público. Más tarde, con el tiempo, que es no sólo nivelador, sino inapelable juez de los calumniados y difamados, Esguerra volvió a figurar en la vida pública y tuvo oportunidad de prestar a la República importantísimos servicios en los negocios internacionales, primero como secretario de la comisión asesora del Ministerio de Relaciones Exteriores e inmediatamente después como plenipotenciario en Nicaragua. Gracias a la nobleza y magnanimidad del doctor Olaya Herrera no fueron más duros y tristes los últimos días de Manuel Esguerra, porque el primer presidente liberal lo nombró para desempeñar un empleo en la costa Atlántica, decoroso e independiente. También osaba la calumnia —¿qué no osa la calumnia?— manchar, más inútilmente, la granítica, inconmovible probidad del ministro del Tesoro, doctor Daniel J. Reyes. Pero este modesto servidor público sí que podía repetir con énfasis las palabras del patricio romano: «Ninguna peroración podrá hacerme daño: si dice bien de mí, dirá la verdad; si dice mal, mi vida misma habrá de refutarla». Sin duda que la pulcritud, la delicadeza personal de Daniel J. Reyes, le conquistaron desde entonces el aprecio y la estimación de don Carlos Rodríguez, apoderado de la Casa Fould, y el de su mujer, la señora Maldonado de Rodríguez, quien antes de su muerte le confió una gruesa suma de dinero para cumplir instrucciones secretas que no alcanzó a comunicarle a Reyes, antes de la lamentable muerte de ella. Y aquel hombre, encarnación de la probidad, entregó el depósito sagrado al legítimo heredero de la señora Maldonado de Rodríguez, depósito del que no tenía ni la más vaga noticia el heredero, que es mi querido amigo Carlos Rodríguez Maldonado. De que el Buchón Rodríguez era un hombre de bien, un hombre correcto, dé testimonio elocuente y sugestivo la amistad con que lo distinguió don Santiago Pérez. Porque el Buchón era liberal y murió siendo liberal. En sus mocedades, alistado en el célebre, famoso batallón Alcanfor, integrado por la flor y nata de la juventud liberal de Bogotá, combatió como valiente en Garrapata.
+Hasta quien no alcanzó ni podía alcanzar la calumnia fue hasta el señor Caro, ni sus más encarnizados enemigos, ni quienes más le odiaban y perseguían intentaron manchar aquella inmaculada reputación, gloria de la patria, preciosa parte de su patrimonio moral, como ahora se dice. El señor Caro, a imagen y semejanza del banquero de la dramática leyenda, tenía desprecio por el dinero, dijérase que no supo ni presintió nunca que este sirviera para cosa distinta de atender a la congrua subsistencia. Hablando con él, alguna vez, de las obras de Samuel Smiles, me decía, refiriéndose a El ahorro: «Ese libro debía llamarse el manual del avaro».
+Para sintetizar diré que el señor Caro y sus colaboradores inmediatos pudieron equivocarse, y se equivocaron seguramente, en el manejo de las finanzas, pero se equivocaron de balde.
+Toda la política del nacionalismo, dijo Carlos Martínez Silva, corre desde la segunda administración Holguín por sobre los rieles del Ferrocarril del Norte. Negociación alguna fue más combatida en este país que la concesión otorgada en 1892 al general Juan Manuel Dávila para construir y explotar la vía férrea a que se dio ese nombre. Lejos estoy de ser un hombre experto en negocios y me declaro incapaz, absolutamente incapaz para dictaminar sobre si un contrato de concesión es conveniente o inconveniente para los intereses públicos, sobre el costo de un kilómetro de vía férrea y sobre todos los complicados detalles de una negociación de tal género. Mas para mí resulta axiomático, y así me lo enseñaron reflexivas lecturas de autorizados economistas, que el sistema de concesiones para la construcción de determinadas obras públicas, como ferrocarriles, es el más apropiado en una incipiente economía. Por el sistema de concesiones se construyeron y explotaron en el siglo pasado los ferrocarriles de Europa y los Estados Unidos. La construcción y explotación por el Estado mismo es un sistema nuevo que comenzó a enseñarse en el siglo que corre, con resultados muy discutibles y que discuten apasionadamente hoy los expositores de Economía Política. Pero tratándose de Colombia, de Colombia en el último tercio del siglo XIX, de un país en la primera etapa de su vida económica, azotado por el inmisericorde flagelo de las guerras civiles, sin propios capitales para acometer la construcción de vías férreas, el sistema de las concesiones resultaba el más indicado y el único posible. Sin embargo, el país estaba duramente escarmentado con las concesiones otorgadas a extranjeros, las que, casi siempre, y en excepción de las que obtuvo el señor Cisneros, terminaban con inicuas reclamaciones diplomáticas. El general Dávila tenía el instinto, el olfato de un hombre de negocios. Al fijar sus ambiciones en la línea de Bogotá a Zipaquirá los puso de bulto. No quería vincular su nombre y sus esfuerzos a una empresa destinada fatalmente al fracaso, sino al más rotundo buen éxito. Cuando un año después de haber obtenido su concesión le propuso Pérez Triana, que era un soñador en el reino de los negocios, que llevara el ferrocarril hasta Santander, Dávila le contestó que no había llegado todavía el momento de pensar siquiera en tamaña empresa. Y en tanto que Pérez Triana juzgaba que las ventajas del contrato de su amigo consistían en la subvención por kilómetro construido y otros privilegios, Dávila, muy inteligentemente, y en una correspondencia íntima, le rectificaba el concepto, señalándole con franqueza la cláusula precisa en la que él fincaba sus esperanzas de cumplirlo religiosamente y de obtener en el futuro apreciables utilidades. La correspondencia entre Pérez Triana y Dávila fue publicada, como se recordará, cuando se investigaba el negocio que se llamó Petit Panamá.
+Con la penuria del tesoro, llegada al extremo límite, el pago de la subvención por kilómetro construido se retardaba indefinidamente y el concesionario tenía que aceptar libranzas de tesorería que descontaba en el mercado de Bogotá. Y como los trabajos de construcción habían de proseguir porque de lo contrario el contratista se exponía a que se declarase la caducidad de la concesión, el general Dávila viajaba todos los años a Europa y a los Estados Unidos para levantar fondos con la exclusiva garantía de su crédito personal. Nadie sabe, le decía él en cierta ocasión a uno de sus amigos, ¡cuántas humillaciones y amarguras, me cuesta cada kilómetro construido! Creo que pocos colombianos surcaron tantas veces como Dávila el océano que nos separa del viejo continente. Y quienes lo vimos en Europa, no entregado a disipaciones y placeres, y sí abstraído y afanoso por el cumplimiento de sus compromisos, encontramos muy merecidas y legítimas las ganancias que obtuvo mucho después en la explotación del Ferrocarril del Norte. Poseen hartas virtudes nuestros compatriotas, pero tienen un defecto: incurren en una falta que yo no vacilo en llamar pecado de envidia. Aquí, generalmente, no se perdona a nadie que gane dinero y por sobre todo si quien lo gana no lleva vida sórdida y mezquina. El general Dávila vestía muy elegantemente, educaba a sus hijas en Europa, y el común de las gentes presumía que todo ello lo hacía a costa del sudor y el trabajo de los contribuyentes. Si un hombre que cuenta con legítimas influencias políticas las pone inteligentemente al servicio de empresas de magnitud, que al cabo han de ser provechosas para el progreso del país, se convierte voluntariamente en el blanco de odios, y malquerencias, y en cambio el político profesional que vive y engorda de «cerdas» e ilícitas participaciones en negocios frecuentemente inconfesables, en negocios de despensa y de cocina, pasa inadvertido y escapa de la envidia maldiciente.
+Todas las vías férreas de Colombia que se construyeron por concesión, menos una, son hoy propiedad del Estado; a todos los privilegios que se otorgaron les llegó fatalmente el plazo de su vencimiento. En cambio, de lo que el país no pudo resarcirse fue de las cuantiosas sumas que tuvieron que entregarse a contratistas extranjeros que llegaban a Colombia atraídos por el señuelo de las concesiones, en su mayoría sin blanca en el bolsillo pero con atractivos títulos nobiliarios o inocuas cartas de recomendación de banqueros foráneos.
+A mediados de 1897 hice una excursión a Zipaquirá para conocer las famosas salinas y visitar a una parienta que entonces residía accidentalmente allí. Ya las trabajos de construcción del Ferrocarril del Norte estaban muy adelantados; la línea llegaba a las goteras de la ciudad y el viajero recorría apenas un corto trayecto en coche. Pocos meses después el silbato de las locomotoras saludaba a un pueblo laborioso que veía realizado al fin uno de sus más caros anhelos. Un colombiano, él solo, en medio de dificultades y contratiempos inenarrables, con ingenieros colombianos, había construido un ferrocarril.
+Mas la atrevida empresa arrojaba también un saldo de oprobio injusto para gloriosas reputaciones políticas, y cuando un año después se acusó en la Cámara de Representantes al vicepresidente Caro por violencia y coacción en las elecciones, el meollo de la acusación se hacía basar en que «un grupo de altos funcionarios públicos, encabezados por el contratista del Ferrocarril del Norte, por medio de circular telegráfica en febrero de 1897, sugirió la proclamación de la candidatura del señor M. A. Caro para la presidencia de la República, contraviniendo claramente el espíritu del artículo 127 de la Constitución, puesto que el señor Caro se hallaba en ejercicio del Poder Ejecutivo desde el 7 de agosto de 1892, principio del periodo constitucional, y por muerte del presidente titular, acaecida en septiembre de 1894, era el señor Caro el llamado a gobernar hasta el 7 de agosto de 1898», con el aditamento de que «igualmente, como posible protección con fondos nacionales a la proclamación del señor Caro, se celebró el 23 de abril de 1897 con el contratista del Ferrocarril del Norte el nuevo arreglo que había sido improbado por esta Cámara y que ha dado lugar a la acusación del ministro que la suscribió».
+Empero, la amarga vida de los hombres públicos tiene también sus compensaciones y ya veremos cuáles fueron estas, con el correr del tiempo, para el señor Caro y el contratista del Ferrocarril del Norte.
+Dejaré la síntesis de las agitaciones políticas del año que estoy evocando, para hacer reminiscencias estrictamente personales que no dejarán de despertar interés en mis pacientes lectores.
+EL HOTEL CONTINENTAL — LA VIDA FASTUOSA DE HÉCTOR MORA TOSCANO — LAS FIESTAS CON JULIO FLÓREZ, JORGE POMBO, CLÍMACO SOTO BORDA, EDUARDO ORTEGA Y ENRIQUE VILLAR Y OTROS EN EL CAFÉ SEVILLA. PRECIOS SENCILLAMENTE ESCANDALOSOS — MI AMISTAD CON EDUARDO ORTEGA — EL HOTEL DE LAS SEÑORITAS BLUME — EL DOCTOR PEDRO ANTONIO MOLINA Y EDUARDO ESPINOSA GUZMÁN — LA ACTITUD ENIGMÁTICA Y CONTRADICTORIA DEL PRIMERO EN LA LUCHA POLÍTICA DE ENTONCES — UN SUSTO TERRIBLE — LA RECOMPENSA DE LA PIEDAD Y LA MISERICORDIA — EL BARÓN DE LA BARRE DE FLANDES — EL GENERAL SILVA GANDOLPHI.
+HE DICHO ANTES QUE AL LLEGAR a Bogotá en el mes de marzo, me alojé en el Hotel Continental, situado en la calle 12, entre carreras 7.ª y 8.ª. Allí vivía tiempo atrás un joven santandereano simpatiquísimo, trigueño, de complexión vigorosa, pero desgraciadamente inválido. Le habían amputado una pierna y caminaba apoyado en dos fuertes muletas, tan fuertes como para resistir el peso de ochenta kilos. Se llamaba, si no comienza a claudicar mi memoria, Héctor Mora Toscano. Sobrino de un obispo, muerto recientemente, que le había dejado en herencia a su parentela apreciable fortuna. El joven Héctor estaba malbaratando en Bogotá la parte que de ella le había correspondido. Botaba el dinero por la ventana. Pronto nos hicimos amigos y tuvo la gentileza de invitarme a los suntuosos ágapes que obsequiaba, con harta frecuencia, a Julio Flórez, Alfonso Caro, Jorge Pombo, Clímaco Soto Borda, Eduardo Ortega y Enrique Villar. Gustaba, no sé si por esnobismo o por reales aficiones literarias, de la compañía de los poetas en boga. Por lo general tales ágapes se celebraban en el Café Sevilla, restaurante montado con lujo y buen gusto, en donde se comía y bebía muy bien y cuyo propietario era el negro Aquilino Villegas. Los precios sencillamente escandalosos. El local del Sevilla, contiguo al Teatro Colón. El reservado más elegante y lujoso tenía una decoración en la que predominaba el color azul; azules eran las cortinas de terciopelo y las alfombras. Comenzaba sin embargo a escasearle los fondos al sobrino del obispo y comenzaban también a revolotear, en derredor suyo, cual moscardones siniestros, usureros bien conocidos entonces, y entre ellos, especialmente uno, muy zalamero, que era una verdadera tienda ambulante. De los bolsillos del sobretodo iba sacando los objetos más diversos: relojes, cadenas, mancornas, prendedores de corbata, anillos, estuches de toilette, navajas para la barba, etcétera. A uno de aquellos ágapes asistió, más que llamado y rogado, arrastrado, Guillermo Valencia, cuya presentación me hizo Julio Flórez. No necesité yo ser un gran paleólogo para comprender que Valencia no se encontraba, por lo menos en esa ocasión, muy a su agrado entre alegres bohemios que, no obstante, le daban muestras de amistad cordial, de deferencia y hasta de respeto, siendo él apenas un mozo de veinticinco años.
+La vida fastuosa de Héctor Mora Toscano me hizo abandonar el Hotel Continental. Él vivía haciéndome invitaciones y carecía de recursos para correspondérselas apropiadamente. A más de ello, dio en ponerme los nervios de punta un detalle al parecer insignificante. El infortunado joven era un noctámbulo incorregible y llegaba a acostarse a la madrugada. Al subir la escalera sus muletas, en el silencio de la noche, producían un ruido infernal que me despertaba y no volvía a conciliar el sueño. Golpes secos, acompasados, monótonos, que para mí eran como el fúnebre anuncio de la ruina de una vida joven, amargada por la invalidez. Probablemente, si Mora Toscano no hubiese perdido una pierna, bien distinto fuera el rumbo de su existencia, sus hábitos y sus costumbres. Presumo que con el vino, las mujeres, las recitaciones de los poetes célebres, trataba de ahogar la pena que le producía verse en la primavera de la vida convertido en un inútil mutilado.
+Le debo a Mora Toscano el don inapreciable, el tesoro, de la amistad de Eduardo Ortega. El lírico, a mi juicio, más inspirado, más dulce, más artista, que tuvo Colombia a fines del pasado siglo. Él cantaba sus amores, sus penas, sus alegrías, sus desengaños, espontáneamente con perfecta naturalidad, como cantan el ruiseñor o la alondra sobre la rama del árbol o dentro de dorada jaula. Su poema «El nido», que no me explico cómo está ausente de todas las antologías hasta ahora publicadas, es una obra que por sí sola bastaría para consolidar una fama e inmortalizar su nombre. Eduardo Ortega fue un hombre feo en grado máximo y cuando yo me detenía a observar su fealdad, por cierto muy simpática, confundíame pensando cómo de configuración física tan imperfecta, tan antiestética, podía ser, el vaso y la llama de pensamientos tan bellos, de sentimientos tan delicados y tiernos. ¿Por qué los cultivadores de las letras han olvidado el nombre y la obra de Eduardo Ortega? Es un misterio que no puedo explicarme, casi un enigma que no descifro. Acaso su larga ausencia de Bogotá, en el seno de cuya tierra reposan sus restos mortales, después de muchos años de dura lucha en Barranquilla, en donde a fuerza de trabajo y perseverancia logró llevar a su troje grano para los días de invierno y de enfermedad. Porque fue Eduardo Ortega, a la par de bohemio, hombre de labor ordenada y metódica, ahorrativo, sin incurrir en avaricia. Otro atrayente aspecto espiritual de Ortega era el de su gracia, tan espontánea y natural como su lirismo. El chiste y el calembour brotaban de su conversación ex abrupto, sin rebuscamientos, y en ninguno de ellos se trasparentaba dañada intención, ni propósito de ofender o ridiculizar a nadie. Ya iré refriendo, al compás de los años y los días que voy evocando, cómo fue de íntima, de leal y sincera la amistad que me ligó a Eduardo Ortega hasta su muerte.
+Lie un día bártulos en el Hotel Continental para trasladarme al hotel de las señoritas Blume, situado en la 2.ª calle Real, frente a Santo Domingo. Escogí un apartamento en la planta baja, con sala y cuarto de dormir, con mucho aire y mucha luz y sin vecinos noctámbulos. Estaba entonces en capacidad de vivir más cómodamente. A la mesada de ciento cincuenta pesos mensuales que me pasaba mi generoso y solícito padre y que me entregaba aquí puntualmente el general Juan Manuel Dávila, o en su ausencia el apoderado, vino a añadirse el sueldo de segundo jefe de la estadística nacional, empleo que me dio el señor Caro en la forma más obligante y espontánea. Era jefe de la estadística nacional el general Enrique Arboleda, muy severo y puntual en el cumplimiento de sus deberes e inflexible para exigírselo a sus subalternos. Bien pronto descubrió Enrique Arboleda que no era yo muy avezado en números y pasé a ser prácticamente su secretario encargado de la redacción de oficios, circulares y reglamentos. Acostumbrado al mando y a la disciplina militar, el general Arboleda, en la estadística nacional no se discutían las órdenes del jefe: no se podía fumar, ni leer periódicos o novelas. El local de las oficinas era la casa en donde ahora funciona la Academia Nacional de Historia y que fue antes asiento de la Escuela Nacional de Derecho y en los tiempos del régimen liberal el Gran Hotel. Hice yo muy buenas migas con el general Arboleda y con mucha frecuencia comíamos y almorzábamos juntos. Poseía él bastante instrucción y le placía escribir para el público. A la vista se le presentaba a quien lo conocía por primera vez como un hombre hosco y malgeniado, pero no era ni lo uno ni lo otro efectivamente. Cuando tomaba copas en exceso resultaba temible y su andar, en su mirada, adivinávase el valor y el arrojo. Su estampa física tenía muchos rasgos de la de su padre, don Julio Arboleda. Como entre mis pocas buenas cualidades me ufano de tener un culto por la amistad, en 1901, al ser extrañado del país por el gobierno del señor Marroquín el general Arboleda, y caer en Barranquilla sin recursos pecuniarios y casi sin equipaje, yo le proporcioné los que estaban a mi alcance y la ropa de invierno que acababa de traer de Europa. Lo visitaba en su prisión todos los días y lo acompañé hasta el vapor Cataluña, en que continuó viaje rumbo a Barcelona. Desde allá me escribió una carta, que conservo, expresándome en calurosas palabras su gratitud y afecto. Según me lo refirió confidencialmente, la conspiración para restablecer en el ejercicio del mando al doctor Sanclemente existió en realidad y fracasó por circunstancias de que hablaré a su turno.
+En el hotel de las señoritas Blume vivía el doctor Pedro Antonio Molina, ministro de Guerra, o de la Guerra, como han dado en decir ahora. Pude observar que le ligaba una amistad muy estrecha con don Eduardo Espinosa Guzmán, director de Bogotá, quien fue uno de los nacionalistas más entusiastas y «empujadores». No me cabe la menor duda de que Eduardo Espinosa Guzmán era la persona más influyente ante el doctor Molina. Yo tengo de este notable hombre público un grato recuerdo. Fue un grande amigo de mi padre, mantenía con él constante y copiosa correspondencia y lo ascendió a general en jefe del Ejército de la República. Tal correspondencia revela en el doctor Molina señaladas dotes de administrador público, de organizador, y muestras muy significativas de previsión y cálculo. La correspondencia demuestra que el doctor Molina veía llegar la guerra civil como hecho inevitable y fatal. Y si como administrador público resulta perfecto el doctor Molina, no así como político. Su actitud en 1897 fue un tanto enigmática y contradictoria. Para los nacionalistas era de los suyos, de absoluta confianza, y se pensó seriamente en lanzar su candidatura para presidente de la República. Para los históricos llegó a ser una promesa, una esperanza. De esa actitud provenía que el doctor Molina tuviera a cada momento que estar haciendo rectificaciones de lo que sobre él afirmaban los unos y los otros. Por lo que hace a la correspondencia con mi padre, supremo jefe militar en la costa Atlántica, puedo asegurar que en ella no trata el doctor Molina de cuestiones políticas, sino del servicio y de las medidas convenientes para el caso de guerra.
+De mi paso por el hotel de las señoritas Blume conservo un impresionante recuerdo que me causó inquietud y sobresalto durante muchísimos años. Estudiaba en Bogotá en 1897 un muchacho costeño de distinguida familia, de padres ricos, amigos míos y de mi casa. El muchacho estaba interno en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, y en el mes de julio me comunicó que pasaba a ser externo. Dio en hacerme largas visitas que no eran para mí desagradables, pues gastaba él una conversación muy amena y pintoresca. Tan largas aquellas visitas, que en algunas ocasiones, teniendo necesidad yo de irme para la oficina, lo dejaba instalado en el apartamento, pues él me decía que allí podía estudiar y le quedaba muy cerca al colegio. Y ocurrió que cierto día, estando él ausente, presentóse un sujeto de ruana y pañuelo rabo de gallo preguntando por el muchacho, cuyas señas y particularidades llevaba anotadas en un papelito. Yo le contesté que él no vivía en el apartamento, que iba allí sólo de visita. Pero la curiosidad me hostigó y le pregunté al sujeto: ¿Para qué lo busca usted? Me contestó ingenuamente que para llevárselo a la mañana siguiente a recluirlo en el lazareto de Agua de Dios. ¡Santos cielos! El muchacho se sentaba en las poltronas del apartamento, dormía la siesta en el canapé, bebía en mi vaso, usaba mi peinilla y mis cepillos. Sin embargo, tuvo piedad de él, de su estado y de sus pobres padres. Le informé al agente de la Policía Secreta que probablemente la presa que él buscaba volvería al apartamento hacia las seis de la tarde y que yo ignoraba cuál era su posada o pensión. Fuese el agente secreto asegurando que volvería a la hora indicada, y minutos después se me presentó el infortunado muchacho. Mi ánimo fluctuaba entre la cólera y la piedad. Le increpé duramente que teniendo una enfermedad contagiosa, y debiendo saberlo, me lo hubiera ocultado y abusado de mi hospitalidad. Protestó de que él lo supiese y comenzó a llorar y sollozar con tanta amargura y tanta sinceridad, que la misericordia se sobrepuso a la cólera y el temor egoísta al abnegado altruismo. Se arrodilló implorándome que no permitiera que lo recluyera en Agua de Dios, que él se iba inmediatamente para su casa, a la mañana siguiente si era preciso, pues tenía dinero para hacerlo y que allá en su tierra —un pueblo cercano a Barranquilla— sus padres verían si lo mandaban al lazareto de Caño de Loro. Inmediatamente salí a buscar al doctor Roldán, ministro de Gobierno, le expuse el caso rogándole que hiciera levantar la orden de detener a la víctima y prometiéndole que a la mañana siguiente abandonaría Bogotá. El doctor Roldán me complació y el muchacho cumplió su palabra. Tres años después, en la guerra de los Mil Días, llegamos Aurelio de Castro y yo a la casa de una celestina muy conocida en Barranquilla y encontramos a la puerta un caballo muy bien aperado. Su dueño o su jinete, tenía que ser hombre de posibilidades. Entramos a la casa de la celestina y naturalmente preguntamos quién estaba allí. Nos contestó secamente que nadie. Le replicamos que a la puerta estaba un caballo y que nos estaba negando imbécilmente la presencia de otra persona. Tanto inquirimos, tanto acorralamos a la patrona, que al fin ella nos confesó: «Pues aquí está Fulano de Tal, que viene con frecuencia y no le gusta que se entere nadie». Otra vez exclamé, ¡santos cielos! Fulano de Tal era el mismo muchacho de la historia que acabo de referir, en cuerpo y alma. En su pueblo creían y siguen creyendo que la lepra no es contagiosa, y la suya tenía la característica de no presentar signos exteriores. En conciencia tenía que denunciarle a la celestina que su cliente estaba gravemente enfermo, y salí con Aurelio de Castro inmediatamente de aquella casa y yo en el alma con un horrible presagio. Por segunda vez en mi entonces corta vida se me atravesaba, cual siniestra sombra, el fatídico o inconsciente muchacho. Acostumbraba viajar por las noches en Barranquilla provisto del salvoconducto indispensable en los tiempos de guerra. Los episodios que acabo de referir, y la experiencia de una vida que ya termina, me comprueban que la piedad y la misericordia tienen su recompensa y que nos alejan de peligros y desgracias.
+En 1897 comencé a tener relaciones con miembros del cuerpo diplomático extranjero acreditado en Bogotá. El primero de mis conocimientos fue con el ministro de España, barón De la Barre de Flandes. No recuerdo por quién le fui presentado. Mis relaciones con él, sin llegar hasta ser íntimas, fueron bastante cordiales. La legación de España estaba situada en la calle 12, frente al Hotel Continental, y tal circunstancia hacía que me encontrara con mucha frecuencia con el barón, que algunas veces abría su balcón, cuando alcanzaba a verme en mi cuarto, para invitarme a almorzar o a tomar un aperitivo. Parecían su figura y su faz desprendidas de un retrato del Greco. En los primeros tiempos de su misión en Bogotá tuvo muchas contrariedades. Un artesano español había dado muerte violenta en la calle a un joven de la alta sociedad bogotana y este hecho lamentable, en el que no tenía ni la menor culpa ni responsabilidad el ministro, fue motivo para que se le agrediera de palabra y hasta de obra. A más de ello, al estallar la insurrección en Cuba, y como la mayoría, casi la unanimidad de los colombianos, eran fervorosos y entusiastas partidarios de la causa cubana, el barón De la Barre de Flandes se movía dentro de un ambiente hostil y que le era poco simpático. Tenía, pues, que desplegar mucho tacto y prudencia. En los salones aristocráticos sí se le acogía y recibía con todos los miramientos y atenciones debidos a su rango. Por las conversaciones que con él tuve deduje que no poseía una extraordinaria inteligencia, mas sí la indispensable para el desempeño de una misión diplomática. En su casa era espléndido y obsequioso. También tuve relaciones de amistad con el general Silva Gandolphi, ministro de Venezuela, quien sí me pareció hombre muy inteligente y sagaz. Sordo como una tapia, conversar con él y hacerse oír era toda una empresa. Hombre galante, preciábase de tener muy buen éxito con las mujeres, se interesaba, naturalmente por el curso de la política interior colombiana, mas no indiscretamente. Daba suntuosas fiestas, que eran muy concurridas.
+En aquel año de 1897 se celebraba el jubileo de la Reina Victoria. La gloriosa y gran soberana cumplía sesenta años de reinado. En las embajadas y legaciones de la Gran Bretaña, en todo el mundo, se conmemoró el fastuoso aniversario con recepciones y bailes. Aquí en Bogotá la fiesta revistió excepcional brillo. Ello dio motivo a un incidente diplomático que voy a referir seguidamente.
+LA FIESTA EN LA LEGACIÓN BRITÁNICA CON MOTIVO DEL JUBILEO DE LA REINA VICTORIA — UN INCIDENTE ARREGLADO POR TOMÁS SURÍ SALCEDO — MI NOMBRAMIENTRO PARA EL CARGO DE INSPECTOR GENERAL DE LOS RESGUARDOS NACIONALES — UNA VERDADERA CANONJÍA — UNA ANÉCDOTA DE EDUARDO ORTEGA — SE INICIA LA ACTIVIDAD POLÍTICA — EL HOMBRE MÁS RICO Y EL MÁS ILUSTRE ABOGADO DE BARRANQUILLA. JOSÉ FRANCISCO INSIGNARES S. — UNA GIRA ELECTORAL POR LA PROVINCIA — UNA PARODIA DE NAPOLEÓN EN CAMPO FLORIDO QUE TUVO GRANDE ÉXITO — LA RECLAMACIÓN CERRUTI — CUBA.
+LA LEGACIÓN DE LA GRAN BRETAÑA en Bogotá conmemoró y festejó los sesenta años de reinado de su Graciosa Majestad con una brillantísima recepción y un suntuoso baile, actos que comenzaron en punto de las nueve de la noche. El vicepresidente de la República, encargado del Poder Ejecutivo, y su familia fueron naturalmente, los primeros invitados. No había ido nunca el señor Caro a las legaciones extranjeras, pero tratándose de un acto excepcional que el orbe mundo celebraba con júbilo y simpatía, aceptó la invitación del encargado de negocios de la Gran Bretaña y manifestó que asistiría, como lo hizo efectivamente. Mas ocurrió que en las primeras horas de la tarde del día del jubileo el señor Caro llamó de urgencia al ministro de Relaciones Exteriores, señor doctor José M. Vengoechea, y le comunicó instrucciones para que convocara inmediatamente a su despacho al encargado de negocios y le diera lo siguiente: que hasta ese momento había esto esperado, y conforme a elementales reglas de cortesía y de protocolo se le sometiera la lista de los invitados a una fiesta a que el jefe del Estado iba a concurrir y exigió que se le comunicara ella inmediatamente para hacer uso del derecho a manifestar con quiénes no le sería grato encontrarse en la legación británica. El encargado de esta era un secretario, pues el titular se encontraba ausente desde principios del año, hombre muy joven, muy culto y distinguido, como lo son por lo general los diplomáticos ingleses. Pero sin duda le faltaba experiencia y olvidó llenar formalidad que es rigurosa tratándose de invitar a jefes de Estado. Si no andan perturbados mis recuerdos, el secretario en cuestión tenía el apellido Sleeper. Fue íntimo amigo de Tomás Surí Salcedo y solicitó que le prestara sus buenos oficios en el sentido de avisarle a dos personas a quienes el señor Caro había tachado en la lista de invitados, que les agradecía como un señalado servicio personal que se abstuvieran de concurrir a la recepción y el baile. El penoso incidente, en el que tenía toda la razón el señor Caro, pues los invitados, indeseables lo insultaban e injuriaban a diario por la prensa, pudo así solucionarse dentro de la mayor discreción y cordialidad, gracias al tacto del joven secretario a la gentileza y savoir faire de Salcedo, y quedó reparado el lamentable olvido de una formalidad protocolaria y de simple cortesía, pues ni siquiera es de buen tono invitar a un sencillo ciudadano a que comparta el pan y la sal con sus enconados enemigos personales.
+Un baile, siquiera una sencilla sauterie, una recepción, eran en el Bogotá del siglo pasado modelos de distinción, de señorío, de cultura social y nada tenían que envidiar a las fiestas análogas de las grandes capitales de Europa y América, ni aun en lujo y refinamiento.
+Como vivían mis padres y estaba además muy a gusto con la vida de Barranquilla, un día de nostalgia le manifesté al señor Caro que deseaba volver a la tierra nativa. Espontáneamente, con la mayor sinceridad, en tono afable y cariñoso, me dijo: «Yo había pensado mandarlo a Europa, pero no quiero hacerle ese daño. Mi administración está expirando y no sabemos quién va a presidir la subsiguiente. Usted no tendría sino muy cortos meses asegurado el empleo que yo le diera. Pero a más de ello la situación fiscal empeora cada un día más y los sueldos se pagan muy irregularmente y he observado que usted si lo ha leído, no practica El ahorro de Samuel Smiles. Déjeme pensar qué empleo le doy en la Costa, bien dotado y de posición independiente». Pocos días después creó el de inspector general de los resguardos nacionales, con doscientos pesos de sueldo mensual y ochenta de viáticos, con el ítem de un aliciente espiritual incomparable; se nombró como mi ayudante secretario a Eduardo Ortega. Con ingenuidad confieso que el puesto era una verdadera canonjía. Inspeccionar y visitar resguardos en Cartagena, Barranquilla, Puerto Colombia y Santa Marta, no resultaba arduo trabajo, ni molestia, ni incomodidades. Podía así viajar y moverme, que ha sido y continúa siendo uno de mis grandes placeres. No me aventuré en los cortos meses que gocé de la canonjía a viajar en pequeñas goletas para inspeccionar al resguardo de Riohacha. Y va de historieta. Estaba una mañana en Puerto Colombia Eduardo Ortega y se fue al muelle para asistir a la visita del vapor francés que amarraba en aquel momento. En el barco venía un bogotano muy amigo de Eduardo, quien al darle un abrazo le dijo: «¿Y tú qué haces aquí?». Le contestó: «De ayudante de Julio Palacio». «¿Y Julio Palacio qué hace?», le replicó a Eduardo, su paisano y amigo. «Nada», fue su respuesta. El investigador resultó más severo que un fiscal. «Pero entonces, ¿tú qué haces?», le inquirió a Eduardo. Su respuesta fue la siguiente: «Yo, ayudar a Julio Palacio».
+Cuando llegué a Barranquilla el debate electoral estaba que ardía. Y recibí los palos correspondientes, no por mí mismo, que era factor insignificante, y continúo siéndolo en la política. Los recibía y se me propinaban porque así se molestaba y se fastidiaba a mi padre, que era en verdad el eje de la política nacionalista en la costa Atlántica. De tal episodios políticos conservo sin embargo una amable y risueña memoria; el doctor José Francisco Insignares S., el político más sagaz, más fino, y dígolo en justicia, de los más desinteresados, entre los muchos que tenía entonces la costa Atlántica, me pidió que lo acompañara a hacer una excursión electoral de propaganda por los candidaturas Sanclemente y Marroquín, en el interior de la provincia de Barranquilla, integrada entonces por los siguientes municipios: Soledad, Sabanagrande, Santo Tomás, Palmar de Varela, Polo Nuevo, Piojó, Usiacurí, Baranoa, Juan de Acosta, Tubará y Galapa. Puerto Colombia y Malambo eran todavía corregimientos. Creo que por dos razones nos arrastraba a aquella gira electoral el doctor Insignares. La primera porque siendo yo hijo del supremo jefe militar, no le quedaría duda a los pueblerinos de que las candidaturas Sanclemente-Marroquín tenían el asentimiento oficial, y la segunda porque como yo tenía cierta fama de orador fácil, hablaría para entusiasmar a los electores. La gira sirvióme a maravilla como estudio y observación de la paleología del doctor Insignares, de sus certeros y eficaces métodos políticos, y de las costumbres pueblerinas. Fue el doctor Insignares un hombre inteligentísimo, perseverante y tenaz en el logro de sus propósitos, un perfecto realista que no se extraviaba en la maraña de las ideologías. Iba derecho a su objetivo, por la línea recta o por la línea curva. Muy versado en leyes, códigos y reglamentos, magnífico abogado, él era quien dirigía y asesoraba a los que buscaba para atender los valiosos litigios que en aquella apoca seguía ante juzgados y tribunales. Pero tenía rasgos de elegante delicadeza. En los comienzos de la Regeneración fue nombrado magistrado de la Corte Suprema de Justicia por el doctor Núñez y declinó el alto empleo manifestando que no era decoroso ni correcto que entrara a desempeñarlo, ni intervenir en ninguna forma en el Poder Judicial, pues tenía importantísimos litigios que tardarían en resolverse, litigios en los que estaba interesado no como abogado y sí personalmente. Podía considerarse sin exageración que el doctor Insignares en 1897 era el hombre más rico de Barranquilla, de mayor crédito y el que disponía en todo momento de mayor cantidad en dinero efectivo, y lo gastaba en la política a torrentes. Desde muy joven comenzó a figurar en la política conservadora y en primera fila, no sólo en Bolívar, sino en la nación. Y por la política sentía amor y pasión, si no podía intervenir en ella, por circunstancias ajenas a su voluntad, estaba como el pez fuera del agua. Le repugnaban los métodos violentos y ahorcaba el gato con lazos de seda. De perfecta e irreprochable educación, no tuvo jamás un gesto, una palabra, un acto, que no fueran correctos y distinguidos. Y su educación era para todos; para los poderosos y para los humildes. Yo supuse que al llegar a los pueblos el doctor Insignares cambiaría los saludos ceremoniosos, por otros más campechanos. Pues no fue así. En las rústicas salas de la gente campesina se conducía lo mismo que si estuviese en un salón de Bogotá o de Barranquilla.
+Salimos de Barranquilla en gira electoral un sábado por la tarde. Íbamos a pernoctar en Soledad, en donde la opinión estaba muy dividida, casi promediada, entra la candidatura de Reyes y la de Sanclemente-Marroquín. Y divididas hasta las familias. En tanto que al padre del general Francisco J. Ucrós figuraba entre los nacionalistas más decididos, su hijo era reyista. La influyente y numerosa familia Donado, nacionalista, pero el doctor Alberto R. Osorio, que acababa de ejercer la prefectura de la provincia, no disimulaba sus simpatías por la candidatura Reyes. Reyista también el general Daniel Bolívar quien, como el general Ucrós, había prestado notables servicios en las guerras civiles anteriores. Pues bien, la primera diligencia del doctor Insignares fue tratar de atraer a los reyistas al campo nacionalista, especialmente al doctor Osorio, a quien le profesaba grande afecto y de quien había sido su padrino de bautismo; «ahijado», le decía siempre. No logró su empeño, pero quedó en las mejores relaciones personales con todos los adversarios políticos del momento. En la noche convocó a numerosa reunión en el local de la escuela pública de varones y allí expuso la situación política con la solemnidad y gravedad que requiere un consejo de Gobierno; y después de terminar, me dio la palabra. En aprietos estaba yo, porque, a decir la verdad, no sentía el menor entusiasmo por las candidaturas Sanclemente-Marroquín, y del primero eran muy escasas mis noticias. Sólo pude decir a mis oyentes que era un venerable anciano y un gran jurisconsulto. Al hablar del señor Marroquín, me sacaron del atolladero La perrilla y El moro, especialmente El moro, lo que gustó mucho a las gentes campesinas, que todas tenían su caballo preferido. Y para terminar dije: «Parodiando a Napoleón en Campo Florido, digamos: la candidatura Sanclemente-Marroquín es un sol; ciego es quien no lo vea». Aquello fue sencillamente ridículo, pero la frase fue recibida con una grande ovación. Todavía podía hablarse así en Soledad, pues la sociedad del pueblo era muy culta e instruida, pero ¡qué iba yo a decir en Sabanagrande, en Polo Nuevo, en Usiacurí y en Juan de Acosta! Se requiere un arte, una manera especial, para entusiasmar o conmover a las gentes rústicas y sencillas. A más de ello, cuando yo presumí de orador ocurríame algo muy singular; hablaba medianamente cuando mi auditorio era numeroso, y si era escaso lo hacía pésimamente.
+A la mañana siguiente, domingo, seguimos marcha a Sabanagrande. Allí estaba la fortaleza reyista; allí estaban los briosos tenientes de don Próspero A. Carbonell, jefe conservador influyente y prestigioso del historicismo, tan activo y eficaz como el doctor Insignares. Encabezaba, a los reyistas el mayor Antonio Ojeda, y desde muy temprano comenzaron a tomar ron blanco para hacernos una buena recepción. Sabían la casa en donde íbamos a bajarnos y se situaron para escanciar el blanco líquido en una tienda situada frente a aquella. Ya hacia las once de la mañana los reyistas «volaban». Y comenzaron los gritos: «Viva el general Reyes, viva el futuro presidente de la República, abajo la candidatura oficial, abajo el doctor Insignares». El alcalde trataba en vano de restablecer el orden, y Antonio Ojeda, que era un mozo valientísimo, sacó el revólver. El doctor Insignares, serenamente, sin inmutarse, y sabiendo que aquello no iba a pasar a mayores, al alcalde, ordenándole que los dejara gritar hasta que reventaran, y se limitó a hablar con los pocos nacionalistas del pueblo con la solemnidad por él acostumbrada. Cuando terminó la importante conferencia, me dijo: «Aquí no es prudente hablar en público; después de que repasemos el almuerzo y caiga un poco el sol, nos vamos para Palmar de Varela. A este grosero de Antonio Ojeda le arreglaremos las cuentas en Barranquilla». Cuando a las cuatro de la tarde seguimos para Palmar de Varela los reyistas, que habían jurado no dejarnos continuar viaje, dormían la mona.
+En Santo Tomás no había nada qué hacer. Aquel pueblo era un baluarte liberal y no hubo poder humano que se lo arrebatara a don Erasmo Rieux. Dormimos en Palmar de Varela, baluarte nacionalista, al cuidado de un joven prestigioso e influyente jefe político, Marcial Polo, sujeto de fortuna personal, muy querido por sus coterráneos. Se desarrolló el mismo programa que en Soledad: exposición del doctor Insignares y arenga mía con la parodia de la frase de Napoleón en Campo Florido.
+Andando por una vereda, que no camino, fuimos a dar con nuestras humanidades a Polo Nuevo, en donde la opinión estaba promediada, como en Soledad. Reyistas los Marte, nacionalistas los Pedroza. De allí a Usiacurí y luego a Baranoa. De este pueblo era oriundo el doctor Insignares, y todo el vecindario fue a saludarlo y a cumplimentarlo; así liberales, nacionalistas o reyistas. Tuve oportunidad de apreciar toda la astucia, toda la sagacidad, del fino político. No cambió la opinión del líder reyista, pero sí neutralizó sus entusiasmos y arrestos con las artes de la diplomacia. Presentóse a visitar al doctor Insignares, jinete sobre un caballo hermosísimo de indinos bríos. No coleaba, como el Moro de Marroquín. El doctor Insignares, que era un estupendo jinete, salió a la puerta de la calle a recibir al visitante e hizo mil ponderaciones, que bien las merecía, del caballo que montaba. Y comenzó a empeñarse en que se lo vendiera. Se negaba el propietario porque estaba muy ufano y orgulloso del animal. Pero al fin cayó en la tentación. Fijó el precio en trescientos pesos, que me pareció muy exagerado. El comprador le aceptó sin discusión. Entraron a la sala, conversaron de todo menos de política y al despedirse el visitante, el doctor Insignares abrió una petaca de cuero en la que llevaba abundantes denarios, extrajo tres paquetes de a cien pesos cada uno, en billetes del Banco Nacional, y se los entregó al jefe reyista. Este intentó quitarle los aperos al caballo y dejárselo allí mismo al doctor Insignares, quien con la más refinada cortesía le manifestó: «Pueden mandármelo la semana entrante a Barranquilla, pues aquí no tengo dónde dejarlo». No a la semana siguiente sino algunas semanas después le fue entregado el moro que no coleaba al comprador, y presumo que él le habría dado por muy satisfecho si el animal adquirido no hubiese llegado nunca a su poder.
+El camino que tomamos desde Baranoa para caer en Juan de Acosta ofrecía paisajes bellísimos. Desde una altura divisamos el mar, en una mañana clara y serena. La noche anterior había llovido a torrentes. La familia principal de Juan de Acosta era, y creo que es todavía, la familia Arteta. Muy amiga de mi padre y del doctor Insignares. En consecuencia, en el pueblo había mayoría nacionalista. No hubo necesidad de hacer exposiciones ni de pronunciar discurso. Tampoco en Tubará, pueblo situado sobre una altura en donde se duerme deliciosamente. Me detuve un buen rato contemplando el pozo de San Luis Beltrán. Baluarte nacionalista también Tubará, porque fue la cuna de mis primos los Palacio: Rafael Mina, Gregorio y Manuel. Ausentáronle ellos del pueblo, fijaron todos sus reales en Barranquilla, y tiempo después Tubará volvióse liberal. La gira terminó en Galapa y entramos a Barranquilla, porque esto pasaba al finalizar octubre, bajo un diluvio. El doctor Insignares iba muy satisfecho del balance de la excursión.
+Durante cinco días habíamos estado a tratamiento de sancocho de gallina, porque el doctor Insignares no probaba, ni por excepción, carnes negras. No fumaba, ni bebía licor, y quienes lo conocíamos y tratábamos sabíamos que detestaba del humo y el tufo. Este fumador empedernido que soy yo ahora no vino a saber lo que era un cigarrillo hasta los veintisiete años de mi edad, en circunstancias que referiré a su hora.
+Se acerca 1898, y se acerca la guerra, que todos ven venir y que tan fácil hubiese sido conjurar. No me ocuparé más de la política interior del país hasta que llegue el nuevo año. Mientras tanto, ¿qué pasa en el mundo? También se acerca la intervención de los Estados Unidos en Cuba, que esa sí no ven venir los estadistas españoles que manejan el Gobierno de la madre patria, tercos, obstinados, más que obstinados, ciegos. En los Estados Unidos es vencido el Partido Demócrata en las elecciones de noviembre del año anterior (1896) para presidente de la República, y es elegido el candidato republicano McKinley, y como vicepresidente Theodore Roosevelt. Antes de terminar su periodo el presidente Grover Cleveland, dicta, en su calidad de árbitro, el fallo sobre la reclamación del súbdito italiano Ernesto Cerruti, por las expropiaciones de que fue víctima en el Cauca durante la guerra de 1883. Y Colombia fue condenada por el árbitro a pagar a Cerruti como indemnización personal y directa la suma de 60.000 libras. El Gobierno tomaría la propiedad real, personal y mixta de la firma Cerruti y Cía., y pagaría las deudas de la misma casa comercial, cuyo monto se calculaba en cerca de un millón de pesos en moneda colombiana. En su revista política de El Repertorio Colombiano del mes de abril de 1897 comentaba así don Carlos Martínez Silva el fallo del presidente Cleveland:
+«¿La sentencia es dolorosa para el patriotismo: pero al mismo tiempo habrá de reconocerse que ella es justa en el fondo. Jamás creemos que se haya ejecutado en nuestra tierra un hecho de más salvaje bandolerismo que el de que se hizo responsable al general Payán contra el mencionado Cerruti, que ninguna parte había tomado en la revolución de 1885.
+«Lo sensible de este acontecimiento es que por capricho, por no desagradar a personajes de influencia política Y aun por falta de tino diplomático, no hubiera podido arreglarse esta reclamación en sus principios, cuando Cerruti se allanaba a una indemnización equitativa, que no habría implicado grandes sacrificios para la República.
+«¡Ya se ven las humillaciones que nos cuestan nuestras luchas fratricidas y nuestros salvajismos patrioteros!».
+La conducta del ministro de Su Majestad el rey de Italia en Bogotá, señor Pirrone, en aquella emergencia, que asumió el año siguiente las proporciones de un grave conflicto internacional, doloroso para el patriotismo de los colombianos, fue falaz para con nuestro Gobierno y pudo traer fatales consecuencias para la colonia italiana, como lo verán mis lectores cuando haga la evocación del año de 1898.
+Inglaterra llega al apogeo de su grandeza y poderío al cumplirse los sesenta años de la era victoriana. El jubileo de su Graciosa Majestad la Reina Victoria constituyó una verdadera apoteosis para la soberana. Sin embargo, la paz de Europa corre peligro, que no logran desvanecer sino la sabiduría y la prudencia de la diplomacia inglesa y el buen sentido y la previsión de un estadista francés.
+Sucumbe asesinado por un anarquista italiano, en el balneario de Santa Agueda, el jefe del Partido Conservador de España, don Antonio Cánovas del Castillo, quien durante largos años había sido el espíritu y brazo de la llamada Restauración.
+El proceso Dreyfus agita en Francia todas las clases sociales y la tercera República atraviesa una de sus más agudas crisis.
+La conducta del pacificador Weyler en Cuba atrae la indignación y la protesta del mundo civilizado. En los campos de concentración, que tuvieron en el guerrero hispano un iniciador, mueren a millares los campesinos cubanos de malaria y de hambre. Al terminar 1897 se calculaba que medio millón de personas habían sido víctimas del cruel sistema. Ante la protesta universal, el Gobierno español se vio obligado a retirarle el mando a Weyler y lo reemplazó por el general Blanco, la situación se mejoró parcialmente para la metrópoli, pero la prensa americana, en forma unánime se apresuró a manifestar que España había dado la prueba palpable de incapacidad para gobernar a Cuba.
+El año termina dentro de una atmósfera de inquietud y desasosiego para Colombia, y dijérase sin hipérbole, que para el mundo entero. Y agoniza también el siglo XIX.
+LA ABSURDA NOTICIA DE QUE LOS ELECTORES NACIONALISTAS SUFRAGARÍAN POR EL SEÑOR CARO — UNA DECLARACIÓN DEL PRESIDENTE — LA RECOMENDACIÓN DEL DIRECTORIO HISTÓRICO A LA PLANCHA SANCLEMENTE-MARROQUÍN — LOS COMENTARIOS DEL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA — EL PELIGRO DE LA GUERRA CIVIL. LAS ANDANZAS DE ROBLES Y URIBE URIBE EN CENTROAMÉRICA — UN GESTO NOBILÍSIMO DEL PRIMER MAGISTRADO — LA REUNIÓN DE LAS ASAMBLEAS ELECTORALES DE CÍRCULO EN EL MES DE FEBRERO — LA REPRESENTACIÓN DEL PARTIDO LIBERAL EN LA DE BARRANQUILLA — LA ILUSTRE FAMILIA INSIGNARES — UNA MENTIROSA DENUNCIA HECHA A MI PADRE POR UN EXTRAÑO SUJETO. CARTAS DEL GENERAL JUSTO L. DURÁN — LAS CLASES INGENUAS DE LOS REVOLUCIONARIOS — LA INDISCRECIÓN DE LOS FUNCIONARIOS OFICIALES — EL REPOSO DE URIBE.
+ESTE AÑO (1898) QUE HABRÉ de revivir despunta bajo una atmósfera pesada y sofocante. Así el Gobierno, como los hombres de negocios, los agricultores y las gentes todas presienten y sienten que algo extraordinario y dramático va a ocurrir en el país. En los primeros días del año se propaga la absurda noticia de que los electores nacionalistas sufragarán en febrero por el señor Caro para vicepresidente. Ello tuvo su origen en los círculos directivos del historicismo, y como en política las noticias más absurdas son las que tragan fácilmente los cándidos y poco informados, hubo electores nacionalistas que le dieron crédito, y en el archivo de mi padre hay muchas cartas preguntándole si la versión tenía algún fundamento, porque los corresponsales estaban dispuestos —todos ellos electores— a cumplir las órdenes que se les dieran. La respuesta fue, naturalmente, muy nítida: que nadie había pensado en suplantar la candidatura del señor Marroquín por la del señor Caro, y muchísimo menos este, quien no tenía más vehemente aspiración que la de separarse cuanto antes del mando. Pero la insidiosa conseja contribuía a enrarecer la atmósfera política. A tal grado, que el señor Caro creyó conveniente hacer una pública declaración para desmentirla, en forma decorosa y digna. En circular telegráfica dirigida a los gobernadores y a los jefes prominentes del nacionalismo en los departamentos, dijo: «La presentación de nuevos candidatos después de efectuada la votación para electores, y sin que haya precedido renuncia ni asentimiento de aquellos a quienes implícitamente votaron los sufragantes, es procedimiento novísimo, vituperable y de efectos perniciosos para el respectivo partido». Pero la conseja produce el efecto que se buscaba al esparcirla. El directorio conservador histórico, salvando su voto alguno de sus miembros, resolvió recomendar a última hora a los electores conservadores que se adhirieran a las candidaturas de Sanclemente y Marroquín, y lo propio hizo el señor general Rafael Reyes, declarando que estimaba el paso dado por el directorio conservador «como satisfacción por el pasado». El general Reyes se refería en estas palabras a la repudiación que hizo después de las votaciones para electores de su candidatura para presidente de la República y a la proclamación de la del general Guillermo Quintero Calderón.
+Al comentar estos sucesos decía el doctor Carlos Martínez Silva en su revista política de El Repertorio Colombiano lo que va a leerse:
+«Patrióticos han sido sin duda los móviles del directorio; pero nos arrimamos en este punto a la opinión del señor Caro de que la presentación de nuevos candidatos después de efectuada la elección para electores, y sin que haya precedido renuncia ni asentimiento de aquellos por quienes implícitamente votaron las sufragantes, es procedimiento novísimo, vituperable y de efectos perniciosos para el respectivo partido.
+«La guerra política es siempre guerra, y ella no se hace sino combatiendo con energía, mientras es tiempo de combatir, y sometiéndose a las contingencias y asares de la derrota. Eso de introducirse en el campamento enemigo, para fraternizar con él y tratar de ganarse la simpatía del general, ni es guerra ni es política. Con procedimientos de esta especie, se desmoralizan y se disuelven los partidos, porque nadie puede tener fe ni estar dispuesto al sacrificio, sabiendo que el día menos pensado puede quedar incorporado en el opuesto bando».
+De lo transcrito se deduce rectamente, y así lo fue en realidad, que el doctor Martínez Silva figuró entre los miembros del directorio conservador que salvaron su voto en la resolución de adoptar a última hora las candidaturas Sanclemente y Marroquín.
+Tan inminente aparecía el peligro de la guerra civil, que el señor Caro, en su patriótico afán de evitar al país una terrible conflagración, tuvo un gesto de nobleza y desinterés que, por desgracia, no fue suficientemente apreciado y comprendido en aquellos momentos, no sólo de agitación, sino que también de confusión y desconcierto. El Gobierno tenía en sus manos las pruebas de que el liberalismo se estaba preparando activamente para alzarse en armas. Pruebas concluyentes e irrefutables, y de una de ellas hablaré dentro de poco. Días hubo en que se creyó, con harta razón, que la guerra estallaría sorpresivamente. Y en verdad que la guerra y la paz dependían entonces exclusivamente de la voluntad del señor doctor Aquileo Parra, jefe hasta el momento reconocido y acatado del liberalismo, aun cuando su autoridad comenzaba ya a ser minada por el belicismo impaciente. Para el Gobierno era el secreto de Polichinela que el doctor Luis A. Robles y el general Rafael Uribe Uribe andaban en el exterior consiguiendo elementos materiales para la revuelta, y simpatías entre los Gobiernos de la América Central que tuvieran afinidades ideológicas con el liberalismo colombiano. En lo que diferían sus conductores era en el punto de si la guerra debía hacerse pronto, o más o menos tarde.
+Ante tan angustiosa expectativa el señor Caro resolvió dirigirse al doctor Aquileo Parra, por conducto de un amigo personal de ambos, sujeto muy respetable y discreto, manifestándole al jefe del liberalismo que estaba dispuesto a separarse inmediatamente del ejercicio del poder y a renunciar la vicepresidencia si con tales actos consideraba la oposición satisfecho uno de sus anhelos, porque aquella juzgara que su presencia en el Gobierno —la del señor Caro— era la causa principal de desasosiego e intranquilidad y el obstáculo a una cordial inteligencia entre los partidos políticos. Aquel amigo común fue don Francisco García Rico, quien cumplió su misión mostrando al señor Parra la carta del vicepresidente de la República en Poder Ejecutivo. Aquel contestó con otra muy extensa dirigida al señor García Rico, señalando la causa del malestar político y social, no en la persona del vicepresidente sino en las instituciones cuya reforma solicitaba de urgencia. Por lo menos este es el recuerdo, que puede ser naturalmente imperfecto, de aquellos documentos políticos que fueron publicados en La Crónica, en los primeros días del año.
+En el mes de febrero se reunieron en las cabeceras de todos los círculos electorales en que estaba dividida la República para la elección de presidente y vicepresidente, las respectivos asambleas electorales. Yo asistí a la de Barranquilla como elector de Polo Nuevo. No barruntaba que tuviera tanta popularidad en aquel municipio, en donde había estado sólo unas pocas horas acompañando al doctor Insignares a «levantar el espíritu cívico de los copartidarios», como él decía. En la asamblea electoral el liberalismo no tuvo sino dos electores: los del municipio de Santo Tomás. Compárese un resultado tan irrisorio, tan humillante, para un partido de oposición, con los que obtiene hoy en los comicios el que ha pasado a desempeñar ese papel, fenómeno al cual es pueril buscarle autores personales, ni concretas responsabilidades. La cosa, prescindiendo de filosofías, habría de suceder así, porque no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.
+En el mes de mayo se hicieron elecciones populares para renovar el personal de las asambleas departamentales, las que a su turno debían elegir un senador por cada uno de ellos. En Bolívar, los nacionalistas de la provincia de Barranquilla teníamos de candidato al doctor Insignares, homenaje que en justicia le debíamos al batallador infatigable que ponía siempre al servicio de su causa no sólo un indiscutible prestigio personal, sino también el insustituible aporte de una dirección atinada y audaz y el de sus personales haberes. Sin embargo, el doctor Insignares, de cuyo probado nacionalismo no era lícito dudar, fue vencido en la Asamblea por el candidato del Gobierno departamental, don Enrique de Narváez. La derrota hirió tanto la delicada sensibilidad del doctor Insignares, que hizo el propósito de separarse definitivamente de la política y en pocos días armó viaje para Europa con toda su familia, al propio tiempo que su hermano, el doctor G. Insignares S., renunciaba al Ministerio de Instrucción Pública, cartera que le confió el vicepresidente Caro con notable acierto al aceptar la renuncia del doctor Rafael María Carrasquilla, a mediados del año anterior (1897). Digo que con notable acierto se escogió al doctor Nicanor G. Insignares S., para ministro de Instrucción Pública, porque él fue un verdadero hombre de ciencia, un médico eminente, ante cuyo saber y autoridad se inclinaban todos sus colegas del país. Cuando llegaba a Bogotá a asistir a las Cámaras Legislativas, lo que era, por lo demás, muy frecuente, sus colegas lo llamaban en consulta si se trataba de dictaminar sobre casos graves. Fue íntimo amigo del doctor José María Lombana Barreneche; habían sido condiscípulos y entiendo que la mujer de Insignares —yo no digo esposa, porque me parece cursi—, doña Zoila Vieco, era pariente de Lombana Barreneche. Fue breve el paso del doctor Nicanor G. Insignares S. por el Ministerio de Instrucción Pública y, no obstante la brevedad, dejó en él honda y perdurable huella. Como no creía que la ciencia tuviera partido llamó a desempeñar el puesto de rector de la Facultad de Medicina al doctor José María Buendía e hizo en ella reformas que fueron muy elogiadas por la prensa. Se las iba muy bien con el señor Caro, y en una licencia que se concedió al ministro doctor Antonio Roldán, el vicepresidente lo encargó de la cartera de la política. Como su hermano don Francisco, Nicanor se distinguía por su perfecta, irreprochable educación. Conversar y tratar con él era un solaz para el espíritu. No fue, de los profesionales que cierran estudios al obtener el título. Hasta el último de sus días lo dedicó al estudio; estaba a la page no sólo en la medicina, también en ciencias económicas y sociales, a las que dedicó sus vagares y no por simple pasatiempo sino porque en él predominaba la afición política. Los hermanos Insignares fueron barranquilleros amantísimos. En las posiciones oficiales que ocuparon dieron de su amor a nuestra tierra pruebas palpables y elocuentes. En el Ministerio de Instrucción Pública la primera preocupación del doctor Nicanor fue la de fundar en Barranquilla un colegio oficial de segunda enseñanza, y realizó su pensamiento a pesar de las dificultades fiscales de la época. Al instituto le dio el nombre de Colegio Núñez y por cierto que yo fui allí profesor de francés.
+He observado, en mi larga vida, que hay familias que recibieron de la naturaleza el dote envidiable de la inteligencia y familias en las que predomina generalmente la falta de perspicacia. El doctor Concha, cuando quería calificar a un individuo de torpe, usaba de un piadoso eufemismo: es poco perspicaz, decía. La familia Insignares, en todas sus ramificaciones, estaba dotada por Dios o la naturaleza del don de la inteligencia. Tres fueron los hermanos Insignares Sierra: José Francisco, Nicanor y Manuel. El último, el «cadel» no era un profesional. Se dedicó al comercio, a la ganadería, a la agricultura. En suma, era un hombre de negocios de extraordinaria clarividencia. Murió de repente en Puerto Colombia en 1897, siendo todavía relativamente joven, y si no hubiera muerto habría amasado enorme fortuna. Planeaba en aquellos momentos, entre otros negocios, el de exportación de ganado a Cuba, y todo lo tenía listo para hacerlo apenas terminara la guerra. Al igual de sus hermanos, estaba sin embargo dominado por la pasión política y a la política llevaba la audacia y el valor de que usaba para sus negocios. De urbanidad tan exquisita como sus hermanos, no se asemejaba a ellos en la prudencia. Él no hubiera esquivado lances personales, y antes los buscara si se sintiera ofendido. Don Manuel fue un grande amigo de mi padre y en la guerra de 1895 estuvo siempre a su lado.
+Mediado el año, la guerra aparece inminente: cuestión de días o semanas. Una mañana presentóse a la oficina de mi padre a manifestarle que tenía urgencia de tratar con él un asunto grave, relacionado con el orden público, bajo secreto de confesión, un sujeto alto, delgado, de tez morena y que, según él mismo lo dijo, era oriundo del departamento de Santander. Mi padre lo llevó a una pieza de la comandancia en donde él acostumbraba tratar los asuntos reservados. Prescindo de detalles y refiero que el sujeto fue a contarle, hasta con los más nimios detalles, el plan que tenía al liberalismo santandereano para alzarse en armas, e ítem más, correspondencia muy importante de sus jefes, entre la que figuraban algunas cartas del general Justo L. Durán. Mi padre me decía que a él no dejó de sorprenderle, más que sorprenderle, asombrarle aquella denuncia oficiosa, tanto más cuanto quien la hacía no solicitaba recompensa pecuniaria y dejaba en su poder toda la documentación que respaldada su denuncia. El misterioso personaje, que concluyó dando su nombre propio y apellido, toda su filiación, tenía todas las trazas de estar poseído de extraños sentimientos. Y como para dar una explicación de su execrable conducta añadió, para concluir: «Yo hago esto que es infame, lo reconozco, pero lo hago porque juré vengarme: pero le pido que ni al Gobierno, ni a nadie, le dé usted mi nombre». Escena dramática que conmovió profundamente a mi padre. Poco después de que el sujeto se había ido, yo llegué a la comandancia a saludarlo, porque no lo había visto esa mañana. Y me llevó a la oficina de los «secretos», lo cual me inquietó mucho, porque supuse que iba a obsequiarme con uno de los fuertes regaños con que solía en aquellos tiempos de mi loca juventud. Pero la tranquilidad volvió a mi ánimo cuando me contó lo que acababa de ocurrirle y me dio a leer la documentación revolucionaria.
+Voy a decir algo que va a parecer extraño e inverosímil a mis lectores. Ni los Gobiernos, ni los revolucionarios, tenían entonces claves, cuando mucho claves convencionales, confeccionadas con cierta infantil candidez: sobre todo los revolucionarios. Pongo un ejemplo. En los días en que se preparaba la guerra de 1895 y se distribuían las armas en Cundinamarca, le llevaron al señor Caro un despacho telegráfico dirigido desde un pueblo a un personaje de Bogotá que decía textualmente así: «Recibí las veinte vacas, pero sin cápsulas». Pero el Gobierno tampoco tenía clave. Mi padre necesitaba comunicar urgentemente al vicepresidente y al ministro de Guerra lo que había sabido y el contenido de los documentos que reposaban en su poder. Y deliberamos largamente sobre cómo podía hacerlo a la mayor brevedad. Se redactó un despacho «urgente y reservado» en el que sintéticamente se daba cuenta de todo lo sabido providencialmente. Cuatro días después llegó la respuesta del general Luján, ministro de Guerra. Ella dice textualmente así: «Efectivamente el plan existió, pero ha sido pospuesto. Conviene sin embargo estar alertas y mantener vigilancia e interrogar más ampliamente a su informante». El general Palacio había prometido por su palabra de honor al informante no molestarlo más, y se la cumplió. Además había desaparecido de Barranquilla. Pero el plan «pospuesto» se cumplió en 1899 al pie de la letra, tan rigurosamente como se cumple un programa de teatro, y le sirvió al comandante en jefe del ejército del Atlántico en la guerra que estalló, muchísimo. Gracias a ello ordenóse oportunamente la evacuación de la plaza de Riohacha, como lo demostraré a su hora.
+Mediado el año regresa a Colombia el general Uribe Uribe y toca en Barranquilla suelo de la patria, y el liberalismo de aquella ciudad lo recibe con entusiasmo delirante. Hasta las arenas se animan para aclamarlo, y el caudillo no disimula que viene a desenvainar el acero. Antes bien, de ello hace gala y ostentación con varonil franqueza. Convoca al pueblo a una conferencia que va a dictar en el Salón Fraternidad, en la noche de un día determinado. Jamás en mis días había visto yo el viejo Salón Fraternidad, ni cuando representaba la compañía Anesi-Terradas la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, tan repleto, tan de bote en bote. Como la entrada era libre, gratuita, penetrar al Fraternidad era empresa de titanes. Pude colarme gracias a que las autoridades civiles y militares de la ciudad exigieron que se le diera puesto a un observador y desempeñé el papel, situándome en la primera fila de lunetas y debo declarar que fui atendido galantemente por los jefes del liberalismo barranquillero. Era la primera vez que oía hablar en público a Rafael Uribe Uribe.
+UN DESEMBOZADO Y FRANCO ANUNCIO DE GUERRA — CRÍTICA A LA POLÍTICA Y A LOS SISTEMAS DEL LIBERALISMO CIVILISTA — LA CERTIDUMBRE DE QUE APENAS TERMINARAN LAS SESIONES DEL CONGRESO ESTALLARÍA LA REVOLUCIÓN — LA INEPTITUD DE LOS VENERABLES ANCIANOS ESCOGIDOS PARA DIRIGIR EL PAÍS PARA PREVENIR LA REVUELTA — LAS CÁMARAS QUE SE INSTALARON EL 20 DE JULIO — BANCARROTA FISCAL — DEPRECIACIÓN DEL PAPEL MONEDA — BAJA DEL CAFÉ — UN JUICIO DE MARTÍNEZ SILVA — LA ENTRADA DE URIBE URIBE AL CONGRESO EN SEPTIEMBRE — EL MINISTERIO MARROQUÍN — EL ENIGMA DEL DOCTOR MOLINA — LOS DEMÁS MIEMBROS DEL GABINETE.
+LA CONFERENCIA O DISCURSO de Rafael Uribe Uribe en Barranquilla fue un desembozado y franco anuncio de guerra, una crítica a la política y los sistemas del liberalismo ya entonces llamado civilista, que consideraban invencible al régimen existente en los campos de batalla. El general Uribe los comparó con los budistas fanáticos poseídos de la superstición de que queda paralizado y luego muerto el que osa poner mano sobre un ídolo —no recuerdo con precisión cuál—, en que adoran los asiáticos. Aquella conferencia o aquel discurso fue además un razonado, aun cuando vehemente, memorial de agravios que presentaba ante la opinión nacional el futuro caudillo de la revolución contra el régimen que había privado a su partido de representación en los cuerpos de origen popular, de la libre expresión del pensamiento hablado y escrito que lo mantenía en el humillante estado de casta inferior. Sin entrar al fondo de lo que iba expresando Uribe Uribe, debo confesar que me agradaron muchísimo, la forma y el acento. Poseía el general Uribe una voz llena, robusta, que sin esfuerzo alguno de su parte alcanzaba los ámbitos de vastas salas y de grandes plazas. Tan robusta era que a la postre resultaba un poco monótona, porque carecía de variadas inflexiones. La forma era de un casticismo perfecto. Uribe Uribe perteneció al pequeño número de oradores que podían entregar a la publicidad sus discursos, tomándolos del texto recogido por el taquígrafo, sin necesidad de hacerles correcciones o enmiendas. No se dejaba arrastrar ni dominar por su propia elocuencia: no se embriagaba con sus propias palabras. Como tenía un valor personal indomable cuando referíase individualmente a un adversario político suyo, no le ocurrió nunca que se viera en la desairada y ridícula posición de tener que rectificar lo que había dicho en el calor de la improvisación. Más que valerosa y franca, resultó audaz la conferencia o discurso del general Uribe Uribe. Yo presumo que si no hubiese sido porque la pronunció durante los cuarenta días de inmunidad que la Constitución otorga a los representantes del pueblo antes de la reunión de las Cámaras la inmediata consecuencia fuera su prisión o extrañamiento del territorio nacional. Por muchísimo menos de lo que dijo Uribe Uribe en aquella noche había sido desterrado don Santiago Pérez y suspendido El Relator. A decir verdad, Uribe Uribe era entonces fiel intérprete del sentimiento liberal. Por lo que hace a Barranquilla, aseguro que no hubo nadie allí que no compartiera en su totalidad no sólo los conceptos del orador, sino también la resolución suprema que anunciaba sin efugios, desde el más moderado y ecuánime (Tomás Surí Salcedo), hasta el más exaltado y belicoso. Salí del Salón Fraternidad con la impresión, y más que con ella, con la certidumbre de que apenas terminaran las sesiones del Congreso, la guerra estallaría. Y me inquietaba el temor de que no fueran capaces de prevenirla, ni de reprimirla, los venerables ancianos que el régimen había escogido para presidir el país.
+Cámaras más turbulentas, más agitadas y en cierto modo más incoherentes de las que se inauguraron el veinte de julio no las tuvo antes de entonces la República, y quieran los hados que no las tenga en lo futuro. Pero la agitación de las cámaras era el reflejo de la agitación que existía en el país. Bancarrota fiscal, depreciación del papel moneda, bruscas oscilaciones del cambio sobre el exterior, baja del precio del café. Incertidumbre sobre la política que habría de desarrollar la próxima administración ejecutiva, noticias contradictorias de la salud Y propósitos del presidente electo, doctor Sanclemente. Todo ello contribuía a mantener los espíritus en creciente tensión nerviosa. En la cámara del Senado los nacionalistas tenían mayoría, aun cuando muy débil, y en la Cámara de Representantes los conservadores enemigos del señor Caro, si bien no era posible catalogarlos en el grupo histórico, pues entre ellos figuraban muchos a quienes guiaba sólo el resentimiento por el resultado de la lucha electoral que fue el vencimiento del general Reyes. Este era quien tenía en realidad numerosos amigos en la Cámara de Representantes y aun en el propio Senado. La revista política de El Repertorio Colombiano describe la situación de aquellos inciertos días en pocas, pero acertadas palabras. Decía el doctor Martínez Silva:
+«Desde el 20 de julio último, día de la reunión ordinaria del Congreso, la política ha entrado en periodo de plena, casi febril actividad.
+«Contra todo lo que esperaba el Gobierno difunto y temía el público, en las Cámaras Legislativas no resultó la anunciada agobiadora mayoría carista. En la de representantes, desde la elección de dignatarios, se vio que el Gobierno estaba en minoría, y la derrota de los candidatos nacionalistas fue en toda la línea. En la del Senado, a pesar del refuerzo recibido de nueve senadores nombrados ad hoc últimamente, y ya sabemos cómo, la mayoría nacionalista apenas alcanza a dos o tres votos. Los síntomas son todos de merma, principalmente desde que se ha conocido el rumbo de la nueva administración.
+«La mayoría de la Cámara de Representantes se ha manifestado firme, y los proyectos de ley más significativos que en ella cursan, indican que el soplo de reforma ha llegado al fin a aquellas regiones».
+El general Uribe Uribe no asistió a la instalación de la Cámara de Representantes, y no lo hizo hasta el mes de septiembre, el día mismo en que iba a elegirse nueva comisión de la mesa. La revista política de El Repertorio Colombiano, de 24 de septiembre, comenta así el hecho: «La oportuna entrada a la Cámara de Representantes del diputado liberal don Rafael Uribe Uribe en el momento preciso de poder decidir con su voto la elección de presidente de aquel cuerpo, ha venido a patentizar aún más la necesidad de que todos los elementos republicanos se entiendan y obren de concierto, a fin de armonizar las instituciones, las leyes y las prácticas de gobierno con las necesidades comunes del pueblo, para dar así a la paz fundamento sólido y luego regular y científico a los partidos».
+A la postre el doctor Sanclemente no vino a Bogotá a tomar posesión de la presidencia de la República, y solicitó licencia para no hacerlo sino hasta tanto que su salud se lo permitiera. El 7 de agosto, después de haber tomado posesión ante la Corte Suprema de Justicia del empleo de vicepresidente, el señor Marroquín prestó ante las cámaras reunidas en congreso el juramento ritual como jefe del Poder Ejecutivo y nombró el siguiente Ministerio de Gobierno, el doctor y general Aurelio Mutis; de Relaciones Exteriores, don Felipe F. Paúl; de Hacienda, el doctor Pedro A. Molina; del Tesoro, don Luis Mella Álvarez; y de Instrucción Pública, a don Tomás Herrán.
+El ministerio así constituido era un aviso inequívoco de cambio fundamental en la política del Gobierno. Si se confiaba la cartera de Gobierno al doctor Mutis, probado nacionalista, en cambio se llamaba a la de Guerra a don Olegario Rivera, que si bien la había desempeñado en los últimos años de la administración Holguín, ignoro por qué causas estaba bastante distanciado del señor Caro, quien, según se decía, le había puesto veto a su candidatura —la de Rivera— para vicepresidente de la República, insinuada por el doctor Pedro Antonio Molina y por el general Manuel Casabianca. Lo cierto es que las relaciones personales entre el jefe del ejecutivo saliente y el señor Rivera estaban rotas. El ministro de Hacienda, doctor Molina, era entonces un enigma político. La fracción histórica aseguraba contar con él, afirmábase que existían cartas del doctor Molina, dirigidas a íntimos amigos suyos, en las que censuraba acremente a la administración de que había formado parte. Y así lo dijo, sin ambages ni rodeos, el doctor Carlos Martínez Silva en una de las revistas políticas de El Repertorio Colombiano. El doctor Molina desmintió la especie por telegrama fechado en San Vicente el 30 de junio de aquel año de 1898: «He visto», decía el despacho, «nuevas, antojadizas y malignas versiones publicadas por el doctor Martínez Silva, a quien exigiré, por correo, diga los nombres de las personas a quienes haya escrito yo lo que me atribuye. Ya es necesario salirle al frente a la difamación por aquello de que no debe sino dejarse degollar como manso cordero». Pero el doctor Martínez Silva, que era un hombre respetable, incapaz de prohijar falsedades y chismes callejeros, replicó en la siguiente forma al doctor Molina:
+«Tenemos aquí una nueva muestra de aquellos telegramas publicables de que hablamos en nuestra última revista.
+«En cuanto a las cartas del señor Molina, podemos asegurar, bajo nuestra palabra de honor, que las hemos visto, así como varios amigos de absoluta confianza, y que aún tenemos copia de una de ellas, muy significativa por cierto que publicaremos si el señor doctor Molina nos autoriza para ello.
+«Al condenar nosotros este doble juego, no lo hicimos por espíritu de difamación, sino porque creemos que ese maquiavelismo rudimentario es una de las úlceras más agudas que están devorando esta sociedad, en que son ya muy pocos los que llenen el valor de decir lo que sienten, la lealtad y la franqueza han huido de las relaciones políticas; y toda guerra se hace por medio de emboscadas, dobles inteligencias, falacias, espionajes y traiciones».
+Y fue aún más categórico y diáfano el doctor Martínez Silva en su réplica, pues la terminó con las siguientes palabras:
+«Viniendo al caso concreto que motivan estas observaciones, diremos que si el señor Molina aspira a la designatura, títulos tiene indudablemente para ello; es inteligente, buen administrador, probo en el manejo de los caudales públicos y se ha mostrado justiciero en sus relaciones oficiales con los partidos. ¿Por qué hoy no se alza, pues, la visera y se presenta ante el país proclamando los principios que da a conocer en sus cartas particulares? ¿Por qué nos hace decir, al oído, por ejemplo, que debemos tomar las palabras públicas del señor Sanclemente en sentido contrario de lo que rezan, mientras toma él la fortaleza?… ¡Ah!, ya comprendemos: ¡es porque no estamos en Atenas sino en Bizancio!».
+El doctor Felipe F. Paúl, nombrado ministro de Relaciones Exteriores, de origen liberal, que había figurado como uno de los fundadores de la Regeneración, miembro del Consejo Nacional Constituyente y ministro de Estado en una de las administraciones del doctor Núñez, no figuraba en la política desde 1894 y durante cuatro años había guardado impenetrable silencio.
+El ministro del Tesoro, don Luis M. Mejía Álvarez, sí tenía una posición política definida, fue siempre uno de los más íntimos amigos y más entusiastas seguidores del general Marceliano Vélez, lo que vale decir que era un histórico ciento por ciento. Don Tomás Herrán, el ministro de Instrucción Pública, hijo del prócer conservador general Pedro Alcántara Herrán y nieto del gran general don Tomás Cipriano de Mosquera, no había sonado antes de entonces ni en la política, ni en la administración pública, y resultaba aventurado clasificarlo bien como histórico, o bien como nacionalista.
+Con todo, el ministerio, a excepción del señor Mejía Álvarez, no tenía por qué causar alarma al nacionalismo ni considerarlo el señor Caro como un reto a su persona.
+LA POSESIÓN DEL VICEPRESIDENTE MARROQUÍN — LOS DISCURSOS DE DON MARIANO TANCO Y DEL JEFE DEL GOBIERNO — EL ROMPIMIENTO ENTRE ESTE Y EL SEÑOR CARO — LA REACCIÓN DEL ILUSTRE HUMANISTA ANTE EL GABINETE DE SU SUCESOR — UN ARGUMENTO CONSTITUCIONAL SOBRE LA CESACIÓN DEL PERIODO PRESIDENCIAL — UNA DECLARACIÓN DEL EXPRESIDENTE EL 17 DE AGOSTO — LA LLEGADA AL PUERTO DE CARTAGENA DE LA ESCUADRA DEL CONTRAALMIRANTE CANDIANI — SE EXIGE EL INMEDIATO CUMPLIMIENTO DE LA SENTENCIA DEL PRESIDENTE AMERICANO CLEVELAND — UNA JUGADA DEL GOBIERNO ITALIANO AL ALEJAR DE BOGOTÁ A SU REPRESENTANTE DIPLOMÁTICO — UN RASGO NOBILÍSIMO DEL SEÑOR JUAN B. MAINERO — LOS SERVICIOS DEL BANCO DE COLOMBIA.
+LE TOCÓ DAR POSESIÓN AL vicepresidente Marroquín, como encargado del Poder Ejecutivo, a don Mariano Tanco, presidente del amado, elegido el 30 de julio. El discurso que pronunció el señor Tanco fue de extrema moderación y reflejo de los sentimientos patrióticos que animan a los hombres que han doblado ya el cabo de las tempestades. No menos patriótico el del señor Marroquín, que reflexivamente leído no presta mérito para juzgar que pronosticara una profunda divergencia entre el espíritu de la administración que él iba a presidir y la del señor Caro. Todo lo contrario. En ese discurso reconoce que su antecesor ha conservado el bien supremo de la paz y atendido al progreso del país, lo cual se debe «al espíritu del ilustre ciudadano que batallando con numerosas dificultades ha presidido la última administración». Por lo menos la cordialidad de las relaciones personales entre antecesor y sucesor se mantuvo en las primeras semanas del gobierno del señor Marroquín, mas a poco andar se fue quebrantando hasta precipitarse en un rompimiento definitivo, total y para todo el resto de sus vidas. Sin embargo, la actitud del señor Caro desde la tarde del 6 de agosto demostró que no las tenía todas consigo en la confianza de que el señor Marroquín habría de representar la continuidad del régimen. Probablemente conoció por anticipado la nómina del ministerio del nuevo mandatario. Es muy difícil dirigir o encabezar una reacción política sin tocar con las personas, por fino que sea el tacto y grande la experiencia del conductor. Encuentro muy semejante la situación en que se encontró el señor Caro en agosto de 1898 con aquella en que se encontró el doctor Núñez en abril de 1882, con la ventaja para este último de que le permaneció fiel la mayoría del Congreso, mientras que el primero tuvo que enfrentarse a la hostilidad de la Cámara de Representantes, llegada hasta el extremo de promover contra él una inicua acusación. Lo curioso es que, según el texto de ella, se promovía para castigar un proyecto de reelección que no se llevó a cabo, de coacciones y fraudes que tampoco pasaron de proyectos para lograr el objetivo, y en cambio se olvidaban las reales coacciones y los auténticos fraudes que se realizaron para impedir a todo lo largo y lo ancho de la República que las candidaturas liberales triunfaran u obtuvieran una apreciable mayoría.
+La desconfianza del señor Caro a que aludo se manifestó de manera inequívoca con este hecho. No aguardó en el Palacio de San Carlos a su sucesor y para justificar un acto que hasta cierto punto era una descortesía, pues fue hasta entonces una tradición constante. Ininterrumpida, se escudó en un argumento constitucional que, a mi juicio, es bastante sólido. Adujo que el periodo constitucional de un residente termina el 8 de agosto en punto de las doce de la noche y que entre tal hora y la de la tarde en que toma posesión el nuevo mandatario hay un interregno constitucional, ejerciendo el poder, mientras tanto, el designado, si quiere ejercerlo, o en su defecto, el gobernador del departamento cuyo capital era más cercana a la de la República. Y como es obvio que ningún declinado se presta a ejercer el Poder Ejecutivo por diez horas, fue llamado a ejercerlo el gobernador de Cundinamarca, señor Pinto Valderrama, cuyo discurso al recibir en el Palacio de San Carlos al vicepresidente Marroquín puede leerse en el Diario Oficial del 7 de agosto de aquel año. Nunca más ha vuelto a discutirse la tesis del señor Caro, pero bien vale la pena que se haga un debate sobre ella, porque en un tiempo futuro, y Dios no lo quiera, puede sobrevenir un suceso que obligue a tomar medidas administrativas urgentes, inaplazables, en las primeras horas de un 7 de agosto, a un Poder Ejecutivo constitucionalmente inexistente o de dudosa constitucionalidad, porque los años no se cuentan por horas sino por los 365 días del calendario.
+Para mí considero vitando y casi indiscreto inmiscuirme en los motivos de personal resentimiento que hubiera tenido el señor Caro del señor Marroquín, pero en cambio sí debo dar mi opinión franca y sincera sobre la conducta política de este. Un estadista, un conductor político, no puede gobernar contra la opinión pública. Núñez decía que gobernar resistiéndola y combatiéndola era tan difícil, tan peligroso, como nadar contra la corriente. Clamoroso aparecía el anhelo en las mayorías de la opinión nacional por la reforma de las instituciones, de la cual se mostraban ardorosos partidarios el Partido Conservador histórico, el liberalismo y aun muchos nacionalistas, como se evidenció en los debates del Senado de 1898, en donde tenía mayoría el nacionalismo y fueron aprobadas las reformas. Que no todos los partidarios de ellas fueran sinceros convencidos, es cuestión secundaria. Mas es lo cierto que si el vicepresidente Marroquín hubiese pretendido nadar contra la caudalosa corriente, su gobierno quedara ahogado más que por una guerra civil, por una insurrección armada, por un movimiento revolucionario de aquellos que conmueven a las sociedades, que las conmueven hasta en sus cimientos, que son impotentes los Gobiernos para contenerlos y es más peligroso contenerlos aun con la violencia y la sangre. Claro es que la obra de las reformas pudo hacerse sin alardes de irrespeto y falta de consideraciones personales por el señor Caro, pero desgraciadamente corrían días de agitación popular, provocada por la Cámara de Representantes, días de mítines y asonadas, de orientaciones confusas, en los que predominan las malas pasiones y en los que bajos fondos políticos y sociales más que perseguir el triunfo de causas nobles y justas, se ensañan sobre los hombres por odios, rencores y venganzas. Y desgraciadamente al señor Marroquín le faltaba la experiencia del Gobierno y careció en aquellos momentos de colaboradores expertos que supieran ayudarle a conducir la nave del Estado por mar tan embravecido y que ocultara tantas suertes y escollos. Pero aun en aquellos momentos el señor Caro dióse cuenta de las dificultades y asechanzas en que se debatía el señor Marroquín y en una manifestación pública suya, fechada el 17 de agosto de 1898, decía, sobre graves sucesos internacionales de que hablaré luego, lo que va a leerse:
+«Afírmase que ahora ha empezado a establecerse la república cristiana, que no existía: que la administración que se inicia “señalará una época de bienestar y prosperidad para Colombia”. Nadie está tan interesado en la buena marcha de la actual administración como los que, en una lucha que por lo visto no fue “estéril”, alcanzaron el triunfo electoral, establecieron lo que hoy existe, y por eso, y sólo por eso, son blanco del odio de los que anoche atacaron las casas de los señores Roldán y Suárez.
+«Conozco bien el espíritu de la “conjuración de adulación” urdida contra un magistrado recto y justo; confío en la lógica de los hechos, o sea, en la filosofía providencia y acato la sentencia de la escritura: “Hay tiempo de hablar y tiempo de callar”…
+«Por la tarde oí de cerca en la calle los gritos: ¡Abajo Caro! ¡Muera el responsable de esto! Gritos de que no hago culpables a los que los lanzaban, pues los juzgo efecto natural de las calumnias periodísticas. Mi amigo don Lorenzo Marroquín, que se hallaba presente, se despidió anunciando que iba a pedir el auxilio de la autoridad, y así lo hizo con la mejor voluntad, por lo cual, con mi familia, le estoy muy reconocido».
+Ocurría, en realidad, que terminaba la administración Caro e iniciábase la del señor Marroquín bajo signo fatídico que amenazaba tragedia, lo cual venía a complicar aún más la situación política. Al puerto de Cartagena había llegado en los últimos días del mes de julio una escuadra italiana bajo la insignia del contraalmirante Candiani y había llegado con el pretexto de hacer una visita de cortesía, mas su verdadero objetivo, expuesto poco después sin ambages ni rodeos, era el de exigir al Gobierno de Colombia el inmediato cumplimiento de la sentencia arbitral dictada por el presidente de los Estados Unidos, Cleveland, en la reclamación diplomática entablada por el súbdito italiano Ernesto Cerruti por las expropiaciones, más que expropiaciones exacciones, daños y perjuicios de que se hacían responsables a las fuerzas del Gobierno legítimo del estado soberano del Cauca en la guerra de 1885. La sentencia arbitral del presidente de los Estados Unidos condenaba a la República de Colombia no sólo a pagar los daños y perjuicios inferidos al súbdito italiano Ernesto Cerruti, sino también las deudas de Cerruti y Cía., «sociedad sometida por su naturaleza», decía el señor Caro en la manifestación a que me he referido, «a los tribunales territoriales del país, no al juicio internacional, el Gobierno de Colombia gestionó diplomáticamente su revisión, ejercitando un derecho y cumpliendo un deber reconocido por la Corte Suprema, por el Consejo de Estado, por los abogados americanos de república en Washington y por otros eminentes juristas nacionales y extranjeros que fueron consultados, entre los cuales figura un senador de Italia, profesor de Derecho Internacional en la Universidad de Roma, publicista de reputación europea y especialista en asuntos de arbitraje. El concepto razonado de este profesor, así como las doctrinas que sobre estos puntos de derecho, en tesis general, sostiene Flore, nos autorizan para decir que Italia científicamente no ha dado la razón en la cuestión de derecho que hemos discutido con el Gobierno del Quirinal y que este ha pretendido definir con cañones».
+No gestionó el Gobierno la revisión del artículo 5.º del laudo por razón de lesión enorme —aunque lo era—, causada al tesoro público, sino por lesión de soberanía. El Gobierno no podía aceptar lisa y llanamente esa parte de la sentencia, porque de esa suerte, como ha dicho el profesor Plerantoni, se admitiría la «modificación del derecho público de un Estado republicano». Por tanto, si míster Cleveland hubiera fallado acordando a la persona de Ernesto Cerruti una indemnización dos o tres veces mayor que la que fijó, tácitamente comprensiva de las deudas de Cerruti y Compañía, la sentencia hubiera sido igualmente censurable, por el criterio público, por la dicha razón de lesión enorme, pero no habría sido reclamada por el Gobierno en ninguna de sus partes.
+«Repito que la cuestión no era de intereses pecuniarios, sino de derecho: por lo cual el Gobierno no hizo aquella gestión para eximirse de un pago, ni consultando el resultado probable de ella, sino para no omitir, como representante de la nación, ningún recurso en defensa de su soberanía: para hacer pública su protesta bajo la forma respetuosa de una apelación razonada: para ejercer alguna sanción por este medio sobre los que dictan inconsiderado fallo en casos semejantes, demostrando que sólo se sometería a él, agotados los recursos de apelación y revisión, por faltar un tribunal internacional de casación, y manteniendo siempre viva su protesta contra la doctrina implícita relativa a la naturaleza jurídica de las sociedades anónimas.
+«La conducta del actual Gobierno americano ha sido benévola, favorable y aun generosa respecto de Colombia, como se verá cuando se escriba la historia de este negociado. Merece especial reconocimiento el honorable señor Hart, por su amistosa y diligente intervención.
+«Agotados los recursos diplomáticos, creí que debiera aceptarse y cumplirse el artículo 6.º, bajo protesta respecto de la doctrina: pero juzgué al mismo tiempo, por la gravedad del caso, que no debía el Gobierno hacer formalmente esta declaración sin el concurso del Congreso. No se trataba de eludir la responsabilidad, haciéndola recaer sobre las Cámaras Legislativas, puesto que el Gobierno, al relatar los antecedentes, expondría también su modo de pensar, y así asumiría por su parte la responsabilidad que le corresponde. Se trataba de definir el asunto con toda solemnidad, con el concurso de todos los poderes públicos».
+He copiado in integrum los apartes anteriores de la manifestación pública del exvicepresidente Caro, en el deseo de que mis lectores se den cuenta exacta de lo que fue la inaudita agresión del Gobierno Real italiano contra Colombia por una cuestión que podía y debía resolverse por la vía diplomática con un poco de respeto a los normas del derecho y en breve término. Pero el Gobierno Real de Italia premeditó la agresión y la puso en marcha haciendo que su representante diplomático se alejara de Bogotá para que no tuviera nuestra cancillería con quién entenderse. Aquel representante diplomático dejó encargado de la legación al señor Lorenzo Codazzi, sin instrucciones ningunas para atender al desarrollo de grave incidente. Con lo cual el señor Pirro —así se llamaba el ministro italiano— dejaba a su colonia abandonada, ignorante de lo que ocurría, «y expuesta a las contingencias terribles que en cualquier país pueden sobrevenir en caso de un súbito conflicto».
+El exvicepresidente Caro llamó desde el principio al señor Codazzi, lo enteró de todo y lo autorizó para comunicar confidencialmente a los italianos el peligro que asomaba, a fin de que estuvieran prevenidos y pudieran hacer lo que más les conviniese. Este, por medio del cable y del telégrafo terrestre, se puso en comunicación con el ministro de Negocios Extranjeros en Roma, con el almirante Candiani y con el comandante del Etna, apostado en Buenaventura, en calidad de persona bien conocida del Gobierno italiano por sus servicios anteriores, para comunicar informes y datos exactos que el jefe del Gobierno le confiaba, a fin de promover por su parte un arreglo satisfactorio para ambos países, dejando a salvo —si así lo deseaba Codazzi— la honra de Colombia, lo cual era hacedero «si lo que proponía el Gobierno italiano era proteger los intereses de un súbdito, no imponernos una humillación».
+«La colonia italiana, por su parte», añade el señor Caro, «se quejó por cable a su Gobierno del abandono en que había quedado, y suplicó se buscasen términos conciliatorios para un país que les brindaba hospitalidad. El señor Codazzi me enseñó este telegrama, y me ofreció, para cuando llegase el caso, darme los nombres de todos los italianos que habían firmado el despacho bajo firma colectiva. No se publicó por entonces, porque la cuestión no era del dominio público. No tengo conocimiento de que fuera contestado». Reveló también el señor Caro un rasgo nobilísimo de don Juan B. Mainero y Trucco, cónsul de Italia en Cartagena, que a la sazón se hallaba en Bogotá, y cooperó «en el mismo sentido que el señor Codazzi y que en presencia de este ofreció al vicepresidente las veinte mil libras esterlinas exigidas sin título alguno por su Gobierno». «Rehusé», dice el señor Caro, «como era mi deber, no sin felicitarle por la nobleza de su acto».
+Al día siguiente de la instalación del Congreso el encargado del despacho de Relaciones Exteriores, cumpliendo por parte del Gobierno lo prometido a varios miembros del cuerpo diplomático, informó al Senado, en sesión secreta, del asunto en referencia; el 22 dio cuenta a la Cámara de Representantes.
+«Ambas Cámaras», prosigue el señor Caro, «por medio de proposiciones patrióticas, ofrecieron su apoyo al Gobierno, lo que me permitió citar a los diplomáticos europeos, y anunciarles que con el ministro de Relaciones Exteriores podían entenderse para arreglar equitativamente el reconocimiento y pago de los créditos de sus connacionales contra Cerruti y Cía. Siguió tratándose el asunto en las Cámaras, en sesiones secretas, con asistencia también de los ministros de Gobierno y de Guerra; y en esos mismos días —creo que el 25 de julio—, convoqué en palacio —no pudiendo citarlos a todos—, a veinticuatro miembros del Congreso, de todos los departamentos y de distintas opiniones y matices políticos, y les hice una extensa exposición sobre los antecedentes del asunto, su estado actual, y los propósitos del Gobierno.
+«Como preliminar de esa exposición —que es lo pertinente al objeto de este escrito—, dije que la cuestión debía tratarse reservadamente en las Cámaras; 1.º Para evitar la acción tumultuaria y perturbadora de masas populares en los momentos en que se requería firmeza y serenidad; 2.º Para proteger a los italianos domiciliados en el país contra los efectos de una exaltación extemporánea. Informé de la cooperación de los señores Codazzi y Mainero, del abandono en que había quedado la colonia italiana por causa del ministro prófugo, y de los sentimientos que la animaban: manifesté que, por lo tanto, debía prepararse la opinión en caso de conflicto inminente. El término del ultimátum debía cumplirse el 15 de agosto. Entretanto, el Gobierno americano interponía sus buenos oficios y aún no se podía prever con certeza el resultado.
+«El día 14 de agosto por la noche, según supe luego, llegaron a esta ciudad, y fueron entregados a su destino, telegramas de Cartagena alarmantísimos, que anunciaban próximo bombardeo, aunque el almirante sólo hablaba de emplear “medios militares”. Ya el Gobierno había pedido, bajo protesta, a las exigencias, y el peligro estaba así conjurado; pero como esto no se sabía, los telegramas aquellos, divulgados de mano en mano, produjeron natural excitación y dieron, además, a los agitadores conocidos, ocasión propicia para promover tumultos con otros fines, que después se han visto».
+La actitud del señor Caro en aquellos postreros días de su administración, frente al conflicto internacional y a la humillación que el Gobierno de Italia impuso a su patria, fue dignísima, valerosa e inteligente, de acuerdo con su honor y sus tradiciones gloriosas, la que correspondía a un hijo amantísimo, que la adoró en mudo silencio y deseó siempre morir en su seno «pobre y desnudo». No obró el señor Caro entonces bajo la intimidación del miedo; no se avino desde el primer momento y bajo la amenaza de una agresión armada, a algo que pudiera ser considerado como un desconocimiento de las prácticas del derecho internacional público y privado, de sus consuetudinarios métodos, y reunido el Congreso lo consultó sin dilación y recibió de esta una expresa aprobación de sus actos. ¿Por qué se le atacó después? ¿Por qué se le acusaba en tumultuosas manifestaciones de ser el responsable de lo que estaba ocurriendo? Era que una política rencorosa, apasionada y mezquina, más que a la defensa del país estaba atenta en aquellos amargos días a tomar venganza, a cobrar reales o supuestos agravios, al mandatario confundido ya con sus conciudadanos, inerme, mas siempre altivo y orgulloso. Esa política no seguía el mismo camino del señor Caro que proclamaba la necesidad de que en momentos solemnes «en que se trataba de la causa nacional los partidos y las divergencias desaparecieran, y todos debieran estar identificados con el Gobierno para defenderle y protegerle».
+Quince años después de la agresión italiana, ocupando yo la secretaría del Senado de la República, en los ratos de descanso de mis labores oficiales, dediquéme a estudiar los archivos de la alta corporación y me detuve largo espacio examinando los antecedentes de la Ley 1.ª de 1898, discutida en debates secretos y recomendada a las Cámaras en un mensaje también secreto por el vicepresidente Caro. Aun cuando no es de desestimarse, ni mucho menos olvidarse, el noble gesto del cónsul Mainero y Trucco, secundado en más modesta esfera, por el de Italia en Barranquilla, señor Antonio Paccini, y las apasionadas diligencias que hizo en nuestro favor el obispo de Cartagena, monseñor Pedro A. Brioschi, compatriota de Candiani, llegué a la convicción de que el bárbaro ataque a Cartagena fue más que todo impedido por el Gobierno de los Estados Unidos, como puede comprobarse leyendo el mensaje secreto del vicepresidente Caro a que me he referido. La gran nación del norte se condujo en aquella emergencia conforme a una política internacional suya de dilatada tradición: proteger a las naciones todas de América de agresiones brutales e injustas de las potencias europeas.
+Mal acaba lo que mal comienza. La cuestión Cerruti tuvo origen en uno de aquellos actos salvajes que se cometían en nuestras insensatas guerras civiles, no sólo contra nacionales, sino de cuando en cuando contra extranjeros residentes en el país. Se castigó al súbdito italiano con crecidos impuestos de carácter forzoso y como no los pagara en dinero contante y sonante, procedióse a despojarlo de sus propiedades, llevando el despojo hasta la sevicia. Testigos muy respetables me informaron cuando escribí mi libro La guerra de 1885, que se llegó al extremo de convertir en leña para que cocinaran las Juanas del Ejército los magníficos muebles de Cerruti, entre otros, un piano de cola. Siempre, y especialmente en el primer siglo de nuestra vida independiente, la administración pública fue lenta y parecía tener por lema: la línea curva es menor que la recta. El negocio Cerruti tuvo un proceso de trece años y quien lo estudie a fondo llegará a la conclusión de que pudo ser arreglado por la tercera parte de la suma que le costó a Colombia finalmente.
+Al hacer memoria de las personas e instituciones que prestaron notables servicios a la República en el conflicto de 1898, es de justicia mencionar en primera línea el Banco de Colombia, que situó en el Banco Umbria, de Londres, la suma de £ 70.000, sin lo cual el Gobierno Real de Italia no habría ordenado a Candiani que se retirara de Cartagena.
+Como era de esperarse, el vicepresidente Marroquín, y su ministro de Relaciones Exteriores, doctor Felipe Paúl, dictaron decreto rompiendo relaciones diplomáticas y consulares con Italia, que no fueron restablecidas hasta 1904.
+De nuevo, y clausurado el conflicto internacional, se encendió la hoguera de la política interior. Ya he dicho antes que en la Cámara de Representantes tenían la mayoría los conservadores enemigos del señor Caro y en la del Senado los nacionalistas, lo cual se traducía en relaciones muy tirantes entre las dos. El señor Caro llamaba a la de representantes «cámara facciosa» y si bien todos sus actos no podían tacharse de inconstitucionales e ilegales, algunos de ellos ciertamente lo fueron y el propio doctor Carlos Martínez Silva hubo de censurar, pues él era por sobre todo un ilustre y honrado jurisperito, que ella procediera a expulsar a varios de sus miembros «y ello por medio de simples proposiciones redactadas y votadas en un momento de exaltación». «La integridad de la representación nacional», dijo Martínez Silva, «queda así gravemente amenazada. El antecedente es, además, muy peligroso, y el día en que una mayoría encuentre en la arbitraria mutilación, el medio expedito de asegurar su predominio o de ahogar voces incómodas, el sistema representativo quedaría herido de muerte».
+EL PLAN DE DRÁSTICAS ECONOMÍAS CON QUE SE INAUGURÓ EL GOBIERNO DE MARROQUÍN — UN MENSAJE DEL VICEPRESIDENTE A LAS CÁMARAS — COMENTARIOS DEL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA — MITIN DE LOS COMERCIANTES — LA PERFIDIA DE LA SERPIENTE. CAE EL GENERAL AURELIO MUTIS DEL MINISTERIO DE GOBIERNO — LOS PROBLEMAS DEL EJÉRCITO Y DE LA POLICÍA NACIONAL — DISCURSOS DE CONCHA Y DE URIBE URIBE — UN TELEGRAMA DEL SEÑOR CARO — EL SEÑOR SANCLEMENTE EMPRENDE VIAJE A BOGOTÁ — LA ACTITUD DE LA CÁMARA ANTE EL DESEO DEL PRESIDENTE DE POSESIONARSE DEL MANDO — FRANCA OPOSICIÓN — AMENAZAS DE DESCONOCIMIENTO — LA POSESIÓN ANTE LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA. LEALTAD DEL EJÉRCITO — LLEGA EL DOCTOR ROBLES — UN ERROR DEL SEÑOR PARRA — LA VISIÓN DEL DOCTOR JOSÉ CAMACHO CARRIZOSA.
+EL CORRER DE LOS DÍAS Y PORQUE la política no da espera, el gobierno del señor Marroquín ya tomando fisonomía y carácter propios tiene ya, cuando concluye el mes de agosto, una plataforma y un programa. La plataforma en lo fiscal la constituyen drásticas economías: disminución del pie de fuerza, cerca de cuatro mil hombres: supresión de muchos empleos públicos, y es superfluo decir que pasaron al Oriente Eterno los cargos que desempeñábamos Eduardo Ortega y yo. Presentóse un proyecto de ley decretando una emisión hasta de $ 10.000.000 y además otro disponiendo que los contadores de la oficina general de cuentas fueron elegidos por la Cámara de Representantes. Y el programa político de la nueva administración lo constituían reformas fundamentales a las instituciones, las que había proclamado en luminosos artículos publicados en El Heraldo, de Bogotá, el candidato liberal don Miguel Samper. El señor Marroquín dirigió un mensaje a las Cámaras, refrendado por todos los miembros del ministerio, acogiéndolas franca y calurosamente, pues ya habían sido iniciadas en la de representantes. Don Carlos Martínez Silva comentaba así en la revista política de El Repertorio Colombiano (octubre 18 de 1898) tan notable documento:
+«Empieza el señor vicepresidente por declarar en este notable documento que es norma de su política el dar ordenada y amplia satisfacción a los anhelos de la opinión pública plenamente justificados; y en tal virtud recomienda la derogación de la Ley llamada de Facultades Extraordinarias: la expedición de una ley de elecciones que garantice “la fiel expresión de la voluntad popular como resultado del voto de los ciudadanos, a fin de que todos los elementos políticos de la nación alcancen en las corporaciones públicas y en el Gobierno la representación que les corresponda”; la abolición de la ley que faculta al Gobierno para trasladar los magistrados de un tribunal a otro, por ser “ocasionado el ejercicio de esta facultad a perturbadoras providencias en la altísima misión que le está atribuida al Poder Judicial”; la expedición de una ley de prensa que asegure en esta importante materia la libertad, con la debida responsabilidad, por ser necesario que la prensa, “en el punto de vista de su acción moralizadora, y si se quiere, fiscalizadora de la conducta de las autoridades”, goce de un sistema de libertad, “aunque corregido convenientemente y por medidas eficaces, cuando por medio de ella se atente contra uno de aquellos principios fundamentales de las instituciones, reconocidos y aceptados como garantía de una buena organización del Estado”. Concluye recomendando se acoja el proyecto de ley relativo a la organización de la oficina general de cuentas, puesto que el Gobierno se propone “mantener severamente el principio de la pureza en el manejo fiscal, y la inexorable regla de hacer efectiva la responsabilidad de los empleados que intervienen en el ramo, para que la nación pueda saber cómo se administran sus intereses”».
+Este mensaje, como era natural, fue recibido con extraordinario regocijo en todas las clases sociales, puesto que él marca era nueva en la historia de la República, e implica la condenación, desde las más altas esferas sociales, del régimen absolutista y corruptor llevado a sus últimos extremos en la administración del señor Caro.
+Concluida la lectura del mensaje en la Cámara de Representantes, la mayoría republicana de este cuerpo se dirigió al Palacio de Gobierno a felicitar al señor vicepresidente y a ofrecerle su concurso y entusiástico apoyo. Muy significativo fue en esta ocasión el discurso del representante liberal doctor Uribe Uribe, quien ratificó en nombre de su partido la felicitación de la mayoría de la Cámara, «por haber el señor vicepresidente, con su interesantísimo mensaje, establecido definitivamente la paz de la República».
+Con este mismo motivo se convocó para el domingo 2 de los corrientes, un mitin de los comerciantes, para felicitar al señor vicepresidente, y en el cual debía llevar la palabra el señor don Miguel Samper.
+No sólo los comerciantes se dieron por invitados a esta reunión: a ella asistió una inmensa concurrencia de ciudadanos de todos los partidos y de todos los gremios y clases sociales. Bogotá no había presenciado nunca un espectáculo más cívico, más patriótico y más hermoso que este. El voto espontáneo de aplauso dado así al probo y modesto magistrado, por tantas gentes que viven de su trabajo independiente y que representan cuanto hay aquí de respetable en cultura y riqueza, está indicando claramente que el pueblo colombiano, amante de la paz, del orden y de la libertad, sólo pide un Gobierno que dé garantías a todos los derechos.
+La circunstancia especialísima de haber sido orador y vocero del mitin el señor doctor Miguel Samper, candidato del Partido Liberal en la lucha pasada, dio a esta manifestación valor tan alto, que hace concebir fundadas esperanzas de que hayamos entrado al fin en una época de normalidad y de educación política que permita el juego racional de los partidos dentro de la paz y de las instituciones.
+Quizá, diremos más bien sin duda, es el señor Marroquín el primer presidente de la República que ha oído desde los balcones de Palacio dar alternativamente vivas al Partido Liberal y al Partido Conservador por los miembros de una y otra parcialidad allí reunidos, sin que hubiera una voz de protesta ni un grito descomedido o destemplado, sino al contrario, la cordialidad y el entusiasmo propios de un pueblo que ve y siente que el sol de la República alumbra para todos y a todos los calienta con sus benéficos rayos.
+Para llegar a este resultado no hubo siempre firmeza y resolución. Como en el Senado existiera una mayoría nacionalista bastante apreciable, la que se consideraba capaz de oponer tenaz resistencia a las reformas, y como también en el ministerio desempeñaba el de la Política el general Aurelio Mutis, a quien se tenía por sincero nacionalista, el vicepresidente Marroquín tuvo que obrar con mucha prudencia y algún disimulo en el desarrollo de sus planes. Estaba demostrando que no carecía en absoluto de la perfidia de la serpiente. Por una cuestión, al parecer sencilla, de orden interno en el recinto de la Cámara de Representantes, el general Aurelio Mutis tuvo un grave desacuerdo con su comisión de la mesa y se vio en el caso de renunciar irrevocablemente, aceptando inmediatamente después la legación de Colombia en Londres. La Policía Nacional era el punto neurálgico en la situación del Gobierno; el Ejército había dejado de serlo, pues el nuevo ministro de Guerra, general Olegario Rivera, había reorganizado sus comandos confiándolas a jefes conservadores desligados del nacionalismo, de tiempo atrás. A mi padre, por ejemplo, no se le entregaron sus letras de cuartel, pero se le dio un cargo especial cuyas funciones no llegaron a precisarse exactamente, distinguiéndolo con un nombre muy original tratándose de organización militar: superintendente general de las fuerzas del Atlántico. Para reemplazarlo se nombró al general Rafael M. Gaitán que desempeñaba la jefatura en el Istmo de Panamá. Pero este era tan nacionalista como mi padre y en las pocas semanas que ejerció el mando jamás procedió en asunto importante sin previo acuerdo con él.
+En aquellos días de confusión e incertidumbre, ninguno de los jefes del nacionalismo en Bogotá se dirigía a sus copartidarios de los departamentos, no daban señales de vida. Tan sólo le escribía a mi padre su primo don Rafael María Palacio que estaba ocupando su puesto en el Senado. Cartas, por cierto, las suyas, muy lacónicas y muy discretas. Sólo el general Casabianca se hizo presente en aquellos momentos ante su antiguo jefe de Estado Mayor general, aconsejándole que aceptara el empleo de superintendente general, «porque no debían abandonarse las posiciones que se ofrecieran a los antiguos amigos del señor Caro». El general Palacio fue un hombre muy sagaz y que muchas veces parecía tener antenas: «Yo no sé», me decía entonces, «lo que va a pasar, pero estamos en presencia de algo que no es definitivo».
+Como nadie escribía, los cinco correos del mes eran esperados con ansiedad en la Costa, y los periódicos de la capital se devoraban, especialmente los relatos de las sesiones del Congreso. Los discursos de Concha y de Uribe Uribe atraían el mayor número de lectores y eran el tema obligado de las discusiones en el club, los cafés y el camellón. Por casualidad llegó alguna vez telegráficamente la noticia de que en una elección para presidente de la Cámara de Representantes en que estuvieron a punto de perderla los conservadores históricos, la ganaron finalmente porque en ese preciso instante llegó a ocupar su puesto el general Uribe Uribe y votó por el candidato de los históricos, general Juan N. Valderrama. Tanto conmovió a este la providencial ayuda que le prestaba el único representante de la oposición en la Cámara que, según pudieron verlo todos los presentes, el viejo veterano acercóse a su contendor en la tribuna y le dio la accolade. Súpolo el señor Caro, que no abandonaba su buen humor y espíritu burlón ni aun en las más graves circunstancias de la política, e improvisó unos versos guasones en los que aludiendo al histórico beso lo llamaba «el primero de su labio virginal».
+Uribe Uribe y Concha eran, sin duda, las figuras centrales de aquella cámara revolucionaria. Pero ambos a dos no eran sólo demoledores: sabían y podían construir. La labor del segundo, especialmente, fue fecunda y benéfica para la República. Al influjo de su palabra elocuente, de su argumentación sólida y de sus profundos conocimientos jurídicos se derrumbó la Ley de Facultades Extraordinarias —la de los Caballos—, se expidió la de prensa, que aún subsiste en lo fundamental: la que restablecía la vigencia de la Constitución en lo relativo a las incompatibilidades entre el ejercicio de empleos públicos de elección popular; la que derogó la Ley llamada de Trashumando, que ponía a los miembros de los tribunales bajo la dependencia del Gobierno: la que derogaba el artículo 6.º de la Ley 153 de 1887, que ordena que una disposición expresa de ley posterior a la Constitución, se refute constitucional y de preferente aplicación: la que suprime el monopolio de los cigarrillos y de los fósforos y determina con qué condición pueden establecerse los monopolios fiscales, de manera que quede a salvo en todo caso el derecho de propiedad —esta ley pasó a la historia parlamentaria con el nombre de Ley Concha—. Concha aparecía, pues, no sólo como un formidable orador de oposición, sino también como el artífice de una nueva obra.
+Así iban las cosas en el mes de octubre y nadie pensaba seriamente que el presidente titular, doctor Sanclemente, resolviera venir a Bogotá a encargarse del Poder Ejecutivo, cuando una tarde apareció en las esquinas, fijado, en cartelones, el siguiente telegrama:
+Octubre 10 de 1898
+«Manuel A. Sanclemente. —Cartago
+«Ayer domingo fueme entregado telegrama de usted, del 7.
+«Tanto más agradezco el anuncio de su venida y los afectuosos términos en que me lo envía, cuanto no respondiendo a indicación mía de ningún género, él ha sido espontánea y caballerosa atención de usted. Comprendo la magnitud del sacrificio que usted hace en bien del país, y como sé que las grandes resoluciones no se toman sin auxilio especial de lo Alto, no dudo que Aquel que le da a usted ánimo y fuerza para emprender la penosa marcha y afrontar la inevitable lucha, le protegerá y fortalecerá en el cumplimiento de su misión. El Partido Nacional prestará a usted desinteresado apoyo; él no pide favor, sino justicia.
+«Afectísimo amigo,
+M. A. CARO».
+La noticia cayó como una bomba. No se trataba de un viaje en proyecto, sino de un viaje en ejecución. El señor Sanclemente estaba ya en Cartago y salvo novedades en su delicada salud estaría en la capital en un plazo de quince a dieciocho días. ¿Quién o quiénes habían llamado al señor Sanclemente, imponiéndole un heroico sacrificio, acaso muy superior a sus fuerzas físicas, debilitadas por avanzada edad y los achaques consiguientes a la senectud? No el señor Caro, porque así parece desprenderse del telegrama copiado, y el señor Caro no era hombre que callara la verdad, ni ocultara sus propósitos políticos. Díjose entonces, y lo dijo, entre otros, don Carlos Martínez Silva, que el inspirador del viaje del señor Sanclemente fue el doctor Molina. Pero no aparece ello claro, porque pocas semanas después de iniciado el gobierno del señor Sanclemente el doctor Molina se volvió para el Cauca y, ni poca ni mucha fue la influencia, por lo menos visible, que él tuvo en la política y la administración. Por lo demás, no se necesitaba de un poderoso esfuerzo mental para comprender que harían todos los esfuerzos humanos posibles los conservadores históricos para no perder el terreno que habían ganado en los ochenta días de la presidencia efectiva del señor Marroquín. Y se hablaba en Bogotá, y fuera de Bogotá, de que se impediría que el señor Sanclemente tomara posesión ante el Congreso, o mejor dicho que el Congreso no le daría posesión.
+El presidente titular llegó a Bogotá el 27 de octubre e hizo saber al Senado que el 3 de noviembre era el día por él escogido para tomar posesión de su cargo. El Senado lo comunicó por su parte a la Cámara de Representantes a efecto de conseguir la reunión del Congreso, pero esta última corporación no convino en el día ni en el lugar señalados, y fijó por su parte una fecha posterior, el día 5. «En su derecho», dice don Carlos Martínez Silva, «estaba para ello, puesto que la reunión de las dos Cámaras en congreso puede verificarse por orden o señalamiento de una sola de ellas: ¡y acaso fue sentimiento de mero puntillo el que movió a la Cámara de Representantes a fijar fecha distinta para la posesión del presidente, esperando sin duda que comisiones mixtas llegaran a entenderse para determinar el día!». Con todo el acatamiento que me merece la autoridad del doctor Martínez Silva, me aparto de su opinión. No una sino muchísimas veces antes de aquel inopinado suceso los presidentes de la República, por ausencia de Bogotá, motivos de salud o circunstancias políticas, no acudieron ante el Congreso al iniciarse sus periodos constitucionales a tomar posesión del empleo y fueron ellos y no las Cámaras quienes señalaron la fecha en que debía realizarse el acto.
+«Llegó», prosigue el doctor Martínez Silva, «el 3 de noviembre, y como no hubiera habido convenio alguno, el presidente hizo saber que si las dos Cámaras no se reunían en congreso, tomaría posesión ante la Corte Suprema. La Cámara de Representantes, después de dos sesiones secretas tenidas en la mañana de ese día, aprobó por unanimidad de votos en la sesión pública de las cuatro de la tarde una proposición en la cual se declaraba que si el doctor Sanclemente tomaba posesión ante la Corte Suprema, sin estar en receso el Congreso, sería desconocido, y que la Cámara continuaría entendiéndose con el vicepresidente en ejercicio en cuanto a las relaciones entre los dos poderes públicos.
+«Esta proposición parece que fue incorrectamente trasmitida por agentes oficiosos al presidente, que aguardaba en su casa de habitación el desarrollo de los sucesos; y creyéndose desconocido efectivamente por la Cámara, procedió a posesionarse ante los miembros de la Corte Suprema, que se habían trasladado a la casa del doctor Sanclemente.
+«También la Cámara de Representantes fue mal informada, pues le llegó la noticia de la posesión del presidente antes de haberse verificado este acto; y teniendo que ser consecuente con lo ya acordado, aprobó una nueva proposición en que declaraba vacante el puesto de presidente.
+«Un conflicto entre el Ejecutivo y la Cámara de Representantes pareció por el momento creado, conflicto que hubiera producido una verdadera revolución si la cámara hubiera tenido fuerza material en qué apoyarse.
+«Los sucesos de aquel día han dado origen, no sólo a muchos comentarios, sino a muchos cargos y descargos entre los que en ellos intervinieron de una manera directa.
+«Se ha censurado, por ejemplo, el que los jefes militares de la guarnición de Bogotá no prestaran apoyo a la Cámara de Representantes: cargo notoriamente injusto, porque esos jefes, disciplinados y pundonorosos, no podían ni debían obrar sino en virtud de las órdenes de sus inmediatos superiores. Su acción espontánea habría dado origen a un verdadero motín de cuartel; y a Dios gracias, no está eso en nuestros antecedentes ni en nuestras costumbres.
+«También la Cámara de Representantes, o los que en ella llevaban la dirección, han sido calificados de traidores, no por las proposiciones adoptadas, sino por haber solicitado al apoyo de los ciudadanos, conservadores y liberales para hacerles eficaces. Este cargo de pretendida traición procede, por supuesto, de cierta clase de conservadores, que habían mucho en momentos de apuro, de República y de igualdad de todos los colombianos para defenderla y disfrutar de sus beneficios: pero que en el fondo tienen, como verdad revelada, que la República es propiedad, patrimonio, herencia y usufructo de los conservadores, y no de todos ellos siquiera, sino de los que cada cual califica de perfectamente ortodoxos.
+«No creemos nosotros ni atentadas ni justificadas en absoluto las proposiciones de la Cámara a que dejamos hecha referencia; pero aceptadas como correctas, la lógica exigía procedimientos adecuados para darles validez, so pena de quedar los representantes en posición muy desairada.
+«Sin duda no se vieron y pesaron todas las consecuencias de aquellos actos: pero no son los que en el primer momento los estimularon y apoyaron quienes tienen derecho a calificar de traidores a los que buscaron el concurso de los ciudadanos.
+«También ha sido blanco de amargas censuras, de parte de algunos de sus copartidarios, el señor doctor Aquileo Parra, sin duda por no haber aprovechado los sucesos del día 3 para hacer una revolución en la capital. No sabemos si aquello hubiera sido posible, ni si el jefe del Partido Liberal se abstuvo de dar la orden de alzamiento sólo por razones de impotencia material; pero sea de ello lo que fuere, y juzgando por las apariencias, la actitud del directorio liberal fue en ese día intachable. Concurrieron, es cierto, los liberales con sus jefes reconocidos a la plaza pública, esperando que la Cámara de Representantes los llamara en apoyo de sus resoluciones: pero una vez que no hubo nada de eso, bastó una palabra del doctor Parra para que todos se retiraran pacíficamente.
+«Posteriormente, la prensa liberal ha revelado un tono no sólo de displicencia, sino aun de encono contra los directores de la política conservadora, por no haber extremado los sucesos de que damos cuenta. Los que así discurren no se hacen bien cargo de los peligros que hubiera traído, y acaso de las funestas consecuencias que hubiera producido, una revolución encabezada por la Cámara de Representantes. Sobre ser aquello una subversión de todo orden constitucional, habría sido un movimiento desconcertado, sin plan ni unidad, propicio sólo a un régimen de absoluta anarquía».
+Como yo no estaba en Bogotá el 3 de noviembre he preferido tomar el relato de lo que ocurrió aquel día de un testigo intachable, a pesar de que, como es natural, el doctor Martínez Silva tenía su partido tomado en los acontecimientos y échase de ver que no era, ciertamente, el del presidente titular. Sin embargo, no puede menos de declarar en su relación que no cree atentadas ni justificadas en absoluto las proposiciones de la Cámara a que hace referencia, añadiendo que aceptadas como correctas, la lógica exigía procedimientos adecuados para darles validez, so pena de quedar los representantes en posición muy desairada. Como quedaron finalmente. No comparte tampoco el doctor Martínez Silva la censura a los jefes de la guarnición de Bogotá por no haberle prestado apoyo a la Cámara de Representantes, «cargo notoriamente injusto, porque esos jefes disciplinados y pundonorosos no podían ni debían obrar sino en virtud de las órdenes de sus inmediatos superiores. Su acción espontánea habría dado origen a un verdadero motín de cuartel; y a Dios gracias, no está eso en nuestros antecedentes ni en nuestras costumbres».
+La actitud del Ejército fue en aquella memorable jornada digna de aplauso. Y ella debióse principalmente al general Rafael Ortiz Baraya, que no se prestó a recibir órdenes de la Cámara de Representantes y manifestó desde el primer momento que reconocía al doctor Sanclemente como presidente de la República y estaba dispuesto a cumplir sus órdenes. El país se salvó así de la vergüenza y la anarquía, porque la peor forma del pretorianismo es la de las fuerzas armadas recibiendo órdenes directas de las asambleas políticas. La conducta del general Ortiz Baraya fue tanto más meritoria y laudable, por cuanto era bien sabido que sus personales simpatías políticas estaban por el bando conservador histórico y que había sido llamado por el vicepresidente Marroquín a comandar la división del Ejército acantonada en Bogotá. Inobjetable fue también la actitud del señor Marroquín, quien tomó todas las medidas del caso para que la trasmisión del mando se cumpliera pacífica y ordenadamente.
+A la Corte Suprema de Justicia pretendió discutírsela el derecho que tenía a dar posesión al presidente de la República si el Congreso se negaba a hacerlo —o por lo menos una de sus Cámaras— o pretendía aplazarla. La respetable corporación tuvo necesidad de publicar un manifiesto explicando al país las razones constitucionales y legales que la habían asistido para proceder conforme lo hizo. Es aquel manifiesto un documento jurídico muy sencillo, de maciza argumentación y de lógica inflexible. Ninguno de los magistrados dejó de firmarlo y aparecen allí jurisconsultos tan eminentes y de tan alta probidad intelectual como los doctores Abraham Fernández de Boto, Luis María Isaza, Baltasar Botero Uribe, Carmelo Arango M., Jesús Casas Rojas y Otoniel Navas. Para mí que el manifiesto fue redactado por el doctor Carmelo Arango M., porque en él se transparenta la sólida argumentación que distinguió a quien como magistrado recto e imparcial no dictó jamás sentencias en contubernio con la política.
+El 3 de noviembre en la tarde regresó a Bogotá, después del viaje que hizo al exterior para obtener elementos para la guerra civil el doctor Luis A. Robles, e informado de lo que estaba ocurriendo, de que se pretendía impedir la posesión del doctor Sanclemente, manifestó con aquel valor civil y buen sentido político que eran sus características, lo siguiente: «Encuentro que todo el mundo aquí ha perdido el juicio. Inclusive el señor Parra, espejo de prudencia y acierto. Lo que se está tramando es un atentado contra la legalidad». Esta versión la tengo de un joven coterráneo del doctor Robles, que estuvo siempre muy cerca de él, que merecía toda su confianza: el señor doctor José Antonio Barros, que hoy ocupa un cargo en el Ministerio de Hacienda y Crédito Público.
+Muy caros se pagan los errores en política, y el señor Parra había cometido uno el año anterior bastante grave que contribuyó a socavar su prestigio político hasta entonces sólido e invulnerable. Consistió en admitir de la Convención liberal una autorización sin restricciones, para llevar al liberalismo a la guerra si el caso era menester. La autorización implicaba fatalmente la alternativa de usar de ella, porque el belicismo impaciente sabría colocar al patriota y prudente jefe en la alternativa de no demorar más la apelación a las armas o de hacer dejación de su puesto. Este episodio de historia secreta vino a revelarlo muchos años después el doctor Eduardo Rodríguez Piñeres en un ensayo sobre la vida del eminente periodista liberal José Camacho Carrizosa, del cual transcribo el siguiente aparte:
+«En cuanto a la necesidad de la conservación de la paz pública a todo trance, y a la condenación del principio de la guerra como opuesto a la doctrina liberal que él profesaba, eran tan arraigadas las convicciones de Camacho Carrizosa, que él fue uno de los tres únicos miembros de la Convención liberal de 1897, que negaron su firma a la simple autorización que se le dio al director del partido para que decretara la guerra, en el caso de que no pudieran hacerse transacciones honrosas con las lecciones nacionalista y conservadoras que se disputaban el poder» (Lecturas Populares. Suplemento literario de El Tiempo, Bogotá. 1914. Editor: Eduardo Santos, página 168).
+Entiendo que los tres convencionistas de 1897 que negaron sus votos a la autorización para que el señor Parra decretara la guerra fueron el general Sergio Camargo, los doctores Pablo Arosemena y Eduardo Rodríguez Piñeres.
+Acaso desengañado y no deseando gobernar un partido, cuya inmensa mayoría estaba ya irrevocablemente resuelta a jugar su suerte y la de la República a los azares de la guerra, el señor Parra renunció irrevocablemente la dirección del liberalismo al finalizar el año de 1898.
+Quien estaba indudablemente ganando con los últimos acontecimientos políticos era el general Reyes. No pudo hacerse la elección de designado. Invitaba para ella la Cámara de Representantes al Senado, y este se negaba a aceptar la invitación.
+LOS INCIDENTES EN TORNO A LA ELECCIÓN DE DESIGNADO — UNA MOCIÓN DE LA CÁMARA — LA PROPOSICIÓN DEL SENADO — COMENTARIO DEL DOCTOR CARLOS MARTÍNEZ SILVA — EL PRESIDENTE SANCLEMENTE VIAJA A ANAPOIMA — EL GENERAL RAFAEL M. PALACIO ES NOMBRADO MINISTRO DE GOBIERNO — EL LANCE PERSONAL ENTRE DON MIGUEL NAVIA Y EL SEÑOR PABLO EMILIO ÁLVAREZ — LOS VANOS ESFUERZOS DE ESPAÑA PARA REPRIMIR LA REBELIÓN DE CUBA — EXCITACIÓN DEL SENTIMIENTO POPULAR EN LOS ESTADOS UNIDOS — EL ULTIMÁTUM ENVIADO POR EL GOBIERNO DE WASHINGTON AL DE MADRID EL 20 DE ABRIL DE 1898. LA DECLARACIÓN DE GUERRA — LA DESTRUCCIÓN DE LA ESCUADRA DE CERVERA — LA OPINIÓN COLOMBIANA — UN MENSAJE DE CARO.
+EN EFECTO, EN SU SESIÓN DEL 29 de septiembre, la Cámara del Senado, con los votos de los nacionalistas y de cuatro conservadores reyistas —los señores Jorge Holguín, Carlos Calderón, Alejandro Peña Solano y Henrique L. Román— aprobó una proposición por la cual se declaró que aquel cuerpo no se reuniría en congreso para elegir designado, debiendo, en consecuencia, continuar como tal el elegido, por el Congreso de 1896.
+Pero en la Cámara de Representantes fue negada por una gran mayoría de votos, el día siguiente, 30 de septiembre, una moción del siguiente tenor: «La Cámara de Representantes se ha impuesto con singular complacencia de la resolución aprobada ayer por el honorable Senado de la República, en que declara que no se reunirá en congreso con esta honorable corporación para elegir designado y que, en virtud del artículo 125 de la Constitución, debe continuar con tal carácter el ciudadano elegido en 1896». La moción fue presentada por los representantes nacionalistas Ignacio Neira, Gabriel O’Byrne, Vicente Micolta, Juan A. Gerlein, Florentino Manjarrés, Belisario Ayala, Marcelino Arango, Julián Arango e Ignacio C. Sampedro. Algunos de ellos no habían sido partidarios de las candidaturas Sanclemente y Marroquín, pero no habían dejado de ser nacionalistas. Era lógico que esta actitud de las mayorías de las cámaras encontrara un franco rechazo en el conservatismo histórico. El doctor Carlos Martínez Silva la comentaba así:
+«El artículo 77 de la Constitución dice que “el Congreso elegirá en sus reuniones ordinarias y para un bienio el designado que ha de ejercer el Poder Ejecutivo a falta de presidente y vicepresidente”.
+«No es esta una facultad, sino un precepto; y por consiguiente, la resolución del Senado no significa otra cosa que la declaratoria formal que este cuerpo no cumplirá, por su parte, el deber que prescribe la Constitución.
+«Esta declaratoria es en sí misma muy grave, porque siendo el Senado la entidad encargada de hacer efectiva la responsabilidad de los más altos funcionarios públicos en el orden administrativo y judicial, la muestra que acaba de dar de violar consciente y formalmente la Constitución, en punto muy sustancial, envuelve un ejemplo altamente pernicioso y establece un antecedente que puede, llegado el caso, hacer que se ponga en duda la legitimidad en la trasmisión del poder público.
+«Quizá los amigos del general Reyes en el Senado hubieran procedido más cuerdamente siguiendo a las calladas el plan primitivo de estorbar la reunión de las cámaras en congreso, porque así hubiera podido tener aplicación el parágrafo del artículo 125 de la Constitución, que dice: “Cuando por cualquiera causa no hubiere hecho el Congreso elección de designado, conservará el carácter de tal el anteriormente elegido”.
+«Pero una vez que la mayoría del Senado hizo declaración explícita de que no cumpliría el artículo preceptivo de la Constitución, es muy discutible que, si no se hace elección, el general Reyes pueda considerarse designado en el periodo en curso.
+«El parágrafo del artículo 125 que dejamos transcrito, debe entenderse racionalmente en el sentido de una renovación o ampliación del término del designado, cuando las Cámaras, digamos por causa de guerra o por cualquier otro obstáculo insuperable, no puedan cumplir con aquella función constitucional.
+«Por lo mismo, sería absurdo admitir que por cuanto una sola de las Cámaras se deniega a cumplir el deber de que se trata, ella sola pudiera hacer una elección por modo negativo».
+Finalmente, el Congreso se clausuró y no se hizo la elección de designado, y a pesar de la muy sólida argumentación del doctor Martínez Silva nadie llegó a poner en duda que el general Reyes continuaba siendo constitucionalmente designado para ejercer el Poder Ejecutivo.
+Lo que había en el fondo de todo, era que los amigos más adictos al general Reyes tomaban resueltamente el partido de sostener y defender la administración iniciada del doctor Sanclemente y que constituirían su mejor apoyo. Porque el anciano presidente o quienes en su nombre dirigían la política estaban demostrando también que no carecían de la astucia de la serpiente. No incurrieron en la torpeza de cambiar el 3 de noviembre totalmente el escenario. El primer Ministerio del doctor Sanclemente fue el mismo del señor Marroquín, con la sola variación de que el ministro de Hacienda, doctor Molina, pasó al de la Guerra, y el general Olegario Rivera al de Hacienda. Pero lentamente fueron haciéndose los cambios, y al comenzar el nuevo año el escenario quedaba en manos de los nacionalistas y de los amigos del general Reyes, que parecían haber pactado una tácita alianza. Bien pronto volvió mi padre a la comandancia en jefe del ejército del Atlántico y vi confirmados sus pronósticos de político avezado.
+No incurrieron tampoco los nacionalistas en la torpeza de ponerle obstáculos a las reformas. Las votaron en el Senado y sólo cometieron el error, el inmenso error, de no prorrogar el Congreso para expedir un nuevo estatuto electoral, o sea, provocar la liquidación de la vieja iniquidad.
+El clima de Bogotá y las penalidades del viaje desde Buga alteraron, como era de esperarse, muy seriamente la salud del señor Sanclemente, y dos días después de su posesión tuvo que seguir para Anapoima, en donde fijó su residencia, convirtiéndose así aquella aldea en una a manera de real residencia. Muy justificada nos parece la observación que hacía don Carlos Martínez Silva a tal estado de cosas. «Situación más anómala e irregular», dijo en su revista política del mes de diciembre, «no se había presenciado aquí jamás. Es el completo desconcierto, la permanente incertidumbre, el acaso como único factor político. Creíase en días pasados en la decisiva influencia del señor doctor Molina, encargado de las carteras de Guerra y de Gobierno, y eso tranquilizaba un poco a los que en él ponen fe; pero después se ha visto que, o esa influencia no existe, o el valido no la ejerce conforme a sus promesas».
+Nombrado el 13 de diciembre el señor don Rafael M. Palacio ministro de Gobierno, la situación se regularizó un tanto, porque él se mantenía casi constantemente al lado del presidente y venía a ser un enlace entre este y los otros ministros, a más de que tratándose de providencias urgentes había siempre quien refrendara los actos del jefe del Estado.
+Al clausurarse el Congreso, la Cámara de Representantes aprobó la siguiente proposición: «La Cámara de Representantes hace constar en el acta de este día: 1.º Que sus patrióticos propósitos por consolidar el imperio de las instituciones y por implantar una administración benéfica y una política justa, con la abrogación de las leyes que la desvirtúen y la expedición de otras acordes con las genuinas tendencias nacionales, no han alcanzado el éxito apetecido, debido a que la mayoría del Senado ha sido refractaria al movimiento salvador y a que el actual Gobierno de la República no ha atendido suficientemente este movimiento; 2.º Que la continuación del estado de zozobra pública y la posible lucha que venga son imputables a los que obstinadamente se han opuesto al advenimiento de una era de justicia y libertad efectivas».
+El Congreso había sido convocado por veinte días a sesiones extraordinarias con el objeto de considerar proyectos muy importantes que no alcanzaron a ser elevados a leyes todos. El año terminaba, pues, en medio a la mayor intranquilidad y zozobra y no se necesitaba ser un vidente para comprender que el siguiente de 1899 reservaba al país días trágicos de los que fue preludio el lance personal ocurrido entre el señor don Miguel Navia, joven escritor nacionalista que en el periódico Bogotá llevaba el calor y el peso de una ardorosa polémica, y el señor Pablo Emilio Álvarez, también muy joven y redactor de El Repórter, periódico liberal. Como consecuencia del lance, Álvarez perdió la vida, suceso que fue muy hondamente lamentado en la sociedad bogotana, porque a la víctima le adornaban relevantes prendas personales y estaba colocado ya «en alta posición literaria, por sus escritos llenos de originalidad, de juguetona ligereza, a la vez que de seriedad y de observación». Pero no era ya menos elevada la posición literaria de Miguel Navia: tan excelente escritor fue, que había quienes aseguraran que el verdadero autor de ellos era el señor Caro, lo cual carecía en absoluto de fundamento.
+No es improcedente hacer un somero recuento de los principales sucesos ocurridos en el mundo civilizado durante 1898, que seguí con atención en la prensa periódica extranjera y que llegaron a apasionarme, especialmente aquellos en que voy a detenerme. Al iniciarse 1898, a pesar de esfuerzos extraordinarios para levantar tropas y dinero, España no había llegado a ningún resultado apreciable para reprimir la rebelión que estalló en Cuba en 1895. El presidente McKinley, de los Estados Unidos, y su gobierno, se encontraron entre mil graves cuestiones relativas a los derechos y a los deberes de la Unión en un conflicto que se desarrollaba a sus propias puertas. Hasta el 4 de marzo de 1897 la presencia de Cleveland en la Casa Blanca fue una garantía de que el Gobierno americano haría todos los esfuerzos posibles para mantener a los Estados Unidos en la actitud de espectador desinteresado. Sin embargo, por hostil que fuera Cleveland a toda tendencia imperialista, él tuvo que reconocer la dificultad de imponer esta actitud a la nación, ya que en su último mensaje anual al Congreso en diciembre de 1896, expresaba en términos generales que si España no daba pronta satisfacción a los insurrectos concediéndoles una franca autonomía, los Estados Unidos podrían sentirse constreñidos a intervenir a causa de sus «obligaciones superiores» en este asunto.
+Apenas comenzado 1898 se produjeron dos incidentes que excitaron el sentimiento popular americano y precipitaron al Gobierno a la guerra. El 9 de febrero un diario de Nueva York publicaba una carta sustraída a la correspondencia privada del ministro de España en Washington. Escrita ella a uno de sus amigos y compatriotas, era injuriosa para el presidente McKinley, a quien trataba de político bellaco y acusaba de duplicidad a propósito de ciertas negociaciones comerciales en Cuba. España rehusó desautorizar formalmente tales conceptos y aceptó la dimisión del diplomático en lugar de destituirlo. El segundo incidente fue más grave todavía. El 15 de febrero un buque de guerra de los Estados Unidos, el Maine, estalló en el puerto de La Habana, en donde estaba anclado. Hundióse el buque y perecieren doscientos sesenta marinos. Los historiadores americanos, que se han distinguido siempre por su buena fe, reconocen que nunca pudo ser esclarecida la causa de la explosión. Pero ante la sola sospecha de que el desastre pudiera ser atribuido a la malevolencia o traición de parte de los españoles, sirvió para exasperar los sentimientos que su conducta inspiraba al pueblo americano. Cada un día más adquiría esta la convicción de que sólo el abandono de Cuba por parte de los españoles podría libertar a la isla de sus infortunios y de que sólo por la fuerza lo haría la metrópoli. La intervención se hacía inevitable. Fue ella el resultado de razones en los que se mezclaron los sentimientos filantrópicos de los Estados Unidos con sus intereses comerciales. En abril España llegó al fin a darse cuenta de que nada, excepto la intervención de las grandes potencias europeas, podría salvarla de una guerra con los Estados Unidos. El 20 de abril, los Estados Unidos enviaron un ultimátum; exigían el abandono inmediato de Cuba y que España retirara de la isla sus fuerzas militares y navales. Rechazado esto, el Congreso declaró la guerra cinco días más tarde. Como respuesta a la primera apelación del presidente McKinley, 125.000 hombres tomaron las armas y antes del fin del mes de mayo el número se elevó a 200.000, en tanto que el ejército regular alcanzaba a 55.000.
+El primer grande acontecimiento de la guerra se produjo en el Pacífico. El pueblo de las islas Filipinas, que vivía bajo la dominación española desde 1564, se había rebelado contra la mala administración colonial, y una importante flota española, comandada por el almirante Montojo, maniobraba en el puerto de Manila. Al declararse oficialmente la guerra, la escuadra americana del Pacífico, comandada por el comodoro Dewey, hacía crucero en los mares de la China. El 1.º de mayo, Dewey entró en el puerto de Manila, presentó combate a la flota española, la destruyó, y por esa audaz maniobra se hizo dueño de la situación. Dewey fue ascendido a vicealmirante. Un cuerpo expedicionario de 16.000 hombres, bajo las órdenes del general Merrit, fue enviado a Filipinas para asegurar la posesión de los Estados Unidos sobre esas islas.
+En el mismo mes de mayo la más poderosa de las divisiones navales españolas, comandada por el almirante Cervera, viajaba rumbo a las Indias Occidentales y viose obligada a hacer escala en Santiago de Cuba, para aprovisionarse de carbón. Entonces fue bloqueada por las escuadras combinadas del almirante Sampson y del comodoro Schley. La operación se combinó con el envío de tropas que ayudaren a la flota a reducir a Santiago.
+Cuando se supo en España que una flota había sido destruida y otra embotellada, hubo como protesta contra la incuria y la imprevisión del Gobierno motines, asonadas y tan pronunciados síntomas revolucionarios, que el 24 de julio fue necesario proclamar la Ley Marcial en Madrid. El 1.º de julio el Ejército americano de Cuba tomó por asalto el Caney y San Juan, dos importantes defensas de Santiago. El 3 de julio la flota de Cervera intentó escapar del puerto, pero fue interceptada por los americanos y destruida. El valiente marino español cayó prisionero y los americanos rindieron un emocionado homenaje a su heroísmo, y mientras permaneció cautivo en los Estados Unidos fue el personaje más popular y simpático de la época.
+La destrucción de la escuadra de Cervera dejaba manos libres a los americanos para enviar una fuerza naval importante a través del Atlántico y amenazar las costas de España. La única fuerza naval que les quedaba a los españoles, a órdenes del almirante Camaya, se dirigía por el Mediterráneo y el mar Rojo hacia las islas Filipinas; pero el 5 de julio fue llamada para que defendiera las costas españolas. Mientras tanto Santiago continuaba rehusando rendirse, a menos de que se le concedieran condiciones que McKinley no quería aceptar, pero el 11 de julio un terrible bombardeo venció la obstinación del comandante español y tres días más tarde entregó la ciudad y su ejército. Al terminar el mes, una fuerza americana desembarcó en la isla de Puerto Rico, en donde fue muy bien recibida por el pueblo. Y el Gobierno de Madrid pidió la paz. Las condiciones del presidente McKinley eran breves y netas, no admitían respuesta distinta de un simple sí o no. España debía retirarse de Cuba y reconocer la independencia de la isla: ceder a los Estados Unidos a Puerto Rico y lo que restaba de las pequeñas Antillas españolas, así como una de las islas Ladrones, en el océano Pacífico. Para algunas otras cuestiones las negociaciones quedaban abiertas, en particular sobre la suerte final de las Filipinas, esperando que Manila fuera ocupada por el almirante Dewey y el general Merrit, lo que ocurrió al día siguiente de haber aceptado España esas condiciones, el 12 de agosto. La guerra había durado apenas menos de cuatro meses. El 10 de diciembre se firmaba en París el tratado de paz que cedió a los Estados Unidos las Filipinas, la isla de Guam, una de las Ladrones situada en la línea directa de San Francisco a las Filipinas, mediante el pago de veinte millones de dólares.
+La opinión colombiana se dividió en la guerra: su gran mayoría favoreció indudablemente con sus simpatías a los americanos, pero también una porción muy considerable acompañó con las suyas a España. Se publicaba entonces en Bogotá un pequeño diario de información muy bien presentado, con servicio cablegráfico propio, dirigido por Gabriel Roldán —hijo del doctor Antonio Roldán—, y joven inteligente e instruido, que tenía la legítima aspiración de dedicarse a la carrera del periodismo, de un periodismo moderno, menos saturado de política interna, que recogiere todas las palpitaciones de la opinión pública. Nadie mejor dotado que Gabriel Roldán para iniciar aquí el género. Educado esmeradamente en Europa, con un bello carácter, comprensivo, benévolo, hubiera triunfado en la empresa si no fueran los tiempos de una tan violenta exaltación política que concentraba toda la atención de los lectores a la ardiente lucha de los partidos políticos. Abrió la correspondencia una encuesta entre las personalidades más eminentes de la capital sobre el resultado que en concepto de ellas tendría la guerra, y naturalmente sobre sus simpatías particulares. Es muy curioso releer ahora tan destacadas opiniones porque demuestran, algunas de ellas, cómo a través de los años, perdura en determinadas zonas políticas, en determinados medios intelectuales, un concepto de la política internacional, fundado no en la realidad de los hechos sino en un romanticismo tan generoso como se quiera, pero nutrido exclusivamente de utopías. Mas lo que sí asombra es que ni hispanófilos ni yankófilos, casi nadie en Colombia, se diera en aquellos momentos cabal cuenta de lo que significaba para Colombia la victoria, que parecía ya inevitable, y de la que sólo dudaban unos pocos ilusos, de los Estados Unidos sobre España, cuando estaba para decidirse si se debía conceder a la compañía francesa del Canal de Panamá la prórroga de su contrato.
+Que el señor Caro, jefe del Poder Ejecutivo y director de Relaciones Exteriores de la República, sí tenía una visión de estadista lo demuestra la manera como los condujo en aquel momento crucial de nuestra historia. Son muy pocas las palabras que consagra en su último mensaje a la guerra entre España y los Estados Unidos y a la actitud del Gobierno ante aquel conflicto, pero de tan hondo sentido, tan clarividentes, que no resisto a la tentación de copiarlas. Son ellas estas:
+«Luego que se rompieron hostilidades entre los Estados Unidos de América y España, creyóse que, tocante a la neutralidad de Colombia y a la calificación de contrabando de guerra, debían reproducirse textualmente las declaraciones hechas por el Gobierno de la República en otras épocas para casos semejantes. Así se hizo, recetando el precedente establecido y confirmándolo para lo futuro, como prenda de perfecta imparcialidad.
+«Colombia no ha podido menos de lamentar profundamente el conflicto entre dos pueblos con los cuales tiene conexiones por diversos conceptos necesarias. A España, de la cual nos separamos políticamente después de una guerra legendaria, nos ligan sin embargo sagrados vínculos de sangre, de lengua y de tradición, independientes de contingencias políticas y de la voluntad de los hombres. De otro lado, con la Unión Americana mantenemos relaciones de amistad y de comercio, fundadas no solamente en tratados públicos especiales, sino en nuestra posición geográfica o mejor dicho, en el destino señalado por Dios a los pueblos ocupantes del Nuevo Mundo».
+Cuán profundas, cuán llenas de densidad, las palabras «nuestra posición geográfica, o mejor dicho, en el destino señalado por Dios a los pueblos, ocupantes del Nuevo Mundo». Después se habló del «destino manifiesto», pero la idea fue expresada por Caro mucho antes, en forma más sintética, y más digna y expresiva.
+Como siempre, la política francesa atraía singularmente nuestra atención. Allá pasamos los primeros años de nuestra vida, y si pudiéramos marcar en etapas nuestro desarrollo intelectual, diría que allá comencé a aprender a pensar. Todo en el año de 1898 hace girar la política interior de la tercera república en derredor del proceso Dreyfus. El 18 de enero el diario L’Aurore, dirigido por Clemenceau, publicó el formidable alegato «J’accuse», de Émile Zola.
+LA SITUACIÓN EUROPEA AL FINALIZAR 1898 — LO PUBLICACIÓN DEL «J’ACCUSE», DE ZOLA — EL AFFAIRE DREYFUS — DIVISIONES POLÍTICAS Y RELIGIOSAS EN FRANCIA — LA CRISIS DE LA TERCERA REPÚBLICA — EL INCIDENTE DE FACHODA — COMENTARIOS DE BAINVILLE — LA APROXIMACIÓN DE INGLATERRA Y ESTADOS UNIDOS — EL APOGEO DE LA ALEMANIA IMPERIAL — EL EXTRAÑO GRUPO INTERNACIONAL QUE FORMÁBAMOS DON ALBERT LUX, FRAY CANDIL, TOMÁS SURÍ SALCEDO Y YO EN LAS TERTULIAS DEL CÉLEBRE CAMELLÓN ABELLO EN BARRANQUILLA — LA GESTACIÓN DE LA NOVELA A FUEGO LENTO — UNA CRÓNICA QUE ESCANDALIZÓ A LOS PADRES DE FAMILIA — LA MUERTE DE CISNEROS — PRESAGIOS DE LA GUERRA DE LOS MIL DÍAS.
+EN LA ENORME REPERCUSIÓN QUE tuvo «J’accuse» de Zola no entró para nada su mérito literario, que era insignificante, sino el hecho de que señalaba a ocho militares de alta graduación como responsables de una injusta condenación contra Dreyfus, entre ellos a dos ministros de Guerra. Doscientos mil números fueron vendidos en pocas horas de la edición de L’Aurore, en que se publicó el sensacional alegato. El negocio Dreyfus venía siendo desde el año anterior, 1897, la causa de una profunda división en la sociedad francesa, cuyo no lejano origen se descubre en el libro La Libre Parole, de Drumont, que en 1886, y luego en la predicación del periódico La Libre Parole, fundado por este mismo formidable panfletario. Tal predicación logró despertar en la Francia católica una enconada animadversión contra los judíos y organizar una verdadera secta: el antisemitismo. Y como el senador Scheurer-Kestner, de religión protestante, se presentará como el líder de la revisión del proceso Dreyfus y el abanderado de la inocencia de este, se añadió al antisemitismo el antiprotestantismo. La Civilità Cattolica denunciaba el 5 de febrero que el complot de la revisión había sido urdido en Basilea, en el congreso sionista reunido con el pretexto de discutir la redención de Jerusalén y que los protestantes habían hecho causa común con los judíos para la constitución de un sindicato y coronaba la revelación con el siguiente comentario: «Los judíos alegan un error judicial. El verdadero error es el de la asamblea constituyente, que les concedió la nacionalidad francesa. Esta ley debe abrogarse». De otra parte L’Univers israélite presentaba el negocio Dreyfus como el resultado de una conspiración de la Iglesia contra el Espíritu y concluía: «A nosotros, judíos, protestantes, fracmasones, y cuantos queramos la luz y la libertad, coaligarnos estrechamente para que la Francia, como lo dice una de nuestras oraciones, conserve su glorioso rango entre las naciones, porque ya un cuervo sombrío ha hincado sus garras sobre el cráneo del gallo galo y se empeña en arrancarle los ojos». Del negocio Dreyfus data la palabra intelectuales aplicada a los hombres entregados a las labores del pensamiento, porque indudablemente fueron estos quienes en Francia tomaron con más ardor la causa prorrevisionista, encabezados por el profesor Gabriel Monot, de la Escuela Normal Superior. Condenado Zola por la Corte del Sena a un año de prisión por «J’accuse», los partidarios de la revisión fundaron la Liga de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuyos directores fueron los sabios Duxlaux y Grimaud, los profesores Paul Meyer, Giry, Molinier, Viollet, etcétera, a las que respondieron los antidreyfusistas con la Liga de la Patria Francesa, la que agrupó a más de la mitad de los miembros de la Academia, o sea, veintidós académicos, y entre los más notables, Brunetière, Boissier, Bourget, Cherbulez.
+La III República atravesaba la crisis más grave y peligrosa que amenazó hasta entonces su existencia. El negocio de las condecoraciones, el escándalo de Panamá, eran agua de borraja comparados con este licor fuerte, embriagador, venenoso, que obnubilaba todas las mentes, y sembraba en todos los corazones odio, rencores y deseos de venganza. Desgraciado el país que se deja llevar a las luchas religiosas y sobre todo un país como Francia, amenazado por poderosos enemigos exteriores, porque lejos de encontrar en terribles y enconadas discordias la unión, la solidaridad, tan necesarias para su defensa, borrará de su espíritu la imagen de una patria fuerte, una e indivisible. El daño que hizo a Francia Drumont con su antisemitismo fue inmenso, y gracias que pudo ser reparado con la unión sagrada de 1914.
+Por aquellos días apareció un libro profundamente humano, noble y sabio, que fue a manera de arcoíris, anuncio de que pasaría la tempestad. Su autor fue un francés alejado de las luchas políticas, consagrado a la ciencia, a investigaciones sociológicas, a la historia: Anatole Leroy-Beaulieu, hermano del famoso economista Paul Leroy-Beaulieu. Su título es L’Antisemitisme. Tres años después publicó L’Antiprotestantisme y más tarde Les Doctrines de Haine.
+Es ley de acriología política, ley ineluctable, que a la acción corresponde la reacción. Ya en 1898 la república moderada, la república liberal, iba a tornarse en Francia en radical, socialista y perseguidora de la Iglesia. Cayó el ministerio Meline y le sucedió uno presidido por Brisson, que aun cuando tuvo vida muy breve y fue reemplazado por Dupuy, auguraba que bien pronto llegaría a empuñar el timón la mano vigorosa de Waldeck Rousseau.
+Y en qué momentos tan difíciles, inciertos y oscuros se embriagaba Francia con las doctrinas del odio. Empeñada en lo que se llamó política colonial desde el mes de julio de aquel año, una expedición que partió del Congo y comandada por el capitán Marchand había llegado a Fachoda, a orillas del Nilo, después de una épica travesía a través del continente africano. Por Fachoda, la cuestión de Egipto se abría de nuevo. Kitchner notificó a los franceses que debían retirarse. Marchand no quería hacer nada antes de recibir una orden del Gobierno. Mantener allí la bandera francesa era sin duda la guerra. Ya la escuadra inglesa se disponía a aparejar. El Gobierno cedió y ordenó a Marchand retirarse.
+En su obra La Troisième République, Jacques Bainville comenta así este dramático episodio: «El incidente excitó todavía aún más los nervios. El ejército era atacado en la persona de sus jefes en los momentos en que la necesidad de unión y de confianza era más grande. El partido de Dreyfus, cuyos polemistas, Clemenceau el primero; ridiculizaban e insultaban todos los días a los militares, fue llamado el partido del extranjero, y la prensa foránea había adoptado casi sin excepción la tesis de la inocencia. El oro inglés —la vieja caballería de San Jorge— fue acusado de proporcionar subsidios al sindicato dreyfusista. A la Liga de los Derechos del Hombre se oponían la Liga francesa y la Liga de los Patriotas. Había ciertamente dos grandes campos para Francia, como en los tiempos de las guerras de religión».
+Inglaterra, en el apogeo de su poderío y grandeza, inició en 1898 una política que proseguida con espíritu de continuidad hasta el presente, hacía contraste con la de Alemania. En tanto que el pueblo americano no dudaba ya de que las relaciones entre Alemania y los Estados Unidos eran muy tensas y de que las flotas de las dos naciones podían irse a las manos en las costas de las islas Filipinas, la actitud del almirante de la escuadra inglesa fue tan manifiestamente cordial y amistosa con la de la Unión, que sin duda a ella se debió una conducta más prudente de los germanos, que habían despachado a aquellos mares casi la totalidad de sus fuerzas, probablemente con la esperanza de tomar para ellos algunas de las islas. La aproximación de Inglaterra a los Estados Unidos fue consagrada entonces por una organización permanente: La Unión de los Pueblos de Lengua Inglesa, The English Speaking Union.
+También Alemania llegaba en 1898 al apogeo de su poderío, a la cima de su prestigio. Era la potencia más formidable del continente. En verdad que Wilhelm II podía entonces afanarse de ser el señor de la paz y de la guerra. Bismarck, el Canciller de Hierro, artífice del Imperio, moría en 1898 en su retiro de Friedrichsruh, e instalado ya en la Secretaría de Relaciones Exteriores el conde Bulow, quien dos años más tarde sería nombrado canciller del Imperio, desarrollaba la política de expansión económica con más habilidad y tacto que sus sucesores y el propio emperador, responsables únicos y directos de la conflagración de 1914. Ni Inglaterra ni Alemania habían cometido el error de fomentar el antisetimismo y, por el contrario, los judíos encontraban en estos países oportunidades para vivir tranquilamente y prosperar no sólo en el comercio y las industrias, sino en todos los órdenes de la actividad humana, sin excluir la política. Se hizo popular la expresión de Wilhelm II, el grande amigo de Ballini: «Los judíos son como la langosta, excelentes después de que se les ha digerido».
+Si miro hacia atrás el panorama internacional, es porque él evoca también el panorama de mi vida íntima. Todos estos acontecimientos, recuérdanme que los comentábamos por las noches en el inolvidable Camellón Abello de Barranquilla, durante animadas tertulias, un pequeño grupo que integrábamos regularmente cuatro personas de edades dispares, de nacionalidades distintas, pero que por lo general coincidíamos ideológicamente. El grupo lo constituíamos don Albert Lux, cónsul de Francia en Barranquilla; Tomás Surí Salcedo, Emilio Bobadilla (Fray Candil) y yo. Francés el señor Lux, Bobadilla cubano, Salcedo y yo colombianos. El más viejo el primero. Hombre de elevada estatura, a primera vista aparecía como adusto y huraño. Pero bastaba tratarle un poco para llegar a la convicción de que tras la áspera corteza se encontraba un espíritu abierto, liberal, franco, bondadoso y de vastísima cultura. Pertenecía a familia muy distinguida: su hermano mayor, Sebastián, era propietario de ricos viñedos en Burdeos y entiendo que socio de Wiliam Pipper, el productor de una de las champañas más famosas de la época, grande amigo, por cierto, de Pedro Vélez R. Republicano hasta las raíces, el señor Lux abominaba del antisemitismo, aun cuando no metía sus manos en el fuego todavía por la inocencia de Dreyfus. Patriota al propio tiempo censuraba severamente cuanto tendiera a mermar el prestigio da la institución militar. Ocupábase en la exportación de productos del país —de Colombia—, especialmente en los últimos y primeros meses del año, de algodón, negocio que hacía en compañía de mi tía doña Rita Ballestas de Palacio.
+Emilio Bobadilla (Fray Candil), hombre de letras, crítico, novelista y poeta, cuya fama estaba ya bastante extendida, cayó en Barranquilla como agente de la compañía norteamericana de seguros de vida La Equitable, y fue acogido en mi ciudad nativa con muestras de consideración y simpatía, no sólo por ser quien era, sino además por ser cubano. Hubo personas que teniendo aseguradas sus vidas, lo hicieron nuevamente para favorecerlo. Los miembros más distinguidos de la sociedad barranquillera, de todas las opiniones políticas, acudían entonces, entre las once y las doce de la mañana, a la botica de los hermanos Heliodoro y Eduardo Fuenmayor, a conversar y discutir sobre todo lo imaginable: la política interior, las noticias de la guerra hispanoamericana, el negocio Dreyfus y comentarios sociales. El barranquillero es franco, comunicativo y poco reservado. A la tertulia de la botica Fuenmayor fue invitado Fray Candil, y a ella iba diariamente, naturalmente pudo, con el espíritu de observación del novelista, a formarse una idea bastante aproximada de los caracteres y distintivos de la sociedad barranquillera, de su índole y hasta de las particularidades, fisonomía, gestos y modales de sus representativos. Pero ninguno de los tertulios de aquella a manera de «peña» alcanzó a maliciar que a ella asistía con devoción y puntualidad Fray Candil, preparando los materiales y el escenario de una novela que pintaría a nuestra tierra con todos los crueles y burlones rasgos de una caricatura. Y la novela fue escrita y publicada bajo el título A fuego lento. Es una novela de clave, en la que el barranquillero descubre personajes reales de aquella época, llevándolos al máximum del ridículo. Barranquilla misma aparece desfigurada bajo el nombre de Ganga.
+Fray Candil no era un hombre simpático a primera vista. Tenía aire y apostura de guapetón o buscarruidos. Bigotes de mosquetero, vanagloriábase de manejar pistola y espada y de haber tenido varios duelos. Mas a poco de tratarlo resultaba, si no encantador, por lo menos muy agradable. Poseía una gran cultura. Había tenido relaciones con hombres eminentes de Francia y de España, de los que refería anécdotas muy interesantes y detalles de sus vidas privadas. Su escuela literaria podía, sin temor a equivocarse el clasificador, señalarse como la naturalista, la que para 1898 comenzaba a pasar de moda. Bastante crudo su naturalismo, hasta en las conversaciones. Estaba obsesionado por el problema sexual, a tal punto que esa obsesión fue la causa de su desventura en Barranquilla. Invitado a un paseo por el río Magdalena, a bordo de un barco de la Compañía Colombiana de Transportes que hacía su viaje de prueba, paseo al que concurrió la crema y nata de la sociedad barranquillera, escribió y publicó en El Promotor una crónica de la excursión que produjo verdadera indignación en los respetables padres de familia que llevaron sus hijos a aquel viaje de prueba. Esa crónica tenía frases más o menos de este estilo: «En el salón del buque —aquí el nombre de este— se aspiraba el olor de carne fresca de mujer hermosa». Y a seguida piropos individuales para determinadas damas que tenían cierto sentido erótico de muy dudoso recibo en la buena sociedad. A consecuencia de esta crónica fue que los parientes próximos de las muchachas así elogiadas resolvieron no cumplir los compromisos que adquirieron con sus pólizas de seguros. Vínose para Bogotá Fray Candil, y desde aquí recomendó a un amigo suyo, si mal no recuerdo a José Ramón Vergara, que exigiera a los morosos asegurados que no faltaran a sus obligaciones contractuales. Vuelto a Barranquilla, reanudamos monsieur Lux, Tomás Surí Salcedo y yo nuestras tertulias nocturnas en el Camellón Abello con Fray Candil. No habíamos tomado pólizas, las mujeres de nuestras familias no habían asistido a la fiesta reseñada por él con tanto desenfado, y el personaje era muy digno de ser oído, porque su charla era muy instructiva, amena y divertida.
+Estas charlas entre dos colombianos, y barranquilleros, un francés y un cubano, nos interesaban y entretenían tanto, que prolongábanse más de lo mandado. Generalmente, los miembros del club Camellón Abello abandonaban sus bancos en punto de las nueve de la noche, y si mucho unos cuartos de hora después, en tanto que, a nosotros, los del Banco Internacional, nos sorprendían muchas veces las once campanadas del reloj de San Nicolás. Nos despedíamos hasta la noche siguiente; Fray Candil tomaba camino de su hotel —la Pensión Inglesa— y monsieur Lux, Tomás Surí y yo el de nuestros domicilios, que, por feliz coincidencia, quedaban en el mismo barrio, y todavía continuábamos conversando los tres sobre los temas que había promovido Fray Candil.
+Precisamente cuando quedaba asegurada la independencia de Cuba murió en Nueva York don Francisco Javier Cisneros. No fue nunca él santo de la devoción de Tomás Surí, porque desde aquellos lejanos tiempos le obsesionaba el proyecto de la apertura de las Bocas de Ceniza, y como Cisneros era el concesionario del ferrocarril de Barranquilla a Puerto Colombia, Surí pensaba que le oponía todos los obstáculos posibles a la atrevida empresa. Acaso también en su animadversión por Cisneros entraba el recuerdo del duelo a espada entre este y su hermano Rafael. En cambio, yo tenía una fervorosa admiración por Cisneros, una cordial simpatía, casi que dijera afecto, que se acrecentaron cuando en 1895 me mandó llamar a sus oficinas, por conducto de mi padre, para ofrecerme un puesto en su departamento legal. Hube de rehusarlo porque honradamente me sentí incapaz de desempeñarlo. He dicho antes que nunca tuve afición por la abogacía y que olvidé los códigos apenas salido de la universidad. Recuerdo un curioso detalle de mi entrevista con Cisneros. Concurrí a ella de bastón que remataba con una cabeza de perro. Cisneros, que debía ser supersticioso, me dijo: «No use usted ese bastón porque le traerá desgracia. El perro en bastones, mancornas o pisapapeles atrae infortunios. En cambio, otros animales, el cerdo, el ciervo, son augurios de abundancia y bienestar». Sorprendíme de que hombre tan inteligente fuera supersticioso. La misma tarde del día en que tuve esa conversación con Cisneros me robaron durante una fiesta de San Roque el bastón con cabeza de perro. Para mí que al no morir Cisneros hubiera sido el primer presidente de la República de Cuba.
+Al finalizar 1898 el horizonte de la política colombiana era más sombrío y amenazador que nunca. Se necesitaba ser sordo y ciego para no comprender que la tempestad, y no una tempestad de verano como la de 1895, iba a desatarle bien pronto sobre el suelo de Colombia. Y, sin embargo, como ocurre casi siempre en las vísperas de las grandes catástrofes, las gentes, para encontrar la compensación de los sufrimientos que habrían de soportar luego, se mostraban más alegres, se entregaban con mayor despreocupación a los placeres y deleites que de continuo. Nunca fue más alegre, más bullicioso el baile del 31 de diciembre en el Club Barranquilla que ese año. Nunca hubo mayor demostración de cordialidad y armonía entre los miembros de la sociedad. Nunca se formularon votos mutuos más sinceros y calurosos por la felicidad del nueve año. Recuerdo que al baile asistió el excelentísimo señor Silva Gandolphi, ministro de Venezuela, que regresaba a su país después de haber presentado letras de retiro.
+Y entraré ahora en los tres años de la guerra civil sin odios y sin prejuicios.
+EL DOCTOR AQUILEO PARRA SE RETIRA DE LA JEFATURA ÚNICA DEL LIBERALISMO — EL GENERAL SERGIO CAMARGO SE NIEGA A REEMPLAZARLO — ES ELEGIDO UN DIRECTORIO PLURAL INTEGRADO POR LOS DOCTORES MEDARDO RIVAS Y JUAN E. MANRIQUE Y EL GENERAL SIERVO SARMIENTO — COMENTARIO DEL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA — LAS POLÉMICOS ENTRE LA CRÓNICA, DE LOS DOCTORES JOSÉ CAMACHO CARRIZOSA Y CARLOS ARTURO TORRES, Y EL AUTONOMISTA, DEL GENERAL RAFAEL URIBE URIBE — EL MOMENTO MENOS INDICADO PARA UNA AVENTURA BÉLICA — LAS RAZONES DE LOS LIBERALES CIVILISTAS PARA OPONERSE A UNA REVOLUCIÓN — EL PODER EN MANOS DE UN HOMBRE VENERABLE, PERO ANCIANO Y ENFERMO — LA CRISIS FISCAL DE 1899. UNA ZONA DE MISTERIO — VIGILANCIA DE DON JORGE HOLGUÍN EN LA CARTERA DE GUERRA — DESCUIDOS DEL GENERAL JOSÉ SANTOS — UNA COMBINACIÓN POLÍTICA QUE NO RESULTÓ — RELACIONES DEL GENERAL CELSO RODRÍGUEZ.
+EL HECHO POLÍTICO CULMINANTE al comenzar el año de 1899 fue la invencible resistencia del doctor Aquileo Parra a seguir ejerciendo la dirección suprema del Partido Liberal. Él comprendió y vio con claridad meridiana que la gran mayoría de su colectividad estaba resuelta irrevocablemente a abandonar la lucha civil para lanzarse a la guerra. Creía que el momento era el menos indicado y oportuno para emprender la acción y no se resignó a hacer el papel de rey de burlas. Estaba convencido de que unas serían las órdenes que él impartiera al partido y otras bien contrarias las que emanarían de otros centros y de otros jefes, las que serían acatadas. Ante la insistencia del doctor Parra, el cuerpo consultivo del partido proclamó para la jefatura única al general Sergio Camargo, quien residía habitualmente en Miraflores, departamento de Boyacá. El general Camargo declinó, en forma irrevocable, la designación. Él tampoco era partidario de la guerra y los belicistas lo tachaban porque se le decía amigo de las revoluciones. Finalmente, el cuerpo consultivo nombró un directorio plural integrado así: doctor Medardo Rivas, doctor Juan Evangelista Manrique y general Siervo Sarmiento. Al comentar estos hechos decía el doctor Carlos Martínez Silva en una de sus luminosas revistas de El Repertorio Colombiano:
+«Desde que un partido político se pone en la labor de buscar director, ya puede asegurarse que no lo encontrará, puesto que los jefes de los partidos no se escogen por votaciones más o menos apócrifas, sino que son ellos mismos quienes se imponen por sus talentos y servicios. Nadie eligió a Santander jefe del partido antibolivariano; ni a Murillo Toro jefe del Partido Liberal en su tiempo: ni a Núñez jefe del Partido Independiente y del que después llamó Nacional.
+«Los directorios plurales arguyen aún más desconcierto, pues su organización siempre tiene por objeto conciliar aparentemente, como si dijéramos pour l’exportation, elementos encontrados o a lo menos divergentes. En ellos va necesariamente el germen de la división, y por consiguiente de la inacción; y si el número plural se escoge apenas para suplir por la falta de un hombre de verdadera autoridad propia, entonces se llega siempre al mismo resultado: cinco quintos de prestigio sumados no dan un prestigio entero.
+«Como quiera que sea y valga lo que valiere en su partido, el nuevo directorio se ha apresurado a cumplir con el deber reglamentario de dar un manifiesto, el cual fue escrito sin duda muy de carrera, y como con propósito deliberado de no decir nada comprometedor.
+«Así, improvisado y todo, hay en este documento algunos conceptos que merecen ser recogidos y ligeramente examinados. Dice, por ejemplo, lo siguiente: “El primer anhelo de esta dirección es el de compactar las filas liberales, haciendo cuanto humanamente sea posible para que toda la energía que bulle en nuestro seno sea convenientemente dirigida hacia el objetivo único: la restauración de las instituciones liberales”.
+«De poca visión política da muestras la actual dirección política de este partido al señalarle como meta de su actividad la restauración de las instituciones liberales, lo que técnicamente significa la Constitución de 1863.
+«Ciegos de ceguera incurable son los que no comprenden que el Partido Liberal se cayó precisamente por no haber reformado en oportunidad y de un modo sustancial aquellas mismos instituciones, desoyendo los consejos de hombres como don Santiago y don Felipe Pérez, don Felipe Zapata, don Justo Arosemena, don Miguel Samper, y tantos otros que veían y palpaban la inminencia de la catástrofe, porque comprendían que el país no toleraría largo tiempo semejante régimen de desorden, de inseguridad y de anarquía.
+«Venir hoy, al cabo de tantos años de muertas y juagadas aquellas “instituciones”, a proponer su restauración viva y gloriosa, es cosa que verdaderamente sorprende, y que da lugar a que se diga del Partido Liberal de Colombia lo que se dijo de los Borbones en Francia: que ni olvidan ni aprenden.
+«Creíamos nosotros que después de haberse puesto en boga en los colegios liberales el positivismo, el evolucionismo, la sociología, y todos esos métodos y sistemas que tienden a aplicar a la política el criterio experimental, se hubiera sacado de todo ello algún sentido de reconocer que las “restauraciones” son imposibles fuera del campo de la geología.
+«Pero lo muy malo que hay en todo esto es que los partidarios del absolutismo en Colombia sabrán explotar a maravilla lo de la “restauración de las instituciones liberales”, para ver de paralizar el movimiento de reforma por que anhela el país, no para volver atrás sino para edificar sobre lo actual algo sólido para el porvenir».
+Como estaba descontado, el directorio plural no obtuvo la unión del liberalismo. Las cosas no admitían ya composición; los caminos estaban perfectamente deslindados. De un lado los belicistas, del otro los civilistas, con sus respectivos órganos de publicidad; de los primeros era El Autonomista, dirigido por el general Rafael Uribe Uribe; de los segundos La Crónica, dirigido por los doctores Carlos Arturo Torres y José Camacho Carrizosa. Las polémicas entre estos diarios eran casi cotidianas e iban subiendo de tono.
+Que el doctor Parra y sus fieles amigos consideraran el momento menos oportuno e indicado para la aventura bélica el que atravesaba la República, resulta casi axiomático también para el retrospectivo observador. El Congreso que acababa de clausurarse había expedido leyes que reformaban fundamentalmente las prácticas que rechazaba la opinión desde años atrás. Abrogó la Ley de Facultades Extraordinarias, devolvió a la prensa su libertad, estableció una severa fiscalización en el manejo de los caudales públicos, impidió el establecimiento de monopolios fiscales sin la previa indemnización al industrial, consagró la supremacía de la institución sobre la ley. Cometió el error, atribuible más al Gobierno ejecutivo que al Congreso, de no rematar la obra de rectificaciones emprendida, dejando de expedir una ley electoral que garantizara en lo posible la libertad y la efectividad del sufragio. Pero a la opinión pública le habría sido posible obtener que el Poder Ejecutivo convocara al Congreso a sesiones extraordinarias con ese exclusivo objeto. Pero además de todos estos factores que aconsejaban al liberalismo continuara haciendo una oposición legal y pacífica, existían otros circunstanciales que determinaban una conducta más prudente y tinosa. No había sino que mirar con atención al campo adversario, al Gobierno mismo, para convencerse de que el régimen había llegado a ese estado de descomposición, de desconcierto, de anarquía, a que llegan todos los regímenes, cuando les suena la hora de la decadencia, que es hora propicia para todas las claudicaciones. El poder lo detenía en sus manos un hombre venerable, pero anciano y enfermo. El doctor Sanclemente iba para los ochenta y seis años de su edad. Estaba imposibilitado físicamente para residir en la capital de la República. El jefe de su ministerio, don Rafael M. Palacio, era un hombre inteligente, inteligencia que conserva lúcida hoy a pesar de que ha pasado de los noventa años, de probidad diamantina, pero que no había actuado en el centro de la política nacional sino desde dos años antes. Y la política en las capitales requiere de larga experiencia, para precaverse de emboscadas y asechanzas. Don Jorge Holguín decía con mucha gracia que para tener buen éxito político en Bogotá había que someterse a un tratamiento de veinte años de agua de Padilla. Y el resto del ministerio del doctor Sanclemente resultaba de lo más heterogéneo; conservadores reyistas, Jorge Holguín, Carlos Calderón y Carlos Cuervo Márquez; nacionalista a ultranza el señor Suárez. El presidente y su ministro de Gobierno en Anapoima, los otros ministros en Bogotá y entre ellos, como diría un excelente amigo rolo, «rápidos y esporádicos contactos». Y la vida es la vida, y los hombres tienen sus ambiciones. Cuando se trabaja al lado de un monarca o presidente anciano y enfermo, todos consideran suceso del día siguiente su desaparición. Se necesitaba estar poseído de una profunda fe en la necesidad inaplazable de la guerra, de una voluntad poderosa e indomable, de una firme convicción de que el régimen se derrumbaría al empuje de dos victorias militares, de una prodigiosa e incansable actividad, del vigor que sólo poseen los hombres apenas salidos de la juventud y en el vigor de la edad madura, para resolverse a desenvainar el acero con el propósito de derrumbar un régimen que se está cayendo por su propio peso. Y ese hombre tenía que ser y debía ser el general Rafael Uribe Uribe.
+Sin embargo, el gobierno del señor Sanclemente sí alcanzó a ver entre las sombras, sí tuvo la certidumbre de que iba a hacérsele la guerra y de que era preferible prevenir a reprimir. En el mes de enero solicitó la autorización constitucional indispensable para detener provisionalmente a varios jefes políticos. A la medida se opusieron los ministros, en ejercicio entonces, señores Olegario Rivera, Felipe F. Paúl y Tomás Herrán. Ante la insistencia del presidente elevaron renuncia irrevocable y fue entonces cuando se constituyó el gabinete, mitad conservador reyista y tercera parte nacionalista. A las dificultades políticas llegó a sumarse una pavorosa bancarrota fiscal. Alzas bruscas del tipo del cambio sobre el exterior, baja en el precio del café y noticias fundadas de que la revolución preparaba expediciones armadas en los países limítrofes para invadir a Colombia cuando esta estallara. Por extraña paradoja resultaba evidente que la Ley de Facultades Extraordinarias fue derogada cuando acaso no debió serlo.
+Y entro aquí en una zona oscura, de misterio, a la que no intento descifrar porque la muerte selló desde hace muchos años los labios de quien tenía su clave. En el ministerio de Guerra, mientras lo desempeñó don Jorge Holguín, la vigilancia sobre los probables perturbadores del orden público fue constante y fructuosa. Holguín era un hombre sagaz, astuto y activísimo. Llegó a adquirir la certidumbre de que la guerra estaba muy próxima y de que sus directores serían el general Rafael Uribe Uribe y el general José Manuel Ruiz. De que, el primero, por lo menos, lo sería, no era echarse cargo de conciencia encima asegurarlo enfáticamente. Porque El Autonomista se fundó para proclamar la guerra, hacerle propaganda, para convencer al liberalismo de que era su deber hacerla y que política distinta jamás obtendría buen resultado. El Autonomista fue el Evangelio de los belicistas y hay que abonarle su nítida franqueza, su valor civil para asumir responsabilidades. Llamarse a engaño y suponer que el general Uribe Uribe estaba haciendo de fanfarrón, que sus amenazas no pasarían de palabra, que todo se reduciría a meterle los terrones, como vulgarmente se dice, al Gobierno, era sencillamente una imbecilidad y desconocer el carácter, la índole, las maneras del futuro vencedor en Peralonso. Cuando Holguín tuvo una prueba concluyente, irrefutable, de que Uribe Uribe preparaba la guerra, obtuvo del Gobierno y del consejo de ministros que se le detuviera provisionalmente, previo concepto del Consejo de Estado, pero las decisiones de un Gobierno presidido por un anciano achacoso, vacilante y benévolo, no son firmes, ni irrevocables. Detenidos los generales Uribe Uribe y Ruíz, fueron pocos días después libertados. Pero como si pareciera esto poco, el señor Holguín fue promovido intempestivamente al Ministerio del Tesoro y se nombró para su reemplazo al señor general José Santos, quien tomó posesión del alto empleo casi sorpresivamente y sin darle un sencillo aviso de cortesía a su antecesor. Encargarse el general Santos de la cartera de Guerra y disminuir la vigilancia sobre los jefes de la revolución, dejar de tomarse las medidas preventivas que la más elemental prudencia aconsejaba, fue uno. Lo puedo afirmar porque conservo en mi poder el archivo de mi padre, comandante en jefe del ejército del Atlántico, y he cotejado la correspondencia de los ministros Holguín y Santos con él. No hay carta del primero que no revele sus inquietudes y preocupaciones, su convicción de que iba a turbarse el orden público, y casi que no había correo en que no las escribiera. En cambio fueron muy escasas las del general Santos, y en ellas no se trasluce ninguna inquietud, ninguna preocupación ni asomos de alarma. Escribe cual si estuviera Colombia viviendo entonces en paz octaviana, cual si por arte de encantamiento se hubiesen apagado los resplandores que anunciaban poco antes el incendio. Por el contrario, la preocupación suya era la de que se pudiera rebajar el pie de fuerza. Y todo ello pasaba así cuando el general Santos, al encargarse del ministerio, encontró turbado el orden público y declarado el estado de sitio en los departamentos de Cundinamarca y Santander. Recientes revelaciones hechas por personas respetables que estaban en los secretos de la política de aquellos días no explican suficientemente tan extraña actitud, pero sí inducen a pensar en una de estas dos hipótesis: primera, la de que el Gobierno, constreñido por la pésima situación fiscal, estuviera empeñado en que abortara la guerra, para hacerse a recursos extraordinarios: segunda, a la de que el general Santos tuviese alguna combinación política, no para entregarle el poder a los liberales, sino para hacer un tratado de paz, después de algunas escaramuzas, con el propósito de otorgarles concesiones de carácter político, de inmediata realización y cumplimiento. Objetivo por lo demás muy patriótico, pero peligrosos y vituperables los medios buscados para lograrlo. A la última hipótesis se inclina mi inteligencia, no por capricho, sino por un no deleznable fundamento.
+En 1932, conviviendo yo en el Hotel Europa, en la más grata intimidad, con el general Celso Rodríguez O., hombre serio, de rectitud moral, incapaz no sólo de falsear los acontecimientos, ni de adulterarlos, me refirió un incidente que me produjo honda impresión. El incidente se refería a una misión de paz que le fue encomendada a los doctores Lucas Caballero, Diego Mendoza y a él, ante los jefes de la revolución en Santander, para proponerles la paz, misión que les encomendó el ministro de Guerra, general Santos. Me abstengo de referirlo sin la autorización de mi querido amigo el general Rodríguez O., aun cuando no me lo contó bajo secreto de confesión. Por el relato yo alcancé a comprender que el general Santos procedía de su cuenta y riesgo, sin consultar al presidente y a los otros ministros. Inconvenientes, naturales consecuencias de un Gobierno dislocado, partido en dos geográficamente y dislocado de contera en la orientación de su política.
+En aquella partida que no era la de un estadista, sino la de un jugador político, salió perdidoso el general Santos. La revolución que él creyó vencer con promesas y halagos, con un tratado de paz, después de su primera derrota, convirtióse a poco en formidable y vasta hoguera que para ser apagada tenía menester más que de mangueras, de potentes bombas. La revolución respondía a un movimiento nacido de las entrañas del pueblo liberal, de sus anhelos e incontenibles aspiraciones. Triunfó en batalla decisiva y mantuvo durante algunos meses al Gobierno en la imposibilidad de vencerla. Voy a rememorar la guerra de los Mil Días sin el ánimo de describir batallas, combates o escaramuzas, a las que no asistí, ni para hacer de crítico militar, ni de conocimientos de estrategia que no poseo, ni para hacer censuras a los jefes militares de uno u otro bando. Voy a rememorar sólo para marcar sus principales jornadas, las causas que determinaron la victoria de unos y el vencimiento de otros, hijas, la mayoría de ellas, no de la voluntad de los hombres, sino del azar o de la fatalidad.
+Mas permítaseme antes de entrar en materia —frase de oradores ramplones— hacer evocación de los principales sucesos políticos que ocurrieron en los últimos meses de la paz relativa que la Divina Providencia le concedió a Colombia.
+El movimiento burocrático en los comienzos de la administración Sanclemente fue intenso. Respondía más que a necesidades y conveniencias del servicio público, a las de una política nebulosa, apenas en formación. El presidente vacilaba entre las dos agrupaciones en que habíase dividido el partido de Gobierno. Momentos hubo en que pareció abrazarse hacia los conservadores históricos y otros en que pareció abrazarse a los nacionalistas, sin que tampoco faltaran aquellos en que hacía esfuerzos para sellar la unión de las dos fracciones irreconciliables, separados por un abismo de odios y de mutuos agravios. Decidióse finalmente por una combinación, por replâtrage en la que figuraban como elementos constitutivos, conservadores reyistas y conservadores nacionalistas, de la que fue preludio el nombramiento de gobernador de Cundinamarca recaído en don Jorge Holguín, por renuncia del gobernador que había nombrado el vicepresidente Marroquín.
+DON JORGE HOLGUÍN EN LA GOBERNACIÓN DE CUNDINAMARCA — OFRECIMIENTO DE LA SECRETARÍA DE HACIENDA A LOS DOCTORES JOSÉ CAMACHO CARRIZOSA Y LUIS A. ROBLES — ROBUSTECIMIENTO DEL REYISMO — EL GENERAL JUAN V. AYCARDI ES REEMPLAZADO POR EL GENERAL VÉLEZ DANIES — NOMBRAMIENTOS DE DON RICARDO MUÑOZ Y DEL DOCTOR JOSÉ MANUEL GOENAGA — LOS SEÑORES HOLGUÍN, CUERVO MÁRQUEZ Y CALDERÓN EMPRENDEN «OPERACIONES SOBRE ANAPOIMA» — LA NEGATIVA DEL PRESIDENTE A ROMPER CON EL NACIONALISMO — LA REUNIÓN DE VARIOS JEFES LIBERALES EN BUCARAMANGA EL 19 DE FEBRERO — EL COMPROMISO DE HONOR QUE SUSCRIBIERON — PAULO EMILIO VILLAR DEUS EX MACHINA DE LA GUERRA DE LOS MIL DÍAS — LOS NACIONALISTAS Y LA REVOLUCIÓN — LA ACTITUD DEL SEÑOR PARRA — LA POLÍTICA INTERNACIONAL DE LA ADMINISTRACIÓN SANCLEMENTE — LA PRÓRROGA DE LA CONCESIÓN DEL CANAL — EL ARREGLO CON CERRUTI.
+HOLGUÍN REEMPLAZABA EN la Gobernación de Cundinamarca al señor don José Ignacio Trujillo, nombrado por el vicepresidente Marroquín. Se le promovió a la Gobernación del Tolima, pero no aceptó. Este ciudadano estaba considerado generalmente como histórico con derecho, si no de nacimiento, de prioridad. La unión del Partido Conservador, que fue saludada con pitos y tambores cuando se trató de impedir la reelección del señor Caro, había durado lo que las rosas del poeta. En el movimiento entró don Jorge Holguín, y sin embargo no le gusta nada a los históricos su designación para gobernador de Cundinamarca. El doctor Martínez Silva la comentaba así: «En reemplazo del señor Trujillo fue nombrado gobernador de Cundinamarca el señor don Jorge Holguín, muy conocido por la benevolencia de su carácter a la vez que por sus ambigüedades políticas; en el sentido de arrimarse de cuando en cuando a las oposiciones que combaten de tiempo atrás la arbitrariedad y la violencia erigidas en sistema de gobierno, y demostrarse al propio tiempo encariñado con lo que constituye la raíz y germen de ese mismo sistema, cuyos naturales frutos rechaza». Sin embargo, Martínez elogió el acto significativo de la fugaz administración seccional de Holguín —pues apenas estuvo encargado de la Gobernación por unos pocos días y luego fue ascendido a ministro de Guerra— que consistió en llamar a los doctores Luis A. Robles y José Camacho Carrizosa a desempeñar la Secretaría de Hacienda del departamento. El acto precitado lo comentaba así la revista política de El Repertorio Colombiano:
+«Durante los breves días que el señor Holguín desempeñó la Gobernación de Cundinamarca, merece recordarse el propósito por él manifestado de colocar en una de las secretarías de la Gobernación —la de Hacienda— a miembros distinguidos del Partido Liberal, señores Robles y Camacho Carrizosa.
+«Ninguno de ellos quiso aceptar. Así y todo, el paso del señor Holguín merece cumplido aplauso, tanto por lo que tiene de original, como por envolver una condenación tácita de aquel odioso régimen de exclusión en que se ha tenido a todos los miembros del Partido Liberal.
+«No somos partidarios, en lo nacional, de los gabinetes mixtos y heterogéneos, necesarios sin duda en los Gobiernos parlamentarios, en los que hay que combinar a veces grupos y partidos opuestos para reunir un haz gobernante, siquiera sea transitoriamente. En los gobiernos presidenciales, como nuestro, debe hacer unidad para facilitar la acción política y la responsabilidad consiguiente.
+«De aquí no se deduce, sin embargo, la exclusión absurda de todo un partido en la administración de intereses que son comunes a todos los ciudadanos y a todos los partidos».
+Otros nombramientos de gobernadores indicaban que la política del Gobierno se orientaba francamente a robustecer la influencia de lo que se llamaba reyismo. El general Juan V. Aycardi, nombrado por el señor Marroquín, gobernador de Bolívar; fue reemplazado por el señor general Carlos Vélez Danies, uno de los amigos más entusiásticos y leales del general Reyes. El general Aycardi, hombre muy respetable, que había sido durante muchos años gobernador de Panamá, puesto en el cual demostró excelentes cualidades de administrador público, y que acababa de regresar de Europa de desempeñar el Consulado General de la República en Liverpool, le dio a la administración seccional un acentuado tinte «histórico», y naturalmente lo combatían, tanto nacionalistas como reyistas. No aceptó el general Vélez Danies la Gobernación, porque siempre le tuvo repugnancia a los empleos públicos, si bien no esquivó nunca servir a su partido en tiempo de guerra, y entonces se nombró gobernador a don Ricardo Núñez, que se encontraba ya en el país, después de largos años de ausencia, de cónsul en Bruselas. Don Ricardo fue, acaso el lector lo sepa, el único hermano (varón) del doctor Rafael. Era hombre de un carácter raro, y no resulta indiscreto, porque la cosa fue públicamente conocida, decir que sus relaciones con doña Soledad Román de Núñez no se señalaron por la cordialidad y que tampoco tenía simpatías por la familia de la mujer de su hermano. Así resultaba el nombramiento de don Ricardo poco congruente con la política reyista del Gobierno. Era de esperarse que el gobernador de Bolívar hostilizara a Henrique L. Román, amigo a la par de Carlos Vélez Danies y del caudillo cuyo prestigio estaba amparado y solidificando, precisa decirlo francamente, la trabajosa existencia del gobierno del señor Sanclemente. Apenas encargado de la Gobernación, don Ricardo Núñez se inclinó muy ostensiblemente hacia los históricos y nombró para la más importante de las secretarías al doctor Fernando Gómez Pérez, sujeto muy inteligente y sagaz, que tenía tela cortada con Henrique L. Román. Finalmente presentó renuncia don Ricardo y se nombró gobernador, ya en vísperas de estallar la guerra, al doctor José Manuel Goenaga.
+En el mes de enero fue nombrado ministro del Tesoro el señor don Alejandro Gutiérrez, acaudalado comerciante y agricultor de Manizales, experto y honorable hombre de negocios, tenido, en justicia, como uno de los más venerables patriarcas de la Montaña. Aceptó el cargo y vino a la capital a ejercerlo por poco tiempo, pues luego fue trasladado a la Gobernación de Antioquia. El doctor Martínez Silva reconoce en una de las revistas políticas de El Repertorio Colombiano que durante su breve gestión en el ministerio demostró ser hombre «honrado y prudente» y que puso orden en las finanzas públicas.
+En el mes de abril la política del partido de Gobierno cobró singular animación. Fue pública voz que los señores Holguín, Cuervo Márquez y Calderón habían emprendido operaciones sobre Anapoima, donde habían de encontrarse con el general Reyes, que venía desde el Cauca, y que debía contribuir con sus valiosas influencias al buen éxito del plan acordado. Según el doctor Martínez Silva, que estaba siempre bien informado, el plan era este: obligar al presidente y a su ministro de Gobierno a adoptar una política netamente conservadora, rompiendo con el nacionalismo y sacando de ciertos puestos de influencia a los representantes de esa agrupación, y como hubiese además necesidad de proveer la Gobernación de Antioquia, por renuncia de quien la desempeñaba, por ahí comentaría «la escaramuza». Dizque, contaba el doctor Martínez Silva, los ministros conservadores empezaron por proponer para candidato para la dicha gobernación al general Marceliano Vélez, aunque sabían, por reiteradas declaraciones privadas, que él no aceptaría, por ningún motivo, el puesto.
+La negativa del presidente y de su ministro de Gobierno, se dijo, fue categórica. El plan, contaba también el doctor Martínez Silva, quedó desbaratado y la conferencia disuelta. El resultado del plan y de la conferencia lo resume así el doctor Martínez Silva con su británico humour:
+«Resultado final: que los señores ministros portaestandartes del conservatismo, fueron a Anapoima, temperaron unos días, tomaron algunos baños y se volvieron a la capital, es decir, a Bogotá, como se habían ido, con sus carteras y nada más. Pero eso sí: desde aquel día se dejó de hablar de exclusión del nacionalismo, de crisis ministeriales, de unión del Partido Conservador y de otras cosas por el estilo, que ya cargan y aburren».
+Y añadía Martínez Silva:
+«A nuestro juicio, todo aquel movimiento sólo tenía por objeto conseguir que los amigos personales del general Reyes ocuparan algunos nuevos puntos estratégicos para la campaña electoral del año próximo. La previsión nunca está por demás y como el porvenir tiene sus jugadas de reserva, prudente era tratar de anticiparse.
+«Por lo demás, la calma es hoy completa, y no se ve nada que, por ahora, pueda perturbarla, según lo han declarado pública y oficialmente el presidente y el ministro de Gobierno».
+Tratándose de sucesos de que yo no fui testigo, que no vi, no puedo asegurar que todo lo anterior hubiera pasado y me limito a copiar lo que dijo quien sí estaba en el riñón de los acontecimientos. Empero, la poca experiencia política que logré adquirir posteriormente me induce a pensar que, si no pasaron las cosas con la exacta precisión que sugiere, y no asegura tampoco el doctor Martínez Silva, sí revisten mucha verosimilitud. En Colombia, los trabajos electorales se emprenden con alguna anticipación. Cuando es el caso de renovar el personal de las Cámaras Legislativas, a los Gobiernos se les proponen muchas combinaciones que no tienen otro objetivo que el de asegurar determinadas mayorías en aquellas. Y los Gobiernos, en uso de legítima defensa, no proceden mal, ni arbitrariamente, al examinarlas cuidadosamente.
+En lo que sí andaba descaminado el gobierno del señor Sanclemente, si es que lo buscado era no alarmar anticipadamente al país, fue en aquello de asegurar enfáticamente que «la calma es hoy completa y no se ve nada, por ahora, que pueda perturbarla».
+El 19 de febrero se habían reunido en Bucaramanga aguerridos y prestigiosos jefes militares del liberalismo y habían firmado el siguiente solemne compromiso de honor que se encuentra inserto en un libro sobre la guerra de los Mil Días, del cual es autor el general Justo L. Durán:
+«Los suscritos liberales, convencidos de que el restablecimiento de la República no se obtendrá sino por medio de la guerra, prometemos solemnemente levantarnos en armas contra el Gobierno actual, en la fecha exacta que fije el director del partido en Santander y obedeceremos las instrucciones precisas que dicho director nos comunique.
+«El director, a su turno, se compromete a no dar la orden de alzamiento sin tener en su poder los documentos comprobantes de que un número suficiente, por su cuantía y responsabilidad, de jefes liberales, secundará el movimiento en la mayor parte de la República; contando también con que pondrá en juego todos los elementos que remitan los recursos de que disponga la dirección del partido en Santander.
+«En este compromiso empeñamos el honor militar y personal cada uno de los firmantes.
+«Bucaramanga, febrero 12, 1899.
+«El director del partido en Santander,
+«Paulo E. Villar
+«José María Ruiz, Rafael Uribe Uribe, Ramón Neira N., Marco A. Wilches, Zenón Figueredo, Ignacio V. Espinosa, Justo L. Durán, J. M. Phillips, Rogerio López, Eduardo Pradilla Fraser, J. F. Gómez Pinzón, Rodolfo Rueda, Francisco Albornoz, Pedro P. Sánchez, Luis F. Ulloa, Adán Franco, J. E. Muñoz, Antonio Suárez M., Arcadio Borrero A., Teodoro Pedraza, Fabio Castillo, Marco A. Herrera, Ramón M. Paz, etcétera».
+Aparece en el preinserto documento que el verdadero deus ex machina de la guerra de los Mil Días fue Paulo Emilio Villar. ¿Quién fue él? He procurado informarme con personas veraces y memoriosas de Bucaramanga, quienes me han dicho que el doctor Paulo Emilio Villar tendría en el año de 1899 unos cincuenta años de edad. Era delgado, bastante calvo, de regular estatura, de aire pensativo. Ejercía su profesión de médico en la ciudad de Bucaramanga, con un éxito maravilloso, pues tenía grandes conocimientos, exquisito don de gentes y adquirió fama de generoso y considerado con los pobres, a quienes recetaba desinteresadamente. Fundó la droguería que lleva su nombre y que después de la guerra vendió a su actual propietario, señor Lázaro F. Soto. Algo tiene el agua cuando la bendicen, e indudablemente dilatado debió ser el prestigio del doctor Villar, relevantes y probadas sus condiciones para el mando y su buen juicio, cuando alcanzó la posición de jefe del Partido Liberal en el departamento más liberal de la República, en donde había muchos hombres también de prestigio e inteligencia. En el libro del general Durán a que me he referido antes, hablando del doctor Villar y de sus preparativos revolucionarios leo lo siguiente:
+«Aun cuando la palabra del doctor Villar era por demás autorizada, creí pertinente inquirir si en todo el territorio de la República estaba lo que reclamaba la trascendencia de una guerra como esa, pues a mi ver era prematura todavía la revolución, dado que existían inconvenientes de primera fuerza, como el invierno, por ejemplo, que harían casi nulos los esfuerzos que pudieran hacerse en asunto tan importante como era la conducción del parque por la vía designada. Participaban de mi pensamiento los doctores Delgado, De la Roche y otros que estaban, hasta donde el director lo permitía, al tanto de los sucesos. Al mismo director hablé sobre este particular y me manifestó ser imposible alterar la fecha, por estar ya dadas todas las órdenes, que le parecía raro que después de tanta impaciencia porque estallara la guerra, cuando veían la realidad de las cosas entonces les entraba miedo, etcétera».
+Se habrá visto, pues, que en el compromiso de honor firmado el 12 de febrero en Bucaramanga el director del Partido Liberal en Santander ofreció no dar la orden de alzamiento sin tener en su poder los comprobantes de que un número suficiente por su cuantía y responsabilidad secundaría el movimiento en la mayor parte de la República. Pero además él expresó a los jefes convocados que confiaba en el buen éxito porque tenía la seguridad de contar con la ayuda de Castro en Venezuela, del Gobierno de Nicaragua y de los nacionalistas de Colombia. ¿Cuáles eran esos nacionalistas? Yo me inclino a creer que no todos, y metería las manos en el fuego para responder de la lealtad de Rafael María Palacio, en primer término porque ningún Gobierno comete la imbecilidad de hacerse a sí mismo la guerra, y en segundo término por sus convicciones arraigadas, sinceras y profundas. Meto también las manos en el fuego por el señor Caro, el doctor Antonio Roldán y todos los primates del nacionalismo en Bogotá. Como el doctor Villar residía en Santander, no resulta aventurado suponer que él tenía promesa de ayuda de nacionalista, estos serían santandereanos. Tampoco me es lícito asegurarlo.
+Porque a mis manos llegan muchos documentes que oficiosos y buenos amigos me facilitan; puedo asegurar enfáticamente que he leído muchas cartas del doctor Aquileo Parra a sus fieles amigos de varias secciones de la República que han producido en mi espíritu una honda emoción. En ella se queja de los agravios que recibe de sus copartidarios, de que no se comprenda su resistencia motivada a que se declare la guerra, y finalmente anuncia cómo colocado en una situación tan anómala y difícil no le queda otro camino que el de abandonar la dirección del partido. Y en una de tales cartas, fechada, por cierto, el 19 de febrero en Chapinero, anuncia que se ha descargado al fin del peso de una enorme responsabilidad, pues está convencido de que se va a cometer la gran «calaverada». Sin duda alguna el doctor Parra tenía conocimiento del compromiso firmado en Bucaramanga siete días antes.
+Continuaba residiendo en Anapoima el doctor Sanclemente, y la ciudadanía no afecta a su gobierno dióse a firmar manifestaciones pidiéndole que viniera a la capital a desempeñar sus funciones. Para mí es indiscutible que el anciano mandatario sí tenía facultad constitucional para ejercer el Poder Ejecutivo en cualquier punto del territorio de Cundinamarca, aun cuando son indiscutibles también los inconvenientes de todo orden que se derivan de trasladar indefinidamente la sede del Gobierno fuera de la capital de la República, y lo eran mayores en aquella época sin rápidas vías de comunicación, sin telégrafo inalámbrico y teléfono a larga distancia. El presidente se exponía, perturbado el orden público, a quedar completamente incomunicado con la capital y a caer prisionero por un audaz movimiento sorpresivo de los alzados en armas. Mas como ocurre al aproximarse las grandes tormentas políticas, y se puede comprobar con la historia, reinaba en las altas esferas oficiales un exceso de optimismo, cierta confianza en la buena estrella.
+Justicia, y apenas justicia, es reconocer que el doctor Sanclemente hacía todos los esfuerzos y ponía todos los medios a su alcance para dar satisfacciones y hacer amplias promesas a la exaltada opinión liberal. Al nuevo directorio le ofreció que lo llamaría a colaborar en la redacción de un estatuto electoral y que si este terminábase en breve plazo, convocaría el Congreso a sesiones extraordinarias para discutirlo y aprobarlo. En poder de mi amigo Carlos de la Espriella he visto una carta del doctor Medardo Rivas, presidente de aquel directorio, para el doctor Manuel Z. de la Espriella (padre de Carlos) en la que así se lo anuncia y se muestra en ella muy complacido de la actitud del Gobierno. Al propio tiempo no puede hacerse el cargo al doctor Sanclemente, ni a su ministerio, de que por preocupaciones de política interior descuidara asuntos vitales para la seguridad exterior de la República. El general Carlos Cuervo Márquez estaba desempeñando con brillo el Ministerio de Relaciones Exteriores: arregló definitiva y satisfactoriamente el asunto de la ejecución del laudo sobre límites con la República de Venezuela, naturalmente con el concurso del ministro en Caracas, doctor Luis Carlos Ricó de cuyas capacidades sobra hacer elogio: intervino con su colega el ministro de Hacienda en el nombramiento de la comisión especial que iría a Francia a entenderse con la compañía del Canal de Panamá sobre los términos en que hubiere de negociarse una nueva prórroga para la conclusión de los trabajos. Y no pudo ser más acertada la escogencia de los miembros de tal comisión: como jefe el doctor Nicolás Esguerra, y secretario el doctor Carlos Arturo Torres, uno de los directores de La Crónica.
+No se daba el país cuenta, ni su opinión ilustrada, de la trascendencia que para él tenía el negocio de la prórroga a la compañía francesa del Canal. Toda la atención pública estaba concentrada en los rumores, cada vez más acentuados, de guerra. Y por lo demás eran pocos los colombianos que se daban cuenta de la gravedad del problema, pocos quienes habían seguido con atención las negociaciones diplomáticas entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos para abrogar el Tratado Clayton-Bulwer. Entre esos pocos se destaca Carlos Martínez Silva, que con clarividencia de hombre de estudio y de pensamiento dijérase que adivinó las consecuencias mediatas y lejanas del triunfo de los Estados Unidos sobre España. «Teniendo hoy», decía Martínez Silva, «los Estados Unidos valiosas posesiones en el Pacífico y necesitando mantener dos escuadras en ambos océanos, por fuerza debe buscar el medio de conexionarlas y de protegerlas recíprocamente. Por esta razón es indudable que el Gobierno americano no consentirá en la apertura de un canal cuyas bocas no domine. La única nación que podría oponerse a esta pretensión sería Inglaterra; pero, como es muy bien sabido, los órganos más respetables de la prensa inglesa están hoy abogando calurosamente por la abrogación del Tratado Clayton-Bulwer, cuyas cláusulas se oponen a lo que al presente apetecen los Estados Unidos».
+Otro grave asunto que deja completamente liquidado y definitivamente resuelto el ministro Cuervo Márquez fue el cumplimiento por parte de Colombia del artículo quinto del laudo pronunciado por el presidente Cleveland en la reclamación Cerruti. De acuerdo con los ministros de Inglaterra, Francia y Alemania, se convino en tomar los saldos pasivos líquidos que arrojaban los libros de Cerruti y se les añadió un veinte por ciento de intereses y gastos, todo en papel moneda colombiano. El monto total fue consignado a principios del mes de julio por el ministro Cuervo Márquez en las manos de aquellos representantes diplomáticos. La pesadilla había terminado.
+Al designar los miembros de las comisiones demarcadoras de límites con Venezuela el Gobierno hizo nombramientos que recayeron en ciudadanos competentes y respetables de los dos partidos políticos. Recuerdo que ingeniero jefe de una de las comisiones fue nombrado el doctor y general Modesto Garcés, que aceptó y desempeñó el empleo, dando así muestras de patriotismo y de que estaba curado de la fiebre revolucionaria. Abogado de la otra comisión fue nombrado el doctor y general Rafael Uribe Uribe, que no aceptó, sin duda porque estaba ya comprometido con el jefe del liberalismo de Santander en la bélica empresa.
+Sea que el Gobierno quisiera prevenir la guerra con una política amplia y generosa o que sin tener en cuenta tal factor deseara hacer una administración nacional llamando a colaborar en ella a los hombres más eminentes y honorables de todos los partidos y grupos políticos, es lo cierto que en las altas regiones oficiales soplaban vientos de tolerancia y se hacía patente desde entonces la necesidad de una política de concordia y de mutuo entendimiento. Y llegó a patentizarlo aún más los nombramientos de miembros de los consejos electorales de los departamentos que le correspondía hacer al Poder Ejecutivo. Para cada una de las secciones fue escogido un liberal connotado que no podía ser tachado de connivencias con el partido de Gobierno.
+Si bien el ministro de Guerra, general Holguín, había tomado medidas severas para prevenir una alteración del orden público, demostraba fe en su eficacia adoptando otras que hacían presumir cómo a su buen juicio el peligro desaparecería al persistir en una política de serena energía. Pocos días antes de que se le «promoviera» intempestivamente al Ministerio del Tesoro ordenó el licenciamiento de mil hombres más, en atención a la crisis fiscal.
+EL MISTERIO DE LA SEPARACIÓN DE DON JORGE HOLGUÍN DE LA CARTERA DE GUERRA — EL GENERAL REYES, MINISTRO EN PARÍS — LA SENTENCIA CONTRA EL REO DEL CRIMEN DE LA CASA DEL PUENTE CUALLA — CONDENA A LA PENA CAPITAL — LA EXTRAÑA CONDUCTA DEL PRESIDENTE SANCLEMENTE — TELEGRAMAS CONTRADICTORIOS — LA POLÍTICA DE PAZ DE DON AQUILEO PARRA — UNA CARTA DEL ILUSTRE PATRICIO — LA DISOLUCIÓN DEL DIRECTORIO PLURAL DEL LIBERALISMO — EL GENERAL VARGAS SANTOS, JEFE SUPREMO DEL PARTIDO — OPINIONES DE DON CARLOS MARTÍNEZ SILVA SOBRE EL PARTICULAR — LA ERA DE LOS ANCIANOS — TRABAJAR CON VIEJOS Y ARAR CON VACAS. LA MUERTE DE DON MIGUEL SAMPER Y DEL DOCTOR ROBLES — EL INCENDIO DEL VAPOR MONTOYA — UN TELEGRAMA DE URIBE URIBE AL DOCTOR VILLAR.
+¿CUÁLES SERÍAN LAS PODEROSAS influencias que se ejercieron sobre el anciano presidente hasta convencerlo de que era necesario prescindir de don Jorge Holguín en el Ministerio de Guerra? Misterio que sólo podría descifrar quien estaba más cerca de él, y quien estaba más cerca de su corazón era su hijo, don Sergio Sanclemente, secretario general de la Presidencia. Probablemente la frustrada promoción de don Jorge al Ministerio del Tesoro, y digo frustrada porque él no la aceptó, no se hubiera realizado a estar en el país el general Reyes. Pero este se encontraba en Europa, nombrado enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Francia, teniendo como secretario de la legación a Guillermo Valencia, con el general beneplácito y aplauso de la intelectualidad colombiana y de los más altos círculos sociales. Valencia debía ser, y lo fue, un secretario de lujo y en aquel puesto inició su brillante carrera diplomática.
+Un incidente que ocurrió muy poco antes de estallar la guerra vino a revelar que en el doctor Sanclemente, el paso de los años había hecho prevalecer por sobre los deberes y conveniencias que deben guiar y regular los actos del estadista y del hombre de Gobierno, sus naturales y generosos sentimientos. El hecho, relatado sintéticamente, fue este:
+Años atrás habíase perpetrado en Bogotá un crimen atroz, conocido con el nombre de «la casa del puente Cualla». Su autor, que respondía al nombre y apellido de José García, fue condenado a la pena capital, y cumplidas todas las largas tramitaciones que señala la ley llegó el día señalado para la ejecución de la sentencia. Varios periódicos se dirigieron al presidente de la República pidiéndole ejerciera en favor del reo la facultad de conmutar la pena de muerte. Contestó, dice don Carlos Martínez Silva en su última revista de El Repertorio Colombiano, el ministro de Gobierno con el siguiente telegrama, fundado en derecho y en justicia:
+Anapoima, 29 de septiembre
+«Correo Nacional, Heraldo, Globo, Crónica, Diario y Autonomista.
+«El reo José García fue notificado el 27 de que el excelentísimo señor presidente se abstendría de conmutar la pena capital para que se cumpliera la sentencia dictada por el juez respectivo. La intervención de ustedes como representantes de la prensa en favor del referido García, ha resultado fuera de tiempo, pues el telegrama que contesto está fechado el 28 del presente. En esa célebre causa, tanto el jurado, el juez, el tribunal, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, juzgaron en su sabiduría y prudencia, que el delito revestía caracteres de suma gravedad, sin que el proceso adoleciera de vicio legal en su larga y laboriosa tramitación. Por lo expuesto, siento que el espíritu de clemencia manifestado por ustedes no se hubiese hecho sentir durante el juicio, ya que el excelentísimo señor presidente sólo puede fundar su dictamen en la propia conciencia según los preceptos de la ley.
+RAFAEL M. PALACIO».
+Y añade la revista de El Repertorio Colombiano: «El mismo señor presidente dirigió al señor Rafael Uribe Uribe este otro telegrama, que sienta una doctrina incontestable en el punto de vista legal y político:
+Anapoima, 29 de septiembre
+«Doctor Rafael Uribe Uribe.
+«Comencé mi administración conmutando la pena de muerte, próxima a ejecutarse, impuesta a dos criminales por graves delitos, y posteriormente la he conmutado a todos los condenados a ella, dando a conocer así mis sentimientos humanitarios, pero los tres asesinatos ejecutados a sangre fría, uno tras otro, en una misma noche, por José García, son tan horribles y revisten caracteres tan atroces, que si se le conmutara la pena a que se ha hecho acreedor, en ningún caso podría imponérsele a otro que incurriera en ella, y quedarían de hecho abrogado el artículo 29 de la Constitución y las leyes expedidas en ejecución de él, para lo cual no me considero autorizado. El jurado, el juez de la causa, el tribunal y la Corte Suprema están de acuerdo en la aplicación de la pena impuesta a García, el Consejo de Estado es de dictamen que no se le conmute, y yo me he creído en el deber de no apartarme de pareceres tan uniformes y respetables. Siento, por lo tanto, no poder acceder a los benévolos deseos de usted.
+MANUEL A. SANCLEMENTE».
+Los que no conocen, ni por sobre peine, la historia política contemporánea del país, creerán, al leer los anteriores documentos, que José García fue fusilado. Pues bien, no sucedió así. Se dictaron las órdenes para su ejecución, que debía verificarse el 30 de septiembre a las doce del día. Y momentos antes, se recibió este telegrama, «que no llegó», comenta Martínez Silva, «demasiado tarde, como suele suceder en los dramas y novelas; y en consecuencia el reo fue devuelto a su prisión en el panóptico»:
+Oficial. Urgentísimo. Anapoima, septiembre 30 de 1899
+«Señor gobernador de Cundinamarca.
+«El amor al perdón me obliga a violentar los dictados de la conciencia. Dios me hizo así, y en el nombre de Dios perdono. Suspenda Usía la ejecución del reo José García, a quien he conmutado la pena.
+MANUEL A. SANCLEMENTE».
+La redacción del despacho copiado no podía ser más forzada. En nombre de Dios y violentando los dictados de su conciencia no procede persona alguna, o por lo menos no lo dice, que se guíe por la razón, por el entendimiento. Quien así proceda es el instrumento de sus pasiones, y de sus sentimientos. De hecho quedaba abrogado el artículo constitucional que restableció la pena de muerte en Colombia, y el general Uribe Uribe pudo decir en El Autonomista: «Como difícilmente volverá a presentarse el caso de un reo de tres asesinatos a la vez, quiere decir que, perdonada la mayor culpa, por fuerza habrán de serlo cuantas resulten menores. Y eso no sólo mientras dure la administración Sanclemente, sino en todas las que le sucedan, porque sentado el antecedente, nadie habrá que se atreva a quebrantarlo».
+Lo cierto era que observando con serena atención y la mayor dosis de imparcialidad las actividades del señor Sanclemente en la política y en la administración, venían a la memoria aquellas palabras de uno de los más entusiásticos y fieles amigos de Napoleón III en los últimos años de su reinado: «L’Empereur flotte».
+El señor Sanclemente flotaba. Flotaba entre los nacionalistas y los reyistas: entre los históricos y los nacionalistas. Flotaba entre el deseo de reformar la ley electoral y de convocar el Congreso a sesiones extraordinarias, y entre las súplicas de quienes le pedían que tal no hiciera. Flotó entre las medidas previsoras del ministro de Guerra Holguín y la enigmática confianza del general José Santos.
+Y para que se vea cómo la firmeza de don Aquileo Parra en su política de no precipitar la guerra, de no autorizar una calaverada, estaba muy lejos de fundarse en las promesas que venía haciendo el señor Sanclemente de reformar la ley electoral y convocar el Congreso para discutirla, diré que ha pocos días tuve en mis manos una carta de aquel al doctor Manuel Z. de la Espriella, en la cual le dice sobre poco más o menos lo siguiente: No creo en la reforma de la ley electoral ni en la convocación del Congreso; el doctor Sanclemente puede haberlo prometido, pero no le dejarán cumplir su promesa. Por cierto, que también en esta carta se queja de que ha escrito varias veces al doctor Julio A. Vengoechea sobre asuntos importantes y no recibe respuesta. El silencio debió explicárselo después el señor Parra. Julio fue íntimo amigo de Paulo Emilio Villar y de añadidura médico, como el jefe revolucionario de Santander, había sido ya comprometido en la aventura bélica y esquivaba contacto con el viejo patriota, que continuaba trabajando por el mantenimiento de la paz, aun separado de la dirección oficial de ese partido.
+Poca vida tuvo el directorio plural integrado por los señores Rivas, Manrique y Sarmiento. El último no llegó a ejercer nunca sus funciones porque permanecía, y permaneció hasta después de estallada la guerra, en Londres, adquiriendo elementos, especialmente un barco apropiado, no sólo para operaciones en el mar, sino también para entrar al río Magdalena por las Bocas de Ceniza.
+Finalmente se nombró jefe supremo del liberalismo al general Gabriel Vargas Santos. Al menos perspicaz se le ocurría que con aquella designación no se nombraba un jefe civil para conducir el partido por las vías legales y pacíficas sino al director supremo de la guerra. Comentando la designación, dijo el doctor Martínez Silva: «Es por otra parte singular que un partido que pasa por doctrinario tome como conductor a un hombre, leal a su causa y respetable, es cierto, pero que no ha figurado en las grandes lides de la prensa ni de la tribuna, ni ha desempeñado puestos encumbrados en la jerarquía política. No proceden así los partidos en los países civilizados, sin duda porque allá son esas agrupaciones libres, que se manejan y dirigen por los que mejor saben interpretar sus aspiraciones y tendencias, hablando a la razón y moviendo en ciertos casos las pasiones. El liberalismo colombiano demuestra con esto que sólo busca una organización autoritaria y militar, no para proseguir una campaña de ideas, sino una campaña armada: quizá ni para lo uno ni para lo otro».
+Lo que buscaba, y sin embargo no lo quería creer el doctor Martínez Silva, era la guerra. Porque en eso sí equivocóse lamentablemente el doctor Martínez Silva, que hizo burla y mofa de la conspiración descubierta por el ministro de Guerra Holguín en el mes de julio. Censuró acremente todas las medidas tomadas por el Gobierno para conjurarla, criticó acremente que se hubiera declarado turbado el orden público, en los departamentos de Cundinamarca y Santander. Objetaba además Martínez Silva la designación de Vargas Santos, pues no podría residir en la capital de la República, «donde tiene su natural asiento un jefe de partido, y principalmente de un partido de oposición que debe seguir, momento por momento, las peripecias de la política». Y remataba el comentario con su característico humour: «Así va todo entre nosotros: el presidente de la República viviendo en Anapoima: el director del Partido Conservador en… lontananza. Ahora sólo nos resta que el señor arzobispo traslade su residencia a Güicán, verbigracia».
+Como lo ve el lector, el final del siglo XIX fue la era de los ancianos. Presidente, vicepresidente, ministros de Estado, jefes de partido, y hasta gobernadores pasaban de los setenta años. ¡Y cosa extraña! Yo le había oído decir al señor Caro dos años antes: «Si yo pudiera reformar el artículo constitucional que exige una edad mayor de treinta años para ser presidente de la República, lo haría en el sentido de ordenar imperativamente que tuviera menos de treinta años. Trabajar con viejos es lo mismo que arar con vacas».
+Y mientras tanto iban desapareciendo los hombres de la gloriosa generación que surgió a la vida pública en los primeros cinco lustros de nuestra nacionalidad. En Anapoima, después de una larga y cruel enfermedad, habíase reclinado en el seno de la muerte, el señor don Miguel Samper, el 16 de marzo, octogenario casi, pero en pleno vigor de sus facultades intelectuales y después de haber llenado una de las existencias más activas y fecundas al servicio de la República, y de los más altos y puros ideales humanos. Por rara coincidencia fue a morir en la humilde aldea que uno de sus competidores en la elección presidencial del año anterior había escogido como —según él decía— de «residencia legal» para ejercer el Poder Ejecutivo, y tocóle a esto dictar el decreto de honores correspondientes y ordenar que el Ejército le rindiera los honores de ordenanza al cadáver del Gran Ciudadano. Otros claros se abrieron primero en las primeras filas del liberalismo. Ausentes de este mundo estaban ya desde antes, Francisco Eustaquio Álvarez y Teodoro Valenzuela. Y la implacable segadora cortó también, semanas antes de estallar la guerra, la vida de un hombre relativamente joven, honra y prez del liberalismo, orgullo de la democracia colombiana: la del doctor Luis A. Robles. Al registrar, con patriótico sentimiento, la noticia de su muerte, se expresaba así El Repertorio Colombiano: «Por la integridad de su carácter, la firmeza de sus convicciones, su ilustración y cultura social, el señor doctor Robles, venciendo barreras de ordinario insuperables aun en las más avanzadas democracias, logró elevarse a posición prominente en el Partido Liberal. Su carrera fue corta pero brillante: muy joven todavía, fue gobernador del estado del Magdalena, representante al Congreso y ministro del Tesoro durante la administración del señor Parra. Sus copartidarios del departamento de Antioquia le trajeron a la Cámara de Representantes en el Congreso de 1892-1894, y como único vocero del Partido Liberal en aquella Cámara se distinguió por su moderada energía, haciéndose respetar y considerar de sus adversarios políticos. Pasó los últimos años de su vida consagrado a la educación de la juventud, como rector de la Universidad Republicana. Desde fines de 1887 hasta octubre de 1888 el doctor Robles había viajado por los Estados Unidos y Centroamérica, en misión secreta del liberalismo, con el propósito de conseguir recursos materiales, para cuando llegara la oportunidad de un levantamiento armado. Pero tengo entendido que él no era partidario del movimiento que estalló pocos días después de su muerte, pues lo consideraba prematuro y sin probabilidades de buen éxito».
+Dijérase que otros signos del cielo anunciaban la gran tragedia. También en los últimos días del mes de septiembre ocurrió un pavoroso siniestro en el río Magdalena, a cuyo recuerdo se estremece todavía de dolor y amargura el espíritu de este memorialista. En viaje hacia Barranquilla, y muy cerca del puerto de Zambrano, se incendió totalmente el vapor Montoya, al mando del capitán Eladio Noguera, con quien yo viajé muchas veces y al que consagraba grande afecto y simpatía. Noguera murió en el incendio, como un héroe, como un soldado que cumple su consigna. No quiso abandonar el barco, permaneció en su puesto de mando hasta el último instante, dirigiendo las maniobras de salvamento y procurando salvar el pasaje. Pereció en el incendio el general Julio Rengifo, que seguía para el Ecuador, como enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Colombia ante el Gobierno de aquella república. De él se expresa así la revista política de El Repertorio Colombiano: «Muy joven todavía, el general Rengifo surgió de repente a la notoriedad y aun a la gloria, como compañero del general Ulloa en el combate de Sonso, durante la guerra de 1885. Después fue nombrado secretario de la Legación en Washington, cargo que desempeñó durante varios años, tocándole, por ausencia del ministro, señor Hurtado, encargarse de la legación en circunstancias difíciles. De regreso a Colombia, en días pasados, el señor doctor Sanclemente le llamó al Ministerio del Tesoro, del que no quiso encargarse. Nombrado entonces ministro en el Ecuador, se dirigía a desempeñar tan delicada misión, cuando le sorprendió el terrible siniestro de que fue víctima. Su existencia fue toda para la patria». El general Rengifo había contraído matrimonio en Washington con una distinguidísima dama de la alta sociedad norteamericana. Fue más que un íntimo, un fraternal amigo de mi padre, y cuando pasó por Barranquilla en viaje a Bogotá, tuve oportunidad de apreciar las brillantes cualidades de su inteligencia y de su carácter.
+Otro síntoma de honda perturbación fue el que de improviso apareciera en los pueblos del Bajo Magdalena un hombre oscuro, de pobre condición social, que se decía «enviado de Dios». El tal enviado casi que prende una revolución más grande que la que vendría después. Para las gentes sencillas e ignorantes era un verdadero delegado de lo Alto. Tenía de curandero y de predicador. Para aquellas no cabía la menor duda de que sanaba los enfermos y hacía milagros. Las iglesias se vieron más desiertas que nunca, fanatizado el pueblo perseguía a los sacerdotes, y ¡ay de quien intentara poner mano sobre el enviado! Fue necesario despachar fuerza militar para aprehenderlo, porque un destacamento de policía que intentó hacerlo, fue derrotado vergonzosamente. En la refriega hubo un muerto y algunos heridos. Cuando lo llevaron a Barranquilla —de allí fue trasladado a Cartagena— yo tuve la curiosidad de ir a verlo y de conversar con él. No pude explicarme el místico fervor, la ardiente adhesión, que ese pobre hombre había logrado despertar entre las masas campesinas. Mas digo mal, si me lo pude explicar, pero prefiero callarme las razones. Una de ellas, sí la digo con claridad. El famoso enviado estaba poseído de una profunda convicción; de que era un delegado de Dios y curaba y predicaba desinteresadamente. No recibía dinero y conformábase sólo con compartir el bollo y el sancocho, el techo de paja, con los ingenuos campesinos. ¿Qué hicieron o qué se hizo del enviado? Es un misterio de la pequeña historia que yo he intentado descifrar en vano.
+El 5 de octubre publicó El Autonomista el siguiente despacho telegráfico del general Rafael Uribe Uribe para el doctor Pablo Emilio Villar: «Doctor Pablo E. Villar. Bucaramanga. Es voz común en el Gobierno y en el público que el veinte estallará movimiento revolucionario encabezado por usted como director de Santander. Autorícenos para desmentir especie. R. Uribe».
+¿Qué significaba este mensaje? Para mí que el general Uribe Uribe se propuso uno de estos dos objetivos: o el de aconsejar al doctor Villar que aplazara la ejecución del movimiento revolucionario, o el de darle aviso a todo el liberalismo del país que el movimiento estallaría en esa fecha, para lo cual naturalmente contaba el sagaz y experto caudillo, con la abulia, la inercia de los encargados de velar por la conservación del orden público o con la complicidad de alguno de ellos.
+Y ahora voy a entrar en memorias estrictamente personales pues debo contar cómo y por qué me encontré de actor y testigo en el primer episodio de la guerra en el río Magdalena; cómo y por qué por dos horas, fui prisionero de los revolucionarios; cómo y por qué me libertaron y encontréme cinco días después en el primer y definitivo descalabro de la revolución.
+ACTIVIDADES PERIODÍSTICAS EN LA REDACCIÓN DEL DIARIO COMERCIAL DE BARRANQUILLA — LA PERSONALIDAD DE ALEJANDRO LUNA — UN PEQUEÑO PERIÓDICO ADMIRABLE — SECRETARIO DE LA PREFECTURA DE BARRANQUILLA — PEDRO A. OSIO — DIÓGENES A. REYES — ABEL CEPEDA — DESEO DE VIAJAR A LAS SABANAS DE BOLÍVAR — UN EMPLEO PÚBLICO SOLICITADO — VISITADOR FISCAL DE LA GOBERNACIÓN. UNA POLÉMICA CON FARAÓN PERTUZ — LA SUSPENSIÓN REPENTINA DEL PERIÓDICO LIBERAL EL CLAMOR DE PERTUZ Y JUAN MACARIO VERGARA. CÓMO ME EMBARQUÉ EN EL VAPOR CORREO JUAN B. ELBERS EL 18 DE OCTUBRE — UNA EXTRAÑA INTENCIÓN DE MI PADRE — UN GRUPO SOSPECHOSO DE PASAJEROS — LAS NOTICIAS DEL TELEGRAFISTA DE CALAMAR — REVOLUCIÓN EN MAGANGUÉ — CARGA MISTERIOSA — EL GOLPE A BORDO DEL ELBERS — EL PLAN FRUSTRADO PARA CAPTURAR A MI PADRE.
+A MONOMANÍA VIAJERA Y A LA inconstancia de que padecí en mi juventud y hasta los umbrales de la edad madura, creo que debo el haber presenciado de cerca las primeras escenas de la guerra de los Mil Días en la costa Atlántica. Cuando en septiembre de 1898 quedé cesante por haber suprimido la administración Marroquín el empleo de inspector general de los resguardos que venía desempeñando, no tuve por qué ni para qué preocuparme. Yo, no obstante mis veintitrés años, continuaba siendo un hijo de familia. Vivía en la casa de mis padres muy bien alimentado, con asistencia médica si enfermaba, sin gastos de lavado y en mi propia persona no tenía que atender a otros gastos que los de nueva ropa. Afortunadamente, la cesantía me sorprendió con el ropero bien provisto. Pero inmediatamente encontré trabajo bien remunerado y a mi gusto. Se publicaba en Barranquilla un pequeño diario (Diario Comercial) cuyo propietario y director era el señor Alejandro Luna, quien había sido nombrado para desempeñar una de las más importantes notarías de la ciudad. Alejandro Luna era un nacionalista irreductible, a más de un self-made man, de humilde posición social, todo se lo debía a sí mismo: su instrucción, que sin ser vasta, en la especialidad a que él se había dedicado, fue bastante noble. Llegó a poseer un apreciable caudal de conocimientos jurídicos. La legislación civil del país no tenía para él secretos. Escribía con bastante facilidad y corrección. Su pequeño diario adquirió abundante circulación para aquellos tiempos y por esta circunstancia era el preferido del comercio de la localidad, para sus anuncios. Le dejaba, pues, una buena utilidad al propietario. Mas la notaría no era cosa de despreciarse. Y Luna, obrando como hombre práctico, pensó que podía aceptarla y atenderla con eficacia y conservar al propio tiempo su periódico. Entonces me llamó para que se lo redactara, ofreciéndome el sueldo mensual de ciento cincuenta pesos. Naturalmente acepté y quedé como el pez en el agua. Recuerdo aquella época con saudades. Todo era sencillo y modesto en el ambiente de Diario Comercial. La imprenta cabía integra en una pequeña pieza y en un rincón de ella una tosca mesa para el redactor. Notaría, imprenta, habitación para Luna y sus señoritas hermanas, en una casa de techo pajizo, muy amplia y cómoda, con gran patio, en el callejón de La Paz, entre las calles San Blas y San Juan. El notario despachaba en la que fue sala de la casa. Diario Comercial se redactaba y se imprimía en una pieza adyacente y un administrador, un señor Mantilla, muy honrado y activo, entraba y salía constantemente llevando avisos y el dinerillo que recogía de suscripciones y anunciadores. Las noticias las llevaban oficiosos y buenos amigos. Y el trabajo se desarrollaba dentro de un ambiente de cordialidad y hasta de alegría. Allí no había preocupaciones. La vida del periodiquito estaba asegurada.
+Pero la buena suerte no me abandonaba. Al encargarse de la Gobernación de Bolívar don Ricardo Núñez nombró prefecto de provincia de Barranquilla a mi amigo y pariente Pedro A. Osio, quien me instó para que le aceptara el puesto de secretario con el sueldo de ciento veinte pesos mensuales, y previa consulta a mi padre, resolví aceptarlo porque a mí, como a Alejandro Luna, me sobraba tiempo para atender el empleo oficial y a Diario Comercial. En la prefectura había un oficial mayor muy inteligente, activo y cuidadoso: Diógenes A. Reyes, entonces casi un niño. Trabajaba en Diario Comercial de las ocho a las diez de la mañana, porque el editorial y las notas debían entregarse precisamente a esa hora y a las diez me iba para la prefectura, en donde encontraba ya despachados los asuntos del día por el acucioso oficial mayor. Y en las horas de la tarde atendíamos al público el prefecto Osio y yo. Tuvimos, por cierto, que resolver algunos negocios muy importantes de policía, entre ellos un litigio entre la casa Rodríguez Muller & Cía., y New Barranquilla Railroad Company, que decidimos en favor de los primeros, negocio en que pude admirar el innato espíritu de justicia y la rectitud de Pedro A. Osio. Gestionaba el negocio como abogado de Rodríguez Muller el abogado de filiación liberal doctor Enrique Molinares, hermano de mis condiscípulos julio y Alejandro Molinares. Colaborar con Pedro A. Osio era muy agradable. Más que sencillo, campechano, comprensivo, afable, jamás tuve con él desacuerdo, ni la más ligera discusión. Pero ocurrió que tuvo él un desacuerdo con el comandante de la Policía Departamental, general Gonzalo González, que fue agriándose hasta el extremo de que el gobernador de Bolívar tuvo que intervenir, y para allanarlo resolvió exigir la renuncia a los dos funcionarios. Osio fue reemplazado por Abel Cepeda, también íntimo amigo mío desde las aulas del Colegio Ribón, y me suplicó que lo continuara acompañando en la secretaría. Abel desbordaba de actividad y quería hacer grandes cosas, así en lo político, como en lo administrativo: inteligentísimo, locuaz, con gran facilidad para escribir, carecía, sin embargo, del sentido de las proporciones. Quería hacer de aquella modesta prefectura una verdadera gobernación y dar a la primera, autoridades de la provincia, rango y preeminencia. En punto a lealtad personal y política, Abel Cepeda fue modelo y espejo. Aquel a quien alguna vez le tendió su mano de amigo, podía tener la seguridad de que lo sería por toda la vida. Tenía temperamento de luchador y un amor por las ideas que se revelaba aun en los menores detalles. Para él «la doctrina», su doctrina, fue un culto de todos los días y de todas las horas. SU temperamento de luchador había de ser necesariamente ardoroso, casi quemante como el sol del río Magdalena, a cuyas orillas se meció su cuna. Con Abel A. Cepeda también me las fui muy agradablemente y sin la más ligera desaveniencia, aun cuando nunca pude, y no dejé de intentarlo, refrenar sus apasionados impulsos.
+Mas un día me entró la ventolera de dejar la redacción de Diario Comercial, la Secretaría de la Prefectura y trotar si no ya por sobre el mundo, por sobre el departamento de Bolívar. No sé por qué se me ocurrió conocer las llamadas sabanas de Bolívar y arreglé viaje para Cartagena con el fin de solicitar de don Ricardo Núñez que me nombrara visitador fiscal en aquellas provincias. Pensado y hecho. Es la única vez, y lo proclamo con orgullo, que he solicitado un empleo público. El buen señor me complació inmediatamente. Regresé a Barraquilla con mi nombramiento y listo a emprender viaje.
+Esto ocurrió a fines del mes de septiembre. Continuaba sin embargo redactando Diario Comercial y proseguía empeñado en una polémica con un periódico liberal que si no fallan mis recuerdos se llamaba El Clamor que dirigían mi pariente político Juan Macario Vergara y Faraón Pertuz, periódico que franca, desembozadamente proclamaba la guerra. Yo no era un, como lo fui y lo soy, amigo personal de Faraón Pertuz, y él no me trataba muy bien en El Clamor, o para decirlo francamente me trataba muy mal. La polémica iba tomando carácter personal muy desagradable. Reimprimió el periódico de Vergara y Pertuz un suelto. El Autonomista en el que se elogiaba un discurso que yo había pronunciado el día del centenario del héroe de Ayacucho, con su correspondiente gota de acíbar. Según el diario de Uribe Uribe, Grillo y Tirado Macías, Palacio era un joven inteligente, «pero sin carácter». Sobra decir que se me echaba en cara que yo había sido liberal «y era ahora regenerador». Contesté a El Autonomista y a Vergara y Pertuz en un artículo que sin vanidades, de los mejores que yo haya escrito en mi vida, y situé mi polémica con Faraón en el terreno de decidir los agravios personales en campo distinto al de la prensa. Esto ocurría más o menos en la primera quincena de octubre. Para el 18 de ese mes tenía yo arreglado mi viaje a Magangué con rumbo posterior a los sabanas de Bolívar.
+El periódico de Vergara y Pertuz se suspendió sin dar aviso, porque ellos estaban comprometidos a tomar parte en el movimiento revolucionario que debía estallar el 18.
+De Bogotá, como he dicho antes, no llegaba a la comandancia general del ejército del Atlántico ningún aviso, ni alerta que justificase la suposición de que era inminente la perturbación del orden público, y resultó falso el informe que se llevó a las autoridades civiles y militares de que el general Justo L. Durán había estado en Barranquilla muy sigilosamente y luego seguido a Cartagena. En consecuencia y de manera definitiva resolví embarcarme en el vapor Correo Juan B. Elbers para Magangué el 18 a las 9 de la mañana, aprovechando la compañía de mi cuñado don Diofante de la Peña, de su mujer, mi hermana Tulia, de sus pequeños hijos y de mi hermana soltera Amelia, quienes habían organizado una excursión de placer hasta Bodega Central, cuya administración había asumido Diofante sin abandonar la de Gamarra, puestos en los cuales estaba demostrando sus excepcionales dotes de organizador y su pericia comercial. Ya comprenderá el lector que cuando mi padre consentía en el viaje de sus hijas y de sus nietos en aquellos momentos, era porque no tenía ni el más vago indicio de lo que sucedió después, y de los graves riesgos a que nos exponíamos, de que pudimos salvarnos gracias a la caballerosidad e hidalguía de los jefes revolucionarios.
+El Elbers soltó amarras del muelle de la Compañía Colombiana de Transportes cerca de las diez de la mañana del 18 de octubre. Mi padre fue a despedirnos y parece que entonces tuvo la intuición de que algo extraño podría ocurrir porque nos llamó a Diofante de la Peña y a mí para decirnos: «Procuren informarse en los puertos de lo que esté ocurriendo, pues aun cuando yo no he recibido últimamente ninguna noticia de Bogotá tengo la impresión de que algo va a pasar en estos días. Si lo creen prudente devuélvanse en el momento oportuno».
+Ya cuando el Elbers salió del canal que comunicaba a Barranquilla con el río Magdalena y como hiciera, según mi costumbre, la inspección del pasaje porque siempre gustaba de saber con quién iba a viajar, me encontré en el salón de popa con un grupo que me pareció muy sospechoso y que no había visto hasta entonces, entregado a una conversación, en baja voz, que debía ser muy interesante. El grupo lo componían Efraín Mejía, ingeniero antioqueño, muy simpático y comunicativo que desempeñaba la gerencia de la empresa del tranvía de Barranquilla, propiedad hasta entonces de los herederos del señor Cisneros. Juan Macario Vergara y Faraón Pertuz, mis contendores en la prensa, y Juan de Dios Pérez Fandiño —de los Pérez de Remolino—, liberal muy entusiasta y belicoso casado con una de las damas más distinguidas y bellas de nuestra tierra. Saludé a Mejía, a Pérez Fandiño y a Juan Macario Vergara, con quien no había roto relaciones, en atención a que estaba casado con una prima hermana mía, doña Manuela Palacio, y naturalmente me hice de la vista gorda con Faraón. Efraín Mejía me preguntó para dónde iba y le conteste la verdad: a Magangué. Su pregunta autorizaba la mía: «¿Y usted, Mejía, para dónde va?». Su respuesta fue la siguiente: «Voy al interior a comprar mulas para el tranvía». Comenté para mi capote: a otro perro con esas mulas. No me quedaba ya la menor duda de que algo iba a ocurrir en el río, pero nunca imaginé que el pronunciamiento iba a desarrollarse dentro del propio Juan B. Elbers.
+Durante la tarde continuaron los cuchicheos de los jefes revolucionarios y siempre en el salón de popa. Pero advertí que al grupo se sumaban algunos altos tripulantes del barco, especialmente el primer ingeniero.
+El capitán del Juan B. Elbers era Félix González Rubio, nacionalista probado y leal, a quien le comuniqué confidencialmente mis temores, preguntándolo además si tenía confianza plena en que sus subalternos no le fueran a hacer una mala jugada. Recuerdo que me dijo: «Confianza plena no puedo yo tenerla, porque tú sabes que todos los ingeniaros, prácticos, pilotos y contramaestres del río son liberales, pero yo no creo que se atrevan a entrar en una aventura que les privaría de sus puestos por mucho tiempo, si no para siempre».
+Cerrada la noche llegamos a Piñón, estafeta de correo. Conversaba con el capitán Rubio en el puente superior y vi que comenzaron a embarcar unos bultos cuya forma me pareció muy rara: planos y de regular longitud. Y no pude menos de pedirle al capitán González Rubio que le preguntara al contador cuál era el contenido de ellos. El contador informó que eran bultos con queso. El informe no me satisfizo. El queso que hacen o hacían en la costa Atlántica no tuvo jamás forma plana y una de las dimensiones del bulto que se había embarcado se me antojaba algo extraordinario, inverosímil casi. Observé, además, que cuando el silbato del barco dio la señal de partida —la de pedir vapor, como se decía en la jerga de la navegación— entraron apresuradamente, viniendo de tierra, Faraón Pértuz y Juan Macario Vergara. Probablemente habían estado vigilando el embarque de los bultos de queso.
+A las nueve de la noche llegamos a Calamar. Inmediatamente bajé al pueblo y me dirigí a la oficina telegráfica. Era yo muy amigo del jefe de ella y le pregunté qué ocurría en el país. Me dio una información muy detallada. «En mi concepto», me dijo, «la guerra ha estallado. Todas las líneas están rotas a excepción de la línea de Cartagena. No contesta Sabanalarga, no contesta Magangué. Estamos incomunicados y aquí en el pueblo hay mucha agitación entre los liberales». Calamar era entontes un pueblo de mayoría conservadora.
+Me dirigí apresuradamente al Elbers y toqué a la puerta del camarote de mi cuñado don Diofante de la Peña que ya se había recogido. Le manifesté que, a mi juicio, cometíamos una grave imprudencia si continuábamos nuestro viaje; que debíamos desembarcar en Calamar. Diofante, que era un poco terco, se negó rotundamente a aceptar mi plan, alegándome que íbamos a caer en el ridículo si nos desembarcábamos y la guerra no estallaba. Que todo lo que yo le decía eran alarmas exageradas, que las comunicaciones telegráficas estarían interrumpidas a consecuencia del crudo invierno, y como él se negaba rotundamente a desembarcar la familia era obvio que yo no podía hacerlo, pues no resultaba, ni valeroso, ni elegante, que yo abandonara a mis hermanas en una situación que consideraba harto peligrosa.
+El barco continuó su marcha y confieso que no dormí esa noche; me entregué a pensar y cavilar, sobre lo que debíamos hacer si la guerra se declaraba estando nosotros en viaje. Ya despuntaba el día cuando me venció el sueño. Serían las ocho cuando desperté y no voluntariamente. Me despertó el silbato de un barco que bajaba el río y «pedía aguas». Me asomé a la ventanilla del camarote, el barco que bajaba era el Elena de la Compañía Fluvial de Cartagena. Al pasar frente a nosotros y a poca distancia oí clara y distintamente una voz que gritaba: «¡revolución en Magangué!». Apenas envuelto en mi bata de baño corrí a buscar a Diofante de la Peña y le dije: del buque que acaba de pasar han gritado que hay revolución en Magangué. Ya Diofante estaba menos optimista. Comenzando a deliberar sobre lo que deberíamos hacer, todas las resoluciones que adoptábamos tenían graves inconvenientes y sólo circunstancias improvistas y favorables podían ayudarnos a salir del atolladero. Prácticamente estábamos en la boca del horno.
+Caras alegres, sonrientes encontramos las de Mejía, Pérez Fandiño, Pertuz y Vergara. Se les adivinaba que se consideraban ya los jefes del Elbers. A las once y media tocaron la campana que anunciaba estar servido el almuerzo. Nos sentamos a la mesa. Presidía el capitán Félix González Rubio. Eché una mirada de inspección y advertí que no estaban sentados los jefes revolucionarios. Se terminaba de tomar la sopa cuando oímos pasos precipitados por la escalera de proa y la de popa e inmediatamente aparecieron dos grupos lanzando vivas al Partido Liberal, a la revolución y mueras al Gobierno. Los grupos invadieron el salón central y declararon que el Elbers desde ese momento quedaba a las órdenes y bajo el dominio de la revolución. Comunicándolo así al capitán Félix González Rubio. Toda la tripulación, menos este, aceptaba el movimiento y ofrecía servirlo. Se dirigieron al puesto que yo ocupaba para intimarme prisión y seguidamente al del señor Ernesto Lozada, mensajero del correo de encomiendas. Nos llevaron a nuestros camarotes y a sus puertas colocaron centinelas de vista, todo ello dentro de la mayor corrección y galantería. Esto ocurría, más o menos, a la altura del puerto de Tenerife. Efraín Mejía, jefe reconocido y acatado del movimiento, entró a mi camarote a hacerme conversación y como a llevarme consuelo. Me dijo: «La guerra es general en toda la República y la hemos hecho con noventa y nueve probabilidades de buen éxito. Creo que dentro del plazo de noventa días estarán ustedes en el suelo. Pero haremos la guerra como caballeros y no mortificando a señoras. Sus hermanas están libres y no sólo ellas sino también su cuñado Diofante. Las desembarcaré en el puerto que ellas escojan y les daré un salvoconducto para que puedan trasladarte a Barranquilla». «¿Y qué ha pasado en Barranquilla?», me atreví a preguntarle. Muy sonreído me dijo: «Su padre, por lo pronto, le aviso, debe estar a estas horas preso. Debieron cogerlo anoche a su salida del Club Barranquilla y estará muy bien tratado». Entonces le repliqué: ¿Entonces Barranquilla está ya en poder de la revolución? «No», me dijo, «Barranquilla puede estar todavía en poder del Gobierno, pero estará faltando el jefe».
+Ciertamente el plan de los revolucionarios fue muy bien concebido. Ellos sabían que mi padre iba todas las noches al Club Barranquilla a jugar una partida de «golfo» con don Luis Pochet, Julio Vengoechea, Tomás Surí Salcedo y otros amigos casi todos liberales. Todavía no se jugaba el póker. Y que el entretenimiento duraba casi siempre hasta los once de la noche. La cosa me pareció a mí, pues, de lo más verosímil. Pero sucedió que esa noche no fue mi padre al Club Barranquilla. ¿Por qué? Vale la pena referirlo.
+Mi hermana mayor, Virginia, mujer del general Diego A. de Castro, nuestro primo hermano, que poseyó una inteligencia vivísima, fue una apasionada por la política, muy popular en Barranquilla por su espíritu democrático, caritativo y generoso, era muy solicitada en las clases populares para que llevara a la pila bautismal a los hijos de matrimonios pobres. Tenía comadres por centenares que la visitaban con mucha frecuencia, sabiendo que serían afablemente recibidas llevándole humildes presentes. En la tarde del 18 de octubre recibió la visita de una de esas comadres, liberal por más señas, y ya cuando se despedía se expresó así: «Comadre, yo cometería un pecado si no le dijera a usted una cosa: mañana habrá revolución y don Diego y don Pacho (mi padre) deben cuidarse mucho». Al punto Virginia mandó llamar a mi padre y le comunicó el informe de la buena comadre y también a su marido el general Diego A. de Castro. Conocido el nombre de la comadre y el de su compañero, la noticia tenía todos los caracteres de verosimilitud y autenticidad y mi padre resolvió no ir esa noche al Club Barranquilla, dirigirse al cuartel del batallón Junín y dar la orden de que si algo ocurría en la noche fueran a despertarlo a su casa de habitación llevando una escolta que lo acompañara desde ella hasta la comandancia general. Y el general De Castro resolvió también no salir de su casa. Fue así por lo que falló un golpe muy hábilmente combinado.
+EL ELBERS ATRACA EN ZAMBRANO — UN SALVOCONDUCTO PARA REGRESAR A BARRANQUILLA A FAVOR DE MI CUÑADO Y MIS HERMANAS — IMPENSADA LIBERTAD. VIAJE EN CANOA HASTA PLATO — DON JEREMÍAS ESCOBAR — EL PADRE ARIZA — LA LLEGADA DEL HÉRCULES — UNA CARTA DE DIOFANTE DE LA PEÑA. REGRESO A ZAMBRANO — EL ARMAMENTO DEL BISMARCK — LOS REVOLUCIONARIOS SE APODERAN DE LA DRAGA CRISTÓBAL COLÓN EN BARRANQUILLA — EL HUNDIMIENTO DE LA DRAGA AYACUCHO — LA LLEGADA DEL IRIS Y EL FRACASO DEL PLAN PRIMITIVO DE LOS LIBERALES — EL GENERAL DE CASTRO.
+EN LAS PRIMERAS HORAS DE la tarde —serían más o menos las dos— atracó en el puerto de Zambrano el Elbers, para desembarcar a Diofante de la Peña, a mis hermanas Tulia y Amelia y a los pequeños de la familia. El jefe revolucionario Efraín Mejía les entregó un amplio salvoconducto, para que pudieran regresar a Barranquilla. Muy galantemente permitió que entraran al camarote en donde estaba prisionero a despedirse de mí. Profundamente emocionadas, mis hermanas lloraban a mares y no querían desprenderse de mis brazos. La escena debió conmover el ánimo generoso e hidalgo de Mejía, porque exclamó: «Ya he dicho que no hago guerra contra mujeres. Las hermanas de Julio suponen que si hay combate lo vamos a colocar de trinchera. Lo pongo en libertad y puede también desembarcar, siempre que se comprometa a no hacer armas contra la revolución». Vi abierto el cielo y pronuncié con la mayor tranquilidad estas palabras: «Quedo comprometido, querido y noble amigo». Y pies para qué os quiero…
+Hice una señal a mi ordenanza el sargento primero Luis M. Martínez, antioqueño también y jefe de la banda de cometas del batallón Junín, para que tomara dos maletas de regular tamaño que constituían mi equipaje, y procedí a despedirme, renovándoles mis agradecimientos de Mejía, Faraón Pértuz y Juan Macario Vergara. No vi en ese momento a Pérez Fandiño.
+El sargento Martínez había obtenido pocos días antes su baja, por influencias del general José M. Campo Serrano, y se dirigía a su tierra. Lo encontré en el Elbers, y cuando tuve la intuición de la guerra le propuse que me acompañara a las sabanas de Bolívar, le fijé salario y aceptó gustoso mi proposición. «Lo hago», me dijo, «por acompañar al hijo del general Palacio. Yo también creo que vamos a tener camorra». Todo el batallón Junín, así jefes, oficiales, como clases y soldados, sin excepción, tenía un gran cariño y una fervorosa adhesión por mi padre, porque veían que él se miraba en el Junín y era, entre todos los del Ejército, su cuerpo preferido.
+Al desembarcar en Zambrano, mientras permanecía en la orilla del río despidiéndome de aquellos nobles adversarios, Faraón Pertuz gritó desde el puente: «Se le ha olvidado a usted su petate. ¿Quiere entrar por él?». Yo le contesté: «No lo necesito. Pueden llevárselo y utilizarlo». El petate ero un adminículo necesario, de carácter imprescindible, para viajar en el río Magdalena. Era una pequeña estera, en la que se envolvían las almohadas, las sábanas y el toldillo para defenderse de los mosquitos. Su delicadeza la llevaron los jefes revolucionarios hasta el extremo: desde el puente me arrojaron el petate. ¡Y yo había tenido el mal pensamiento de que se me invitaba a subir al barco a recogerlo para retenerme prisionero, arrepentidos de haberme libertado!
+La población de Zambrano, como era la costumbre en todas las del río Magdalena, acudió a presenciar la llegada del Elbers. Les causó sorpresa que no entregara el correo y que no se permitiera a nadie la entrada al barco. Pero no tenían, ni tuvieron, durante algunas horas, la menor noticia de lo que allí había ocurrido. Fue para mí este detalle el primer indicio de que el movimiento revolucionario no había sido organizado minuciosamente. Mientras mi cuñado Diofante hacía diligencias para conseguir una casa que sirviera de habitación a la familia, yo ideaba mi plan a fin de salir de Zambrano cuanto antes. Conseguida la casa, por cierto muy decente y amplia, le dije a Diofante: «Ustedes tienen salvoconducto y yo no. Este pueblo puede “levantarse” de un momento a otro o venir de El Carmen una fuerza revolucionaria y vuelvo a caer prisionero. He resuelto irme para Plato, que es un pueblo muy conservador y en donde tengo amigos: la familia Escobar y el padre Ariza». Plato está situado casi frente a Zambrano, un poco más abajo y no a orillas del río Magdalena, con el cual se comunica por un caño o canal. Contraté una canoa y me embarqué en ella con el sargento Martínez. Llegamos a Plato a eso de las cinco de la tarde y, al poner pie en tierra, pregunté en dónde estaba situada la casa de la familia Escobar. Me dirigí inmediatamente a ella, y para fortuna mía estaba allí don Jeremías Escobar, hermano del doctor Francisco O. Escobar, quien me lo había presentado en Cartagena meses atrás y quien era conocedor de la cordial amistad que con aquel me ligaba. Le referí lo que me había ocurrido, y él me ofreció inmediatamente la hospitalidad y sus servicios incondicionalmente. La casa era de mampostería, muy vasta y cómoda. La pieza que me dio don Jeremías debió de ser antiguamente una tienda, pues conservaba todavía los armarios.
+Después de un rato de charla nos encaminamos a la casa del padre Ariza. Fue este un sacerdote muy dado a la política, activo, emprendedor y de grandes energías. De estatura pequeña, flaco de carnes, de fisonomía muy simpática, de chispeantes ojos, tenía un defecto físico de nacimiento, el mismo del emperador Wilhelm II: uno de sus brazos más corto que el otro. Defecto que disimulaba con la manga de su sotana. Informado el padre Ariza de lo que estaba ocurriendo, consideró que yo no debía permanecer más de un día en Plato y con gentileza ofreció llevarme a un potrero de su propiedad, muy cerca del pueblo, en el que había casa muy regular para alojamiento. La noche la pasé muy bien en la de don Jeremías Escobar. Dormí a pierna suelta, desquitándome de la trasnochada del Elbers, después de haber comido muy sabrosamente. Así desayuné también, y nunca he podido olvidar unas deliciosas arepas que hacían entonces en Plato.
+Don Jeremías me informó que ya en el pueblo corrían rumores de haber estallado la revolución, y que los curiosos comenzaban a interrogarle sobre los motives de mi permanencia allí. Pero él no creía que la población se «levantara». La familia liberal prominente de Plato era la de los Alfaros, y no parecían, según él, muy dispuestos a meterse en la danza como gente acomodada y con valiosos intereses. A la mudanza mía al potrero del padre Ariza sólo le veía él una ventaja: que desde la casa podía dominar con la vista el río y observar los movimientos de los barcos que pasaran frente a ella. Pasó sin novedades el 20 de octubre. En la tarde del 21 hicimos una excursión a caballo al potrero del padre Ariza. Ciertamente la casa de la finca estaba estratégicamente situada. Sobre una colina, a poca distancia de las orillas del río, podía contemplarse en toda su extensión el panorama del Magdalena. Declinaba el sol hacia su ocaso, en una tarde brumosa, y con anteojo de larga vista que había llevado el padre Ariza escrutábamos el horizonte. De improviso, en una curva del río, apareció clara y distintamente la silueta de un barco. Caía ya la noche y sin embargo resolvimos permanecer allí hasta que aquel pasara frente a la colina. Comprendimos que poseía gran velocidad, por el breve tiempo que empleó desde la lejana curva en que alcanzamos a divisarlo, hasta Jesús del Río. Como ya había cerrado la noche, navegaba espléndidamente iluminado. Su iluminación no era la débil y pálida de las lámparas de petróleo que usaban entonces todos los barcos del Magdalena. Yo le dije al padre Ariza: «Ese buque es el Hércules, el único que tiene hoy luz eléctrica en el Magdalena. Permanezcamos aquí hasta verlo pasar más cerca y convencernos de si viene por cuenta del Gobierno o de la revolución…».
+Así lo hicimos, y cuando pasó a relativa poca distancia de lugar en donde nos encontrábamos, tuve la certidumbre de que estaba en poder del Gobierno. Hasta nuestros oídos llegó un toque de corneta, y el sargento Martínez, que alcanzó a oírlo mejor que nosotros, anotó: «Ese toque es el de pasar lista, con la seña del batallón Junín». Espoleamos nuestros caballos y regresarnos a Plato un poco después de las ocho y media. El Hércules atracaba en ese momento en Zambrano. Elemental cautela aconsejaba aguardar noticias.
+A la media noche oí fuertes golpes en la puerta de la casa de la familia Escobar. Don Jeremías se levantó apresuradamente y salió a abrir. Un boga le entregó una carta para mí. Era de Diofante de la Peña, y en ella me decía más o menos: «Acaba de pasar el Hércules por aquí, comandado por Diego —el general Diego A. de Castro—. Los planes de los revolucionarios han fracasado, porque Diego logró remover el obstáculo que habían puesto en el caño de arriba para impedir la salida del Hércules. Diego me dice que usted debe venirse inmediatamente a tomar aquí mañana a las diez el vapor Bismarck, que viene como cabeza de la flotilla de retaguardia al mando de Aurelio de Castro. Nosotros nos embarcamos en canoas en la madrugada para Barranquilla. Todas estamos bien, gracias a Dios».
+A las ocho de la mañana del 23 tomé canoa para Zambrano, que me contrataron Escobar y el padre Ariza. Me despedí de ellos, agradeciéndoles su espléndida hospitalidad, y llegué a Zambrano mucho antes que el Bismarck. Este barco tuvo que demorarse algunas horas para terminar el montaje del cañón que traía en proa, de tipo antiguo, muy pesado, con proyectiles que hacían grandes destrozos. No era un cañón para marina, y sobre todo para barcos de río, sino de fortaleza. Fue de grande utilidad en el sitio de Cartagena de 1885 y se le nombraba El Vigilante, fue recogido por el Bismarck en Calamar, a donde fue enviado de Cartagena. Instalado en el barco, comandancia de la flotilla de retaguardia, el entonces coronel Aurelio de Castro me refirió, con las correspondientes observaciones muy graciosas de su parte, todo lo que había ocurrido en Barranquilla la noche del 18 de octubre y en el día 19.
+El jefe del movimiento revolucionario había sido, y continuaba siendo hasta entonces, el doctor Julio A. Vengoechea. A la media noche del 18 se apoderaron de la draga Cristóbal Colón, cuya tripulación se había comprometido en el airamiento. La draga era ciertamente el vehículo más apropiado para dominar el río Magdalena. En su proa, tenía instalados todos los aparatos para la limpia y canalización del río. La que se llamaba «cuchara» para extraer el lodo podía servir fácilmente para embestir a los barcos mercantes y destruirlos. A más de eso, el casco de acero de la draga era muy fuerte, construido especialmente para resistir los choques de los troncos y árboles que el río arrastra en su corriente cuando comienza la estación de sequía y para romper los bancos de arena que se van formando y que son la causa de las «varadas» de toda clase de vehículos, aun de los bongos. Convertir la draga en una fortaleza flotante era cosa de poco trabajo. Ya en poder de los revolucionarios y con un equipo de pilotos e ingenieros, con más de un centenar de muchachos valerosos y entusiastas, determinaron hundir otra draga: la Ayacucho, pocas cuadras antes de la boca del caño abajo, para impedir la salida del cañonero Hércules, maniobra que ejecutaron con gran rapidez y habilidad. Si bien en épocas de creciente se podía utilizar para la entrada al puerto de Barranquilla la boca del caño arriba, ya era imposible hacerlo desde la construcción del puente que fue inaugurado el día del centenario de Córdova, cerca del mercado público, para comunicar a Barranquilla con Barranquillita. El plan de los revolucionarios se había desarrollado hasta entonces sin contratiempos ni dificultades y dentro del mayor sigilo, sin que en la ciudad nadie hubiera advertido, ni tuviera la menor sospecha de lo que estaba sucediendo en los muelles de la Compañía Colombiana de Transportes. Pero los contratiempos debían comenzar poco después. El vapor Iris, que hacía el servicio de correo entre Santa Marta y Barranquilla, entró precisamente un poco después de las doce de la noche, y traía a su bordo al general Ramón G. Amaya, primer jefe del batallón Junín, quien regresaba de la capital del Magdalena, a donde había ido a desempeñar una comisión del servicio. Al pasar el Iris, frente a la draga Cristóbal Colón, el general Amaya advirtió que aquella estaba iluminada, lista a zarpar, y notó que la cubierta superior de la nave estaba literalmente ocupada por sujetos que por su indumentaria no parecían tripulantes. Le sorprendió mucho distinguir entre ellos la popular figura del doctor Julio Vengoechea. El Iris continuó su marcha, amarró minutos después en su muelle, y el general Amaya desembarcó y comenzó a preguntar e indagar a los celadores del muelle sobre el movimiento que había visto en la draga Cristóbal Colón.
+La turbación que demostraban al contestarle y finalmente la candidez de uno de ellos de sincerarse de que por su patio no habían entrado los que estaban en la draga Cristóbal Colón, hizo comprender al general Amaya que era, por lo demás, como se vería después, un hombre con excepcionales dotes para la investigación criminal, que el caso era bastante grave y presentaba todas los indicios de un movimiento subversivo. Antes de tocar en su cuartel lo hizo en la casa del general Palacio, a quien le comunicó lo que había visto al parar frente a la draga Cristóbal Colón. Este se levantó inmediatamente y ordenó al general Amaya que con un pelotón de cincuenta hombres se dirigiera rápidamente al muelle que ocupaban los vehículos de la canalización del río Magdalena. Al llegar allí, ya la draga Cristóbal Colón remontaba el río. Los celadores hicieron protestas de su inocencia, manifestando que les había sido imposible resistir a la violencia y fuerza de los asaltantes y llevaron al general Amaya hasta la orilla del canal para mostrar la draga Ayacucho hundida transversalmente, en tal forma que parecía materialmente imposible que ningún vehículo, ni aun canoas de mediano tonelaje pudieran salir al río. Apresados y conducidos a la comandancia en jefe, se les sometió a un interrogatorio. Ya había llegado allí el general Diego A. de Castro, llamado por mi padre y nombrado en ese momento jefe de la flotilla de guerra en operaciones sobre el río Magdalena. Su primera diligencia fue dirigirse a inspeccionar la draga Ayacucho, y del resultado de la inspección dedujo que si bien harto difícil, no era imposible remover el obstáculo. El general De Castro fue el más competente y experto ingeniero mecánico que tenía el país en aquella época. Hizo estudios teóricos y prácticos en los Estados Unidos y se había especializado en el ramo naval. Al regresar a Colombia el señor Cisneros lo nombró jefe de los talleres de sus empresas. Desde las seis de la mañana del 19 comenzaron los trabajos para arrancar la draga Ayacucho del sitio en donde había sido hundida. Trabajos titánicos que no terminaron sino en la noche de ese día, pero al final el general De Castro pudo cantar su primera victoria y trasladarse al Hércules para asumir sus funciones de comandante general de la flotilla de guerra, a la que entraba una nueva unidad, el vapor mercante Colombia, armado durante el día y blindado convenientemente. El cañonero Hércules tenía como comandante al general Elías Rodríguez, y el Colombia fue nombrado del general Ignacio Foliaco. El Hércules y el Colombia fueron las unidades que vencieron a la flotilla revolucionaria la noche del 24 de octubre en el sitio de Los Obispos, un poco abajo de Gamarra.
+El capitán del vapor Bismarck, en el que me embarqué en Zambrano, era el doctor Manuel Antonio Ballestas, dentista graduado en los Estados Unidos, que ejercía su profesión en Barranquilla con muy buen éxito, miembro de una familia tradicionalmente conservadora de Calamar, que fue de los primeros en presentarse a la comandancia en jefe del ejército del Atlántico a ofrecer sus servicios. Pero en el Bismarck encontré también a no pocos y distinguidos jóvenes conservadores de la mejor sociedad de Barranquilla, algunos de ellos «históricos» ciento por ciento. El más grave error político del liberalismo revolucionario fue el de suponer que los conservadores históricos permanecerían indiferentes o neutrales en el caso de guerra. Todo ese numeroso y respetable grupo, con muy contadas excepciones, corrió desde el primer día de la guerra a tomar armas en defensa del Gobierno.
+LA FAMILIA CARBONELL Y LA CAUSA DEL GOBIERNO EN LA GUERRA DE LOS MIL DÍAS — EL PRIMER AYUDANTE DEL COMANDANTE EN JEFE DEL EJÉRCITO DEL ATLÁNTICO — EL RESTABLECIMIENTO DEL DOMINIO CONSERVADOR EN MAGANGUÉ — LA CAPTURA DEL ANTIOQUIA — UN VERTIGINOSO ASCENSO A MAYOR — DE CAPITÁN DE UN BARCO — MOMENTOS DE ANGUSTIA Y DE INCERTIDUMBRE — ACTOS DE VALOR Y DE HIDALGUÍA — EL RELATO DE LA BATALLA QUE SE NOS HIZO A BORDO DEL HÉRCULES — EL PLAN DE LA FLOTILLA REVOLUCIONARIA — UNA ADIVINACIÓN DEL GENERAL AURELIO DE CASTRO — LA INTERVENCIÓN DECISIVA DE FLORES DE LA ROSA, EL MEJOR Y MÁS EXPERTO PILOTO DEL RÍO MAGDALENA — ARTILLEROS DEL PRIMER ORDEN — EL HUNDIMIENTO DE LA DRAGA CRISTÓBAL COLÓN — LA RENDICIÓN DE LOS HEROICOS SOLDADOS LIBERALES.
+ESPECIALMENTE GRATO FUE PARA mí encontrar entre los jóvenes conservadores históricos que iban en el Bismarck a Daniel Carbonell hijo, primogénito del doctor Daniel Carbonell, muchacho valeroso, simpatiquísimo, amigo inseparable de mi sobrino Rafael de Castro Palacio. La familia Carbonell fue de las primeras en acudir a la defensa de la legitimidad, no obstante su acentuado y casi intransigente historicismo. Pero cuando quiera que ella decidía que iba a decidirse en los campos de batalla en la supremacía del Gobierno de fundamentales ideas conservadoras, olvidaba las cuestiones adjetivas, les daba de mano para consagrarse con entusiasmo y absoluto interés, porque todos sus miembros principales eran hombres de posición independiente, al servicio de la causa que en el fondo representaba sus íntimas convicciones. Así en la guerra de 1895 como en la de los Mil Días los jefes de la familia Carbonell, don Francisco, don Próspero y el doctor Daniel, prestaron importantísimos y señalados servicios, y el último concluyó siendo el primer ayudante general del comandante en jefe del ejército del Atlántico, su hombre de confianza, su brazo derecho, confianza a que se hizo acreedor por su lealtad personal, por su don de consejo, por el cariño que le cobró a mi padre. Todos los conservadores históricos de Barranquilla, cuando lo trataron íntimamente se convencieron de su amplitud de miras, de su espíritu de conciliación, y concluyeron siendo sus mejores amigos y sus más sinceros defensores, lo que naturalmente ocasionó que ello despertara ciertos recelos entre el nacionalismo.
+Obligada y larga fue la estada del Bismarck en Zambrano, pues además del montaje del cañón hubo que hacer una reparación en la maquinaria, y salimos de ese puerto en las últimas horas de la tarde. Amanecía el día cuando llegamos a Magangué, única población que se había pronunciado. Al paso del Hércules el general De Castro restableció la autoridad y dejó allí una pequeña guarnición, a la que se sumaron los amigos del Gobierno que fueron sorprendidos por el movimiento revolucionario. También nos demoramos en Magangué para recibir informes de lo que estaba ocurriendo en las sabanas de Bolívar y embarcar ganado para el consumo de las tripulaciones de las flotillas en cumplimiento de órdenes que había dejado el general De Castro.
+El día 25 de octubre después del mediodía, desde el puente superior del Bismarck, divisamos un barco de mediano tonelaje que bajaba el río a toda máquina. El piloto del nuestro, desde su casilla, nos gritó que era el Antioquia y que no traía bandera en proa. El Bismarck se aprestó para el combate con el silbato y se dio señal de ataque. No la atendió el Antioquia y continuó su marcha, pero ya cerca quienes venían tripulando comprendieron que se iban a abrir fuego e inmediatamente enarbolaron, no una, sino varias banderas blancas que agitaban desesperadamente. No eran banderas sino enormes sábanas blancas. El Antioquia atracó en la ladera oriental y el Bismarck fue acercándose lentamente. Subimos al barco que se rendía al coronel Aurelio de Castro, Danielito Carbonell y yo, con unos pocos soldados y procedimos a inspeccionarlo y a interrogar. El capitán del Antioquia nos informó que en Masango, un poco debajo de Puerto Berrío, había tenido que entregarse una partida revolucionaria que había bajado hasta Gamarra, en donde se encontraba la flotilla revolucionaria que comandaba el doctor Julio A. Vengoechea, quien se había dirigido dos días antes a conferenciar con el general Justo L. Durán. Que la noche anterior la flotilla revolucionaria había empeñado una batalla con el cañonero Hércules y el vapor Colombia, cuyos resultados ellos ignoraban, porque habiendo muerto a consecuencia de un disparo de cañón el jefe militar del Antioquia y no teniendo este blindaje, ni ánimo su tripulación para seguir combatiendo, habían escapado del infierno de fuego y metralla, con el propósito de entregarse a la primera fuerza del Gobierno que encontraran en su camino. Por el tono de sus respuestas advertimos que aquella gente sencilla hablaba con perfecta sinceridad. Añadieron que esa mañana a las nueve habían dado sepultura en una playa al jefe antioqueño muerto en la refriega, cuyos nombres nos dieron y lamento no recordar ahora. Nos mostraron el sitio del Antioquia en donde había caído, todavía empapado en sangre. El coronel De Castro resolvió tomar posesión del barco porque era entonces entre los que navegaban el río Magdalena, a excepción del Hércules y del Elena, el de mayor velocidad, y el Bismarck venía a paso de tortuga. Lo convirtió en buque aviso y lo puso a órdenes del mayor Julio H. Palacio y del capitán Daniel Carbonell Roca. De un soplo había sido ascendido de capitán a mayor. Continuamos la marcha a toda máquina, de vanguardia, y el coronel De Castro a bordo, tomando la retaguardia el Bismarck. Teníamos ansiedad por saber cuál había sido el resultado de la batalla de que desertó el Antioquia. Un poco después de las dos de la tarde divisamos el cañonero Hércules. Hubo un instante, instante de angustia y sobresalto, en el que tuvimos casi la certidumbre de que la batalla había sido perdida por la flotilla del Gobierno. Tanto el coronel De Castro como Carbonell y yo vimos con el auxilio de un anteojo de larga vista que en el palo de proa traía el cañonero Hércules la bandera nacional y una bandera roja. Nos tocaría, pues, combatir con un buque armado y blindado, y nosotros íbamos a cuerpo gentil. El Bismarck no podía ayudarnos porque venía a una gran distancia. Cuando deliberamos si era el caso de echar proa abajo y de parapetarnos tras el Bismarck alcanzamos a oír que en el Hércules tocaban diana, y poco después su silbato nos daba el alto. También el general De Castro tuvo un momento de vacilación e incertidumbre, porque él había visto entrar al Antioquia en fila de batalla la noche antes y sabía que estaba en poder de los revolucionarios. Mas de algo sirven el valor y la hidalguía. Él ordenó que no se hiciera fuego al Antioquia y luego que era una cobardía atacar a un pequeño barco sin blindaje y que se presentaba inerme casi y muy probablemente a rendirse. Frente a frente las dos unidades, vimos al general De Castro de pie, erguido y sonriente, apenas con un ojo vendado, entre sus dos ayudantes, los capitanes Diógenes A. Reyes y Luis del Valle. Nosotros pasamos al Hércules a recibir órdenes del comandante en jefe y después de las naturales muestras de efusión, el general De Castro nos hizo el relato y descripción de la batalla de la noche anterior. Le oímos con avidez y aquello nos parecía un sueño. La flotilla revolucionaria había sido hundida y diezmada, y todos sus jefes habían pagado con la vida su heroísmo y temeridad. Mentalmente elevé una oración por el alma de Efraín Mejía, a quien yo, y seguramente mis hermanas se la debíamos entera. Pregunté por Faraón Pertuz y el general De Castro me contestó que vivía y estaba prisionero en el vapor Colombia. Reconstruyó a grandes rasgos la batalla de Los Obispos. La flotilla revolucionaria había escogido como mosca o buque aviso al Yeseken, que hacía crucero entre Gamarra y El Banco. Al anochecer del 24 el Yeseken divisó saliendo de El Banco al Hércules y al Colombia, y estos a su turno también divisaron al Yeseken, que se devolvió inmediatamente a la flotilla a que pertenecía para avisar de la aproximación de la enemiga. Aceleraron su marcha el Hércules y el Colombia, y a eso de las diez oyeron clara y distintamente los silbatos de la draga Cristóbal Colón, el Elena, el Elbers, el Cisneros, el Antioquia, que pedían vapor y la señal de que se ponían en movimiento. El plan de la flotilla revolucionaria no era, con todo y presentarse al combate sin haber revestido de blindaje a sus buques, enteramente descabellado y temerario. Se proponían hundir al Hércules arrojando sobre él la enorme masa de la draga Cristóbal Colón. Pero ese plan lo había presentido o adivinado el general De Castro y se habían preparado muy de antemano para hacerlo fracasar. En un lugar del río, cuyo nombre no recuerdo, habían desembarcado los revolucionarios al mejor y más experto piloto del río Magdalena, conservador muy entusiasta y de arraigadas convicciones: a Flores de la Rosa. Hombre de avanzada edad y que pensaba ya en retirarse del servicio. El general De Castro lo recogió y entrególe inmediatamente el puesto del primer piloto del Hércules. Conversando con Flores de la Rosa le manifestó que si los revolucionarios le presentaban combate abajo de Puerto Wilches, era indudable que sus barcos no estarían blindados, porque sólo en Wilches podrían encontrar rieles para esa operación. «Supongo que el plan de ellos es hundir el Hércules, por lo cual tú debes superarte en habilidad sacándole el cuerpo a los empujes de la draga y del Elena y desde que se inicie el combate procura navegar en zigzag». El viejo Flores de la Rosa cumplió a cabalidad las instrucciones de su jefe y con admirable pericia.
+Para la batalla, la flotilla revolucionaria se abrió en dos alas y el Hércules y el Colombia tomaron el centro. Pero la primera cometió, más que una imprudencia, un grave error. No apagó su iluminación y, en consecuencia, presentaba un envidiable blanco. En cambio el general De Castro ordenó desde la salida de El Banco que el Hércules y el Colombia apagaran todas sus luces. Estos barcos, especialmente el primero, estaban muy bien artillados. El Hércules tenía en proa un cañón Maxim de tiro rápido y otro de popa, comprados pocos meses antes en Inglaterra, y excelentemente manejados. El de proa por el capitán Luis María Ramos, bogotano muy valeroso y sereno, quien murió aquí hace pocos años, después de haberse retirado del servicio militar y de haberse dedicado con buen éxito a negocios de comercio. Ramos era un artillero de primer orden: de él se podría decir, sin hipérbole, que donde ponía el ojo ahí ponía el proyectil. El cañón de popa lo manejaba el contador del Hércules, capitán Antonio Joaquín Barros, barranquillero que por afición se dedicó a practicar el manejo de esa arma. En la casilla superior del barco se montó una ametralladora también recientemente adquirida que aprendió a manejar toda la guarnición del buque. La flotilla del Gobierno le llevaba pues estas ventajas a la revolucionaria: primera, no presentaba blanco la noche de la batalla, oscura como boca de lobo; segunda, estaba blindada y artillada y con suficiente infantería, armada con rifles Máuser; y tercera, el piloto del Hércules era, sin disputa, el más hábil y experto entre los que navegaban en el Magdalena en aquel tiempo, y además, muy valeroso y sereno.
+Efectivamente toda la estrategia revolucionaria se reducía a hundir el Hércules, y desde el primer instante del combate comenzaron a ejecutarlo. Dijérase que aquella fue una feroz lucha entre muchos toros bravos y un torero resuelto a no dejarse coger. Primeramente se le fue encima al Hércules la draga Cristóbal Colón, y Flores de la Rosa logró hacerle dos admirables quites. Mientras tanto vomitaban sobre la flotilla revolucionaria fuego y metralla la artillería y la infantería del Hércules y del Colombia. Los heroicos, los audaces, los temerarios ocupantes de esta estaban casi desarmados, no creo que tuvieran unos pocos fusiles más de los que embarcaron en el Piñón, como bultos de queso. Y en lo más recio de la batalla, cuya duración no fue más de un cuarto de hora, y en el obstinado empeño de hundir al Hércules, ocurrió lo imprevisto, lo trágico, lo terrible: el Elena chocó contra la draga Cristóbal Colón, y esta se hundió totalmente, tan totalmente, que no se pudo señalar el sitio preciso en donde sucedió la catástrofe. Allí, bajo las revueltas aguas del Magdalena encontró su tumba Pérez Farandiño, que comandaba la draga Cristóbal Colón, y junto con él muchísimos desconocidos soldados del liberalismo; marineros, fogoneros, sopleros, etcétera. Y para remate de la tragedia, la flotilla revolucionaria quedó huérfana de sus principales jefes. Instalado su cuartel general en la casilla del Cisneros, los disparos de la ametralladora del Hércules hicieron blanco en ella, sin buscarlo, fatalmente, y todos murieron allí, y todos, sin excepción a consecuencia de heridas recibidas en sus cabezas. De la flotilla revolucionaria salieron entonces los gritos melancólicos: «¡Estamos rendidos!», y quienes los lanzaban exponían sus vidas, pues para que fueran oídos tenían que hacerlo desde las cubiertas superiores de los barcos. Las cornetas del Hércules tocaron cesar el fuego, y seguidamente la flotilla revolucionaria arrojó anclas y fondeó en mitad del río.
+Al rayar el alba del día siguiente, 25 de octubre, el general De Castro tomó posesión de los barcos vencidos, de los prisioneros, y no diré que del material de guerra, porque no existía. Tuvo él siempre un grande, un entrañable afecto por el doctor Julio A. Vengoechea, y grande fue así mismo su alivio cuando recibió el informe de que no había estado presente en la batalla y que se encontraba en Ocaña. Proponíase el general De Castro tratar a cuerpo de rey a Efraín Mejía, y amarga fue su sorpresa al encontrarlo muerto en la casilla del Cisneros. Pregunté a mi cuñado qué suerte habían corrido tres amigos por quienes me interesaba vivamente: por Nelson H. Juliao, Faraón Pertuz y Alberto Chewing, este último primer ingeniero de los barcos mercantes que navegaban el río Magdalena, muy competente y al propio tiempo con dotes de mando. El dolor que me causó el sacrificio de Efraín Mejía tuvo una compensación, la de saber que aquellos estaban sanos y salvos y bajaban prisioneros en el Colombia.
+Si he relatado todos estos episodios que fueron el preludio de la guerra civil en el Atlántico, sin ínfulas de historiador, ni de crítico militar, ha sido para consignar una observación personal: en nuestras contiendas fratricidas, y con muy raras excepciones, hubo cierta nobleza, cierta hidalguía que les daba un simpático carácter: los colombianos se batían por ideas y por ideales, sin odios, y muchas veces en los campos de batalla cancelaban sus querellas particulares y se daban el abrazo de reconciliación. Lo que hace ciertamente contraste con estas luchas políticas del presente, incruentas sí, en las que abundan los espectáculos del odio disimulado bajo cortesanas apariencias de la envidia, de la ruin venganza, de la malsana emulación.
+La batalla de Los Obispos fue una demostración de que los hijos del litoral atlántico son tan valientes y arrojados de los de otras secciones de la República. Toda la flotilla revolucinaria estaba tripulada y guarnecida por barranquilleros, ninguno desertó de sus puestos, ni se ocultó en lo más recio de la batalla; tan sólo en el vapor Antioquia hubo unos pocos pusilánimes y cobardes que se aprovecharon de un momento de confusión y desorden para abandonar el sitio en donde iba a decidirse, y se decidió seguramente, la suerte de las reivindicaciones del liberalismo. Y esos pocos quedaron presa de pánico y espanto. A tal punto que voy a referir un gracioso incidente después de haber referido tantos tristes episodios.
+Cuando ocupamos en el mediodía del 25 de octubre el vapor Antioquia, lo recorrimos minuciosamente para cerciorarnos de que no se había ocultado o escondido un pájaro de cuenta. Todos los camarotes estaban abiertos y a nadie encontramos en ellos, pero cuando fuimos a abrir la puerta del baño, la encontramos cerrada. Golpeamos fuertemente y no se abría. Solicitamos la llave y el mayordomo contestó que la había entregado en la mañana, y no recordaba a quién. Ya nos preparábamos a forzar la puerta cuando fue abierta y advertimos que un individuo se ocultaba tras de ella. El cuarto de baño del Antioquia estaba provisto no sólo de ducha sino de tina. El individuo que se ocultaba se nos presentó a medio vestir y chorreando agua. La tina estaba llena hasta sus bordes. «¿Y usted qué hace aquí?», le preguntó el general De Castro. Con impúdica franqueza le contestó: «Es que cuando yo supe que íbamos a tener una furrusca como la de anoche, abrí la llave de la tina y me metí dentro». «¿Y con qué objeto?», le dijo alguien. Un poco turbado añadió: «Es que yo he oído decir que el agua apaga la bala, y yo no quiero morir de bala: el plomo se hizo para los ponches, pero no para los cristianos. Yo quiero que me desembarquen, pues no nací para ver estas cosas tan horribles». Esto dicho, naturalmente, con el más puro acento costeño, el de la gente de color. El miedoso era un sirviente negro, muchacho todavía.
+LA OPORTUNA INFORMACIÓN DE UN ACUCIOSO COPARTIDARIO — UNA COMISIÓN DE IMPORTANCIA — EN GRAN PELIGRO — GRAN SUSTO — FARAÓN PERTUZ, PRISIONERO — UNA INTERESANTE, AUNQUE INEXACTA ANÉCDOTA DE VIVES GUERRA — LA VERDAD SOBRE LOS PRISIONEROS HECHOS EN LA BATALLA DE LOS OBISPOS — LLEGADA DE LA FLOTILLA A BARRANQUILLA — LA REVOLUCIÓN EN SABANALARGA — LAS FAMILIAS MANOTAS Y SALAZAR — CURIOSA PUGNA — DE CRUCERO ENTRE SITIO NUEVO Y CALAMAR PARA EVITAR QUE LOS PRONUNCIADOS EN PIVIJAY ENTRARAN AL DEPARTAMENTO DE BOLÍVAR — LA AFICIÓN DE LOS HIJOS DE SABANALARGA CON LAS PROFESIONES LIBERALES Y EN ESPECIAL POR EL ESTUDIO DE LAS LEYES — EL DOCTOR MANUEL S. MANOTAS — UN SIMPÁTICO INCIDENTE EN EL LEÑATEO DE SANTA RITA — UN CABARCAS — EL GENERAL DE CASTRO Y YO — LLEGAMOS A ANAPOIMA.
+CERCA DE DOS HORAS PERMANECIERON acostados el Hércules y el Antioquia, conferenciando el general en jefe de la flotilla, general Diego A. De Castro, con el comandante general de la retaguardia, coronel Aurelio de Castro, y en espera del vapor Colombia, que venía bastante averiado, pues en el combate de la noche anterior había tenido un choque con alguno de los barcos de la revolución. En el colombiano, como lo he dicho ya, venían todos los prisioneros de guerra, bajo la custodia de su jefe, general Ignacio Foliaco. Pero el Colombia no se divisaba en el horizonte, y el general De Castro ordenó que emprendiéramos marcha río abajo. En ese momento llegó en una canoa al costado de Hércules alguno de los conservadores más prestigiosos y activos de la región, quien creyó de su deber avisarnos que en un municipio cuyo nombre no recuerdo, y en jurisdicción del departamento de Bolívar, situado a orillas de uno de los numerosísimos brazos o canales del río Magdalena, el colector de Hacienda estaba muy inquieto porque tenía en su poder cerca de mil pesos y que convenía que los recogiéramos. El general De Castro preguntó al diligente copartidario si él juzgaba posible que el Antioquia entrara hasta aquel pueblo —el Antioquia era un barco de poco tonelaje y calado— y le contestó que todos los brazos o canales estaban muy «crecidos», y que el Antioquia podía navegar en cuales quisiera de ellos sin ninguna dificultad. Inmediatamente ordenó que nos dirigiéramos en el Antioquia a practicar esa diligencia, porque harto necesitada estaba ya la flotilla de fondos, pues estaban casi agotados los que se entregaron en Barranquilla. El oficioso copartidario se embarcó con nosotros y a toda máquina nos dirigimos a cumplir la comisión. El barco insignia nos esperaría en Magangué. Por cierto que el pueblecillo en donde estaba el colector de Hacienda era de lo más pintoresco y risueño que yo hubiera antes visto a orillas del Magdalena o de sus afluentes. Embarcamos al colector con su precioso y oportuno recaudo y salimos nuevamente al gran río. Serían más o menos las cinco de la tarde. Una tarde brumosa, de invierno tropical, y amenazaba lluvia. Ya en mitad del río alcanzamos a divisar el Colombia, que nos dio la pitada de ¡alto! El coronel Aurelio de Castro resolvió no obedecerla y continuar viaje. Conversábamos con él Danielito Carbonell y yo en el puente superior del Antioquia, cuando comenzamos a oír un ruido bastante raro, como de gruesas gotas de lluvia que cayeran sobre el piso del barco. «Ya comenzó a llover», dijo el general De Castro. Mas de improviso observé que las tales gotas perforaban las planchas de cinc que cubrían el puente superior, y exclamé: «Qué lluvia, esta es pura bala». El Colombia había puesto a funcionar su ametralladora, en atención a que no le habíamos obedecido. Corrimos más grave peligro en aquellos instantes que el que hubiéramos corrido al asistir a la batalla de Los Obispos. El coronel De Castro pidió al corneta de órdenes que tocara cesar el fuego, pero el corneta no tenía buenos pulmones. Entonces el sargento Luis M. Martínez arrancó de las manos del incapaz ejecutante su instrumento y corriendo hacia la popa —pues el Antioquia bajaba—, exponiendo su vida, tocó con toda la fuerza y maestría de un jefe de banda, cesar el fuego, con la seña y contraseña del batallón Junín, e inmediatamente la ametralladora del Colombia dejó de funcionar, pero su silbato nos repitió la orden de alto, y el Antioquia se puso al paro. Se acercó el Colombia a nuestro costado, y el general Foliaco interrogó en poder de quién estaba nuestro barco. Se le contestó que comandado por el coronel Aurelio de Castro y que veníamos de cumplir una comisión e íbamos a dar cuenta de ella al comandante en jefe de la flotilla, que nos esperaba en Magangué. Más cerca el Colombia y el Antioquia, el general Foliaco pudo reconocernos, cambiamos cordiales saludos y continuamos viaje. El pobre colector pasó un gran susto y no fue menos, a decir verdad, el nuestro. Tuvimos la curiosidad de contar los impactos que la ametralladora del Colombia hizo sobre el Antioquia, y eran más de sesenta. De milagro no hubo desgracias personales. El negro de mi historia no tuvo tiempo de sumergirse en la tina e imploró, suplicó, con lágrimas en los ojos, que lo desembarcáramos en Magangué.
+La medianoche sería cuando llegamos a Magangué, y al referirle nuestra aventura al general Diego A. de Castro, tuvo fuertes palabras de censura para el general Foliaco, a nuestro juicio con alguna injusticia, pues el veterano militar abrió fuego hacia el Antioquia porque no le había obedecido. El Colombia llegó mucho después que nosotros, e inmediatamente fuimos a visitar a nuestros amigos personales, prisioneros de guerra. Al estrechar la mano de Faraón Pertuz, me dijo con cierta sorna: «Espero que usted me hará soltar como yo lo solté a usted». Nuestras relaciones eran muy recientes y todavía nos tratábamos de «usted». Yo le contesté: «Con mucho gusto haré todo lo posible para que lo suelten, pero usted era en el Elbers el jefe y yo aquí soy subalterno».
+Hace algún tiempo leí en una de las interesantes anécdotas históricas que publica en El Tiempo el castizo escritor don Julio Vives Guerra que el general Aurelio de Castro, obedeciendo a impulsos de su noble y generoso corazón, había procedido a poner en libertad a todos los prisioneros de la batalla de Los Obispos que se habían entregado a su custodia. La anécdota es inexacta. No dudo que Aurelio de Castro —al comenzar la guerra de los Mil Días, coronel— hubiera procedido así al habérsele entregado los prisioneros, pero ni por un momento estuvieron estos bajo su custodia. Además, aun cuando militar por afición o deporte, Aurelio de Castro era disciplinado y conocía muy bien que su primo Diego no toleraba a sus subalternos actos de indisciplinas y más aún de insubordinación. Los prisioneros de guerra de Los Obispos los entregó al llegar a Barranquilla el general Diego A. de Castro al comandante en jefe del ejército en el Atlántico, y este a su turno a la primera autoridad civil de Barranquilla, quien los envió luego a Cartagena.
+A Barranquilla llegó la flotilla vencedora el día 27 de octubre en las horas del mediodía. El júbilo y las manifestaciones de entusiasmo por el triunfo no fueron completos. El general Diego A. de Castro era víctima de crueles dolores en uno de sus ojos, que sin embargo no presentaba señal de herida, ni siquiera de la más leve rasgadura. Pero el dolor era incesante, le quitaba el sueño y comenzaba ya a extenderse a toda la cabeza. Él sostenía que tenía un cuerpo extraño dentro del ojo, que probablemente sería una minúscula partícula del acero de la trinchera desde la cual dirigía la batalla. Con el reposo, los cuidados de la familia y aplicaciones externas que le hicieron los médicos en Barranquilla, el dolor disminuyó un tanto, y poco días después no pasaron de tres, asumió de nuevo el mando de la flotilla y subió el río Magdalena. Nada se sabía del interior de la República, ni de los barcos a los que sorprendió la revolución en La Dorada. Si de estos se había apoderado la revolución, era inminente una nueva batalla.
+He dicho antes que no voy a hacer la historia de la guerra de los Mil Días; que referiré sólo lo que yo presencié, lo que vi, y los episodios e incidentes de que fui testigo. El teatro de la guerra fue vastísimo. Casi todo el país; su duración fue dilatadísima. Apenas me dilataré a dar una impresión de conjunto del terrible drama. En la costa Atlántica hubo pronunciamiento en la ciudad de Sabanalarga, que estuvo pocos días bajo el dominio de la revolución y sus fuerzas abandonaron la plaza para presentar combate en Piojó, donde fueron vencidas. Corrióse el riesgo de una división en el liberalismo con la ocupación de Sabanalarga. En aquella lejana época existía en Sabanalarga una enconada y profunda discordia entre las dos patricias familias de aquel lugar: la familia Manotas y la familia Salazar. La familia Salazar estaba políticamente dividida: era liberal el eminente jurisconsulto, brillante publicista y hombre de letras doctor Clemente Salazar M., y conservador o nacionalista, el señor, su hermano don Pedro Salazar M. La familia Manotas, toda liberal. Su cabeza principal, también un eminente jurisconsulto, un político sagaz y de vastas influencias, el doctor Francisco de P. Manotas. Muy difícil y enojosa era la posición de mi padre ante esa pugna, porque él fue, hasta su muerte, amigo personal, íntimo y sincero de los dos contendores: de Clemente Salazar y de Francisco de P. Manotas. Y de ambos éramos vecinos en Barranquilla. Vivía el general Palacio pendiente y preocupado por el nombramiento de prefecto de la provincia de Sabanalarga e indicaba siempre a los gobernadores de Bolívar que buscaran para el desempeño del empleo a sujetos ecuánimes respetables, que nada tuvieran que ver con la discordia regional. Naturalmente con el pronunciamiento de Sabanalarga el conservador más notable, más pudiente de la ciudad, don Pedro Salazar, fue aprehendido por los liberales y se le exigió contribución de guerra. Los sentimientos y afectos de familia son sagrados y predominan por sobre las ideologías políticas. El doctor Clemente Salazar se enojó profundamente por la manera como había sido tratado por sus copartidarios en armas don Pedro Salazar, y publicó una hoja volante, bajo el título de «Página sombría», que casi lo malquista políticamente para siempre con el liberalismo de Barranquilla y Sabanalarga. Mas a poco se impuso la comprensión. Clemente recuperó la confianza de sus copartidarios y continuó prestando su concurso a la causa de la revolución. Lo curioso de esta pugna entre Salazares y Manotas de que tenían sus momentos de calma, de apaciguamiento, y entonces veíamos a Clemente Salazar y Pacho Manotas reconciliado, al menos en apariencia, saludarse y departir amistosa pero fríamente. Hoy, por fortuna, la pugna o rivalidad ha desaparecido y, según me cuentan, entre los dos ilustres apellidos existe tácitamente un armisticio.
+Hubo también pronunciamiento en algunas poblaciones del departamento del Magdalena, en Pivijay especialmente, cercanas a las riberas del Magdalena, y se habló de que los pronunciados pensaban atravesar el río y trasladarse a Bolívar. Ante esta posibilidad, la tarde misma de nuestra llegada a Barranquilla el Antioquia fue destinado a hacer crucero continuo entre Sitionuevo y Calamar, y seguimos haciéndolo hasta que pasó el general Diego A. de Castro y nos ordenó seguir tras él. Nuestras guerras civiles que, lo repito, tenían entre su infinita secuela de males algunas cosas buenas y simpáticas, permitieron a los colombianos del siglo pasado conocer el país y que los hijos de sus distintas secciones fraternizaran en las campañas militares y se apreciaran y trataran todos como hijos de una sola patria. Y para quien tuviera dotes de observador, las guerras resultaban de incomparable utilidad para estudiar el carácter colectivo e individual de las gentes, no sólo de bastas zonas del país sino de determinadas ciudades y hasta de pequeñas aldeas. Digo esto al propósito de comentar una anécdota de que fui testigo en los pocos días del crucero que hicimos en el Antioquia, de Sitionuevo a Calamar.
+Sabanalarga tiene, sin duda, el privilegio envidiable de que sus pobladores, mujeres y hombres, sean seres dotados de fina inteligencia y fecunda imaginación. Porque así como hay familias de inteligentes y familias de imbéciles, hay también pueblos inteligentes y pueblos torpes. De que fue y es gente inteligente la de Sabanalarga lo demuestra la afición de sus hijos por el estudio y ejercicio de las profesiones liberales. Porque no sólo tuvo ella en el pasado jurisconsultos y abogados notables, sino también médicos eminetes. Entre ellos recuerdo al doctor S. Manotas, que lo fue de mi casa durante los años inmediatamente anteriores a la guerra de los Mil Días, y a quien le debo un consejo, una advertencia que ha sido para mí de grande utilidad en la vida, consejo y advertencia que me mantuvieron muy temeroso y muy sobresaltado durante el curso de la campaña en el río Magdalena. Alguna vez, como consecuencia de la caída desde un coche en movimiento, sufrí la luxación del brazo derecho. El doctor Manuel S. Manotas volvió el brazo a su sitio, pero me advirtió que en lo futuro no debía hacer con él ejercicio prolongado y violento, especialmente el de la natación, a la cual era yo muy aficionado. Y durante la campaña pensaba: si hunden el barco y tengo que arrojarme al agua, me voy a ahogar, porque no podré nadar sino breves momentos, se luxará el brazo y quedaré inmovilizado. Pero la afición predominante en los sabanalargueros es por la abogacía, les seduce la controversia, la discusión, mas no se crea que esa disposición espiritual existe sólo en la mejor clase social: también en las clases populares, y por lo menos hace medio siglo no había sabanalarguero, así fuera el más humilde, que desconociera las disposiciones legales que amparan sus derechos y le pusieran obligaciones.
+Ocurrió que haciendo el Antioquia el crucero a que me he referido, atracamos en un leñateo denominado Santa Rita (Ribera de Bolívar), para proveernos de combustible. Tomamos un cierto número de «pilas de leña» y cuando llegó el momento de pagarlas, el contador del barco dijo que no tenía en caja dinero suficiente. Pedimos que subiera a bordo el dueño o propietario del leñateo. A poco se presentó, era un hombre de talla gigantesca, de más elevada estatura que el doctor Olaya Herrera, vigoroso y esbelto, muy moreno, calzaba sandalias, calzado entonces de uso en las clases populares de la Costa, al que se daba el nombre de «abarcas». El sujeto tenía maneras y ademanes de gente decente. Al comparecer ante nosotros se descubrió y saludó muy respetuosamente, manifestando que estaba a nuestras órdenes. Le expusimos sencillamente que la caja del barco no tenía fondos suficientes para pagarle su leña, pero que en cambio le daríamos un recibo por su valor para que pudiera cobrarlo en Barranquilla en la comandancia general del Ejército, o que, si él prefería, podríamos cubrírselo tan pronto como se nos enviaran recursos. Lentamente, como midiendo sus palabras y en tono menor, el propietario del leñateo nos habló así: «Ustedes saben mejor que yo que si aun en tiempo de guerra nadie puede ser privado de su propiedad en todo o en parte, sin previa indemnización, etcétera. Yo no voy a Barranquilla nunca, ni tengo negocios en Barranquilla, e imponerme el trabajo de ir hasta allá a cobrar el recibo me causa perjuicios. Prefiero, confiado en la palabra y buena fe de ustedes, que me paguen aquí cuando reciban dinero, pero les ruego que hagamos un acta en que conste que se ha tomada la leña y no se me ha pagado». Y hubo que escribirle el acta, casi que toda ella bajo su dictado, en atención a que él lo pedía con las palabras más comedidas y corteses. Aquel hombre despertó en mí curiosidad y simpatía y le pregunté: «¿De dónde es usted?». «Yo soy de Sabanalarga», me contestó. Volví a interpelarle: «¿Usted ha estudiado leyes?». He aquí su admirable respuesta: «No las he estudiado, pero sí las he leído, porque soy ciudadano y el ciudadano debe conocer sus derechos y sus deberes».
+Al día siguiente de sucedido este episodio pasó el buque aviso Flora frente al Antioquia, y recibimos remesa de Barranquilla. Fuimos a Santa Rita, le pagamos su leña al hombre de mi historia y él nos entregó el acta que le habíamos firmado, no sin decirnos espontáneamente que había tomado copia de ella, por si volvía a repetirse el caso. Y en este momento despierta la memoria y recuerdo que su apellido hace consonancia con abarca. Era un Cabarcas. Tal es la mentalidad y la psicología del sabanalarguero.
+De nuevo en marcha el Antioquia, río arriba, de mosca, o sea, de vanguardia de la flotilla al mando del general Diego A. de Castro, los terribles dolores en el ojo habían vuelto a molestarlo, lo desvelaban y mantenían de no muy buen humor. Pero su férrea energía lo mantenía en pie y resuelto irrevocablemente a llegar hasta La Dorada y despejar por completo el río de la amenaza y el predominio de la revolución. Cuando hacíamos alto, Aurelio de Castro y yo nos trasladábamos al Hércules, no sólo más que para recibir órdenes verbales, sino para enterarnos del estado de salud de nuestro familiar y jefe, que nos preocupaba profundamente, pues veíamos que empeoraba día tras día. Ni en Magangué, ni en El Banco, ni en Puerto Nacional, ni en Gamarra las oficinas telegráficas tenían noticias del interior de la República. La incomunicación era total, absoluta. Tan sólo en Gamarra pudimos obtener vagas noticias, que traían arrieros, procedentes de Ocaña, ocupada por la revolución. Una mañana, imposible precisar la fecha de la cita, atracamos en Bodega Central. Allí supimos que el río Lebrija, vía por la que hacíase en aquella época el tráfico con Bucaramanga en lanchas a vapor estaba dominado por el revolucionario Meneses. El general De Castro resolvió detenerse para obtener datos e informaciones más concretas y dejar planeada una expedición que fuere a combatir a Meneses. Hacia el mediodía el vigía del Antioquia anunció que estaba a la vista buque de arriba. El silbato del Hércules dio la señal de «pedir vapor», al que respondieron todas las unidades de la flotilla. Apareció en una vuelta del río el buque avistado. Todas las tripulantes gritaron «¡Es el Martínez Bossio!». El Martínez Bossio era uno de los barcos de mayor velocidad y venía navegando a toda máquina y cual poseído de la mayor confianza y tranquilidad. La flotilla, poseída de ellas también, no hizo aprestos de combate, ni siquiera soltó amarras. Tan sólo trasmitió al Martínez Bossio la señal de alto, a la que este correspondió disminuyendo considerablemente su velocidad y comenzó a marchar sólo al impulso de la corriente. Con anteojos de larga vista mirábamos ansiosos al Martínez Bossio: traía muchos soldados, pero con uniformes del Ejército Nacional. El rojo de los pantalones se destacaba nítidamente en la reverberante claridad del mediodía. Y ya al alcance de la vista natural distinguí en el puente superior del barco al doctor José Manuel Goenaga, de quien sabíamos que había sido nombrado gobernador de Bolívar poco antes de estallar la guerra.
+Atracado en Bodega Central el Martínez Bossio, el doctor José Manuel Goenaga subió inmediatamente al Hércules y tuvo una larga conferencia, de más de dos horas, con el general Diego A. de Castro. La tranquilidad y la confianza con las que viajaba el Martínez Bossio tenía su fundamento. A Bogotá había llegado por la vía cablegráfica de Panamá y Buenaventura la noticia trasmitida desde Barranquilla de la victoria del general Diego A. de Castro en Los Obispos y de que estaba completamente despejado el Bajo Magdalena. El doctor Goenaga ya en ejercicio de la Gobernación y Jefatura Civil y Militar del departamento de Bolívar, empleo del cual había tomado posesión ante dos testigos horas antes, en San Pablo, límite entre este departamento y el de Antioquía, y alarmado por el estado de salud de mi cuñado Diego, le ordenó imperativamente que siguiera hasta La Dorada y llegara hasta Bogotá, en donde, según él, estaba ejerciendo un oculista ya famoso y célebre, el doctor Indalecio Camacho, que podría operarlo si era necesario. Accedió el general De Castro a ello, en atención no sólo a que se trataba de una orden superior de autoridad competente, sino a que no existía ya peligro, ni amenaza en el río, e inmediatamente me ordenó con el mayor cariño que pasara mi equipaje al Hércules, pues él no vendría a Bogotá sin mi compañía: «Así estará más tranquila Virginia», añadió. Se encargó de la comandancia general de la flotilla al coronel Aurelio de Castro, a quien pocos días después ascendió el comandante en jefe del ejército del Atlántico a general, y el buque insignia comenzó al caer la tarde su viaje hacia La Dorada.
+En Honda nos encontramos con el general Manuel Casabianca, que venía nombrado comandante en jefe del Ejército en operaciones sobre el norte de Santander, y traía una fuerza regular muy escasa. Él se proponía, según nos lo dijo, tomar en Barranquilla los batallones veteranos que hacían la guarnición de esta ciudad y la de Cartagena.
+LA LLEGADA DEL GENERAL DE CASTRO Y YO A ANAPOIMA — LA CITA CON EL PRESIDENTE — LA ACTITUD DE LA PEQUEÑA POBLACIÓN SEDE DEL ÓRGANO EJECUTIVO — LA POSADA DONDE DESPACHABA EL MINISTRO DE GOBIERNO — LAS DIFICULTADES PARA LA DIRECCIÓN DE LA GUERRA — EL JEFE DEL ESTADO DEDICADO A JUGAR AL TRESILLO — UNA PARTIDA QUE NO SE INTERRUMPIÓ — «¿QUÉ SE SABE DE MOSQUERA?» — EL «DESPISTE» DEL MANDATARIO — LA EXPLICACIÓN DEL 31 DE JULIO — LO QUE SE LLAMA UN GOBIERNO PATERNAL — LA VÍCTIMA INOCENTE DE UNA LEALTAD ADMIRABLE — EL VIAJE DE REGRESO A BARRANQUILLA — EL VAPOR VENEZUELA — EL GENERAL NICOLÁS PERDOMO — LOS ATAQUES DE LAS GUERRILLAS LIBERALES — EL PINTOR ZAMORA — DE LA DORADA A BARRANQUILLA EN 52 HORAS A BORDO DEL MARTÍNEZ BOSSIO — LA OPERACIÓN DE MI CUÑADO.
+EN HONDA, EL GOBIERNO PUSO a disposición del general De Castro el vapor Venezuela, para que subiere hasta Girardot. Hicimos el viaje sin contratiempo alguno, y aun cuando se decía que el Alto Magdalena estaba plagado de guerrillas, en lugar ninguno fuimos molestados. En Girardot un tren especial nos esperaba y nos condujo hasta Anserma, punto terminal entonces del ferrocarril, muy cercano a Anapoima. La «residencia legal» del presidente doctor Manuel A. Sanclemente. La comitiva del general De Castro la integraban sólo tres ayudantes: el mayor Julio H. Palacio y los capitanes Diógenes A. Reyes y Luis del Valle. Todos tres nos desvivíamos cuidándolo y atendiéndolo. Pero empeoraba visiblemente. Los crueles dolores no le dejaban dormir ni un solo minuto. Un hombre cuyo apetito era proverbial, no probaba casi bocado. Recuerdo que en Anserma, viéndonos almorzar vorazmente a sus tres ayudantes, nos dijo, contrariado: «¡Caramba, no coman tanto que me dan envidia!». De Anapoima nos envió el ministro de Gobierno, nuestro pariente Rafael María Palacio, magníficas cabalgaduras y un oficial para que nos acompañara. Desmontamos en Anapoima todavía con luz solar. El ministro de Gobierno había pedido a Bogotá no sólo al doctor Indalecio Camacho sino a otros notables médicos, entre los que recuerdo siempre con el invariable afecto que desde entonces le profesé al doctor Luis P. Calderón. Esa misma misma noche los médicos, entre los que recuerdo siempre al general De Castro, tuvieron larga consulta y predominó el concepto del doctor Indalecio Camacho, que fue este: en el ojo del paciente hay un cuerpo extraño y es no sólo indicado sino urgente extraer el ojo. Aquí es muy difícil y peligroso hacer la operación. Hay que practicarla en Bogotá o en Barranquilla. El general De Castro, con uno de sus ademanes imperativos habituales, y con palabras que no admitían réplica, resolvió el problema: «Yo peleo donde se me presente la ocasión, y prefiero pelear lejos de mi casa, pero yo no me hago operación lejos de mi mujer. Si usted, doctor Camacho, cree que no corre peligro mi vida inmediata, véngase conmigo para Barranquilla a operarme». La buena suerte acompañaba al general De Castro, porque el doctor Camacho, tenía que ir forzosamente a Barranquilla, pues estaba nombrado médico de le comisión demarcadora de límites con Venezuela, y estaba ya en Anapoima con todos los miembros de ella, y su contrariedad habría sido la de tener que regresar a Bogotá y demorarse aquí algunos días. Con absoluta honradez profesional, el doctor Camacho manifestó que si el viaje se hacía en un término no mayor de cinco días, era absolutamente seguro que la infección en el ojo podría resistir ese breve plazo, pero no uno mayor, porque llegaría hasta las meninges, produciendo un desenlace fatal. Rafael María Palacio dio solución final al problema comprometiéndose a poner al general Diego de Castro en Barranquilla dentro de cinco días. Nos quedaba sólo uno para permanecer en Anapoima.
+La noche víspera de nuestro viaje, el general Diego A. de Castro, invitado por el presidente Sanclemente para visitarlo, lo hizo así, acompañado de sus ayudantes. Tengo vivo, palpitante, el recuerdo de la escena y debo describirle, en guarda de la verdad histórica, porque a ello me obliga una elemental buena fe y porque, huelga repetirlo, no quiero que en esta historia de mi vida aparezca algo que no sea la estricta, la austera verdad, desnuda y sin artificios, sin subordinarla a consideraciones políticas. Mentir o fingir sobre personajes que se conocieron, aun cuando fugazmente, hace más de cuarenta años, sobre acontecimientos que han entrado ya en el augusto y sereno dominio de la historia, es algo que no concibo, que me repugna instintivamente.
+El señor Sanclemente recibió al general De Castro a las siete de noche, hora fijada por su secretario Sergio Sanclemente. Como a la visita se le quiso dar un carácter oficial, el vencedor en Los Obispos procedió correctamente haciéndose acompañar de sus ayudantes. Don Rafael María Palacio, ministro de Gobierno, vivía en el mejor hotel del pueblo, y en este estaba también instalada su oficina. La posada desbordaba de pasajeros. Paraban allí todos los miembros de la comisión demarcadora de límites con Venezuela —sección de Maracaibo y La Guajira—, quienes harían el viaje hasta Barranquilla con nosotros, y algunos caballeros bogotanos que se traslucía habían ido a Anapoima a obtener el pronto despacho de negocios oficiales, pendientes de resolución ejecutiva. Algunos de ellos, contratistas de elementos de guerra. Y unos pocos para obtener pasaportes o salvoconductos que les permitieran seguir hasta sus haciendas. Entre los últimos recuerdo a don Zoilo E. Cuéllar, además de los médicos que habían ido desde Bogotá a atender al general De Castro. Una corta visita a Anapoima, en aquellos días, bastaba para convencer de los graves inconvenientes y dificultades que resultaban de un Gobierno dislocado, o para expresarme mejor, de un Gobierno que funcionaba simultáneamente en Bogotá y en Anapoima y especialmente tratándose de la dirección de las operaciones militares. Constitucionalmente el presidente es el comandante en jefe del Ejército, mas en realidad el comandante en jefe del Ejército era entonces el ministro de Guerra, general José Santos, quien, según he oído decir, iba muy raras veces a Anapoima.
+Del hotel nos dirigimos a la mansión presidencial, o sea, la casa que habitaba el señor Sanclemente, situada a muy pocos pasos. Era ella una casa muy amplia y decente. La mejor, es seguro, que en esa época había en el pueblo. No había centinelas en la puerta principal, apenas un oficial sentado, que introdujo al general De Castro y lo anunció al presidente. Entramos a una sala de bastante longitud y muy débilmente alumbrada, pero en el fondo de ella la iluminación era más viva. Yo vi claramente una mesa en torno de la cual se jugaban cartas: la partida habitual de tresillo que jugaba el señor Sanclemente, y que era una de sus distracciones favoritas. A la entrada de la sala nos recibió el secretario general, don Sergio Sanclemente, que me pareció muy simpático y locuaz. Estuvo muy galante con el general De Castro. Al anuncio de don Sergio de que el general De Castro había llegado, se levantó el presidente y se levantaron también sus compañeros de juego. Saludes y preguntas de estilo en casos tales. Pero aquello fue cosa de pocos segundos. El presidente pidió cordialmente permiso para continuar la partida y manifestó que la conversación podría continuar y él jugando. Recuerdo con toda precisión que hizo muy pocas e insignificantes preguntas al general De Castro, pero de improviso, hizo esta muy singular y curiosa: «¿Qué se sabe de Mosquera, general?». El general De Castro volvió su rostro hacia el mío, con cierto aire de asombro y contrariedad, pero tuvo el suficiente tacto y delicadeza para contestar inmediatamente: «Ninguna noticia, doctor». Lo que refiero es rigurosamente auténtico y pongo a Dios por testigo. Pero el señor Sanclemente siguió hablando de la guerra con la mayor lucidez y cordura. Tenía la convicción de que ella iba a terminar pronto, con el triunfo de la legitimidad. Probablemente, añadió, con un tratado de paz. Nos pareció en muy buena salud y todavía fuerte físicamente. La fisonomía del señor Sanclemente era muy severa y a la par afable, inspiraba al propio tiempo simpatía y respeto. Si algún gobierno mereció el nombre de paternal fue el de él. Tenía una gran semejanza física con Gladistone, o por lo menos con los retratos que del grande estadista inglés publicaban los diarios de aquella época, especialmente con uno que ornaba los muros del bar de la Pensión Inglesa, de Barranquilla. Mas, a pesar de la cordial acogida que el señor Sanclemente dispensó al general De Castro, no era difícil comprender que le interesaba aún más su partida de tresillo, y nos despedimos pronto, dejándolo en libertad para proseguirla tranquilamente y con la mayor atención.
+Ya en la calle, el general De Castro me dijo: «Usted es muy discreto, no vaya a contarle a nadie que el viejo me preguntó qué se sabía de Mosquera». Cumplí la recomendación rigurosamente, con una sola excepción: la de mi padre, con quien creí llenar un deber refiriéndole lo que había oído. Él me explicó que ese fenómeno se producía con mucha frecuencia en la memoria de los ancianos. Rafael María Palacio esperaba en el hotel, curioso por saber qué impresión nos había producido la visita al doctor Sanclemente. Naturalmente, le dijimos que excelente y le elogiamos no sólo el vigor físico del presidente, sino también su lucidez mental.
+Tengo la firme convicción de que el 31 de julio fue más que un crimen, una falta, según la célebre fórmula, pero me lo explico. El doctor Sanclemente, que exhibió después de aquel golpe de cuartel una tan indomable energía, un tan perfecto decoro, no estaba en plena capacidad para dirigir la nave del Estado bajo el rigor de la tormenta desatada, y mucho menos para prevenir acontecimientos como aquel. Lo que yo admiro es la prudencia, la discreción, el tacto de que dio muestras su ministro de Gobierno, que fue la víctima inocente de una lealtad de que hay pocos ejemplos en la historia política.
+La mañana siguiente a la noche de la presentación al señor Sanclemente, emprendimos viaje a Barranquilla. Era la nuestra una verdadera caravana: todos los miembros de la comisión mixta de límites, el general De Castro y sus ayudantes, y el entonces coronel Pedro A. Pedrera —después general— con los suyos, quien a la sazón era el jefe militar de la plaza de Girardot. En Girardot tomamos de nuevo el vapor Venezuela un poco antes del mediodía. Aun cuando el barco fue puesto a las órdenes del general De Castro y no debía hacer escalas a poco de estar en marcha, una fuerza armada desplegó, en algún puerto cuyo nombre se me escapa de la memoria, bandera en señal de que debíamos atracar. Lo hicimos y subió la fuerza, muy pequeña, por cierto, menos de cien hombres y nadie menos que el general Nicolás Perdomo. En la figura de aquel hombre se revelaban el valor temerario y la intrepidez. Informado por el capitán del Venezuela de que íbamos a toda máquina y con instrucciones de no detenernos en el tránsito por el estado de salud del general De Castro, solicitó que se lo presentaran, lo que no pudo hacerse porque este dormía en su camarote. El general Perdomo desembarcó con su fuerza poco después, y proseguimos viaje. A poco comenzamos a recibir el saludo de las guerrillas que la revolución tenía en las alturas de los cerros que a una y a otra banda del Alto Magdalena se levantan, dando al paisaje un aspecto de monotonía y aridez a trechos. Interrumpido sólo por caseríos y leñateos. Descargas cerradas que sólo por la velocidad que llevaba el barco no daban blanco. Los proyectiles caían en el río y poco después de haber comenzado el chubasco ya no nos causaba la menor impresión. Me entretuve durante el viaje observado la fisonomía y las actitudes del doctor Modesto Garcés, el tesorero del Partido Liberal, quien seis años atrás había sido uno de los más ardorosos y resueltos partidarios de la apelación a las armas y en 1899 no sólo indiferente ante el movimiento revolucionario, sino francamente opuesto a su ejecución, según se lo manifestó al general De Castro. En Europa lo había convencido el general Reyes de que no tendría buen éxito ninguna insurrección armada, por grandes que fuesen sus recursos. En aquel corto viaje por el Alto y el Bajo Magdalena conocí e inicié amistad con el pintor Zamora, que iba con los miembros de la Comisión Demarcadora de Límites en calidad de dibujante. Zamora es, a mi juicio, el pintor que ha interpretado más fielmente el paisaje colombiano. Hay en todos sus lienzos el alma de nuestra naturaleza, su ambiente, y si así pudiera decirse, sus maneras. Los paisajes de Zamora del río Magdalena y la Sabana de Bogotá son obras acabadas, perfectas, y me atrevería a decir que insuperables. Es un hombre sencillo, modesto, ajeno al bombo y a la reclame, que son harto perjudiciales a la pura expresión de la belleza, al carácter del artista y a la ejecución de su obra. El viaje en el Bajo Magdalena lo hicimos en el vapor Martínez Bossio, a máxima velocidad. De La Dorada hasta Barranquilla, en cincuenta y dos horas, deteniéndonos solo para proveernos de combustible. El comandante del barco era el coronel Arturo de Echeona, ascendido para después a general. Si el viaje se hubiera prolongado siquiera unas doce horas más, la grave dolencia del general De Castro ocasionara la muerte. En todo momento el doctor Indalecio Camacho me llamaba para alertarme. «Dígale al comandante Echeona que apure, pues la infección en su cuñado avanza a pasos de gigante y no respondo de su vida si no llegamos pronto a Barranquilla». Y llegamos a Barranquilla batiendo un récord, el segundo día de viaje al caer la tarde, pero la verdad es que el Martínez Bossio, era uno de las barcos de mayor velocidad en aquella época y habíamos navegado no sólo con luz solar, sino también las dos noches enteras. La mañana siguiente, a las nueve, el doctor Indalecio Camacho, con una maestría y pericia admirables, practicó la operación. Al extraer el ojo del general De Castro, lo colocó en una pequeña cubeta, me tomó del brazo y salimos juntos al corredor de la casa; con un estilete lo partió en dos y con una pinza, sin dificultad ninguna, y como orientándose hacia un punto preciso, la introdujo hasta dar con el diminuto cuerpo extraño que él había asegurado en Anapoima que se encontraba en ese ojo, contra el concepto de un colega suyo, cuyo nombre me reservo. «Mire, Julio», me dijo, «el cuerpo extraño que yo aseguraba que estaba dentro de este ojo». Era una pequeña, casi imperceptible astilla de acero de la coraza colocada en el puente superior del Hércules, para defensa de quien dirigiera las operaciones militares. Así lo había comprendido desde el primer momento el paciente general De Castro, mas como su ojo no presentaba la más leve señal de herida o rasgadura, empeñábanse los profanos, y algunos médicos también, en que no era la causa de los crueles dolores de la infección, el cuerpo extraño. En Anapoima sólo estuvieron en completo acuerdo con el doctor Camacho sus eminentes colegas, los doctores Julio Manrique y Luis Felipe Calderón.
+LA PARTIDA DE URIBE URIBE DE BOGOTÁ AL ENCUENTRO DE CHOCONTÁ CON EL GENERAL PRÓSPERO PINZÓN — LA MUERTE DE FIGUEREDO EN LAS INMEDIACIONES DE NOCAIMA — LOS COMBATES DEL TOLIMA — LA UNIDAD DE MANDO DE LAS FUERZAS LIBERALES SOBRE SANTANDER — LA MUERTE DE JUAN FRANCISCO GÓMEZ — LA IMPACIENCIA DEL DOCTOR VILLAR — LA PROMETIDA AYUDA DE CIPRIANO CASTRO A LA REVOLUCIÓN — UNA CARTA PUBLICADA EN EL REPERTORIO COLOMBIANO SOBRE EL CAUDILLO VENEZOLANO — UNA PUÑALADA POR LA ESPALDA A LA CAUSA LIBERAL — LA OPINIÓN DE VARGAS VILA SOBRE EL CONDOTIERO — LA COMISIÓN DE PAZ QUE EL GENERAL JOSÉ SANTOS ENVIÓ A SANTANDER — UN MENSAJE VERBAL SECRETO DEL MINISTRO DE GUERRA PARA EL GENERAL URIBE — UN ENIGMA INDESCIFRABLE — ERRORES DEL GOBIERNO — LA ACTITUD DE REYES.
+DURANTE NUESTRA BREVE ESTADÍA en Anapoima, y antes en Honda, por el general Casabianca nos informamos sobre la etapa inicial de la guerra. Supimos que el general Uribe Uribe había salido de Bogotá, sin que autoridad alguna se lo estorbara, con dirección al norte de la República y así salieron también algunos de sus jóvenes y más valerosos tenientes. He oído referir a personas memoriosas y veraces que en Chocontá el general Uribe se encontró incidentalmente con el general Próspero Pinzón quien, después de saludarlo cordialmente, lo excitó a que desistiera de hacer la guerra, con patrióticas y muy bien fundadas razones. Dizque el general Uribe le contestó que los rumores de guerra eran infundados, falsas alarmas que se fomentaban para encontrar la manera de solucionar la gravísima crisis fiscal que confrontaba el Gobierno. Y concluyó diciéndole a Pinzón: «Además, si nos pronunciáramos, el Gobierno nos mandaría unos cuantos generales, mejores que los nuestros y nos aplastarían». Parece que pronunció estas palabras con cierto irónico acento. ¿Quién le hubiera dicho en aquellos momentos de risueñas esperanzas al general Uribe que uno de esos generales sería su modesto interlocutor? La revolución había sufrido ya, cuando estuvimos en Anapoima, muy serios, y al parecer, irreparables descalabros. En el libro del general Lucas Caballero Memorias de la guerra de los Mil Días, se hace un relato sintético y emocionado de tales descalabros. Dice el general Caballero:
+«El inolvidable Figueredo, aquel jefe tan valiente, tan audaz y tan experto en lides bélicas, pronunciado en las inmediaciones de la capital, con un grupo de jóvenes entre los cuales figuraba Olaya Herrera, dentro de un círculo de hierro que le formaron las fuerzas del Gobierno, de tope en tope sin otros útiles para romper ese anillo que su pecho y el de sus compañeros vino a rendir la vida, pero no su entereza, en las inmediaciones de Nocaima.
+«Carrera, con su fuerza, fue destrozado en el Tolima, y no mejor suerte le cupo en Manta al impertérrito José Santos Maldonado, y a sus heroicos compañeros Infantino y los Jiménez.
+«En el final del mes de octubre y principios de noviembre los pronunciados en Boyacá se encaminaron al sur de Santander para formar un solo cuerpo de Ejército con las milicias comandadas por Juan F. Gómez P., y así emprender una misma campaña. En La Mesa de los Santos se concentró el cuartel general, en donde, a falta de armas, infundían confianza y arrojo jefes de la magnífica intrepidez de Rafael Uribe Uribe, Ramón y Agustín Neira, Pedro Soler Martínez, Tomás Ballesteros, etcétera, y donde los jóvenes y nóveles combatientes tenían el estímulo y el ejemplo de las hazañas coronadas por su gallardísimo coetáneo Juan Francisco Gómez P.
+«En La Mesa de los Santos se dio unidad al Ejército bajo el mando del general Uribe, y allí resolvieron el ataque a la plaza de Bucaramanga, resguardada por un fuerte del ejército del Gobierno, protegido por toda clase de trincheras y con un arsenal al colmo del deseo.
+«Uribe Uribe aprestigiaba cualquier causa por sus múltiples y sobresalientes facultades de hombre público y por la austeridad de sus virtudes admirables. Consciente de altísimo valer, no se acomodaba a ser segundo de nadie. En la guerra, con su elocuencia exaltaba hasta el delirio, el entusiasmo de las masas y con su heroísmo el arrojo de sus secuaces. En los combates era demasiado impetuoso y jugaba con desdén su propia vida en hazañas siempre arriesgadas y en ocasiones sublimes.
+«No sé si sedujera a los atacantes de Bucaramanga la confianza en la propia incontrastable valentía para arrollar el esfuerzo que se les opusiera en su contra, lo que sí dejó en claro ese desgraciado intento, fue que esa batalla, por la calidad de sus pérdidas, especialmente en jóvenes, de quienes Juan Francisco era ejemplar de singular valía, representó para el liberalismo uno de los sacrificios más lamentables de la guerra referida».
+También sufrió descalabros la revolución en Piedecuesta, mas no se dieron por vencidos sus jefes, como en 1895, a las primeras de cambio y sí resueltos a continuar en la lucha con entereza y constancia, a no ser que el Gobierno les ofreciera celebrar un tratado de paz honroso, y sobre la base de que al liberalismo se le satisfacieran sus justas y legítimas aspiraciones. Este tenía cuantiosas reservas materiales y recursos en dinero que había venido recogiendo desde hacía cinco años, adquirido elementos de la guerra en cantidad no insignificantes, una unidad para la guerra en el mar que había comprado en Europa el general Siervo Sarmiento y el ofrecimiento de ayuda discreta o franca de los Gobiernos de algunas naciones vecinas. A mi ver, la insurrección por la impaciencia del doctor Villar había estallado prematuramente, y es probable que el general Uribe Uribe saliera de Bogotá con el propósito de contener el movimiento. Pero al llegar a Santander encontró que la suerte estaba ya echada, y como hombre de honor cumplió su palabra empeñada en el compromiso solemne que adquirió con Villar en el mes de febrero. Y este a su turno, tuvo también a mi ver, motivos que hasta cierto punto justificaron su impaciencia. Tenía la promesa de ayudar al liberalismo colombiano en su alzamiento, y Cipriano Castro estaba en octubre de 1899 indiscutiblemente vencedor de la guerra que había emprendido en Venezuela y en camino de triunfo hacia Caracas. Mas no eran, por cierto, los antecedentes de Castro los que pudieran inspirarle confianza al Partido Liberal de Colombia. El Repertorio Colombiano, en su entrega del mes de septiembre de 1899, publicó una carta —cuyo autor, según la revista, era persona respetable de Cúcuta—, en la que leía lo siguiente:
+«De plácemes estará Cipriano Castro al saber que el Gobierno de Colombia ha declarado perturbado el orden público en Santander, considerándolo como una amenaza para la paz de Colombia. Esto es ridículo en sumo grado, porque da a aquel personaje de Capacho una importancia que no tiene, y porque manifiesta a nuestro Gobierno una pusilanimidad que avergüenza. Cipriano Castro, dotado de arrojo y valor, podrá ser figura en su pueblo, pero no entre nosotros. Por su posición social, por sus conocimientos militares y por su poca o casi ninguna instrucción, no aventaja al común de nuestros simples capitanes del Ejército de Colombia. Si bien es cierto que los radicales de la frontera colombiana se manifiestan muy adictos a este revolucionario, su entusiasmo y adhesión, estimulados por el apoyo que aquel pudiera darles, no constituye una amenaza seria para la paz pública de este país. En otra ocasión los radicales de Cúcuta suministraron elementos de guerra a un jefe militar de Venezuela, contando con la reciprocidad, y cuando reclamaron su apoyo, dicho jefe no les devolvió ni los elementos que de ellos había recibido. Igual cosa puede suceder con Castro, adicto hoy a los radicales de aquí, y tildado de godo en Venezuela Castro, en la revolución de 1885, el 5 de enero, en la toma de Cúcuta, prestó servicios al jefe conservador, coronel Eusebio Rojas».
+El respetable corresponsal de El Repertorio Colombiano, seguramente conservador histórico, se equivocaba. Cipriano Castro sí era una amenaza para la paz de Colombia, y si bien no fue, como él lo creía presuntuosamente, un genio militar, un Napoleón del trópico, tuvo la audacia y el arrojo de nuestros caudillos militares, audacia y arrojo que si les acompaña la buena suerte, son capaces de derribar gobiernos en su propia tierra, y en la extraña. En lo que sí no se equivocó, y más bien fue clarividente el respetable corresponsal, fue en vaticinar que Cipriano no sería leal con la revolución liberal de Colombia. Le dio una puñalada por la espalda al apoderarse en la forma más aleve y sorpresiva, de su flotilla de guerra del Atlántico, que no le pertenecía, que él no había comprado y que además, no corría ningún peligro cuando se realizó el misterioso e incomprensible despojo.
+Andando los años, yo he tenido la paciencia de recoger datos e informaciones sobre la vida de Cipriano Castro. Para mí, que fue el acabado tipo del aventurero, del condotiero ignorante. Quien me hizo de él un retrato fiel, perfecto, impresionante, fue José María Vargas Vila en Barranquilla en 1924, durante un almuerzo que le ofreció José Di Ruggiero en la sala del Teatro Colombia y al que asistieron el agasajado panfletista y los doctores José Fuenmayor R. y Anastasio del Río. En su oportunidad, el lector podrá admirar ese retrato y el de Juan Vicente Gómez.
+También se explica la impaciencia del doctor Villar por la expectativa en que él estaba del apoyo de una parte del nacionalismo, o sea, del partido de Gobierno, para su movimiento revolucionario. Y aquí viene la prueba plena de que tal expectativa tenía algún fundamento. En sus Memorias de la guerra de los Mil Días dice el general Lucas Caballero lo siguiente refiriéndose a la comisión de par de que fue encargado junto con los generales Rafael Camacho y Celso Rodríguez:
+«Es el caso que firmados los pasaportes, el ministro, general Santos me acompañó hasta el corredor por entre una multitud de militares que no desviaban los ojos de nuestras personas y que estaban tan próximos que se hacía muy difícil la comunicación de un mensaje verbal secreto; sin embargo, el general Santos se dio maña para encargarme de esta lacónica embajada.
+«Dígale al general Uribe que precipitaron el movimiento sin darme tiempo para preparar el concurso que les ofrecí, y cuando ya tenía listo a Montoya con su división, que es la de mi mayor confianza aconteció la desastrosa acometida contra Bucaramanga, pero que no obstante si se presentare ocasión de preparar entuertos siempre estoy listo a cumplir mi palabra.
+«El nacionalismo estaba en el poder y era el general Santos uno de sus altos jefes. ¿Por qué como ministro de Guerra entraban en componendas con líderes de un sublevación liberal para derrocar al Gobierno de que formaba parte?».
+Para mí, como para todos los colombianos, especialmente para quienes le conocieron y trataron, la palabra de Lucas Caballero es oro de la más fina ley. Su rectitud moral, la nobleza e hidalguía de su carácter le hubieran impedido levantar un falso testimonio a un hombre, así fuera su más autorizado enemigo político. Porque creo que enemigos personales no los tuvo el ilustre compatriota fallecido recientemente. Y muchísimo menos falso testimonio a un muerto. Las palabras que el general Lucas Caballero pone en boca del general Santos me las repitió textualmente, hace diez años, mi dilecto amigo el general Celso Rodríguez O., cuando probablemente ni pensaba siquiera aquel en escribir y publicar sus Memorias de la guerra de los Mil Días.
+El general Montoya, a quien aludió el general Santos, fue Miguel Montoya, yerno del general Eliseo Payán, primer vicepresidente de la República bajo el régimen de la Constitución de 1886. Creo que erraba el general Santos en suponerlo capaz de entrar en maniobras de muy dudosa lealtad militar. Conocí al general Miguel Montoya, quien era íntimo amigo de mi padre. Era la lealtad personificada y un convencido nacionalista o miembro del Partido Nacional. Y sus convicciones no flaquearon cuando ocurrieron los incidentes que motivaron que se hubiese privado a su suegro, el general Eliseo Payán, del empleo de vicepresidente. Como tampoco flaquearon las del general Payán, que sufrió su infortunio con resignación cristiana. Lo demostró así el general Montoya en la guerra de 1895. Fue de los primeros en tomar armas en defensa del Gobierno, como también fue de los primeros en la guerra de los Mil Días.
+No me atrevo a emitir concepto sobre la actitud del general José Santos y mal haría en hacerlo, porque carezco de los elementos necesarios para dar un dictamen imparcial y sereno. Murió él sin conocer, y acaso sin maliciar alguien, el grave cargo que se desprende de las revelaciones de los generales Caballero y Rodríguez. Y murió también uno de sus hijos, en 1912, cuando a la sazón ejercía el cargo de senador de la República por el departamento de Santander. Habría para pensar, o para suponer, que el general José Santos estaba procediendo a la manera de los agentes provocadores que en la Rusia de los zares hacían estallar prematuramente movimientos revolucionarios para aplazarlo fácilmente. Pero la suposición no es tampoco honrosa para el general Santos, y la descarto dados los antecedentes de su carácter caballeroso, incapaz de celadas en las que forzosamente habrían de perder la vida junto con amigos personales suyos millares de humildes compatriotas que van a sacrificarse en tormentosas épocas, según la magnífica expresión de Olaya Herrera, sin saber por qué ni para qué morían.
+Inclinado siempre a juzgar bien del prójimo, yo me inclino a creer que el general Santos, convencido como lo estaban muchos conservadores y nacionalistas, de que la paz de la República estaría siempre pendiente de un hilo si al Partido Liberal se le negaba un puesto bajo el sol, concibió un plan grandioso, sin duda superior a las fuerzas políticas de que él (Santos) podía poner en juego. Que se libraran batallas y combates, cuyo resultado quedara indeciso, obligando así a los adversarios a celebrar un tratado de paz que resolviera en forma equitativa y honrosa para ambos a dos las fundadas causas de la feral discordia. Porque la lucha iba a continuar y continuó durante largo tiempo y nadie podía prever en sus comienzos el resultado final. La revolución fue vencida en Bucaramanga y Piedecuesta, mas no vencida totalmente. Sus fuerzas se dirigieron a la provincia de Cúcuta y allí la esperaba un buen éxito sorprendente, casi decisivo, que puso en grave peligro la estabilidad y continuidad del régimen. Porque en la guerra sí que puede decirse que las más gallardas naves suelen a veces tropezar con ocultos escollos.
+Si no me atrevo a formular juicio sobre la conducta política del general José Santos, sí puedo decir enfáticamente que desde la iniciación de la guerra cometió graves errores en la suprema dirección de las operaciones militares. El más grave lo anotó el mayor Leonidas Flórez Álvarez en un libro que publicó hace pocos años, de carácter estrictamente técnico, sobre la guerra de los Mil Días. Desconocía todas las ventajas del mando único y por el contrario procedía a multiplicarlo con todos los inconvenientes que de ello resultan: rivalidades y celos entre los jefes, estrategias contradictorias y el peligro de convertir a los cuerpos de ejército en cuerpos deliberantes. En los primeros días, no más, de la contienda, hubo en la costa Atlántica tres jefes de operaciones, con nombramientos iguales: el general Manuel Casabianca, el general Francisco J. Palacio y el doctor Edmundo Cervantes. No podían ocurrir choques entre el general Casabianca y el general Palacio, porque eran amigos personales, y el primero había sido antes comandante en jefe del Atlántico y el segundo jefe de Estado Mayor general, y apenas llegado a Barranquilla, el general Casabianca manifestó al general Palacio que estaba allí de paso y con el único objeto de obtener elementos para las operaciones que inmediatamente iba a abrir sobre el departamento de Santander. Sin embargo, siempre tuvieron un ligero desacuerdo. El general Casabianca quería que el general Palacio le entregara el batallón Junín, y este rehusó hacerlo, alegando razones que a la postre consideró aceptables el general Casabianca. Pero en el curso de la amistosa discusión que sostuvieron, Casabianca le preguntó a Palacio: «¿Y si viene el general Reyes, también se negaría usted a entregarle el Junín?». A lo que le contestó: «También me negaría». El general Casabianca aludía al hecho de que en 1895 el general Palacio le entregó al general Reyes para su campaña de Santander no sólo el batallón de guarnición en Barranquilla, sino también el de Cartagena. Pero el caso era entonces distinto. El general Reyes, nombrado jefe supremo de los ejércitos, llegaba además investido de facultades presidenciales, y el general Palacio apenas tenía el carácter de comandante general del ejército de Bolívar, nombrado por el general Reyes.
+Generalmente se creía que Reyes regresaría al país a poner su espada y su prestigio al servicio del Gobierno, pero no lo hizo así, no sólo cuando tuvo noticia de haber estallado la guerra, sino cuando le llegó la del desastre de Peralonso. Alguien llegó a inventar la especie de que Reyes había dicho en París: «Yo no soy bomba para apagar incendios». Torpe especie, palabras sarcásticas que los labios del general Reyes no hubieran pronunciado jamás. Lo que ocurrió realmente fue que la salud de Reyes estaba gravemente alterada y que el Gobierno, acaso, no me atrevería a asegurarlo, no le ofreció un empleo militar determinado que no le expusiera a desempeñar el desairado papel de venir a Colombia a disputar el mando a otros jefes.
+LA INVESTIGACIÓN SOBRE LA RESPONSABILIDAD DEL DIRECTOR Y LOS ALTOS EMPLEADOS DE LA COMPAÑÍA COLOMBIANA DE TRANSPORTES EN LA ENTREGA DE LA FLOTILLA A LA REVOLUCIÓN — EL CORONEL JULIO H. PALACIO — DECLARACIONES DE DON JACOBO CORTISSOZ Y DE ALBERTO CHEWING — EL LIBERALISMO DE LAS TRIPULACIONES — CARACTERES DE LA GUERRA EN LA COSTA — UNA ANÉCDOTA DEL DOCTOR JOSÉ MANUEL GOENAGA — QUEJAS DE LOS NACIONALISTAS DE PANAMÁ CONTRA EL GOBERNADOR FACUNDO MUTIS DURÁN — ESPLÉNDIDOS VIÁTICOS PARA VIAJAR AL ISTMO — DON TOMÁS ARIAS Y DON JOSÉ DOMINGO DE ABADÍA — DON GERMÁN CAVELIER — LA DERROTA DEL GOBIERNO EN LA AMARILLA — EL CORONEL CAICEDO ALBÁN — EL REGRESO CON LAS MALAS NOTICIAS A BARRANQUILLA — LA SITUACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL DE PANAMÁ EN 1899.
+PRÁCTICAMENTE TERMINADA, AL comenzar el mes de diciembre, la campaña del río Magdalena, resolví quedarme en Barranquilla, porque debía desempeñar una comisión que se me encomendó por el Gobierno nacional en Anapoima. Era esta la de abrir una investigación sobre las responsabilidades en que hubieran podido incurrir el director y los altos empleados de la Compañía Colombiana de Transportes en la entrega de la flotilla a la revolución. Mientras la investigación se llevaba a cabo debía ser yo dado de alta con el sueldo de coronel, en el cuartel general del ejército del Atlántico. Tan pronto como inicié la investigación, llegué a persuadirme de que era muy difícil determinar tales responsabilidades. De una parte, porque tratándose del director de la Compañía Colombiana de Transportes, don Jacobo Cortissoz, la responsabilidad no existía. Él había ignorado, en absoluto, las maniobras que realizaban algunos empleados subalternos para entregar la draga Cristóbal Colón a los revolucionarios, hasta el punto de dejarla lista para emprender viaje en un momento dado, y mal podía caberle responsabilidad, por ejemplo, en que estos se hubieran apoderado de barcas en marcha, como fue el caso del Juan B. Elbers y de algunos otros, comandado el primero por el capitán Félix González Rubio, leal e insospechable amigo del Gobierno. La declaración que rindió don Jacobo Cortissoz fue sencilla y sincera, tan sencilla y sincera como era de esperarse de la personalidad del declarante, hombre honrado y franco, incapaz de dobleces y falsías o de prepararse coartadas. Resultó claro, dijera esplendoroso, que en ningún momento existió en la dirección de la Compañía Colombiana de Transportes el deliberado propósito de tener mayoría de tripulantes de filiación liberal, en su flotilla, que a ningún capitán, contador, ingeniero, piloto o contramaestre conservador o nacionalista se le había negado empleo por el hecho de serlo. Después indagué a muchos empleados de los barcos que se entregaron a la revolución, y en todos ellos pude comprobar profundas convicciones políticas, ardiente entusiasmo y mística revolucionaria. De ahí que continuara prestando sus servicios al liberalismo, y quienes no quisieron hacerlo, porque eran conservadores o porque no se sentían con ánimo para aventuras bélicas, fueron desembarcados. El expediente de la investigación, no muy voluminoso, debió ser pasto de ratones y comején en algún archivo público; no paró en nada. La última declaración que tomé fue la del ingeniero Alberto Chewing, en Cartagena, donde se encontraba aún prisionero. Ella fue un modelo de varonía y entereza. Chewing no rehuyó su responsabilidad, la asumió íntegra, excluyendo de toda complicidad a los oficiales superiores del barco en que prestaba sus servicios.
+De paso haré resaltar que durante la primera etapa de la guerra de los Mil Días esta no revistió en la costa Atlántica repugnantes caracteres de crueldad, ni de feroces represalias. Debióse ello, indudablemente, a que tanto los jefes y cabezas del Gobierno y de la revolución fueron individuos que se daban cabal cuenta de que la empeñada lucha era entre hermanos, hijos de una patria común. Y además aquellos jefes eran todos costeños y no podían ni querían perseguir implacablemente a coterráneas suyos, con quienes hasta el día antes de estallar la contienda cultivaban las más cordiales relaciones sociales. A la sazón desempeñaban las jefaturas civiles y militares de los departamentos de Bolívar y Magdalena el doctor José Manuel Goenaga y el general Florentino Manjarrés; hombres generosos e hidalgos, generalmente apreciados y queridos. Comandante en jefe del Ejército, el general Francisco J. Palacio, de quien diré lo mismo, seguro de que nadie podrá tachar mi testimonio por ser yo su hijo. En las cárceles de la Costa no había casi prisioneros políticos, y los prisioneros de guerra no estaban sometidos a un régimen severo ni de inútiles rigores. Se libertaban pronto, lo cual era muy censurado por los civiles que no pensaron nunca en tomar las armas en defensa de sus ideas políticas. Recuerdo a este respecto que en la oficina de la comandancia en jefe del ejército del Atlántico ocurrió la noche en que se recibió la noticia del triunfo de las fuerzas legitimistas en el segundo combate de Piojó —mes de febrero de 1900— una cómica escena. Estaba allí reunida la plana mayor del conservatismo barranquillero que comentaba y festejaba el triunfo. Entró el doctor José Manuel Goenaga, jefe civil y militar del departamento, y uno de los circunstantes le dijo con cierta impertinencia: «Doctor, ahora esperamos que usted no ponga en libertad, tan pronto como se acostumbra, a los prisioneros, porque con ese sistema no se acabará pronto la guerra». Goenaga fue un hombre suave, cortés, benévolo y de una perfecta educación, mas al propio tiempo se hacía respetar y estaba listo a ponerle punto y raya a cuantos pretendieran faltarle a las consideraciones que él se merecía por su posición oficial y su distinción personal, y le replicó así a aquel pichón de Duque de Alba: «Cuando usted dé una batalla y tome prisioneros, puede inclusive fusilarlos si se le antoja, pero mientras sean las fuerzas del Gobierno que yo represento aquí las que tomen prisionero, haré con ellos lo que se me antoje». Silencio glacial, habían pasado los ángeles, siguió a la réplica, pero bien pronto se reanudó la conversación en el anterior ambiente de cordialidad y gozo.
+Una buena mañana el doctor Goenaga, que siempre desde que me conoció, fue muy cariñoso y deferente conmigo, me llamó a su despacho para encargarme de una comisión reservada ante el gobernador de Panamá. Los nacionalistas de esa sección de la República le escribían quejándose de que el gobernador, doctor Facundo Mutis Durán, los tenía postergados, no solicitaba su cooperación y llegaba al extremo de mantenerlos a oscuras del curso de la guerra. Me añadió, además, en tono confidencial, que el Gobierno central tenía acordado desde hacía algún tiempo reemplazar al doctor Mutis Durán por el general José María Campo Serrano, y no se explicaba las razones por las cuales se demoraba el nombramiento de este. El objetivo de mi misión sería, junto con el de coordinar ciertas operaciones militares que deberían ejecutarse así en Panamá corno en Bolívar, para lo cual recibiría instrucciones del general Palacio: averiguar lo que hubiera de cierto en la hostilidad de Mutis Durán para con los nacionalistas, e informarme finalmente de las noticias que llegaban a Panamá por la vía cablegráfica sobre la situación de la guerra en el interior del país. Las líneas telegráficas se habían restablecido sólo hasta Ocaña, después de la ocupación de la ciudad por las fuerzas del general Casabianca. La flotilla de guerra estaba ocupada en transportar tropas desde Antioquia hasta Santander, y sus naves bajaban hasta Gamarra y volvían luego a remontar el río. Estábamos a oscuras de lo que estuviera ocurriendo en Santander, teatro principal de la guerra. El doctor Goenaga me dio espléndidos viáticos y autorización para llevar un ayudante. Todo esto pasaba en la primera semana del mes de diciembre.
+Tocóme hacer el viaje al Istmo en el vapor Tagus, de la Royal Mail, que acababa de ser puesto en servicio en la línea Southampton, Barbados, Trinidad, Jamaica y Colombia. Vapor hermosísimo, muy elegante, con instalación de los últimos adelantos, de seis mil trescientas toneladas que reemplazaba a los anticuados Pará, Madway, etcétera. La Royal Mail hacía en aquella época una escala en Cartagena de tres días, lo que me permitiría aprovecharla para tomar algunas declaraciones en la investigación de que he hablado antes. Tuve la fortuna de llevar como compañero en aquel viaje al ciudadano francés Germán Cavelier, hombre de negocio, muy inteligente y activo, establecido en Panamá de tiempo atrás, casado con la bellísima dama cartagenera doña Cristina Jiménez Vélez. La compañía de Cavelier no sólo fue para mí gratísima, sino muy útil. Su casa de Panamá resultóme mansión hospitalaria y acogedora, y en su espléndida mesa, mesa de un buen francés, tuve puesto preferente casi todas las tardes.
+Era la segunda vez que visitaba a Panamá. La primera fue en 1895, cuando fui invitado por el general Pedro Justo Berrío. Poco, o mejor dicho en nada, había cambiada el aspecto material de Colón y Panamá. Sin embargo, los hoteles de las dos ciudades eran, sin duda, los mejores de Colombia, especialmente el Washington, de Colón, y el Central, de Panamá, construidos y equipados en la época de las grandes actividades de los trabajos del Canal, lo que vale decir, en la de las vacas gordas. Si hablo de esta corta excursión es porque desde entonces y después en mis subsiguientes visitas al Istmo durante la guerra, procuré estudiar la opinión de los panameños sobre las negociaciones que se adelantaban para conceder la prórroga a la Compañía Francesa del Canal, que culminaron en el traspaso de la concesión de esta al Gobierno americano. El hall del hotel Central me pareció el mejor observatorio para el efecto. Allí se reunían en las horas del aperitivo, a mañana y tarde, los notables de la ciudad, nacionales y extranjeros, a conversar y discutir amigablemente con aquella desenvoltura y locuacidad que son proverbiales en las gentes que viven a orilla del mar. Pronto me relacioné con muchos de esos notables, de filiación nacionalista o conservadora, y observé que de entre ellos se destacaban don Tomás Arias y don José Domingo Obaldía. Lo que pudiera llamarse el círculo de notables lo integraban caballeros muy distinguidos, muy simpáticos, de elevada posición social, política y pecuniaria. En ninguno de ellos, hasta entonces, se advertía animadversión, ni siquiera desvío para con los colombianos. Eran nuestros compatriotas en espíritu y en verdad. Pero que sí que les preocupaba más, va de ejemplo, el curso de las negociaciones sobre la prórroga de la concesión a la Compañía Francesa que el de la revolución. ¿Qué se sabe de la misión del doctor Esguerra?, era la primera pregunta que me formulaban los panameños con quienes iniciaba relaciones de amistad. Como nada sabía sobre este negocio, nada podía contestarles. Después, naturalmente, me interrogaban sobre la guerra, la que en realidad les preocupaba por las inevitables repercusiones que ella tendría en el porvenir del Canal.
+Ciertamente los nacionalistas estaban muy disgustados con el gobernador Mutis Durán, quien fue conmigo muy galante y llegó hasta extremarse en sus muestras de atención. Me causó la mejor y más agradable impresión: era un hombre muy instruido, notable abogado, que podía parangonarse por sus conocimientos y versación jurídica con don Pablo Arosemena, muy bien relacionado con las colonias extranjeras, especialmente la norteamericana y la francesa. Hasta el día en que tomó posesión de su alto puesto fue el primer consejero legal de la compañía del ferrocarril, con magnífico sueldo. Considero, pues, que pecuniariamente perdió al aceptar una posición oficial. Todo en Mutis Durán revelaba al hombre sereno, desapasionado y de absoluta pulcritud. Debía su nombramiento al vicepresidente Marroquín, o sea, a la administración de los ochenta días, y tal vez por esto se le consideraba histórico. Estaba casado con una mujer de la mayor distinción, que hablaba el inglés correctamente y bastaba cruzar con ella unas pocas palabras para comprender que era dama acostumbrada a los usos y costumbres del gran mundo. Me invitó a comer a su casa, dándome así la oportunidad de hablar con él largo y tendido. Encontré en Mutis Durán la mejor disposición para la defensa de las instituciones y ardiente deseo de cooperar en el restablecimiento del orden público, así sintiera soplar ya los vientos que iban a derribarlo. Presumo que la hostilidad de los socialistas provenía del nombramiento que hizo en un histórico para secretario de Gobierno: histórico de última hora, como tantos otros, pues había sido antes nacionalista. Nunca he gustado de mezclarme en las intrigas de política local, por lo que rehuí tomar parte en la querella entre nacionalistas e históricos de Panamá. A decirlo con franqueza, me interesaba y me entretenía más pasar largos ratos conversando con el señor y la señora Cavelier.
+Un mediodía, lo recuerdo bien, el gobernador Mutis Durán me llamó por teléfono, con carácter de urgencia, porque tenía para comunicarme «muy graves noticias». Acudí a la gobernación en el término de la distancia y me dio a leer varios cablegramas de Bogotá en los que se le comunicaba el desastre que había sufrido el ejército del Gobierno en La Amarilla. Los despachos no mencionaban todavía el nombre de Peralonso. Se le ordenaba trasmitir la desconcertante noticia a Barranquilla y Cartagena. Estaba allí presente el coronel Joaquín Caicedo Albán, primer ayudante general de la jefatura militar de Panamá, a quien yo conocía de años atrás, porque estuvo en Barranquilla como secretario del general Casabianca cuando este desempeñaba la comandancia en jefe del ejército del Atlántico. Un secretario, dígolo en justicia, insuperable, habilísimo, diligente y muy conocedor de la literatura oficial. Estábamos consternados, pues vivíamos en la convicción de que las tropas veteranas, el llamado ejército permanente, serían invencibles. Y como sucede en los primeros momentos de las malas noticias, saturados de pesimismo, Mutis Durán solicitaba telefónicamente a todas las agencias de vapores si había alguno que saliera esa tarde o la mañana siguiente a Puerto Colombia o Cartagena. No lo había sino para dentro de cuatro días. E irremediablemente, en lo cual Mutis Durán mostraba su lealtad al Gobierno y su deseo de venir eficazmente, tomó su sombrero y su bastón y salió a la calle a ver de conseguir un barco que hiciera viaje extraordinario con el propósito de que nos llevara a Caicedo Albán y a mí a Barranquilla con la noticia del desastre de La Amarilla.
+Y lo consiguió, gracias a sus antiguas relaciones con la compañía del ferrocarril y a su actividad. Un vapor de bandera sueca que se ocupaba en transporte de maderas, por la suma de seis mil dólares. Pero no podía zarpar sino la mañana siguiente. Era de lentísimo andar y empleamos cuarenta y ocho horas desde Colón hasta Puerto Colombia, viaje que hacían normalmente los barcos correos de la Royal Mail y de la Trasatlántica Francesa en veinticuatro y los de la Trasatlántica Española en treinta. Pero viajamos muy cómodamente. Los oficiales superiores del buque fletado nos cedieron sus camarotes, y la cocina sueca me pareció exquisita, muy nutritiva, a base de «carne del norte». Pero después de navegación tan larga y penosa, pues hicimos la travesía en el mes de diciembre, cuando reina en el mar de las Antillas hasta marzo, la estación de furiosos vientos, llovimos sobre mojado, porque allá se sabía ya lo de La Amarilla, si bien no con todos los detalles que contenían los telegramas de Bogotá que en copias enviaba el gobernador de Panamá.
+HE DICHO, Y NO SOBRA REPETIRLO, que dentro de esta historia de mi vida no pretendo hacer la de la guerra de los Mil Días y que de ella referiré sólo los sucesos que me tocó presenciar como actor o testigo. No estuve en Peralonso y de Peralanso no sé sino lo que me contaron quienes tomaron parte en la memorable acción, así en las filas de las fuerzas revolucionarias como en las del Gobierno legítimo. De unas y otras versiones deduzco que la derrota de las última se debió principalmente a la falta de unidad de mando y después a la audacia y arrojo de los generales que comandaban el ejército de la revolución, ya bastante numeroso y regularmente equivocado. ¿Quién comandaba el ejército legitimista? No es fácil absolver la interrogación. Unos dicen que al general Vicente Villamizar; otros que el general Isaías Luján. Porque es lo cierto que los generales Jorge Holguín, Carlos Cuervo Marquez, Ramón González Valencia, Enrique Arboleda, no tuvieron en momento el comando efectivo. Y el general Manuel Casabianca, que se dirigía con sus fuerzas, a marchas forzadas hacia Cúcuta, no alcanzó a tomar parte en la batalla y apenas llegó a tiempo para evitar que el desastre fuera mayor y de incalculable transcendental. Pudo sí con su energía, con su indomable valor, impedir que los derrotados siguieran huyendo en desorden, en desbandada, tocados de pánico, y en posiciones estratégicas, casi inexpugnables, para esperar una nueva acometida de sus enemigos. El bando único se impuso entonces en fuerza de las circunstancias.
+Es sorprendente, a veces parece hasta inverosímil, la rapidez con que huyen los derrotados en una batalla. A Ocaña y hasta Gamarra llegaban algunos de los de Peralonso al término de pocos días de marcha. Y no quedaba la menor duda de que habían estado en Peralonso. Referían el curso de la acción con todos los detalles e incidentes, y de sus relatos surgía con caracteres impresionantes el enigma: hasta después del mediodía la batalla estuvo ganada por las fuerzas del Gobierno, y ya avanzada la tarde, bastó que el general Uribe Uribe pasara con unos pocos oficiales y soldados un puente para que la victoria se convirtiera en el más tremendo y terrible vencimiento. A juzgar por los relatos, la línea de batalla debió ser bastante extensa y en consecuencia los combatientes sólo podían dar cuenta exacta y precisa de lo que ocurrió en el puesto que ocupaban.
+Peralonso fue, en todo caso, una gran victoria para la revolución y más aún victoria moral que material. Vencerla sería ya empresa larga y difícil, si no imposible de relatar al ocurrirle al Gobierno otro desastre semejante al de Peralonso. La mística revolucionaria, que había desfallecido un tanto con los reveses de Los Obispos y Bucaramanga, tornó a encenderse, y puede augurarse que aun los liberales —naturalmente con pocas excepciones— que se habían mostrado obstinadamente adversos a la guerra, se encontraban resueltos a tomar armas y a coadyuvar con todas sus simpatías y recursos. El incendio iba a propagarse, y se propagó a todo el territorio de Colombia. Faltó entonces en el Gobierno un estadista de gran visión que pensara más en el porvenir que en el presente, que midiera las desastrosas y fatales consecuencias que para la patria traería una prolongada lucha que arriesgaba convertirse en lucha sin cuartel, aun con la seguridad de que a la postre triunfara la causa de la legitimidad, y que desafiando la incomprensión, la estulticia del fanatismo político propusiera a la revolución la paz sobre le base de un tratado amplio y generoso, con la promesa solemne de reformar el estado político existente. Si no recuerdo mal, los jefes de la revolución, en vísperas de Peralonso, propusieron al Gobierno algo semejante, desde el campamento de El Salado, y el presidente les contestó en términos cordiales y patrióticos pero negándose a toda negociación que no tuviera como cláusula principalísima la capitulación incondicional. En las altas esferas oficiales estaban aferrados al principio de que toda rebelión es un delito, un crimen que debía ser castigado al tenor de las sanciones establecidas por el Código Penal.
+Pero el bien triunfó en la revolución en Peralonso, en su triunfo habría de encontrar los gérmenes de sus desventuras, de la anarquía, que iban a conocer su vida, apenas vigorosa y exuberante, en el espacio de una mañana. Allí mismo en el campo glorioso de la victoria surgió la enemistad y la pugna entre los dos jefes militares suyos más aguerridos y expertos, pugna y enemistad que no conciliaría la aparición súbita en Bucaramanga de un director supremo de la guerra, de avanzada edad, casi tan avanzada como la del jefe del Gobierno, señor Sanclemente, y cuyas facultades intelectuales no resistían comparación, aun apurando la benevolencia e hipérbole, con las del gran general don Tomás Cipriano de Mosquera. A más de ello, surgían en las filas del ejército revolucionario agresivas y violentas las rivalidades que precedieron al estallido de la guerra; el recelo y el desvío con que se miraba a los amigos leales del antiguo director del Partido Liberal, el señor Parra, cuya política aparecía aparentemente injustificada por el afortunado triunfo de Peralonso. Basta leer las memorias del doctor Lucas Caballero sobre la guerra de los Mil Días para llegar a la convicción de que esto era así para desgracia y castigo de los indomables triunfadores. Todos los esfuerzos que se hicieron para avenir a los desavenidos, para que en los campamentos de la revolución reinaran la unión y la concordia, fueron estériles, y en ellos predominó, desde Peralonso hasta Neerlandia y la bahía de Panamá, la augusta discordia, aun cuando se la velara con apariencia da mutua comprensión y entendimiento.
+Y lo impresionante es que lo propio ocurría en las filas de los ejércitos que sostenían la legitimidad, y en los consejos de Gobierno, en estos también la pugna y la discordia entre históricos y nacionalistas, las perspectivas a la sucesión del anciano presidente, retardaban la acción que debía ser inmediata, entrababan los movimientos militares y subordinaban la estrategia a la política. Dijérase que el país entero estaba tocado de descomposietón y desconierto.
+Peralonso trae a mi memoria un recuerdo familiar, que traigo a esta historia porque demuestra cómo son de imprecisos y de vagos, de contradictorios, los datos e informes que se obtienen de quienes han asistido a una gran batalla de extensa línea. El primogénito del general Diego A. de Castro, mi sobrino Rafael de Castro Palacio, muchacho que tocaba apenas a los diecinueve años, cuando pasó por Barranquilla el general Manuel Casabianca, se alistó en sus fuerzas atraído por la aventura de la guerra, que tanto seduce a los más valientes e impetuosos. Y Rafael lo era en grado máximo. Desde la primera noticia del desastre de Peralonso y antes de que se supiera que en la batalla no había tomado parte el ejército de Casabianca, mi padre se empeñó en insistir que había sido de la suerte de su nieto, nieto predilecto, pues, había sido el primero y estaba muy apegado a él, festejándole siempre sus travesuras, y castigándoselas otras por orden de sus padres. Encargó especialmente a las autoridades civiles y militares de Ocaña que averiguara por Rafael a los que iban llegando a esa ciudad. Un día, huelga decir que para toda nuestra familia fue muy angustioso y triste, se recibió telegrama del prefecto de Ocaña informando, «con muchísima pena», que un capitán Molina, de las fuerzas antioqueñas combatientes en Peralonso, decía que su camarada el capitán Rafael de Castro había sido muerto en la batalla a su lado. Naturalmente mi padre y yo mantuvimos en reserva la noticia, esperando confirmación, y la comunicamos sólo en el mayor sigilo al general De Castro, para que si llegaba el caso de confirmarse, fuera preparando, como se dice vulgarmente, el ánimo ya inquieto y alarmado de la madre de Rafael. El general De Castro estaba aún convaleciente de la operación que le había practicado el doctor Indalecio Camacho. Aquel hombre tan fuerte, tan valeroso, tan enérgico, experimentó un terrible choque, pero inmediatamente con su habitual sagacidad, le dijo a mi padre: «Tío, dirija un telegrama a Ocaña pidiendo que el capitán Molina dé la filiación aproximada del capitán De Castro que vio caer a su lado. Es que en un ejército numeroso puede haber más de un capitán Rafael de Castro». El despacho se transmitió y en la noche llegó la respuesta, que fue aparentemente de plena confirmación. El capitán Molina decía que su camarada muerto era un joven costeño muy blanco, de ojos azules, muy jovial, que refería unos cuentos muy graciosos. Pero seguían llegando derrotados a Ocaña y todos confirmaban la versión del capitán Molina, mas simultáneamente la noticia de que el general Casabianca no había asistido a la batalla de Peralonso, pues, una flagrante contradicción, que vino a resolver el último derrotado que llegó a Ocaña: el capitán Rafael de Castro había llegado un día antes de la batalla de Peralonso al campamento del Gobierno con dos oficiales más en comisión del general Casabianca. Ya no cabía la menor duda de la triste noticia. Mi padre y el general De Castro resolvieron, de común acuerdo, comunicarla a mi hermana Virginia, que ya la sospechaba por nuestras frecuentes conversaciones en sigilo. Esto ocurrió un sábado en la mañana. Cuando llorábamos todavía a Rafael, el lunes siguiente resucitó el muerto. A Puerto Colombia llegó, procedente de Curazao, un vapor alemán, y en la lista de pasajeros figuraban Rafael de Castro Palacio y Ernesto de Castro, y el jefe del resguardo de Puerto Colombia, nuestro pariente Gregorio Palacio, que conocía a Rafael muy bien, ¡vaya si lo conocía!, felicitaba al padre y al abuelo del muchacho por la resurrección, pidiendo instrucciones sobre lo que debía hacer con Ernesto de Castro. Ernesto de Castro era el único liberal de su familia, hijo de nuestro tío don José María de Castro Rada, hermano de Aurelio, de Guillermo, de Víctor y de Chelo, todos ocupando puestos militares en defensa del Gobierno. Desde la guerra de 1885 y mucho antes, Ernesto se había alistado en las filas del liberalismo por convicciones ideológicas. Era muy inteligente y estudioso, con aficiones musicales y muy celebrado cumpositor. Autor de una bellísima danza que tituló Los lazos rojos, a manera de réplica de otra que compuso su hermano Aurelio, Los lazos azules. Cuando estalló la guerra, estaba radicado en Ocaña, en donde había contraído matrimonio. Y como liberal, se enroló en las fuerzas del general Justo L. Durán. Peleó bravamente en Peralonso y él decía que había obtenido de sus jefes la libertad de Rafael y que venía a entregarlo a sus padres. Se dio orden de que se dejara desembarcar a Ernesto, pues no se podía pagar su buena acción con una canallada, si bien comprendíamos que él debía traer alguna comisión reservada ante sus copartidarios de la Costa. Se optó por hacerle firmar un compromiso de que tendría a Barranquilla por cárcel, y de que no volvería a tomar armas contra el Gobierno, y vigilarlo muy estrechamente. Yo era muy amigo de Ernesto y procuré, con mucha diplomacia, interrogarlo sobre sus impresiones de la guerra. Estaba convencido del triunfo de la revolución, y conversando con él alguna vez, me dio una prueba de confianza: me mostró un ejemplar de la proclama del general Uribe después de la batalla. Aquella en que dice sobre poco más o menos: «Los cadáveres que desde ayer arroja el Zulia en su corriente irán a pregonar al mar y al mundo que el primer eslabón de la cadena de la Regeneración está roto». «Este es el único ejemplar que yo tengo, y para que veas que yo cumplo la promesa que tengo hecha a tío Pacho, te lo entrego», me añadió. Lo hice así inmediatamente y, sin embargo, a los pocos día la proclama circulaba clandestinamente entre los liberales de Barranquilla. Indudablemente que Ernesto de Castro llevó una misión secreta a la Costa, que la cumplió dentro de la mayor discreción. Pero pasó la guerra, pasaron los años, y nunca pude saber de Ernesto cuál fue el objeto de esa comisión. Presumo por ciertos antecedentes y circunstancias que sería la de prevenir a los liberales del próximo arribo a nuestras costas de la expedición marítima que organizaba en Europa el general Siervo Sarmiento. Por lo demás, el coronel Ernesto de Castro cumplió rigurosamente el compromiso escrito y firmado que había contraído. Ni se movió de Barranquilla durante todo el curso de la guerra, ni volvió a ceñir la espada que había ganado en varias memorables batallas.
+Aun descontando la utilidad que tuvieron los jefes liberales de Peralonso con el viaje de Ernesto de Castro a Barranquilla, siempre es de elogiarse el gesto simpático y generoso de ellos con el hijo del adversario que le dio tan rudo golpe a la revolución en Los Obispos. La guerra no había adquirido hasta entonces los caracteres de encarnizamiento y de crueldad que tan repugnantes y odiosos caracteres tuvo después. Entre los combatientes de uno y de otro bando había cierta hidalguía y grandeza.
+Estábamos curiosos e impacientes por saber de la propia boca de Rafael de Castro por qué se le había dado por muerto y los detalles de su resurrección. Él nos refirió que poco después de las cuatro de la tarde, ya en derrota la fuerza en que estaba enrolado y perseguidos muy de cerca por el enemigo que la diezmaba, él resolvió echarse a tierra, boca abajo, dándose por muerto, para esperar el momento oportuno en que pudiera poner pies en polvorosa. Sus compañeros lo vieron caer y tuvieron razón al contarlo como muerto. En esa posición yacente lo encontró una patrulla del ejército revolucionario y al moverlo comprobaron que estaba vivo y coleando. Le dieron unos cuantos culatazos y lo engancharon en una fila de prisioneros y cuando llegaba al cuartel general de la revolución alcanzó a ver a Ernesto de Castro, su primo, conversando con el general Uribe Uribe. Le gritó: «Ernesto, estoy aquí preso». Este se acercó a la cuerda de presos, reconoció al primito e inmediatamente lo tomó del brazo y se lo presentó al general Uribe Uribe. El glorioso triunfador le dijo al coronel De Castro: «Desde este momento queda usted encargado de la custodia y vigilancia de su primo». Esa noche comió y durmió Rafael con el coronel revolucionario, y al día siguiente le comunicó el pariente providencial que los dos emprenderían viaje a Barranquilla. Llegaron a Maracaibo, de ahí siguieran a Curazao y con tan buena suerte que momentos después de su llegada a la colonia holandesa encontraron conexión para Puerto Colombia. Rafael nos refirió también que el ejército revolucionario era «enorme» y que estaba recibiendo muchos elementos de Venezuela.
+EL PLAN DE ATAQUE DEL GENERAL SIERVO SARMIENTO, UNA VEZ CAPTURADA LA PLAZA DE RIOHACHA — UNA IDEA GENIAL DEL GENERAL DE CASTRO — FORTIFICACIÓN DE BOCAS DE CENIZA — LA FUGA A LA GUAIRA DE EL RAYO Y EL AUGUSTO — DESEMBARCO EN AMANSAGUAPOS — EL GENERAL CAMPOS SERRANO EN PANAMÁ — VALOR DEL SOLDADO ANTIOQUEÑO — LAS DIVISIONES DE PACHO NEGRO Y DE OSPINA — UN LUJOSO ESTADO MAYOR — LAS PRIMERAS ARMAS DEL GENERAL VÍCTOR MANUEL SALAZAR — LA VICTORIA DE PANAMÁ EN 1900 — LA INMOVILIDAD DE LOS EJÉRCITOS DE LOS REVOLUCIONARIOS Y DEL GOBIERNO EN SANTANDER — POLÍTICA Y ESTRATEGIA MILITAR — EL GENERAL CASABIANCA, MINISTRO DE GUERRA — PRÓSPERO PINZÓN — EL GENERAL DÁVILA, COMANDANTE DEL EJÉRCITO DEL ATLÁNTICO — LAS PRIMERAS NOTICIAS SOBRE EL GOLPE DEL 31 DE JULIO.
+Y LLEGA EL MOMENTO DE NO fatigar a mis lectores con más historias historietas de la guerra de los Mil Días. Pasaré por alto una excursión que hizo el ejército del Atlántico, al mando de su comandante en jefe, hasta El Banco, cuando llegaron al cuartel general noticias de que al ocupar la plaza de Riohacha un ejército de la revolución, bajo el comando del general Siervo Sarmiento, se dirigiría a esa estratégica posición del río Magdalena. Pero en el momento en que llegábamos a El Banco, el prefecto aprehendía a un posta de Riohacha con comunicaciones para los jefes liberales de Bolívar y Magdalena anunciándoles que había llegado al puerto el general Siervo Sarmiento con buques armados en guerra, de ellos muy poderoso y capaz por su ínfimo calado de entrar al río por las Bocas de Ceniza. Los buques se llamaban El Rayo y Augusto, el último de la armada venezolana, cedido a la revolución por Cipriano Castro, quien ya dominaba en la vecina República. El plan nuevo era sin duda más acertado, más estratégico, por no decir más cuerdo. La marcha de un ejército a través de las provincias de Padilla y Valledupar por veredas, que no caminos, aun en la estación del verano, presentaba obstáculos formidables, y el general Palacio había pensado esperar a los revolucionarios que vendrían agotados por penosas marchas para presentarles combate en las orillas del Magdalena.
+La revolución ocupó, sin encontrar resistencia, a Riohacha, pues la plaza fue evacuada desde mucho antes por orden del comandante en jefe del ejército del Atlántico, orden que, por cierto, fue muy censurada por los civiles que se dan ínfulas de estrategas y consideran que en la guerra lo importante es «pelear», por supuesto no estando ellos en la pelea. Ninguna medida de las tomadas por el general Palacio fue más acertada y previsora. Tuvo el buen cuidado de someterla a la censura del doctor José Manuel Goenaga, hijo ilustre de Riohacha, en cuyo seno vivían aún su anciana madre y su hermana María. El doctor Goenaga aprobó sin reservas la resolución, y naturalmente el general Palacio despachó la cañonera La Popa para que trajera hasta Barranquilla no sólo a toda la familia Goenaga, sino a los conservadores que desearan salir del puerto. Sucesos posteriores justificaron la evacuación de Riohacha, porque hubiera sido una insensatez que las dos naves de guerra del Gobierno, La Popa y Córdoba, antiquísimas, averiadas, sin artillería moderna, empeñaran batalla con El Rayo, de superior velocidad y dotado de artillería de vasto alcance y potencia destructora.
+Conocido el plan de ataque del general Siervo Sarmiento sobre la plaza de Barranquilla, el comandante en jefe del ejército del Atlántico, resolvió seguir hasta Gamarra, para conferenciar con el general Diego A. de Castro, comandante general de la flotilla, quien se encontraba nuevamente, restablecida ya su salud, ejerciendo sus funciones, habiendo establecido su cuartel general en aquel puerto, convirtiéndolo en apostador. Ninguna medida más indicada que oír el concepto del general De Castro, pues la futuras operaciones habían de desarrollarse en el mar y el río. El general De Castro encontró no sólo factible sino muy acertado el plan del jefe revolucionario, y recuerdo que dijo: «En su caso yo haría lo mismo; la invasión por tierra era un disparate de la mayor marca». Ampliando su concepto opinó que si la revolución lograba acumular una apreciable cantidad de armas y municiones en Riohacha, intentaría el desembarco de ellas en la Costa desde el Torno hasta Galerazamba; costa solitaria con pequeñas ensenadas que facilitarían la operación. Había, pues, que establecer puestos de vigilancia y espionaje en puntos estratégicos, y que dado el pésimo estado de la cañonera La Popa y del vapor General Córdoba, se debía ordenar inmediatamente al río Magdalena por las Bocas de Ceniza para impedir que los hundiera la flotilla revolucionaria. Y tuvo una idea que no vaciló en calificar de genial, que diósela, indudablemente, su conocimiento práctico del entonces problema de las Bocas de Ceniza. Para él la entrada de El Rayo y Augusto al río era fácil y que no les presentaría ninguna dificultad por su escaso calado, sobre todo al terminar la estación de los vientos en el mes de marzo sin necesidad de prácticas especiales. Que debía construirse un fortín a distancia de tiro de cañón de las Bocas de Ceniza, a orillas del río, y en sitio donde fuera visible, a la simple vista, la entrada de ellas, y lo designó anticipadamente: el caserío Las Flórez, a pocos kilómetros de Barranquilla, y que debía procederse sin pérdida de tiempo a tender una línea telefónica que comunicara a la ciudad con el caserío. El plan del general De Castro fue ejecutado al pie de la letra, y él mismo se encargó de dirigir la construcción de las obras materiales del caso. En Las Flórez se montaron dos cañones modernos de fortaleza y se estacionaron allí el cañonero Hércules, la cañonera La Popa, y el vapor Córdoba. Para desgracia de la revolución, el general Siervo Sarmiento, pocos días después de haber ocupado a Riohacha, murió víctima de la fiebre amarilla, que siguió diezmando después a todas las fuerzas armadas, oriundas del interior de la República, durante todo el largo curso de la guerra, así de la revolución como del Gobierno. Los militares novatos tuvieron una concepción distinta a la del general Siervo Sarmiento y desperdiciaron lastimosamente los poderosos elementos que tuvieron en sus manos, hasta que al fin, probablemente fatigado por la inactividad a que se condenó a El Rayo y Augusto, o porque recibiera orden secreta del general Cipriano Castro, el militar mexicano que los comandaba, y cuyo nombre y apellido han escapado de mi memoria, resolvió una noche abandonar a Riohacha y tomar sigilosamente rumbo a La Guaira para entregárselas al dictador andino. Sólo una vez, después de la muerte del general Sarmiento, aparecieron las naves revolucionarias en la costa del departamento de Bolívar, y esto ocurrió, si mal no recuerdo, en el mes de abril. Recalaron en la ensenada de Amansaguapos y desembarcaron allí una fuerza no muy considerable, al mando del general Benjamín Ruiz, que se internó y después de una campaña infructuosa fue vencida en Toluviejo por el Ejército del Gobierno al mando de los generales Rafael M. Gaitán y Ramón G. Amaya.
+La noticia del desembarco de esa fuerza de Amansaguapos llegó a Barranquilla muy exagerada. Según los espías situados en la Costa se trataba de un cuerpo de ejército de más de mil hombres, lo cual era inverosímil porque El Rayo y Augusto, no tenían capacidad para transportar tal número de hombres. Amansaguapos es una ensenada que se comunica por una trocha con el corregimiento de Saco, dependencia del municipio de Juan de Acosta. También en aquella ocasión el ejército del Atlántico, bajo el comando del general Palacio, se movió desde Barranquilla hasta Saco y Piojó en persecución del general Benjamín Ruiz. No alcanzamos siquiera a pisar la retaguardia de este, pues la consabida noticia del desembarco en Amansaguapos llegó muy tarde a nuestro cuartel general, y el jefe revolucionario ejecutaba rápidas marchas, gracias, precisamente al reducido número de sus soldados. En realidad no se trataba de más de doscientos hombres. Así pudo también atravesar el canal del Dique burlando la vigilancia de dos vapores de flotilla de guerra que tenían orden de impedirlo y de recoger todas las canoas que Ruíz pudiera utilizar para el paso de su tropa. Esto ocurría, más o menos, en el mes de abril.
+Cuando estuve en Panamá, el doctor Mutis Durán tenía fundados temores de que el liberalismo, alentado por la victoria de Peralonso, se alzara en armas auxiliado por alguna invasión procedente de puerto extranjero, probablemente de Nicaragua. Consideraba el doctor Mutis Durán que en ese evento serían insuficientes las armas con que contaba en su departamento el Gobierno, y que eran exclusivamente los quinientos hombres del batallón Colombia, acantonado en Panamá desde años atrás y hecho a los hábitos una vida sedentaria y casi de sibaritas, si se la comparaba con la de otras guarniciones de la República. A principios de 1900 se llevó a cabo el reemplazo anunciado por el doctor Mutis Durán por el general José María Campo Serrano. Con el cambio ganaba, naturalmente en perspectivas de buen éxito las operaciones militares que pudieran ejecutarse en el Istmo, porque el general Campo Serrano tenía más versación y experiencia que su antecesor en esos asuntos, y llegaba allá rodeado con el prestigio de un antiguo presidente de la República y de haber sido uno de los colaboradores más eficaces en la obra de la Regeneración, designatario de la Constitución de 1886. Y a sus dotes militares añadía el general Campo Serrano las de hombre prudente, conciliador y ecuánime. Era, sin duda, de los que sabían atraer y no repeler.
+Pero la victoria de Peralonso y posteriormente las de Terán y Gramalote, hazañas del general Uribe Uribe, exaltaron la mística revolucionaria en todo el país, a excepción del departamento de Antioquia, en donde no hubo pronunciamiento y se mantuvo la paz, permitiendo así que ese rico arsenal humano derramara un torrente de soldados sobre el vasto territorio nacional, para la defensa de la legitimidad. No hubo durante la guerra de los Mil Días batalla, combate, y acaso ni escaramuza en la que no tomaran parte fuerzas colectivas antioqueñas. Se decía antes de nuestra última contienda civil que el soldado antioqueño era valiente en la pelea, pero que cuando la pelea se convertía en revés, temeroso de perder su libertad, que tanto ama, abandonaba el campo y utilizaba sus admirables cualidades de rápido e incansable caminador. Me atrevo a asegurar que en la guerra de los Mil Días el soldado antioqueño desmintió la popular conseja. Luchó bravamente y no abandonaba el campo mientras no se declarara la derrota.
+A Barranquilla llegaron, que yo recuerde, dos divisiones antioqueñas mediado el año de 1900; la una comandada por un general Jaramillo, que llegó precedido de una justa fama de valiente, pero también de ser implacable y cruel con los vencidos, fama esta que a la verdad residió bastante exagerada. A este general Jaramillo mis paisanos le daban el remoquete de Pacho Negro, porque era, o es, si vive todavía, muy moreno. La otra división fue la división Ospina, comandada por nada menos que el general Pedro Nel Ospina, el futuro presidente de la República. División lujosa por el número, por la alta posición política, social y pecuniaria de sus jefes y oficiales. Basta recordar que el jefe de Estado Mayor general era el doctor Carlos E. Restrepo, también futuro presidente de la República, y su primer ayudante, general Mariano Ospina Vásquez, futuro ministro de Guerra, en la flor de la juventud, entonces poseedor de una vasta cultura literaria, que ocultaban su ingénita modestia y sencillez. La división Ospina resultaba, sin quererlo ella, ni pretenderlo siquiera, una aristocracia, y era tratada espontáneamente como aristocracia de las armas en donde quiera que ella plantara su campamento. Y así fue tratada en Barranquilla, procurando evitarle los rigores del clima se le buscaron cuarteles en la parte alta de la ciudad, y sus jefes fueron alojados en una hermosa quinta del doctor Nicolás G. Insignares, que se tomó en arriendo para el efecto. Se contrató la alimentación para ellos con el mejor hotel de la época: el Hotel Colombia, con muy excelente mesa.
+La división de Pacho Negro llegó antes que la Ospina, e iba asesorada, digámoslo así, por el entonces coronel Víctor Manuel Salazar, que venía haciendo frecuentes viajes a Barranquilla, entiendo que en negocios particulares. Contaba Salazar de antemano con la cordial amistad y la absoluta confianza del comandante en jefe del ejército del Atlántico, general Palacio, a las que fue introducido por una carta de recomendación, expresiva, elocuente, de don Juan Pablo Gómez, el Marinillo, astuto y hábil político, y uno de los más reconocidos y entusiastas nacionalistas. El joven coronel Salazar no podía disimular su ardiente deseo de tomar parte en una campaña en la que hubiera inmediata probabilidad de combatir. Fue así como conversando un día con el general Palacio en los precisos momentos en que llegaba correspondencia de Panamá, asediada por fuerzas revolucionarias muy numerosas, correspondencia en la que se solicitaba el general Campo Serrano que se le enviaran refuerzos considerables, pues de no hacerlo así, la ciudad sería indefectiblemente ocupada, que Salazar se ofreció espontáneamente a tomar el mando de ellos y conducirlos al Istmo. Oferta que fue aceptada sin que hubiera la menor vacilación en el ánimo del general Palacio, pues leía él en los ojos de quien hacía la firme resolución de ejecutar grandes cosas. Es sabido, y nadie ha osado después disputarle la presea que en la victoria de Panamá, en julio de 1900 tienen la totalidad de las acciones del general Carlos Albán y Víctor Manuel Salazar, ascendido a general, y si no estoy equivocado, su ascenso lleva mi firma como ayudante secretario del comandante en jefe del ejército del Atlántico. Cuando dos años después, en 1902, desapareció trágicamente el heroico y genial Albán, los panameños adictos a la legitimidad clamaron porque se enviara a reemplazarlo al único que ellos consideraban capaz de llenar la falta: al general Salazar.
+Iba corriendo el último año del siglo y cumpliéndose el primero de la guerra, y entraba esta en una etapa decisiva. Enfrentados permanecían en Santander los poderosos ejércitos de la revolución y del Gobierno en posiciones, al parecer inexpugnables, como si dijéramos la línea Maginot y la línea Sigfried. El ejército del Gobierno, después del desastre de Peralonso, había sido reorganizado gracias a la indomable energía y pericia del general Manuel Casabianca: de todos los ámbitos de la República salieron tropas para aumentarlo y había sido provisto abundantemente de armas y municiones que se adquirieron con los dineros que la Compañía Francesa del Canal dio al Estado para obtener la prórroga de su concesión. Pero en la inmovilidad y en la expectativa de aquellos dos poderosos ejércitos hubo indudablemente más de política que de estrategia militar. En el campamento rojo, como en el campamento azul, las pugnas y rivalidades paralizaban los movimientos, entorpecían la acción. En el campamento azul no podían olvidarse las causas que produjeran el extraño vencimiento de Peralonso, y fingiendo no buscarlas, se buscaban las causas. En el campamento rojo continuaba la sórdida rivalidad entre los vencedores de la memorable jornada, y acaso, es de imaginarlo, sin apurar el atrevimiento, se pensaba para quién sería el más preciso gajo de laurel de la victoria final. Un día, el general Casabianca emprende viaje a Bogotá dejando encargado del mando al general Próspero Pinzón, y llegado a la capital se encarga del Ministerio de Guerra, y el general José Santos queda sumergido en un pozo de silencio y de olvido. Le tocará dirigir la batalla de Palonegro al modesto, al silencioso, al abnegado jefe que ya en la guerra de 1895 se había revelado súbitamente como un genial estratega y como bravo entre los bravos. Al resplandor de las fogatas del campamento reza todas las noches el rosario, oye misa todas las mañanas, y su vida privada es la de un buen y viejo cristiano. Todos los militares de la pura cepa conservadora histórica, especialmente los jóvenes, ven en él al caudillo designado por lo alto para vencer a la revolución…
+El último oficio o nota que llega a la comandancia en jefe de ejército del Atlántico, firmada por el ministro de Guerra, José Santos, es una en que propone, dejando la decisión final al general Palacio, entrar con las fuerzas de su mando y las que, además, considere necesarias y que se le enviarán en cuanto él las pida al departamento de Santander, por la vía Gamarra-Ocaña. Comenzaba a estudiarse la operación apenas cuando llegó primero un telegrama, con bastante retardo, transmitido a Puerto Berrío, enviado de allí a Gamarra y retransmitido por su oficina a la de Barranquilla, anunciando que el general Casabianca se había posesionado del Ministerio de Guerra, y poco después otro en que este comunicaba que había sido nombrado comandante en jefe del ejército del Atlántico el general Juan Manuel Dávila. La noticia cayó como una bomba en las filas del ejército del Atlántico que, no sólo tenía por mi padre un profundo y sincero afecto, sino adoración, y no creo exagerar al afirmarlo. No hubo jefe de división de batallón, de escuadrón, empleado civil, que no presentara inmediatamente su renuncia o petición de letras de cuartel. Aquel fue un plebiscito unánime y el ejército del Atlántico se convertía así en cuerpo deliberante. En cambio, mi padre estaba encantado de pensar que podría retirarse a la vida privada. No era satisfactorio y tranquilizador el estado de su salud, venía sufriendo de periódicos ataques al apéndice, diagnóstico que hizo un año antes en Anapoima el doctor Luis Cuervo Márquez, y lo sometió a un tratamiento que hizo posible evitar una inmediata intervención quirúrgica. Se mantenía en pie gracias al tratamiento y a los solícitos cuidados y prescripciones del médico del Ejército, doctor Joaquín Vives Polanco, que muchas veces en altas horas de la noche acudía a mi llamado para aliviar y atender al enfermo. Encantado, además, porque habría de reemplazarlo un íntimo amigo suyo, personal y político. ¡Ironías de la política! El descontento mayor se hacía visible entre los militares de filiación conservadora histórica, porque a la verdad, mi padre no había hecha política durante la guerra, y había tenido especial interés en no demostrar nunca desconfianza ni recelo, sino más bien deferencia y hasta predilección, por los conservadores históricos. Su primer ayudante general era, como lo he dicho antes, el doctor Daniel Carbonell.
+Los acontecimientos, los incidentes políticos, iban a sucederse con rapidez inusitada en aquella guerra, que había interrumpido o trastornado la comunicación telegráfica. Pocos días después de lo que relato recibió mi padre un telegrama del general Dávila, fechado en Calamar, que decía más o menos así: «De paso para Europa llegaré a esa mañana temprano e iré a verle inmediatamente». Llegó el general Dávila, que haría entonces todos los años un viaje a Europa, conversó larga y confidencialmente sin testigos, con mi padre. De lo que hablaron no tengo sino este conocimiento. El Gobierno ofrecía al general Palacio el nombramiento de ministro de la República en los Estados Unidos, y a mí la secretaría de la legación. Mi padre declinó aceptar el nombramiento, pero comprendiendo que el Gobierno deseaba o tenía algún interés en que dejara la comandancia en jefe del ejército, escribió al instante una nota solicitando sus letras de cuartel, solicitud que vino a ser resuelta al terminar el año de 1900, por gobierno del señor Marroquín y siendo ministro de Guerra el doctor J. Domingo Ospina Camacho. Silencio sepulcral durante la última quincena del mes de julio y la primera de agosto reina entre Bogotá y la costa Atlántica. Vapores de la flotilla de guerra que llegan a La Dorada permanecen allí indefinidamente. El 16 de agosto se recibe un telegram de El Banco, comunicando que el vicepresidente Marroquín se ha posesionado de la presidencia de la República, que baja el río una comisión militar a la Costa, con facultades presidenciales, integrada por el general Juan Clímaco Arbeláez y los doctores Emiliano Isaza y Augusto N. Samper, todo esto nos parece muy raro, huele a enigma. Mi padre, que era un político muy fino, entendiéndolo, decide enviar una comisión de civiles para saludar a la comisión militar y nombra para el chisto a don Próspero Carbonell, a don Juan B. Roncallo y a don Juan Ujueta, los más prominentes jefes conservadores del historicismo en Barranquilla, todos tres muy amigos personales suyos.
+Los comisionados civiles se encontraron con la comisión militar en Calamar, y refería don Próspero Carbonell, que fue un hombre muy sincero, muy comunicativo y en la intimidad bastante gracioso, todos los incidentes del encuentro. La comisión militar fue franca y explícita con sus copartidarios. Les manifestó que la posesión del señor Marroquín se había consumado sin consentimiento o voluntad del presidente Sanclemente. En Bogotá se había dado un golpe de Estado el 31 de julio.
+LA CONFERENCIA EN CALAMAR ENTRE LOS COMISIONADOS DE LA COMANDANCIA DEL EJÉRCITO DEL ATLÁNTICO Y LOS DELEGADOS DEL NUEVO GOBIERNO QUE HABÍA EN BOGOTÁ — UNA OPINIÓN DE DON JUAN B. RONCALLO — UN PROCEDIMIENTO INCORRECTO — LA DISCUTIDA ACTITUD DEL GENERAL CASABIANCA, MINISTRO DE GUERRA DE LA ADMINISTRACIÓN SANCLEMENTE — EL GENERAL JORGE MOYA VÁSQUEZ — UN ALMUERZO DE LOS DOCTORES ABADÍA MÉNDEZ Y JOSÉ VICENTE CONCHA — EL GENERAL PALACIO RENUNCIA SU ALTO CARGO MILITAR EN LA COSTA — ALTOS JEFES DEL EJÉRCITO DEL GOBIERNO ABANDONAN SUS PUESTOS — LAS RAZONES DE LA ACTITUD DE PALACIO — LA SITUACIÓN EN ANTIOQUIA — EL GENERAL DE CASTRO QUIERE PRESENTAR RESISTENCIA A BORDO DEL HÉRCULES — TEMORES DE UN ATAQUE A BARRANQUILLA DE LAS FUERZAS REVOLUCIONARIAS DEL GENERAL VICENTE CARLOS URUETA — EL GENERAL ARÍSTIDES FERNÁNDEZ Y LA PROLONGACIÓN DE LA GUERRA.
+LA CONFERENCIA ENTRE LOS caballeros conservadores de Barranquilla encargados por la comandancia en jefe del ejército del Atlántico para presentar saludo a la comisión militar se efectuó en Calamar a bordo del vapor en que ella bajaba el río Magdalena, vapor comandado por el general Arturo Salas, que en los tiempos de paz había sido capitán de barcos mercantes de la Compañía Colombiana de Transportes, había sido siempre conservador histórico. Como he dicho antes, el general Arbeláez y los doctores Samper e Isaza expulsaron con toda franqueza a los señores Carbonell, Roncallo y Ujueta cuando había ocurrido en Bogotá el día 31 de julio, y solicitaban de ellos, naturalmente, si serían recibidos en Barranquilla hostil o amistosamente. La comisión militar venía escoltada por un batallón que, si mal no recuerdo, se denominaba Valderrama. Terminada la conferencia bajaron, a tierra los señores Carbonell, Ujueta y Roncallo y se dirigieron a la oficina telegráfica con el objeto de hacer al general Palacio la pregunta que había formulado la comisión militar. Y aquí viene la anécdota de la cual es protagonista don Juan B. Roncallo, porque califica en forma sencilla, y en síntesis admirable, el 31 de julio.
+Antes de entrar a la oficina telegráfica de Calamar, Roncallo pidió a sus amigos y conmilitones Carbonell y Ujueta —no huelga a notar que él y don Próspero A. Carbonell eran hermanos políticos— que le permitieran expresarles, en reserva, su opinión sobre lo que había oído de labios de los comisionados militares. Y refería don Próspero que él le contestó: «Bueno, Juan, dínoslo aquí». «No, aquí no», replicó Roncallo, «más adelante y antes de entrar a la oficina telegráfica». E hizo caminar a sus acompañantes muchísimas cuadras bajo un sol canicular. Ya casi tocando los ejidos del pueblo, don Juan B. Roncallo se detuvo y exclamó en un arranque de sinceridad: «¡Dígase lo que se quiera, el procedimiento adoptado fue incorrecto!». Don Próspero A. Carbonell, después de reír estrepitosamente, observó: «Juan, no es el caso de examinar si el procedimiento fue incorrecto; estamos frente a un hecho cumplido y aceptado en todo el interior del país, como acabas de oírlo. Vamos a la oficina telegráfica». Y los tres amigos desandaron las muchas cuadras que habían recorrido.
+Juzgando con benevolencia y expresando con eufemismo un concepto sobre el 31 de julio se llega a la misma conclusión que don Juan B. Roncallo: fue un procedimiento incorrecto. Sobre lo que ocurrió en Bogotá con aquella memorable fecha yo no puedo decir nada, pues me reafirmo en la posición de no contar sobre sucesos que yo no presenciara. Expresaré sólo que la actitud y comportamiento del general Casabianca como ministro de Guerra de la administración Sanclemente fue muy discutida y comentada. Sobre ello y deliberadamente, me abstengo de emitir juicio, por el afecto y el respeto que tuve por el general Casabianca, respeto que me vedó, cuando meses después estuvo en Barranquilla de paso para Caracas hacerle preguntas sobre el 31 de julio, y finalmente por la cordial amistad que me liga con los hijos del preclaro caudillo de la causa conservadora. Y más que todo, por espíritu de imparcialidad y de piedad filial. A fin de cuentas la actitud del general Casabianca fue la misma de mi padre, como comandante en jefe del ejército del Atlántico, con la sola diferencia de que el general Palacio no se encontraba en Bogotá el 31 de julio, y consecuencialmente no tenía medios ni recursos para impedir que se consumara el hecho o el «procedimiento incorrecto». ¿Los tuvo en cambio el general Casabianca? Quienes hemos estudiado un poco la historia sí podemos absolver la interrogación. Hay acontecimientos políticos que determinan o producen causas profundas, causas que vienen de atrás, que son a manera de las enfermedades que aparecen súbitamente en el organismo humano y tienen un desenlace fatal. Acontecimientos que no está en las manos, ni en la voluntad de los hombres, aun de los hombres de genio, impedir o dominar. Cuando mucho pueden preverse, y previéndolos se aplazan, pero no se evitan. El gobierno del señor Sanclemente estaba fatalmente destinado a perecer antes de su término constitucional; o por la intriga, o por la violencia. El general Casabianca hizo cuanto pudo y le fue dable para impedir el 31 de julio. Amonestó, regañó, como vulgarmente se dice, en términos duros y conminatorios al jefe militar —general Jorge Moya Vásquez— que provocaba y alentaba la sedición. Moya Vásquez pareció conmovido y convencido por los consejos, admoniciones y regaños del general Casabianca, y le entregó la espada que portaba, en prenda de lealtad y de obediencia. Y tan cierto es esto que años después yo oí referir al doctor José Vicente Concha lo siguiente: «Yo no tuve parte en los preparativos del 31 de julio ni en el desarrollo del plan. Abadía me lo ocultaba todo. Ese día almorzaba yo con él en el restaurante X —no recuerdo el nombre— y llegó un mensajero a nuestra mesa y le entregó una carta. La leyó y advertí que se inmutaba. Fue entonces cuando me contó todo, añadiéndome: “La cosa ha fracasado porque me avisan que Moya Vásquez se ha corrido y me llaman de urgencia para que lo reanime y convenza”». El doctor Abadía Méndez ejercía una grande influencia sobre Moya Vásquez.
+Las personas memoriosas, y yo me precio de serlo, ya que en ello no hay vanidad, pues la memoria dizque es atributo de conotos, recuerdan las conversaciones que han tenido con las gentes de pro, así como no recuerdan los dichos y palabras de los papanatas, a quienes oímos siempre con desdeñosa indiferencia, así se den ellos ínfulas de mechautes. Pero de esta conversación transcrita con el doctor Concha tengo un testigo honorable e intachable: don Silvio Cárdenas.
+Llegados a Barranquilla los señores Carbonell, Roncallo y Ujueta informaron leal y detalladamente al general Palacio de cuanto les habían dicho los señores miembros de la comisión militar, que esperaban en la boca del caño arriba la respuesta del comandante en jefe del ejército del Atlántico para entrar a la ciudad a ejercer sus funciones. El general Palacio, después de meditar muchísimo y en conciencia su resolución, que inmediatamente después explicó en un breve y sencillo manifiesto publicado en hoja volante, y en la orden del día de ejército, y previa la presentación de su renuncia, contestó que la comisión podía entrar a Barranquilla y disponer lo que a bien tuviera. Algunos jefes muy distinguidos del ejército a su mando no estuvieron de acuerdo con la determinación del general Palacio y abandonaron sus puestos, mas no pasaron de cinco. Entre otros, que recuerde, y colocándolos en primer término, el general Diego A. de Castro, comandante general de la flotilla de guerra, y el general Heriberto A. Vengoechea, de la primera división. El general De Castro, que se encontraba a bordo del vapor Hércules, frente a Barranquilla, quiso presentar resistencia armada a la comisión militar, y sólo con la ayuda de Dios y su autoridad de padre político logró mi padre disuadirle de que tal hiciera. ¿Cuáles las razones que movieron al general Palacio para aceptar el hecho cumplido y permanecer posteriormente hasta el 31 de diciembre de 1900 al frente del Ejército? En primer término, que se trataba de un golpe de Estado contra el cual no había protestado ninguna fuerza armada, ni jefe alguno al servicio del Gobierno legítimo. Las pocas protestas que hubo fueron silenciosas y resignadas. En todas las secciones de la República el cambio de las autoridades civiles se había efectuado sin incidente alguno. En Antioquia, baluarte del Partido Conservador, gobernaba ya el general Marceliano Vélez, quien dirigió un telegrama elocuente y muy expresivo al general Diego A. de Castro excitándolo a que entrara a colaborar en el nuevo gobierno, haciéndole al vencedor en Los Obispos el homenaje de justicia que otros más obligados que el general Vélez no supieron o no quisieron hacerle. El general Vélez decía en aquel telegrama que Diego de Castro «había partido el eje de la revolución en Los Obispos y que era merecedor de la gratitud imperecedera de la causa conservadora». En segundo término, el general Palacio tuvo el santo temor de las responsabilidades; rehuyó deliberadamente la de asumir la jefatura de un movimiento armado contra el Gobierno de facto, viéndose así en la obligación de atender a dos frentes: el que le opusiera ese gobierno y al de la revolución, que en aquellos días amenazaba seriamente la plaza de Barranquilla con fuerzas ya considerables y al mando de un jefe experto, audaz y valeroso, el general Vicente Carlos Urueta. Cuando tales fuerzas se encontraban a pocas jornadas de Barranquilla y se temía que el ataque a la plaza fuera cuestión de horas, el general Diego A. de Castro, siempre noble, siempre leal, siempre generoso, se presentó una tarde a la comandancia en jefe del Ejército a ofrecer sus servicios como simple soldado, a la manera del general Francisco de Paula Vélez en el puente de Bosa, llevando, no su espada sino una carabina Winchester. Y como razón que no es la última sino la primera, el general Palacio creyó sinceramente que el Gobierno de facto haría terminar la guerra mediante un tratado de paz con la revolución, conforme a las ideas que habían venido proclamando los supremos artífices intelectuales y morales del movimiento del 31 de julio. Desgraciadamente, el general Palacio se equivocó en este punto.
+Para el historiador sereno e imparcial, y yo no pretendo de historiador, será un enigma descubrir por qué causas o motivos el Gobierno de facto lejos de terminar la revolución, con un acto de política, de política grande y generosa, la prolongó veintiocho meses más, con su terrible secuela de crueldades, que sí las hubo, aun cuando otra cosa afirme el general Víctor Manuel Salazar, de más sangre vertida, de más ruina y miseria para el país. Yo no culpo de esa prolongación inexplicable a algunos de los autores intelectuales del movimiento del 31 de julio, ni aun al propio señor Marroquín. Pero tampoco me conformo con la simplista interpretación que le dan al fenómeno, generalmente. Ella es la que se interpuso la voluntad de alguien, y para decirlo francamente, la del general Arístides Fernández, que se incrustó en el movimiento impidiendo que sus autores principales cumplieran solemnes compromisos morales contraídos con la opinión nacional y con el liberalismo alzado en armas, como lo verán a poco mis lectores.
+Aquellos autores intelectuales del 31 de julio ejecutaron una obra a medias, tuvieron la superstición del principio de legitimidad y así parezca paradójico, destruyendo la legitimidad la buscaban para dar visos o apariencias de ella al procedimiento «incorrecto», de que se habían valido para aniquilarla. En el fondo el 31 de julio de 1900 fue una mala copia del 23 de mayo de 1867. Así, nuestros dos partidos tradicionales resultan ante la historia responsables del mismo pecado, pecado que atrae para quienes lo cometen inevitable castigo: el desconocimiento de la legitimidad por las vías de la violencia.
+EL DIARIO QUE DE SU MISIÓN A LA COSTA ESCRIBIÓ EL GENERAL JUAN C. ARBELÁEZ — UNA ENTREVISTA «A SOLAS» CON EL GENERAL PALACIO — COMENTARIOS SOBRE EL CONATO DE RESISTENCIA DEL GENERAL DE CASTRO — LAS PLAZAS DE BARRANQUILLA Y SANTA MARTA AMENAZADAS POR LAS FUERZAS DE LOS REVOLUCIONARIOS — EL GENERAL JUAN MANUEL IGUARÁN, NUEVO GOBERNADOR DEL MAGDALENA — DON PRÓSPERO CARBONELL, DE BOLÍVAR — LAS TROPAS LIBERALES DEL GENERAL WENCESLAO MIRANDA OCUPAN EL FERROCARRIL DE SANTA MARTA — LA CAMPAÑA DEL GENERAL ARBELÁEZ PARA RESCATAR LA VÍA — ARMISTICIO DE DIEZ DÍAS — ARÍSTIDES FERNÁNDEZ, UN SIMPLE JEFE DE POLICÍA CON FAMA DE ENÉRGICO — CONFERENCIA DEL SEÑOR PARRA CON LOS MINISTROS DE MARROQUÍN — UNA HISTÓRICA CARTA QUE NO FUE CONOCIDA JAMÁS.
+DESPERTANDO MIS RECUERDOS, y gracias a la ayuda inestimable que me ha presado con espontaneidad, nunca bien agradecida, la lectura de un diario que de su misión a la Costa llevaba el general Juan C. Arbeláez, ha facilitado en copia, por su hijo, mi buen amigo el doctor Carlos Arbeláez Urdaneta, puedo rectificar un punto muy importante en lo relacionado con la comisión militar que el gobierno del señor Marroquín envió a la Costa. El único miembro de esta que llegó a Barranquilla fue el precitado general Arbeláez, quien se entendió, dice aquel diario, «a solas» con mi padre. Los señores Isaza y Samper lo hicieron al día siguiente del arribo del general Arbeláez. Al comentar el general Arbeláez el conato de resistencia al 31 de julio del general Diego A. de Castro, se expresa así en su diario: «Creo, sin embargo, que aquel acto fue dictado más que por consideraciones políticas, por la gratitud del general De Castro por los exquisitos cuidados con que la familia Sanclemente lo atendió, cuando herido en el combate de Gamarra, fue a residir por algún tiempo a Anapoima, y recibió de ella atenciones que obligan a todo hombre de corazón. Si así se juzga el acto ejecutado por el general De Castro, antes que reproche merece aprobación». Agradeciendo al general Arbeláez su juicio sobre la actitud del general De Castro, tengo que hacerle una pequeña rectificación. El general De Castro no fue a residir en Anapoima después de la batalla de Los Obispos y apenas estuvo allí unos pocos días. No pasaron de cuatro. Y si bien el presidente de la República, el doctor Sanclemente, lo recibió con las atenciones y miramientos debidos a un jefe militar victorioso —retreta, visita de su secretario general, etcétera—, «los exquisitos cuidados» de que habla el general Arbeláez le fueron prodigados por el ministro de Gobierno, don Rafael María Palacio, primo del general De Castro. La verdad es que el general De Castro, más que nacionalista era un reyista quand même, y no eran ciertamente simpatías las que profesaban los conservadores históricos, especialmente a los de la corte, de quienes fue sólo efímero aliado durante la campaña electoral de 1897 en pro de la candidatura del general Rafael Reyes.
+Lejos de aclarar la situación militar de la costa Atlántica, la agravó aún más el movimiento del 31 de julio. No sólo estaba amenazada la plaza de Barranquilla sino la de Santa Marta, en momentos en que era reemplazado en la Gobernación del departamento del Magdalena el general Florentino Manjarrés por su émulo político el general Juan Manuel Iguarán. El general Manjarrés gozaba de un indiscutible prestigio, de un grande ascendiente; entre las fuerzas colecticias del Magdalena, que había organizado para la defensa del Gobierno, fuerzas que tenían por él un grande afecto. Tampoco opuso resistencia armada el general Manjarrés al movimiento armado del 31 de julio, que naturalmente no recibió de él su adhesión, aun cuando dos años después, llamado por el general Juan B. Tovar, comandante en jefe del ejército del Atlántico, contribuyó como jefe supremo de las fuerzas del Magdalena al restablecimiento de la paz con el combate de Ciénaga, que dirigió personalmente, y con el tratado de Neerlandia celebrado con el general Uribe Uribe.
+La comisión militar nombró gobernador de Bolívar, en reemplazo del general José Manuel Goenaga, a don Próspero A. Carbonell, quien, sin duda, como una muestra de diferencia personal y cordialidad con mi padre, nombró a su hijo político, mi inolvidable cuñado, don Jorge N. Abello, secretario de Gobierno. El nombramiento de don Próspero fue muy bien recibido en Barranquilla y de una manera unánime, pues aun cuando él fue un político muy sereno, especialmente en los días de lucha entre las dos fracciones conservadoras, era un hombre generoso, de espíritu conciliador cuando desaparecían las tormentas e incapaz de cometer actos de represalia y de inútiles persecuciones. A más de ello, Barranquilla se sintió satisfecha al ver realizada una de sus más viejas y legítimas aspiraciones, la de tener a uno de sus hijos como primer mandatario del departamento de Bolívar. El gobernador Carbonell cambió transitoriamente la sede de la Gobernación de Cartagena a Barranquilla, por razones militares, y tan acertada fue su determinación, que lo mismo hizo después el doctor y general Joaquín F. Vélez, celoso y amantísimo hijo de Cartagena. Sin embargo, creo que la acertada medida no causó grata impresión en Cartagena, así hubiera sido ella la que implantó el doctor José Manuel Goenaga, y probablemente fue la que motivó el inusitado retiro que el Gobierno central decretó a fines del año de 1900, del señor Carbonell, de la Gobernación de Bolívar, dorándole la píldora con un reemplazo de talla presidencial, el general Marceliano Vélez, a quien se confió simultáneamente la comandancia en jefe del ejército del Atlántico, para reemplazar al general Palacio.
+La amenaza a las plazas de Santa Marta y Ciénaga, casi un asedio, provenía de las fuerzas revolucionarias comandadas por el general Wenceslao Miranda, antiguo y experto jefe revolucionario que ocupó el ferrocarril de Santa Marta y cortó la comunicación de esta ciudad con Sevilla, que era entonces la estación terminal de la vía férrea. Tomo del diario del general Arbeláez, quien espontáneamente se ofreció para dirigir la campaña sobre las fuerzas del general Miranda, lo siguiente: «Entretanto, las fuerzas revolucionarias habían tomado a inmediaciones de Riofrío un tren que seguía para Sevilla, que es el término del ferrocarril que partiendo de Santa Marta va a dar a aquel punto. En presencia de esto, que era como reducir a sitio a Santa Marta, determiné recuperar la vía ferrocarrilera, y resolví, por mí y ante mí, empeñarme en esta corta pero necesaria campaña. Antes de dar principio a ella envié al general Miranda una comisión imponiéndolo de lo ocurrido con relación al cambio de personal del Gobierno, y excitándolo a someterse a su autoridad: pero le advertía además que si así no lo hacía e insistía en mantener ocupada la vía ferrocarrilera, comprendida entre Ciénaga y Sevilla, yo procedería a atacarlo. La comisión encargada de conducir mi nota al general Miranda me comunicó de Ciénaga que dicho general deseaba entenderse personalmente conmigo. En atención a esto, fui a su campamento, situado en Riofrío, donde fui recibido con todas las atenciones que se acostumbran en semejantes casos, y como el general Miranda alegaba como razón para no entrar en tratados el no tener autorizaciones de su superior, convinimos en firmar un armisticio por diez días, mientras él podía recibirlas. El armisticio se firmó en la Alicia, y al terminar este ya yo había recibido el refuerzo del batallón Valderrama, y el general Miranda, en vista de ello, se retiró, dejando en mi poder el territorio comprendido entre la Ciénaga y Sevilla, junto con la locomotora y los carros que había tomado».
+Lo transcrito deja comprender, o por lo menos entrever, que el general Arbeláez, jefe de la comisión militar, con facultades presidenciales, sí las tenía para negociar tratados de paz, como las tenía indudablemente también el doctor Augusto N. Samper por lo que referiré más adelante.
+Pero volviendo al 31 de julio y a la influencia que se atribuye al general Arístides Fernández como obstáculo insuperable para terminar la guerra por medio de un tratado amplio, generoso, con promesas de parte del Gobierno que garantizaran al liberalismo el inmediato y radical cambio en la política del país, yo me permito observar que Fernández no era en 1900 sino un simple jefe de Policía con fama de enérgico, severo y cumplidor de sus deberes, pero en aquel entonces casi desconocido fuera de Bogotá, y cuando mucho en el departamento de Cundinamarca, mas carecía de prestigio político en la República, no alcanzaba a tenerlo como caudillo militar o como caudillo civil, y no era el caso de que un Gobierno que se creía fuerte y respetable, del que formaban parte hombres como Guillermo Quintero Calderón, Carlos Martínez Silva y Miguel Abadía Méndez, se inclinara sumiso y resignado a la voluntad de Fernández, en quien, dicho sea de paso, hay que reconocer una honradez personal acrisolada y una voluntad inflexible. De ahí que ya al borde de la tumba el doctor Aquileo Parra, jefe del liberalismo, su cabeza más venerable, su mente más lúcida y equilibrada, en aquellos trágicos días, hubiera convocado a los ministros del señor Marroquín para exigirles el cumplimiento de los compromisos que con él habían contraído de gestionar la terminación de la guerra con un tratado, o tratados, en que aquel Gobierno se comprometiera a ofrecer un cambio fundamental en la política y la administración de la República. Atentos a la convocación del señor Parra, los ministros fueron a la casa de habitación de este y explicaron las razones o motivos por los cuales hasta entonces les había sido imposible dar fiel cumplimiento a sus compromisos, y el doctor Parra les exigió que tal explicación se le diera por medio de una carta que él conservaría en su poder hasta el momento en que fuese oportuno hacerla de conocimiento público. Fue atendida la petición del señor Parra; se escribió la carta y pocos días antes de emprender viaje a Pacho, en donde finalmente debía entregar su alma al Creador el venerable patricio, volvió a su casa uno de los ministros signatarios de la carta a suplicarle que se le facilitara ella por unos pocos momentos, porque habían olvidado compulsar copia del documento y deseaban conservarlo en su poder. El doctor Parra accedió a la petición y jamás volvió a su poder aquella carta de la que pudiera decirse que tuvo vida efímera e íntima.
+El lector se preguntará, ¿cómo sabe usted eso? Y le responderé con el testimonio ático, intachable, de un eminente compatriota, cuya palabra es para mí, y para cuantos le conocen, oro de los más finos quilates. Ese testimonio es el del doctor Laureano García Ortiz, el amigo fiel, el fervoroso admirador, el confidente del doctor Parra, en cuyos brazos expiró el Héctor de la política liberal durante el último tercio del pasado siglo.
+LOS GRATOS RECUERDOS QUE DEJÓ EN LA COSTA EL GENERAL JUAN C. ARBELÁEZ — EL IMPORTANTE Y AIROSO PAPEL DESEMPEÑADO POR EL DOCTOR AUGUSTO N. SAMPER — LA APARICIÓN DEL GENERAL URIBE URIBE EN BOLÍVAR DESPUÉS DE SU HEROICA RETIRADA EN SANTANDER — LA OCUPACIÓN DE MAGANGUÉ POR LAS FUERZAS LIBERALES — OBSTRUIDO EL TRÁNSITO DE LA FLOTILLA DEL GOBIERNO EN EL MAGDALENA — UNA ATREVIDA RESOLUCIÓN DEL GENERAL DE CASTRO — EL GENERAL PALACIO ABRE OPERACIONES SOBRE LA PLAZA DOMINADA POR LOS REBELDES — UNA EXPEDICIÓN DE 10 BARCOS — CAMPAÑA QUE COMIENZA BAJO MALOS AUSPICIOS — EL GENERAL PEDRO NEL OSPINA, COMANDANTE DE LA PLAZA DE BARRANQUILLA — LOS GENERALES CASABIANCA Y OSPINA Y EL DOCTOR CARLOS E. RESTREPO Y EL 31 DE JULIO.
+EL SEÑOR GENERAL ARBELÁEZ dejó en Barranquilla, y especialmente en el comandante en jefe del ejército del Atlántico, muy gratos recuerdos. No se mostró allí como apasionado o intransigente y sí conciliador y amplio. Cuando patrióticamente se ofreció para dirigir operaciones militares no vaciló en ponerse, sin condiciones, a las órdenes del general Palacio, órdenes que atendió siempre rigurosamente. Fue así como suspendió la campaña que había emprendido contra las fuerzas del general Wenceslao Miranda, por insinuación del general Palacio, que consideró inconveniente la internación del ejército que guarnecía las plazas de Santa Marta y Ciénaga, sin brigadas suficientes, ni base de aprovisionamiento. El general Arbeláez, después de permanecer varios días en Barranquilla, regresó a Bogotá. Don Emiliano Isaza, si mal no recuerdo, había seguido ya para el exterior y sólo permanecía en la Costa el tercer miembro de la comisión militar, doctor Augusto N. Samper, a quien le tocó desempeñar un importante y airoso papel al ocupar el general Rafael Uribe Uribe a Magangué, después del triunfo que obtuvo en Juan Gordo, sobre las fuerzas del Gobierno, que comandaba el general Joaquín Álvarez (alias el Mocho), quien tenía, no sé si bien merecida, la fama de cruel y feroz. En todo caso, es lo cierto que estaba poseído de afán incontenible, porque en sus manos cayera prisionero el caudillo liberal. Cuando él empeñó el combate de Juan Gordo ignoraba que las fuerzas revolucionarias estaban comandadas por el propio general Uribe Uribe y llegó a saberlo al emprender la retirada, y aún lo dudaba, pues los informes que recibió eran contradictorios, según lo comunicó a la comandancia en jefe del ejército del Atlántico desde Ovejas y Carne. Pero era cierto y ya suficientemente comprobado que el caudillo revolucionario se encontraba en Bolívar después de una heroica y paciente retirada de Santander. Cómo logró atravesar el río Magdalena el general Uribe Uribe con muy escasos de los selectos elementos en hombres y material de guerra es algo que parece milagroso. Logró burlar la vigilancia de la flotilla de guerra, se internó, por selvas y pantanos, y apareció súbitamente en las sabanas de Bolívar, con el pensamiento de situarse en un lugar del río Magdalena, en el que pudiera estorbar el tráfico fluvial, y más que todo, lo supongo, con el de ponerse en contacto con sus copartidarios del interior de la República y adquirir noticias de lo que hubiera ocurrido durante el tiempo en que había permanecido, digámoslo así, ausente del mundo civilizado. Ciertamente, el general Uribe, por su vigorosa y sana organización física; por sus indomables energías, tenía condiciones excepcionales de explorador. Ocupada la ciudad de Magangué y posteriormente reforzados los elementos con que contaba el general Uribe Uribe, con las fuerzas que comandaba el veterano general Vicente Carlos Urueta, las que asediaron durante muchos días a Barranquilla y que se retiraron de sus posiciones para atender al llamamiento del general Uribe Uribe, de aquel, comenzó a obstruir el tránsito de la flotilla de guerra del Gobierno, con relativa eficacia. Bajaba el río el vapor Antioquia, al mando del general Aurelio de Castro, y cuando llegó a El Banco se enteró de lo que estaba ocurriendo y tomó la resolución, bastante atrevida, de forzar el paso de Magangué y llegar hasta Barranquilla, para informar a la comandancia en jefe del ejército del Atlántico, en forma auténtica e incontrovertible, lo que estaba pasando. No obstante que el general Aurelio de Castro tomó todas las precauciones aconsejables para forzar el paso de Magangué, pues lo hizo a media noche, apagadas las luces del Antioquia, fue también un milagro que no se perdiera el barco o que, por lo menos, no tuviera considerables bajas su tripulación. El Antioquia recibió una verdadera lluvia de fuego y de metralla desde Magangué hasta Yatí, y sin embargo sólo se registró un accidente: un sirviente levemente herido. Por el general Aurelio de Castro vino a saberse que el ejército revolucionario contaba con un cañón que había emplazado en la plazoleta de la iglesia de Magangué.
+Comprobada así la presencia del general Uribe Uribe, el comandante en jefe del ejército del Atlántico resolvió abrir operaciones, dirigidas por él personalmente, sobre Magangué, operaciones que debían desarroparse por la vía fluvial y por tierra. Salimos de Barranquilla el 25 de septiembre de 1900 en la tarde. Llevábamos cerca de dos mil hombres, holgadamente distribuidos en diez barcos, sin contar el cañonero Hércules, buque insignia en donde se instalaron el comandante en jefe, general Palacio, sus ayudantes generales y el miembro de la comisión militar, doctor Augusto N. Samper. La campaña comenzó bajo malos auspicios; al llegar a Calamar, el cañonero Hércules sufrió grave daño en sus calderas, se perdieron más de catorce horas en repararlo provisionalmente y no del todo. En el Hércules viajaban, que yo recuerde, el primer ayudante general, doctor Daniel Carbonell, y todos los demás miembros del cuartel general, inclusive mi sobrino, el capitán Rafael de Castro Palacio, quien se obstinó en acompañar a su abuelo y le servía de distracción con sus cuentos y chistes, muchos de ellos bastante verdes y referidos, naturalmente, con la autorización del abuelo: muchacho valiente y audaz, como su padre, que desbordaba simpatía, y a cuyo lado no se podía estar triste.
+Entre las fuerzas expedicionarias iba la División Antioqueña, al mando del general Jaramillo (alias Pacho Negro), como voluntario, listo a ocupar el puesto que se le señalara y a prestar los servicios que se le encomendaran, el general Víctor Manuel Salazar, conocido ya como el héroe de Panamá. Quedaba en Barranquilla como sustituto del general Palacio el general Pedro Nel Ospina, escogido espontáneamente por el primero para sustituirlo, y haciendo la guarnición de la plaza la División Ospina. Ninguna designación más acertada, porque el general Ospina tenía condiciones de jefe, era un grande organizador, y de los pocos militares del interior de la República que podía manejar una flotilla de guerra y atender a sus necesidades. De su puño y letra escribía largas y minuciosas comunicaciones para el general Palacio, permanecía atento y cuidadoso de todo lo que pudiera necesitar el ejército en campaña, lo aprovisionaba con la mayor actividad. Desde el primer momento se preocupó por dotarlo de brigadas para que fuera posible emprender operaciones en tierra, cosa muy difícil en la costa Atlántica.
+Y a propósito del general Ospina, con quien yo comía todas las tardes en Barranquilla, en honor a la verdad, que tuvo desde el primer momento, del 31 de julio, el mismo concepto que don Juan B. Roncallo. Lo consideró procedimiento «incorrecto» y no protestó contra el golpe de todo, de cuartel, de opinión, o como quiera llamársele, en atención a las circunstancias del momento. Y de su opinión participaba el doctor y general Carlos E. Restrepo, jefe de Estado Mayor de la división Ospina y futuro presidente de la República.
+Ya que he vuelto al 31 de julio, considero justo y oportuno traer aquí un documento suscrito por el general Manuel Casabianca, que ha llegado a mis manos hace poco, por amante diligencia de uno de sus hijos, mi distinguido amigo el doctor Abel Casabianca. Tal documento es la carta que el general Casabianca dirigió a raíz del 31 de julio al presidente Sanclemente, y cuyo párrafo final es una candente censura al movimiento que dio golpe mortal a la legitimidad. Dice así:
+«Excelentísimo señor presidente de la República. —Villeta.
+«Los grandes acontecimientos que ayer se sucedieron, requieren que haga a V. E. una relación de ellos y de los antecedentes que, a mi juicio, los han determinado. Quise hacerlo personalmente, pero me lo han impedido obstáculos insuperables.
+«Largo tiempo hacía que existían causas de división profunda en el Partido Conservador, y de desvío general a la dirección de la política y de la administración, que no se han ocultado a V. E. En tales circunstancias estalló en el mes de octubre del año pasado la revolución liberal que venía a derribar las instituciones conservadoras de 1886.
+«Para vencer tan formidable rebelión preciso era allegar todos los elementos del partido que había implantado aquellas instituciones; y con el fin de cooperar a este objeto, acepté la reiterada oferta que V. E. me hizo del Ministerio de Guerra, y me sometí a la separación —dolorosa siempre para un jefe— del campamento del Ejército del Norte. Me ocupé desde luego en realizar las miras de V. E.; y mi anhelo propio de unificar el partido, y llamé al servicio a jefes militares notables que hasta entonces habían permanecido alejados, acto que mereció de V. E. efusiva aprobación.
+«Además, la reforma ministerial se imponía, como medio indispensable en la obra iniciada de reintegración del partido, y evitaba a la vez que una aspiración legítima se tornase en movimiento revolucionario.
+«Causas que no me es dado examinar aquí, habían obstruido este fácil cambio, y produjeron el brote temprano e inopinado de ese movimiento.
+«Supuse por el momento que lo acaecido ayer sería una mera y aislada sedición militar, y acudí a dominarla con entereza y energía; pero hallé que una masa numerosa y respetable de ciudadanos conservadores, apoyada por todo el ejército de la capital, exigía el cambio completo del personal del Gobierno y proclamaba al vicepresidente de la República.
+«Algunos medios exiguos habrían podido oponer a este movimiento; pero comprendí que, sobre ser indios, implicaban el sacrificio estéril de muchas vidas preciosas que, dados mis antecedentes políticos, no podía consentir. El señor vicepresidente de la República se declaró luego en ejercicio del Poder Ejecutivo, y la evolución política quedó consumada.
+«Corresponde a otros y no a mí juzgar este acontecimiento, en virtud del cual quedé aquí separado de hecho del Ministerio de Guerra, que no querría recobrar hoy, porque siempre he huido del palenque donde se agitan furiosas y encontradas las pasiones de mis copartidarios, que tanto afligen y abaten a mi partido.
+«Plegue a Dios que el ejemplo funesto que encierra el medio adoptado en esta ocasión para remediar males perecederos, no cunda en el porvenir y atraiga sobre la patria el terrible azote de que las aclamaciones de los cuarteles sean las que confieran o trasmitan la autoridad.
+«Me suscribo de V. E. con toda consideración, obsecuente servidor,
+MANUEL CASABIANCA».
+FORZADA ESCALA DEL HÉRCULES EN ZAMBRANO — PRECISOS INFORMES SOBRE LA SITUACIÓN DE LOS LIBERALES EN MAGANGUÉ — ACAMPADOS EN LA LADERA DE SICUCO. UNA CANOA SOSPECHOSA — MENSAJE DEL JEFE REVOLUCIONARIO PARA EL GENERAL JUAN C. ARBELÁEZ — COMIENZA UNA NOTABLE ACTUACIÓN DEL DOCTOR AUGUSTO N. SAMPER — RESPUESTA A URIBE — LAS PROPOSICIONES DE PAZ DEL CAUDILLO LIBERAL. LAS CONVERSACIONES EN BUCARAMANGA SOBRE UN TRATADO GENERAL — HASTA DÓNDE PODRÍA IR EN SUS NEGOCIACIONES EL DOCTOR AUGUSTO N. SAMPER — ESCOGENCIA DE UNA LOCALIDAD NEUTRAL PARA LAS DISCUSIONES. LAS RESPUESTAS DEL DOCTOR SAMPER — LA ESCENA EN EL HÉRCULES.
+YA HABÍA DICHO ANTES QUE A mi juicio, el señor general Casabianca no tuvo medios de impedir golpe contra la legitimidad y que en este hubo mucho de totalmente inevitable.
+Reparado provisionalmente el daño del cañonero Hércules en que viajaba el cuartel general, continuamos marcha. Pero bien pronto aparecieron nuevamente «vejigas» en las calderas y hubimos de hacer escala forzada en Zambrano. Escala que no sólo permitió volver a reparar tan grave y peligroso daño, sino obtener muy precisos informes sobre la situación del general Uribe Uribe en Magangué y además sobre los movimientos de la revolución en las sabanas de Bolívar. Desde entonces se decidió que apenas entrara él con brigadas suficientes, el general Víctor M. Salazar, en la división de Pacho Negro, ocupara la ciudad de El Carmen. Las calderas del Hércules, y fue la opinión de todos los ingenieros de la flotilla, exigían una formal reparación, pero estaban en capacidad de rendir servicio por unos pocos días más.
+Al estudiar el lugar donde debían estacionarse el ejército y la flotilla, el general Palacio escogió la ladera de Sicuco, opuesto a Magangué, con fácil comunicación con Mompox, y al abrigo de una sorpresa del enemigo. La ladera de Sicuco prestaba campo suficiente para que el ejército aglomerado bien cómodamente en los barcos pudiera descansar a ratos en tierra y facilitaba a las Juanas preparar el rancho a los soldados.
+Caía la tarde cuando llegamos a Sicuco y alcanzamos a ver desde el puente superior del Hércules una canoa que apenas nos distinguió hizo maniobras sospechosas. Trataban sus tripulantes de esconderse en la maraña de la selva. El silbato del Hércules le dio la señal de detenerse y la atendió. La abordamos, y de la canoa saltó al cañonero un hombre que no tenía indumentaria ni modales de boga, manifestando que en Magangué el general Uribe Uribe le había ordenado que bajara el río en la canoa y entregara al primer buque de la flotilla del Gobierno «esta carta». Tomóse ella y se vio que estaba dirigida al general Juan Clímaco Arbeláez. El general Palacio la entregó al doctor Augusto N. Samper, y desde ese momento comenzó la brillante actuación del fónico miembro de la comisión militar que permanecía en la Costa. La carta decía así:
+Magangué, septiembre 28, 1900
+«Señor general Juan Clímaco Arbeláez. —Barranquilla.
+«Muy estimado doctor y amigo: Deseo conferenciar con usted personalmente.
+«Mande suspender operaciones militares contra mí e impida especialmente que los buques cañoneen esta plaza sin ningún provecho. Yo no haré fuego sobre los vapores ni me moveré de aquí hasta que usted llegue.
+«Haga usted poner bandera blanca en el vapor en que venga, o si es de noche, mande dar toque de atención —dos pitazos largos—, atraque al frente, en la orilla derecha, y venga usted con dos ayudantes en un bote.
+«Le empeño mi palabra de honor militar, de caballero y de amigo, de respetar su vida y su libertad. «Usted sabe que soy hombre leal. Su seguro servidor y amigo,
+RAFAEL URIBE URIBE».
+Esto ocurría el 28 de septiembre. El doctor Samper, procediendo con la más espontánea gentileza, quiso conocer el concepto del general Palacio sobre la forma como debía contestar la carta el general Uribe Uribe, manifestándole que no deseaba estorbar las operaciones militares y escribió, después «de cambiar ideas», la siguiente respuesta:
+A bordo del vapor de guerra Hércules. Ladera opuesta a Magangué, 29 de septiembre de 1900
+«Señor general doctor Rafael Uribe Uribe. —Magangué.
+«Señor:
+«Cumplo con el deber de informaros que ha sido detenida y abierta la carta privada en que vos manifestáis al general Juan Clímaco Arbeláez, como amigo vuestro, el deseo de conferenciar personalmente con él en vuestro campamento de esa ciudad.
+«Convencido, señor general, de la inutilidad de nuevos sacrificios de vidas y riquezas, y confiado en los sentimientos patrióticos y de humanidad que de seguro os animan, quiero suponer que la conferencia a que alude vuestra carta tiende a procurar algún avenimiento decoroso que, para gloria vuestra y satisfacción de todos, ponga término inmediato y definitivo a la guerra que aún aflige y empobrece desgraciadamente esta porción del país; y en tal concepto, me apresuro a comunicaros que aunque el general Arbeláez siguió para Bogotá en días pasados; después de haber desempeñado, junto con el señor Emiliano Isaza y conmigo, importantísima comisión del gobierno que preside su excelencia el vicepresidente de la República, yo, que de tiempo atrás estoy identificado en ideas políticas con el distinguido ciudadano a quien está dirigida vuestra carta en referencia, me hallo investido de facultades amplias que me colocan en situación de poder tratar con vos en representación del Gobierno, por lo cual no vacilo en pediros que me concedáis el honor de proponer por escrito las bases fundamentales de cualquier arreglo ulterior, a fin de poder estudiarlas primero y discutirlas luego en campo neutral, cuando vos lo queráis, si es que felizmente para la patria no resulta equivocada o falsa la hipótesis en que os hablo.
+«Caído ya el Gobierno que os lanzó a combatir, como lo habéis hecho, en los campos de batalla, y reducida hoy a estas comarcas la espantosa guerra en que vos hacéis figurado como primero y principal caudillo, me atrevo a esperar que vos, caballero y hombre digno y patriota, antes que apasionado hombre de partido, querréis evitar mayor efusión de sangre hermana, y aceptaréis la proposición que os hago, en los precisos términos indicados o si os pareciere más conveniente, acreditaréis un representante vuestro, para que, dentro del término doble de la distancia y una hora más, venga a entenderse conmigo sobre el asunto de que se trata, pues al efecto os ofrezco, bajo la palabra de honor, en mi propio nombre y en el del general Francisco J. Palacio, comandante en jefe del ejército del Atlántico, que se encuentra en este campamento, y que, como tal, está dispuesto a secundar lo que pactéis conmigo, que la vida y la libertad de la persona que venga en representación vuestra, lo mismo que las de su comitiva, si la trajere, serán tan fielmente respetadas por todos nosotros, como sin duda han de serlo por vos y vuestros subalternos la vida y libertad de la comisión portadora de esta comunicación.
+«Por lo demás, es entendido que mientras no se pacte expresamente lo contrario, no se suspenderá el desarrollo de las operaciones militares iniciadas, ni la ejecución de otras nuevas, sino durante el término perentorio señalado antes. Os digo esto, señor general, porque a la vez que la carta a que me refiero, se han tomado la vuestra para el señor Alejandro Bermúdez de Jesús del Río, y una publicación de vuestro campamento, de la misma fecha, redactadas ambas en términos que revelan el propósito firme de continuar la lucha sangrienta que emprendisteis hace ya once meses contra el Gobierno que entonces regía los destinos de la nación.
+«Con sentimientos de alta consideración, tengo el honor de suscribirme vuestro atento servidor y compatriota,
+AUGUSTO N. SAMPER».
+Si no recuerdo mal, fue el general Laureano García Rojas, a quien el buen humor bogotano apodaba el Grueso del Ejército, por lo alto y fornido, el encargado de llevar al general Uribe Uribe la comunicación anterior. La respuesta que trajo al doctor Samper fue la siguiente:
+Magangué, septiembre 29 de 1900
+«Señor don Augusto N. Samper, a bordo del vapor Hércules
+«Señor.
+«Acabo de recibir su atento oficio de esta misma fecha, motivado por mi carta al señor doctor Juan Clímaco Arbeláez, escrita en momentos en que ignoraba que hubiese subido para Bogotá.
+«Investidos usted y el doctor Isaza de iguales facultades que el doctor Arbeláez, ciertamente que no tengo embarazo en conferenciar con cualquiera de los dos, esperando que no tendré que echar menos el sincero republicanismo, la moderación y el serio carácter de aquel distinguido patriota.
+«Esta tarde enviaré la nota escrita que usted desea, después de ponerme de acuerdo con el general Benjamín Herrera, que llegó ayer con parte del Ejército de Santander y que trae instrucciones expresas del director de la guerra.
+«Soy de usted, con la más distinguida consideración, su seguro servidor y coterráneo,
+RAFAEL URIBE URIBE».
+Pocas horas después llegó al campamento de Sicuco un comisionado del jefe revolucionario con la siguiente carta suscrita por este:
+Magangué, septiembre, 29 de 1900
+«Señor D. Augusto N. Samper, miembro de la comisión militar. A bordo del vapor Hércules
+«Señor:
+«Entrando a contestar de lleno su atento oficio de esta misma fecha, me complazco en reconocer que atinó usted plenamente a atribuir mi iniciativa al deseo de terminar esta contienda sin más efusión de sangre. Acaso conste a usted cuánto luché en la prensa y en el Congreso por alcanzar pacíficamente la garantía de ciertos derechos políticos, cuya posesión y goce evitasen la guerra civil y acaso le conste cómo, no habiendo podido lograrlo, no he cesado de proponer, antes y después de Peralonso, algún avenimiento con carácter de pacto político, durable y trascendental, más que con el de mera convención de guerra.
+«No es, pues, disposición nueva en mí la que me movió a dirigirme a mi amigo personal y político —en cuanto republicano— el doctor Arbeláez; ni en las presentes circunstancias me anima otro móvil que el de siempre: el bien entendido interés del país.
+«Además, el hecho aducido por usted y por otros que el régimen político que el señor doctor Marroquín encabeza es enteramente distinto del anterior, y que la caída de este deja en cierto modo sin razón de ser a la revolución, parece establecer algún nexo entre los que acabaron de un golpe con el gobierno del doctor Sanclemente y los que veníamos combatiéndolo desde octubre de 1899.
+«Producida así una aproximación como de derecho, por la especie de justificación que el golpe de Estado del 31 de julio hizo de la revolución, no falta sino que una inteligencia de hecho venga a consagrar la armonía de los aspiraciones.
+«Tan lógica es esta consecuencia, que todo el mundo la ha deducido en todas partes del país. Por comunicaciones que recibo en el momento de estar escribiendo esta nota, sé que a solicitud del general Jesús Zuluaga, el general Vargas Santos había enviado comisionados a Bucaramanga, el doce del corriente, para sentar las bases de un tratado general, cuya ratificación debía verificarse en Bogotá.
+«Por esto, mi primera proposición es la de que un comisionado de usted y otro mío suban el Magdalena a imponerse del resultado final de las conferencias de Bucaramanga, pues estando usted sujeto a su Gobierno, como yo a las determinaciones del director de la guerra, ni uno ni otro deberíamos correr el riesgo de pactar cosas distintas de las que ellos hayan pactado.
+«Mi segunda proposición se dirige a conocer, si es posible, el tenor preciso de las cláusulas que confieren facultades a la comisión militar de que es usted digno miembro con respecto a los revolucionarios, a fin de saber qué podemos pedir que a usted sea lícito conceder.
+«Y la tercera proposición mía es la del señalamiento de una localidad neutral donde podamos encontrarnos usted y yo personalmente, o bien dos comisionados nuestros, para tratar ampliamente la grave materia de estas notas.
+«Con las seguridades de mi particular estimación y aprecio, soy de usted muy atento, seguro servidor,
+RAFAEL URIBE URIBE».
+El doctor Augusto N. Samper, aun cuando investido de facultades presidenciales, procedía con discreción, inteligencia y tino. Y se limitó aquel día 29 a dar una respuesta muy lacónica al general Uribe Uribe, concebida así:
+A bordo del vapor Hércules, 29 de septiembre de 1900
+«Al señor general doctor Rafael Uribe Uribe. —Magangué.
+«Tengo el honor de avisaros recibo de vuestra importante comunicación de esta fecha, que acaba de llegar a mis manos.
+«De acuerdo con lo manifestado en mi oficio de esta mañana, estudiaré los puntos concretos de esa comunicación, y dentro del día de mañana os daré cuenta.
+«Os reitero, señor general, la seguridad de mi aprecio personal, y me suscribo vuestro muy atento servidor y compatriota,
+AUGUSTO N. SAMPER».
+Tal parece que estoy viviendo la escena que en las primeras horas de la noche de aquel día 29 de septiembre se desarrolló en el salón del Hércules en derredor de una mesa de las llamadas de extensión, cuyos actores eran el doctor Augusto N. Samper, el general Francisco J. Palacio y su primer ayudante general, el doctor Daniel Carbonell. Deliberaban sobre si serían sinceros los propósitos de paz del general Uribe Uribe, o si trataba apenas de demorar o estorbar las operaciones que se habían iniciado sobre su campamento. Yo estaba sentado cerca de la mesa, pero como no acostumbraba, y permanezco aún en mis trece, no meter mi cuchara en plato ajeno, ni opinar en asuntos que no se someten a mi opinión, me limitaba a escuchar atentamente, reservándome eso sí exponer posteriormente el concepto que yo me había formado de todo aquello, a mi señor padre el general Palacio. El doctor Samper hablaba con nitidez y franqueza; no estaba, decía él, autorizado para celebrar tratados o convenios de paz que no se ajustaran estrictamente a un decreto expedido el 19 de agosto por el vicepresidente, encargado del Poder Ejecutivo, del cual, por cierto, yo oía hablar por primera vez.
+El resultado de la conferencia o cambio de ideas entre el comisionado militar y los generales Palacio y Carbonell fue la carta que el primero de ellos dirigió al general Uribe Uribe y cuyo texto es el siguiente:
+A bordo del vapor de guerra Hércules. Boca de Sicuco, septiembre 30 de 1900
+«Al señor general doctor Rafael Uribe Uribe. —Magangué.
+«Me refiero a la muy atenta comunicación datada ayer en ese campamento, que puso anoche en mis manos vuestro comisionado.
+«Concretándome únicamente a la parte sustancial de esa comunicación, por la urgencia de las circunstancias y por tener que ausentarme hoy mismo de aquí, tengo la pena de manifestaros, a despecho de mis deseos personales y del vehemente anhelo del Gobierno, que la comisión militar de que soy miembro no puede aceptar la proposición que hacéis en el sentido de acordar el envío de una comisión mixta que suba el río Magdalena para informarse del resultado final de las conferencias de Bucaramanga a que aludís, no sólo porque ello implicaría perjudicial e inevitable pérdida de tiempo que, hoy por hoy, no es prudente consentir, sino porque juzgo que el Gobierno tal vez no está dispuesto a convenir con las fuerzas revolucionarias en arreglo alguno que no tenga por base las terminantes disposiciones del decreto de 19 de agosto último, del cual os acompaño un ejemplar, debidamente, autenticado.
+«Esta comisión, señor general, no podría en ningún caso ajustar con vos ni con persona alguna un pacto de carácter político, durable y trascendental, tanto por el estado actual de la guerra, que toca ya a su fin, y por el límite legal de las facultades que le han sido conferidas en “términos generales”, cuanto porque cualquier convención a ese respecto estaría sujeta a la revisión del Gobierno, que probablemente no querrá aceptar ningún avenimiento que se funde en la imposición de la fuerza.
+«No pudiendo, pues, acceder al envío de la comisión que indicáis, ni conceder, por ahora, más de lo que expresa el decreto susodicho, y aspirando vos a que se pacte no una simple convención de guerra sino un convenio político de carácter permanente, para lo cual no estoy autorizado, considero imposible en estos momentos toda inteligencia entre nosotros sobre el particular, y creo, por tanto, que no tendría objeto plausible la conferencia de que trata la última de vuestras proposiciones.
+«Con la más distinguida consideración, soy vuestro atento, seguro servidor,
+AUGUSTO N. SAMPER».
+EL REGRESO DEL DOCTOR AUGUSTO N. SAMPER A BOGOTÁ. UNA NOTIFICACIÓN DEL GENERAL PALACIO A URIBE URIBE PARA LA EVACUACIÓN DE LA POBLACIÓN CIVIL DE LA PLAZA DE MAGANGUÉ — UNA CONSTANCIA DEL VENCEDOR DE PERALONSO SOBRE EL FRACASO DE LAS NEGOCIACIONES CON LOS COMISIONADOS DEL GOBIERNO — VIBRANTE, ENFÁTICA Y SOBERBIA COMUNICACIÓN — EL CORONEL PABLO E. OBREGÓN — LA EXPEDICIÓN DE HERRERA LLEGA A MAGANGUÉ — LAS DIFERENCIAS ENTRE LOS DOS ALTOS JEFES LIBERALES — UNA CIRCULAR TELEGRÁFICA DE MARROQUÍN SOBRE EL RESULTADO NEGATIVO DE LAS CONVERSACIONES DE BUCARAMANGA Y EL VIRTUAL VENCIMIENTO DE LA REVOLUCIÓN — NUEVAS NOTAS CRUZADAS ENTRE LOS GENERALES URIBE Y PALACIO — LA CONDUCTA DEL MAYOR SAÚL ZULETA.
+ACOSTUMBRABA YO ACOMPAÑAR a mi padre todas las noches a su camarote cuando iba a entregarse al sueño. Era en aquellos momentos cuando yo podía hablar con él confidencialmente sobre el curso de las operaciones militares y el de la política después del rompimiento de las negociaciones entre el comisionado militar, doctor Augusto N. Samper, y el general Uribe Uribe; creí un deber filial manifestarle francamente mis opiniones sobre los incidentes de los últimos días. Esas opiniones fueron las siguientes: No creo que el caudillo revolucionario convenga en firmar un convenio de paz al tenor de las disposiciones del decreto ejecutivo de 19 de agosto, que había leído en la tarde; el general Uribe Uribe está ganando tiempo para desocupar a Magangué e internarse en las sabanas de Bolívar, y si lo considera factible, emprender marcha sobre Barranquilla; después de haber asumido la grave responsabilidad ante el país y ante la historia de desencadenar la guerra, probablemente él no quiera darla por terminada, sino cuando esté real y materialmente vencido; y si bien la revolución ha sufrido tremendos descalabros que auguran su total vencimiento, veo claro que sus jefes cuentan con lo «imprevisto» y todo me hace sospechar que están pendientes de algo, que se les ha ofrecido por los Gobiernos de los países limítrofes ostensiblemente simpatizantes. Hablaba yo no al comandante en jefe del ejército del Atlántico, que no había menester de consejo y advertencias de un joven inexperto: hablaba el hijo a su padre, el hijo celoso de su buen nombre y prestigio como jefe militar. El general Palacio escuchó en silencio y no hizo comentario a mis respetuosas observaciones.
+El doctor Augusto N. Samper estaba aún en el campamento de Sicuco; al día siguiente, o sea, el primero de octubre, en perfecto acuerdo con este, el comandante en jefe del ejército del Atlántico dirigió al general Uribe Uribe el siguiente oficio:
+Cañonero Hércules, octubre 1.º de 1900
+«Al señor general Rafael Uribe Uribe, etcétera. —Magangué.
+«Deseoso de que la actual contienda fratricida terminara de una manera decorosa para el Gobierno de la República y para usted, sin más derramamiento de sangre, he aguardado hasta hoy el resultado de las comunicaciones cruzadas entre usted y la comisión militar, el cual ha sido infructuoso.
+«En consecuencia, cumplo con el deber de anunciar a usted, en mi carácter de comandante en jefe del Ejército del Atlántico, que estoy dispuesto a proceder al bombardeo formal de esa población, a efecto de que usted haga la notificación respectiva a las personas no combatientes, con término de diez horas, que empezarán a contarse desde la en que llegue a manos de usted la presente nota, de la cual espero que usted se servirá avisarme recibo.
+«Con sentimientos de la más distinguida consideración personal, soy su atento, seguro servidor,
+«El comandante en jefe,
+FRANCISCO J. PALACIO».
+No habíamos perdido de vista todavía el vapor de la flotilla que llevaba la anterior comunicación para el general Uribe Uribe, cuando arrimó al costado del cañonero Hércules una canoa con bandera blanca y a su bordo un oficial de las fuerzas revolucionarias en calidad de parlamentario y portador de la comunicación que va a leerse:
+Magangué, octubre 1.º de 1900
+«Señor general Francisco J. Palacio, comandante en jefe del ejército del Gobierno en la costa Atlántica. —En su comando
+«Señor general:
+«Por haberme anunciado el señor doctor Augusto N. Samper, comisionado militar, que se ausentaba ayer mismo de vuestro cuartel general, tengo el honor de dirigirme a vos para dejar ciertas constancias, no en calidad de respuesta al último oficio del doctor Samper, pues no la requiere como brusco rompimiento de toda negociación, sino para que quede patente mi buena voluntad en evitar los nuevos sacrificios de vidas y riquezas que la continuación de la lucha va a hacer necesarios.
+«No soy de los militares que aman la guerra por la guerra, por instinto de destrucción o por ambición desapoderada. Entré en la actual contienda a no poder más, cuando creía agotados todos los recursos para obtener la reforma por vías legales y pacíficas; y ahora y siempre, durante la campaña, he estado dispuesto a deponer las armas en cuanto se otorgase al liberalismo parte siquiera de las garantías efectivas en cuya demanda se levantó, o en cuanto se demuestre la inutilidad de todo nuevo esfuerzo. Ha habido soberbia o predisposición injusta en no acceder a lo primero, y la negativa a lo segundo, no consintiendo en el envió de una comisión río arriba, nada bueno augura para los que nos sometiéramos, puesto que se rechaza esa ligera concesión, aun a riesgo de dejar sospechar que el estado de la revolución en el interior no es tan precario como propala.
+«Si las conferencias de Bucaramanga terminaran por un tratado con el general Vargas Santos en su doble carácter de director de la guerra y de jefe del Partido Liberal, y ese tratado, como es de creerse, abraza todas las fuerzas en armas que haya en el país, declaro mi aquiescencia a someterme a las estipulaciones que me conciernan, sin empeñarme en prolongar la lucha por censurable amor propio o por “mal entendido honor militar”, como dice el doctor Marroquín.
+«Pero también declaro que, sin eso, no es llegado el caso de una rendición pura y simple, en los términos del decreto de 19 de agosto, ni se estima en lo que valdría para la total pacificación del país —que se dice tan avanzada— un avenimiento al pie del cual pusiese mi firma. Querer imponerme las mismas condiciones que a cualquier guerrillero, y rehusar el medio de averiguar si existe un convenio militar que me obligue al desarme, es forzarme a continuar la guerra hasta la desesperación, y ante el país y ante la historia protesto desde ahora que declino la responsabilidad de la sangre que se derrame y de las ruinas que se amontonen sobre los que tan inexorablemente cierran la puerta a todo acomodamiento y transacción, por intransigencia de sectarios o por orgullo de vencedores, a quien sólo satisface la total humillación del vencido. Si tal se muestran estando todavía el adversario en armas, vivo el interés de reducirlo y dudoso el éxito final, ¿qué fe podemos depositar en las promesas de respeto a nuestras libertades, después de que nos quedemos inermes? Ante una perspectiva tan sombría, todo hombre de valor luchará hasta la última extremidad.
+«Con sentimientos de personal estimación, me es honroso suscribirme vuestro atento, seguro servidor,
+RAFAEL URIBE URIBE».
+Me parece que la vibrante, enfática y casi que me atrevería a calificarla de soberbia, comunicación transcrita, me sacaba verdadero en mis apreciaciones de la noche anterior. Comunicación, sin embargo, redactada en términos corteses para el comandante en jefe del ejército del Atlántico, a quien no se negaba el tratamiento de vos que tanto el código militar como el de régimen político y municipal señalaban para los generales en jefe.
+El portador del mensaje del general Uribe Uribe fue el coronel Pablo E. Obregón, quien se condujo durante las breves horas que permaneció a bordo del cañonero Hércules como un perfecto caballero y un militar pundonoroso, no sólo porque no hizo el papel de fisgón, sino porque puso especial cuidado en no dirigir indiscretas miradas a nuestro campamento. Más que para sostener una correspondencia que a nada práctico conduciría, sino por razones militares y estratégicas, ya que las calderas del Hércules volvieron a fallar y los ingenieros habían declarado que no estarían reparadas antes de doce horas, el general Palacio contestó así al señor general Uribe Uribe:
+Boca de Sicuco, cañonero Hércules, octubre 1.º de 1900
+«Señor general Rafael Uribe Uribe, etcétera. —Magangué.
+«Señor general:
+«Tengo el honor de referirme a vuestra atenta comunicación de esta misma fecha, que ha puesto en mis manos el señor coronel Pablo E. Obregón. Vuestro comisionado se cruzó en el tránsito, como os lo informará, con el buque Enrique, que llevaba un oficio mío para vos, en que notificaba el formal rompimiento de las hostilidades. En vista de los términos en que está concebida vuestra nota, queda anulado el contenido de la mía, que podéis dar por no recibida y que os envío sólo para que conozcáis el tenor preciso de ella. Asimismo os garantizo, bajo mi palabra de honor, que no ejecutará el ejército de mi mando acto de hostilidad mientras no conteste más detenidamente vuestra comunicación, lo cual se verificará antes de las seis de la tarde. Espero que mientras ello suceda, también vuestro ejército conservará su acantonamiento de Magangué.
+«Deseo saber, y espero que me lo haréis conocer, si las tropas que comanda el general Herrera están subordinadas, y si lo que vos pactéis lleva el asentimiento de aquel jefe, porque, como comprenderéis, esto es esencial en el presente caso. Os adelanto una cosa, señor general, y es que al declinar ya la cuesta de la vida no son las glorias militares, efímeras casi siempre, las que ambiciono; gloria más alta y título más envidiable considero la terminación de la guerra de un modo decoroso para ambos contendientes, sin más derramamiento de sangre, convencido como estoy de que la revolución ha sido vencida en toda la República, y así os lo garantizo también bajo mi palabra.
+«Me es placentero, señor general, suscribirme vuestro más atento, seguro servidor,
+FRANCISCO J. PALACIO».
+La pregunta que el general Palacio hacía sobre las tropas que comandaba el general Herrera, necesita una explicación. Fue el coronel Pablo E. Obregón quien informó a aquel que había llegado a Magangué, con fuerzas que naturalmente exageraba, el señor general Herrera, a quien, lo diré de paso, conocía de tiempo atrás y apreciaba en todo lo mucho que valía como jefe militar y como caballero, el general Palacio, pues habían hecho juntos una campaña en el río Magdalena en 1879. Además, ya en todo el país eran conocidas las diferencias que habían surgido desde la tarde de la victoria de Peralonso, entre Uribe y Herrera.
+La última carta del general Palacio fue contestada así por el general Uribe Uribe:
+Magangué, octubre 1.º de 1900
+«Señor general Francisco J. Palacio. —En su campamento.
+«Os acuso recibo de vuestro atento oficio de esta misma fecha y del anterior, en que se me notificaba el rompimiento de las hostilidades, virtualmente interrumpidas aun sin mediar un armisticio. Quedo esperando la respuesta que anunciáis a mi nota de hoy; mientras llega y aun posteriormente, podéis estar seguro de que no abandonaré esta plaza.
+«El general Herrera obra tan de acuerdo conmigo, que lo que se pacte presupone su asentimiento.
+«En gracia de la brevedad, omito toda otra consideración, limitándome a tomar la debida nota de las elocuentes palabras que contiene el aparte final de vuestro importante oficio.
+«Tengo especial complacencia en manifestar los sentimientos de consideración distinguida con que me suscribo vuestro atento, seguro servidor,
+RAFAEL URIBE URIBE».
+Al campamento de Sicuco llegó una circular telegráfica firmada por el señor vicepresidente de la República y sus ministros de Gobierno y de Guerra, dirigida a todos los gobernadores y jefes de operaciones militares, comunicándoles que las conferencias de Bucaramanga habían fracasado prácticamente y que además «la rebelión» estaba vencida, por lo cual el general Palacio creyó deber de cortesía y de humanidad comunicarlo así al general Uribe en el siguiente oficio:
+Sicuco, octubre 2 de 1900
+«Señor general Rafael Uribe Uribe. —Magangué.
+«Pocos momentos después de haber recibido vuestro atento oficio, que contesté provisionalmente ayer mismo, recibí comunicación del interior de la República, que me revela claramente que si se verificaron las conferencies de Bucarumanga de que vos habéis hablado, no han tenido resultado alguno. Esta circunstancia y la muy poderosa de obrar yo como jefe a quien el Gobierno no le ha concedido la facultad de celebrar un tratado de paz en los términos que deseáis, me obligan a manifestaros que no puedo conceder más de lo que propuso el señor doctor Augusto N. Samper, miembro de la comisión militar.
+«Debo, sin embargo, señor general, manifestaros que una convención de paz ajustada con vos y propuesta por el doctor Samper, o por mí, en ningún caso tendría cláusulas desdorosas para vuestro ejército, ni en ella se partiría del principio de consideraros como un simple guerrillero. El doctor Samper y yo os consideramos como hombre de mérito superior, y reconocemos que vuestra firma al pie de una convención de paz, contribuiría decisivamente al más pronto restablecimiento de ella.
+«Os repito de nuevo que la revolución está vencida; tendréis muy pronto ocasión de convenceros de ello y entonces podréis valorar la sinceridad de nuestras proposiciones y nuestro empeño de evitar un inútil derramamiento de sangre y nueva destrucción de riquezas, de la cual no seríamos en ningún caso responsables.
+«Queda en pie mi nota de ayer sobre notificación de bombardeo y el plazo de diez horas para desocupar la ciudad los no combatientes.
+«Con sentimientos de la más alta consideración personal, soy vuestro atento, seguro servidor.
+FRANCISCO J. PALACIO».
+Contestó así el general Uribe Uribe:
+Magangué, octubre 2 de 1900
+«Señor general Francisco J. Palacio. —Sicuco.
+«Os acuso recibo, a las doce del día, de vuestro atento oficio de esta misma fecha, y sin perjuicios de que corra el término de diez horas para comenzar el bombardeo de esta plaza, según lo anunciáis, me permito daros aviso de que el general Herrera y yo os enviaremos esta misma tarde una respuesta en que os pedimos aclaración de ciertas frases de vuestra comunicación, lo cual puede abrir quizá camino al avenimiento que con toda buena fe buscamos.
+«Una vez más me es honroso suscribirme vuestro atento y seguro servidor,
+RAFAEL URIBE URIBE».
+La tarde de ese mismo 2 de octubre cuando declinaba ya el sol, llegó al campamento de Sicuco la comunicación anunciada por el general Uribe Uribe. Fue portador de ella el mayor Saúl Zuleta, oficial a quien rodeaba la aureola de haber pasado con el general Uribe Uribe, ellos dos solos, el puente de Peralonso. El mayor Zuleta era un hombre de regular estatura, bastante moreno y con cierto aire de petulancia. Desgraciadamente no se comportó en su corta visita a nuestro campamento con la corrección del coronel Obregón, como se verá más adelante.
+He aquí el texto de la comunicación de los generales Herrera y Uribe Uribe:
+Magangué, octubre 2 de 1900
+«Señor general Francisco J. Palacio, comandante en jefe de las Fuerzas del Gobierno en la Costa. —Sicuco.
+«Al referirnos de nuevo a vuestro oficio de hoy, reiteramos nuestra protesta de que con esta correspondencia no pretendemos demorar el curso de las operaciones militares, de suerte que podéis comenzar a la hora que gustéis el bombardeo de esta plaza, conforme lo tenéis anunciado.
+«Queremos así agotar la materia de un posible avenimiento pacífico, para que nunca pueda tachársenos de rebeldes contumaces.
+«Decís, señor general, que para celebrar un tratado de paz no podéis conceder más de lo propuesto por el señor Samper; pero agregáis que ese tratado no contendría en ningún caso cláusulas desdorosas para este ejército, ni se partiría del principio de considerarnos como simples guerrilleros. Sin embargo, lo que el señor Samper nos envió como norma o base de arreglo fue el decreto ejecutivo de 19 de agosto, aplicable a “partidas revolucionarias”, a cuyos miembros no se les ofrece otra cosa que un salvoconducto en cambio de la rendición de las armas.
+«Servíos, pues, indicar qué otras cláusulas no desdorosas podría comprender el pacto en cuestión, y en qué consistiría la diferencia implicada por el hecho de no considerarnos como cabecillas sino como jefes del Ejército. Bien entendido que no se trata de ventajas personales para nosotros dos, las que de antemano rehusamos, sino de las mejoras que podrían derivar nuestros subordinados y tropa en consideración a su carácter de Ejército y al buen nombre que en la guerra hayamos podido conquistar, según os dignáis reconocerlo.
+«Si nuestra firma al pie de una convención de paz ha de contribuir decisivamente al más pronto restablecimiento de ella —lo cual sería eminentemente provechoso al no bien consolidado Gobierno a quien servís—, ¿con qué ventajas adicionales y garantías, fuera del ordinario, estáis dispuesto a adquirir tan ambicionable resultado? No sería lo de “conservar los jefes y oficiales sus armas y bagajes”, cláusula conocida y común; ni sería tampoco la traslación de tropas del interior hasta sus domicilios, a costa del Gobierno, estipulación indispensable. Ha de ser algo que traspase esos estrechísimos límites, que salga de la rutina tradicional e introduzca alguna novedad, a fin de que el pacto que celebrásemos no pudiese ser por nadie llamado “entrega” o “capitulación”, porque en verdad podemos, señor general, deciros sin jactancia que no es llegado el caso extremo ni de una ni de otra.
+«Y aun siéndolo, para hombres como nosotros, y los que nos acompañan, que hemos demostrado tener hecha voluntaria ofrenda de la vida en defensa de nuestra causa, lo temible no es caer, sino caer sin gracia; lo que recelamos no es la muerte sino el ridículo. Y si hubiéramos de seguir viviendo, que es como decir seguir sirviendo a nuestro partido, que es inmortal, lo importante para nuestro porvenir político es no perder nuestra reputación con un acto de debilidad, que ya sabemos que el liberalismo no perdona.
+«Debemos advertiros, además, que en nosotros reside la dirección de las operaciones en el Magdalena y Bolívar, y que el ejército del general Durán no está subordinado, por lo cual el tratado que con nosotros se celebre, tendrá fuerza obligatoria, que abrace aquel cuerpo de tropas, es decir, que traerá consigo la total pacificación de la Costa.
+«En cambio, de semejante resultado, ¿qué es lo que ofrecéis? Porque, en conclusión, o los términos de la convención militar propuesta son, como lo dejáis suponer, fuera de lo vulgar, o no hay para qué pensar que nosotros los admitamos y suscribamos.
+«Somos, con la más distinguida consideración, vuestros atentos servidores,
+B. HERRERA, RAFAEL URIBE URIBE».
+Respuesta del general Palacio:
+Sicuco, octubre 2 de 1900
+«Señores generales B. Herrera y Rafael Uribe Uribe. —Magangué.
+«Acaba de entregarme vuestro comisionado el oficio que el segundo de vosotros me anunció esta mañana. Por ahora me limito a avisaros el recibo correspondiente, a reserva de contestaros definitivamente en las primeras horas del día de mañana.
+«Soy de vosotros, con la más distinguida consideración, atento, seguro servidor,
+FRANCISCO J. PALACIO».
+No bien había abandonado el Hércules el mayor Zuleta, cuando un marinero solicitó audiencia del general Palacio, y este, que acostumbraba siempre atender a los humildes, se la concedió inmediatamente. El marinero, que por cierto no sabía leer ni escribir, le dijo al general Palacio que había pedido conversar con él, porque el sujeto que acababa de embarcarse en una canoa, al darle la mano para bajar hasta ella, le había dejado esas hojas impresas, que juzgaba podían tener alguna importancia. El general Palacio las tomó y leyó seguidamente; eran boletines del cuartel general del ejército revolucionario de Magangué con noticias sobre triunfos y excelente situación del movimiento revolucionario en todo el país. El acto del mayor Zuleta, que yo no creo autorizado por el general Uribe Uribe, era a todas luces incorrecto y reñido con la conducta que debe observar el parlamentario que visita un campamento enemigo. Y tenía que producir funestas consecuencias para el que pudiera llamar esbozo de negociaciones de paz. Profundamente indignado el general Palacio, dirigió este oficio a los generales Herrera y Uribe Uribe, de que fue portador uno de los oficiales más valerosos y disciplinados del Ejército del Gobierno; el mayor Jesús M. Rentería, y que decía así:
+Sicuco, octubre 2 de 1900
+«Señores generales B. Herrera y Rafael Uribe Uribe. —Magangué.
+«Escrita la nota en que aplazaba para mañana la respuesta a vuestra importante comunicación de esta fecha, y en momentos en que se retiraba de a bordo, para ser conducido a su campamento, con la misma atención y cortesía dispensadas a vuestros anteriores comisionados, el mayor Saúl Zuleta, emisario de vosotros, faltando a elementales reglas de lealtad, puso furtivamente en manos de uno de nuestros marineros publicaciones de vuestro campamento que, como sabéis, no pueden circular impunemente en el nuestro. Por tanto, protesto del hecho que os denuncio, y os declaro, en consecuencia, que desde ahora queda prohibida toda comunicación con vuestro campamento, y rotas toda clase de negociaciones.
+«Soy vuestro atento, seguro servidor,
+F. J. PALACIO».
+EL BOMBARDEO DE MAGANGUÉ — VALOR TEMERARIO DE DIÓGENES A. REYES — REGRESO A ZAMBRANO — CENSURAS DE LOS MILITARES DE CORRILLO AL GENERAL PALACIO POR LAS NEGOCIACIONES DE PAZ — SOBRE EL CARMEN DE BOLÍVAR — OSPINA TOMA EL MANDO DEL EJÉRCITO OFICIAL EN CAMPAÑA — LA ENFERMEDAD DE MI PADRE — VIAJE DE VACACIONES A PANAMÁ A BORDO DEL NORMANDIE — EL GENERAL ALBÁN, UN HOMBRE DE EXTRAORDINARIA INTELIGENCIA — UN INGENIOSÍSIMO ARDID DEL ILUSTRE CAUDILLO PARA LEVANTAR UNOS FONDOS — RASGO DE MAGNÍFICO CORAZÓN — LA ANSIEDAD CON QUE SE SEGUÍA EN EL ISTMO EL CURSO DE LOS DEBATES SOBRE LAS RUTAS DE NICARAGUA Y PANAMÁ PARA EL CANAL — EL GENERAL MARCELIANO VÉLEZ EN BARRANQUILLA.
+AQUEL NOBLE Y PATRIÓTICO esfuerzo por la pacificación del país, profundamente sincero, de parte del doctor Augusto N. Samper y del general Palacio, quedaba frustrado melancólicamente. El día siguiente, 3 de octubre, poco después del mediodía comenzó el bombardeo de la plaza de Magangué, no muy intenso, porque se trataba de hacer un reconocimiento de las posiciones que ocupaba la revolución y de los medios que tuviera para defenderse. En esa operación y en el vapor de la flotilla del Gobierno destinado a ejecutarla, fueron heridos el teniente coronel Diógenes A. Reyes y algunos individuos de tropa, pues el barco se acercó demasiado a la ribera, con el objeto de que sus observaciones fueran lo más precisas posibles. Con valor temerario Diógenes A. Reyes permaneció en la cubierta superior tomando todas las notas y croquis del caso. Esa misma tarde fue ascendido a coronel efectivo. En la noche el general Uribe Uribe desocupó a Magangué, cosa que supimos al rayar el alba, cuando la flotilla y el ejército cambiaban el campamento de Sicuco por el de Yatí. Guarnecido suficientemente Magangué, volvimos proas abajo, para situarnos en Zambrano y emprender campaña hacia el interior de las sabanas de Bolívar, a donde se dirigía el general Uribe Uribe y en donde fue batido finalmente por el ejército que comandó el general Pedro Nel Ospina.
+La iniciativa de negociaciones de paz con el general Uribe Uribe, como yo lo había previsto, le fue muy censurada al general Palacio, en voz baja, por muchos de sus subalternos, y en alta voz por los militares de corrillo y por un periódico conservador que se publicaba en la costa Atlántica. Los críticos sacaban a relucir, naturalmente, el origen liberal del general Palacio y su nacionalismo, y los más benévolos atribuían todo a que él estaba muy viejo y enfermo, y no quería emprender una campaña larga y penosa. Y como para sacarlos verdaderos, el general Palacio enfermó gravemente en Zambrano de una bronquitis que se complicó con la caída que sufrió mientras dormía en su hamaca colgada a regular altura. Ciertamente, en aquellos momentos mi padre estaba imposibilitado materialmente para emprender campaña y dirigir él mismo las operaciones sobre el ejército revolucionario. Apenas alcanzó a ordenar la movilización sobre El Carmen de Bolívar de la vanguardia del ejército que iba a marchar sobre las fuerzas del general Uribe Uribe y de confiarle el mando al general Víctor Manuel Salazar. Entretanto el estado de su salud iba agravándose, y bajaban del interior de la República fuerzas numerosas que se dirigían a Barranquilla y que con propósito ostensible y deliberado se abstenían de ponerse a las órdenes del comandante en jefe del ejército del Atlántico. Y ello, lejos de mortificarlo, no diré que lo complacía, pero sí que llevaba a su espíritu, no menos enfermo que su cuerpo, la tranquilidad de que tanto necesitaba, después de haber llevado durante siete años y dos guerras consecutivas, el enorme peso y la responsabilidad del mando supremo.
+Después de conferencias telegráficas entre el general Ospina y el general Palacio, quedó convenido que el primero se haría cargo del mando del ejército en operaciones y el segundo regresaría a Barranquilla a desempeñar los funciones que el general Ospina había llenado con imponderable acierto y eficacia, conservando Palacio el título de comandante en jefe y llevándose para la defensa de la plaza el batallón Junín. En el viaje de Zambrano a Barranquilla, y en mitad de la noche, el barco en que subía el general Ospina pidió atraque al nuestro, y el futuro presidente de la República, con respeto, deferencia y cortesía que hacía contraste con la displicencia y casi hostilidad con que habían mirado otros jefes conservadores recientemente llegados de Bogotá, al viejo jefe del ejército del Atlántico, tuvo con este una larga conferencia, sentado a la cabecera del lecho del enfermo, y lo excitó cariñosamente a que cuidara, por sobre todo, de reponer su quebrantada salud. Tanto me conmovió aquella escena, que cuando el general Ospina se despedía de nosotros le obsequié con una bellísima espada que meses antes me había enviado desde Cartagena mi amigo Pedro Vélez R.
+Empeoraba visiblemente, y con caracteres alarmantes, la salud de mi padre. Cuando llegamos a Barranquilla hubo junta de médicos bajo la presidencia, si así pudiera decirse, del eminente doctor Nicanor G. Insignares, y tanto este como el doctor Joaquín Vides, más que médicos se constituyeron en solícitos enfermeros suyos, y después de tres semanas lograron ponerlo en pie. Cuando estaba completamente restablecido y asistía ya a la oficina de la comandancia en jefe, resolví tomarme unos días de vacaciones, y el 16 de diciembre salí de paseo para Panamá, a bordo del vapor Normandie —el viejo Normandie—, que comandaba un experto lobo marino que me había tomado simpatía y afecto, pronto ya a tomar su retiro. Aquel era su penúltimo viaje. No llevaba yo misión oficial ninguna, ni siquiera carta de introducción para el general Carlos Albán, y sin embargo no fueme difícil visitarlo y conversar con él en dos consecutivas ocasiones. Parecióme, desde el primer momento, un hombre de extraordinaria inteligencia, a quien un observador superficial podía confundir con un hombre «tocado». Tuve la satisfacción de saber que el general Albán no había improbado las negociaciones de paz, y aun me dispensó la confianza de leerme cierto proyecto de reformas a la Constitución de 1886, que él había redactado en sus vigilias y que «haría conocer de los jefes de la revolución» cuando la oportunidad se le presentara. El general Albán tenía la mano dura y fuerte para los militares de retaguardia, para los estrategas de café, para los conservadores que no ayudaban a la pacificación del país, ni con sus bienes ni con sus personas, y se refería en Panamá esa escena, que no resisto a la tentación de reconstruir. Andaba muy apurado de recursos el ejército con que iba a abrir campaña el genial jefe civil y militar del departamento, y ya parecía agotada la vena de los empréstitos forzosos. Una tarde invitó él a los conservadores más pudientes de la ciudad a comer. Acudieron todos muy satisfechos y orgullosos de la galantería del general Albán, en punto de las seis y media, a compartir con él su pan y la sal. La comida fue espléndida, los vinos de la mejor calidad, el anfitrión estuvo de muy buen humor y, contra su costumbre, muy locuaz y expansivo. Ya al terminar el ágape, les dijo a sus invitados: «Los he llamado para comunicarles que necesito de urgencia treinta mil pesos para despachar una expedición al interior del departamento. No hay un centavo en la administración de Hacienda Nacional, y necesito treinta mil pesos para la ejecución de mi plan. Ustedes son conservadores y ricos y tienen que darme esa suma esta misma noche. Reparten la suma de acuerdo con las capacidades de cada uno, y mientras deliberan sobre ello yo me retiro y volveré dentro de poco a conocer el resultado de mi petición». Dicho esto, se levantó de la mesa y le echó llave a la puerta del comedor. En realidad, los magnates conservadores de Panamá quedaban presos mientras se resolvían a soltar los nudos de sus bolsas. Pero aquella operación medio quirúrgica, tuvo muy buen éxito. A las diez de la noche el general Albán tenía en su poder los treinta mil pesos que necesitaba para la expedición.
+La escena que sí presencié yo y que voy a referir demuestra que Albán no sólo era un hombre genial, sino que en su pecho se albergaba un gran corazón. En la mañana del 21 de diciembre fui a la casa de Gobierno, donde él tenía no sólo su despacho, sino sus habitaciones privadas, a despedirme y pedirle órdenes. Conversábamos sobre los temores muy fundados que él tenía, de que la guerra se encendiera nuevamente en el Istmo, cuando fuimos interrumpidos con el anuncio de la visita de una señora que tenía anunciada desde el día anterior. Ordenó que se la hiciera pasar: yo quise retirarme, pero el general me retuvo bondadosamente. La señora resultaba ser la esposa de un prisionero de guerra a quien Albán había prometido dejarlo en libertad si ella le llevaba la suma de trescientos pesos, o mejor dicho, si los consignaba en la administración de Hacienda. Como todos los hombres valientes y generosos, él no gustaba detener un depósito de prisioneros de guerra, y dadas las dificultades fiscales en que se encontraba su ejército, había tomado la costumbre de libertarlos mediante compensaciones pecuniarias, que fijaba con grande espíritu de justicia, conforme a los recursos y capacidades económicas de los cautivos. La señora, acongojada y llorosa, manifestó al general Albán que apenas le había sido posible conseguir doscientos cincuenta pesos pignorando sus modestas joyas a un usurero muy conocido en Panamá, cuyo nombre y apellido encabezaba las iniciales B. P., a un interés del diez por ciento mensual. El general oyó en silencio la doliente historia e inmediatamente tocó el timbre para llamar un oficial de órdenes. Compareció este, y le dio la siguiente orden: «Vaya usted a la prendería del señor B. P., y me lo trae aquí preso inmediatamente». Dio media vuelta el oficial y en cosa de pocos minutos estaba ante el jefe civil y militar el empedernido usurero. La señora quiso levantarse, pero el general lo impidió. «Usted», le dijo, «le ha pignorado a esta pobre mujer sus joyas, por una suma irrisoria, y le cobra además el diez por ciento de interés mensual. Ese es un crimen que yo no tolero y que en tiempo de guerra estoy dispuesto a castigar severamente. Inmediatamente regresa usted a su prendería con el oficial que lo ha conducido aquí, trayendo las joyas de la señora». No se hicieron repetir la orden ni el oficial ni el acusado, y a poco volvían con las consabidas joyas. Entonces el general se las entregó a su dueña, pronunciando estas palabras. «Destruya usted el recibo que le expidió este usurero, a quien no le debe usted nada, y tome sus joyas. Consigne en la administración de Hacienda los doscientos cincuenta pesos y reciba en la Secretaría de Gobierno una orden para que pongan en libertad inmediatamente a su marido». Rojo, no sé si de rabia o vergüenza, ahogada la voz y muy azorado, el usurero se atrevió a preguntar al general Albán: «¿Y yo puedo retirarme?». «Todavía no», contestó este, «espere usted un momento». Tocó nuevamente el timbre y ordenó que se le llamara un empleado que manejaba una cámara fotográfica, con grande habilidad, y provisto previamente de ella. Compareció también el empleado en el término de la distancia y dio la orden que tenía pensada: «Sáqueme usted una fotografía de este señor (B. P.), que es el usurero más despiadado de Panamá. Que salga buena la fotografía, pues voy a enviarla al New York Herald para que la publique». Sería imposible describir la confusión, el desasosiego, la intranquilidad de aquel mercader cogido infraganti delito. Imploraba, casi de rodillas, que no se le sometiera a aquella pena de vergüenza pública. Pero Albán, inflexible, rígido, severo cual un dios irritado, hizo cumplir la orden. Y B. P. fue retratado. Obtenida la fotografía, tuvo un arranque de piedad y se expresó así: «Por ahora conservo su fotografía en mi archivo y no la mandaré a Nueva York, si usted abandona su infame negocio. Si reincide y llego a saberlo, la fotografía se publica y le pasarán cosas más graves. Y puede retirarse con la conciencia de que la primera acción buena que usted ha ejecutado en su vida es obra mía». Mientras vivió Albán, B. P. cerró y liquidó su prendería, pero apenas desapareció el grande hombre volvió a sus anteriores actividades.
+Muy bien relacionado en Panamá, tuve el cuidado de informarme de la opinión dominante sobre la concedida prórroga a la Compañía Nueva del Canal. Opinión casi unánimemente favorable, si bien consideraba que habría sido posible obtener un mejor precio por la prórroga. Todo Panamá estaba pendiente más que de las batallas de nuestra insensata guerra civil, del resultado de la batalla entre la ruta de Nicaragua y la de Panamá, para la excavación del canal. Hay que ser justos y mirar las cosas desde el punto de vista de las realidades económicas. Para Panamá era cuestión de vida o muerte que se escogiera su territorio para la realización de la gigantesca obra. No era desapego a Colombia, ni mucho menos sentimientos hostiles los que allí predominaban, pero si conturbaba a todos los espíritus la expectativa de que por exageradas exigencias del Gobierno central, el de los Estados Unidos desistiera en definitiva de excavar el canal por la ruta de Panamá. Estaba ya nombrado por el vicepresidente Marroquín enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República en Washington el doctor Carlos Martínez Silva. Y la designación había sido recibida con general beneplácito por todos los panameños, sin distinción de colores políticos. Tomé nota de que los entusiastas partidarios de la designación eran precisamente los nacionalistas. Consideraba el doctor Martínez Silva era de los colombianos que conocían a fondo el problema, en cuya resolución iba a empeñarse, y de los pocos también que tenía sobre este ideas amplias «y civilizadas», me añadió don Tomás Arias. Todavía más interesados que los propios radicales panameños por la pronta y favorable resolución del problema, me parecieron los cartageneros, de tiempo atrás radicados en el Istmo, Amador Guerrero, Zubieta, Orondaste Martínez, Espriella, Espinosa, etcétera.
+El 23 de diciembre, a las once de la mañana, estaba de regreso en Barranquilla. Tuve la dicha de encontrar a mi padre no sólo ya completamente restablecido, sino en muy buen espíritu, y casi que radiante de gozo. Tenía noticias de que se le habían concedido sus letras de cuartel y que estaba bajando, para reemplazarlo, el señor general Marceliano Vélez, quien le había dirigido desde Medellín despachos telegráficos muy cordiales y deferentes. Efectivamente el 30 de diciembre llegó a la ciudad el general Vélez, y el primero de enero fue reconocido por el ejército del Atlántico. Traía además el patricio antioqueño el nombramiento de jefe civil y militar del departamento de Bolívar. Llegó también a Barranquilla en esos días el general Pedro Nel Ospina, terminada su campaña victoriosa sobre las fuerzas revolucionarias comandadas por el general Uribe Uribe, que fueron completamente destrozadas en una sucesión de combates, de entre los cuales fue el más encamisado y sangriento el de Ciénaga de Oro. El general Uribe Uribe logró pasar el Magdalena un poco abajo de Nervití, burlando nuevamente la vigilancia de la flotilla de guerra y la obstinada persecución de un destacamento montado, a la orden del general Álvarez (el Mocho), e internarse en el departamento del mismo nombre hasta llegar a Riohacha.
+De 1901 en adelante no tomé parte activa en operaciones militarse y es bien poco lo que tengo yo que decir de los dos años posteriores de guerra civil. Apenas me limitaré a distraer a mis lectores con reminiscencias de aquellos sangrientos episodios, breves bocetos de los personajes de uno y otro bando, a quienes me tocó en suerte conocer y tratar durante aquella luctuosa época. Comenzaré con el del general Marceliano Vélez.
+El 31 de diciembre, último día del año de 1900 y del siglo XIX, pasé la noche en la más amable y distinguida compañía. En la casa del general Heriberto A. Vengoechea, entregado a las delicias del baile, el perfume de las flores y del perfume de las muchachas más lindas y hermosas de la alta sociedad barranquillera, que hoy son todas encanecidas y venerables matronas. Cuando echaba una mirada atrás, en los fugaces instantes en que vaga nuestro pensamiento ausente del medio que nos circunda, y meditaba en el año de guerra que iba a terminar, se me antojaba un sueño, una pesadilla, cual brisa que se lleva el viento al torrente de la historia.
+LA ACTUACIÓN DEL GENERAL MARCELIANO VÉLEZ EN LA COSTA — LOS SECRETARIOS DEL NUEVO GOBIERNO DE BOLÍVAR — RUIDOSOS INCIDENTES EN UN HOMENAJE EN BARRANQUILLA — LA GUERRA Y LOS CONTRATISTAS — UN GRAN PATRIOTA — EL GENERAL MANUEL MARÍA CASTRO URICOECHEA — MI FIRMA AL PIE DE UNA SENTENCIA DE MUERTE — LA RENUNCIA DEL GENERAL VÉLEZ — UN HECHO HONROSÍSIMO — ÉXITOS DE LOS REVOLUCIONARIOS EN CUNDINAMARCA, TOLIMA Y PANAMÁ — TENSAS Y DIFÍCILES RELACIONES DIPLOMÁTICAS CON VENEZUELA — CIPRIANO CASTRO Y LOS INSURGENTES COLOMBIANOS — LA PROTESTA DEL DOCTOR RICARDO BECERRA POR LA ACTITUD DEL GOBIERNO VENEZOLANO Y SU EXTRAÑAMIENTO DE ESE PAÍS — LA ADMIRACIÓN DEL ILUSTRE PUBLICISTA POR EL DOCTOR SALVADOR CAMACHO ROLDÁN.
+EN SU NOBLE CARÁCTER DE JEFE civil y militar del departamento de Bolívar y comandante en jefe del ejército del Atlántico fue muy corta la actuación del señor general Marceliano Vélez en la Costa. Yo creo que no alcanzó siquiera a darse exacta cuenta de los problemas militares y de administración pública. Del territorio de Bolívar no conoció sino a Barranquilla y a Cartagena, y como la guerra después del vencimiento de las fuerzas revolucionarias en las sabanas de Bolívar entraba en un periodo de relativa calma, no fueron, ciertamente, muchas las preocupaciones de don Marceliano, por ese aspecto. Sus antiguos amigos políticos y apasionados admiradoras lo recibieron con grande entusiasmo, y a su turno él les entregó las más importantes posiciones del Gobierno civil de Bolívar. Secretario de Gobierno fue nombrado el doctor Manuel Dávila Flores, quien al ausentarse don Marceliano quedó encargado de la gobernación. En Barranquilla fue recibido en la forma más cordial y deferente por todos los conservadores, así nacionalistas como históricos. Se le ofreció un suntuoso banquete, al que concurrió lo más prominente de la sociedad; la conservadora, naturalmente. Yo fui designado para ofrecérselo, misión que cumplí con agrado, porque el general Vélez se mostraba con mi padre muy afectuoso y tenía para con él atenciones muy delicadas y obligantes. Así, por ejemplo, la primera orden general que dictó para el ejército, el 1.º de enero de 1901 prescribía que el santo y seña de la plaza le fuera entregado todas las tardes al general Palacio, inmediatamente después de hacerlo con quien ejerciera el comando efectivo del ejército; orden que se mantuvo hasta el final de la guerra. En Barranquilla se ocupó exclusivamente de la reorganización de la flotilla fluvial. En derredor de algunos de sus jefes habíase formado una atmósfera de suspicacias y leyendas exageradas. Decíase que habían ganado sumas fabulosas transportando cargamentos propios para venderlos a todo lo largo del río. Si esos jefes hicieron negocio, los envidiosos centuplicaban las ganancias, y como ocurre siempre en casos tales que de la fortuna adquirida por los beneficiarios debe descontarse la mitad de la mitad. A oídos del general Vélez llegó el cuento de que alguien se había ganado durante la contienda la suma de seis mil libras esterlinas que tenía situadas en un banco de Londres. Naturalmente ese alguien fue separado del servicio, a pesar de que era uno de los jefes más valerosos, inteligentes y expertos. El general Vélez tuvo la franqueza de manifestarle que tendría la pena de privarse de sus servicios, porque recibía informes de que se ocupaba en actividades comerciales que le habían dejado «una utilidad de 6.000 libras que tenía consignadas en un banco de Londres». El jefe lo oyó con resignación y respeto y dizque le replicó, según él mismo lo refería, en esta forma: «General, es cierto que yo hacía algunos negocios perfectamente lícitos, pues transportaba en mi buque pequeños cargamentos que vendía en los pueblos del río, pero pagaba los fletes respectivos en la superintendencia de la flotilla y lo puedo comprobar y usted verificarlo. Es cierto que en esas transacciones he ganado una pequeña suma, que ni con mucho alcanza a seis mil libras esterlinas: no alcanza siquiera a ochocientas, y es cierto que esa suma la tengo situada en el exterior, pero no en Londres, sino en Nueva York». El general Vélez rio a carcajadas, pero se mantuvo inflexible en su determinación. El jefe recibió sus letras de cuartel.
+Al banquete que se ofreció al general Vélez fueron invitados de honor los generales Pedro Nel Ospina, Carlos E. Restrepo, Víctor Manuel Salazar, Mariano Ospina Vásquez y todos sus ayudantes. Cuando terminó de pronunciar el discurso de ofrecimiento el general Vélez, un adulador lanzó con voz estentórea la siguiente aclamación: «Viva el general Marceliano Vélez, el hombre más honrado de Colombia». ¡Quién dijo tal! Carlos E. Restrepo se levantó de su asiento y gritó: «El general Vélez es un hombre honrado. Pero yo no admito que nadie sea más honrado que yo». El general Ospina, en voz baja, coreó: «Lo mismo que a Carlos me ocurre a mí». Don Marceliano se puso rojo como una guinda y antes de leer su respuesta a mi discurso, que llevaba escrita, hizo una modesta rectificación: él no pretendía ser el único colombino honrado, y la mayoría de sus compatriotas y de sus coterráneos también eran hombres honrados, para fortuna de la patria.
+El concepto que llegué a formarme del general Vélez, concepto que reafirmé cuando, posteriormente, en 1904 y en 1918, lo traté con más frecuencia, fue el de que era un gran patriota, de excepcionales virtudes públicas y privadas, benévolo, a pesar de su ruda corteza, un auténtico patricio, un montañés cristiano y honrado, inteligente sí, mas no de inteligencia extraordinaria y penetrante: la inteligencia que requiere un buen administrador de intereses públicos y privados. Instruido, pero no muy instruido. Era de aquellos hombres que se conforman con saber lo que aprendieron en su juventud y que no ambicionan, acaso deliberadamente, ampliar sus conocimientos o renovarlos. Políticamente era el prototipo del romántico, un enamorado fanático de sus ideas y de sus ideales. Escribía y hablaba con elocuencia, con claridad y cierta elegancia, mas su literatura tenía un pronunciado énfasis jacobino. Entre un liberal de la época romántica y el general Marceliano Vélez no existían diferencias ideológicas a excepción de las que separaban antiguamente a los conservadores y a los liberales de Colombia; las relacionadas con la llamada cuestión religiosa.
+A poco de estar en la costa Atlántica, el general Vélez fue llamado a Bogotá. Se le nombró comandante en jefe del Ejército de la República, posición de la cual se separó en breve plazo, presentando una renuncia que le honra y que circulaba en copias clandestinamente. El general Vélez protestaba ante el vicepresidente del trato cruel que se les daba a los prisioneros políticos, de incorrecciones en la administración pública y finalmente de que por una extraña fatalidad se frustraron todos los esfuerzos intentados para la pacificación del plan mediante el cumplimiento de solemnes promesas políticas. Separado de toda función oficial, el general Vélez no volvió a tomar participación en la política, hasta cuando fue elegido, en 1904, senador por Antioquia.
+Al general Marceliano Vélez le sucedió interinamente en el comando del ejército del Atlántico el general Manuel María Castro Uricoechea, bogotano de nacimiento, educado en Francia, hombre muy culto, social e intelectualmente, de maneras muy suaves, y que dejó en Barranquilla muy buen recuerdo. Fuimos muy buenos amigos, y aun cuando estaba yo enteramente dedicado a negocios particulares, tanto me instó a que le aceptara el puesto de auditor de guerra, que me vi obligado, por deferencia personal, a aceptárselo, cosa que hubo de pesarme grandemente, pues pocos meses después reunióse consejo de guerra y sentencia de muerte, y aun cuando es bien sabido que los auditores no tienen voz ni voto en las deliberaciones y sentencias de los consejos, limitándose sus funciones a cuidar de que el trámite del juicio se conforme con las prescripciones del código militar, mi firma apareció al pie de tal sentencia, lo que me obligó a renunciar irrevocablemente al empleo, pues le tenía horror a que mi nombre apareciera incluido en un veredicto que condenaba a la pena capital a alguno de mis semejantes. Cuando esto ocurrió, ya había dejado de ser comandante en jefe el general Manuel María Castro Uricoechea.
+La guerra, que se consideraba terminada con las batallas de Palonegro, Cúcuta y Lincoln, volvía a encenderse nuevamente. Parecía el caso de repetirse el viejo estribillo:
+Ninguno cante victoria,
+aunque en el estribo esté,
+que muchos en el estribo,
+suelen quedar de a pie.
+Al encenderse en el interior de la República, especialmente en Cundinamarca y Tolima, y hasta la Costa llegaban los ecos de las proezas del general Marín, guerrillero insuperable, que derrotado hoy en un lugar, aparecía a la mañana siguiente vencedor en otro. Volvía a encenderse en Panamá, en donde la revolución llegó a tener un empuje tan avasallador que llegó a ocupar la plaza de Colón, en donde sucumbió trágicamente un mozo de privilegiada inteligencia, de quien fui yo condiscípulo en el Colegio Ribón, de Barranquilla; mozo que con el tiempo llegó a ser uno de los escritores más originales y vigorosos: Saúl Cortissoz, nacido en Bucaramanga. El triunfo de la revolución en Panamá fue efímero. Logró contrarrestarlo en poco tiempo la actividad infatigable y las geniales dotes de mando del general Albán.
+Ha descrito en estilo ameno y sencillo los episodios de aquella faz de la guerra de los Mil Días, un liberal barranquillero que figuró en primera línea entre los combatientes, un auténtico veterano, el general Domingo S. de la Rosa, que para entonces residía en el Istmo y vive todavía, probablemente olvidado de sus copartidarios y desconocido por las nuevas generaciones del hoy partido de Gobierno. El general Domingo de la Rosa es hermano del historiador Moisés de la Rosa, que reside en Bogotá.
+Pero el punto neurálgico de la nueva crisis bélica, que confrontaba el Gobierno presidido por el señor Marroquín, era el de las relaciones diplomáticas con el de Venezuela y su jefe de facto, el general Cipriano Castro. Este caudillo, típicamente tropical, que tenía la chifladura de considerarse un Napoleón, hasta el punto de hacerse llamar el Cabito, no obstante la mala jugada que le hiciera a los revolucionarios colombianos, apoderándose de su escuadra en el mar de las Antillas, no sólo simpatizaba con la causa de los liberales colombianos en armas, sino que hacía ostentación de ello y desenfadadamente les prestaba ayuda siempre que consideraba que tenían probabilidades de triunfar. Las relaciones diplomáticas entre los dos Gobiernos, el de Colombia y el de Venezuela, tenían que ser forzosamente muy tensas y difíciles. En Bogotá no había acreditado ministro de Venezuela, pero en Caracas sí lo había de Colombia; el doctor Luis Carlos Rico, diplomático muy experto, sagaz y prudente, que tenía como secretario a Ismael Enrique Arciniegas. La actitud de Castro encendió en indignación a un eminente compatriota nuestro que vivía de años atrás en Caracas y con vinculaciones de familia en la nación vecina y hermana. Ese compatriota era el doctor Ricardo Becerra, ya tocando los lindes de la ancianidad, privado en absoluto del sentido de la vista y reducido casi a la pobreza, pues vivía exclusivamente de una pensión que el Gobierno de Colombia le servía, que fue decretada por el presidente Núñez. Becerra fue uno de los publicistas más fecundos y luminosos que haya tenido nuestro país, un orador diserto y elocuentísimo y un luchador político valiente e impetuoso. Esclavo, si así pudiere decirse, de un temperamento supremamente combativo, no estaba entre sus dotes la prudencia y probablemente debió hacer demasiado alarde de su protesta contra los procedimientos de Cipriano Castro, quien lo extrañó del territorio de Venezuela, con refinamientos de crueldad y sevicia. A un hombre ciego, inválido, no le permitió la compañía de una hija que era no sólo su secretaria y lectora, sino además su enfermera, su ángel de la guarda. Grandes influencias se movieron, especialmente en el cuerpo diplomático, para que el Cabito accediera posteriormente a que la hija de Becerra fuera a reunírsele en Puerto España, donde el prescrito encontró asilo en la casa de su hijo, Paco Becerra, cónsul general de Colombia en Trinidad. Allí Becerra, con una actividad sorprendente, con un tesón digno de causa más alta, continuó sin obstáculos, y a la luz del día, la campaña contra Castro y el régimen que había instaurado en Venezuela y consecuencialmente contra los revolucionarios colombianos, a quienes consideraba aliados suyos —de Castro—. Publicaba artículos en la prensa periódica, que enviaba a Bogotá y a la costa Atlántica, y folletos que fueron verdaderas catilinarias, redactados con la vehemencia y el calor que siempre distinguieron su estilo. Becerra era sereno y reposado sólo cuando escribía historia. Su Vida de Miranda es obra maestra en su género. Tenía, y no exagero, verdadero culto por Salvador Camacho Roldán, del que no le apartaron diferencias políticas. Escribió el prólogo del admirable libro de Camacho Roldán, Notas de viaje, que he tenido ya la oportunidad de encomiar, porque es, sin duda alguna, también obra maestra en su género. A propósito del manifiesto de paz que Uribe Uribe lanzó desde Curazao en los primeros meses de 1901 y que comenzaba con las palabras de Grant, «Let us have peace». Becerra escribió y publicó en Puerto España un folleto bajo el título de «La patria y el partido» —a propósito de un manifiesto de tregua—, que comienza así:
+«Acabamos precisamente de revisar la colección de los escritos políticos de Salvador Camacho Roldán, el compatriota ilustre desaparecido no hace mucho de la escena de la vida —pero no de le memoria de sus conciudadanos, quienes por el contrario lo recordarán siempre con gratitud y con legítimo orgullo—, cuando llegó a nuestras manos, como para establecer dolorosísimo contraste entre épocas y hombres y marear la grandeza y decadencia de un partido político, el manifiesto o más bien proclama que bajo formas presuntuosas e imperativas, más propias del victorioso conductor de una causa que del obstinado autor de su desastre y el de la patria, ha dirigido recientemente a los liberales de Colombia el señor Rafael Uribe Uribe, verdadero jefe y principal responsable de la horrenda carnicería que hace dieciocho meses cubre de ruinas morales y materiales el suelo colombiano. La comparación, muy triste por cierto, entre la ética política elocuentemente profesada por uno de los más autorizados voceros del liberalismo histórico, y la consigna de odio atrida con programa de guerra a cuchillo, previa una suspensión de hostilidades destinada a reconfortar ese odio y armarlo más eficazmente para su obra de exterminio, nos ha inspirado las reflexiones que nos proponemos exponer serenamente en el curso de este escrito, sin más objeto que el de impedir —hasta donde lo puedan las enseñanzas de la historia, la voz de la razón y los dictados del patriotismo— que el grito antisocial y de lesa patria ejerza en la masa de nuestra democracia, dramática como lo son todas las democracias, la funesta influencia que su autor tiene en mira.
+«Alma generosa, carácter austero mas sin estreches de espíritu y sólo por voluntaria limitación dentro de las líneas del deber bien comprendido; moralista político y pensador trascendental, nutrido en el profundo estudio de la historia, considerada como la ciencia a la vez que la filosofía de los hechos que ella narra, Camacho Roldán lejos de aceptar combatió siempre con su palabra y con sus actos la perversa doctrina, instrumento de tiranía en todas las épocas y bajo toda clase de Gobiernos, según la cual, todo nos es permitido en política, el crimen inclusive, la destrucción misma de la patria si fuere necesario, a trueque de asegurar el triunfo de nuestro partido y el de la causa que él representa, si es que representa alguna. La noción de patria que Camacho tenía, era en verdad incompleta, porque al igual de todos los que como él recibieron en su juventud la influencia funesta del jacobinismo francés, tan prestigiosamente prolongada, ora con la defensa, ora con la disculpa o la atenuación de sus crímenes por historiadores ilustres, algunos de ellos dotados de irresistible poder mágico. Camacho rechazaba el espíritu de tradición y databa únicamente en 1810, sino también en la fecha de las abstracciones políticas de su partido, la existencia de su país. Para él, como para los demás miembros de la generación política que principió a figurar en 1849, el pasado anterior de aquel año, no era sino una masa informe de sombras, a cual más oscura, en la que no debía penetrarse ni aun para la información tan necesaria al itinerario, sin hacer traición al progreso o cuando menos sin hacerse sospechoso a esta causa. A semejanza del célebre mecánico de Siracusa, él buscaba fuera de toda tradición, de la historia, del genio, la religión y hasta de la lengua misma de su raza, si no le hubieran impedido esto último su alta cultura literaria y su exquisito gusto, el punto de apoyo que la palanca de aquel progreso necesita para desembarazarse de ideas e instituciones ya muertas y abrir camino a otras nuevas. Sin embargo, merced a una feliz contradicción que sólo puede explicarse por la natural elevación de su alma, su intenso sentido moral y el generoso calor de sus sentimientos, Camacho retrocedía ante la más lógica conclusión de aquel su credo político, de modo que cuando se trataba de salvar lo que conforme a su teoría representa por modo exclusivo y fatal el elemento patria, o sea, la obra de uno de sus partidos, las instituciones que él ha fundado, el derrotero y la meta que en concepto del mismo son los únicos que consultan el interés general; cuando, en una palabra, se había de salvar a toda costa, aun por el cauterio de la guerra civil, la patria de los expedientes, de las glorias, de las celebridades y de los éxitos de una temporada, Camacho divisaba claramente con el poder de una visión luminosa colocada en muy alto lugar, que detrás de esa patria diminuta, transitoria y cambiable a voluntad de las pasiones e intereses del momento, existe y perdura, mientras no la destruya democracia humana, una patria verdaderamente grande, inmutable en su amor y en su esencia, legado de la tradición, patrimonio del presente, esperanza para el porvenir, patria que comprende el desarrollo de muchas generaciones, la existencia y la acción de diversos sistemas así sociales como políticos, patria cuyas más nobles y sensibles entrañas jamás obedecen únicamente a determinado sistema político, por lisonjeras que sean las promesas que este formule, sino que están arraigadas en lo más profundo de todo este organismo que llamamos pueblo, nación, esto es, en las creencias, las tradiciones de hogar y de familia, en el ahorro acumulado por el trabajo, en la ilación continua de los afectos y hasta de los odios, en el pedazo de tierra donde se levanta el templo en que se adora a Dios y se ha excavado la sepultara que guarda los huesos de los padres, de la mujer, del hijo, del hermano. Y ante esa augusta visión que es a un tiempo la de las almas nobles y la de los verdaderos estadistas, Camacho se levantó siempre a protestar contra la guerra, a tratar de prevenirla, y, una vez desencadenada, a señalar a los partidos que la habían promovido los límites de moralidad y cordura dentro de los cuales debían encerrarla a fin de atenuar en lo posible su tremenda responsabilidad ante Dios y ante la historia. Bajo la pluma elocuente de Camacho no repercutió jamás el grito insensato de “perezcan las colonias pero sálvense los principios”, que aplicada a las luchas políticas de país libre con el alcance que quieren darle algunos, entre ellos el señor Uribe Uribe, representa esta monstruosidad, mejor diremos este dislate: “Perezca el todo, pero sálvese la parte que nosotros representamos”».
+En lo copiado hay, para mí, mucho de apasionados prejuicios. Pues si bien podía hacerse a los revolucionarios colectivamente, e individualmente a Uribe Uribe, el cargo de empeñarse con obstinación en proseguir la guerra civil que ensangrentaba y arruinaba al país, a su turno al Gobierno podía también reprochársele que no pusiera de su parte los medios para terminarla mediante la celebración de un tratado de paz que la fundara para lo futuro, no sobre las puntas de las bayonetas, y sí sobre la justicia y el derecho. La obstinación, la terquedad estaban en una y otra parte. ¡Y en qué circunstancia!
+LA MUERTE DE DOS ILUSTRES PRÓCERES DEL LIBERALISMO COLOMBIANO, LOS DOCTORES SALVADOR CAMACHO ROLDÁN Y AQUILEO PARRA — UNA GENERACIÓN DE HOMBRES INTELIGENTES Y TRABAJADORES — FIN DE DON SANTIAGO PÉREZ EN PARÍS — DOS NOTABLES CAUDILLOS MILITARES CONSERVADORES, LOS GENERALES PRÓSPERO PINZÓN Y MANUEL CASABIANCA — LA DELICADÍSIMA CUESTIÓN DE LA LEGITIMIDAD DEL GOBIERNO NACIDO EL 31 DE JULIO — LA PRESIDENCIA DEL SEÑOR MARROQUÍN — LA AIRADA PROTESTA DEL NACIONALISMO CONTRA EL GOLPE DE ESTADO. PROPÓSITOS DE RESTABLECIMIENTO DEL PRESIDENTE LEGÍTIMO — EL DESENGAÑO DEL PARTIDO LIBERAL ANTE EL RÉGIMEN SURGIDO DE LA CONJURACIÓN — LA ACTITUD DE MUCHOS HISTÓRICOS — ELEMENTOS VIOLENTOS Y REACCIONARIOS EN EL GOBIERNO — EL SEÑOR SANCLEMENTE EN SU EXILIO DE VILLETA.
+EN EL ÚLTIMO AÑO DEL SIGLO (1900) se extinguieron las vidas de dos próceres del liberalismo colombiano: la del doctor Salvador Camacho Roldán el 19 de junio, a quien alude en su panfleto «La patria y el partido» el doctor Ricardo Becerra, y la del doctor Aquileo Parra, el 4 de diciembre. Camacho Roldán murió en El Ocaso, fundo en donde pasó los últimos días de su fecunda, activa y gloriosa existencia, que bautizó simbólicamente, previendo que se acercaba el final de ella. El doctor Parra murió en La Ferrería de Pacho, con la serenidad del justo, con aquella tranquilidad de espíritu de que disfrutan quienes han sabido cumplir con sus deberes en la vida, pero con la amarga comprobación de que todos sus esfuerzos para impedir que el liberalismo se lanzará prematuramente a la guerra habían sido inútiles. Ambos a dos eran miembros, y de los pocos sobrevivientes, de aquella generación que Joaquín Tamayo llamó «de hombres inteligentes», y yo añadiría «y trabajadores». Representaban Camacho Roldán y Parra tipos bien distintos; el primero fue hombre de profundas y vastas disciplinas intelectuales, que aplicaba a la política y a la administración pública los conocimientos adquiridos en los libros y en sus lecturas, las observaciones y experiencias que había recogido en sus viajes. El segundo, Parra, no poseía ciertamente la instrucción de Camacho Roldán; su inteligencia era menos brillante que la de este, no fue publicista provisional, supongo que no aspiró nunca a convencer a nadie por las galas de su estilo, mas en cambio superaba a Camacho Roldán en intuición y en aquello que llamamos sentido práctico. Y eso que tampoco le faltaba sentido práctico a Camacho Roldán, quien si en ocasiones se dejaba llevar lejos por su fe en los grandes recursos naturales del país y por su afán progresista, demostró en vida, y continúa demostrando después de muerto, con las enseñanzas que dejara, su cabal conocimiento de los problemas sociales y económicos que tocaba resolver a nuestros estadistas en el pasado siglo, algunos de los cuales permanecen aún en pie. Más prudente que sabio, el señor Parra poseía el don del consejo en las ocurrencias ordinarias de la política, y en el seno de asambleas integradas por hombres de grande elocuencia lograba dominarlas con aquella augusta autoridad que sólo imprimen las conciencias iluminadas por la razón y las más austeras virtudes. Ante su palabra reposada, ante su discreto raciocinio, ante su buen consejo se inclinaban los más gallardos paladines del pensamiento liberal. Y los hechos se encargaban casi siempre de darle la razón al señor Parra y de acrecentar su prestigio. Tal vez por eso el señor Caro dijo alguna vez que Parra estaría bien para jefe del Partido Conservador.
+Camacho Roldán y Parra habían ejercido la presidencia de la República bajo la dominación liberal. Camacho Roldán, en su carácter de designado y por breve lapso; Parra, por elección popular en el periodo comprendido de 1876 a 1878. También en 1900 murió otro prócer del liberalismo, el doctor Santiago Pérez, otro antiguo presidente de Colombia. Terminó su vida material en París. No quiso, ni intentó siquiera, regresar a la patria después de que había sido extrañado violentamente del país en 1893. Vivos quedaban muy pocos de los hombres de uno y otro partido que pertenecieran a la generación de los «inteligentes». A su turno el conservatismo perdió en 1901 dos caudillos militares que le habían dado días de triunfos inolvidables. En orden cronológico, o sea, de las fechas de sus fallecimientos: a Próspero Pinzón y a Manuel Casabianca. Pinzón había sido prototipo de hombre civil, ocupado, acaso sin ambicionarlo, en las faenas de la guerra, en las que sobresalió por señaladas dotes de mando, por intuitivas de estratega, por su valor, por su perseverancia, por su serenidad en los momentos de mayor peligro. De regreso de la Campaña del Norte y cargado de laureles, dio alto ejemplo de modestia y disciplina y contrajo la enfermedad que lo llevó a la tumba, transportando elementos de guerra desde Honda hasta Bogotá. Hombre de leyes, tengo sabido que él también consideraba en silencio que el golpe del 31 de julio había sido un golpe incorrecto. Fulminado por una angina de pecho sucumbió repentinamente el general Casabianca, guerrero insigne, de indomable valor, de audaces iniciativas, que en la guerra civil de 1876 y en el campo de batalla de Garrapata se mostró militar tan genial y corajudo, como el general Páez de la guerra magna. En la paz fue un buen administrador público y había nutrido su vivaz inteligencia con abundantes y provechosas lecturas. Poco antes de su muerte estuvo en Barranquilla, de paso para Caracas, en donde desempeñó alguna misión confidencial ante el gobierno de Cipriano Castro, comisión que debió tener grande importancia, pero de la cual nadie tiene pormenores ni antecedentes y nada se sabe tampoco de sus consecuencias. Entonces él y mi padre reanudaron sus antiguas y cordiales relaciones de amistad, y el general Casabianca volvió todas las mañanas, mientras permaneció en Barranquilla, a tomar el desayuno en mi casa, y gozábamos así de su amena e interesantísima conversación.
+He dicho antes que eran complicadas y difíciles las circunstancias que rodeaban al país en 1901. En primer término, colocaré las que se desprendían de la delicadísima cuestión de la legitimidad del poder. El golpe del 31 de julio la había herido de muerte. Ejercía el ejecutivo el señor Marroquín, mas lo ejercía indudablemente contra lo prescrito en la ley fundamental de la República. El Ejército, en su totalidad, había aceptado aquella franca subversión del orden legal, pero la había aceptado en fuerza del estado de guerra y por no poner frente a frente dos revoluciones. Mascaba el freno, mas resultaba evidente que lo rompería en un momento dado. El nacionalismo, partido político que aún tenía mucha fuerza, protestó airadamente desde el primer momento contra el golpe del 31 de julio y no disimulaba su propósito de restablecer en el ejercicio del poder al presidente Sanclemente. Y el nacionalismo conservaba en el Ejército fuertes raíces. El Partido Liberal, decepcionado, desengañado, amargado, pues había visto desvanecerse en los pocos meses que llevaba de vida el gobierno del señor Marroquín esperanzas en un cambio fundamental de las prácticas administrativas y en las reformas reclamadas en tiempo atrás en las instituciones, comenzaba a pensar si no sería preferible restablecer la legitimidad y negociar con quien la representaba, un convenio de paz que no fuese una simple capitulación militar. Y aun muchos conservadores históricos, sinceros y respetables, consecuentes con las ideas que habían propagado en la oposición, se separaban del Gobierno de facto, tan desengañados y amargados como los liberales. Esos conservadores históricos habían quedado huérfanos de dirección con la ausencia del doctor Carlos Martínez Silva, que había seguido para los Estados Unidos investido del doble carácter de ministro de Relaciones Exteriores y ministro plenipotenciario y enviado extraordinario ante la Casa Blanca. Justicia es reconocer que al aceptar tal designación el doctor Martínez Silva cumplía un alto y patriótico deber y no hurtaba el cuerpo de las responsabilidades que pudieran caberle en el golpe del 31 de julio, que él creyó de buena fe no sólo benéfico para el país sino también para las propias instituciones conservadoras.
+Un Gobierno surgido de conjura o conspiración queda expuesto a morir por conjura o conspiración, lleva vida de desasosiego, de intranquilidad, de desconfianzas, más aún si no ha correspondido a las esperanzas que en él se fincaban. Para el futuro historiador será un misterio impenetrable cómo el señor Marroquín, un varón de resplandecientes virtudes, un viejo cristiano, temeroso de Dios, un buen republicano, como tuvo oportunidad de demostrarlo en la administración de los ochenta días y posteriormente en 1903, llegó a permitir en su gobierno de facto el predominio de los elementos más reaccionarios y violentos que encruelecieron la guerra hasta el extremo de amenazar con represalias que llenaron de espanto e indignación a los conservadores de todas los matices. Yo que conocí y traté con alguna intimidad, después de estos sucesos, al señor Marroquín, que encontré en él a un hombre bondadoso, sencillo, tolerante, modelo de paciencia y resignación, soy el menos llamado a descifrar el enigma. Tuve por él afecto y simpatía y pude comprender que la fatalidad lo llevó a desempeñar un papel que no correspondía a su natural carácter, a sus aficiones, a sus gustos, y que probablemente convencido de su incapacidad para desempeñarlo, se confió a pérfidos consejeros. El señor Marroquín habría sido un buen presidente en tiempos normales y tranquilos, pero dentro de una tempestad de hierro, fuego y sangre, en su espíritu atormentado debió prevalecer el orgullo de no darse por vencido.
+La legitimidad del poder tenía que ser el punto neurálgico de la política nacional mientras viviera el señor Sanclemente, quien, dicho sea de paso, se transformó en el infortunio. El venerable anciano, mientras ejerció efectivamente el poder, pareció engolosinado con las preeminencias y honores, y si el poder tiene delicias, entretenido y satisfecho en saborearlas. Hombre distinto se exhibió en el infortunio y se me antoja, aunque parezca extravagante, compararlo con María Antonieta. El martirio le dio grandeza, inquebrantable decoro y energías que no podían sospecharse en quien ya tenía los pies en la tumba. Es más, he oído decir a personas en cuyas palabras tengo absoluta fe, que recobró su lucidez mental. Y alguna de estas me ha referido que el doctor Emilio Ruiz Barreto le hizo una larga visita en Villeta, y llegó tan sorprendido de la transformación que se había verificado en la mente y el espíritu del noble anciano, que le dijo a alguien: «Voy donde Carlos Martínez Silva para decirle que está equivocado y engañado, que el doctor Sanclemente está tan en sus cabales como él y yo». Lo cierto es que en todos los documentos salidos de la pluma del doctor Sanclemente durante su cautiverio son notables por su estilo y argumentación.
+En el afán de restablecer la legitimidad y de remover tal causa de honda perturbación, se pensó naturalmente en que el general Reyes regresara al país a encargarse del Poder Ejecutivo como designado elegido desde 1898. Pero el doctor Sanclemente, firme e inflexible en la defensa de su derecho, manifestó claramente que él entregaría el poder al general Reyes gustoso, mas no sin haberlo asumido previamente. Parece que el general Reyes se negó en forma terminante y categórica a venir a Colombia, y ya había aceptado el nombramiento que el gobierno del señor Marroquín le hizo para representar al país en la Segunda Conferencia Panamericana próxima a reunirse en México.
+En esas estaba el pleito de la legitimidad cuando llegó a Bogotá a encargarse del Ministerio de Guerra el general Pedro Nel Ospina. No era aventurado prever que entre un caudillo de la desbordante vitalidad del general Ospina, con ideas definidas y programa propio de gobierno y administración, y con un plan premeditado sobre los medios y recursos que debían ponerse en juego para poner término a la guerra civil que arruinaba y ensangrentaba al país y lo envolvía en graves peligros, y el señor Marroquín y la política que venía este practicando, estallarían pronto la desavenencia y el conflicto. Y así fue efectivamente. Es un hecho indiscutible que el general Ospina pensó seriamente en entregar nuevamente el ejercicio del Poder Ejecutivo al presidente legítimo, y que en un día determinado el doctor Sanclemente llegaría a Bogotá escoltado por un cuerpo del ejército que comandaba el general Mariano Ospina Chaparro, pariente de Pedro Nel. A la estación de la Sabana irían a recibir al presidente legítimo el ilustrísimo señor arzobispo de Bogotá, el ministro de la Guerra, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que no quisieron aceptar el golpe del 31 de junio, y una gran masa de ciudadanos de todos los partidos políticos. Era a la sazón jefe civil y militar del departamento de Cundinamarca el doctor José Vicente Concha, muy adicto hasta entonces a la política del señor Marroquín, y se dice que, advertido y noticiado de la conspiración por un militar de alta graduación, obró con inteligencia y energía, hasta llegar a desbaratarla. El ministro de Guerra, general Ospina, fue reducido a prisión en altas horas de la noche, y poco después los generales Jorge Holguín y Enrique Arboleda, que fueron extrañados inmediatamente del país sin permitirles comunicarse con sus parientes y amigos, sin proveerse de recursos, los dos primeros —Holguín y Ospina— se embarcaron en Cartagena rumbo a los Estados Unidos, y el general Arboleda estuvo algunas semanas en Barranquilla preso e incomunicado, y de allí siguió a Barcelona. Yo conseguí comunicarme con él y tuve la satisfacción de prestarle algunos servicios, de proporcionarle recursos y acompañarlo hasta bordo del vapor Cataluña, de la Trasatlántica Española.
+UNA VERGONZOSA PÁGINA DE NUESTRA HISTORIA POLÍTICA, DENUNCIADA AL MUNDO POR UN CORRESPONSAL DEL NEW YORK HERALD — EL «TRASTEO» DEL SEÑOR SANCLEMENTE EN UNA JAULA DE VILLETA A GUADUAS — LA ACTITUD DEL GENERAL REYES ANTE EL PROBLEMA DE LA LEGITIMIDAD DEL GOBIERNO — UNA MISIÓN DEL DOCTOR MODESTO GARCÉS. UN COMITÉ LEGITIMISTA QUE SE FORMÓ EN BOGOTÁ — LA CORRESPONDENCIA ENTRE ANTONIO JOSÉ RESTREPO Y URIBE URIBE SOBRE EL PARTICULAR — UNA GRAVE Y PELIGROSA CRISIS — LAS RELACIONES ENTRE LOS GOBIERNOS DE FACTO DE COLOMBIA Y VENEZUELA. INTERVENCIÓN DE LAS AUTORIDADES DE AMBOS PAÍSES EN LOS CONFLICTOS INTERNOS DEL OTRO — INVASIONES DE REPRESALIA HECHAS POR SOLDADOS DE LOS EJÉRCITOS REGULARES DE COLOMBIA Y UN GRUPO DE REVOLUCIONARIOS VENEZOLANOS A VENEZUELA Y VICEVERSA — LA BATALLA DE CARAZÚA. UNA INTELIGENTÍSIMA MANIOBRA DE ALBÁN — EL DOCTOR GARVIRAS.
+EN EL DELICIOSO LIBRO DE Recuerdos para sus nietos —modelo de memorias íntimas— que ha publicado recientemente Frank Koppel, refiere él cómo valiéndose de su condición de súbdito británico siguió tras los pasos del general Jorge Holguín, su futuro padre político, para llevarle los recursos que se consideraron necesarios a subvenir los primeros gastos de su destierro. Con el mismo propósito salió después de Bogotá el hijo del general Holguín, Daniel, que era apenas entonces un muchacho de dieciséis años, y ya tenía la experiencia de viajar dentro del país en guerra, pues hacía frecuentes excursiones a Manizales y Medellín para negociar en letras de cambio y compras de oro en polvo o barras. Daniel no alcanzó a reunirse con su padre porque fue más de una vez detenido en el tránsito por las autoridades. No logró hacerlo ni siquiera en Nueva York, sino en la ciudad de México, hacia donde se dirigieron Holguín y Ospina apenas supieron que el general Reyes se encontraba allí.
+Aquella tentativa frustrada de restablecer en el poder al señor Sanclemente tuvo un epílogo que es vergonzosa página de nuestra historia política, página que hubiera permanecido inédita, o mejor dicho, no escrita, sin una intervención providencial. Probablemente, con la mira de que no hubiese otra tentativa semejante se resolvió «trastear al venerable anciano», y con tal objeto construyóse una a manera de jaula en la que se le encerró, y con la jaula y el presidente legítimo cargaron de Villeta hacia Honda, bajo custodia de gente armada, robustos mozos adiestrados en el oficio de transportar sobre sus brazos y por aquel camino a señoras, enfermos y viejos. Y digo que aquel inaudito e inhumano atentado no habría tenido publicidad, y la tuvo empero providencialmente, porque cuando la procesión, casi que diría macabra, ascendía hacia el alto de Las Tivayes, acertó a pasar por allí, cosa insólita o inopinada, un corresponsal del New York Herald, a quien le causó tanta repugnancia el espectáculo, que escribió una página admirable para su diario, y para comprobar que no mentía ni exageraba se apeó de su cabalgadura y sacó una fotografía de la jaula, en la que a través de sus barrotes se alcanzaba a distinguir una figura humana. Providencial, lo repito, aquel suceso, pues parecía inverosímil que en un país, en aquel tiempo casi desconocido, a no ser por sus frecuentes guerras civiles, se encontrara en la mitad de un camino montañoso el corresponsal de un diario extranjero de gran circulación y prestigio para que tomara nota y constancia de hasta qué vituperables extremos nos llevaban a los colombianos la pasión política y los interesas de bandería. Pero doblemos esta doliente página…
+¿A qué lugar, a qué ciudad, a qué prisión se proponían llevar al señor Sanclemente? Es cosa que no se ha podido saber, que nadie se preocupó de poner en claro después de que el mártir murió en 1902 en Villeta, en cuya humilde iglesia reposan sus cenizas sin que piedra, ni inscripción marquen el sitio preciso. La macabra procesión no alcanzó a pasar de Guaduas porque se hizo sentir en forma serena pero enérgica, ante quienes la pusieron en marcha, la protesta del ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo Herrera Restrepo, quien durante todo el curso de la guerra de los Mil Días ejerció su autoridad evangélica y moral para predicar la paz, la tolerancia y la reconciliación en el seno de su desavenida grey. Quien lea hoy las pastorales del señor Herrera Restrepo durante aquella tormentosa época, tendrá que rendir en silencio un tributo de admiración, un fervoroso aplauso, a la memoria del virtuoso y magnánimo prelado.
+Aquella espinosa cuestión de la legitimidad interesaba no sólo al partido de Gobierno sino también a los revolucionarios. Estos, como los amigos del general Reyes, designado para ejercer el Poder Ejecutivo, pensaron que el nudo gordiano podía desatarlo sólo la presencia suya en el país, su título, su indiscutible prestigio, su temida e invicta espada. Se dice, aun cuando yo no podría probarlo, que comisionado por un grupo de liberales notables de Bogotá, hizo un viaje al exterior, con el propósito de entrevistarse con el general Reyes y de excitarle a que regresara al país y se encargara del Gobierno, con la seguridad de que los revolucionarios depondrían las armas. Mas lo cierto es que algo de ello se dice en la correspondencia que sostuvo el general Uribe Uribe con el doctor Antonio José Restrepo durante el feral conflicto, y que comenzó a publicar la revista Cromos hace cuatro años (1939) y que fue interrumpida inopinadamente. Lo que sí asegura el general Uribe Uribe en una de aquellas cartas es que también el doctor Modesto Garcés desempeñaba esa misión ante Reyes, y no disimulaba el caudillo revolucionario su despego y antipatía por la proyectada solución al negocio de la legitimidad adelantando con mucho juicio y recto criterio jurídico que, para él, Uribe Uribe, «la legitimidad estaba en el abuelo Sanclemente». En otra de sus cartas para Restrepo, fechada en Maracaibo, Uribe Uribe informa que tiene noticia de que en Bogotá se ha formado un comité nacional, integrado por liberales, históricos y nacionalistas, con el propósito de restablecer en el poder al señor Sanclemente, y hasta da nombres propios que lamento no recordar ahora, pero quien desee satisfacer la curiosidad puede hacer la rebusca del caso en la colección de la magnífica y popular revista Cromos.
+En aquel año de 1901 otra cuestión no menos espinosa que la de la legitimidad tenía de hacer forzosamente grave y peligrosa crisis. Me refiero a la de las relaciones diplomáticas no entre Colombia y Venezuela, sino entre los dos Gobiernos de facto de Marroquín y Cipriano Castro. Aquí sí se puede decir que los dos países reales estaban ausentes de la querella entre los dos países legales o semilegales. Tanto en Colombia como en Venezuela había una gran masa de ciudadanos que improbaba en silencio, porque no eran tiempos de hablar, la intervención del uno y del otro Gobierno en los conflictos domésticos del vecino: intervención más descarada, más ostentosa en el de Cipriano Castro, que llegó a serlo también en un momento dado en el del señor Marroquín. Y ese momento fue cuando bajo las órdenes de un enemigo de Castro se pusieron soldados del Ejército regular de Colombia para que invadieran el territorio de Venezuela, invasión que fue vencida en el Táchira, y en acción de armas que, según cuentan, fue dirigida por el propio general Uribe Uribe. A su turno, el Napoleón tropical organizó como represalia la invasión de revolucionarios colombianos contra tropas regulares de su Ejército, y al mando de jefes suyos a La Guajira. Invasión que también fue vencida y destrozada en la batalla de Carazúa, que preparó y organizó el genio militar de Albán. Es esta una de las páginas más brillantes en la actuación de este hombre prodigio durante la guerra de los Mil Días. No estuvo él en Carazúa, pero allí estuvo su espíritu, allí se cumplieron sus órdenes, allí tuvo cumplido y fiel desarrollo su plan de combate y de batalla.
+La noche que él creyó última de su vida, a bordo del crucero Pinzón, rodeado y acechado por la escuadra de Castro, dotada de más poderosa artillería. El Pinzón era un antiguo yacht de placer que pertenecía a Gordon Benett, célebre y mundialmente conocido hombre de sport y periodista, y no tenía sobre sus adversarios sino una ventaja, su gran velocidad. Albán decidió esquivar el combate, huir, que dirían los militares y marinos partidarios del lema «echar pa’lante», y antes de entregarse a Morfeo dio esta orden a la tripulación de su navío: dormir desnudos en el traje de nuestro padre Adán, explicándoles antes la razón de la extravagante orden. «Pueden hundirnos», les dijo, «si no alcanzamos a salir ilesos de esta rada de Riohacha, pero si logramos hacerlo estaremos salvados, porque la velocidad del Pinzón es muy superior a la de los buques de Castro. Al hundirse el barco, todos ustedes menos yo, deben arrojarse al mar, y las ropas les impedirán nadar. Yo le echo llave a mi camarote y me hundo con el Pinzón. Debemos zarpar al rayar el alba, con la máxima presión y a toda velocidad desde el primer momento, la hora de la partida la fijo en las cuatro y media de la mañana». Cuando las tripulaciones de los barcos de Castro probablemente dormían con la tranquilidad de los niños, el Pinzón se hizo a la mar y al rayar el día ya estaba muy lejos, fuera del alcance de la artillería de sus enemigos. De paso diré que una de las originalidades de Albán era la de acostarse muy temprano y dejar orden de que por nada ni por ningún motivo se interrumpiera su sueño. Él decía que lo que no se puede remediar o prevenir en el breve término de ocho horas, es algo que está destinado fatalmente a suceder. Estos detalles los recogí yo de los labios del general Carlos M. Sarria, compañero dilecto e inseparable de Albán en aquellos días, no obstante su irrevocable filiación nacionalista, porque el general Albán, para escoger a sus hombres de confianza no hacía distingo entre nacionalistas e históricos. Los escogía, sí, valientes y leales. Mi inolvidable, infortunado y calumniado amigo Carlos Sarria fue valiente y fue leal en grado superlativo.
+Ha quedado envuelto en el misterio el nombre del jefe o autoridad que entregó batallones del Ejército de Colombia para la invasión del territorio de Venezuela. Durante largos años, desde 1901 hasta 1913, se atribuyó la responsabilidad de la descabellada operación al doctor José Vicente Concha, quien sucedió al general Ospina en el desempeño de la cartera de Guerra. El cargo se le hacía al eminente republicano sottovoce, pero cuando se lanzó su candidatura para presidente de la República en 1913, el cargo se hizo en la prensa, por los enemigos de ella, y entonces constituyó en un tribunal de honor para que decidiera de una vez y para siempre si tenía fundamento y caracteres de verosimilitud. Para el efecto tuvo el acierto de nombrar a respetables compatriotas liberales, no adictos a su candidatura, entre los cuales recuerdo a los doctores Diego Mendoza y José A. Llorente. El fallo de tan conspicuos jefes absolvió al doctor Concha del cargo que sobre su nombre pesaba injustamente y demostró que no había tenido parte ni en la iniciativa, ni en el desarrollo de la desatentada invasión.
+Lo que hay de cierto es que el Gobierno y algunos de sus agentes, ante las repetidas y ostentosas ayudas de Castro a la revolución perdieron la cabeza, incurriendo en la inconsecuencia de hacer lo que censuraban y copiar los sistemas del dictador venezolano. Y lo hicieron tan inhábilmente que escogían a los adversarios de este menos dotados de condiciones para dirigir semejantes aventuras. El doctor Rangel Garviras, que encabezó la invasión al Táchira, era un médico muy distinguido, y de muy buena reputación profesional, pero de militar no tenía ni un pelo. Yo lo conocí, poco tiempo después de la invasión, en Barranquilla, en donde se estableció y ejerció durante algunos meses. Visitaba mi casa con alguna frecuencia y mi madre le tomó simpatía y confianza, al extremo de escogerlo para que le hiciera una delicada operación quirúrgica, que el facultativo venezolano realizó con completo éxito. Hasta en su fisonomía afable y bondadosa el doctor Rangel Garviras revelaba que para todo había nacido menos para guerrero. Tampoco llamó Dios para esos destinos a don Manuel A. Matos, cuñado de Guzmán Blanco, hombre acaudalado y, sin duda alguna, muy experto en finanzas, muy culto social e intelectualmente, acostumbrado a la vida parisiense, y a quien se le dio la ventolera de meterse en andanzas bélicas y lo que es más curioso, en operaciones navales. Adquirió en Europa, con sus propios recursos, un buque que armó, en guerra, y recogiendo en las Antillas y en la desierta costa venezolana hombres enemigos de Castro, hizo desembarcos que logró aniquilar el Cabito. A la postre vino a refugiarse en Cartagena el buque de Matos, que en realidad era un buque pirata, y nuestro Gobierno se apoderó de él bautizándolo con el nombre de Marroquín. Entiendo que posteriormente la administración Reyes compró a Matos el barco, fijándole un precio equitativo.
+En este delicado negocio de la intervención de Gobiernos extranjeros en la política interna de una nación hay de ser fieles a los principios que se proclaman y en cuya defensa se emplean las armas de la diplomacia. No incurrir en inconsecuencias; mantenerse serenos y firmes en la salvaguardia del derecho, como lo hizo inflexiblemente el señor Caro en la guerra civil de 1895. No permitió, no autorizó ninguna agresión contra Venezuela, a pesar de que en aquella emergencia fue notoria la ayuda que a los revolucionarios prestaron autoridades fronterizas venezolanas. En tal actitud se mantuvo incontrastable e impuso por la persuasión de su autoridad al general Reyes, vencedor en Enciso, que deseaba, indudablemente, «sacarse el clavo» que le habían metido al Gobierno de Colombia aquellas autoridades fronterizas. Recuerdo que se atribuyó al general Reyes, entonces, una frase cuya paternidad él repudió después: «No estaré satisfecho hasta que lleve mi caballo de guerra a abrevar en las aguas del Guayas».
+Demos gracias a Dios de que todos los incidentes que vengo narrando no hubieran precipitado a los otros pueblos hermanos, que juntos nacieron a la vida y a la gloria, a una guerra franca y sin embozos, que habría sido, por los vínculos de sangre que los unen, «guerra civil de los peores caracteres».
+A su turno los revolucionarios colombianos, y debo decirlo porque el narrador no debe constituirse en padre de familia, cometieron grave pecado, solicitando y recibiendo los auxilios y las ayudas de Castro; pecado que debían reprocharle durante la contienda sus propios copartidarios y después de que ella hubo terminado. En carta del general Uribe Uribe al doctor Antonio José Restrepo, publicada en Cromos, hay este aparte que tuve el cuidado de copiar textualmente: «Pues no se ha dejado decir a Garcés que aun en el caso de triunfar la revolución con los elementos conseguidos por mí en Venezuela, se me podría enrostrar lo mismo que a los restauradores franceses del año 16, “¿que no era de agradecerles las libertades implantadas en su país, por cuanto las habían traído en los furgones del extranjero?”. Lo que diga el derrotado del Pindo me tiene sin cuidado; me bastaría recordarle que el otro día no más estuvo en Caracas a solicitar elementos que el general Castro se los prometió y que se quedó esperando a que fuera por ellas, por ser condición expresa la de que el propio Garcés iría a ponerlos en mano, y eso de entrar en campaña no hacía la cuenta del ingeniero de la comisión de límites. Pero lo que hay es que la versión que él propala contra mí, otros liberales no la sueltan de la boca, dentro y fuera de nuestro país».
+EL ASESINATO DEL PRESIDENTE MCKINLEY — LA ASCENSIÓN DE THEODORE ROOSEVELT A LA PRESIDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS — EL DOCTOR CONCHA REEMPLAZA AL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA EN LA LEGACIÓN DE WASHINGTON. EL VIAJE DEL ACTUAL PRESIDENTE LÓPEZ A CONTINUAR ESTUDIOS EN INGLATERRA EN 1901 — EL PRIMERO QUE ME LLAMÓ JULIO H. — UN LUCRATIVO NEGOCIO — LA OPINIÓN DE LOS ISTMEÑOS SOBRE LA RUTA DEL CANAL — LA OPINIÓN ÍNTIMA DEL GENERAL URIBE SOBRE LA AYUDA DE CIPRIANO CASTRO Y LOS EJÉRCITOS VENEZOLANOS A LOS REVOLUCIONARIOS COLOMBIANOS — EL TRIUNFO DE LOS CASTILLO SOBRE EL GENERAL CONSERVADOR FALIACO — UNA HONROSA CAPITULACIÓN — CONSEJO DE GUERRA — EL PROBLEMA DE PANAMÁ — MARTÍNEZ SILVA ES NOMBRADO MINISTRO EN WASHINGTON — SU PASO POR BARRANQUILLA. EL PROFUNDO CONOCIMIENTO QUE TENÍA DE LOS PROBLEMAS DEL CANAL.
+PERO COMO EL GENERAL URIBE Uribe era un ardiente y fervoroso patriota y la pasión política no llegaba hasta borrar de mi corazón el alto concepto que tenía de sus compatriotas, hay en una de sus cartas para Antonio José Restrepo unas frases que revelan cuánto le dolían en el fondo de su ser los tratos y componendas; que en fuerza de fatales circunstancias se veía obligado a tener con Cipriano Castro. Citaré textualmente alguna de tales frases: «Lo que más me encanta en el triunfo de los Castillo es que lo hayan obtenido sobre un ejército conservador doble del que peleó en Carazúa y con un ejército liberal la mitad menos del que combatió de nuestro lado en aquella jornada; pero, sobre todo, que hayan alcanzado la victoria sin el concurso de tropas venezolanas. Las reflexiones y deducciones que de ese hecho resultan son tales y tantas, que es mejor no expresarlas. ¡Sólo sabré decir que estoy feliz!». (Maracaibo, 1 de diciembre de 1901). También Uribe, que era gran conocedor de los hombres, se había dado cuenta ya de la política tortuosa y vacilante de Castro con los revolucionarios colombianos: «He dirigido a Caracas el telegrama de que se impondrán por copia inclusa, más para que conste que por esperanza de que tenga respuesta favorable. También les incluyo copia de las últimas comunicaciones cruzadas con el general Castro y los comentarios que una de ellas me sugirió, escritos anteayer, cuando todavía no había recibido las últimas buenas noticias». Y en esa carta añade: «Quizá habrá sido mejor no tocarle al general Castro este asunto de los tratos posibles con nuestros enemigos, cosa que él no puede mirar con buenos ojos».
+La victoria de los Castillo, a que se refería el general Uribe, contribuyó, sin duda alguna, a prolongar la guerra en el departamento del Magdalena, y la obtuvieron sobre fuerzas del Gobierno comandadas por el general Ignacio Foliaco, quien se había cansado y vuelto casi impertinente, solicitando que se le enviaran con la mayor rapidez, de Barranquilla, más tropas y municiones de las que se le dieron para iniciar la campaña. Vencido el general Foliaco y acosado en la retirada de los Castillo viose obligado a capitular, y la capitulación se pactó en los términos más honrosos y liberales para el pundonoroso y valiente jefe que era el general Foliaco. A él y a sus oficiales se les concedió libertad para regresar a Barranquilla conservando sus espadas y bagajes. Al llegar a la ciudad el general Foliaco, pidió y obtuvo de la comandancia en jefe del ejército del Atlántico que se le sometiera a un consejo de guerra, y tuve el honor de ser escogido por él como su defensor, lo que naturalmente me impuso el deber de estudiar toda la documentación que Foliaco tenía sobre la malograda campaña, y fuera de la obligación moral que tenía de asistir a mi defendido, llegué a la convicción de que no le quedó otro recurso que aceptar la capitulación propuesta por los Castillo para continuar sirviendo en el puesto a que fuera llamado en la defensa del Gobierno.
+Ahora creo oportuno referirme a dos problemas que debieron preocupar seguramente a quienes dirigían las relaciones exteriores de Colombia dentro del torbellino de la guerra civil. El primero y más grave, el relacionado con el Canal de Panamá: el segundo, la reunión y deliberaciones de la Segunda Conferencia Panamericana, que tuvo lugar en la ciudad de México en aquel año de 1901.
+Ya he dicho antes que el doctor Carlos Martínez Silva había sido nombrado por el señor Marroquín enviado extraordinario y ministro plenipotenciario ante la Casa Blanca, conservando su carácter de ministro de Relaciones Exteriores. A su paso por Barranquilla tuve entonces la oportunidad de conocer y tratar al doctor Martínez Silva. Bajó el río Magdalena en compañía de mi cuñado el general Diego A. de Castro, quien estuvo en Bogotá durante los dos últimos meses del año anterior (1900) y los primeros de 1901. Fue el general De Castro quien me presentó al doctor Martínez Silva a bordo del barco en que hicieron el viaje y que era, por cierto, el Enrique. Fui a visitar al ilustre publicista al hotel en donde se hospedó (Pensión Inglesa), y me sorprendió agradablemente por su trato cordial y franco, su conversación amena e instructiva. Contra lo que yo pensaba de él cuando lo veía en Bogotá, pues se me antojaba, por su severa fisonomía, hosco e intransigente, y a decir verdad, poco atrayente y simpático, a tal punto que los estudiantes liberales lo llamábamos Torquemada, el doctor Martínez Silva resultó para mí franco, cordial, comunicativo y tolerante. Tanto, que repetí mis visitas. Rememoro haberle hecho tres durante su corta estadía en Barranquilla. El tema de la primera conversación, que con él sostuve, e iniciado por él naturalmente, fue la personalidad de Núñez, cosa que entonces me ocurría también con todos los personajes, de uno y otro partido, a quienes iba conociendo. Luego hablamos de su misión a Washington a propósito de un artículo de la Revue de Paris, que le llevé para que lo leyera, sobre las rutas de Panamá y Nicaragua. Era, sin discusión, de los pocos colombianos que habían estudiado a fondo, sin prejuicios de patriotería, el complicado negocio que iba a gestionar. Conversábamos cuando llegó a visitarlo Tomás Surí Salcedo, abonado y lector asiduo de los diarios y magazines de los Estados Unidos, y le informó de lo que decían los últimos llegados sobre lo relativo a las vías de Panamá y Nicaragua. Indudablemente la opinión pública, en su gran mayoría, se mostraba hasta entonces —en los Estados Unidos— partidaria de la ruta de Panamá. El doctor Martínez Silva nos dijo con absoluta franqueza que consideraba como el preliminar de su misión convencer a esa opinión norteamericana de que era más ventajosa para la excavación del canal la ruta de Panamá, y que en Colombia no encontraría obstáculos una negociación equitativa y justa en tal sentido. Recuerdo que nos dijo: «Yo no tengo que considerar el asunto de la prórroga a la Compañía Francesa, pues ese es un hecho cumplido, aun cuando no creo que esta esté en capacidad de realizar la obra. Los Estados Unidos no permitirán que ninguna potencia europea tenga el control del canal interoceánico. La abrogación del Tratado Clayton-Bulwer les ha abierto el camino para satisfacer sus viejas aspiraciones de dominio de la vía interoceánica. Y es lo que vio claro el doctor Núñez mucho antes de la abrogación de ese tratado, y la razón por la cual se opuso abiertamente a que se concediera la primera prórroga a la Compañía Francesa». Haciendo justicia al doctor Martínez Silva, hay que reconocer que trabajó activa e inteligentemente sobre el espíritu de los dirigentes de la política estadounidense para que se escogiera la ruta de Panamá. Cuando él llegó a Washington comenzaba apenas el segundo periodo presidencial de McKinley, quien no disimuló nunca su preferencia por la ruta de Panamá. El destino o la fatalidad, como quiera decirse, debía decidir la cuestión definitivamente en favor de esta vía. El seis de septiembre (1901) el presidente McKinley, que había ido a visitar la exposición panamericana de Búfalo, celebraba una recepción pública en el Templo de la Música de ella, cuando fue herido por un anarquista de origen polaco, Leon Czolgosz, que le disparó dos tiros de pistola. Las heridas no fueron consideradas al principio como graves, pero después de pocos días se declaró un envenenamiento de la sangre, y el 19, hacia el mediodía, murió el presidente McKinley. Inmediatamente el vicepresidente, Theodore Roosevelt, presentó el juramento como presidente.
+Un historiador, Firmin Roz, muy imparcial y bien documentado, dice, refiriéndose al trágico suceso que en síntesis he narrado, lo siguiente: «El destino daba así el poder al hombre más capaz de usarlo en el sentido que él indicara. En el momento en que los Estados Unidos tomaban puesto entre las grandes potencias y en la vasta competencia por la supremacía colonial y el comercio del mundo, Roosevelt apareció como el hombre llamado a comprender que en el futuro inmediato era saber, según su propia fórmula, no ya si su país desempeñaría o no su papel en la política mundial, sino si lo desempeñaría bien y mal». (Histoire des États-Unis, pág. 351). Y Roosevelt era aún más partidario de la ruta de Panamá que su antecesor. Como el ministro y plenipotenciario de Colombia había manifestado claramente, sin eufemismos diplomáticos, en su discurso de presentación de credenciales al presidente McKinley que el objeto principal de su misión era el de celebrar un tratado que facilitara la excavación del canal por la ruta de Panamá, Roosevelt encontró abierto el camino por el propio plenipotenciario de Colombia para decidirse por la vía de su predilección.
+Pero el destino también hacía de las suyas en Colombia. No sé por qué razones o motivos el señor Marroquín resolvió, casi al finalizar el año de 1901, cambiar el ministro en Washington, y nombró en reemplazo del doctor Martínez Silva al doctor José Vicente Concha. Alguna vez, antes de su prematura y lamentada muerte, el doctor Martínez Silva escribió como explicación de ese cambio que el señor Marroquín le había escrito sólo una carta dictándole que el estado de salud del doctor Concha, a la sazón su ministro de Guerra, le obligaba a mandarlo a los Estados Unidos para que encontrara allí alivio o remedio a sus dolencias. ¡Cosas de nuestra política! El doctor Núñez me dijo alguna vez que los liberales habían procedido acertadamente, en los primeros años de su dominación, juntando el Ministerio de la Política Interior con el de las Relaciones Exteriores, «porque, ¿sabe?», me añadió, «entre nosotros los nombramientos diplomáticos se hacen conforme a las exigencias o compromisos de la política interior».
+La cuestión que llamaré del canal me interesaba vivamente no sólo en sí misma, sino también porque con mis frecuentes viajes a Panamá le había tomado cariño y apego a esa tierra y a su gente. Además, por primera vez en mi vida pensé seriamente ejercer la abogacía y tenía resuelto trasladarme con ese propósito a Panamá al iniciarse los trabajos del canal.
+En los primeros meses de 1901, más o menos en marzo o abril, hice viaje a Panamá y me tocó en suerte realizarlo en el vapor Trent, de la Royal Mail; no el viejo Trent, que conocieron algunos compatriotas hace sesenta años, retirado del servido por pequeño, anticuado y lento. Era este nuevo Trent de tipo análogo al Tegus y hacía su primer viaje en la línea Barbados, Trinidad, Colombia y Jamaica. Como estábamos en guerra civil, eran muy pocos los colombianos que viajaban al exterior, y al embarcarme en el Trent en Puerto Colombia supe, por el agente de la Royal Mail, que el único compatriota que tendría como compañero de viaje sería un joven llamado Alfonso López; y ampliando su información añadió: «Hijo de don Pedro A. López, que va a Inglaterra a continuar sus estudios». El azar o mi buena suerte me han proporcionado siempre la oportunidad de conocer y tratar a todos los hombres importantes de mi patria, y algunos de ellos cuando sus vidas estaban apenas en flor. Así tuve ocasión de relacionarme con los dos primeros presidentes liberales del siglo en curso: con Enrique Olaya Herrera y Alfonso López. Del primero fui condiscípulo en la Universidad Republicana, y del segundo compañero de viaje durante cinco días, porque en aquel tiempo los vapores de la Royal Mail hacían escala en Cartagena y permanecían allí durante tres días continuos, sin duda para evacuar algunas necesidades, gracias a la tranquilidad y seguridad de la hermosa bahía de Cartagena. Lo cierto es que la parada en Cartagena la aprovechaban los vapores de la Royal Mail para pintarlos totalmente, pues los británicos cuidan mucho del aseo de la marina mercante que hace servicio de pasajeros. Era agente de la Royal Mail en Barranquilla entonces don August Strunz, súbdito alemán establecido en mi ciudad nativa desde tiempo atrás y quien ya se había retirado definitivamente de los negocios y vivía en Dresden con toda su familia, menos su hijo mayor, August, que había quedado al frente de ellos. El señor Strunz contrajo matrimonio en Barranquilla muy joven, con doña Ana Glen, inglesa por su padre, que vino enrolado en la famosa Legión Británica. Fue August Strunz quien me presentó al joven López, o mejor dicho, al muchacho López, que apenas había cumplido los quince años de su edad. Un muchacho muy simpático, cordial, franco y expansivo, sin la timidez y encogimiento de quien no ha salido antes de su tierra. Iba al cuidado de un comerciante inglés de apellido Caneppa. Pocas horas después de nuestro conocimiento, el muchacho López comenzó a tratarme de tú y fue la primera persona que me llamó Julio H., pues ni en Barranquilla ni en Cartagena, ni aquí en Bogotá, en la Universidad Republicana, me llamó así antes nadie. Y fue cuando volvió López a Colombia, más o menos en 1905, que el Julio H. se generalizó, hasta convertirse en nombre, y dijera que apellido. Dijérase que Alfonso López tiene buena mano, no sólo para la política, y sí además para bautizar a las gentes. No me extiendo en detalles sobre las observaciones que hice, y sin modestia me creo un buen observador, sobre la inteligencia y el carácter del muchacho López, porque es hoy presidente de la República y no quiero aparecer como adulador de quien lleva en sus manos las riendas del Gobierno y preside los destinos de Colombia.
+Yo iba a Panamá para recoger los ecos de la opinión sobre el negocio del canal, especialmente, y a estudiar qué negocios podían establecerse entre ese departamento y el de Bolívar, y finalmente con el propósito de hacer una corta excursión a los Estados Unidos. El balance de mi visita a Panamá puede condensarse así: total, unánime aspiración de los panameños a que se escogiera la ruta para la excavación del canal: en eso coincidían todos, liberales, conservadores, nacionalistas y extranjeros residentes. Si se frustraban sus aspiraciones, ya sea porque los Estados Unidos optaran por la ruta de Nicaragua o porque el Gobierno de Colombia pusiera obstáculos a la celebración de un tratado, la decepción que los panameños sufrieran alcanzaría las proporciones de catástrofe. Tuve largas conversaciones con el antiguo gobernador, doctor Facundo Mutis Durán, que me pareció la persona mejor informada sobre la política de los Estados Unidos. Él juzgaba que la ruta de Panamá sería finalmente la escogida, pero con singular penetración preveía que el Gobierno de Colombia no se prestaría a celebrar un tratado en las condiciones y términos que pretenderían los Estados Unidos. Lo propio pensaba el doctor Pablo Arosemena. Don Tomás Arias, don José de Obaldía y sus amigos sí abrigaban esperanzas en que a la postre el Gobierno de Colombia se avendría a celebrar un tratado que salvara de la ruina y la desolación a Panamá. Todos confiaban en el buen éxito de la misión encomendada al doctor Martínez Silva y elogiaban su discurso de presentación de credenciales.
+Paseando cierta tarde por calle central de Panamá vi en una farmacia una gran vasija de cristal repleta de papel moneda colombiano. Movido por la curiosidad, entré al establecimiento, pregunté qué objeto tenía aquella exhibición, y se me contestó: «Es que están a la venta y si nadie los compra los mandaremos a Cartagena o Barranquilla». Comenzaban a llegar a Panamá tropas del interior de la República que llevaban en sus bolsillos o carteras papel moneda, y naturalmente se desprendían de este a vil precio. Mi instinto de negociante, porque yo estaba completamente dedicado a los negocios, me sugirió al punto que podría hacer una buena operación si el papel moneda me lo vendían a precio que pudiera darme margen de apreciable utilidad. Pensado y ejecutado. El dueño de la farmacia tenía en su poder cerca de cincuenta mil pesos, y me los vendió por moneda de plata de 0,835 a un tipo de cambio que me permitía llevarlos a Barranquilla realizando una no escasa utilidad. Preguntóle si podría conseguir otra cantidad de papel moneda y me indicó dónde. El día siguiente fui a los establecimientos que él me indicó e hice nuevas compras. Reuní así más de cien mil pesos, y al llegar a Barranquilla liquidé el negocio ganándome un poco más de trescientos dólares.
+Quedábame la duda de que el general Albán se enterara de mi negocio y lo encontrara vituperable. Fui a visitarlo y con toda franqueza le conté lo que había hecho. No le puso la menor tacha a mi especulación y concluyó diciéndome: «Cuente eso en Cartagena y Barranquilla para que no continúen mandándome tropas sin provisión de moneda metálica, que allá se encuentra si se toman el trabajo de buscarla». Estando en tal conversación se presentó un oficial de la guarnición acantonada en Colón a manifestarle al general Albán que su tropa estaba en la inopia, que ya no tenía ni para comer. «¿No tienen papel moneda?», le preguntó el general Albán. «No tenemos nada», fue la respuesta del oficial. El general Albán le ofreció que inmediatamente haría las gestiones para proveer a esa fuerza de víveres. Recuerdo que el general Albán calzaba aquel día unas pantuflas de terciopelo rojo adornadas con un ancho galón dorado, y vestía un dolmán blanco y pantalón azul. Supuse que las pantuflas eran para ser usadas entre casa, mas a poco lo vi pasar frente al Hotel Central calzándolas todavía.
+Regresé a Barranquilla en un vapor de la Trasatlántica Española, de poco tonelaje, muy desaseado e incómodo. Llamábase Isla de Panay. En cambio, la cocina era excelente. Al entrar a mi camarote, avanzada la noche, pues había permanecido en el puente conversando con unos chapetones muy graciosos, encontré sobre mi litera una gran rata blanca, que más bien parecía un gato, tal su tamaño. Aquello puso mis nervios de punta y resolví dormir sobre el puente.
+Me aprovecho del presente capítulo para hacer una aclaración necesaria. Cuando conté el incidente ocurrido entre el general Albán y un usurero de Panamá de iniciales B. P., no creí nunca que alguien supusiera, por ser absurdo, que el usurero fuese el doctor Belisario Porras, cuya posición social y política lo ponía a cubierto de tan monstruosa sospecha. A más de ello el doctor y general Porras no se encontraba en Panamá y había tomado armas en defensa de sus ideas liberales. Mas para desvanecer la absurda suposición, séame lícito expresar que la inicial B. corresponde al nombre de Bolívar que llevaba un sujeto que practicaba la usura y tenía una instalación de baños de «agua dulce» en la ciudad de Panamá, en la avenida cuyo término era la estación del ferrocarril.
+LA SEGUNDA CONFERENCIA PANAMERICANA REUNIDA EN LA CIUDAD DE MÉXICO — EL PRINCIPIO DEL ARBITRAJE OBLIGATORIO — UN OSCURO Y SIMONIACO PACTO DEL GOBIERNO DEL SEÑOR MARROQUÍN CON CHILE — INUSITADO EMPUJE DE LA REVOLUCIÓN — EL DOCTOR CONCHA, MINISTRO EN WASHINGTON — UN GRAVE ERROR OFICIAL — LOS EXCESOS DEL DOCTOR JOAQUÍN F. VÉLEZ CONTRA LOS LIBERALES EN LA COSTA ATLÁNTICA — EL TRISTEMENTE CÉLEBRE ARÍSTIDES FERNÁNDEZ Y SUS SUBALTERNOS EN CUNDINAMARCA — DON EVARISTO HERRERA, DECLARADO «ENEMIGO CAPITAL RECONOCIDO DEL GOBIERNO». LA ARBITRARIA MULTA QUE LE FUE IMPUESTA — MI DEDICACIÓN A LOS NEGOCIOS — LA CASA COMERCIAL DE MARTÍNEZ APARICIO Y CÍA. — ACAPARAMIENTO DE LOS GIROS SOBRE EL EXTERIOR QUE LLEGABAN A BARRANQUILLA — EL BANCO ATLÁNTICO.
+OTRA CUESTIÓN DE POLÍTICA internacional en la que intervino desgraciadamente el estado de guerra civil en que se hallaba el país fue la relacionada con las labores de la Segunda Conferencia Panamericana reunida en 1901 en la Ciudad de México. Como delegados de Colombia ante ella fueron nombrados el señor general Rafael Reyes y el doctor Carlos Martínez Silva. Como lo recordarán mis lectores, la Primera Conferencia Panamericana, iniciativa del grande estadista míster Blaine, tuvo como sede a Washington, en 1889. Entre la primera y la Segunda Conferencia Panamericana hubo, pues, un largo intervalo: once años, la segunda debía dar una forma más práctica y definida al pensamiento que inspiró a míster Blaine, o sea, al de solidaridad y cooperación entre las naciones de América. La conferencia debía ocuparse en el desarrollo del programa previamente acordado en Washington: convenciones sobre la codificación del derecho internacional, del derecho de los extranjeros, de protección a las obras literarias artísticas y a las marcas de fábricas, y de extradición. En derredor de la codificación del derecho internacional americano debía ser discutido el principio del arbitraje obligatorio, que fue hasta entonces a manera canon fundamental de la política exterior de la República, y al cual ella misma se había sometido en sus controversias con todas las naciones, así las americanas como las europeas. El arbitraje obligatorio era en aquellos momentos cuestión vital para el Perú y Chile, por razones que no sería oportuno ni lícito explicar ahora. Al Perú le importaba mucho que el arbitraje obligatorio obtuviera en la conferencia reunida en México el mayor número de votos afirmativos: y no así, a Chile. El voto de Colombia estaba muy solicitado y cortejado en el uno y en el otro sentido, pero el Gobierno de Colombia, urgentemente necesitado de un barco de guerra en el Pacífico dizque, a mí no me consta, ofreció voto favorable a las pretensiones de Chile en cambio de que le vendiera un crucero de guerra, llamado, por cierto, Pinto, de su marina de guerra. Esto fue lo que dijo en las sesiones del Senado de 1903 don Miguel Antonio Caro, y sus palabras no fueron rectificadas, ni el cargo desvanecido. Al supuesto compromiso adquirido por Colombia lo calificó el señor Caro de pacto simoníaco, lo que vale decir trueque de bienes espirituales por bienes materiales. No he encontrado en los anales de la Segunda Conferencia Panamericana rastro de que se hubiera tratado el punto de arbitraje obligatorio, de una manera que si existió el compromiso del Gobierno de Colombia de que estoy hablando, no tuvo la oportunidad de cumplirlo.
+Pero como los revolucionarios habían incurrido en la grave falta de solicitar auxilio y apoyo de Gobiernos extranjeros, probablemente considerando lícita la represalia, el Gobierno acudía también a recurso tan vitando. Vitando, sí, y lo parece aceptar el general Uribe Uribe en el siguiente acápite de una de sus cartas al doctor Antonio José Restrepo, que he venido comentando: «Siempre temeré ser olvidado —alude a Cipriano Castro— en esas transacciones y estará en su derecho para increparnos no haber admitido por su parte arreglo ninguno con la camarilla bogotana, ni aun por el procedimiento decoroso de la mediación de los Estados Unidos y de la conferencia de México. Claro es que en cualquier convenio debemos serles leales, pero sin necesidad de consultárselo ni pedir su venia. Por lo que hace a Placita —alude al general Plaza, presidente del Ecuador—, ya él hizo allá su pastel y no hay para qué lo tengamos en cuenta. Cualquier cláusula de tratado en que se exigieran seguridades para nuestros vecinos, resultaría para ellos ofensiva y sería confesión, o más bien acusación, de la parte que habían tomado en nuestro favor, quebrantando sus deberes de neutralidad y de no intervención». Más claro no canta un gallo.
+Los últimos meses de 1901 fueron, sin discusión, adversos a las armas del Gobierno. La revolución cobró inusitado empuje y vigor, y la propia capital de la República estuvo amenazada más de una vez de ser dominada por ella. Presumo que fue entonces cuando el Gobierno decidió hacer una política de guerra, dicho sin eufemismos, terrorista, amenazando a los revolucionarios que no se entregaran con las más severas y hasta crueles sanciones. Se consideró, y en eso no anduvieron equivocados los dirigentes del Gobierno, que el doctor Concha, ministro de Guerra, no compartiría tal política y de ahí que se resolviera alejarlo del país encargándole una misión diplomática, la que no era superior a sus grandes capacidades, a sus profundos conocimientos jurídicos, a su celoso y vigilante patriotismo. Pero el encargo era inconveniente e inoportuno porque se destituía, y es el vocablo exacto, a quien había iniciado una negociación, la tenía muy adelantada y la conocía muy a fondo. El doctor Concha era candidato contraindicado para la legación en Washington, por su carácter y sus antecedentes. Recuerdo que cuando estalló la guerra hispanoamericana el periódico La Correspondencia, que dirigió Gabriel Roldán, abrió una encuesta entre los compatriotas más notables para saber de qué lado se inclinaban sus simpatías en esa lucha, y el doctor Concha, que no fue nunca hombre de ocultar sus ideas y sus sentimientos, a pesar de su acendrado republicanismo, tomó el partido de España y manifestóse francamente hostil a los Estados Unidos.
+En verdad que la mano fuerte para los revolucionarios comenzó a hacerse sentir antes del final de 1901, no sólo en Bogotá sino que también en los departamentos. Más o menos en el mes de abril llegó a Colombia el general y doctor Joaquín F. Vélez, con el nombramiento de jefe civil y militar del departamento de Bolívar. Hombre dotado de una indomable energía, de un temperamento autoritario, rígido como una barra de hierro, y poseído honradamente del concepto de que toda rebelión es un crimen, el doctor Vélez, que resolvió muy cuerdamente ejercer, por razones militares y estratégicas, sus funciones en Barranquilla, comenzó a tratar a los liberales con implacable rigor, entre otras medidas, nunca antes tomadas en nuestras guerras civiles, prohibió a los liberales de la ciudad que salieran de sus casas, o sea, a la calle, bajo ningún pretexto. Extrañó del país, después de haberlos reducido a prisión, a los liberales de quienes sospechaba que auxiliaban a los revolucionarios con recursos y les enviaban noticias halagadoras excitándolos a continuar en la lucha. Así fueron a dar a Nueva York mi tío don José Martínez S., Pedro Blanco Soto, Clemente Salazar, Andrés Caballero y otros cuyos nombres se escapan de mi memoria. El doctor Vélez los colocaba frente a un dilema, o se resignaban a sufrir prisión indefinida o salían del país. A quienes tenían bienes o haberes les impuso empréstitos forzosos, y si no los consignaban en la administración de Hacienda, ordenaba el remate de enseres y muebles. Por este motivo renunció en forma irrevocable el intendente general del Ejército, Eparquio González. Por turno los liberales pudientes debían pagar el servicio del coche en que recorría por las noches la plaza el jefe de día. A los que llegaban del exterior y tenían que venir hasta sus dominios en el interior de la República les pesaba sistemáticamente pasaporte y habían de permanecer largas semanas en Barranquilla mientras llegaba orden superior de Bogotá permitiéndoles continuar viaje. Rememoro todo esto sin ánimo de opacar la clara memoria del doctor Vélez, porque como lo expresé antes al hacer reseña de la guerra de 1895, uno era el doctor Vélez en la guerra y otro muy distinto en la paz. En tiempos normales fue viva encarnación del mandatario republicano, justo, respetuoso, fanáticamente respetuoso de los derechos del ciudadano, y en política tenía amplias miras. Convencido, por ejemplo, de que mi primo don José María Palacio S. era un liberal enemigo de la guerra, lo nombró miembro principal del concejo municipal de Barranquilla, y nunca se le aplicó la prohibición de salir a la calle. Esta severidad del doctor Vélez para con los revolucionarios urbanos hizo que algún gracioso le asignara el remoquete de Tigre Catorce, sin duda en alusión a la amistad y deferencia que demostraba el gran pontífice León XIII por el doctor Vélez, representante de Colombia ante su augusta persona durante largos años. A mi juicio la dureza con que trató el doctor Vélez a los liberales de la costa Atlántica fue la causa determinante de que todos ellos, sin excepción alguna, se mostraran dos años después opositores resueltos a su candidatura para presidente y favorecieran con su sufragios a la del general Rafael Reyes.
+Aquí en Bogotá el general Arístides Fernández y sus subalternos usaban de mano también muy dura y ruda para con los liberales, sin contemplación con quienes de entre ellas tuvieran vínculos estrechos de familia con las altas autoridades civiles y eclesiásticas. De una hoja oficial de la época tomo el siguiente documento revelador de los extremos a que llegaron las cosas entonces. Se decoraba a los ciudadanos liberales oficialmente enemigos «capitales» del Gobierno. En tal especie fue incluido Evaristo Herrera, sobrino del arzobispo de Bogotá, monseñor Herrera Restrepo. Véase la resolución respectiva:
+«Resolución número 73, por la cual se impone una multa.
+«El jefe civil y militar de la provincia, considerando:
+«Que por medio del oficio número 953 de fecha 1.º de los corrientes da cuenta el señor comisario especial de la Policía Nacional, de haber sorprendido al señor Evaristo Herrera de la Torre transitando la noche anterior con una boleta que no había sido expedida por dicho funcionario, y cuya procedencia no se ha podido averiguar, a pesar de las varias diligencias que se han practicado;
+«Que al señor Herrera, en su carácter de enemigo capital reconocido del Gobierno, le estaba absolutamente vedado usar de los salvoconductos que se expiden a los amigos de las actuales instituciones solamente, y que dicho señor ha agravado su falta con el uso de un salvoconducto apócrifo; y
+«Teniendo en cuenta que hechos análogos han motivado las resoluciones anteriores de esta jefatura, marcadas con los números 69 y 72, y que es urgente poner coto a tales abusos, resuelve:
+«Impónese al señor Evaristo Herrera de la Torre la multa de dos mil pesos, que consignará en la administración principal de Hacienda del departamento, dentro de las doce horas siguientes a la notificación de esta providencia.
+«Notifíquese y publíquese.
+«Dada en Bogotá, a 6 de noviembre de 1901
+«El jefe civil y militar,
+«Daniel Angulo
+«El secretario primer ayudante general,
+«Uldarico Medina C.
+«En la ciudad de Bogotá, a 6 de noviembre de 1901, siendo las cuatro menos diez minutos de la tarde, presente el señor Evaristo Herrera de la Torre en la jefatura civil y militar de la provincia, le notifiqué la resolución número 73 de esta misma fecha, e impuesto firma, manifestando que apela para ante el respectivo superior.
+«Evaristo Herrera de la Torre.
+«Uldarico Medina C., secretario primer ayudante general».
+«Jefatura Civil y Militar de la provincia. Bogotá, 6 de noviembre de 1901
+«Concédese la apelación interpuesta para ante la jefatura civil y militar del departamento.
+«Remítase en copia la resolución apelada.
+Angulo. — Medina C., secretario primer ayudante general».
+«República de Colombia. Departamento de Cundinamarca. Secretaría de Gobierno y Guerra. Bogotá. noviembre 6 de 1901.
+«Confírmase en todas sus partes la resolución apelada. —Barón.
+«Imprenta Nueva».
+Con el año de 1901 se fue acaso el tiempo más feliz de mi juventud. De lleno dedicado a los negocios, gané bastante dinero, tanto que no alcancé a gastarlo y comencé a formar un capital. Especulaba principalmente con el cambio sobre el exterior, que subía y bajaba según fueran buenas o malas las noticias de la guerra para el Gobierno, en asocio de una casa comercial de la cual eran socios un primo mío, Anastasio Palacio, y dos amigos íntimos, Julio C. Roca y Senén Martínez Aparicio. De los tres vive sólo este último. La casa giraba bajo la razón social Martínez Aparicio y Cía. Ellos manejaban mis fondos y en su oficina tenía mi escritorio. En las especulaciones sobre el cambio procedía siempre en armonía y acuerdo con Tomás Surí Salcedo, que también se había dedicado a ese ramo. Llegó un día en que prácticamente teníamos en nuestras manos todos los giros sobre el exterior que había vendibles en Barranquilla. Capitalistas antioqueños fundaron en 1901 un banco, que se llamó Banco Atlántico, y su gerente fue don Ramón Mejía, con todas las grandes cualidades y pequeños defectos de su raza; de pasmosa habilidad y previsión en los negocios, abierto, muy liberal con sus clientes y al propio tiempo «cuartillero». El banco negociaba en todo, en sal de Curazao y hasta en muebles que importaba de los Estados Unidos. Don Ramón nos ayudaba muchísimo a Surí y a mí, y a nuestro turno cumplíamos fielmente, sin minuto de retardo, los compromisos que adquiríamos.
+Mas no era mi holgura económica la única causa de mi bienestar espiritual y de mi felicidad. Alcanzaba ya la edad de veintiséis años y por primera vez pensé seriamente en tomar estado. Había encontrado a mi vera, el tipo de mujer con que había soñado, un poco mayor que yo, no una belleza griega, pero sí linda, inteligente, graciosa, de una inteligencia superior, con don de consejo; más que amante, amiga y hermana. Junto a ella pasaba horas enteras, como en dulce beleño, arrullado por el eco de su voz suave, suave cual ninguna que antes o después haya oído, y tuvo ella hasta el poder de revivir en mi espíritu la fe religiosa. Ignoro si vive aún el reverendo padre Ernesto Briata, de la comunidad salesiana, quien la ayudó en su empresa y a quien nombró mi confesor. Sólo él sabría a qué mujer me refiero. ¿Por qué no uní a ella mi suerte? ¡Misterios de un corazón voluble, de una quebradiza voluntad! Pero hoy, en el ocaso de la vida, recuerdo aquellos días de 1901 y 1902 con una melancolía, con un tan intenso, pero estéril deseo de tornar a ellos que a mis labios vienen instintivamente estas hermosas estrofas de Lamartine que debí recordar, y no recordé cuando era la hora de evocarlas:
+Coulez, jours fortunés, coulez
+plus lentement,
+Pressez moins votre course,
+heures délicieuses,
+Laissez-moi savourer ce bonheur
+d’un moment;
+Il est si peu d’heures heureuses.
+La felicidad es egoísta, y creyendo poseerla, me olvidaba de la guerra civil de sus horrores, de los que sufrían sus consecuencias, de las miserias de la política, y vivía como en un mundo aparte. Intelectualmente vivía en Francia, y durante uno de los periodos más brillantes de su arte, de su literatura y de su política. No había diario, revista de Francia a que no estuviera abonado, no aparecía allá libro coronado por el éxito que no recibiera yo al punto y devorara acostado en mi hamaca a la hora de la siesta o antes de saltar al lecho para entregarme al sueño nocturno.
+En las afueras de Barranquilla había comprado una pequeña casa que reconstruí y arreglé con gusto, dándole el caché de un chalet de repos. Le puse un nombre que le cola a maravilla: Capus. Se enamoró de mi casita don Ramón Mejía y tanto bregó que tuve que vendérsela. Durante el «quinquenio terrible» el buen don Ramón llegó a Bogotá y se empeñó en que yo se la comprara, pues él no vivía ya en Barranquilla, y no pensaba tornar allí. Y si bien a mí me ocurría casi lo mismo, accedí a su deseo, fuímonos a una notaría y se extendió la escritura respectiva. Readquirí así el eslabón de la cadena de mi felicidad ya rota. Y ahora entro en 1902.
+LA ALOCUCIÓN DE AÑO NUEVO DEL VICEPRESIDENTE MARROQUÍN EN 1902 — ARÍSTIDES FERNÁNDEZ, MINISTRO DE GUERRA — LA RENUNCIA DEL GENERAL QUINTERO CALDERÓN DE LA CARTERA DE GUERRA — EL DOCTOR ABADÍA MÉNDEZ, MINISTRO EN CHILE — EL GOBIERNO EN PODER DE OSCURAS FUERZAS POLÍTICAS — UN INDESEABLE COLEGA DEL GABINETE EFECTIVO — LA MUERTE DEL PRESIDENTE TITULAR SANCLEMENTE — LA SOLUCIÓN DEL PROBLEMA DE LA LEGITIMIDAD — EL PANORAMA POLÍTICO AL INICIARSE 1902 — LOS ÉXITOS DE LOS EJÉRCITOS LIBERALES DE HERRERA Y URIBE EN PANAMÁ Y EL MAGDALENA — LAS AYUDAS DE LOS GOBIERNOS DEL ECUADOR, NICARAGUA Y CHILE A LOS REVOLUCIONARIOS — EL HUNDIMIENTO DEL LAUTARO — LA MISTERIOSA MUERTE DEL GENERAL CARLOS ALBÁN — EL GENERAL SALAZAR EN PANAMÁ.
+AL FINALIZAR EL AÑO DE 1901, este era el gabinete del vicepresidente Marroquín: de Gobierno, general Guillermo Quintero Calderón; de Hacienda, encargado del despacho de Relaciones Exteriores, el doctor Miguel Abadía Méndez; de Guerra, el doctor José Vicente Concha; de Instrucción Pública, el doctor José Joaquín Casas, y del Tesoro, el doctor Agustín Uribe. El 1.º de enero de 1902 el vicepresidente dirigió a los colombianos una alocución, de tono muy elevado y patriótico, de la cual tomamos el siguiente aparte: «También pueden esperar todos mis conciudadanos que, asentada la paz, se han de ver regidos por un Gobierno que sin proponerse miras políticas de ningún linaje, se aplicará con decisión a hacer olvidar los infortunios y desgracias que nos afligen». En tal alocución el señor Marroquín afirma que se ha abstenido de todas los recursos constitucionales de que disponía para restablecer el poder público. El 8 de enero es nombrado en interinidad ministro de Guerra el general Arístides Fernández, y el decreto respectivo dice que por licencia concedida, por enfermedad, al titular, doctor Concha. Ese mismo día renuncia irrevocablemente el Ministerio de Gobierno el general Quintero Calderón, y lo reemplaza interinamente el subsecretario, y poco después es nombrado en propiedad el doctor Francisco Mendoza Pérez. Mediado el mes se encarga de la cartera de las relaciones al ministro de Instrucción Pública, doctor José Joaquín Casas, y de la de Hacienda al subsecretario, doctor José Ramón Lago, por haber aceptado, dice el decreto, el doctor Miguel Abadía Méndez el empleo de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República en Chile. Parece extraño, mas es lo cierto, que en el Diario Oficial no aparece publicado el decreto de nombramiento del doctor Concha para ministro en Washington. El 24 del mismo mes de enero dicta decreto el Gobierno ejecutivo, con la firma de todos los ministros honrando la memoria del general Carlos Albán, que había fallecido en Panamá. El decreto se guarda de decir cuál la causa de la muerte del genial caudillo militar, hombre eminente, al propio tiempo, en ciencias y en letras. Con la renuncia del general Quintero Calderón, la enfermedad del doctor Concha y la promoción del doctor Abadía Méndez a un cargo diplomático, se alejaban del señor Marroquín los autores intelectuales del golpe de Estado que lo llevó al poder, y quedaba el anciano mandatario entregado a oscuras fuerzas políticas que no se definían claramente. Es presumible que tal alejamiento se debiera al ascenso del general Fernández al Ministerio de Guerra, a quien se había considerado, antes del 31 de julio, como nacionalista. Pero los conservadores históricos hacían el cargo al nacionalismo de ser a manera de compañía industrial, a sus prohombres, de negocios reales o supuestos con el Gobierno, y para no usar de eufemismos, de improbidad en el manejo de los intereses públicos. Y a la verdad cargo tan inaudito y temerario no podía hacérsele al general Fernández, que nunca había tenido negocios grandes, ni pequeños, con entidades oficiales, que no había ejercido nunca empleos de manejo y que fue —al César lo que es del César— de honradez intachable y desprendido de los bienes materiales. Luego, si se le tenía por indeseable colega, la causa de ello debióse a que de antemano se conocía la política rigurosa, implacable que había de desarrollar en el Ministerio de Guerra con los revolucionarios en armas y los revolucionarios urbanos.
+El 19 de marzo entregó su alma al Creador el presidente titular de la República, doctor Manuel A. Sanclemente, en Villeta, en donde permaneció cautivo o prisionero hasta la última hora de su vida. Y el gobierno del vicepresidente Marroquín decretó los honores debidos al alto puesto de que se le despojó encabezando su memoria en los términos más cálidos y elogiosos, y ordenando finalmente que el sueldo de que disfrutaba como primer mandatario de la República se continuara pagando a su familia. La muerte del venerable octogenario vino a resolver el grave negocio de la legitimidad, que ya nadie, en lo futuro, podría disputársela al señor Marroquín, facilitándole, no sólo su labor administrativa, sino los medios para terminar la revolución, con un solemne tratado de paz.
+Tal era, a grandes rasgos, el panorama político en el primer trimestre del año de 1902, en el que tuvo término la guerra civil con dos tratados de paz, el de Neerlandia y el del Wisconsin. Y a grandes rasgos también dibujaré el total panorama del año de 1902.
+La revolución, antes de extinguirse, tomó vigorosas fuerzas en dos secciones de la República: los departamentos de Panamá y Magdalena. Por ironías del destino el vigor, las fuerzas y los alientos finales de la revolución le fueron infundidos por los dos caudillos que se enemistaron en la tarde victoriosa de Peralonso y que nunca más tornaron a ser amigos y a proceder en cordial acuerdo y compenetración de miras. Me refiero, como el lector lo comprende, a los generales Benjamín Herrera y Rafael Uribe. El primero recibía auxilios y recursos de los Gobiernos del Ecuador y Nicaragua y hacía campaña en Panamá. El segundo recibíalos del Gobierno de Venezuela y operaba en el Magdalena. El Gobierno del Ecuador fue más discreto y decoroso en su ayuda a los revolucionarios colombianos, procedía con más cautela que el de Venezuela, al que sólo lo ganaba el dictador Zelaya, de Nicaragua. La campaña de Herrera en Panamá fue, sin disputa, más brillante y afortunada que la de Uribe Uribe en el Magdalena. Herrera llegó a tener bajo su mando un ejército más numeroso, más aguerrido y probablemente más disciplinado que el de Uribe Uribe en el Magdalena. Las fuerzas de Herrera fueron invictas hasta el momento en que negociaron el tratado de paz del Wisconsin. Su campo de acción fue más vasto que el del general Uribe Uribe. Operaban en mar y tierra, lograron dominar el Pacífico con un buque que obtuvo el general Herrera mediante una negociación comercial, muy hábil y honesta, buque que acondicionó para la guerra y que al despuntar de una mañana presentóse en la bahía de Panamá y empeñó combate con el Lautaro, nave de la marina mercante chilena, de que se apoderó el general Carlos Albán, y con la cual proponíase no sólo vencer al Padilla —nave insignia de la revolución— sino realizar un movimiento audaz y sorpresivo sobre lugar determinado de la costa de la América Central en que a la sazón estaban reunidos los presidentes de Nicaragua, Salvador y Guatemala, reducirlos a prisión y llevarlos en rehenes a Panamá. El Lautaro fue hundido por el Padilla, y Albán encontró su tumba en las aguas del Pacífico. Hubo quienes dijeran, pero era imposible probarlo, que fue asesinado al comenzar la batalla naval cuando salía de su camarote para dirigirse al puente. Burda leyenda que no resiste ni el más ligero análisis.
+Con la trágica desaparición del jefe civil y militar de Panamá y comandante en jefe de la Marina de Guerra del Gobierno, en el Atlántico y Pacífico, la estrella que ascendía se eclipsó totalmente, dejando sumidos en la orfandad a sus compañeros de armas, porque no había quien pudiera reemplazarlo, siquiera interinamente. Todo el Partido Conservador de Panamá recordó entonces el brillante y heroico comportamiento del general Víctor Manuel Salazar en las batallas de julio de 1900, volvió los ojos hacia él y solicitó del Gobierno central que lo designara en reemplazo de Albán. El general Salazar se encontraba en el Cauca entregado de lleno a sus negocios de haciendas y ganadería, que lo tenían ya en capacidad de ser un gran capitalista. Pero apenas recibió el primer requerimiento del presidente Marroquín y luego el nombramiento de jefe civil y militar de Panamá, dejó sus habituales quehaceres y se puso en marcha hacia el Istmo a ocupar el puesto de peligro y de tremendas responsabilidades a que se le llamaba.
+El primer jefe militar que llegó a Panamá después del desastre del Lautaro, con dos batallones de infantería, uno de los cuales era el Carlos Holguín, mandado por un coronel Monroy, cuyo nombre propio lamento no recordar, fue el general Ramón G. Amaya. Su presencia en el Istmo inspiró confianza a los conservadores y logró calmar el desconcierto. Desde antes de la muerte de Albán se encontraba en Panamá el general Luis Morales Berti con una división del ejército de Santander, lo que vale decir con gente valiente y arrojada, pero ya Morales Berti se había internado en el departamento con el propósito, o con el plan acordado por Albán de atacar al ejército del general Herrara.
+A mí me tocó asistir muy de cerca a los sucesos de Panamá, porque yo di en ir allá con mucha frecuencia en desarrollo de negocios, que en sus comienzos tuvieron halagador resultado y que a la postre acabaron con mis modestos haberes en una especulación en que los comprometí íntegramente, olvidando el sabio consejo de no meter los huevos todos en una sola canasta.
+NUEVO VIAJE AL ISTMO EN 1902, A BORDO DEL CANADÁ. CÓMO CONOCÍ AL DOCTOR ABADÍA MÉNDEZ — LOS ORÍGENES DE MI AMISTAD CON EL ILUSTRE EXPRESIDENTE. SU MISIÓN A CHILE EN ESA ÉPOCA — SERENIDAD DE LOS CONSERVADORES PANAMEÑOS — EL NOMBRAMIENTO DEL GENERAL VÍCTOR M. SALAZAR PARA JEFE CIVIL Y MILITAR HACE RENACER LA CONFIANZA EN EL TRIUNFO DEL GOBIERNO. LA TÁCTICA DE HERRERA — EL ÉXITO DE MIS NEGOCIOS PARTICULARES — UNA EXCURSIÓN A PANAMÁ VIEJO — UNA VISITA DEL TEMIBLE PADILLA A LA BAHÍA — DUELO DE ARTILLERÍA CON EL CHUCUITO — LAS REUNIONES DEL HOTEL CENTRAL — EL BANQUERO HENRI HERMANN — LOS ISRAELITAS DE BARRANQUILLA HACE MEDIO SIGLO — LOS ESTADOS UNIDOS ADOPTAN LA RUTA DE PANAMÁ PARA EL CANAL — LA FUNDACIÓN DE RIGOLETTO CON E. ORTEGA.
+EL PRIMER VIAJE QUE HICE A Panamá en este año de 1902 lo emprendí el domingo 16 de febrero en el vapor Canadá, de la Trasatlántica Francesa. Viejo amigo y conocido era ese barco para mí; en él regresábamos con mi padre de Europa en 1887, en él fui también a Panamá con mi respetable y querido amigo Pedro Justo Berrío en 1895. En aquellos tiempos, ¡y qué lejanos aparecen ahora!, los domingos había sólo un servicio de trenes a Puerto Colombia; salían de Barranquilla a las ocho de la mañana y volvían a las cinco de la tarde. Eran trenes de bañistas y de excursionistas que iban a los vapores marítimos a almorzar, beber bien y comprar perfumes y otras cositas a hurtadillas de los guardas de la aduana, o sobornándolos, llegado el caso. Cuando subí al tren aquel domingo advertí que no iba allí, como era costumbre, el agente de la Compagnie Générale Transatlantique, don Federico Vengoechea, ni ninguno de sus sobrinos, a pesar de que en la estación Montoya y en el tablero negro que se destinaba para dar aviso del arribo de los vapores a Puerto Colombia estaba escrito que el Canadá había amarrado en el muelle a las seis de la mañana. E iba en el tren el general Gabriel Martínez Aparicio, administrador de la aduana en ese entonces, grande y buen amigo mío, hombre de las más altas cualidades morales, valeroso, leal, simpático y afable, pero no cuando le picaba la mosca del mal humor que suele asaltamos a todos los mortales de cuando en cuando. Apenas me vio el general Martínez Aparicio, o Gabriel, como yo le decía, me hizo señal de que me le acercara y, con grata sorpresa para mí, alcancé a distinguir a su lado a Ismael Enrique Arciniegas, a quien ya conocía y trataba desde seis años atrás. Y al lado de Arciniegas un caballero de fisonomía agradable, todavía joven, pero extremadamente calvo. Detalle que pude apreciar porque tenía su sombrero, un casco blanco, en las manos. Acerquéme al grupo, abracé a Arciniegas, y el general Martínez Aparicio me presentó al doctor Miguel Abadía Méndez, a quien yo recordaba vagamente, pues lo había visto el día de la instalación de la Cámara de Representantes de 1892, porque le tocó presidir la sesión preparatoria «por orden alfabético». Me invitaron a cambiar mi puesto por otro al lado de ellos, y comenzó una charla muy cordial y franca. El doctor Abadía Méndez y Arciniegas habían llegado en la madrugada a Barranquilla, y después de tomar el desayuno en la casa del general Martínez Aparicio y de hacer una visita de cumplimiento al general Joaquín F. Vélez, tomaron el tren para embarcarse también en el Canadá. Al preguntarle al general Martínez Aparicio por qué no sé encontraba allí el agente de la Trasatlántica, me dijo que se había quedado en Barranquilla firmando un contrato para transportar cuatrocientos hombres de tropa con subjefes y oficiales que irían a Panamá, desde donde pedía refuerzos, con urgencia, el general Ramón G. Amaya.
+A las once de la mañana llegó un tren expreso con esas tropas, que fueron acomodadas en el puente superior de la nave. Ya habíamos ocupado nuestros camarotes el doctor Abadía Méndez, Arciniegas y yo. Recuerdo que el doctor Abadía observaba con mucha atención las maniobras de cargue y descargue del barco y nos dijo más o menos estas palabras: «Yo no sé cómo se puede ser ministro de Hacienda sin conocer el mar, un buque, un muelle y presenciar estas operaciones. Yo acabo de desempeñar el Ministerio de Hacienda y tal vez he podido cometer errores por mi desconocimiento de todo esto». Arciniegas me informó que el doctor Abadía iba como ministro de Colombia a Chile y él como su secretario. El superior y el subalterno se trataban de tú, con la mayor llaneza; habían sido condiscípulos. El Canadá no soltó amarras sino a la media noche del domingo, y estuvo en el muelle de Colón al rayar el alba del martes, había traído bastante carga para Puerto Colombia, y tomó además una apreciable cantidad de exportación, dejando el resto para su regreso.
+Del viaje en el Canadá, de una estada en el Istmo de seis días, arranca mi amistad con el doctor Abadía Méndez, jamás interrumpida, ni aun durante el llamado quinquenio terrible. Las referencias que yo tenía del ilustre personaje, y aquí sí cabe el vocablo «ilustre», eran las de que no se distinguía precisamente por un carácter expansivo y alegre, sino más bien huraño y reconcentrado y desde el primer momento el doctor Abadía Méndez se me reveló bajo una faz diametralmente opuesta. Suelen formarse en derredor de nuestros hombres públicos leyendas que no tienen ni el más leve arraigo en la realidad, y es que los juzgan quienes los acosan y fastidian con peticiones de empleos, recomendaciones para obtenerlos o con preguntas indiscretas sobre la situación política y los planes que el interrogado tenga en desarrollo para lo futuro. Como yo no incurrí en indiscreción con mi compañero de viaje, no le pregunté nunca cuál era el objeto de la misión que le llevaba a Chile, ni su concepto sobre el gobierno del señor Marroquín, ni cuándo calculaba que sería la fecha de su regreso al país, me dio el regalo de su conversación amena, instructiva y muchas veces chispeante, pues su colección de anécdotas y cuentos es abundantísima.
+Fue Arciniegas quien me comunicó espontáneamente que la misión del doctor Abadía Méndez a Chile se contraería a exigir del Gobierno de esta nación que cumpliera el compromiso de vender al de Colombia el crucero de guerra Pinto. Y que ellos suponían —Abadía y Arciniegas— que la gestión había de tener pronto y eficaz resultado.
+Cuando llegamos a Panamá, la impresión de pánico y desconcierto que había producido la tragedia del Lautaro comenzaba a extinguirse. Todo pasa rápidamente en esta vida, y a la verdad que Albán era en el Istmo admirado, respetado y temido, pero él no fue tipo de caudillos que suscitan férvidos entusiasmos, simpatías y cariño, y aquellas adhesiones que perduran hasta después de la muerte. Ya los conservadores de Panamá estaban tranquilos y serenos y con el refuerzo que llevó el Canadá ascendía a mil quinientos hombres el ejército acantonado en la plaza, y el anuncio del nombramiento del general Víctor M. Salazar para jefe civil y militar del departamento y el de su aceptación restablecía la confianza en la victoria final de la legitimidad. Además, el general Benjamín Herrera ejecutaba sus operaciones militares con cierta calma y mesura, no se aventuraba en movimientos audaces y riesgosos; golpe que daba a sus adversarios era siempre seguro y certero. Tal parecía que no se daba prisa en negar hasta las puertas de Panamá. Entonces lo que le preocupaba era destruir las fuerzas del general Morales Berti, que avanzaban en el interior del departamento y encontrábanse ya a mediados de febrero muy cerca de Aguadulce. Y, no huelga repetirlo, a los panameños les preocupaba más que el resultado de la guerra el de las negociaciones sobre apertura del Canal de Panamá.
+De mi parte yo me ocupé exclusivamente de mis negocios particulares. De nuevo dediquéme, principalmente, a comprar papel moneda colombiano. Lo había en abundancia mucho más que el año anterior, pues las tropas que iban pasando por la capital del departamento dejaban en ella sus ahorros para comprar en tiendas y bazares los más variados objetos. El soldado piensa que la guerra terminará pronto y que pronto retornará a su hogar, y quiere llevar a este recuerdo de su campaña y regalos para la familia. En viejos apuntes encuentro que mis compras de papel moneda me produjeron una utilidad de mil seiscientos dólares en aquel mi primer viaje de 1902. Utilidad que se aumentó, pues también compré en Panamá cosas que escaseaban ya en el comercio de Barranquilla, entre otras que recuerde sombreros para señoras, por indicación de mi Ninfa Hegeria, que a su espiritualidad unía un notable sentido práctico.
+Algún día ocurriósele al doctor Abadía Méndez que hiciéramos una excursión al Panamá viejo, y la realizamos organizada por el general Amaya, y no obstante la desaprobación de los amigos conservadores que la encontraban muy peligrosa porque merodeaban en derredor de la histórica ruina guerrilleros revolucionarios, y de que podría aparecer nuevamente en la bahía el terrible y temido vapor Padilla. Hubiera sido realmente curioso que por sorpresa o casualidad los revolucionarios hicieran prisioneros al comandante general de la plaza y al doctor Abadía Méndez. Pero la excursión la hicimos con toda felicidad. Llevamos un almuerzo frío que se nos preparó en el Hotel Central. Como habíamos dejado la lancha que nos condujo asegurada en la playa y en baja marea, teníamos que regresar a tomarla antes de las cinco de la tarde, cuando comenzaba la marea alta. El doctor Abadía Méndez recorrió y examinó todas las ruinas, preguntó a los viejos habitantes de la ciudad muerta cuanto le sugirió su curiosidad, y en el camino de esta a la playa oímos muy claramente unos cañonazos. Apresuramos la marcha bastante alarmados, e íbamos contando los tales cañonazos y se completaron los veintiuno. ¿Qué habrá ocurrido?, nos preguntábamos. Probablemente por la imaginación del astuto y experimentado político pasaría la suposición de un presidente muerto o de un nuevo encargado del Poder Ejecutivo. Mas ya en la playa alcanzamos a divisar un vapor de guerra francés que hacía el saludo de ordenanza. Algunas tardes recorría los almacenes de los chinos con Abadía y Arciniegas, que compraban pijamas y pañuelos de seda, tapetes, etcétera.
+No llegaba el vapor chileno que había de conducirlos a su destino y tuve la pena de abandonarlos porque debía regresar a Barranquilla. El doctor Abadía Méndez me entregó algunas cartas para Bogotá recomendándome encaminarlas apenas llegara a mi ciudad, y una más para el doctor José María González Valencia, quien se encontraba en Roma como ministro ante la Santa Sede. Esta carta la deposité en la estafeta del Canadá.
+Volví de nuevo a Panamá un mes después, el 16 de marzo, también en vapor francés. Todavía no había llegado el general Víctor M. Salazar. Los conservadores comenzaban a impacientarse, y para colmo de sus inquietudes una mañana, a eso de las diez, presentóse el Padilla en la bahía y comenzó a disparar sobre un remolcador muy imperfectamente armado en guerra que tenía por nombre Chucuito, que comandaba el tristemente célebre Esteban Huertas, teniente coronel entonces, a la vez jefe del batallón Colombia. Los conservadores ponderaban el valor, la audacia y la habilidad de Huertas, y lo consideraban hombre llamado a grandes destinos si la guerra se prolongaba. El Padilla aquella mañana no logró hacer blanco en el Chucuito ni el Chucuito en el Padilla. Fue esa batalla blanca y de muy breve duración que todos los pasajeros del Hotel Central contemplamos desde la parte más alta del edificio. El Padilla se retiró, y era notorio que había ido hasta la bahía de Panamá a hacer una inspección. Probablemente al campamento revolucionario llegaron noticias de que el Gobierno esperaba un buque de guerra.
+Reuníanse en el hall del Hotel Central los conservadores notables de Panamá y los extranjeros residentes en la ciudad a comentar noticias, y los comentarios se hacían preferentemente sobre la cuestión del Canal. Pude advertir el prestigio y autoridad que rodeaban a don José Domingo de Obaldía. Palabra que él dijera era palabra santa e indiscutible, nadie osaba contradecirle. Su barba blanca le prestaba cierta majestad. De entre los tertulios extranjeros llamaba mucho mi atención el banquero Henri Hermann, propietario del hotel, o por lo menos de su edificio, francés de nacionalidad y judío de raza. Hombre de baja estatura, obeso, con unos ojos inquisidores y maliciosos, que permanecía en su asiento sin decir oste ni moste, mas doy fe y testimonio de que era muy bondadoso y liberal en su oficio, porque yo tenía depositados mis fondos en su casa de banca, contigua al Hotel Central, y siempre me atendió con diligencia y cobrándome, sin excederse, las comisiones preestablecidas por su casa. Personas también excelentes desde todos los puntos de vista y mucho más amplios que muchos cristianos eran los judíos don Isaac Brandon, banquero, y los comerciantes Maduro Hermanos. Débese a tales antecedentes y a los que se suman mi experiencia de lo que eran los judíos de Barranquilla hace medio siglo, que yo no participe de la animadversión que la mayoría de mis correligionarios tiene por los hijos de Israel.
+A los pocos días de estar en Panamá llegó el general Víctor Manuel Salazar, mi amigo y compañero de campaña en el río Magdalena, que fue recibido por sus gobernados con muestras de simpatía y deferencia, pero sin aquel entusiasmo que rodeaba en Bolívar y Magdalena a los jefes militares de quienes se esperaba la victoria. Era lo cierto que los panameños aparecían tibios y casi indiferentes a las luchas políticas que dividían a los hijos de Colombia. Atraerlos, practicar con ellos una política de tolerancia, comprenderlos y estimularlos era lo aconsejable, y esa política la desarrolló indudablemente con mucho tacto el general Salazar. Él contaba a los pocos meses de gobernar esa sección de la República con amigos entusiastas, casi fanáticos. Por ejemplo, un buen viejito, muy piadoso, muy católico y muy conservador, don Rosendo Arosemena, que hubiera dado su brazo a torcer y colmado todas sus aspiraciones si Víctor M. Salazar escogiera a una de sus hijas como esposa.
+Hasta el mes de agosto no hubo indicio de que el Gobierno de los Estados Unidos pensara intervenir, en ninguna forma, ni mediar en la guerra civil que se libraba en el Istmo. En el Pacífico no se veía sino a intervalos una nave de la marina de los Estados Unidos. En el Atlántico, cuando parecía probable el evento de que se estorbara por alguno de los bandos combatientes el libre tráfico al través del ferrocarril, aparecía el acorazado Iowa a manera de observador, pero sin ejecutar movimiento alguno en desmedro de nuestra soberanía. Y ello que ya el Congreso de los Estados Unidos, mal de su grado y por influencias del presidente Roosevelt, había optado por la ruta de Panamá para la excavación del canal, lo cual fue recibido con júbilo por los habitantes del Istmo.
+Todos los meses viajaba yo a Panamá. Mis negocios marchaban viento en popa. Hasta que un día, terrible día, un amigo muy conocedor de la región, pues en ella residía desde largos años atrás, muy perspicaz e inteligente, en consideración a que estaba escaseando, con caracteres alarmantes, el ganado vacuno en Colón y Panamá, por la incomunicación con el interior del departamento, me sugirió la idea de llevar allá unas quinientas reses que podía yo comprar en Bolívar, en el propio Barranquilla, si obtenía el permiso para exportarlas, del jefe civil y militar del departamento. Esto ocurría más o menos a principios del mes de junio. El general Joaquín F. Vélez, de quien no tengo yo ninguna queja, que siempre me trató con la mayor benevolencia y cortesía, a quien le expuse mi proyecto de llevar ganado a Panamá, me dijo que me daría él permiso cuando yo lo quisiera. Pero una voz interior me aconsejaba: no hagas ese negocio de ganado que será para ti camisa de once varas.
+Entretanto hice otro negocio menos aleatorio y que cuadraba mejor con mis aficiones, negocio al que me invitó Eduardo Ortega, quien ya se había establecido en Barranquilla definitivamente. Compramos la imprenta de Diario Comercial, de Alejandro Luna, y fundamos un diario que bautizó Eduardo con el nombre de Rigoletto. También en esta empresa contamos con la buena voluntad del general Joaquín F. Vélez, quien accedió a darnos el permiso para la publicación y circulación de Rigoletto dentro de las formalidades exigidos en tiempo de guerra, dispensándonos expresamente de lo relacionado con la administración civil del departamento de Bolívar que podíame —y nos lo exigió— censurar y criticar libremente. Figuramos como directores de Rigoletto, hasta cuando se liquidó la sociedad comercial que formamos Ortega y yo, Julio H. Palacio y Eduardo Ortega. Rigoletto fue hasta la terminación de la guerra civil un diario apolítico en política interna, dedicándose exclusivamente a abogar por la paz, como El Nuevo Tiempo, de Bogotá, de José Camacho Carrizosa y Carlos Arturo Torres. Era de elemental discreción que, no siendo liberales ni Ortega ni yo, nos abstuviéramos de emitir concepto sobre la obstinación de los caudillos revolucionarios en continuar la cruenta lucha. Cuando estaba yo en Barranquilla escribía los editoriales de Rigoletto. Generalmente sobre asuntos de política extranjera, y traía de Panamá copias del Star Herald, de las que insertábamos los cablegramas más importantes. La sección de crónica estaba a cargo de Eduardo Ortega y Andrés Rocha, el actual tesorero general de la República, a quien los azares de la guerra habían llevado hasta nuestras soleadas playas. Presumo que la mayoría de las gentes desconocen que Rocha posee una vasta cultura literaria, que escribe correctamente con fluidez y amenidad. Desde su aparición, Rigoletto tuvo, dentro del medio y las circunstancias, una muy halagadora circulación, buena cantidad de anuncios y acogida entusiasta dentro de las clases cultas de Barranquilla. Prometía ser con el tiempo y el advenimiento de la paz un magnífico negocio, y lo fue en realidad. Tal fue nuestra circunspección durante la guerra que nunca el general Vélez tuvo oportunidad de reconvenirnos ni aplicarnos ninguna de las sanciones vigentes en aquella época para la prensa subversiva.
+UNA OPINIÓN DEL GENERAL JOAQUÍN F. VÉLEZ SOBRE LA INCONSTITUCIONALIDAD DE LAS CLÁUSULAS REFERENTES AL ARRENDAMIENTO DE LA ZONA EN QUE IBAN A HACERSE LAS EXCAVACIONES — EL GENERAL JUAN B. TOVAR, NUEVO JEFE CIVIL Y MILITAR DE BOLÍVAR — LA DIFERENCIA DE CRITERIO ENTRE LOS DOCTORES MARTÍNEZ SILVA Y CONCHA, SOBRE EL TRATADO EN GESTACIÓN — LA CARTA DEL ÚLTIMO DE ELLOS AL DOCTOR FELIPE PAÚL DE FECHA 15 DE NOVIEMBRE DE 1902 — GRAVES CARGOS DEL DOCTOR CONCHA A SU ANTECESOR EN LA LEGACIÓN EN WASHINGTON — UNA FRASE DE RUBÉN DARÍO — LAS PROPUESTAS DEL SECRETARIO HAY — EL CELOSO Y EXALTADO PATRIOTISMO DE NUESTRO AGENTE DIPLOMÁTICO EN LA CASA BLANCA — LOS DOS GRANDES ERRORES INICIALES EN LAS NEGOCIACIONES — LA CONCESIÓN DE LA PRÓRROGA A LA COMPAÑÍA FRANCESA Y EL AFÁN DE ACERCARSE A LOS ESTADOS UNIDOS — LOS TRATADOS SECRETOS SOBRE ARBITRAJE CON CHILE.
+TAN BUENA ACOGIDA TUVO en el espíritu del general Joaquín F. Vélez el recién nacido Rigoletto, que accedió, a petición de sus directores, en darnos una opinión suya, en forma de carta y para ser publicada, sobre las negociaciones de Colombia y el de los Estadas Unidos para la excavación del Canal de Panamá. Probablemente el viejo y experto diplomático habría recibido del doctor Martínez Silva, que poco antes había regresado de Washington, detalles de la negociación pendiente. Con su habitual franqueza y energía manifestó en la carta a que me refiero su improbación o inconformidad con LAS cláusulas referentes a la enajenación o arrendamiento de la zona en la que iba a hacerse la excavación. Expresaba en su epístola que esa o esas cláusulas eran inconstitucionales y que afectarían gravemente la soberanía de Colombia. Poco después de que Rigoletto publicó la carta del general Vélez, el vicepresidente Marroquín lo reemplazó en la jefatura civil y militar de Bolívar por el general Juan B. Tovar, quien venía desempeñando de meses atrás la comandancia en jefe del ejército del Atlántico, cargo que conservaba por disposición del Poder Ejecutivo. Diose entonces en Barranquilla que el inesperado reemplazo del general Vélez se debía a sus opiniones respecto a lo que debía ser y no debía ser el tratado iniciado por el doctor Martínez Silva, que seguía iniciando el nuevo plenipotenciario, doctor Concha. Pero lo cierto fue que la destitución del general Vélez se debió a que no quiso acceder a peticiones de un cercano miembro de la familia del vicepresidente Marroquín que se interesaba porque se permitiera seguir viaje hasta Bogotá a amigos personales suyos de filiación liberal que estaban detenidos por orden del inflexible jefe civil y militar de Bolívar.
+Me valgo de la coyuntura que me presta la evocación de este recuerdo para hablar algo del estado en que se encontraba en 1902 la negociación entre Colombia y los Estados Unidos, que pasó inopinadamente de unas manos a otras; de las del doctor Martínez Silva a las del doctor José Vicente Concha, con todos las caracteres de una volta face y ello en los momentos más inoportunos, aun cuando en todo tiempo una prudente política internacional tiene como la base más sólida y firme del espíritu de continuidad. Y los doctores Martínez Silva y Concha pensaban de una manera diametralmente opuesta en el grave y delicado problema del tratado en gestación. Y no lo digo a tontas y a locas.
+En carta dirigida por el doctor Concha el 15 de noviembre de 1902 al doctor Felipe Paúl, ministro de Relaciones Exteriores de la República desde el mes de febrero, se expresa así:
+«Vine, sin saberlo —porque en Bogotá nada se sabía cuando se me nombró—, a jugar partida de ajedrez empezada, cuando, a mi modo de ver, ya se habían perdido posiciones y aun piezas capitales. Cuando Facundo Mutis me mostró en Nueva York el memorándum que ya tenía en el bolsillo —aunque no oficialmente— del señor Hay, estuve tentado a volverme por el primer vapor, y quizá eso hubiere sido lo más sabio. Luego, quizá, en gran parte por mi impericia, he venido hasta donde estoy dando tropezones como un ciego en una de nuestras calles empedradas; pero desde que me dijeron de Bogotá que la situación de la guerra obligaba a hacer concesiones, y que debía pedir que los americanos fuesen al Istmo, perdí la orientación del instinto, y caí en tal desconcierto, que luego no he podido adelantar un paso con mediana confianza.
+«Ya me voy haciendo demasiado cansado en este particular, y concluiré este punto repitiéndole que creo no sólo inútil sino inconveniente mi permanencia aquí, y que, sólo por consideraciones que ya antes le he explicado, estoy todavía en el puesto: pero que si veo alguna forma de retirarme, sin que eso tenga alguna mala consecuencia, lo haré, aun antes de que llegue la aceptación de mi renuncia y carta de retiro, que creo no habrán de tardar mucho».
+Sin pretender mezclarme en las divergencias de criterio y apreciación entre los señoras Martínez Silva y Concha, y mucho menos tomar partido en pro o en contra de algunos de los dos eminentes compatriotas, resulta claro de los transcritos acápites que Concha hacía el cargo a Martínez Silva de haber perdido «posiciones y aun piezas capitales en la empezada partida de ajedrez». No hay ejemplo en la historia diplomática de algo semejante, lo cual tendría que redundar en perjuicio de las negociaciones en curso, que se iniciaron y adelantaron por sugestión del Gobierno de Colombia. He dicho antes que el discurso de presentación de credenciales del doctor Martínez Silva al presidente McKinley expresó de la manera más enfática que iba dispuesto a negociar con los Estados Unidos la excavación del canal a través de nuestro territorio. Para hacer uso de una frase de Rubén Darío, nosotros mismos, y por nuestra propia voluntad, nos habíamos metido en la boca del lobo. Y la experiencia enseña que las naciones débiles no deben excitar a las poderosas a entrar en negocios que no sean bien meditados, con un plan concreto y fijo, sin fluctuaciones, sin cambios bruscos e inesperados.
+En la carta a que vengo refiriéndome decía también el doctor Concha al ministro Paúl:
+«Hasta donde alcanzan mis previsiones, creo que el acuerdo final sobre el tratado es un tinto remoto. Aparte de los últimos incidentes en Panamá, que obligan necesariamente a insistir sobre las cuestiones de soberanía y alcance del tratado del 46, cosas que el Gobierno americano elude por todos los medios —con su sistema tradicional—. Las modificaciones propuestas por el secretario Hay en julio son tan sustanciales y extensas, que su aceptación incondicional equivaldría a la cesión de Panamá. Usted habrá visto que en la forma en que se propone queden, redactados los artículos II y VII, el inmenso pulpo de la autoridad americana puede extender sus tentáculos, no sólo por todo el Istmo, sino llevarlos más allá de esos límites en nuestro territorio. No discuto si eso haya de ser o no conveniente; pero, para mi modo de apreciar la cuestión, estipular en esa forma aquella parte del tratado sería inconstitucional y, sobre serlo, probablemente daría lugar a una terrible lucha parlamentaria, que debe tratar de evitarse para dejar algún reposo a esa desgraciada tierra apenas semiconvaleciente. Tras esas consideraciones superiores viene para mí personalmente otra: los dedos se me paralizan al pensar no más en poner mi firma al pie de estipulaciones de esa índole. Nada vale mi oscuro nombre, y yo no quisiera para él sino un olvido completo: pero muchos días pienso —y veo hasta en el sueño— una época no remota, en que se señalaría a mis pobres hijos con el dedo, diciéndoles: “Esos son los hijos del que llamó la desmembración del territorio colombiano”, y entonces miro como una muralla de acero que se levantase entre el secretario de Estado y este maltrecho ministro de Colombia. Que sea esto una neurosis, piénselo a veces, porque no hay nadie que como yo desconfíe de los propios juicios, de las propias luces y capacidades; pero sea o no así, es la verdad que eso ha venido a formar en mí una segunda naturaleza, de que no me es dado desprenderme sino con la muerte».
+Pero quien estaba poseído, y lo estuvo hasta el último día de su vida, cual Concha, de un celoso y exaltado patriotismo, realmente debía quedar sometido en aquellos días a las pruebas más dolorosas y amargas. Sin embargo, cuando se medita hoy, fría, serenamente, sobre acontecimientos que han pasado ya al dominio de la historia, nos vemos en la necesidad de reconocer cómo el criterio realista de Martínez Silva habría sido preferible en el desarrollo de las negociaciones con los Estados Unidos. Y ese criterio realista, no llegaba hasta el punto de las claudicaciones vergonzosas, porque es de justicia reconocer que tampoco Martínez Silva accedió a todas las pretensiones o exigencias de la Secretaría de Estado de Washington, de la Compañía Francesa del Canal, aliados naturales, pues esta última estaba ávida de traspasar la concesión cuya prórroga le concediera el Gobierno de Colombia —el gobierno del señor Sanclemente— mediante el pago de una suma, no diré hiperbólicamente mísera, pero sí demasiado módica. El doctor Nicolás Esguerra dijo que la prórroga fue otorgada por la sexta parte de la suma que él habría pedido a la Compañía Francesa como representante de nuestro Gobierno en París para concederla. Y como ello se hizo a la postre, sin la intervención ni anuencia del doctor Esguerra, por la suma de cinco millones de francos —un millón de pesos oro—, el cálculo de lo que perdió la República es muy fácil para un aprendiz de aritmética. No vale de excusa que los cinco millones de francos sirvieran para formar el «cerco de fuego de Palonegro», porque el Gobierno tenía para obtener el mismo resultado el recurso de las planchas litográficas.
+Sin que trate yo de meterme en honduras diré con absoluta franqueza que en las negociaciones del Canal se cometieron dos graves errores iniciales: la concesión de la prórroga por un plato de lentejas, y la impaciencia en acercarse al Gobierno de los Estados Unidos haciéndole concebir esperanzas que no estaba capacitado para convertir en realidad el Gobierno de Colombia, fuera el que fuera. Con los poderosos no se juega impunemente.
+Tal parece que el país no se daba cuenta en aquella dramática época de guerra fratricida de que el mundo entero estaba anheloso de que se excavara el Canal de Panamá, tan anheloso como los Estados Unidos, que lo necesitaban no sólo por imperativos comerciales sino estratégicos, del poderío a que había llegado la gran nación del norte, y de que las de la vieja Europa estaban inclinadas a dejarles las manos libres, y también las de Suramérica. Y todo eso sí lo vio claramente el doctor Concha, quien decía en la carta ya tantas veces citada, a don Felipe Paúl, lo siguiente:
+«Sabe usted que en los primeros días de mi llegada traté de explorar las opiniones de los embajadores europeos, y que todos, a una, recibieron las primeras insinuaciones como al que le cae, inopinadamente, encima de las ropas una brasa. Alguno, como el embajador Cambon, apenas me vio, y antes de que le dijese una palabra, muy cortésmente me indicó que su Gobierno le tenía prohibido hasta nombrar el Canal de Panamá. Los suramericanos no miran el asunto sino por el aspecto de su interés material del momento: acortar las comunicaciones; y, para colmo de males, se nos ha venido encima la publicación de los tratados con Chile, que me han hecho, entre otras cosas, merecer el honor de una desagradable visita del ministro peruano, que gastó quince días en preparar y aprenderse de memoria una filípica contra Colombia que tuvo el mal gusto de venirme a espetar en la sala de la legación. No me quedaría otro refugio que el embajador mexicano Azpiroz, el cual me lo receta Reyes todas las semanas; pero que, por desgracia, podría formar pareja con el marido de la Reina Ana, a quien bautizó Jacobo II. Est-il possible?».
+Yo había manifestado antes que no podía asegurar que se hubieran celebrado tratados secretos entre Colombia y Chile, mediante los cuales estuviéramos obligados a proceder en determinado sentido en la cuestión de arbitraje obligatorio, pero ahora, suficientemente documentado, la duda sería inexcusable de mi parte. El tratado o tratados existieron, la actitud de los delegados de Colombia en la Segunda Conferencia Panamericana reunida en México, y la que, por cierto, de relativa larga duración, fue conforme a lo pactado y con las consecuencias que eran de preverse.
+LA SEGUNDA CONFERENCIA PANAMERICANA DE MÉXICO — REYES Y MARTÍNEZ SILVA, DELEGADOS DE COLOMBIA — EL RÉGIMEN DE PORFIRIO DÍAZ — LA PUBLICACIÓN DEL PROTOCOLO Y DE LAS ACTAS Y LOS CONVENIOS ADICIONALES DEL TRATADO COLOMBO-CHILENO DE 1901 Y 1902 — UN HECHO QUE NO HA LOGRADO DESCIFRARSE — LA INTERVENCIÓN DE CHILE PARA EL ARREGLO DE LOS PROBLEMAS FRONTERIZOS COLOMBO-ECUATORIANOS Y LA AUTORIZACIÓN DE COLOMBIA PARA PERMITIR A LA REPÚBLICA AUSTRAL EL PASO DE ARMAMENTOS POR PANAMÁ — EL PAGO DEL LAUTARO — LA ACTUACIÓN DE REYES EN MÉXICO — LA CARTA DEL SEÑOR CARO AL SEÑOR PAÚL.
+FUERON DELEGADOS DE COLOMBIA a la Segunda Conferencia Panamericana, con sede en la ciudad de México, los señores general Rafael Reyes y doctor Carlos Martínez Silva. Aquellos eran tiempos en que Porfirio Díaz parecía llamado a regir, hasta el último momento de su existencia, los destinos de México, y a la verdad que nadie pensaba que el pueblo, ocho años después, lo obligara a tomar el camino del destierro. Durante un largo periodo de paz México, y particularmente su capital, habían alcanzado un alto nivel de progreso material. Pero no es oro todo lo que reluce, y bajo apariencias deslumbradoras hervía un sordo descontento, un espíritu de rebeldía, motivado, principalmente por irritantes injusticias sociales. Los lemas Porfirio Díaz: «Más administración y menos política», «No me alboroten la caballada», «No me gustan los Congresos tornasoles». Sus drásticos métodos para imponer el orden y la obediencia, entre las cuales se destacaba la famosa Ley de Fuga, comenzaban ya a dar los peculiares sonidos de una maquinaria descompuesta por su largo uso. No creo que ninguno de los delegados a la Conferencia Panamericana lograra darse cuenta de ello, y probablemente todos salieron de México convencidos de que el porfirismo era el régimen que les convenía y les gustaba a los mexicanos. Es muy difícil formarse una opinión certera sobre la situación política, económica y social de un país en el breve término de una agradable residencia, sobre todo si ella coincide con un congreso diplomático y su programa de fiestas protocolarias.
+De los dos delegados nuestros a la conferencia sólo el general Reyes asistió desde la primera hasta la última junta. El doctor Martínez Silva hizo allí una fugaz aparición, y entiendo que procedió así no sólo porque requería su presencia en Washington la grave y delicada misión diplomática a su cargo, sino también por no estar de acuerdo con un punto de las instrucciones comunicadas por el Gobierno de Bogotá a su delegación en la conferencia. Como se comprenderá, este punto era el referente al voto en la cuestión de arbitraje obligatorio, que a la postre no fue sometida a discusión ni votación, dándolo un sesgo que equivalía al aplazamiento y recomendación a la subsiguiente.
+Entretanto, estalló la que pudiéramos llamar bomba diplomática. Algunos diarios suramericanos publicaron el protocolo, actas y convenios celebrados entre Colombia y Chile en septiembre de 1901 y en enero de 1902. «En el protocolo del 17 de enero de 1902 que es de carácter privado lo mismo que el tratado general que habrá de firmarse, se guardará en estricta reserva, y sólo se dará conocimiento del asunto a los funcionarios o corporaciones que deben ratificarlo. También queda entendido que el presente protocolo queda sometido a la aprobación del Congreso chileno, lo mismo que el tratado general, en armonía con la Constitución de aquel país. El convenio que se hizo público versaba sobre arbitramento de límites entre el Ecuador y Colombia y en él se estipulaba que sería sometido a la aprobación del Ecuador, y si esta se obtuviese será ratificado y canjeado por los Gobiernos de Chile y de Colombia dentro del más breve plazo posible».
+¿Cómo llegaron a conocimiento público estos pactos?, es algo que no ha podido ponerse en claro. Insertados primeramente por la prensa argentina, la chilena los reprodujo en octubre de 1902, y entonces el presidente y el ministro de Relaciones de Chile hicieron declaraciones, por las cuales, mediante la salvedad de que las copias publicadas no aparecían del todo conformes en su parte «literal» con el texto que ellos necesariamente tenían a la vista, se reconocía la existencia del contenido substancial de los convenios consabidos. «En ellas», dijo el jefe de la República chilena, «se manifiesta el buen espíritu de Chile para concluir las dificultades existentes entre Colombia y el Ecuador. Interponiendo su influencia amistosa entre ambos y el influjo derivado de constante y cordial amistad con ambas repúblicas. Chile, por su parte, obtenía un concurso valioso para el mantenimiento de sanas y correctas doctrinas internacionales en el Congreso Panamericano de México. Tratábase además de la cesión de un crucero nuestro a un país con el cual nos hallamos en buenas relaciones». En sentido análogo habló el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, señor Vergara Donoso, bien que contrayéndose especialmente a explicar que, como no contrario, en su concepto, a la neutralidad del Istmo de Panamá, garantizada por los Estados Unidos, el compromiso que contrajo Colombia de permitir el tránsito de armas por aquel Istmo, en los momentos en que amenazaba un conflicto entre Chile y la República argentina.
+Este espinoso asunto fue tratado en el Senado colombiano de 1903 y de ello me ocuparé a su turno. Lo cierto es que el crucero chileno no fue cedido a Colombia y que, en cambio, nuestro Gobierno tuvo que pagar el vapor Lautaro, ocupado por el general Albán y, hundido por el vapor revolucionario Padilla en la bahía de Panamá, por la suma de sesenta y tres mil libras esterlinas.
+El general Reyes hizo en la Segunda Conferencia Panamericana de México, fuera de la cuestión de arbitraje obligatorio que a la postre fue pospuesta, como lo he dicho ya, un brillante papel, y se ganó la simpatía de todos los delegados. Presentó a aquella una memoria sobre las exploraciones que había realizado años atrás en los ríos Putumayo y Caquetá, en asocio de sus hermanos Néstor y Enrique Reyes, que sucumbieron trágicamente en la aventura. Y después fijó su residencia en Ciudad de México hasta principios de 1903, cuando tomó la vuelta a la patria.
+La guerra civil iba a terminar, indudablemente el Gobierno, y especialmente su ministro de Guerra, el general Fernández, desplegaron para aniquilarla totalmente una grande y eficaz actividad. Lástima que a esta se añadieran actos de crueldad y anuncios de represalias inútiles y que, a mi juicio, poco sirvieron para la terminación de la contienda. Entre aquellos actos el narrador imparcial tiene forzosamente que recordar la llamada prevención del ministro de Guerra, general Fernández, acto insólito y sin precedentes en la historia de nuestras guerra civiles, que conmovió y alarmó profundamente a la opinión nacional independiente, con especialidad a la conservadora, que con gran valor civil, en aquellos días de terror elevó su protesta y pidió que la prevención fuera derogada y en ningún caso se le diera cumplimiento. A la protesta se unieron el ilustrísimo y reverendísimo arzobispo de Bogotá, Herrera Restrepo, y el delegado apostólico, monseñor Vico, naturalmente en lenguaje discreto y sereno. Dos documentos memorables se escribieron sobre la prevención, firmado uno de ellos por la plana mayor del nacionalismo, don Miguel Antonio Caro y casi todos los compatriotas que lo habían acompañado durante los seis años de su administración ejecutiva en los ministerios de Estado; el otro por el doctor Carlos Martínez Silva y los más destacados jefes del historicismo conservador, quienes fueron en castigo condenados a la pena de confinamiento, que sufrieron en el municipio de Gachalá. La carta del señor Caro al ministro de Relaciones Exteriores, doctor Felipe F. Paúl, es como todas las producciones del insigne polígrafo, un documento soberbio, formidable, como se dice ahora, que sienta doctrina constitucional, y emanada de la más excepcional autoridad sobre la letra y el espíritu de los artículos del estatuto de 1886 que fijaron y regularon las facultades del Poder Ejecutivo durante la subversión del orden público.
+URIBE URIBE ASUME EL MANDO DEL EJÉRCITO REVOLUCIONARIO DEL MAGDALENA — LA OCUPACIÓN DE TENERIFE. LOS TRIUNFOS DE HERRERA EN PANAMÁ — EL MAGDALENA KORPS DEL GENERAL FLORENTINO MANJARRÉS — EL FRACASO DE LOS REBELDES ANTE LA PLAZA DE CIÉNAGA — EL TRATADO DE NEERLANDIA DE 21 DE OCTUBRE DE 1902 — FATIGA DEL LIBERALISMO COSTEÑO POR LA GUERRA — LA PROPAGANDA PACIFISTA DE EL NUEVO TIEMPO, DE CARLOS ARTURO TORRES Y JOSÉ CAMACHO CARRIZOSA. EL TRATADO DE CHINÁCOTA — EL TELEGRAMA EN QUE EL DOCTOR JOSÉ JOAQUÍN CASAS, MINISTRO DE GUERRA, ORDENÓ AL GENERAL JUAN B. TOVAR, JUZGAR Y SI ERA PRECISO FUSILAR A URIBE URIBE — LA NOBLE RESPUESTA DE TOVAR, TIMBRE DE GLORIA PARA SU RECUERDO.
+LA GUERRA CIVIL EXPIRÓ, precisamente en los dos departamentos en donde había cobrado mayor empuje: Magdalena y Panamá, en los que se encontraban, comandando las tropas revolucionarias, sus dos más prestigiosos caudillos: los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera.
+Encargado Uribe Uribe del mando en jefe del ejército revolucionario del Magdalena, que había superado con éxito durante todo el año de 1902 en las provincias de Padilla y Valledupar a las órdenes del general Clodomiro F. Castillo, lo encaminó hacia las orillas del gran río, ocupando primero a Tenerife, posición estratégica las más adecuada para interrumpir el tránsito por la vía fluvial. Tal movimiento era indudablemente acertado, pues en aquellos días bajaban el Magdalena numerosos cuerpos de ejército del Gobierno que se encaminaban hacia el Istmo, en cuyo territorio el general Benjamín Herrera había obtenido victorias, al parecer decisivas y que algunos creían preludio de la toma inevitable de Panamá. Fue muy breve la estadía de Uribe Uribe en Tenerife y logró causar algunos daños, mas no de consideración, a la flotilla del Gobierno que transportaba tropas, pues el caudillo revolucionario tenía un cañón de bastante alcance que manejaba con habilidad un joven artillero, por cierto, oriundo de Panamá y de apellido Arosemena. Pero una sola pieza no es suficiente a paralizar el tránsito en un río como el Magdalena, de curso tan sinuoso y con «tantas vueltas», como dicen los navegantes. La velocidad que tiene un barco que baja el río y el número de los que bajaban llevando tropas hacían imposible que una sola pieza de artillería y un fuego no muy nutrido de infantería lograran paralizar el tránsito. Desocupó Uribe Uribe a Tenerife y siguiendo el curso del Magdalena, hacia abajo, apareció con el grueso de sus fuerzas en Remolino y destacó una pequeña porción de ellas hasta Sitionuevo, pero era visible su objetivo militar: dirigirse a Ciénaga o San Juan de Córdoba.
+Fue entonces cuando el general Juan B. Tovar, jefe civil y militar del departamento de Bolívar y comandante en jefe del ejército del Atlántico, tuvo la feliz inspiración de llamar al servicio activo al general Florentino Manjarrés y encargarlo del mando supremo del que pudiéramos llamar Magdalena Korps, que sería más afortunado en sus operaciones que el Afrika Korps. Al lado del general Manjarrés colocó Tovar a un joven militar santandereano, muy valeroso e inteligente, el coronel Urbano Castellanos, y a otro jefe, de larga carrera militar, muy arrojado y audaz, el coronel Gregorio A. Garzón. En realidad, el objetivo de Uribe Uribe era Ciénaga y asaltó la plaza y, después de una reñida batalla, retiróse Uribe Uribe diezmadas duramente sus fuerzas de asalto, propuso a Manjarrés un convenio da paz, y este, en acuerdo con Tovar, inició las negociaciones del caso. Poco tiempo se gastó en ellas y el 24 de octubre, día onomástico del general Uribe y creo que también de su nacimiento, se firmó el tratado de Neerlandia, en el que quedaron comprendidas también las fuerzas revolucionarias que subsistían aún en el departamento de Bolívar.
+El liberalismo estaba fatigado y harto ya de la guerra, lo cual quedó demostrado con el débil entusiasmo que sintiera Barranquilla, fortaleza del partido, ante la cercana presencia de Uribe Uribe. Ya nadie pensó allí en abandonar la ciudad para engrosar el ejército del gran caudillo; nadie se hacía ya la ilusión de que una sola victoria, por lo demás, dudosa e incierta, pudiera reparar los desastres anteriores, y generalmente se hablaba con indiferencia de los triunfos de Herrera en Panamá, como de algo que pasara en un mundo distinto y lejano. Un año, meses antes, la presencia de jefes revolucionarios cerca de Barranquilla, en ningún momento del prestigio de Uribe Uribe, determinaba el que jóvenes liberales entusiastas, aun de las clases más elevadas y pudientes, escaparan de ella y de sus hogares para unirse a sus copartidarios. Cito al azar nombres de algunos de ellos: Gregorio Obregón, Fernando E. Baena y Pablo J. del Real. El primero, único entre los de su extensa familia que comulgó desde cuando tuvo uso de razón en la ideología liberal, hijo del acaudalado hombre de negocios don Evaristo Obregón, mimado por los suyos, que regresó, de Inglaterra, después de sólidos estudios en un instituto católico regentado por los jesuitas. Inteligentísimo, de una singular hermosura física; acostumbrado al confort, a la vida elegante; y cautivo de la belleza de una de las muchachas más distinguidas de Barranquilla, Gregorio Obregón no vaciló un momento en abandonar todo aquello para ir a la defensa de sus ideales, como lo hiciera su hermano Andrés, conservador, al hacer campaña en Bolívar al lado de los generales Pedro Nel Ospina, Carlos E. Restrepo y Víctor M. Salazar. Dos años antes, Fernando E. Baena y Pablo J. del Real, dos muchachos de familias liberales, en quien nadie podía sospechar aficiones militares, ni disposiciones para dura vida de los campamentos, poetas y literatos, también dejaron sus hogares y corrieron las aventuras de la guerra al acercarse a Barranquilla el general Vicente Carlos Urusta con tropas revolucionarias, sin otra esperanza de victoria que la bravura del veterano jefe.
+Es que los pueblos se cansan de la guerra cuando de ella no recogen otra cosecha que la muerte, el exterminio y la ruina. Es que, además, había abierto ya hondo surco en la conciencia del liberalismo la propaganda por la paz que hacía El Nuevo Tiempo de Bogotá, diario dirigido, escrito y redactado por José Camacho Carrizosa y Carlos Arturo Torres. En la terminación de la guerra estos dos eminentes e ilustres escritores tuvieron más acciones que los métodos drásticos empleados por el general Arístides Fernández, que los fusilamientos, las prisiones y los empréstitos. Colombia es una nación tradicional y excepcionalmente intelectual, aquí la palabra hablada y la palabra escrita ejercen más influencia que la espada y el fusil.
+El tratado de Neerlandia no fue recibido favorablemente por el Gobierno central. Apenas alcanzó su final aprobación en virtud de las amplias autorizaciones de que él mismo había investido al general Tovar y de que lo respaldó desde el primer momento la autoridad moral del general Ramón González Valencia, jefe de un grande ejército, cargado de laureles y merecimientos, que también había celebrado, poco antes, un convenio análogo en Chinácota con los revolucionarios de Santander.
+Pocos hombres de tan buen sentido, de tan recto juicio, tan benévolos y piadosos, tan abnegados y puros que he conocido en mi vida como el general Juan B. Tovar. Y tan celosos en el cumplimiento de su deber. Yo lo vi en Barranquilla presa de un terrible paludismo, adquirido en grande campaña por climas mortíferos e insalubres. Ardido en la fiebre, dirigiendo desde su lecho las operaciones militares, atendiendo los negocios administrativos con ese criterio de justicia y de equidad que distingue a los varones cristianos que gobiernan a los pueblos como gobiernan a sus propias familias. Ninguno había sido en los campos de batalla más valiente y heroico que Tovar, pero en su corazón no había odio para sus adversarios, deseaba ardientemente la paz y la reconciliación con ellos. Su recto juicio le hacía ver claro que la indefinida prolongación de la contienda equivalía a ruina total e irremediable del país, el sacrificio de vidas humanas. Esto era la esperanza de redención de la patria, de la juventud, casi que de su niñez, pues los últimos contingentes militares que llegaban a la Costa estaban integrados por muchachos que no pasaban de los dieciocho años de edad. El temple de su carácter, la firmeza de su espíritu los demostró Tovar en un episodio que si rememoro no es para mortificar a mi querido y respetado amigo, el doctor José Joaquín Casas, sino más bien para explicar su actitud y absolverlo de premeditación o crueldad en ella. Estaba yo una mañana cerca al lecho de enfermo del general Tovar cuando su secretario, amigo íntimo, pariente político, el general y doctor Daniel Carbonell, le entregó el siguiente mensaje:
+«Vía Galveston. The Central & South American Telegraph Co. Octubre 31 de 1902. —Bogotá. General Juan B. Tovar. Barranquilla. Servíos disponer que inmediatamente se juzgue a Uribe Uribe por un consejo verbal de guerra y que a la sentencia se le dé el cumplimiento sin contemplación alguna. —Amigo, José J. Casas».
+No advertí en la fisonomía del general Tovar al leer y releer el anterior mensaje muestra de indignación de ira o de desconcierto, mas sí que se había formado una resolución inquebrantable, irrevocable, sobre el grave problema que se le planteaba ante su conciencia, ante su honor militar por la orden que le comunicaba su superior jerárquico. Tuvo el general Tovar la amabilidad de darme, para que lo leyera, el cablegrama del ministro de Guerra, exigiéndome que sobre él guardara la más absoluta reserva, pues su deber militar le exigía no aparecer ante el público con el carácter de insubordinado.
+Inmediatamente dio instrucciones a su secretario Carbonell para que, a la mayor brevedad, y por las vías cablegráfica y telegráfica, contestara con las siguientes palabras, que él mismo dictó y que su secretario escribió rápidamente con lápiz y sobre una tira da papel:
+«Barranquilla, noviembre 4 de 1902. Señor ministro de Guerra, doctor José Joaquín Casas. Bogotá. He ganado la espada que llevo al cinto combatiendo lealmente en los campos de batalla: prefiero romperla sobre mi rodilla antes que mancharla con sangre mal derramada y con la violación de la palabra que en nombre del Gobierno he comprometido. Servidor, Juan B. Tovar, general en jefe».
+La fecha del cablegrama del doctor Casas, 31 de octubre, la fecha en que fue firmado el tratado de Neerlandia, 24 de octubre, que no llegó a Barranquilla para su aprobación sino el 25 en la mañana, la dificultad de las comunicaciones telegráficas entre la costa Atlántica y la capital de la República en aquella época y de que la cablegráfica era bastante difícil, pues había que enviar los mensajes de Barranquilla a Panamá por la marítima, me hace creer honradamente, desnudo de prejuicios y mucho menos de desafecto al doctor Casas, que él dictó su orden conociendo sólo la noticia de que el general Uribe Uribe había capitulado, sin conocimiento de las circunstancias y términos de la capitulación, circunstancias y términos que sólo debió conocer posteriormente. Lo cual no disminuye en nada la nobleza, la gallardía que inspira el texto de la respuesta del general Tovar, que es ella sola timbre de gloria para el amigo cuyo recuerdo es tan grato e indeleble en mi memoria.
+SIMPATÍA DEL LIBERALISMO BARRANQUILLERO POR EL GENERAL URIBE — EL ENORME PRESTIGIO DEL GUERRERO VENCIDO. TOMÁS SURÍ SALCEDO NO PRESENTA AL CAUDILLO — EL DESARME DE LAS GUERRILLAS REVOLUCIONARIAS DE BOLÍVAR. EL GENERAL HERIBERTO A. VENGOECHEA — LA FIRMA DEL TRATADO DEL WISCONSIN — LOS BRILLANTES ÉXITOS DEL GENERAL BENJAMÍN HERRERA EN PANAMÁ — EL PRIMER DESEMBARCO DE LA INFANTERÍA DE MARINA AMERICANA EN EL ISTMO — UNA SOLICITUD DEL GOBIERNO COLOMBIANO AL DE WASHINGTON QUE NO FUE CONOCIDA DEL MINISTRO CONCHA. LAS INTERVENCIONES AMISTOSAS DE LOS MILITARES AMERICANOS EN PANAMÁ — EL INTERÉS DE LOS ESTADOS UNIDOS PORQUE HUBIERA PAZ EN NUESTRO PAÍS — MI RUINA ECONÓMICA — EL DOCTOR ANTONIO BURGOS — CÓMO CONOCÍ A CARLOS VILLAFAÑE — CON EL PECADO Y SIN EL GÉNERO — TERMINA EL AÑO DE 1902 — CLODOMIRO F. CASTILLO.
+POCOS DÍAS DESPUÉS DE FIRMADO el tratado de Neerlandia llegó el general Uribe Uribe a Barranquilla con el propósito de dirigirse al interior del departamento de Bolívar a cumplir el compromiso que había adquirido con los representantes del Gobierno: desarmar y hacer rendir las guerrillas revolucionarias que allí operaban todavía. El liberalismo de la ciudad lo recibió con grandes muestras de simpatía y acatamiento. Especialmente las clases populares, que lo seguían a todas partes ávidas de contemplarlo de cerca, naturalmente en silencio, pues hubieran sido exóticos los vivas o aclamaciones. Esa avidez, esa curiosidad de los humildes llegaba a tal punto que una noche pasaba yo en coche por la llamada plaza de la Tenería, y tuve que desviarlo porque había tal aglomeración de gentes que estaba paralizado el tránsito de los escasos vehículos rodantes que existían entonces en Barranquilla. Pero detúvome un instante para ver el gentío e indagar la causa de aquella imponente y callada manifestación. Pues era que el general Uribe Uribe había llegado en esos momentos a la casa de un vecino después de haber servido de padrino del bautizo de un niño en la iglesia de San Roque, a cuya entrada se había formado, por los vecinos del barrio, una manifestación análoga, espontánea y fervorosa. El guerrero vencido conservaba aún enorme prestigio, simpatías y adhesión total del pueblo.
+Uribe Uribe no se hospedó en hotel, una distinguidísima señora liberal, doña Fermina Salcedo de Martínez, le arregló una casa de su propiedad en la carrera Líbano, para que pasara cómodamente en ella los pocos días que iba a permanecer en Barranquilla. Hasta allá me llevó Tomás Surí Salcedo para que conociera y tratara al renombrado huésped, que indudablemente ejercía singular atracción sobre cuantos a él se acercaran, fueran cuales fuesen las opiniones políticas del visitante. Figura apuesta y de vigorosos lineamientos, rostro severo, mirada inquisidora, amena, discreta e instructiva conversación. Advertíase al punto que las penalidades y fatigas de una larga campaña, las responsabilidades del mando y la de haber lanzado al país y a su partido en la terrible aventura bélica no habían producido desmedro, ni dejado apreciable huella en su vigoroso organismo, gracias a reglas de higiene, cuidadosamente practicadas, y a la total carencia de vicios. No fumaba, ni bebía licor, y era casto. Mostró en la conversación el deseo de conocer lo que estaba ocurriendo en el mundo civilizado, especialmente en Francia, e interesábase por los efectos, que hubieran producido las leyes, ya votadas, sobre asociaciones y congregaciones, separación de la Iglesia y el Estado, de Waldeck-Rousseau. Yo acababa de recibir un libro del padre Maumis, dominicano, muy notable, titulado Las crisis religiosas y las lecciones de la historia, y le ofrecí facilitárselo, promesa que cumplí inmediatamente, enviándoselo apenas llegué a mi casa.
+Corta fue la estada del general Uribe entonces en Barranquilla. A poco se internó en Bolívar, acompañándolo como representante del Gobierno, para la rendición y desarme de las guerrillas, el general Heriberto A. Vengoechea, escogido con mucho tino para tan delicada comisión por el general Juan B. Tovar. Vengoechea era uno de los jefes más veteranos, expertos e instruidos en el arte militar del Ejército de la República, y había ascendido al grado de general de división por rigurosa escala. Comenzó su carrera en la antigua Guardia Colombiana. Se sabía del cabo al rabo el viejo código militar, y lo interpretaba con muy recto criterio. De carácter alegre, chancero, con sus puntas de diplomático, para heraldo de paz estaba como de encargo. Este amigo y compañero de mi padre vive todavía, ha llegado a más de los noventa años de edad, fuerte, sano, en el completo uso de sus facultades intelectuales, lo que no deja de ser una bendición de Dios. Encaneció desde muy joven y dio en teñirse bigote y cabellos con las tinturas más afamadas, cambiando siempre la que usaba por otra más novedosa y afamada. En su equipaje llevaba siempre una buena provisión de tinturas, pero fue tan larga su excursión con el general Uribe Uribe por el interior de Bolívar que se le agotó la tintura, y regresó a su casa con la cabeza tan blanca que cuando tocó a su puerta para entrar, sus hijos, entonces pequeños, no lo reconocieron al momento y dizque uno exclamó: Aquí ha entrado un señor viejo.
+La operación que ejecutaron los generales Uribe Uribe y Vengoechea fue perfecta. Ningún fusil quedó en poder de particulares, y cuando tres años después el presidente Reyes hizo recolección de armas, en el departamento de Bolívar no se encontró sino un escaso número y ello en poder de amigos del Gobierno. Se revelaba así el propósito firme e inquebrantable del general Uribe Uribe de abandonar los caminos de la guerra en la reconquista del poder para su partido. La experiencia había sido muy dura y costosa y así lo dijo en un manifiesto que lanzó en Barranquilla al dar cuenta a todos sus copartidarios del país del convenio de Neerlandia.
+Menos de treinta días después se firmó el Tratado del Wisconsin en la bahía de Panamá, y la hoguera que había consumido tantas vidas y tantas riquezas quedaba apagada.
+No estaba yo en Panamá cuando se celebró el Tratado del Wisconsin. Hice mi último viaje al Istmo en el mes de agosto de 1902, y regresé a Barranquilla en el primer vapor francés de septiembre el 5, por cierto el Versalles, de gran velocidad, pero más caliente que un horno, pues había sido construido para la navegación en los mares del norte de Europa. Así fue como pude seguir de lejos los movimientos del ejército comandado por el general Benjamín Herrera y sus brillantes éxitos, hasta el último, que me pareció de simulación. El invicto caudillo amenazaba acercarse a las ciudades de Panamá y Colón y a la línea del ferrocarril. Fue entonces cuando desembarcó por primera vez la infantería de marina de los Estados Unidos para proteger y garantizar el tráfico, entiendo que por petición del Gobierno de Colombia y sin previo aviso de lo que iba a hacerse a nuestro ministro en Washington, el doctor José Vicente Concha.
+Hasta aquel día la conducta del Gobierno de los Estadas Unidos fue irreprochable y de respeto a la soberanía de Colombia, de una absoluta imparcialidad ante la conmoción interna y notoriamente conciliadora y humanitaria. Sus naves de guerra que visitaban periódicamente los puertos de Panamá y Colón no hacían en estos prolongadas estaciones, y no desaprovechaban las oportunidades de ofrecer a nuestros bandos combatientes, sin distinción ni preferencia, los servicios que requerían para la atención de sus enfermos y heridos. Pero, es más. Veíase claramente que tenían instrucciones de su Gobierno para mediar entre los beligerantes y obtener la cesación de hostilidades por tratados o convenios. Naturalmente al Gobierno de los Estados Unidos le interesaba que en Colombia se restableciera la paz, y que se pudiera negociar bajo una atmósfera serena la excavación del canal.
+El movimiento del general Herrera sobre la línea del ferrocarril, Colón y Panamá, que jamás pensó él en ejercitar por consideraciones patrióticas y muy serios temores de que él pudiera comprometer la soberanía de la República, según lo explica claramente en sus Memorias de la guerra de los Mil Días el general Lucas Caballero, a mí me partió por el eje, me arruinó materialmente. Ya he dicho antes que me habían metido en la cabeza un negocio de exportación de ganado a Panamá, en donde la carne escaseaba y había alcanzado altísimo precio. Obsesionado con la ganancia que obtendría en el negocio al fin me embarqué en la aventura, pero demoré más de lo prudente en lanzarme a ella. Desde el mes de mayo había obtenido el permiso del general Joaquín F. Vélez para hacer la exportación, y no la hice hasta el mes de agosto. Con tan mala suerte que llegué a Colón con un cargamento de reses, de cerdos —un centenar— el mismo día en que las avanzadas de las tropas del general Herrera ocupaban un potrero a inmediaciones de Colón para que descansara el ganado después de un viaje marítimo de cuarenta y ocho horas. Recuerdo que el primer presentimiento de mi desastre lo tuve en Cartagena, en donde el vapor que me llevaba se detuvo en escala. Bajé a la ciudad para saludar a la señora Soledad Román de Núñez y al general Joaquín F. Vélez, que ya no era jefe civil y militar de Bolívar y a quien debía gratitud por la benevolencia y afabilidad con que siempre me había tratado. Él, con esa experiencia que sólo se adquiere con los años, me dijo: «Temo que usted haya tardado mucho en hacer su negocio, pues entiendo, por cartas que he recibido de Panamá de personas de influencia, que los revolucionarios se están acercando a la línea del ferrocarril».
+Y al llegar a Colón me encontré ante este dilema: o mi ganado se moría de hambre y de sed en Colón, o se lo comían las tropas revolucionarias. El cómo salí de este callejón sin salida es cosa que no le importa a mis lectores. De mis dificultades financieras me salvó la liberalidad de la casa de banca Isaac Brandon Brothers, y el ganado me lo compró al mejor y más razonable precio, en aquellos momentos de alarma y de incertidumbre, don Manuel Espinoza, cartagenero establecido tiempo atrás en el Istmo, que tenía, por cierto, una farmacia en la llamada Avenida, o sea, la vía que comunicaba directamente el centro de la ciudad con la estación del ferrocarril. Apenas hice una pequeña utilidad en el lote de cerdos, gracias a las diligencias y buenos oficios de don Orondaste F. Martínez, otro cartagenero que residía en Colón desde los tiempos de la Compañía Francesa del Canal, y buen amigo de mi padre.
+Desde Barranquilla había viajado con el doctor Antonio Burgos, el Menor Burgos, como se le llamaba desde cuando en 1896 ocupó puesto en la Cámara de Representantes por la circunscripción de Panamá antes de haber cumplido la edad requerida por la Constitución, al igual que Guillermo Valencia, Burgos quería interesarse en el negocio. Fue a Barranquilla para estudiarlo y ver si era el caso de repetirlo en mi compañía. Era en aquel tiempo un joven apuesto, elegante, de viva inteligencia. No le he vuelto a ver en la vida, pero he visto en los diarios de Panamá y de otras partes del mundo que abrazó la carrera diplomática y ha desempeñado puestos importantísimos como plenipotenciario de la nueva República en naciones de Europa.
+Siempre recordaré el regreso a Barranquilla después del Waterloo de mis negocios. En aquel vapor Versalles, con malísimo tiempo, salimos del puerto a eso de las cinco de la tarde con señales de borrasca. Desatóse con furia en las primeras horas de la noche, después de la comida, y al pasaje le quedó prohibido permanecer en el puente. Nos refugiamos en el bar y los salones. En el bar ensayé dos vicios que hasta entonces no conocía, a pesar de mis veintisiete años: el cigarrillo y el póker. El primero creo que no lo abandonaré sino con la muerte. Tenía como compañero de viaje al general Carlos M. Sarria, quien desde su entrada a bordo estaba empeñado en obtenerle la mejor acomodación posible a un joven de cortos años, coterráneo suyo, a quien habían dado de baja en Panamá porque había contraído un mortal paludismo, de quien me habló antes de presentármelo en el bar, haciéndome de él, de su inteligencia, de su inspiración poética, los más calurosos elogios. El joven era Carlos Villafañe. Al fin, hacia la medianoche, Sarria y yo logramos que se le diera acomodación en primera clase, pues la fiebre estaba materialmente devorándolo. En Barranquilla permaneció algún tiempo Villafañe y entró a la redacción de Rigoletto, el diario que fundamos Eduardo Ortega y yo, que ya era de la exclusiva propiedad del primero por venta que le hice de mi parte. En Rigoletto publicó sus primeras poesías, sus chispeantes crónicas Villafañe, quien se hizo estimar y querer muy pronto, más que por su luminosa inteligencia, por su carácter leal, suave y festivo.
+Considero innecesario hablar sobre la terminación de la guerra en el Istmo, porque mis lectores pueden documentarse mejor en el libro del general Lucas Caballero, Memorias de la guerra de los Mil Días, escrito con bastante imparcialidad y criterio elevado, aun cuando le encuentro cierto fanatismo por los talentos militares del general Herrera que no comparto en su totalidad. Es indudable que Herrera supo darle a su ejército en el Istmo una férrea disciplina, una organización excelente, lo cual redundó en beneficio de su moralidad individual y colectiva; pero me atrevo a opinar que el esclarecido jefe cometió un error al permanecer en el Istmo largo tiempo y que resolvió tarde cambiar el teatro de sus operaciones, trasladándolo a las costas del Atlántico, donde se le ofrecían amplias perspectivas. En lo que sí tiene razón, y harta, el general Caballero, es cuando afirma que el ejército del Gobierno habría sido impotente para vencer a Herrera en el propio campo donde este operaba. Terminóse la guerra y no apareció siquiera en el horizonte marino el famoso crucero Pinto que ofreciera el Gobierno de Chile a trueque del voto de Colombia en contra del arbitraje obligatorio. Nos quedamos, como dice el vulgo, con el pecado y sin el género. Ya después de firmado el Tratado del Wisconsin llegó un vapor para el Pacífico que compró el doctor Concha en los Estados Unidos. Sin transportes marítimos las tropas del Gobierno no podían moverse sobre el interior de Panamá, y si lo hubieran arriesgado habrían sido víctimas de las enfermedades y del hambre. Y de las primeras ya lo estaban siendo en Panamá, pues la mortalidad en ellas alcanzaba un índice elevadísimo. El beriberi, el paludismo, la disentería, la viruela, estaban haciendo su agosto en los soldados oriundos del interior de la República que constituían, por lo menos, el noventa por ciento del ejército. La suerte que se le esperaba al internarse en el departamento de Panamá era la que ya habían sufrido los generales Luis Morales Berti y Francisco de P. Castro; una honrosa capitulación concedida por el general Herrera, que era un jefe gallardo, generoso y que hacía guerra civilizada.
+Más o menos a mediados del mes de octubre pasaron por Barranquilla el general Nicolás Perdomo, ministro de Gobierno y comandante en jefe del Ejército en operaciones sobre Panamá y el general Alfredo Vásquez Cobo, su jefe de Estado Mayor general. Los conservadores les dimos un banquete en el café o restaurante más elegante de la ciudad, La Estrella. A mí se me designó para ofrecérselo y lo hice en un corto discurso, al cual respondió el general Vásquez Cobo. De entonces arranca mi amistad personal. Jamás interrumpida, aun cuando muchas veces estuvimos en desacuerdo sobre cuestiones políticas, «con la estrella que comenzaba a ascender». De Vásquez Cobo tendré oportunidad de hablar mucho en la Historia de mi vida.
+Para terminar el resumen de 1902, año de la terminación de la guerra, referiré este episodio. Con el general Uribe Uribe llegó a Barranquilla su segundo, el general Clodomiro F. Castillo. Nadie sabía dónde se había hospedado, su paradero manteníase en la más absoluta reserva. Sobre él pesaba la amenaza; el aviso de que sería asesinado por adversarios políticos que tenían cuentas para cobrarle. Castillo nos mandó llamar a Aurelio de Castro y a mí, confiando en nuestra hidalguía y buena fe. Fuimos a la casa donde se ocultaba y lo visitaba sólo un joven copartidario suyo, oriundo de Riohacha, Enrique Camilo Riveira, que en todo tiempo, ha prestado a su colectividad los más eficaces y oportunos servicios. Probablemente a él le está ocurriendo lo que a tantos otros liberales de viejo cuño. Los neos lo hablan echado en olvido.
+Y levantaré el telón para 1903.
+POBREZA DEL PAÍS EN EL SIGLO PASADO — LA RUDIMENTARIA ECONOMÍA NACIONAL — LA MINÚSCULA DESTRUCCIÓN DE RIQUEZA QUE TRAJO LA GUERRA — LAS PÉRDIDAS MATERIALES EN LA INDUSTRIA CAFETERA Y EN LA GANADERÍA. LAS DIVISIONES ENTRE HERRERISTAS Y URIBISTAS Y NACIONALISTAS E HISTÓRICOS — LA MUERTE DE MARTÍNEZ SILVA. LA RESPETABILIDAD PERSONAL DE MARROQUÍN — SOBRE EL FILO DE UN CUCHILLO, BORDEANDO EL ABISMO — MIS DOS VIAJES A BOGOTÁ EN 1903 — LA CARENCIA DE ARTÍCULOS DE PRIMERA NECESIDAD QUE HABÍA EN EL INTERIOR — LA AGRADABLE COMPAÑÍA DEL DOCTOR ABADÍA MÉNDEZ — UNA CACERÍA DEL EXPRESIDENTE A ORILLAS DEL MAGDALENA — RUINAS DE HONDA A FACATATIVÁ. ENTREVISTAS CON EL SEÑOR MARROQUÍN — EL TRATADO HERRÁN-HAY — ANSIEDAD EN PANAMÁ — DESTITUCIÓN DE LOS MINISTROS CASAS Y FERNÁNDEZ.
+TENGO PARA MI COLETO QUE LA guerra de los tres años fue para el país más ruinosa en lo que tocaba a lucro cesante que a daño emergente. Porque, la verdad sea dicha, era muy pobre, muy rudimentaria la economía del país durante el siglo pasado. Aquí no había grandes fábricas, ni instalaciones hidroeléctricas, ni represas, ni ingenios, ni telares, todavía no habíamos inventado el sistema de manufacturar trayendo del exterior las materias primas. El lento y desesperante ritmo de nuestro progreso quedó paralizado, pero la destrucción de riqueza fue minúscula en comparación con la de las vidas humanas. Todo se reducía en el primer renglón, el de la riqueza destruida, a casas incendiadas y derruidas, especialmente en los campos y haciendas, a trapiches inutilizados y al ganado vacuno que se comieron las fuerzas combatientes del uno y otro bando, y al caballar, que fue sacrificado en los combates de los hombres y en largas, fatigantes jornadas. El país vivía, si no satisfecho, por lo menos resignado, al régimen del libre cambismo, a la escuela manchesteriana, templo, hoy vacío, en donde oficia sólo un bien querido e ilustre amigo, don Juan Lozano y Lozano. Y el libre cambismo lo iba exagerando automáticamente la depreciación del papel moneda, porque a consecuencia de ella los impuestos aduaneros resultaban irrisorios, ridículos. La única industria que recibió grave quebranto con la guerra fue la del cultivo y explotación del café, y también la ganadera, porque al terminar la de Independencia de Cuba comenzó una apreciable corriente de emigración de reses hacia la isla maravillosa. Lo que sí quedaba en quiebra, y sin vislumbre ni síntoma de salud, era la política colombiana, la organización de sus partidos políticos y el libre juego democrático que, por lo demás, nunca antes había sido perfecto, o por lo menos aconsejable. El liberalismo, que había perdido ya, antes de la guerra y durante la guerra, a sus jefes civiles más eminentes y prestigiosos, quedaba prácticamente sin rumbo y en el desconcierto, y lo que era más grave aún, profundamente dividido. La enemistad que había estallado entre sus dos caudillos militares, Herrera y Uribe, enemistad que duró hasta la muerte, produjo naturalmente el efecto de dividir al partido en dos bandos: los herraristas y los uribistas. Pero el Partido Conservador, o para mejor decir, las fuerzas de derecha, no estaban menos despedazadas. Subsistían, aun cuando bastante amortiguadas, las diferencias ideológicas y de procedimientos administrativos entre nacionalistas e históricos. Sin embargo, los primeros quedaban reducidos a un brillante Estado Mayor sin soldados y sin tenientes, porque la guerra los había ido empujando a unos tras otros a prestar su cooperación al gobierno del señor Marroquín. En realidad, el partido fundado por Núñez y Caro quedaba reducido a este último y al pequeño grupo de sus más íntimos y fieles amigos. Ya había muerto el doctor Antonio Roldán, que era la cabeza más alta y visible del antiguo independentismo.
+¿Y el Gobierno qué representaba, qué constituía como fuerza política? No era un Gobierno nacionalista, aun cuando en él colaboraran antiguos nacionalistas; debió ser un Gobierno histórico, pero no era histórico. Los hombres más importantes, los guiones de esa agrupación estaban ausentes de los consejos de ministros, se habían separado de la administración pública, a veces con ruidosas muestras de inconformidad y desaprobación a sus métodos y sistemas. Al comenzar el año de la postguerra, después de haber sufrido confinamiento en Gachalá, murió en Tunja el doctor Carlos Martínez Silva. El gobierno del señor Marroquín se había sostenido en la guerra, y se sostendría después de ella, sólo por la virtud de ser Gobierno, de representar a la postre el principio de legitimidad, y de constituir un centro directivo, una autoridad, un muro de resistencia ante la ola amenazante de la revolución. Y justicia es reconocerlo también, por la respetabilidad personal del señor Marroquín, por ciertas cualidades de habilidad que tenía escondidas aquel anciano inteligente y malicioso, arrancado de improviso de sus tranquilas labores literarias y a la dulce vida campestre. Durante tres años el señor Marroquín había vivido, lo diré haciendo uso de una frase de Nietzsche, sobre el filo de un cuchillo, bordeando el abismo, lo cual demuestra acaso que si no hubiese entrado tarde a la política, podría presentarse como modelo y espejo de los viejos políticos, o sea, de los que no se dejaban arrastrar por las pasiones y sobrenadaban en los naufragios. Sus talentos de novelista le sirvieron mucho para la política, que es el arte de conocer a los hombres y de saber dominarlos.
+Dos viajes hice a Bogotá en 1903. Emprendí el primero el 31 de enero, a bordo del vapor Tolima, y el segundo en este mismo barco a principios del mes de abril. No vine a la capital a buscar empleo, pues he dicho antes que he tenido siempre repugnancia por los puestos públicos. Vine a vender harina, azúcar, arroz, y queroseno. En el primer viaje pude prescindir de llegar hasta Bogotá, porque en La Dorada no más vendí mi mercancía con magnífica utilidad. En el interior no había materialmente nada de nada, y apenas llegaba un barco a un puerto, acudían los comerciantes a proveerse de los artículos más indispensables. Ya en el mes de abril no era tan grande la escasez, y más fácil y menos riesgosa la comunicación entra Honda y Bogotá. El viaje en el Tolima, iniciado el 31 de enero, bate el récord de la lentitud entre los muchos que hice por el río Magdalena durante el siglo pasado. Llegamos a La Dorada el 21 de febrero, es decir, empleamos veintidós días remontando el río, cuatro más de los que se empleaban entonces entre Puerto Colombia y Saint-Nazaire o Burdeos. En la memoria de los viejos navegantes no había recuerdo de una sequía semejante en el Magdalena. Tuve como compañero en ese interminable viaje al doctor Miguel Abadía Méndez, que llegó a Barranquilla el 25 de enero, después de haber desempeñado su misión diplomática en Chile. Y pocos compañeros tan agradables, tan amenos y tan útiles como él. Tan útiles digo, porque en una prolongada varada ya no teníamos qué comer a bordo, y el doctor Abadía salió de caza y nos llevó una abundante provisión de aves, y hasta enseñó al cocinero la manera como debían prepararse. En La Dorada el doctor Abadía recibió un telegrama del señor Marroquín comunicándole la noticia de la muerte del doctor Martínez Silva, ocurrida pocos días antes. Como es bien sabido, el doctor Martínez Silva había sido maestro y protector del doctor Abadía y estaba ligado a él por estrecho parentesco político.
+El camino de Honda a Facatativá sí daba muestras de lo que había sido la guerra en aquella región. Y se decía, pero nosotros no tuvimos tan desagradable encuentro, que entre Rioseco y la antigua posada del Consuelo merodeaba una cuadrilla de bandoleros. Del Consuelo no existían ya sino ruinas, y no pude menos yo que echar una mirada melancólica sobre los vestigios de aquella popular hostería en donde me reconfortó y dormí apaciblemente más de una vez.
+Al llegar a Bogotá tuve la fortuna de encontrar al coronel Paulo Emilio Escobar, jefe del batallón Junín cuando mi padre era comandante en jefe del ejército del Atlántico, quien, sabedor de mi arribo a la capital, fue a saludarme al Hotel Maison Dorée, y no sé si por influencias suyas, o por las del nombre del autor de mis días, recibí poco después una tarjeta de saludo del vicepresidente Marroquín. El coronel Escobar me insinuó que fuera a visitar al señor Marroquín, y él encargóse de arreglar la entrevista. Una tarde, a eso de las dos, fui al Palacio de San Carlos a presentar mi saludo al anciano y combatido mandatario. Me recibió en una pieza en la que estaba instalada la Secretaría General, y junto con él estaba el secretario general y miembro de la Academia de la Lengua don Diego Rafael de Guzmán, a quien tuvo la bondad de presentarme. Tuvimos una conversación muy breve y banal. Las figuras del vicepresidente y su secretario eran realmente sugestivas e interesantes. Más que figuras humanas antojábanseme arrancadas a un antiguo lienzo español. En ellas había mucho de un mundo ido y lejano. Por sus fisonomías y hasta por sus vestidos, por sus gestos, por sus irónicas sonrisas, por sus locuciones familiares. «Que Dios lo guarde», me dijeron el despedirme. «Mientras yo viva aquí, esta es su casa», tuvo la gentileza de añadir el vicepresidente. Ambiente de claustro saturado de un perfume de incienso. De breves días fue mi permanencia en Bogotá, y no tuvo oportunidad de ver al señor Marroquín sino aquella sola vez.
+En mi segundo viaje, el mes de abril, y en mi permanencia, que se prolongó hasta el mes de septiembre, sí tuve con él mayor trato y logré «meterle los dedos», como vulgarmente se dice, en cuestiones políticas, aun cuando, por lo general, nuestras conversaciones eran literarias. Llegó, dígolo sin jactancia, a cobrarme cierta simpatía y cariño. Lo demuestra el hecho de que me obsequiara un retrato suyo con esta dedicatoria: «A mi querido amigo Julio Palacio». Cuando salió de la presidencia fui a verlo, y no pocas veces, a la casa donde se alojaba, en la calle 11, frente a la catedral, y por cierto al estrecharme la mano me dijo: «No hay como las amistades literarias: usted es de las muy pocas personas que han venido a verme, y no sabe cuánto se lo agradezco».
+Hasta el mes de marzo el eje, el motor, el hombre del gobierno del señor Marroquín fue el general Arístides Fernández, y su alter ego el doctor José Joaquín Casas. No querían ellos que se convocara a elecciones populares, ni que se reuniera el Congreso, ni se diera libertad a la prensa.
+Los departamentos de la costa Atlántica y los de la costa del Pacífico esperaban un alivio de su situación económica con la aprobación del Tratado Herrán-Hay, que había sido firmado en Washington el 22 de enero de aquel año de 1903. Fueron sus finales negociadores y signatarios el secretario de Estado, John Hay y el encargado de negocios de Colombia, don Tomás Herrán, hijo del prócer de la Independencia y antiguo presidente de la Nueva Granada, general Pedro Alcántara Herrán, y nieto, además, del gran general don Tomás Cipriano de Mosquera, pues su padre había contraído matrimonio con una hija de este, de nombre Amalia, por más señas. Desde su conocimiento el pacto tuvo una acogida francamente hostil en casi toda la República, con especialidad en el interior de ella. Un panameño de elevada posición política, senador por aquel departamento, había señalado como merecedor de castigo ejemplar al plenipotenciario colombiano, señor Herrán; nada menos que el de la infamante orden. Conociendo, como conocía yo, por mis recientes viajes al Istmo, el estado de la opinión en aquella zona, me permití observar a las pocas personas influyentes con quienes tenía entonces trato y comunicación, que un rechazo del tratado causaría entre los panameños profundo desagrado y que verían ellos derrumbarse el castillo de ilusiones y esperanzas que habían edificado sobre la base de la aprobación del negocio. Me permití observar aún más, que yo consideraba tan grande la pena de esperanza engañada que iban a sufrir nuestros compatriotas del Istmo, que abrigaba muy serios temores, que no eran infundadas de que en represalia tomaran determinaciones más graves para la integridad nacional. Tales temores habíame reafirmado en mi ánimo por las conversaciones íntimas que tenía con un joven norteamericano, mi vecino en el Hotel Europa. Era este John Bitlake, hijo de un cónsul de los Estados Unidos en Barranquilla, que se hizo querer mucho allá y a quien llegamos a considerar todos como hijo adoptivo de la ciudad. Bitlake hijo estaba atendiendo aquí negocios de exportación de productos tropicales, se interesaba también en minas y frecuentemente lo visitaban funcionarios de la legación americana. No era, pues, un cualquiera. Él me dijo sin alguna oportunidad, más o menos esto: «Crea usted, amigo Julio, que el Gobierno de los Estados Unidos no vería muy bien la improbación del Tratado Herrán-Hay, y si lo imprueba el Congreso, yo me iré de aquí, porque veo venir cosas muy desagradables». Esta conversación se la referí textualmente al vicepresidente Marroquín, quien me la oyó con su eterna irónica sonrisa y aparentando, al menos, no darle importancia, ni a su interlocutor, ni a su informante. Acaso el señor Marroquín tenía la convicción de que el tratado sería aprobado.
+El rumbo político que señalaron los ministros Fernández y Casas fue franca y enérgicamente rechazado por el vicepresidente Marroquín en un célebre documento muy bien escrito y mejor pensado. En síntesis, expresó en él que lo que se le proponía era asumir la dictadura, paso que estaba decidido firmemente a no dar, pues desde los primeros tiempos de la República había quedado demostrado que Colombia era tierra impropicia y estéril para las dictaduras. Los señores Fernández y Casas renunciaron irrevocablemente y al punto fueron llamados al ministerio de Guerra el general Alfredo Vásquez Cobo, y al de Gobierno el doctor Esteban Jaramillo, en su carácter de subsecretario, encargado del despacho.
+El señor Marroquín demostraba una vez más que era un político hábil y tinoso y que seguía, probablemente sin conocerla, la máxima de Núñez: «En política no se deben tener en cuenta los servicios prestados, sino los que puedan prestarse».
+LA INCORPORACIÓN DEL GENERAL VÁSQUEZ COBO Y DEL DOCTOR ESTEBAN JARAMILLO AL GABINETE DEL SEÑOR MARROQUÍN — EL MATIZ POLÍTICO DEL GOBIERNO EN 1903 — LA INFLUENCIA DE LORENZO MARROQUÍN EN EL VIRAJE DEL GOBIERNO — UN EXPERTO «CONOCEDOR DEL PAÑO» — LAS RELACIONES ENTRE EL AUTOR DE PAX, EL DOCTOR JOSÉ VICENTE CONCHA — UN POLÍTICO FLEXIBLE, PERMEABLE Y OPORTUNISTA — MINISTROS «MENORES DE CUARENTA AÑOS» HACE PRECISAMENTE CUARENTA AÑOS — LA RENUNCIA DEL SEÑOR FELIPE F. PAÚL DE LA CANCILLERÍA. UNA PROTESTA DEL VENERABLE ANCIANO — EL ABRUMADOR TRIUNFO ELECTORAL CONSERVADOR — LA ACTUACIÓN DEL REPRESENTANTE LIBERAL DOCTOR JOSÉ CAMACHO CARRIZOSA. SUS PROYECTOS ECONÓMICOS — EL SENADO «TORNASOL». LA MISIÓN POLÍTICA QUE EL CONGRESO NO CUMPLIÓ — EL REGRESO DE LOS GENERALES RAFAEL REYES Y JORGE HOLGUÍN AL PAÍS — EL SEÑOR CARO ENTRA AL SENADO — EL DOCTOR JOAQUÍN F. VÉLEZ, PRESIDENTE DE LA CORPORACIÓN.
+NO SÓLO AL GOBIERNO DEL señor Marroquín sino también a la política conservadora se les inyectaba sangre nueva, sangre joven, con la incorporación de los señores Jaramillo y Vásquez Cobo al ministerio. Ni el uno ni el otro llegaban todavía a los cuarenta años de edad y eran casi absolutamente desconocidos más de los departamentos del Cauca y Antioquia. Vásquez Cobo había regresado al país en 1894, después de haber cursado estudios de ingeniería civil en Francia e Inglaterra. Yo recuerdo muy bien que pocos meses antes de la muerte del doctor Núñez este recibió una carta del padre de Vásquez anunciándole que su hijo Alfredo «llegaría al país dentro de poco, graduado de ingeniero, y que le agradecería mucho que lo ayudara a prosperar en su carrera». La firma de la carta despertó en la memoria y espíritu de Núñez inolvidables recuerdos de su primera juventud. El padre de Núñez, el comandante Francisco Núñez García, había sido amigo íntimo del signatario de la carta, y alguna vez, en viaje hacia Tumaco, recibió hospitalidad en su casa de Buenaventura el comandante Núñez, precisamente cuando iba acompañado del futuro presidente de Colombia, entonces un mozo de quince años. El doctor Núñez contestó la carta de don José Vásquez —creo que así se llamaba el padre del general Vásquez Cobo— más o menos en estos términos: «Su grata carta me trae el recuerdo del buen y generoso amigo de mi padre. Tenga la seguridad de que haré por el hijo de usted, y considerando cumplir un deber de gratitud, con la mayor diligencia, cuanto esté en mis posibilidades». Poco después moría Núñez, y el año siguiente, en 1895, estalló la guerra civil, y entiendo por lo que me refirió el general Vásquez Cobo, que durante su breve duración sirvió un puesto secundario en el Ferrocarril de la Sabana y desempeñó la alcaldía de Zipacón. Y entiendo también que, dentro de la división conservadora, el general Vásquez figuraba como nacionalista. Pero ya he dicho antes que resultaba un tanto difícil precisar el matiz político del gobierno del señor Marroquín en 1903. El prestigio del general Vásquez lo había recibido indudablemente del Tratado del Wisconsin, en cuyas negociaciones intervino como personal delegado del general Nicolás Perdomo, quien le tomó grande estimación y cariño.
+Y de propósito quiero hacer una rectificación, después de haber consultado la colección del Diario Oficial, Vásquez Cobo fue nombrado ministro de Guerra antes del memorable mensaje que dirigieron al vicepresidente Marroquín, Fernández y Casas. Poco después de haber llegado de Panamá el general Perdomo, renunció el ministerio de Gobierno y fue ascendido a premier el general Arístides Fernández, y en reemplazo de este fue nombrado el general Vásquez Cobo.
+El doctor Esteban Jaramillo llegó a Bogotá acompañado del doctor Rafael Giralda y Viana, quien había ejercido la Gobernación de Antioquia con muy buen éxito, y siendo aquel su colaborador como secretario de Gobierno. Acercándose las elecciones para diputados a la asamblea departamental, senadores y representantes, el gobernador Giraldo y Viana dirigió a los prefectos y alcaldes de su jurisdicción la consabida circular sobre el acto que iba a efectuarse, pero ella se salió del marco común. Fue un documento político trascendental, de elocuente y atildada redacción e inspirado en ideas republicanas, y como para darle desarrollo práctico a las que habían inspirado los tratados de paz de Neerlandia y del Wisconsin. Era la circular, en la forma y en el fondo, una promesa de que se iban a rectificar en materias electorales los métodos «de la vieja iniquidad». Se decía generalmente que Giraldo y Viana había sido llamado a Bogotá por el vicepresidente para encargarlo del ministerio de Gobierno, y que traíase a Jaramillo para hacerlo subsecretario de la cartera. Ocurrió lo inesperado: el ministro en potencia murió a poco, víctima de fulminante enfermedad, pero dejó tan bien y eficazmente recomendado a su joven e inteligente secretario, que este se quedó aquí, seguro, parece lógico deducirlo, de que en la primera oportunidad el Gobierno central utilizaría sus indiscutibles capacidades.
+En la volta face que había dado el gobierno del señor Marroquín no es aventurado conjeturar que tuvo mucha parte el hijo del vicepresidente, don Lorenzo Marroquín, político él muy inquieto, perspicaz y ducho, que sabía consultar la rosa de los vientos y «conocía el paño». Fue decisiva, incontrastable a veces, la influencia de don Lorenzo en la administración de su ilustre progenitor, necesitado acaso de que alguien de su entera confianza, conocedor del mar de la política, de sus escollos y de sus sirtes, le ayudara en la tormentosa navegación que en destino le tocó hacer. Yo le oí referir al doctor José Vicente Concha, y por señas más de una vez, que cuando el vicepresidente Marroquín lo nombró su ministro de Guerra, y asistió en tal carácter a la primera sesión del Consejo de Gobierno, encontró en el salón donde este se reunía a don Lorenzo. Y supuso que apenas comenzada la sesión él se retiraría. Pero no sucedió así. El hijo del vicepresidente conservó el asiento que ocupaba en torno a la mesa del consejo. Entonces el doctor Concha, que no sabía refrenar sus impulsos, advirtió que estaba presente alguien que no era miembro del consejo y que en consecuencia, debía suspenderse la deliberación. Don Lorenzo no se hizo repetir la notificación y abandonó el recinto. Dios sabe si aquella incontenible «salida» del doctor Concha fue desde aquel día el aviso de que debía desocupar el ministerio para emprender el camino del calvario que recorrió en Washington. Y debió dejar constancia de que doctor Concha tenía por don Lorenzo Marroquín una gran simpatía: que admiraba su brillante inteligencia y no ahorraba oportunidad para demostrarle sincero afecto. Mas solía hablarle, como lo verán mis lectores después, con franqueza y energía. En suma, Lorenzo era una de las debilidades del doctor Concha, como lo fue el tuerto Guarnizo del doctor Murillo Toro.
+Ni el carácter, ni las costumbres, ni la índole de Lorenzo Marroquín casaban con la rigidez y la convencional austeridad que predominaban en el círculo de los conservadores históricos. Lorenzo había sido, y continuaba siéndolo, un nacionalista de vocación e instinto, un político flexible, permeable y oportunista, en el alto sentido del vocablo. Su influencia en los nombramientos de Vásquez Cobo y Jaramillo era bien notoria. Los visitaba con harta frecuencia: tenía con ellos largas entrevistas a puerta cerrada. Yo pude observarlo porque en mi primer viaje a Bogotá me hospedé en el Hotel Maison Dorée —calle 14, frente al Colegio del Rosario—, en donde se hospedaba también el doctor Jaramillo, quien, dicha la verdad, y pidiéndole excusas, no me fue simpático a primera vista. Añado un pequeño detalle. El doctor Jaramillo salía todas las tardes a dar largas caminatas a pie con Ismael Enrique Arciniegas, quien a poco fue nombrado secretario de la legación de Colombia en Costa Rica y El Salvador, en «misión especial», según rezaba el decreto respectivo. Arciniegas había regresado antes que el doctor Abadía Méndez de Santiago de Chile.
+Moda o costumbre eran en aquella época las caminatas a pie en las tardes, y la de pasar frente a las casas de las novias. El general Vásquez Cobo también daba sus paseos vespertinos, siempre en compañía del doctor Jorge Vélez, gobernador de Cundinamarca, y de don Carlos Tavora Navas.
+Los nombres de Vásquez Cobo y Jaramillo estaban llamados a figurar en los anales de la política nacional durante largo tiempo. El primero alcanzaba apenas a los treinta y tres años de su edad cuando ocupó por primera vez un ministerio, y el segundo a los veintisiete. Nadie, sin embargo, sorprendióse de que a edad tan relativamente temprana se les llamara a desempeñar tan elevadas funciones oficiales. Hoy asómbrase la gente de que haya ministros de menos de cuarenta años, y se asombra en un país en donde fue presidente Santander a las veintisiete, y ministros tantos otros compatriotas, así liberales y conservadores, en su primera y florida juventud.
+Otros cambios se habían realizado en el gabinete del vicepresidente. El doctor Felipe F. Paúl renunció el Ministerio de Relaciones Eexteriores, después de haber solicitado una larga licencia. El respetable anciano se preparaba para bien morir. Y aprovéchome de la coyuntura para decir que cuando el general Arístides Fernández publicó su famosa «Prevención», el doctor Paúl, en una sesión del consejo de ministros, protestó de aquel insólito acto, manifestando claramenta que si llegaba a ejecutarse, para él quedaba abierta la puerta por donde había entrado al Gobierno. El doctor Paúl fue reemplazado finalmente por el doctor Luis Carlos Rico, otro antiguo nacionalista, de origen liberal, y sin disputa, experto y profundo conocedor del importante ramo de la administración pública a que se le llamaba. Bien necesitaba la cartera de Relaciones Exteriores, en los días en que se aproximaba la reunión del Congreso y el debate sobre el Tratado Herrán-Hay, de un personaje preparado para afrontarlo, con probabilidades de acierto, como el doctor Rico.
+Se convocó a elecciones para diputados a las asambleas departamentales, senadores y representantes al Congreso, y quedó señalado el 20 de junio para la instalación de este. Elecciones singulares y Congreso típico aquellos. Del cuerpo legislativo que se reunió antes de la guerra de los Mil Días no quedaban en pie sino nueve senadores: los elegidos por las asambleas departamentales en 1898. Los de la Cámara de Representantes habían terminado sus funciones desde el 20 de julio de 1900. Las votaciones tenían que hacerse bajo el imperio del régimen electoral, por cuya reforma habían trabajado en vano, estatuto que estuvo en las manos del Poder Ejecutivo reformar, a mi parecer, por medio de decretos legislativos, cuando estaba aún investido de facultades extraordinarias. Y las votaciones se hicieron cuando apenas comenzaba a serenarse el ambiente y se amortiguaban los odios y rencores que la guerra había despertado en el corazón y en la memoria de los combatientes. Era de preverse que el partido vencedor en los campos de batalla no iba a dejarse arrebatar posiciones en las luchas cívicas y que los vencidos no estaban con ánimo, ni arrestos, para obtener en las urnas lo que no habían podido alcanzar con las armas en las manos.
+El resultado de las elecciones fue el que tenía que ser: un triunfo abrumador de los conservadores en asambleas, Cámara y Senado. Las primeras eligieron senadores para los periodos que comenzaban en 1900 y 1902: la Cámara que fue elegida correspondía al periodo de 1900 y terminaba sus funciones el 20 de julio de 1904, de manera que prácticamente los representantes iban a tener una vida muy breve. El liberalismo obtuvo sólo dos curules en la Cámara de Representantes: una de ellas le correspondió al doctor José Camacho Carrizosa, director de El Nuevo Tiempo, a quien le tocó desempeñar un papel brillantísimo, porque consagró su actividad parlamentaria a asuntos económicos y fiscales, despojándose muy oportuna y discretamente de todo prejuicio de bandería. Para el Senado no fue elegido ningún ciudadano de filiación liberal. Pero, en cambio, dentro de la política conservadora aquel Congreso de 1903 fue lo que hubiera llamado Porfirio Díaz un Congreso «tornasol». Había allí de todo: ricos, fernandistas, reyistas… Al Senado asistieron las más altas y proceras figuras. Fue a manera de senado romano; en él estuvieron don Miguel Antonio Caro, el doctor Joaquín F. Vélez, los generales Guillermo Quintero Calderón y Pedro Nel Ospina, exministros de Estado, exjefes civiles y militares de los departamentos; la flor y nata de las derechas. El señor Caro representaba el departamento de Antioquia y como suplente el señor Antonio J. Gutiérrez, quien se excusó de asistir durante todas las sesiones. El general Pedro Nel Ospina, elegido también por Antioquia, como primer suplente del principal, don Miguel Vásquez Barrientos, también excusado.
+Y aquel Congreso tenía una misión política que cumplir, y que finalmente no cumplió… porque era «tornasol»; elegir en junta privada de su mayoría los candidatos para presidente y vicepresidente de la República en el periodo constitucional de 1904 a 1910. Completaré el panorama político que se presentaba a la consideración pública, recordando que al principar el mes de abril regresó a Colombia el señor general Rafael Reyes, primer designado para ejercer el Poder Ejecutivo, y quien desde su arribo vio renacer su prestigio y su popularidad, que habían amenguado su larga ausencia y el hecho de no haber intervenido en la guerra. Estaba yo en Barranquilla el día del arribo de Reyes, que fue, si no falla mi memoria, el 11 de abril. Se hospedó en la casa de don Evaristo Obregón, en donde le hicieron los honores sus hijos Ernesto y Gregorio, pues el acaudalado hombre de negocios residía entonces en Liverpool con el resto de su familia. Acompañaban a Reyes sus hijas Sofía, Amalia y Nina. Poco antes había sido también huésped de la casa de los Obregones el general Pedro Nel Ospina. Fui a visitar a estos dos eminentes jefes conservadores. Con el general Ospina hice un largo paseo en coche que nos dio la oportunidad de conversar largamente. Ya tenía él la preocupación de que el país saliera del «remanso» en que vegetaba. No me habló de política sino de empresas industriales que era posible establecer en Colombia, de la navegación en el río Magdalena, pues acababa de dirigir personalmente en los Estados Unidos la construcción del vapor Antioquia, que resultó una de las unidades más rápidas y más apropiadas para la navegación en tiempos de sequía. Y me habló también del movimiento literario en Europa, de la política del viejo continente, de la guerra de los Boers, de las finanzas de la Gran Bretaña, de la pintura simbolista, con un perfecto conocimiento de todos los asuntos de que trataba, pasando del uno al otro sin pedantería, y con aquella tartamudez que hacía tan simpática su charla. Comprendíase que esquivaba dar concepto sobre lo que estaba ocurriendo o podría ocurrir en el país.
+Tampoco se mostraba muy locuaz y expresivo el general Reyes, y en sus conversaciones limitábase a recomendar apoyo al Gobierno del señor Marroquín, con la muletilla de que él era «un soldado de la autoridad». Impresionóme bastante la transformación que había sufrido el generar Reyes. Menos esbelto que cuatro años atrás, con medio cuerpo casi paralizado, sus movimientos eran muy difíciles, pero en cambio conservaba lúcida la mente y su habitual buen humor, que sólo perdía en los momentos de colérica impaciencia.
+También había tornado ya al país el general Jorge Holguín, de manera que todos los ases de la política conservadora se disponían a tomar posiciones. En tanto que el general Reyes se hacía lenguas en elogio de los sistemas de don Porfirio Díaz, don Jorge Holguín, con aquella penetrante visión que lo distinguía, comentaba «que indudablemente México había prosperado mucho materialmente bajo la dictadura de don Porfirio, que la paz parecía asegurada por largo tiempo, pero que él tenía sus temores de que ese régimen no se prolongara».
+Las elecciones de 1903 fueron el reflejo de la desorientación política del Gobierno central, o para expresarlo en justicia, de que él no había intervenido ni poco ni mucho en la elección de candidatos, exceptuando en el departamento de Cundinamarca, por el que fueron elegidos algunos amigos muy adictos al general Fernández, entre ellos un pariente suyo como senador; abogado muy inteligente y hábil que no figuraba en la política desde hacía largo tiempo, desde los del general Daniel Aldana; el doctor Rodolfo Zárate.
+El Congreso se instaló el 20 de junio, en sesiones extraordinarias; lo que vale decir que un Congreso que no había tenido aún sesiones ordinarias, comenzaba por las extraordinarias. El mensaje que dirigió a las Cámaras el vicepresidente Marroquín es un papel de Estado sereno, patriótico, en el que hizo un rápido análisis de los tres años tormentosos en que le había tocado presidir el Gobierno. Concluía el documento lamentándose del atraso en que se encontraba el progreso material del país, como consecuencia de la guerra y de otros factores. Y proponía de panacea para todos estos males la construcción de vías férreas.
+El Senado eligió por unanimidad, para presidirlo, al señor doctor y general Joaquín F. Vélez, homenaje muy merecido por los grandes servicios que en todo tiempo y durante una dilatada existencia había prestado a la causa conservadora el patricio cartagenero, que tenía talla de hombre nacional. El señor Caro no asistió a la instalación del Senado, pero concurrió pocos días después a ocupar la curul que dejaba vacante su principal, el señor Antonio José Gutiérrez. Al entrar a la alta Cámara el expresidente fue saludado por las barras con una calurosa ovación. No se necesitaba ser adivino para comprender que el señor Caro iba a hacerle pasar muy malos ratos al gobierno del señor Marroquín, y que entre él y el doctor Vélez le prepararían entierro de cruz alta, que a la postre resultó entierro de pobre, al Tratado Herrán-Hay.
+LA VERDAD SOBRE EL NOMBRAMIENTO DEL DOCTOR ESTEBAN JARAMILLO PARA EL CARGO DE MINISTRO DE GOBIERNO DE MARROQUÍN — OTROS MIEMBROS DEL GABINETE EJECUTIVO — EL DOCTOR ANTONIO JOSÉ URIBE EN LA CARTERA DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA — EL PLIEGO DE INSTRUCCIONES QUE SE ENVIÓ A WASHINGTON AL DOCTOR MARTÍNEZ SILVA PARA LAS NEGOCIACIONES CON LOS ESTADOS UNIDOS SOBRE PANAMÁ — UN JURISTA EMINENTÍSIMO — EL DOMINIO QUE EL SEÑOR CARO EJERCÍA EN LOS DEBATES DEL SENADO DE 1903 — UN LEÓN QUE HA ROTO LOS BARROTES DE LA JAULA DONDE ESTABA ENCADENADO — ORATORIA DE FINA IRONÍA Y DE ACERADO SARCASMO — EL ENCUENTRO CON EL DOCTOR LUIS CARLOS RICO, MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES — UNA INTERVENCIÓN DE URIBE. LA RÉPLICA DE CARO — LA FAMOSA PROPOSICIÓN SOBRE EL TRATADO HERRÁN-HAY.
+CUANDO EN HISTORIA DE MI VIDA nombro y me refiero a las actuaciones de personajes que han intervenido en la vida política y administrativa del país, si son ellos todavía habitantes de este mundo, acostumbro preguntarles si he incurrido en error u omisión. En días pasados conversaba con mi eminente y distinguido amigo Esteban Jaramillo, quien me hizo las siguientes rectificaciones sobre lo que dije de él en El Tiempo del domingo pasado. En primer término, que la circular sobre elecciones, cuya paternidad atribuí al gobernador de Antioquia, señor Giraldo y Viana, fue obra exclusiva de Jaramillo, quien, naturalmente, la consultó con su superior jerárquico: que la precitada circular no cayó muy bien en las altas esferas del Gobierno central, en donde predominaba todavía la influencia del general Arístides Fernández, lo cual motivó que Giraldo y Viana fuera reemplazado por el general Pompilio Gutiérrez: que es inexacto que él —Giraldo y Viana— hubiera sido llamado a Bogotá para encargarlo del Ministerio de Gobierno. Finalmente, el doctor Jaramillo, que no es hombre vanidoso y sí más bien modesto, me explicó el origen o causa de su rápido ascenso de subsecretario a ministro de Gobierno. Ocurrió que en una junta privada de senadores don Miguel A. Caro adujo como razón de la indiferencia o menosprecio que tenía el vicepresidente Marroquín por el Senado el hecho de que mandara a un simple subsecretario, aun cuando muy inteligente, todavía muy joven, a contestar los cargos que le formulaban a la administración ejecutiva y a quien la presidía, los miembros de la alta corporación desafectos al Gobierno. Súpolo el doctor Jaramillo y precediendo con perfecto decoro comunicó la noticia al señor Marroquín, añadiéndole que, en su concepto, don Miguel Antonio tenía razón y que debía proceder a nombrar ministro de Gobierno en propiedad, asegurándole además que el nombrado para el alto empleo podía contar de antemano con la colaboración y buena voluntad de Jaramillo. El señor Marroquín le oyó atentamente y su respuesta fue la siguiente: «Yo reuniré esta misma tarde el consejo de ministros y resolveremos lo que deba hacerse». En las primeras horas de la noche Esteban Jaramillo recibió un oficio del vicepresidente comunicándole que había sido nombrado en propiedad ministro de Gobierno.
+En aquellos días el vicepresidente hizo otras designaciones para integrar complemente su ministerio. Nombró para el del Tesoro al doctor Facundo Mutis Durán, quien poco antes se había excusado de aceptar la Gobernación de Panamá. Y de Instrucción Pública al doctor Antonio José Uribe, por excusa del doctor Nicanor G. Insignares, quien fue llamado primeramente a desempeñar tal cartera.
+El nombramiento del doctor Antonio José Uribe fue acertadísimo, no sólo por sus conocimientos y versación en el ramo que se le encomendaba, sino además porque iba a ser un poderoso y competente auxiliar del ministro de Relaciones Exteriores en los debates sobre el Tratado Herrán-Hay. Y aquí me corresponde hacer justicia al ilustre compatriota desaparecido ha pocos años. El doctor Uribe era un jurisperito de excepcional ilustración, adquirida no sólo en las aulas universitarias sino que también posteriormente en variadas y extensas lecturas. Digo que fue jurisperito, pues dominaba por igual el derecho civil, el internacional público y privado y la ciencia de las finanzas. Para remate diré, por juzgarlo así sinceramente, que era uno de los pocos colombianos que conocían y entendían el problema del Canal de Panamá con un criterio realista, limpio de prejuicios y de ofuscado patriotismo. Encargado accidentalmente del Ministerio de Relaciones Exteriores cuando se nombró ministro en Washington al titular de la cartera, doctor Martínez Silva, tocóle a Uribe redactar las instrucciones que aquel llevaba para el desempeño de misión tan grave y delicada. Esas instrucciones son modelo de discreción y buen sentido. Dicen ellas así:
+«Usía conoce perfectamente las opiniones del jefe de la República y del Consejo de Ministros sobre aquel asunto, y, por lo mismo, es innecesario que me detenga a consignarlas en este memorándum. Usía está penetrado de la necesidad de procurar, por todos los medios que estén a su alcance y dentro de las facultades del Gobierno, que se adopte definitivamente el Istmo de Panamá para la apertura del canal interoceánico. Conseguir esto en las mejores condiciones para la República es el objeto principal de la honrosa misión que el Poder Ejecutivo ha confiado a Usía.
+«Es muy probable que el Gobierno americano haga a Usía exigencias extraordinarias, de las cuales Usía naturalmente irá dando oportuno aviso al Gobierno, usando del cable, a fin de que Usía pueda obrar, en los casos más delicados con especiales autorizaciones previas del Gobierno, por lo grave que sería, dado el doble carácter de que va investido Usía, una promesa, aun cuando fuera ad referendum».
+Meses después de impartidas las instrucciones al doctor Martínez Silva y siendo todavía Uribe ministro de Relaciones Exteriores, le decía al plenipotenciario en Washington:
+«Naturalmente el Gobierno colombiano tiene plena confianza en la gran competencia y en el patriotismo y prudencia de Usía para adelantar y llevar a feliz término esta trascendental negociación: pero por lo mismo que ella es de importancia suma para la República es forzoso proceder del modo indicado, lo que, aparte de que consulta el acierto, deduce en mucho la responsabilidad de Usía y tranquiliza el ánimo de los habitantes del Istmo, siempre temerosos con todo lo que al canal de Panamá se refiere.
+«Usía queda investido de iniciativa en este asunto, pero procurará no prometer nada que imponga responsabilidades o serios compromisos al Gobierno, sin autorización previa, que habrá de darse a Usía después de conocidos y estudiados los informes de Usía.
+«Respecto de las declaraciones hechas por Usía en la prensa de ese país, el suscrito está seguro de que, como lo ha hecho saber Usía en su carta de 7 de marzo, ellas no tienen todo el alcance que una parte de la prensa colombiana le ha dado, y que, en todo caso, obtenido ya el efecto que Usía se propuso al hacer tales declaraciones, en sus conferencias y en sus notas oficiales con el departamento de Estado, se habrá ceñido a lo que pueda y deba prometerse dentro de las facultades constitucionales y legales de este Gobierno, y dentro de la conveniencia de la República».
+En 1931 el doctor Uribe publicó un libro en la Imprenta Nacional con el nombre de Colombia y los Estados Unidos, y los subtítulos «El canal interoceánico», «La separación de Panamá», «Política internacional económica». La cooperación, que es, a mi juicio, la historia más imparcial, más serena, mejor documentada, de cuantas se hayan escrito sobre las relacionas diplomáticas entre la gran nación del norte y nuestra República. El autor había sido actor y testigo de ellas desde 1901 hasta 1921. Había sido, como está visto, el ministro que suscribió las instrucciones que se dieron al doctor Carlos Martínez Silva en 1901. Un poco después, consultado por el ministro de Relaciones Exteriores sobre las negociaciones que se adelantaban en Washington para la celebración del tratado sobre excavación del canal interoceánico por el Istmo de Panamá, emitió un luminoso concepto que pone de relieve su clarividencia y su dominio del arduo negocio: en 1903 intervino, como ministro de Estado, en el despacho de Instrucción Pública, en los tempestuosos debates del Senado sobre el Tratado Herrán-Hay; en 1914 fue uno de los plenipotenciarios que negociaron y firmaron el Tratado Urrutia-Thompson y tocóle en tal carácter sostenerlo y defenderlo en las Cámaras Legislativas, y, por último, en 1921, siendo presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, le correspondió sostener la conveniencia y necesidad de aceptar las modificaciones que al pacto le había introducido el Senado de los Estados Unidos de América, y aceptadas por nuestro Congreso ellas, le correspondió, como ministro de Relaciones Exteriores del presidente Jorge Holguín, la ratificación y canje del instrumento definitivo que puso remate a los graves divergencias que surgieron entre las dos naciones con motivo de la separación de Panamá. De paso diré que el destino, la suerte, dígolo vulgarmente, que tuvo el doctor Antonio José Uribe como hombre público, no fue el que merecían sus brillantes cualidades intelectuales, su indiscutible sabiduría y los servicios que prestó a la patria en el manejo de sus relaciones exteriores. La superficialidad con que miramos y apreciamos los negocios de Estado, que deriva frecuentemente hacia la chacota, la burla y el tradicional chiste bogotano, hicieron blanco en el doctor Uribe, que fue un incomprendido. Hago votos por que la posteridad le haga plena justicia y lo consagre como a uno de los más inteligentes servidores de la República, colocándolo en el puesto que él conquistó, a virtud de sus luces, de su perseverancia, de su consagración y de su diamantina probidad.
+No pretendo ahondar en los debates del Senado de 1903 sobre el Tratado Herrán-Hay. Mero espectador de ellos desde la tribuna del cuerpo diplomático y de altos empleados, por cierto muy incómoda y estrecha en aquel tiempo, diré tan sólo que la mayor parte de las sesiones destinadas al efecto se dedicaron a discutir si ese tratado debió llegar a la alta Cámara con la aprobación del jefe del Poder Ejecutivo, de la cual carecía. Dominaba al Senado y a todos sus miembros indudablemente la soberbia elocuencia de don Miguel Antonio Caro, su vasta erudición, su autoridad y experiencia en el manejo de los negocios públicos, sus frases aceradas, que tenían ora el tono de sentencias inapelables, ora el de la fina ironía, y no pocas veces el del sarcasmo. Propuso el señor Caro que el tratado fuera devuelto al Poder Ejecutivo para que llenara la formalidad que se echaba de menos, alegando la práctica casi ininterrumpida de ella y los principios del derecho consuetudinario. Daba el señor Caro la impresión de un león que había roto los barrotes de la jaula en donde estaba encadenado y que libre ya se enfrentaba a quienes le hicieron cautivo, listo a darles el zarpazo, mostrándoles ensoberbecido los dientes y las garras. Resulta quimérico exigir al hombre público serenidad, impasibilidad de estatua, dulzura y beatitud de ángel. El hombre público, muy raras veces se despoja de sus pasiones y sentimientos. Y el señor Caro tenía cuentas, y cuentas legítimas por cobrar, al régimen que se inauguró el 30 de junio de 1900, a sus artífices y colaboradores.
+Discutiéndose la moción a que me he referido antes, el león desencadenado dio un terrible zarpazo a su antiguo amigo y copartidario el doctor Luis Carlos Rico, ministro de Relaciones Exteriores, quien, es de reconocerlo, sabía defenderse con habilidad y táctica. Al enumerar el señor Caro, como si los tuviera en la punta de los dedos, los pactos internacionales que habían llegado al Senado con la previa aprobación del Poder Ejecutivo, dijo sobre poco más o menos esto: «En esta larga lista puede introducirse sin embargo una excepción. Sin esta aprobación llegó al consejo un convenio celebrado por el Gobierno con un extranjero que intentó reclamación diplomática contra Colombia por incumplimiento de contratos con él celebrados para la ejecución de obras públicas. El extranjero se titulaba conde de Gouseencourt, y su abogado era el doctor Luis Carlos Rico, actual ministro de Relaciones Exteriores». El efecto que produjo entre los senadores aquel terrible zarpazo fue realmente extraordinario. Continuada la discusión el día siguiente, se presentó al Senado el ministerio del vicepresidente Marroquín en pleno y reintegrado. Estaban en el recinto del Senado el doctor Esteban Jaramillo, ya ministro de Gobierno; el doctor Antonio José Uribe, ministro de Instrucción Pública. Este último tomó la palabra para combatir la moción de Caro y sus amigos. Y en mi concepto pronunció una oración brillantísima en la que demostró que un gran número de tratados públicos habían ido al Senado sin la previa aprobación del Poder Ejecutivo, y refutó la tesis del derecho consuetudinario con la mesura y frialdad con que pudiera hacerlo un profesor desde su cátedra. Mas al señor Caro era muy difícil y arriesgado vencerlo. Recuerdo que su réplica comenzó con estas palabras: «Hoy tenemos refuerzo de ministros». Y fuese derecho sobre Antonio José Uribe cambiando el zarpazo por la ironía y el sarcasmo. Contó el apólogo de la gallina ponedora, para aplicárselo al ministro de Instrucción Pública. El público asistente a las barras, que generalmente se compone de gente indocta y poco conocedora de los recursos literarios, dio entonces al doctor Antonio José Uribe un grosero y vulgar remoquete que no tenía ni la más leve relación con el contenido del apólogo y la intención que tuvo el señor Caro al referirlo.
+No tengo memoria precisa de si fue en aquella sesión o en alguna otra cuando el terrible adalid, refiriéndose al joven y experto parlamentario que ya era el doctor Esteban Jaramillo, ministro de Gobierno, quien había pronunciado un excelente discurso para demostrar que todos los Gobiernos cometían errores y faltas y enumerado sin pasión en los que había incurrido el que presidió el señor Caro, este, al contestarle, comenzó diciendo: «El señor ministro de Gobierno no ha aprendido lógica».
+Pocos días después de que el Senado eximiera al vicepresidente Marroquín de aprobar previamente el Tratado Herrán-Hay —12 de agosto, por más señas— comenzó la discusión del informe que presentaba la comisión a cuyo estudio había pasado el pacto. Lo suscribía, en primer término, el senador por Panamá don Juan B. Pérez y Soto, cuyas opiniones eran ya suficientemente conocidas. Tal informe concluía conformándose a una prescripción reglamentaria pidiendo que se abriera el primer debate del proyecto de ley «por la cual se aprueba el tratado de apertura del Canal de Panamá celebrado en Washington el 22 de enero de 1903». El señor Caro presentó antes de abrirse el debate un proyecto de ley por la cual el Congreso niega su aprobación a la convención internacional firmada en Washington el 22 de enero de 1902, proyecto que después de considerandos decretaba lo siguiente:
+«Artículo 1.º No se aprueba la preinserta convención. Artículo 2.º La precedente declaración del Congreso no implica por parte de él el menor desvío respecto del Gobierno de los Estados Unidos: antes bien, por medio de la presente ley el Congreso confirma solemnemente los sentimientos de confraternidad americana que animan al pueblo colombiano, y la confianza en que las amistosas y nunca interrumpidas relaciones que felizmente existen entre Colombia y los Estados Unidos de América se mantendrán inalterables al través de los tiempos».
+El expresidente de Colombia estaba sincera y profundamente convencido de que el Gobierno de los Estados Unidos no tomaría las drásticas medidas contra Colombia que había anunciado para «el invierno próximo», en repetidas notas al ministro de Relaciones Exteriores el encargado de negocios, señor Beaupres. El señor Caro, en uno de sus admirables discursos, había declarado que los Estados Unidos eran grandes más que por su escuadra y su ejército, por su «buena fe».
+LA HISTÓRICA SESIÓN DEL SENADO DEL 12 DE AGOSTO DE 1903 EN QUE FUE IMPROBADA POR UNANIMIDAD LA DEBATIDA CONVENCIÓN — 24 VOTOS NEGATIVOS — UN ENTIERRO DE POBRE EN VEZ DE SERLO DE CRUZ ALTA — LA PROPOSICIÓN DEL SEÑOR CARO — LA DESORIENTACIÓN DE LOS ILUSTRES PATRICIOS SOBRE EL PODERÍO MATERIAL DE LOS ESTADOS UNIDOS Y SU INFLUENCIA EN LA POLÍTICA INTERNACIONAL. ACTUALIDAD EN 1903 DE UN ARTÍCULO ESCRITO POR NÚÑEZ — LOS ORADORES QUE INTERVINIERON EN LA DISCUSIÓN DEL ACUERDO — LA ORATORIA ALTANERA Y ARROLLADORA DE CARO — LA ACTITUD DEL DOCTOR JOAQUÍN F. VÉLEZ Y DEL GENERAL QUINTERO CALDERÓN — LAS CONSECUENCIAS DE LA NEGATIVA — ¿UN BIEN O UN MAL? — EL AVENTURERO BANAU-VARILLA — EL ABOGADO NELSON CROMWELL — EL DOCTOR JOSÉ DOMINGO DE OBALDÍA ES NOMBRADO GOBERNADOR DE PANAMÁ.
+EN SU SESIÓN DEL 12 DE AGOSTO de 1903 el Senado improbó el Tratado Herrán-Hay por el voto unánime de sus miembros presentes en el momento en que se discutía el informe presentado por doctor Juan B. Pérez y Soto. El debate fue muy breve. Tomaron parte en él los senadores Caro, Arango, Ospina y Rodríguez. La votación fue nominal a petición de los senadores Pérez y Soto y Ospina. El secretario contó veinticinco votos negativos, que fueron de los senadores Angulo, Arango Campo, Caro, Gerlein, Gómez Restrepo, González Valencia, González (Luis), Jiménez López, Márquez, Marroquín, Mesa, De Narváez, Ospina, Pacheco, Quintero Calderón, Rivas Groot, Rodríguez, Saavedra, Tovar, Uribe B., Vélez y Zárate. La memorable sesión había comenzado a la una y cuarenta minutos de la tarde y terminó a las seis y quince.
+Al tratado se le hacía entierro de pobre. El señor Caro quiso que se le hiciera de cruz alta y fue ese el propósito que lo animó a presentar el proyecto de ley «por la cual el Congreso niega su aprobación a la convención internacional firmada en Washington el 22 de enero de 1903». Fue, a mi juicio, un error del Senado no entrar a considerarlo porque en su parte final el expresidente de Colombia registraba, como se ha visto antes, que «la improbación del tratado no implica por parte del Congreso el menor desvío respecto del Gobierno de los Estados Unidos, antes bien, por medio de la presente ley el Congreso confirma solemnemente los sentimientos de confraternidad americana que anima al pueblo colombiano, y la confianza en que las amistosas y nunca interrumpidas relaciones que felizmente existen entre Colombia y los Estados Unidos de América se mantendrán inalterables al través de los tiempos». La precedente confirmación solemne hubiera influido, sin duda alguna, en el ánimo del Gobierno de los Estados Unidos y en la opinión americana, para mantener la esperanza de que una negociación sobre la apertura del canal a través del Istmo de Panamá, podría lograrse si al tratado improbado se le buscaba una forma más conforme con la ley fundamental de la República.
+Pero la improbación seca, sin palabra ni gesto amistoso y cordial para los Estados Unidos debió indudablemente borrar del espíritu del presidente Theodore Roosevelt y de su secretario de Estado, John Hay, aquella esperanza. No me considero con autoridad moral ni intelectual para emitir un fallo sobre la conducta de los eminentes no sólo por su ilustración y sus virtudes, sino por su amor a Colombia, en el trascendental acto de la improbación del Tratado Herrán-Hay. Ellos creyeron cumplir con sus deberes y no es lícito suponer que los guiaran sentimientos de política partidista o mezquinas consideraciones. Anoto sólo que acaso por la dilatada incomunicación con el exterior y las preocupaciones de la larga guerra civil, no existía un concepto real, no sólo sobre el poderío material a que habían llegado los Estados Unidos como consecuencia de su victoria sobre España en 1898, sino de la decisiva influencia que ejercían ya en la política internacional de las grandes potencias de Europa y especialmente sobre la Gran Bretaña. La alianza entre los dos grandes países de lengua inglesa era ya un hecho que pregonaba la abrogación del Tratado Clayton-Bulwer y la celebración del Hay-Paucenfote y la tácita aceptación por todas las cancillerías europeas de que el gabinete de Washington «se ha considerado y se considera autorizado por la doctrina Monroe para no permitir la intervención europea en todo cuanto a esa garantía de neutralidad concierna», y del extraordinario alcance dado a tal doctrina por el presidente Roosevelt en su mensaje al Congreso de los Estados Unidos de 3 de diciembre de 1901. Todo ello daba acento y tono proféticos a las palabras que escribió Núñez el 10 de febrero de 1844, en su artículo «A propósito del canal», publicado en El Porvenir de Cartagena, y que se encuentra en la obra La reforma política en Colombia, a la página 707, y que son las siguientes:
+«No hay un país de Europa que se atreva a romper hostilidades con los Estados Unidos, porque, además de que todas esas potencias dependen industrialmente de la Gran República, y en especial los ingleses, ninguna de ellas puede debilitarse empeñándose en guerras lejanas de magnitud. Se lucha con las montoneras de Arabia y con los aramitas y los débiles soldados del Celeste Imperio, cuando más; pero al coloso de este continente se le tiene profundo respeto. La política internacional europea es de desconfianza recíproca, y ningún Gobierno de aquellos se resuelve a ensanchar sus lados vulnerables.
+«Nada serio tenemos, pues, que esperar de Europa para la defensa de nuestra jurisdicción en el Istmo; y si llegare el caso remoto de un tratado colectivo, esa jurisdicción quedaría reducida a triste fórmula, porque de facto el Gobierno de Panamá sería absorbido por las potencias asociadas».
+Lo que sí puedo decir y quiero decir en esta Historia de mi vida, es que me apasionaron grandemente y quedaron para siempre impresos en mi memoria los debates del Senado de 1903 como admirable espectáculo de justa parlamentaria. Nunca antes se oyeron en el Congreso de Colombia voces más elocuentes, más sabias, más subyugadoras, que aquellas pronunciadas por los adversarios del Tratado Herrán-Hay y del Gobierno presidido por el vicepresidente Marroquín y las de los pocos sostenedores del pacto, y sostenedores tímidos, hay que confesarlo, y en cambio leales y afectos al jefe del ejecutivo que había ordenado perentoriamente concluirlo y firmarlo.
+Allá, en el viejo salón del Capitolio Nacional, hoy transformado, se oía la voz grandilocuente de Caro, soberbia y altanera, arrolladora cual el alud que desciende de la montaña, erudita, casi dogmática: la tranquila, reposada, y tan castiza como la de su adversario, del joven ministro de Gobierno Esteban Jaramillo, que apenas se iniciaba en la vida pública: las jugosas exposiciones jurídicas de Antonio José Uribe, imperturbable y sereno ante la ironía y el sarcasmo de su máximo contendor. Allá podía apreciarse todo el profundo conocimiento que del Derecho Internacional poseía, y de la historia diplomática de la República, el ministro de Relaciones Exteriores, Luis Carlos Rico. Allá se oyó por primera vez la palabra fluida, armoniosa y sincera, oída con deleite por sus colegas y el público, de Manuel María Rodríguez: las rápidas intervenciones de José María González Valencia y Luis A. Mesa, a quienes Caro llamó «auxiliares técnicos del Poder Ejecutivo», para aclarar y sostener puntos jurídicos. Y por último se pudo contemplar a dos cumbres morales, a dos viejos servidores de la patria y de su causa, silenciosos casi siempre, pero en quienes el observador perspicaz adivinaba los dos motores que impulsaban la política internacional e interna de la augusta corporación: al doctor Joaquín F. Vélez y al general Guillermo Quintero Calderón.
+El senador José Domingo de Obaldía, que asistió a los comienzos de la sesión del 12 de agosto, en el momento de iniciarse la votación del Tratado Herrán-Hay abandonó el recinto, con lo cual daba a entender claramente que no participaba del concepto que sobre el pacto tenía ya definitivamente acordado el resto de sus colegas.
+¿Fue un mal o un bien la improbación del Tratado Herrán- Hay? Dios solo lo sabe, y el fallo de la historia no se ha pronunciado todavía en forma irrevocable. Conocí yo en mis mocedades, y en mi ciudad nativa, un señor con mucha experiencia de la vida y gran sentido práctico que cuando le ocurría algo desagradable hacía este comentario: «Para mejor será». Lo cierto es que dado el celo patriótico, llevado hasta la hiperestesia, que entonces predominaba en la opinión pública y en sus dirigentes, el Tratado Herrán-Hay habría sido la causa de continuas divergencias y querellas entre nuestro Gobierno y el de los Estados Unidos. Y como predominaba también, por aquel entonces, en este último una política de agresivo imperialismo, viene a sacarse en conclusión que la discutida convención diplomática habría sido fuente de graves conflictos que, a la postre, habrían derivado hacia un rompimiento formal de gravísimo carácter entre las dos naciones. Tal es la opinión autorizada que emite André Sigfried en su reciente obra sobre los dos canales, Suez y Panamá. En tanto que hoy, abandonada por los Estados Unidos la política imperialista, y reemplazada por la del buen vecino, la amistad tradicional de Colombia y los Estados Unidos, fundada en bases de justicia y de respeto al derecho, no corre el peligro de quebrantarse y antes bien cada un día más se estrecha y vigoriza.
+En las negociaciones sobre el tratado intervinieron, por desgracia, sujetos que no perseguían ideales, sedientos de oro. Uno de ellos, con todas las características del aventurero internacional, y el otro ávido de acrecentar la fama y la clientela de su reputada oficina de abogado de Nueva York. Para fortuna y honor de Colombia, no eran ellos compatriotas nuestros. Me refiero especialmente al ciudadano francés Felipe Bunau-Varilla y al norteamericano Nelson Cromwell. El primero, notable ingeniero civil que se vinculó a la Compañía Nueva del Canal, haciéndola abandonar el plan de construir la obra a nivel y adoptar el de esclusas, cosa indudablemente acertada. Pero en su alma despertó la codicia y empeñóse en la tarea de vender a los Estados Unidos la concesión que obtuvo de Colombia por la irrisoria suma de un millón de pesos, en cuarenta. Bunau-Varilla comenzó desde 1902 a hacerse presentar a cuantos colombianos notables e influyentes visitaban a París, empeñado en demostrarles las inmensas ventajas, los beneficios de todo orden que recibiría Colombia aceptando el tratado, cualquiera que él fuese, que le presentara para la firma el Gobierno de los Estados Unidos. Y Cromwell, abogado de la Nueva Compañía del Canal en Nueva York, hacía la misma labor del otro lado del océano. Visitaba a menudo a los ministros de Colombia, casi que los aburría con sus largas disertaciones, porque era indudablemente hombre inteligentísimo y muy experto en su oficio o profesión para demostrar que el doctor Carlos Martínez Silva no tragaba entero cuanto le exponía Cromwell bastará citar esta frase sobre nuestro ilustre plenipotenciario, que dijo a su sucesor, el doctor Concha, en la primera entrevista que con él tuvo, frase que, me repitió el doctor Concha alguna vez y que copié cuidadosamente en un pequeño libro de apuntes: «Su predecesor, el señor Silva —los anglosajones acostumbran dar a las personas que tienen doble apellido sólo el último, o sea, el materno—, es un hombre muy ilustrado, muy inteligente, muy culto, pero sin embargo me dejó la impresión de un lujoso trasatlántico, muy bien equipado, pero sin timón». Era que el trasatlántico no iba hasta donde lo pretendía Cromwell…
+Bunau-Varilla, el audaz aventurero, comprometido en la que él mismo llamó «la grande aventura», llegó hasta el atrevimiento de dirigir al vicepresidente Marroquín el siguiente cablegrama, que naturalmente se quedó sin respuesta:
+París, 13 de junio de 1903
+«Marroquín, presidente de la República. —Bogotá.
+«Me permito someter respetuosamente lo que sigue:
+«1.º Se debe admitir como principio fundamental que los Estados Unidos son la única personalidad que puede construir hoy el Canal de Panamá y que ni los Gobiernos europeos, ni los financieros privados osarían luchar sea contra la doctrina Monroe, sea contra el tesoro americano para construir el Canal de Panamá en el caso en que los americanos volvieran a optar por la ruta de Nicaragua, si el Congreso colombiano no ratifica el tratado.
+«2.º Resulta de este principio evidente que el fracaso de la ratificación no deja abiertos sino dos caminos: sea el de la construcción del canal de Nicaragua y la pérdida absoluta para Colombia de las ventajas incalculables resultantes de la construcción por su territorio de la grande arteria del comercio universal, o sea, la construcción del Canal de Panamá después de la secesión y declaración de la independencia del Istmo de Panamá, bajo la protección de los Estados Unidos, como ocurrió en Cuba.
+«Yo espero que vuestra política elevada y patriótica salvará a la patria del precipicio en que perecería junto con la prosperidad, la integridad de Colombia, a donde la conducirán los ciegos consejos de los malhechores que desean rechazar el tratado o modificarlo.
+Bunau-Varilla 53, Avenue d’Iéna, París».
+Un cablegrama análogo, casi en idénticos término, dirigió al general Pedro Nel Ospina, a quien había conocido en París y Nueva York, cablegrama que el general Ospina me mostró en su apartamento del Hotel Europa, en donde convivíamos antes de que se trasladara a la casa de don Roberto Tobón. El general Ospina hizo el siguiente breve comentario, que exhibe el conocimiento que tenía de los hombres: «Este sujeto, más que un ingeniero, es un negociante, un especulador».
+Pocos días después de la improbación del Tratado Herrán-Hay fue nombrado por el Poder Ejecutivo gobernador de Panamá el senador José Domingo de Obaldía. Tal nombramiento fue recibido con indignación y protestas en el seno de la Cámara de Representantes, que citó al ministro de Gobierno, doctor Esteban Jaramillo, para que lo explicara y defendiera si era el caso. El ministro atendió a la invitación, y con su habitual serenidad e irreprochable corrección expresó que, en primer término, el nombramiento de gobernadores era facultad privativa del jefe del Poder Ejecutivo, según la Constitución y él Código de Régimen Político y Municipal, y que él no tenía motivos reales, causas justificadas, ni presunciones razonables, para haberle negado la firma al decreto de nombramiento del señor Obaldía: que él confiaba en la lealtad y el patriotismo de un senador de la República; que la circunstancia de no haber concurrido el señor Obaldía a la votación del tratado podía ser la manifestación de un concepto personal e íntimo, pero no razón para prejuzgar que el nuevo gobernador de Panamá violaría el juramento que dentro de breves días iba a prestar.
+La verdad es que Obaldía fue nombrado por consideraciones de política interna. En el Palacio de San Carlos soplaban vientos favorables para la candidatura presidencial del general Rafael Reyes y allí sabían que Obaldía sería partidario de ella. Lo cual no impidió para que ocurrida la secesión de Panamá, la opinión exaltada relacionara el nombramiento con un propósito deliberado de favorecer los planes ocultos de desmembración de la patria. El señor Marroquín pudo cometer, y los cometió indudablemente, graves errores en la conducción de las relaciones exteriores de Colombia, pero la posteridad lo ha absuelto ya de todo cargo o sospecha siquiera de haber incurrido consciente y deliberadamente en actos que fueran en menoscabo del honor o de la integridad de la patria. Y muchísimo menos el doctor Esteban Jaramillo, que daba los primeros pasos en la carrera pública, lleno de nobles ambiciones y del propósito de prestar a la República los mejores y más eficaces servicios. Si al señor Marroquín lo abonan y defienden sus antecedentes, su modesta vida privada, la pobreza en que murió y la circunstancia de haber llevado en sus venas sangre de próceres de nuestra guerra emancipadora, a Jaramillo lo han abonado después los señalados servicios que ha prestado al país en los más importantes ramos de la administración pública, su pulquérrima conducta en la dirección y manejo de la Hacienda Pública, la claridad de su vida privada, su perfecto decoro, su piedad y su adhesión a los principios tutelares de la República.
+Sin embargo, algunos años después de haber firmado el nombramiento de Obaldía, pesó a manera de hándicap en la brillante carrera de político y de estadista de Jaramillo el nombramiento, que pudo ser de este fruto de inexperiencia o de excesiva confianza en la lealtad y entereza de los hombres, y no le fue empero consecuencia de servil docilidad al jefe del Gobierno. Y digo esto, porque tres años más tarde, como se verá más adelante, tuvo oportunidad de conversar largamente con el señor de Obaldía, con quien viajé desde Lisboa hasta Río de Janeiro, y de oírle las razones que, en concepto suyo, hubo para nombrarlo gobernador de Panamá, y el relato de todo lo que ocurrió allí el 3 de noviembre de 1903. Cuantas veces intervenía Esteban Jaramillo en la política y en la administración y especialmente cuando se querían estorbar sus brillantes ascensos, quienes lo combatían sacaban a relucir el tema de que era «el mismo que nombró a Obaldía gobernador de Panamá». Mas ya lo dijo el pensador: es la historia la que pronuncia el veredicto que perdura y convierte a veces en pedestal el suplicio.
+LA OPOSICIÓN AL GOBIERNO EN LA CÁMARA — HOLGUÍN Y CARO — OSCAR TERÁN — LAS RAZONES DEL NOMBRAMIENTO DE ABADÍA PARA GOBERNADOR DE PANAMÁ — LAS VISITAS DEL MINISTRO AMERICANO A ESTE ÚLTIMO — LO QUE DIJO EL SEÑOR MARROQUÍN CUANDO LE COMUNIQUÉ LA ANTERIOR NOTICIA — LOS CANDIDATOS PRESIDENCIALES EN 1903 — REYES, VÉLEZ Y OSPINA — LA EXPEDICIÓN DE LA LEY CAMACHO CARRIZOSA — LA JUNTA DE CONVERSIÓN — LA ACTITUD DEL GOBIERNO SOBRE REFORMA ELECTORAL — EL DESCONOCIMIENTO DE LOS DERECHOS DEL LIBERALISMO — LA NOTICIA DE LA SEPARACIÓN DEL ISTMO — LA PRISIÓN DE LOS GENERALES TOVAR Y AMAYA — TRAICIÓN DEL BATALLÓN COLOMBIA — INACCIÓN DE LAS FUERZAS RECIÉN LLEGADAS AL ISTMO — SU MELANCÓLICO REGRESO A BARRANQUILLA. LA OSCURA TRAMPA DE ESTEBAN HUERTAS — LA MISIÓN DE LOS GENERALES REYES, HOLGUÍN Y OSPINA Y CABALLERO.
+IMPROBADO EN PRIMER DEBATE el Tratado Herrán-Hay era natural que en la Cámara de Representantes repercutiera acto tan trascendental. Si en el Senado había una enorme mayoría adversa al Gobierno, y unos pocos tímidos defensores, en cambio en la Cámara de Representantes el ejecutivo, y especialmente su jefe, contaban con una tenue mayoría y amigos elocuentes y apasionados, destacándose entre estos Guillermo Valencia. La oposición al Gobierno, sobre todo en lo que se relacionaba al Tratado Herrán-Hay, tenía voceros no menos elocuentes y apasionados, como Hernando Holguín y Caro y Oscar Terán. El primero fue un orador de raza; había heredado de su abuelo materno, don José Eusebio Caro, y del señor su padre, don Carlos Holguín, el perfecto dominio de la tribuna parlamentaria, la fluidez de la palabra, la réplica pronta y acerada y todos los recursos que facilitan, la respuesta oportuna que aturde al adversario. Poseía Holguín y Caro, además, una caudalosa instrucción de tipo clásico, profundo conocimiento del derecho en todas sus ramas y, sin hipérbole, podía ya calificarse de jurisperito. Lo fue también Óscar, a cuya memoria debe todo buen colombiano rendir homenaje de ferviente gratitud, pues no obstante haber nacido y vivido en el Istmo de Panamá, demostró que tenía por la patria grande un amor ardiente, inextinguible, que le permitió prever peligros y amenazas por lo común inadvertidos para la mayoría de nuestros compatriotas. Entre los adictos al señor Marroquín se distinguieron el general Juan Clímaco Arbeláez, Gerardo Arrubia y Rufino Cuervo Márquez; este último, por desgracia, demasiado violento y agresivo. Parece inútil decir que Valencia, iniciado en 1896 en las luchas parlamentarias con clamoroso y resonante éxito, era oído con deleite y respeto siete años después por el público que asistía a las sesiones del Congreso. Todo contribuía en Valencia a realzar sus innatas cualidades de orador, principalmente sus atributos físicos: una fisionomía que dejaba traslucir su aristocrático abolengo, su voz bien timbrada y melodiosa, grata a todos los oídos, con la frescura de la juventud, discretos y elegantes ademanes. Y como la gente moza tenía ya, más que veneración, fanatismo por el gran lirado, estaba siempre dispuesta a ignorar deliberadamente los errores y exageraciones del político en gracia de la administración por el genio literario.
+Valencia defendía el nombramiento de Obaldía para la Gobernación de Panamá, atacado con impresionantes argumentos por Oscar Terán. Y cabe aquí que yo emita francamente mi concepto sobre acto tan discutido.
+Improbado el Tratado Herrán-Hay, al vicepresidente Marroquín no le quedaba sino dos políticas a seguir, y no más de dos. O una que hiciera más agudo y más enconado el resentimiento de los panameños y más amargas sus desilusiones o la opuesta: calmar la excitación y el enojo, darles a los panameños la impresión de que podía abrigar aún la esperanza de que no todo estaba perdido, en que introducidas modificaciones convenientes el pacto sería finalmente aprobado, ya que en ello estaba comprometida la buena fe del Gobierno. La última política sería la equivocada que siguió España con Cuba que le dio tan pésimo resultado. La primera antojóseme más acertada, pues es evidente que apenas convaleciente el país del cruel azote de la guerra civil, debilitadas las fuerzas de resistencia grandemente y sin probabilidades de oponerse sin energía a un conato de desmembración de la República, resultaba indicado proceder con cautela, procurando limar asperezas y hacer un llamamiento más que a la fuerza y a las amenazas, a la concordia y a un leal entendimiento. Nos equivocamos junto con el señor Marroquín quienes preferíamos esta última. Fue que no contamos con la soberbia, la impaciencia y la mala voluntad hacia Colombia, el impetuoso carácter y la índole díscola del décimosexto presidente de los Estados Unidos, de quien diría años después uno de sus biógrafos que no sabía esperar, que no consentía en que se le obstruyeran sus planes, porque era hombre «de exagerada energía vital».
+Con todo, el vicepresidente y su ministro de Gobierno, Esteban Jaramillo, no se limitaron a la fórmula protocolaria al comunicarle el nombramiento de gobernador de Panamá al señor Obaldía, sino que apelaron a su patriotismo, a su lealtad, y aun al antecedente de que su progenitor había sido un antiguo vicepresidente de la República de la Nueva Granada. Es de presumir que el Poder Ejecutivo llegó a temer algunos días después de la adhesión del señor Obaldía, pues no sólo procedió a nombrar comandante en jefe del ejército del Istmo al general Juan B. Tovar, sino que, además, le dio reservadamente el nombramiento de gobernador de Panamá, para que entrara a ejercer estas funciones cuando lo creyera conveniente.
+Creo tener alguna parte en tal acto de previsión. Me explicaré. En mi segundo viaje a Bogotá me hospedé en el Hotel Europa desde principios del mes de abril. Y allí se hospedó también poco después el senador Obaldía, a quien acompañaba el señor Jované, también panameño, cuyo nombre propio no recuerdo ahora. Vivíamos, pues, bajo el mismo techo y con la relativa intimidad que facilitaba nuestro anterior trato y conocimiento. Don Domingo Obaldía entraba a mi departamento y yo al suyo con mucha frecuencia. Al terminar las sesiones del Senado, yo siempre procuraba informarme sobre sus impresiones y pareceres. Y él, con la más absoluta franqueza, sin disimulos ni reservas mentales, me manifestaba su contrariedad por el rumbo que estaban tomando los debates sobre el Tratado Herrán-Hay. Pero había algo más. En mi cuarto se reunían todas las noches algunos amigos costeños y nos distraíamos jugando partidas de póker. Habitualmente tomábamos parte en esta distracción don Dionisio Jiménez, representante por Cartagena, sujeto muy inteligente y perspicaz, hombre de negocios; don Germán Cavelier, que vivía ya con su señora y sus hijos en Bogotá; el propio señor Obaldía, y mi dilecto amigo el doctor Anastasio del Río, médico eminente, que estaba de paso en la capital, en donde tomó estado apenas terminó sus estudios en 1896, con una dama distinguidísima de aristocrática familia, doña Elisa Caicedo. A su respetable testimonio apelo en lo que voy a decir seguidamente. Comenzábamos nuestras partidas de póker entre ocho y media y nueve de la noche. Y sucedía con muchísima frecuencia que después de unas pocas manos entraba al cuarto el señor Jované a decirle a Obaldía: «El ministro americano lo espera en nuestro cuarto». Naturalmente, don Domingo Obaldía nos pedía permiso para retirarse accidentalmente, y dejaba en su puesto las fichas del juego. No pocas veces su ausencia se prolongaba por más de una hora.
+Finalizaba el mes de septiembre y regresé a Barranquilla. Antes de hacerlo fui a despedirme del señor Marroquín y a pedirle órdenes, y creí de mi deber comunicarle lo que acabo de referir. Hago precisa y clara memoria de que el anciano vicepresidente frunció el ceño y pronunció estas palabras: «Malo, malo». Yo traté de tranquilizarlo diciéndole que probablemente aquellas repetidas entrevistas no tenían otro objeto, por parte del ministro americano, que el de informarse sobre el curso de los debates del Tratado Herrán-Hay en el Senado. Y continúo creyéndolo, porque hasta aquel momento era imposible que el ministro tuviera conocimiento de los planes del presidente Roosevelt respecto de Panamá, a excepción de las instrucciones que recibió y comunicó al Ministerio de Relaciones Exteriores sobre la negativa absoluta y rotunda de su Gobierno a aceptar modificaciones en el pacto.
+El nombramiento de Obaldía se debió principalmente, a mi juicio, a que él se mostraba francamente partidario de la candidatura del general Reyes, y este, a su turno, decidido y franco partidario de que el Tratado Herrán-Hay fuera aprobado sin modificaciones. También fue esta la causa del nombramiento del doctor J. F. Insignares S., representante por Barranquilla, para gobernador de Bolívar, en reemplazo del general Luis Vélez R., quien renunció el empleo el 22 de julio, un mes después de instalado el Congreso. La lucha electoral comenzaba ya entonces. Delineábanse nítidamente tres candidaturas; la de los generales Reyes y Joaquín F. Vélez, con fuerzas casi equivalentes, y la del general Pedro Nel Ospina, que tenía indudablemente varios partidarios dentro del Congreso y que sostenía El Correo Nacional, cuya propiedad había adquirido el acaudalado hombre de negocios don Lorenzo Cuéllar. El Congreso, o sea, las mayorías conservadoras de las dos cámaras, no tuvo, que yo recuerde, sino una junta plena para tratar el asunto candidatural, junta en la cual ninguno de los candidatos obtuvo mayoría, que se disolvió sin lograr ponerse de acuerdo los participantes en ella. Aun cuando fue estrictamente privada, lograron trascender en el público algunos de los incidentes ocurridos en aquel «cónclave». Alguien dijo allí que el señor Caro aspiraba a la candidatura, y él se levantó para protestar del infundio con la mayor energía y altivez. El león dio uno de sus acostumbrados zarpazos.
+Visitaba yo frecuentemente a los tres candidatos: al general Reyes en su casa de la calle Paláu; al general Vélez en la de su sobrina, la señora doña Rebeca Araújo de Pedroza, en la calle 14, dama muy distinguida y muy asociable al general Ospina en la de don Roberto Tobón, en la calle 13. No había optado por ninguna de las tres candidaturas antes de mi salida de Bogotá, al finalizar el mes de septiembre. Algunas veces acompañé al general Vélez hasta el recinto del Senado. Hombre de perfecto decoro personal y político, es justicia reconocer que ni directa ni indirectamente trataba de atraer a su corriente a sus interlocutores.
+Fue un poco después de haber llegado a Barranquilla, y confieso que más que todo por adhesión y afecto a mi cuñado el general Diego A. de Castro, adherí a la candidatura del general Reyes, y entonces él y yo fundamos un periódico para sostener el nombre del prestigioso caudillo, que se llamó El Gladiador.
+El Congreso extraordinario fue clausurado por el Poder Ejecutivo el 31 de octubre. No obstante, la intensa situación política que predominó en casi todas sus sesiones en el orden económico realizó una obra buena y trascendental: la expedición de la Ley 33, llamada comúnmente de la libre estipulación. Debióse ella a la iniciativa y perseverantes esfuerzos del representante José Camacho Carrizosa, a quien ayudó con mucha eficacia su colega don Dionisio Jiménez, sujeto muy entendido y muy práctico en asuntos económicos, representante por Cartagena. Quedaba permitida por la ley la estipulación en monedas extranjeras, medida que, contra lo asegurado por algunos teorizantes, lejos de contribuir a la creciente depreciación del papel moneda, la contuvo dentro de sus límites naturales y frenó la especulación. El doctor Camacho Carrizosa era representante del círculo de Miraflores, como primer suplente del general Sergio Camargo, y el único vocero del liberalismo en la Cámara. Pienso lógicamente que aceptándolo como suplente suyo el general Camargo le daba implícita aprobación a la política que Camacho Carrizoza había desarrollado y expuesto luminosamente en las columnas de El Nuevo Tiempo en el periodo final de la guerra civil. Ciertamente el general Camargo era un guerrero que le había tomado aversión a la guerra desde 1885. Y ninguno de entre los caudillos militares del liberalismo fue más valiente que él, más arrojado e indómito.
+En el desarrollo de la Ley 33 que señaló rentas para la autorización del papel moneda, entre otras la que pudiera obtenerse de la explotación de las minas de Muzo, el Senado y la Cámara de Representantes eligieron miembros de una junta de conversión. Recayó la elección en compatriotas de la más alta distinción, competencia y respetabilidad: los doctores Nicolás Esguerra, Rafael Rocha Castilla, José Manuel Restrepo y José Camacho Carrizosa. Constituida la junta, nombró su secretario al doctor Luis Martínez Silva.
+En sus sesiones del 19 de octubre las cámaras recibieron un mensaje del vicepresidente Marroquín recomendándoles que procedieran a reformar las leyes electorales vigentes entonces, recomendación que hiciera antes en su primer periodo presidencial de 1898, con el propósito de establecer un sufragio puro y libre que facilitara a las oposiciones la representación en los cuerpos de origen popular. El mensaje llevaba la firma del ministro de Gobierno, Esteban Jaramillo, que persistía así en las ideas que había expuesto como secretario de Gobierno de Antioquia al comenzar el año que iba a terminar con motivo de las elecciones para diputados, representantes y senadores. Tanto el Senado como la Cámara de Representantes habían elegido ya miembros del gran consejo electoral, y a propósito de tal elección se expresó así en columnas editoriales El Relator de septiembre 26 de 1903.
+«No hubo un solo voto en el Senado y en la Cámara de Representantes, por el cual los conservadores y los nacionalistas —hoy separados en busca de poder, ayer unidos en el usufructo del presupuesto— manifestaran el deseo de que el Partido Liberal atestiguara que los votos de ellos en las próximas elecciones para presidente y vicepresidente de la República, fueran honradamente emitidos y honradamente computados.
+«La presencia en esas corporaciones de individuos pertenecientes al Partido Liberal, no hubiera significado que la Regeneración quería un cambio sustancial en sus métodos de transmisión de los poderes públicos; pero sí habría sido prenda de conciliación dada a los vencidos, habría sido tentativa en favor del sufragio libre; habría sido revelación de propósitos republicanos».
+El Congreso cerró oídos a la voz patriótica y previsora del jefe de Poder Ejecutivo y las leyes electorales vigentes, causas principalísimas de la devastadora guerra civil que había terminado poco antes, continuaron sin modificación alguna. Sin tal modificación los tratados de paz de Chinácota, Neerlandia y el Wisconsin eran letra muerta y sin espíritu. Porque eso era así yo pienso, aun cuando parezca paradójico, que fue el general Reyes el verdadero artífice de la paz en Colombia, pues él y sus asambleas constituyentes y legislativas fueron quienes tuvieron el valor civil de terminar con la vieja iniquidad, abriendo a las oposiciones las puertas de los cuerpos de elección popular, por imperfecta que fuese la forma de realizarlo.
+Tampoco pudo el Senado entrar a ocuparse de los errores más graves de política exterior en que había incurrido la administración inaugurada el 31 de julio de 1900, o sea, en los tratados secretos celebrados por ella con la República de Chile. Pendiente de estudio quedó el magistral informe que sobre estos presentó el senador don Miguel Antonio Caro, informe publicado en la hoja periódica El Eco Nacional (número 17 del de noviembre), cuya lectura recomiendo a los curiosos de nuestra historia diplomática.
+Había regresado a Barranquilla como he dicho antes, y el 6 de noviembre en la mañana, a eso de las siete, dormía como un bendito de Dios cuando me despertó el general Diego A. de Castro, gran madrugador, para comunicarme una noticia que había recibido de Puerto Colombia en forma muy confidencial. La casa del general De Castro y la de mis padres estaban comunicadas por sus respectivos patios. La noticia era nada menos la de la separación de Panamá, dos días antes, y que traían la tripulación y los pasajeros del vapor francés que ancló la noche antes en Puerto Colombia, en su acostumbrada escala de regreso a Europa.
+El atentado que pocos temían se había consumado. Estaban presos en Panamá y en el cuartel del batallón Colombia, los generales Juan B. Tovar y Ramón C. Amaya. Aquel cuerpo que por amarga ironía llevaba el nombre de la patria, que hacía largos años era el mimado del Ejército, al que nunca se quiso cambiar de acantonamiento, no obstante las repetidas advertencias y consejos de los generales Roberto Urdaneta, Manuel Casabianca y Francisco J. Palacio, había traicionado y se convertía en el instrumento para asestar el golpe criminal a la integridad y soberanía de la patria. Pero aún quedaba la esperanza de que las fuerzas que había llevado a Panamá el general Tovar y que aún estaban en Colón, en una acción heroica y atrevida como lo demandaban las circunstancias, se dirigieran a Panamá a rescatar a sus jefes y enarbolar nuevamente el pabellón nacional… Esperanza que resultó vana. El jefe de ellas careció de la grandeza de espíritu que hace al hombre ambicioso de una estatua y de la inmortalidad de su nombre en la Historia. Pocos después regresaban a Colombia esas fuerzas, embarcadas por los separatistas en el vapor Orinoco, de la Royal Mail.
+No parece oportuna en estos días que corren, cuando el tiempo ha cicatrizado heridas, y restablecidas la amistad y la concordia entre colombianos y panameños, rememorar aquel triste y amargo episodio de nuestra vida nacional. Diré sólo que, con la mejor intención, pero con notorio desacierto se nombró al general Tovar jefe del ejército del istmo y gobernador de Panamá para cuando el caso llegase de asumir la autoridad civil. Ninguno como él, entre los veteranos jefes del Ejército, más valiente, más audaz, más disciplinado y más abnegado guardián del honor militar en su más amplia acepción. Pero lo que se necesitaba era algo más en quien fuera a velar por la integridad de Colombia en Panamá. Y ese algo resultaba claro que debía constituirlo un completo conocimiento de los habitantes, de las gentes principales de la región, un prestigio nacional, dotes de político y la más fina perspicacia. Y algo más; el conocimiento de la lengua inglesa. El general Tovar nunca antes había estado en Panamá. No había tenido trato ni contacto con los panameños, y como todos los hombres valientes y leales, sencillos y sin dobleces, estaba desarmado ante la traición y la alevosía de sus subordinados. Sin quererlo, sin premeditarlo, quienes lo enviaron a Panamá lo destinaron al sacrificio estéril, interrumpiendo así una de las más brillantes carreteras militares de las que podíamos enorgullecernos todos sus compatriotas. Desprevenido, inerme casi, sin medios ni posibilidades para reaccionar ante la traición, los generales Tovar y Amaya cayeron en la trampa que les armara un oscuro e ignorante soldado nacido en el interior de la República, que años atrás sentara plaza en el Ejército como ordenanza del general Roberto Urdaneta, de quien no pudo aprender, ni coger siquiera al vuelo, las cualidades que más distinguieron a este, la más absoluta, la más inquebrantable lealtad a la disciplina y al honor militar, su ardiente amor a la patria, viva entraña de sus afectos, y ligada a él por gloriosas e históricos recuerdos.
+No sé qué ocurriera en Bogotá al estallar aquí como bomba explosiva la noticia de la desmembración de Colombia, y en el curso de estas a manera de memorias no he querido referirme nunca a sucesos que no tuve oportunidad de presenciar.
+El 14 de noviembre en la tarde llegaron a Barranquilla los generales Rafael Reyes, Jorge Holguín, Pedro Nel Ospina y Lucas Caballero. Llevaban un séquito muy numeroso, entre otros, que recuerde, al general Pablo Emilio Bustamante, a un doctor O’Leary, médico, según entiendo, a los jóvenes José Dolores Angulo, Ricardo Tanco y a Pablito de la Cruz —no su homónimo el ingeniero y arquitecto, sino a un muchacho muy simpático a quien había conocido en el Palacio de San Carlos como oficial adjunto a la Secretaría de la Presidencia que manejaba la telegrafía—.
+El general Reyes, que había llegado investido de facultades presidenciales a la vez que comandante en jefe del Ejército en operaciones sobre Panamá, llevaba misión diplomática ante el Gobierno de los Estados Unidos, como secretario general a don Jorge Holguín y como consejeros a los generales Ospina y Caballero. Estuvieron apenas en Barranquilla en la tarde del 14, el día 15 y el 16 en la mañana y continuaron viaje hasta Colón, para donde habían tomado pasajes en el vapor Canadá, de la Trasatlántica Francesa. Pensaban que podían volver las cosas a su primitivo estado y obtener por las vías diplomáticas que la recién nacida república volviera al seno de la patria. Todo esfuerzo en ese sentido resultó inútil y nuestros militares doblados de diplomáticos tuvieron que seguir hasta Puerto Limón (Costa Rica), y allá trasbordaron, continuando viaje basta Nueva York. En La noche del 15 al entrar yo a la casa del doctor Insignares, gobernador de Bolívar, en donde se hospedaba la brillante comisión, para saludar a los generales Reyes, Holguín, Caballero y Ospina, el primero me llamó a círculo aparte y me dijo: «Como ha sido usted uno de los amigos que han proclamado en la prensa mi candidatura, considero deber de lealtad mostrarle este documento». Era la renuncia irrevocable que hacía de dicha candidatura ante al vicepresidente Marroquín, que un poco antes había dado ya a conocer al general Diego A. de Castro. Esa renuncia la envió a Bogotá con Pablito de la Cruz, pero no supe que fuera conocida por persona distinta del vicepresidente Marroquín, ni publicada. Como para borrar la impresión que en mi ánimo hubiera podido ocasionar la inesperada renuncia, el general Reyes me añadió: «Dejo instrucciones al gobernador Insignares para que lo despache lo más pronto posible a las Antillas (Trinidad, Cuba y Jamaica); de él recibirá instrucciones para desempeñar una importante comisión».
+El general Reyes nombró comandante en jefe del ejército del Atlántico al general Diego A. de Castro, y por recomendación suya llamó al servido activo a varios militares de filiación liberal, entre otros, que recuerde, al general y doctor Rogelio García H., y al coronel Domingo S. de la Rosa. El gobernador Insignares había nombrado, apenas supo la separación de Panamá, secretario de Gobierno al doctor Simón Bossa, quien aceptó el puesto con patriotismo y desprendimiento, porque era un abogado de mucha clientela y tenía a su cargo importantísimos negocios judiciales.
+Tardó algún tiempo el doctor Insignares, mientras recibía correspondencia del general Reyes, en despacharme para el exterior. Y no me embarqué para mi destino hasta el 25 de diciembre, en el vapor Martinique. Como mi gira se realizó en los últimos días de diciembre y en el mes de enero, de ella hablaré brevemente en el próximo capítulo destinado al año de 1904. Regresé a Barranquilla el 2 de febrero de ese año, después de más de treinta días en los que no tuve noticia de mi familia, ni de mi amada tierra nativa, en la que encontré una novedad: el hermoso edificio construido e inaugurado en 1885 para servicio de mercado público, se había incendiado en los primeros días del año, casi totalmente, pero ya estaba en camino de reconstrucción. Ya diré por qué la energía, la rapidez con que ella se estaba realizando.
+LAS CONFERENCIAS CON EL DOCTOR RICARDO BECERRA EN PUERTO ESPAÑA — EL QUEEN’S PARK HOTEL — UNA SEMANA DE REPOSO INTELECTUAL — LA INTERESANTÍSIMA CONVERSACIÓN DE DON RICARDO — SUS OPINIONES SOBRE LA SEPARACIÓN DE PANAMÁ — DE TRINIDAD A JAMAICA. KINGSTON — LOS MONTES AZULES — EL MESTELE BANK HOTEL Y EL CONSTANT SPRING HOTEL — EL FIN DE LA OCUPACIÓN AMERICANA EN CUBA — RESPETO POR EL GENERAL WOOD — EL GOBIERNO DEL PRESIDENTE ESTRADA PALMA — LA INDIFERENCIA POR LA SEPARACIÓN DE PANAMÁ EN CUBA Y JAMAICA — OPINIÓN FAVORABLE EN LOS ESTADOS UNIDOS — EL INCENDIO DEL MERCADO DE BARRANQUILLA — DON JUAN B. RONCALLO Y LA RECONSTRUCCIÓN.
+SALÍ, COMO HE DICHO, DE PUERTO Colombia el 25 de diciembre de 1903, en el vapor Martinique, de la compañía General Trasatlántica Francesa, para desembarcar en Puerto España, Trinidad, pues el primer encargo que tenía que cumplir era conferenciar allí con el doctor Ricardo Becerra, antiguo ministro de Colombia en los Estados Unidos. Encargo, por cierto, muy grato para mí, pues tenía ardientes deseos de conocer al ilustre autor de Vida de Miranda, al grande orador que hizo en el Senado de la República la defensa de la primera administración Núñez, y al fogoso periodista que, no sólo en su patria sino en otras naciones de Suramérica, dejó imborrable huella. El nombre de Ricardo Becerra estaba en mi memoria mezclado con otros recuerdos de la infancia. Él había sido amigo de mi casa, amigo político de mi padre, su copartidario, porque los dos militaron, desde la fundación del grupo, en las filas del liberalismo independiente. Tan amigos, que nombrado mi padre en 1885 enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de la República ante el Gobierno de los Estados Unidos, sabedor de que el doctor Becerra estaba en Washington gravemente enfermo de la vista, presentó renuncia del cargo, declarando al presidente Núñez que no conocía la triste nueva y que consideraba un deber de amistad no reemplazar al doctor Becerra en circunstancias tan aflictivas para este. El presidente Núñez aplaudió calurosamente el gesto de tal padre, y entonces lo nombró ministro ante el Imperio alemán. Becerra residió en Barranquilla allá por el año de 1870 y fue, junto con Domingo González Rubio, el fundador del semanario El Promotor, que tuvo dilatada vida, de 1870 a 1903. Venía entonces del Perú e hizo en las columnas de El Promotor una inteligente campaña sobre la utilidad y conveniencia del cultivo del algodón en la costa Atlántica. Y ejerció además el profesorado, especialmente en el colegio de señoritas que regentaban doña Carmen y doña Tranquilina Santodomingo, hermanas del general Ramón Santodomingo Vila. Mis dos hermanas mayores, Virginia y María, habían sido alumnas de él.
+El Martinique hizo escalas en Puerto Cabello, La Guaira y Carúpano. Al llegar al primero vacilé en si debía o no bajar a tierra, pero finalmente resolví hacerlo. Ni los funcionarios de Aduana ni de Policía me pusieron obstáculo, no obstante que estaban interrumpidas las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela. Tampoco en La Guaira, y pasé el día muy agradablemente en el vecino balneario de Macuto, junto con otros pasajeros del Martinique que iban para Francia.
+El 31 de diciembre, al amanecer, echó ancla en Puerto España el Martinique. Hasta a bordo fue a encontrarme Paco Becerra, nuestro cónsul en Puerto España, hijo de don Ricardo, a quien había conocido durante la guerra civil en Barranquilla. Pero era un mozo simpatiquísimo, muy locuaz y muy exagerado en sus afirmaciones, casi un andaluz. Me alojé en el Queen’s Park Hotel, en el barrio de la ciudad que se llama La Sabana. Hotel de turismo muy elegante, muy concurrido, durante la estación del invierno por gente distinguida de Inglaterra, que sin pertenecer a la aristocracia tiene una posición social intermedia y fortuna no escasa. La isla de Trinidad ocupa una posición privilegiada en el grupo de las Antillas; está fuera de la zona de los vientos, y como es bastante húmeda, pues llueve a torrentes, durante casi todo el año, el calor no es excesivo, las noches son muy frescas, particularmente en los meses finales y primeros del año. La isla parece un rincón del paraíso terrenal. La naturaleza del trópico ha sido domesticada por la mano del hombre civilizado. El pequeño territorio estaba cruzado ya por magníficas carreteras asfaltadas. La explotación del asfalto y la del petróleo constituían las industrias principales, y el bienestar económico y comercial eran notorios. Como la población en su gran mayoría confiesa en la religión católica, y como los ingleses son inteligentes y hábiles colonizadores, el gobernador es casi siempre católico. Su palacio es una bellísima casa de campo también en La Sabana, casi al lado del Queen’s Park Hotel.
+Pasé en Trinidad una deliciosa semana, de reposo intelectual, y muy divertida, porque nada hay más a propósito como un hotel de turismo, elegante, confortable, y concurrido por gente de la buena sociedad.
+También tenía su casa en La Sabana Ricardo Becerra, y me invitó a comer varias veces. Había perdido desde hacía muchos años totalmente el sentido de la vista, pero sí que podía decirse con el poeta al conversar con él, que en tinieblas veía mejor. Y cuán deliciosa, cuán instructiva y amena su fluida charla. Me impresionó profundamente el parecido físico del doctor Becerra con el de don Miguel Antonio Caro. No sólo en el rostro, en la cabeza romana, en la espaciosa y abultada frente, sino en la manera de caminar, como arrastrando los pies sobre las alfombras de la sala, y en determinados ademanes, por ejemplo, al sacar del bolsillo el pañuelo para los usos de costumbre. De una conversación con el doctor Becerra, como con el señor Caro, se sacaban más enseñanzas que con la lectura de un libro bueno o con la conferencia de un profesor que dicta su clase dentro de tiempo fijo y limitado. Era el antiguo luchador político y parlamentario, un amante y ardoroso hijo de Colombia; su larga ausencia de la patria, lejos de debilitar, había acrecentado su afecto e interés por ella. La secesión de Panamá habíalo afectado sincera y hondamente. Pero veía el fenómeno con el prisma de la realidad. No se hacía fantásticas ilusiones, ni era partidario de quiméricos planes. Consideraba que reconquistar el territorio perdido, sin marina de guerra, sería empresa destinada al fracaso y que costaría inútil despilfarro de vidas y de riquezas. Mas pensaba que al Senado de Colombia no le había quedado otro camino honroso y digno que el de la improbación del Tratado Herrán-Hay. Y si alguien conocía el problema, y conocía la política de los Estados Unidos en aquella época, era el doctor Becerra.
+De Trinidad me dirigí a Jamaica, y me tocó hacer la travesía en el vapor Orinoco, de la Royal Mail, el mismo que había llevado las tropas que comandaba un coronel Torres, de Colón a Puerto Colombia; tropas que perdieron la oportunidad de dejar bien puesto el honor y el buen nombre de las armas colombianas en una heroica aventura. Un oficial del Orinoco que hablaba muy bien el español, pues había servido en la marina mercante chilena, me refirió detalles del embarque de las tropas del coronel Torres, bastante tristes y penosos. Es relativamente larga, más de cuarenta y ocho horas, la travesía de Puerto España a Jamaica. A pesar de que viajábamos en los primeros días de enero, estación de fuertes vientos en el mar de las Antillas, tuvimos por feliz casualidad calma casi chicha. El Orinoco llevaba el cupo de pasajeros de primera clase casi completo. Turistas ingleses que iban a pasar el invierno en los magníficos hoteles de la otra colonia; unos pocos se habían quedado en Trinidad.
+En Jamaica la lujuriosa naturaleza tropical también ha sido domesticada por la mano del hombre civilizado. También parece Jamaica un pedazo del paraíso terrenal trasladado a la virgen América. La población es en el noventa por ciento de negros, bulliciosos, pendencieros y alegres. Para disciplinarlos, para hacerles adquirir hábitos de orden, de aseo, de sujeción a las ordenanzas de las autoridades de higiene, el colonizador ha desplegado una grande energía y al propio tiempo una política de persuasión. Jamaica no es como Trinidad, un territorio plano y fuera de la acción devastadora de huracanas y erupciones volcánicas. Dos años después de que estuve allí, terremotos formidables destruyeron a Kingston y otras ciudades. En la región montañosa —los Montes Azules— la temperatura es suave y templada, y no sólo se encuentran allí hoteles para turistas, sino también sanatorios para los tuberculosos. En sus últimos días el Libertador, que sin duda conocía el mal que estaba minando su vida mejor que los propios médicos que le asistían, acariciaba el sueño de pasar una larga temporada en los Montes Azules. Comunicadas las zonas más productivas de la isla y sus principales ciudades por vías férreas muy bien construidas y administradas, tuve oportunidad de recorrerla casi íntegramente. La primera semana de mi estadía en Kingston la pasé en el Mertele Bank Hotel, propiedad de la United Fruit Company, que tenía en Jamaica vastas plantaciones de banano y compraba a los apicultores criollos millares de naranjas y toronjas. A mi regreso de Cuba pasé también una semana en el Constant Spring Hotel, en los alrededores de Kingston, que era en aquella época uno de los hoteles de turismo más lujosos y confortables, muy visitado por británicos adinerados, por miembros del parlamento y personajes políticos. También fui a pasar dos días a Puerto Antonio, un balneario encantador con un hotel tan excelente como el Mertele y el Constant: el Thicfield, también propiedad de la United Fruit Company.
+Hice el viaje de Kingston a Santiago de Cuba en un pequeño vapor de bandera cubana que tenía sólo capacidad para cuatro pasajeros de primera clase. La travesía de Kingston a Santiago de Cuba se hace generalmente de noche. El vaporcito salía de Kingston a las cinco de la tarde, y al amanecer del día siguiente entraba en la bahía de Santiago, bahía que me hizo recordar a la de Cartagena de Indias. Uno de los tripulantes de la nave me hizo una explicación completa de la hazaña del almirante español Cervera, y en la tarde el auriga del coche que me llevó a las afueras de Santiago me explicó también el desarrollo de la batalla campal que puso término prácticamente al dominio peninsular en la hermosa isla. De Santiago fui a La Habana por ferrocarril. Se hacía entonces el viaje en veinticuatro horas, en carros Pullman tan confortables, tan lujosos como sus similares de los Estados Unidos. En Santiago me hospedé en el Hotel Venus, viejo edificio con escasas comodidades, pero en cambio pocas veces me he sentado a una mesa más exquisita y mejor servida.
+Poco antes había terminado la ocupación americana y pude comprobar que había dejado ella buenos recuerdos. Todo el mundo, así isleños como españoles, hablaba del general Wood con respeto y simpatía. Los americanos habían realizado una obra prodigiosa para tonificar a Cuba; desaparecida casi por completo la fiebre amarilla, el mosquito, por lo menos en las ciudades más importantes. Comenzaba a renacer la cordialidad entre españoles y cubanos, y advertíase a primera vista el extraordinario impulso que tomaban la agricultura y el comercio. No hablaré de La Habana porque sería imposible describir la imborrable y hermosa impresión que me causó aquella ciudad encantadora que hoy estará transformada por completo. Si en algún lugar de la tierra no se puede aburrir el viajero es en La Habana. Todo en ella es regalo para la vista y los otros sentidos. Se vive allá como sumergido en un dulce y voluptuoso beleño.
+Instalada y organizada la República, asegurada su independencia y restringida sólo por la enmienda Platt, el primer presidente, Estrada Palma, gobernaba, hasta entonces, sin oposición. Los militares que habían peleado bravamente no constituían un problema inquietante.
+Una de mis labores tenía que ser forzosamente la de leer cotidianamente la prensa periódica, para poderme dar cuenta del estado de la opinión de los países que visitaba sobre la cuestión Panamá. Con pena pude cerciorarme de que el problema interesaba poco en Jamaica y Cuba, y que sólo en Trinidad el doctor Ricardo Becerra y nuestro cónsul, Paco Becerra, estaban atentos a rectificar los comentarios desobligantes que se hacían respecto de nuestro país y de la improbación del Tratado Herrán-Hay.
+En cambio veía con placer en la prensa de los Estados Unidos, en la de Nueva York especialmente, que se estaba formando una opinión serena e independiente respecto de la cuestión Panamá, y que había diarios respetables que no tragaban enteras las explicaciones e informaciones oficiales sobre la proclamación de la nueva República, y que el general Reyes y sus compañeros habían sido recibidos con deferencia y respeto, y no como los representantes de un país de bandoleros, tal y cual se complacía en pintar a Colombia con implacable saña, el vigesimosexto presidente de la Unión Americana y su prensa adicta. Sólo quienes desconocen la índole, el carácter y los antecedentes del pueblo saxoamericano ignoran que en ese gran conglomerado, a primera vista embargados sólo por preocupaciones materiales, predomina el culto de los más puros ideales, sobre todo los ideales de libertad, justicia y derecho, y que acaso por razón misma de su poderío y fortaleza el saxoamericano siente instintivamente, en sus propias carnes, el atropello y la violencia cometidos contra los débiles, así sean hombres o naciones.
+Autorizado por el gobernador de Bolívar para regresar a Colombia, me embarqué un sábado en Kingston en el vapor Allegani, de la Atlas Line, y llegué, si la memoria me es fiel, el primer lunes de la primera semana del mes de febrero. En Kingston, poco antes de embarcarme, tuve el placer de encontrar ocasionalmente en uno de los expendios de tabaco elaborado de la firma Machado J. Cía. a mis paisanos y amigos el señor don Evaristo Obregón y su hijo Andrés que llegaron momentos antes de Inglaterra, en donde residía desde 1897 la familia Obregón. Don Evaristo, que fue un gran fumador de tabacos finos, había entrado a la tienda a proveerse de las mejores marcas de la exquisita hoja de Jamaica; estaba leyendo una carta de su casa de Barranquilla, y me dijo: «Vea usted esta desagradable noticia. Se incendió casi totalmente el mercado de nuestra tierra». Los barranquilleros estábamos orgullosos de nuestra plaza de mercado, sin duda la más hermosa y mejor acondicionada de todo el país. Fue construida mediante una concesión otorgada por el Concejo Municipal al capitalista don Esteban Márquez allá por los años de 1880, no puedo precisar exactamente cuál, ni cuando terminaba su privilegio. De su ejecución se encargó el ingeniero y arquitecto venezolano doctor José Félix Fuenmayor, el primero que levantó en Barranquilla edificaciones modernas y elegantes, sin el sombrío aspecto que tuvieron las primeras de mampostería de mi ciudad nativa. Fue inaugurada la plaza de mercado poco después de terminada la guerra civil de 1885, y el acto fue solemne y de regocijo para la población. Pero después de dieciocho años la concesión resultaba demasiado onerosa para el municipio de Barranquilla, y faltaba un plazo relativamente largo para su vencimiento. Al incendio podía aplicársele la sabia frase del coterráneo de mi cuento: para mejor será.
+La ocasión se le pintaba calva a la municipalidad de Barranquilla para que propusiera al concesionario —y lo crean los herederos de don Esteban Márquez— la resolución del contrato, encargándose ella de reconstruir el edificio, naturalmente si contaba con los recursos necesarios para hacerlo rápidamente. Para fortuna de la ciudad, era a la sazón presidente del Concejo Municipal un ciudadano respetabilísimo, un hombre de negocios de clarísima visión, que inspiraba confianza absoluta a los bancos y al comercio, y además de un espíritu público demostrado en todo el curso de su no corta vida. Él era don Juan B. Roncallo. La municipalidad no tenía en caja el dinero necesario para la empresa, y en cambio sí lo tenía en abundancia el concesionario, a quien representaba el doctor José F. Insignares S., entonces gobernador del departamento de Bolívar, cónyuge de la señora doña Eladia Márquez de Insignares, hija del finado don Esteban Márquez. La primera diligencia de don Juan B. Roncallo tenía que ser diplomática; convencer el doctor Insignares y a sus otros representados de la conveniencia que para ellos tendría la resolución del contrato mediante equitativas compensaciones. Que ni de encargo estaba para la gestión el presidente del Concejo Municipal. Hombre prudente, suave, tinoso, de pocas palabras, enérgico en el fondo, bajo apariencias de mansedumbre, don Juan B. Roncallo poseía el don de convencer a su interlocutor. Y a su vez, cosa que aprovechó con mucho tacto, el doctor Insignares era muy puntilloso cuando desempeñaba funciones oficiales, en lo que tuviera relación con ellas y sus negocios particulares.